Gozosamente se adentró Atreyu en el bosque de columnas que, a la clara luz de la luna, arrojaban sus sombras negras. Un silencio profundo lo rodeó y apenas oía el sonido de sus propios pies descalzos. Ya no sabía quién era ni cómo se llamaba, cómo había llegado hasta allí ni qué buscaba. Estaba lleno de asombro, pero no sentía preocupación alguna.

El suelo estaba cubierto por todas partes de mosaicos, con adornos enigmáticamente intrincados o misteriosas escenas y dibujos. Atreyu anduvo por él, subió anchas escaleras, llegó a amplias terrazas, bajó otra vez escaleras y recorrió una larga avenida de columnas de piedra. Las contempló una tras otra y le gustó que cada una estuviera decorada de una forma distinta y cubierta de distintos signos. De esa forma se fue alejando cada vez más de la Puerta sin Llave.

Después de haber andado así quién sabe cuánto tiempo, percibió finalmente a lo lejos un sonido flotante y se quedó inmóvil escuchándolo. El sonido se acercó: era una voz que cantaba, muy bella y argentina y alta como la de un niño, pero que sonaba infinitamente triste e incluso parecía a veces sollozar. Aquella canción lastimera corría entre las columnas, veloz como una ráfaga de viento, se inmovilizaba luego en cualquier lugar, subía y bajaba, se aproximaba y se iba, y a Atreyu le parecía como si describiera amplios círculos.

No se movió y aguardó.

Poco a poco, los círculos que la voz trazaba en torno a Atreyu se hicieron más pequeños y él pudo comprender las palabras de la canción:

«Todo una vez solamente acontece

y una vez sí deberá suceder.

Lejos, allí donde el campo florece,

debo morir y desaparecer…».

Atreyu se volvió, siguiendo a la voz que se agitaba inquieta entre columnas, pero no pudo ver a nadie.

—¿Quién eres? —gritó.

Y, como un eco, la voz volvió:

—¿Quién eres?

Atreyu reflexionó.

—¿Quién soy? —murmuró—. No podría decirlo. Me parece que alguna vez sí que lo he sabido. Pero ¿es tan importante?

La voz cantarina respondió:

«Si quieres hablarme en secreto,

recita un poema completo.

Aquello que no escucho en verso

lo entiendo de un modo diverso…».

Atreyu no estaba muy acostumbrado a hacer rimas ni versos, y le pareció que la conversación iba a resultar un tanto difícil si la voz sólo podía entender lo que rimaba. Tuvo que cavilar un rato antes de producir esto:

«En verso, si lo prefieres,

quisiera saber quién eres».

E inmediatamente la voz respondió:

«¿Quieres saber quién es quien?

Yo te comprendo muy bien».

Y luego cantó, desde otra dirección distinta:

«Gracias amigo, cuyo esfuerzo presencio.

Bienvenido seas del modo más serio.

Yo soy Uyulala, la voz del silencio,

voz del Palacio del Profundo Misterio».

Atreyu se dio cuenta de que la voz sonaba unas veces más fuerte y otras más débil, pero sin cesar nunca por completo. Hasta cuando no cantaba o cuando hablaba él, flotaba siempre a su alrededor, en un tono constante.

Como el sonido se iba alejando lentamente, Atreyu corrió detrás y preguntó:

«Dime, Uyulala, ¿me oyes todavía?

No puedo verte y bien me gustaría».

La voz le susurró al oído al pasar:

«Nunca ha ocurrido

que alguien me viera.

Soy un latido

siempre a la espera».

—Entonces, ¿eres invisible? —preguntó Atreyu. Sin embargo, al no recibir respuesta, recordó que tenía que preguntar en verso y dijo:

«¿Así que eres invisible?

¿O eres también insensible?».

Se oyó un pequeño tintineo, que podía ser una risa o un sollozo, y la voz cantó:

«Sí y no y cara y cruz,

según y cómo se mire.

Nunca aparezco a la luz

para que nadie se admire.

Mi cuerpo es acento y tono

pero solamente audible,

y esta voz con que razono

es mi único ser posible».

Atreyu se maravilló y avanzó cada vez más por el bosque de columnas, siguiendo a la voz. Al cabo de un rato tenía preparada otra pregunta:

«No sé si te entiendo bien.

Tu figura, ¿es sólo ruido?

Y, cuando cesa el sonido,

¿entonces ya no eres quién?».

Y oyó la respuesta, otra vez muy cercana:

«Cuando la canción acabe,

a mí me sucederá

lo que todo el mundo sabe

que un día le pasará.

Así son las cosas, hijo

aquí acaba el acertijo.

¡Muy pronto me ocurrirá!».

Otra vez se oyó aquel sollozo y Atreyu, que no entendía por qué lloraba Uyulala, se apresuró a preguntar:

«¿Por qué estás tan triste? Te tengo cariño.

Eres aún muy joven. Tienes voz de niño».

Y otra vez resonó como un eco:

«Pronto me iré con el viento.

Soy sólo una voz que gime.

El tiempo dura un momento,

de modo que dime, dime:

quiero saber qué te oprime».

La voz se había extinguido en algún lugar entre las columnas y Atreyu, que no podía oírla ya, volvió la cabeza hacia todos los lados. Durante corto tiempo reinó el silencio y luego la voz se acercó otra vez rápidamente desde lejos, sonando casi impaciente:

«Uyulala es respuesta. ¡Debes preguntarle!

Si no se lo preguntas, ¿cómo reprocharle?».

Y la voz cantó:

«La Emperatriz está enferma

y con ella el reino fantásico.

La noche traga al que duerma

y también lo que me es más básico.

Iremos a Nuncajamás

como nunca hubiéramos ido.

Ella tiene otro nombre más

y con él volverá su sentido».

Atreyu respondió:

«Responde, Uyulala: ¿cómo salvaré su vida?

¿Cómo daré un nombre a la Emperatriz dormida?».

Y la voz continuó:

«Oye atento la palabra mía

aunque tú no la entiendas ahora.

Guárdala a partir de este día

y prosigue tu ruta en buen hora.

Al llegar el momento adecuado,

búscala por el mar olvidado,

muéstrala como es, como suena,

otra vez a la luz y a los vientos.

Sólo tú, con palabra serena,

lograrás aliviar sus tormentos».

Durante un rato sólo se oyó un lastimoso sonido sin palabras y luego, de pronto, la voz sonó muy cerca de Atreyu, como si le hablase al oído:

«¿Quién os dará nuevo nombre

Emperatriz Infantil?

Ni tú, ni yo, aunque te asombre,

ni los elfos, ni otros mil.

Nadie os librará del mal

y nadie podrá sanaros.

Somos un cuento trivial,

personajes poco claros.

Sueños de amor y cariño,

hemos de ser siempre iguales,

sabio o rey, o viejo o niño,

no nos valdrán como tales.

Pero, lejos de esta tierra,

existe un mundo exterior,

y allí, casi siempre en guerra,

habita un ser superior.

Los hijos de Adán se llaman

los habitantes terrestres,

las hijas de Eva reclaman

que lo que sabes demuestres.

Todos tienen desde antiguo

la facultad de nombrar,

y a la reina, lo atestiguo,

siempre lograron curar.

Le dieron nombres magníficos,

pero eso fue en otra era,

los hombres son muy científicos

pero se han quedado fuera.

Hoy en día se han olvidado

de que somos una realidad,

mas ¡si hubiera un esforzado

que quisiera de verdad!

¡Si creyera sólo uno

y escuchara el llamamiento!

Si no podemos, ninguno,

ellos pueden al momento.

Pero ese mundo es su mundo

y allí no podemos ir…

¿Recordarás, muy profundo,

lo que acabo de decir?».

—Sí, sí —dijo Atreyu confuso.

Se esforzaba cuanto podía por grabar en su memoria lo que escuchaba, pero no sabía para qué y, por eso, no comprendía de qué hablaba la voz. Sólo se daba cuenta de que era importante, muy importante, pero el canturreo y el esfuerzo por oír y decirlo todo en verso le daban sueño. Murmuró:

«¡Quiero hacerlo! Y lo diré sin tropiezo,

pero contesta, Uyulala, ¿cuándo empiezo?».

Y la voz respondió:

«Eso debes resolverlo,

puesto que ahora ya sabes.

Y por eso, para hacerlo,

lo mejor será que acabes».

Medio dormido ya, preguntó Atreyu:

«¿A dónde vas?

¿No volverás?».

Ahora había otra vez aquella especie de sollozo en la voz, que se alejaba cada vez más mientras cantaba:

«La Nada llegando está

y los oráculos callan.

La voz enmudece ya

y sus sonidos estallan.

De todos los que vinieron

hasta este bosque de piedra

y esos sonidos oyeron,

serás tú el que no se arredra.

Quizá puedas conseguir

lo que nadie ha conseguido

pero, si quieres seguir,

¡recuerda el canto dormido!».

Y luego, desde una distancia cada vez mayor, Atreyu escuchó otra vez las palabras:

«Todo una vez solamente acontece

y una vez sí deberá suceder.

Lejos, allí donde el campo florece,

debo morir y desaparecer».

Y eso fue lo último que oyó.

Se sentó junto a una columna, apoyó la espalda en ella, miró al cielo nocturno e intentó comprender lo que había oído. El silencio lo rodeó como un manto blanco y pesado, y Atreyu se durmió.

Al despertar, estaba envuelto en el crepúsculo matutino. Yacía de espaldas mirando al cielo. Las últimas estrellas palidecían. La voz de Uyulala resonaba en su recuerdo. Y, al mismo tiempo, recordó todo lo que hasta entonces le había pasado y cuál era la finalidad de la Gran Búsqueda.

Así pues, ahora sabía lo que había que hacer. Sólo una criatura humana del mundo situado más allá de las fronteras de Fantasia podría dar un nuevo nombre a la Emperatriz Infantil. ¡Tenía que encontrar a una criatura humana y llevarla hasta la Emperatriz!

Se puso en pie de un salto.

«Huy», pensó Bastián, «con cuánto gusto los ayudaría… A ella y también a Atreyu. Me inventaría algún nombre especialmente bonito. ¡Si supiera cómo llegar hasta Atreyu! Iría enseguida. ¡Qué cara pondría si yo apareciera de pronto! Sin embargo, no puede ser… ¿O quizá sí?».

Y entonces dijo en voz baja:

—Si hay alguna forma de llegar hasta vosotros, decídmelo. ¡Iré sin dudarlo, Atreyu! Ya verás.

Cuando Atreyu miró a su alrededor, vio que el bosque de columnas, con todas sus escaleras y terrazas, había desaparecido. A su alrededor sólo estaba aquella llanura totalmente pelada que había visto detrás de las tres puertas mágicas, antes de atravesarlas. Pero ahora no estaba allí, ni tampoco la Puerta sin Llave ni la Puerta del Espejo Mágico.

Se puso en pie y miró en todas direcciones. Y entonces descubrió que, en medio de la llanura, no muy lejos de él, se había formado un lugar como el que había tenido una vez ante los ojos en el Bosque de Haule. Esta vez, sin embargo, estaba mucho más cerca de él. Atreyu se volvió y comenzó a correr en dirección contraria, tan aprisa como pudo.

Sólo después de una larga huida descubrió a lo lejos, en el horizonte, una diminuta elevación que podía ser quizá el terreno montañoso formado por losas de piedra de color herrumbre, en donde se encontraba la Puerta del Gran Enigma.

Se dirigió hacia allí, pero tuvo que andar mucho hasta acercarse lo suficiente para poder distinguir detalles. Y entonces tuvo muchas dudas. Era verdad que había algo que se parecía al paisaje de losas de piedra, pero no pudo descubrir puerta alguna. Y las losas de piedra no eran ya rojizas, sino grises y descoloridas.

Sólo cuando hubo andado otra vez mucho tiempo vio que, entre las rocas, había efectivamente una hendidura que parecía la parte inferior de una puerta, pero sobre ella no había ya ningún arco. ¿Qué había pasado?

La respuesta sólo la tuvo muchas horas después, cuando llegó por fin al lugar. El gigantesco arco de piedra se había derrumbado… ¡y las esfinges habían desaparecido!

Atreyu se abrió camino entre los escombros y trepó luego a una pirámide de roca, buscando el lugar donde debían de estar los dos colonos y el dragón de la suerte. ¿O quizá habían huido entretanto de la Nada?

Entonces vio que, detrás del parapeto de roca del observatorio de Énguivuck, se agitaba una diminuta bandera. Atreyu hizo señales con ambos brazos y gritó, haciendo bocina con las manos:

—¡Eh! ¿Estáis ahí?

Apenas se había apagado su voz, se levantó de la quebrada donde estaba la cueva de los Dos Colonos un dragón de la suerte blanco con brillos de madreperla: Fújur.

Con movimientos sinuosos, elegantes y pausados, vino por los aires, volando traviesamente alguna vez de espaldas y describiendo virajes con la velocidad del relámpago, de forma que parecía una ondulante llama blanca, y luego aterrizó ante la pirámide de piedra sobre la que estaba Atreyu. Se apoyó en las patas delanteras y era tan alto que su cabeza, sobre el levantado cuello, quedaba por encima de Atreyu. El dragón hizo girar sus globos oculares de color rubí, sacó complacido la lengua de sus fauces totalmente abiertas y retumbó con su voz de bronce:

—¡Atreyu, mi amigo y señor! ¡Qué bien que hayas vuelto por fin! Casi habíamos perdido la esperanza… Es decir, los Dos Colonos, ¡yo no!

—Yo también me alegro de verte —respondió Atreyu— pero ¿qué ha pasado esta noche?

—¿Esta noche? —exclamó Fújur—. ¿Crees que sólo ha sido una noche? ¡Te vas a asombrar! ¡Sube, te llevaré!

Atreyu se subió a las espaldas del poderoso animal. Era la primera vez que cabalgaba sobre un dragón de la suerte. Y aunque había montado ya caballos salvajes y no era miedoso, en los primeros momentos de aquella breve cabalgada por los aires casi perdió la vista y el oído. Se aferró a la revoloteante melena de Fújur, hasta que éste se rió atronadoramente y gritó:

—¡Desde ahora tendrás que acostumbrarte, Atreyu!

—¡En cualquier caso —gritó Atreyu intentando respirar—, me da la impresión de que otra vez estás completamente bien!

—Casi —respondió el dragón—, ¡no del todo aún!

Y aterrizaron delante de la caverna de los Dos Colonos. Énguivuck y Urgl estaban uno junto a otro a la entrada y los esperaban.

—¿Qué te ha ocurrido? —parloteó inmediatamente Énguivuck—. ¡Tienes que contármelo todo! ¿Qué pasa con las puertas? ¿Quién o qué es Uyulala?

—¡De eso nada! —lo hizo callar Urgl—. Ante todo tiene que comer y beber. No he estado cocinando y amasando para divertirme. ¡Ya habrá tiempo de sobra para tu tonta curiosidad!

Atreyu había bajado de las espaldas del dragón y saludó a la pareja de gnomos. Los tres se sentaron a la mesa, que otra vez estaba cubierta con toda clase de alimentos sabrosos y una pequeña jarrita de tisana humeante.

El reloj de la torre dio las cinco. Bastián pensó melancólicamente en las dos tabletas de chocolate con nueces que guardaba en casa en la mesilla de noche por si alguna vez tenía hambre. Si hubiera sospechado que nunca volvería, se las hubiera traído como última reserva. Pero ahora no había nada que hacer. ¡Mejor era no pensar en ello!

Fújur se echó en el pequeño valle de rocas, de forma que su poderosa cabeza quedaba junto a Atreyu y podía escucharlo todo.

—¡Figuraos! —exclamó—. ¡Mi amigo y señor cree que sólo ha estado fuera una noche!

—¿Y no es así? —preguntó Atreyu.

—¡Han sido siete días y siete noches! —dijo Fújur—. ¡Mira! Mis heridas están ya casi cerradas.

Sólo entonces se dio cuenta Atreyu de que también su propia herida estaba curada. La compresa de hierbas se había caído. Se asombró:

—¿Cómo es posible? He atravesado las tres puertas mágicas, he hablado con Uyulala y me he dormido… pero no es posible que haya dormido tanto tiempo.

—El tiempo y el espacio —dijo Énguivuck— deben de ser ahí dentro un poco distintos. Sin embargo, nadie ha estado nunca con el Oráculo tanto tiempo como tú. ¿Qué ha pasado? ¡Habla de una vez!

—Primero me gustaría saber qué ha pasado aquí —respondió Atreyu.

—Ya lo ves —dijo Énguivuck—: todos los colores han desaparecido, todo se vuelve cada vez más irreal y la Puerta del Gran Enigma ya no está ahí. Parece como si también aquí hubiera comenzado la aniquilación.

—¿Y las esfinges? —quiso saber Atreyu—. ¿A dónde han ido? ¿Se han escapado? ¿Las habéis visto?

—No hemos visto nada —refunfuñó Énguivuck—. Tenía la esperanza de que tú pudieras decirnos algo sobre eso. El arco de piedra se derrumbó de pronto, pero ninguno de nosotros oyó ni vio nada. Hasta fui allí y busqué entre los escombros. ¿Y sabes lo que descubrí? Los trozos rotos son viejísimos y están cubiertos de musgo gris, como si estuvieran así desde hace cien años, como si nunca hubiera existido esa Puerta del Gran Enigma.

—Y, sin embargo, estaba ahí —dijo Atreyu en voz baja—, porque yo la atravesé, y también la Puerta del Espejo Mágico y, por último, la Puerta sin Llave.

Y entonces contó lo que le había ocurrido. Se acordaba sin esfuerzo de todos los detalles.

Énguivuck, que al principio pedía siempre datos más concretos con preguntas insistentes, se fue quedando cada vez más callado durante el relato. Y cuando Atreyu, finalmente, repitió casi palabra por palabra lo que le había revelado Uyulala, Énguivuck guardó un silencio total. Su rostro arrugado y diminuto tenía una expresión de profunda tristeza.

—Ahora ya conoces el secreto —terminó Atreyu—. ¿Querías saberlo sin falta, no? Uyulala es un ser que consiste sólo en una voz. Su figura es sólo audible. Está donde se le oye.

Énguivuck, se quedó callado un rato y luego exclamó con voz ronca:

Estaba, quieres decir.

—Es verdad —respondió Atreyu—. Según sus propias palabras, soy el último a quien hablará.

Por las mejillas arrugadas de Énguivuck corrieron dos lagrimitas.

—¡Todo inútil! —graznó—. El trabajo de toda mi vida, mis investigaciones, mis observaciones de años… ¡Todo inútil! Por fin me traen la última piedra para mi edificio científico, podría acabarlo por fin, podría escribir por fin su último capítulo… y precisamente ahora no sirve ya para nada, es totalmente superfluo, no vale un pimiento, no importa un pepino y no le interesa a nadie, porque el tema de que trata no existe ya. ¡Adiós muy buenas, apaga y vámonos!

Lo estremeció un sollozo, que sonó como un ataque de tos. La vieja Urgl lo miró compadeciéndolo, le acarició la calva cabecita y refunfuñó:

—¡Pobrecito Énguivuck! ¡Pobrecito Énguivuck! ¡No te desanimes! Ya encontraremos otra cosa.

—¡Mujer! —resopló Énguivuck con ojos centelleantes—. ¡Lo que tienes ante ti no es ningún pobrecito Énguivuck, sino un personaje trágico!

Y, lo mismo que en otra ocasión, se metió corriendo en la cueva y se oyó el portazo de una puertecita. Urgl movió la cabeza suspirando y murmuró:

—No lo dice con mala intención. Es buena persona pero, por desgracia, está completamente chiflado.

Cuando terminó la comida, Urgl se puso en pie y dijo:

—Voy a empaquetar nuestras cuatro cosas. No es mucho lo que nos podemos llevar, pero un poco de aquí y otro de allá… Sí, tengo que hacerlo ahora.

—¿Vais a marcharos de aquí? —preguntó Atreyu.

Urgl asintió con tristeza:

—No podemos hacer otra cosa. Donde la aniquilación se extiende no crece ya nada. Y, a nuestra edad, no hay razón para quedarse. Tenemos que ver qué pasa. En algún lugar podremos vivir. ¿Y vosotros? ¿Qué vais a hacer?

—Yo tengo que hacer lo que ha dicho Uyulala —respondió Atreyu—. Tengo que tratar de encontrar a una criatura humana y llevársela a la Emperatriz Infantil, para que ella reciba un nuevo nombre.

—¿Y dónde vas a encontrar a esa criatura humana? —preguntó Urgl.

—Yo mismo no lo sé —dijo Atreyu—. Desde luego, más allá de las fronteras de Fantasia.

—La encontraremos —se oyó decir a la voz de campana de Fújur—. Yo te llevaré. Ya verás: ¡tendremos suerte!

—Bueno —refunfuñó Urgl—, entonces, ¡marchaos!

—Podríamos llevaros un trecho… —propuso Atreyu.

—¡Sólo me faltaba eso! —respondió Urgl—. Nunca iré a zascandilear por los aires. Los gnomos como es debido se quedan en tierra. Además, no debéis entreteneros con nosotros: tenéis algo que hacer que es más importante… para todos.

—Sin embargo, me gustaría poder demostraros mi agradecimiento —dijo Atreyu.

—Para eso —rezongó Urgl—, ¡lo mejor que puedes hacer es no perder más tiempo en pamplinas y marcharte enseguida!

—Tiene razón —opinó Fújur—. ¡Vamos, Atreyu!

Atreyu se subió a las espaldas del dragón de la suerte. Se volvió una vez más hacia la pequeña y vieja Urgl y gritó:

—¡Adiós!

Pero ella estaba ya en la caverna empaquetando cosas.

Cuando volvió a aparecer unas horas más tarde con Énguivuck, cada uno de ellos llevaba a la espalda un cesto lleno, y los dos estaban otra vez peleándose con ahínco. Así se fueron, tambaleándose sobre sus piernecitas torcidas, sin volver la cabeza ni una sola vez.

Por lo demás, Énguivuck se hizo luego muy famoso, incluso el más famoso de los gnomos de su familia, pero no por sus investigaciones científicas. Sin embargo, ésa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.

Al mismo tiempo que los Dos Colonos se ponían en camino, Atreyu, sobre las espaldas de Fújur, surcaba ya los aires lejos, muy lejos, por los cielos de Fantasia.

Bastián miró involuntariamente a la claraboya y se imaginó lo que ocurriría si allí arriba en el cielo, ya casi completamente oscuro, viera de repente al dragón de la suerte acercarse como una llama blanca y ondulante… ¡Si los dos vinieran a buscarlo!

—¡Eso —suspiró— no estaría nada mal!

Él podría ayudarlos… Y ellos a él. Sería la salvación de todos.

La historia interminable
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