Yor, el Minero Ciego, estaba delante de su cabaña, escuchando a lo lejos en la llanura nevada que se extendía en todas direcciones. El silencio era tan completo que su fino oído percibió el crujido de los pasos en la nieve de un caminante que se encontraba todavía a gran distancia. Sin embargo, los pasos se dirigían hacia la cabaña.

Yor era un hombre grande y viejo, pero su rostro no tenía barba ni arrugas. Todo en él, su traje, su cara, su pelo, era gris como la piedra. Cuando estaba allí, inmóvil, parecía tallado en un gran trozo de lava. Sólo sus ojos ciegos eran oscuros y, en sus profundidades, brillaba el resplandor de una pequeña llama.

Cuando Bastián —porque él era el caminante— llegó, dijo:

—Buenos días. Me he extraviado. Busco la fuente de la que brota el Agua de la Vida. ¿Puedes ayudarme?

El minero escuchó la voz que hablaba.

—No te has perdido —susurró—. Pero habla en voz baja porque, si no, se desmoronarán mis imágenes.

Le hizo un gesto a Bastián, que entró tras él en la cabaña.

Ésta se componía de una sola habitación pequeña, sin adornos y sumamente pobre. Una mesa de madera, dos sillas, una tarima para dormir y unos estantes en los que había toda clase de alimentos y de vajilla. En un hogar ardía un pequeño fuego y sobre él colgaba un caldero en el que humeaba una sopa.

Yor llenó dos platos para él y para Bastián, se sentó a la mesa y, con un gesto de la mano, invitó a su huésped a comer. En silencio, se tomaron su comida.

Luego el minero se echó hacia atrás, sus ojos miraron, a través de Bastián, a la lejanía y, susurrando, preguntó:

—¿Quién eres?

—Bastián Baltasar Bux.

—Ah, sabes aún tu nombre.

—Sí. ¿Y quién eres tú?

—Soy Yor, a quien llaman el Minero Ciego. Pero sólo soy ciego a la luz. Bajo tierra, en mi mina, donde reina una oscuridad total, puedo ver.

—¿Qué clase de mina es ésa?

—El Pozo Minroud. La Mina de las Imágenes.

—¿La Mina de las Imágenes? —repitió Bastián asombrado—. Nunca he oído nada semejante.

Yor parecía estar escuchando siempre algo.

—Y, sin embargo —cuchicheó—, existe precisamente para los que son como tú. Para los seres humanos que no pueden encontrar el camino del Agua de la Vida.

—¿Qué clase de imágenes son ésas? —quiso saber Bastián.

Yor cerró los ojos y calló durante un rato. Bastián no sabía si repetir su pregunta. Luego oyó susurrar al minero:

—Nada se pierde en el mundo. ¿Has soñado alguna vez algo que, al despertarte, no sabías qué era?

—Sí —respondió Bastián—. Muchas veces.

Yor asintió pensativo. Luego se levantó y le hizo signo a Bastián de que lo siguiera. Antes de salir los dos de la cabaña, lo cogió por el hombro con su mano dura y le cuchicheó al oído:

—Ni una palabra, ni un ruido, ¿entiendes? Lo que vas a ver es mi trabajo de muchos años. Cualquier estrépito podría destruirlo. ¡De manera que calla y anda silenciosamente!

Bastián asintió y salieron de la cabaña. Detrás de ella se levantaba una torre de madera, bajo la cual un pozo conducía verticalmente a las entrañas de la tierra. Pasaron a su lado, dirigiéndose hacia la llanura de nieve. Y entonces vio Bastián las imágenes, que yacían allí, como rodeadas de seda blanca, igual que si fueran valiosas joyas.

Eran láminas finísimas de una especie de piedra especular, transparente y coloreada, y de todos los tamaños y formas, rectangulares y redondas, rotas e intactas, algunas grandes como vidrieras de iglesia, otras pequeñas como miniaturas de alguna cajita. Yacían, ordenadas aproximadamente por su tamaño y su forma, en hileras que se extendían hasta el horizonte de la blanca llanura.

Lo que representaban aquellas imágenes era misterioso. Había figuras embozadas que parecían flotar en un gran nido de pájaro, o burros con toga de juez. Había relojes que se fundían como el requesón, o muñecas articuladas que destacaban sobre fondos chillonamente iluminados y vacíos. Había rostros y cabezas compuestos totalmente de animales y otros que formaban paisajes. Pero había también imágenes completamente corrientes, hombres que segaban campos de maíz y mujeres que se sentaban en un balcón. Había pueblos de montaña y paisajes marineros, escenas bélicas y funciones de circo, calles y habitaciones, y siempre rostros, viejos y jóvenes, inteligentes y bobos, de bufones y de reyes, sombríos y alegres. Había imágenes terribles, de ejecuciones y danzas macabras, e imágenes divertidas de damiselas sentadas sobre una morsa o de una nariz que se paseaba y a la que todos los transeúntes saludaban.

Cuanto más caminaban a lo largo de las imágenes, tanto menos podía comprender Bastián qué tenían que ver con él. Sólo una cosa le resultaba clara: en ellas podía verse de todo, aunque la mayor parte de las veces en un entorno peculiar.

Después de haber andado muchas horas con Yor junto a las hileras de láminas, el crepúsculo cayó sobre la extensa llanura nevada. Volvieron a la cabaña. Cuando habían cerrado la puerta tras ellos, Yor le preguntó en voz baja:

—¿Has reconocido alguna?

—No —repuso Bastián.

El minero movió pensativo la cabeza.

—¿Por qué? —quiso saber Bastián—. ¿Qué imágenes son ésas?

—Son los sueños olvidados del mundo de los seres humanos —explicó Yor—. Un sueño no puede convertirse en nada una vez que se ha soñado. Pero cuando el hombre que lo ha soñado no lo guarda… ¿a dónde va a parar? Viene aquí, con nosotros, a Fantasia, ahí abajo, a las entrañas de nuestra tierra. Allí yacen los sueños olvidados en capas finas, finísimas, uno sobre otro. Cuanto más se cava, tanto más espesos son. Fantasia entera se asienta sobre unos cimientos de sueños olvidados.

—¿Y también están ahí los míos? —preguntó Bastián abriendo mucho los ojos.

Yor se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Y dices que tengo que encontrarlos? —siguió preguntando Bastián.

—Por lo menos uno. Con uno basta —respondió Yor.

—Pero ¿para qué? —quiso saber Bastián.

El minero volvió hacia él su rostro, ahora iluminado sólo por el resplandor del pequeño fuego del hogar. Sus ojos ciegos miraron otra vez a la lejanía, a través de Bastián.

—Escucha, Bastián Baltasar Bux —dijo—. No me gusta hablar mucho. Prefiero el silencio. Pero por esta vez te lo diré. Tú buscas el Agua de la Vida. Quisieras poder amar, para volver a tu mundo. Amar… ¡eso se dice muy fácilmente! El Agua de la Vida te preguntará: ¿a quién? No se puede amar sencillamente, en general y de cualquier manera. Sin embargo, tú lo has olvidado todo, salvo tu nombre. Y si no sabes contestar no podrás beber. Sólo te puede ayudar un sueño olvidado que vuelvas a encontrar, una imagen que te lleve hasta la fuente. Pero para eso tendrás que olvidar lo último que te queda: tendrás que olvidarte de ti mismo. Y eso requiere un trabajo duro y paciente. Guarda bien mis palabras, porque no volveré a pronunciarlas.

Luego se echó en su tarima de madera y se durmió. A Bastián no le quedó otro remedio que contentarse con el suelo duro y frío. Pero no le importó.

Cuando se despertó a la mañana siguiente con los miembros entumecidos, Yor había salido ya. Probablemente había entrado en el Pozo Minroud. Bastián se sirvió un plato de la sopa caliente, que lo entonó pero no lo animó demasiado. Su gusto salado le recordaba un poco el sabor de las lágrimas y del sudor.

Luego salió afuera y caminó por la nieve de la extensa llanura, junto a las innumerables imágenes. Las miró una por una atentamente, porque sabía lo que le iba en ello, pero no pudo descubrir ninguna que lo afectara de modo especial.

Todas le resultaban igualmente indiferentes.

Hacia la noche vio salir a Yor de la mina en una jaula de extracción. Llevaba a la espalda, en un bastidor, varias láminas grandes de finísima piedra especular. Bastián lo acompañó en silencio cuando se dirigió otra vez a la llanura y, con la mayor precaución, colocó sus nuevos hallazgos al final de una hilera, sobre la blanca nieve. Una de las imágenes representaba un hombre cuyo pecho era una jaula de pájaros en la que había dos palomas. Otra mostraba una mujer de piedra que cabalgaba sobre una gran tortuga. En una imagen muy pequeña se reconocía a una mariposa, cuyas alas mostraban manchas en forma de letras. Había otras imágenes aún, pero ninguna le decía nada a Bastián.

Cuando estuvo otra vez sentado con el minero en la cabaña, Bastián preguntó:

—¿Qué pasa con las imágenes cuando la nieve se funde?

—Aquí es siempre invierno —replicó Yor.

Ésa fue toda su conversación aquella noche.

En los días siguientes, Bastián continuó buscando entre las imágenes alguna que pudiera reconocer o que, por lo menos, le dijera algo especial… pero inútilmente. Por las noches se sentaba en la cabaña con el minero y, como éste callaba, Bastián se acostumbró a callar también. Igualmente aprendió poco a poco de Yor su cuidadosa forma de moverse para no hacer ningún ruido que pudiera deshacer las imágenes.

—Ahora las he visto ya todas —dijo Bastián una noche—. No hay ninguna para mí.

—Mala cosa —respondió Yor.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Bastián—. ¿Esperar a que saques otras?

Yor meditó un rato y luego movió la cabeza.

—Yo, en tu lugar —susurró—, entraría en el Pozo Minroud y cavaría sobre el terreno.

—Pero yo no tengo tus ojos —dijo Bastián—. No puedo ver en la oscuridad.

—¿No te han dado ninguna luz en tus largos viajes? —preguntó Yor mirando otra vez a través de Bastián—. ¿Ninguna piedra luminosa, nada que te pueda servir ahora?

—Sí —respondió Bastián tristemente—, pero utilicé a Al-Tsahir para otro fin.

—Mala cosa —repitió Yor con rostro de piedra.

—¿Qué me aconsejas? —quiso saber Bastián.

El minero calló otra vez largo tiempo, antes de replicar:

—Tendrás que trabajar en la oscuridad.

Bastián sintió escalofríos. Verdad era que aún tenía todas las fuerzas y la intrepidez que ÁURYN le había dado, pero al pensar que estaría hondo, muy hondo, en las entrañas de la tierra, en una oscuridad total, la sangre se le helaba. No dijo nada más y los dos se echaron a dormir.

A la mañana siguiente el minero lo sacudió por un hombro. Bastián se incorporó.

—¡Cómete la sopa y ven! —le ordenó Yor bruscamente.

Bastián lo hizo.

Siguió al minero hasta la boca de la mina, subió con él a la jaula de extracción y penetró en el Pozo Minroud. Descendieron cada vez más profundo. Hacía tiempo que había desaparecido el último y escaso resplandor que se colaba por la abertura del pozo y el cesto seguía hundiéndose en las profundidades. Por fin, una sacudida indicó que había tocado fondo. Salieron.

Allí abajo hacía mucho más calor que arriba, en la llanura invernal, y al cabo de poco tiempo Bastián comenzó a sudar por todos los poros, mientras se esforzaba por no perder en la oscuridad al minero, que avanzaba rápidamente delante de él. Era un camino tortuoso a través de innumerables galerías, corredores y, a veces, ensanchamientos también, como se podía adivinar por el suave eco de los pasos. Bastián se golpeó varias veces dolorosamente en salientes y vigas, pero Yor no le prestó atención.

En ese primer día y también en los siguientes el minero lo instruyó en silencio, llevándole de la mano, en el arte de separar entre sí las capas finas y sutiles de piedra especular, desprendiéndolas cuidadosamente. Para ello había herramientas que parecían al tacto espátulas de madera o de cuerno, aunque Bastián nunca pudo verlas porque se quedaban allí al terminar el trabajo del día.

Poco a poco aprendió a orientarse allí abajo, en la oscuridad total. Reconocía los corredores y galerías con un nuevo sentido que no hubiera sabido explicar. Y un día Yor le indicó sin palabras, tocándolo únicamente con las manos, que a partir de entonces trabajaría solo en una galería baja, en la que sólo se podía entrar arrastrándose. Bastián obedeció. El lugar era muy estrecho y sobre él estaba la montaña entera de roca primitiva.

Encogido como un niño no nacido en el vientre de su madre, Bastián yacía en las oscuras profundidades de los cimientos de Fantasia, buscando pacientemente un sueño olvidado, una imagen que pudiera conducirlo hasta el Agua de la Vida.

Como no podía ver en aquella noche eterna de las entrañas de la tierra, no podía elegir nada ni tomar decisión alguna. Tenía que confiar en que la casualidad o un destino misericorde le permitieran hacer alguna vez el descubrimiento necesario. Tarde tras tarde llevaba arriba, a la luz del día que se extinguía, lo que había podido desprender en las profundidades del Pozo Minroud. Y tarde tras tarde su trabajo se revelaba inútil. Sin embargo, Bastián no se lamentaba ni se rebelaba. Había perdido toda compasión de sí mismo. Se había vuelto paciente y silencioso. Aunque sus fuerzas eran inagotables, a menudo se sentía muy cansado.

No se puede decir cuánto tiempo duró aquel áspero trabajo, porque esa clase de trabajos no pueden medirse en días o meses. En cualquier caso, sucedió una tarde que trajo una imagen que, sobre el terreno mismo, lo excitó tanto que tuvo que contenerse para no lanzar un grito de sorpresa que pudiera destruirla.

En la delicada piedra especular —no era muy grande; tenía aproximadamente el tamaño de una página corriente de libro— se veía clara y distintamente un hombre que llevaba una bata blanca. En una mano sostenía una dentadura de escayola. Estaba de pie, y su actitud y la expresión tranquila y preocupada de su rostro conmovieron a Bastián. Pero lo que le impresionó más fue que el hombre estaba congelado en un bloque claro como el cristal. Lo rodeaba por completo una capa de hielo impenetrable, aunque totalmente transparente.

Mientras Bastián contemplaba la imagen que tenía ante sí en la nieve, se despertó en él una añoranza de aquel hombre al que no conocía. Era un sentimiento que venía de muy lejos, como un oleaje tormentoso en el mar que, al principio, no se nota, hasta que se acerca más y más y se convierte por fin en olas poderosas altas como edificios, que lo arrastran y anegan todo. Bastián se ahogó casi en ese sentimiento y tuvo que luchar para respirar. Le dolía el corazón, que le resultaba insuficiente para una añoranza tan grande. Con aquella oleada se hundieron todos los recuerdos que aún tenía de sí mismo. Y olvidó por último lo que le quedaba: su propio nombre.

Cuando, más tarde, entró a ver a Yor en la cabaña, Bastián guardó silencio. Tampoco el minero dijo nada, pero lo miró largo tiempo, y sus ojos parecieron ver otra vez la lejanía, y entonces, por primera vez en todo aquel tiempo, una breve sonrisa pasó por sus grises facciones de piedra.

Aquella noche, el muchacho que no tenía ya nombre no pudo dormir, a pesar de todo su cansancio. Continuamente veía la imagen ante sí. Era como si el hombre quisiera decirle algo pero no pudiera por estar encerrado en el bloque de hielo. El muchacho sin nombre quería ayudarlo, hacer que el hielo se licuara. Como si soñara despierto, se veía a sí mismo abrazando el hielo para hacerlo fundirse con el calor de su cuerpo. Pero todo era inútil.

Sin embargo, entonces oyó de pronto lo que el hombre quería decirle; no lo oyó con los oídos sino muy hondo, en su propio corazón:

—¡Ayúdame, por favor! ¡No me abandones! No puedo salir solo de este hielo. ¡Ayúdame! ¡Sólo tú puedes librarme de él…! ¡Tú solo!

Cuando se levantaron al día siguiente al amanecer, el muchacho sin nombre le dijo a Yor:

—Hoy no bajaré ya contigo al Pozo Minroud.

—¿Vas a dejarme?

El muchacho asintió.

—Voy a buscar el Agua de la Vida.

—¿Has encontrado la imagen que te guiará?

—Sí.

—¿Me la quieres enseñar?

El muchacho asintió una vez más. Los dos se dirigieron a la nieve, donde estaba la imagen. Bastián la miró, pero Yor levantó sus ojos ciegos hacia el rostro del muchacho, como si mirase a lo lejos a través de él. Pareció escuchar algo largo tiempo. Finalmente movió la cabeza afirmativamente.

—Llévatela —susurró— y no la pierdas. Si la pierdes o si se destruye, todo habrá terminado para ti. Porque en Fantasia no te queda nada más. Ya sabes lo que eso quiere decir.

El muchacho que no tenía ya nombre permaneció con la cabeza baja y callado durante un rato. Luego dijo, igualmente en voz baja:

—Gracias, Yor, por todo lo que me has enseñado.

Se dieron la mano.

—Has sido un buen minero —cuchicheó Yor— y has trabajado bien.

Luego se volvió y se dirigió al Pozo Minroud. Sin volverse otra vez, subió a la jaula de extracción y descendió a las profundidades.

El muchacho sin nombre cogió la imagen de la nieve y, andando pesadamente, se perdió a lo lejos en la blanca llanura.

Llevaba andando así muchas horas, hacía tiempo que la cabaña de Yor había desaparecido detrás de él en el horizonte y no lo rodeaba más que la blanca superficie que se extendía en todas direcciones. Sin embargo, sentía cómo la imagen, que sostenía cuidadosamente con ambas manos, lo empujaba en una dirección determinada.

El muchacho estaba decidido a seguir a aquella fuerza, que lo llevaría al lugar apropiado, tanto si el camino era largo como corto. Nada debía detenerlo. Quería encontrar el Agua de la Vida y estaba seguro de que podía hacerlo.

Entonces oyó ruido de pronto, muy alto en el aire. Era como un griterío o gorjeo lejano salido de muchas gargantas. Cuando levantó los ojos al cielo, vio una nube oscura que parecía una gran bandada de pájaros. Sólo cuando la bandada se acercó se dio cuenta de qué se trataba en realidad, y se quedó paralizado de espanto.

¡Eran las polillas-payaso, los schlabuffos!

«El Cielo me valga —pensó el muchacho sin nombre—, ¡ojalá no me hayan visto! ¡Romperán con sus gritos la imagen!».

¡Pero lo habían visto!

Con tremendas voces y carcajadas, la bandada se precipitó sobre el solitario caminante, posándose a su alrededor en la nieve.

—¡Hurra! —chillaron, abriendo sus bocas multicolores—. ¡Por fin te hemos encontrado, gran benefactor!

Y se revolcaron por la nieve, se tiraron bolas, dieron volteretas y se pusieron cabeza abajo.

—¡Silencio! ¡Mucho silencio! —susurró desesperado el muchacho sin nombre. El coro entero gritó entusiasmado:

—¿Qué ha dicho…? ¡Ha dicho que hay mucho silencio…! ¡Eso no nos los ha dicho nunca nadie!

—¿Qué queréis de mí? —preguntó el muchacho—. ¿Por qué no me dejáis en paz?

Todas revolotearon a su alrededor parloteando:

—¡Gran benefactor! ¡Gran benefactor! ¿Te acuerdas de que nos salvaste cuando éramos todavía ayayai? Entonces éramos los seres más desgraciados de Fantasia, pero ahora nosotros mismos estamos hasta la coronilla. Lo que nos hiciste fue al principio muy divertido, pero ahora nos aburrimos mortalmente. Revoloteamos de un lado para otro y no hay nada que nos retenga. Ni siquiera podemos jugar a un verdadero juego, porque no respetamos las reglas. Al salvarnos, hiciste de nosotros unos bufones ridículos. ¡Nos engañaste, gran benefactor!

—Mi intención era buena —susurró el muchacho horrorizado.

—¡Sí, para ti! —gritaron a coro los schlabuffos—. Te encontraste a ti mismo generosísimo. ¡Pero fuimos nosotros las que lo pagamos, gran benefactor!

—¿Qué puedo hacer? —preguntó el muchacho—. ¿Qué queréis de mí?

—Te hemos buscado —chillaron los schlabuffos con sus rostros de payaso congestionados—. Queríamos encontrarte antes de que pusieras pies en polvorosa. Y te hemos encontrado. No te dejaremos en paz hasta que te conviertas en nuestro cabecilla. Debes ser nuestro Superschlabuffo, nuestro Schlabuffo Mayor, nuestro General Schlabuffo. ¡Lo que quieras!

—Pero ¿por qué, por qué? —susurró el muchacho suplicante.

Y el coro de payasos chilló como respuesta:

—¡Queremos que nos des órdenes, que nos mangonees, que nos obligues a hacer cosas, que nos prohíbas algo! ¡Queremos que nuestra existencia tenga algún sentido!

—¡Eso no puedo hacerlo! ¿Por qué no elegís a uno de vosotros?

—¡No, no, te queremos a ti, gran benefactor! ¡Eres tú quien no ha hecho como somos!

—¡No! —jadeó el muchacho—. Yo tengo que irme. ¡Tengo que regresar!

—¡No tan deprisa, gran benefactor! —gritaron los payasos—. Eso sería lo que tú quisieras… ¡Largarte de Fantasia!

—Pero ¡si estoy acabado! —protestó el muchacho.

—¿Y nosotros? —respondió el coro—. ¿Cómo estamos nosotros?

—¡Marchaos! —exclamó el muchacho—. ¡No puedo ocuparme de vosotros!

—¡Entonces tienes que volver a transformarnos! —contestaron las voces estridentes—. Preferimos ser otra vez ayayai. El Lago de las Lágrimas se ha evaporado y Amarganz se ha quedado en seco. Nadie trabaja ya la delicada filigrana de plata. Queremos ser otra vez ayayai.

—¡No puedo! —respondió el muchacho—. No tengo ya poder en Fantasia.

—Entonces —vociferó toda la bandada dando vueltas en confusión—, ¡te llevaremos con nosotros!

Cientos de pequeñas manos lo cogieron, intentando elevarlo por los aires. El muchacho se defendió con todas sus fuerzas y las polillas volaron por todos lados. Pero, testarudas como avispas irritadas, volvían una y otra vez.

En medio de aquel clamor y griterío se oyó de pronto a lo lejos un sonido suave y, sin embargo, poderoso, que parecía el resonar de una campana de bronce.

Y, en un abrir y cerrar de ojos, los schlabuffos se dieron a la fuga, desapareciendo en el cielo como una bandada oscura.

El muchacho que no tenía ya nombre se arrodilló en la nieve. Ante él, reducida a polvo, estaba la imagen. Todo se había perdido. No había ya nada que pudiera enseñarle el camino del Agua de la Vida.

Cuando levantó la vista, vio borrosamente a través de sus lágrimas, a cierta distancia, dos figuras sobre la campiña nevada: una grande y otra pequeña. Se frotó los ojos y volvió a mirar.

Eran Fújur, el dragón blanco de la suerte, y Atreyu.

La historia interminable
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