Muy suave dijo otra vez Bastián en la oscuridad: «¡Hija de la Luna! ¡Voy!». Sentía que de ese nombre brotaba una fuerza indescriptiblemente dulce y consoladora, que lo llenaba por completo. Por eso dijo aún para sí unas cuantas veces:

«¡Hija de la Luna! ¡Hija de la Luna! ¡Voy, Hija de la Luna! Enseguida estoy ahí».

Pero ¿dónde estaba?

No podía ver el menor resplandor, pero lo que le rodeaba no era ya la helada oscuridad del desván, sino una oscuridad aterciopelada y caliente en la que se sentía feliz y seguro.

Todos sus miedos y congojas lo habían abandonado. Sólo los recordaba como algo que hubiera ocurrido hacía mucho tiempo. Se sentía de un humor tan alegre y ligero que hasta se reía en voz baja.

—Hija de la Luna, ¿dónde estoy? —preguntó.

No sentía ya el peso de su propio cuerpo. Tanteó con las manos a su alrededor y se dio cuenta de que flotaba. No había ya colchonetas ni suelo firme.

Era una sensación maravillosa y desconocida, un sentimiento de ingravidez y de una libertad sin fronteras. Nada de lo que antes lo había oprimido y coaccionado podía afectarlo ahora.

¿Flotaba al final de alguna parte del Universo? Pero en el Universo había estrellas y Bastián no podía ver nada parecido. Sólo aquella oscuridad aterciopelada en que se sentía mejor de lo que se había sentido en su vida. ¿Estaría muerto?

—Hija de la Luna, ¿dónde estás?

Y entonces oyó una voz delicada como la de un pájaro, que le respondía y quizá le había respondido ya varias veces antes sin que se hubiera dado cuenta. Se oía muy cerca y, sin embargo, no hubiera podido decir de dónde venía:

—Aquí estoy, Bastián.

—Hija de la Luna, ¿eres tú?

Ella se rió de una forma curiosamente cantarina.

—¿Quién iba a ser si no? Acabas de darme ese bonito nombre. Gracias. Bienvenido, salvador y héroe mío.

—¿Dónde estamos, Hija de la Luna?

—Yo estoy contigo y tú estás conmigo.

Era como una conversación en sueños y, sin embargo, Bastián estaba totalmente seguro de que estaba despierto y no soñaba.

—Hija de la Luna —susurró—: ¿es esto el final?

—No —respondió ella—, es el principio.

—¿Dónde está Fantasia, Hija de la Luna? ¿Dónde están todos los demás? ¿Dónde están Atreyu y Fújur? ¿Es que ha desaparecido todo? ¿Y el Viejo de la Montaña Errante y su libro? ¿No existen ya?

—Fantasia nacerá de nuevo de tus deseos, Bastián, que se harán realidad a través de mí.

—¿De mis deseos? —repitió Bastián asombrado.

—Ya sabes —oyó decir a la dulce voz— que me llaman la Señora de los Deseos. ¿Qué deseas para ti?

Bastián reflexionó y preguntó luego cautamente:

—¿Cuántos deseos puedo formular?

—Tantos como quieras… cuantos más mejor, Bastián. Tanto más rico y variado será Fantasia.

Bastián estaba sorprendido y emocionado. Pero, precisamente porque de pronto se veía ante una infinidad de posibilidades, no se le ocurría ningún deseo.

—No sé —dijo finalmente.

Durante un rato reinó el silencio y luego oyó la voz delicada como la de un pájaro:

—Mala cosa.

—¿Por qué?

—Porque entonces no habrá Fantasia.

Bastián calló confundido. Su sensación de una libertad sin límites se veía poco a poco disminuida por el hecho de que todo dependiera de él.

—¿Por qué está todo tan oscuro, Hija de la Luna? —preguntó.

—Los comienzos son siempre oscuros, Bastián.

—Quisiera verte otra vez, Hija de la Luna. ¿Sabes? Como en el instante aquel en que me miraste.

Otra vez oyó la risa suave y cantarina.

—¿Por qué te ríes?

—Porque estoy contenta.

—¿Por qué?

—Acabas de formular tu primer deseo.

—¿Y lo cumplirás?

—Sí. ¡Extiende la mano!

Lo hizo y sintió que ella le ponía algo en la palma. Era diminuto pero, extrañamente, pesaba mucho. Daba frío y era duro y muerto al tacto.

—¿Qué es esto, Hija de la Luna?

—Un grano de arena —respondió ella—. Es todo lo que ha quedado de mi reino sin fronteras. Te lo regalo.

—Gracias —dijo Bastián maravillado.

Realmente no sabía qué hacer con el regalo. ¡Si por lo menos hubiera sido algo vivo!

Mientras reflexionaba aún en lo que sin duda esperaba de él la Hija de la Luna, sintió de pronto en la mano un delicado cosquilleo. Miró con más atención.

—¡Mira, Hija de la Luna! —susurró—. ¡Empieza a fosforecer y brillar! Y, mira, brota una llamita. No, ¡es un embrión! Hija de la Luna, ¡no es un grano de arena! ¡Es una semilla luminosa que empieza a crecer!

—¡Muy bien, Bastián! —le oyó decir a ella—. ¿Ves? Te resulta muy fácil.

Del puntito de la palma de Bastián salía ahora un resplandor apenas perceptible, que rápidamente aumentó, iluminando en la oscuridad aterciopelada sus dos rostros de niño, tan distintos, inclinados sobre el prodigio.

Bastián retiró lentamente la mano y el punto luminoso quedó flotando entre los dos como una estrellita.

El embrión creció muy aprisa, y se podía verlo crecer. Echó hojas y tallos, y desarrolló capullos que se abrieron en flores maravillosas y de muchos colores que relucían y fosforescían. Se formaron pequeños frutos que, en cuanto estuvieron maduros, explotaron como cohetes en miniatura, esparciendo a su alrededor una lluvia multicolor de chispas de nuevas semillas.

De las nuevas semillas crecieron otra vez plantas, pero de otras formas; parecían helechos o pequeñas palmeras, cactus, colas de caballo o florecillas ordinarias. Cada una de ellas resplandecía y brillaba con un color distinto.

Pronto, alrededor de Bastián y de la Hija de la Luna, por encima y por debajo de ellos y por todos lados, la oscuridad aterciopelada se llenó de plantas luminosas que germinaban y crecían. Una bola incandescente de colores, un nuevo mundo luminoso flotaba en ninguna parte, crecía y crecía, y en su interior más interno estaban sentados Bastián y la Hija de la Luna, mirando con ojos asombrados el maravilloso espectáculo.

Las plantas parecían producir incansablemente nuevas formas y colores. Cada vez se abrían más capullos de flores, cada vez centelleaban más cuajadas umbelas. Y todo aquel desarrollo se producía en medio de un silencio absoluto.

Al cabo de un rato, muchas plantas habían alcanzado ya la altura de girasoles, y algunas eran incluso tan grandes como árboles frutales. Había plumeros o pinceles de hojas largas de un verde esmeralda, o flores como colas de pavo real, llenas de ojos con los colores del arco iris. Otras plantas parecían pagodas de sombrillas de seda violeta, superpuestas y desplegadas. Algunos troncos gruesos se retorcían como trenzas. Como eran transparentes, parecían de cristal rosa iluminado por dentro. Y había ramilletes de flores como grandes racimos de farolillos azules y amarillos. En muchos sitios colgaban millares y millares de florecitas estrelladas, en cataratas brillantes como la plata, o cortinas de oro viejo hechas de lirios de los valles con largos estambres en forma de borla. Y aquellas plantas nocturnas luminosas crecían cada vez más exuberantes y espesas, entrelazándose poco a poco para formar un magnífico tejido de suave luz.

—¡Tienes que darle un nombre! —susurró la Hija de la Luna.

Bastián asintió.

—Perelín, la Selva Nocturna —dijo.

Miró a la Emperatriz Infantil a los ojos… y le ocurrió otra vez lo que le había ocurrido cuando intercambiaron por primera vez sus miradas. Se quedó como embrujado mirándola, sin poder apartar los ojos de ella. Cuando la vio por primera vez, ella estaba moribunda, pero ahora era mucho, muchísimo más bella. Su túnica rasgada estaba otra vez entera, y en la inmaculada blancura de la seda y en su largo cabello jugueteaba el reflejo de una suave luz multicolor. El deseo de Bastián se había cumplido.

—Hija de la Luna —balbuceó turbado—: ¿estás ya bien otra vez?

Ella sonrió.

—¿Es que no se ve, Bastián?

—Quisiera que siempre fuera así —dijo él.

—Siempre es sólo un momento —respondió ella.

Bastián guardó silencio. No comprendía su respuesta, pero no tenía ganas de romperse la cabeza. No quería hacer nada más que sentarse ante ella y mirarla.

En torno a los dos, la creciente espesura de las plantas luminosas había formado un entramado espeso, un tejido ardiente de colores que los encerraba como en una gran tienda redonda de tapices mágicos. Por eso Bastián no se dio cuenta de lo que sucedía fuera. No sabía que Perelín seguía creciendo y creciendo y que cada planta se hacía cada vez mayor. Y seguían lloviendo por todas partes semillas pequeñas como chispitas, de las que brotaban nuevos embriones.

Bastián continuaba sentado, contemplando a la Hija de la Luna.

No hubiera podido decir si había pasado mucho tiempo o poco, cuando la Hija de la Luna le tapó los ojos con la mano.

—¿Por qué me has hecho esperar tanto? —oyó que le preguntaba—. ¿Por qué me has obligado a ir al Viejo de la Montaña Errante? ¿Por qué no viniste cuando te llamé?

Bastián tragó saliva.

—Porque… —pudo decir abochornado—, creí que… por muchas razones, también por miedo… Pero en realidad me daba vergüenza, Hija de la Luna.

Ella retiró la mano y lo miró sorprendida.

—¿Vergüenza? ¿De qué?

—Bueno —titubeó Bastián—, sin duda esperabas a alguien digno de ti.

—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿No eres digno de mí?

—Quiero decir —tartamudeó Bastián, notando que enrojecía—, quiero decir alguien valiente y fuerte y bien parecido… un príncipe o algo así… En cualquier caso, no alguien como yo.

Había bajado la vista y oyó como ella se reía de nuevo de aquella forma suave y cantarina.

—Ya ves —dijo él—: también ahora te ríes de mí.

Hubo un silencio muy largo, y cuando Bastián se decidió por fin a levantar los ojos, vio que ella se había inclinado hacia él, acercándosele mucho. Tenía el rostro serio.

—Quiero enseñarte algo, Bastián —dijo—. ¡Mírame a los ojos!

Bastián lo hizo, aunque el corazón le latía y se sentía un poco mareado.

Y entonces vio en el espejo de oro de los ojos de ella, al principio pequeña aún y como muy lejana, una figura que poco a poco se fue haciendo mayor y cada vez más clara. Era un chico, aproximadamente de su edad, pero delgado y de maravillosa hermosura. Tenía el porte gallardo y apuesto, y el rostro noble, delgado y varonil. Parecía un joven príncipe oriental. Llevaba un turbante de seda azul, y también era de seda azul su casaca bordada de plata, que le llegaba hasta las rodillas. Sus piernas estaban enfundadas en altas botas rojas de cuero fino y flexible, cuyas puntas se curvaban hacia arriba. Sobre la espalda le caía desde los hombros un manto que brillaba como la plata, con el alto cuello subido. Lo más hermoso del joven eran sus manos, que parecían finas y distinguidas pero, sin embargo, insólitamente vigorosas.

Pasmado y lleno de admiración, Bastián contempló aquella imagen. No se cansaba de mirarla. Estaba a punto de preguntar quién era aquel hermoso hijo de rey, cuando lo sacudió como un rayo la idea de que era él mismo.

¡Era su propia imagen, reflejada en los ojos dorados de la Hija de la Luna!

Lo que le ocurrió en ese momento resulta difícil de describir con palabras. Fue como un éxtasis que lo sacó de sí mismo igual que un desvanecimiento, llevándolo muy lejos y, cuando volvió a poner el pie en el suelo y hubo vuelto en sí por completo, se vio como aquel hermoso joven cuya imagen había visto.

Se miró, y todo era como en los ojos de la Hija de la Luna: las botas finas y flexibles de cuero rojo, la casaca azul bordada de plata, el turbante, el largo manto resplandeciente, su figura y en la medida en que podía darse cuenta también su rostro. Asombrado, se miró las manos.

Se volvió hacia la Hija de la Luna.

¡Ya no estaba allí!

Se había quedado solo en el espacio redondo que había formado la resplandeciente espesura de las plantas.

—¡Hija de la Luna! —llamó por todos lados—. ¡Hija de la Luna!

Pero no recibió respuesta.

Se sentó desconcertado. ¿Qué hacer ahora? ¿Por qué lo había dejado ella solo? ¿A dónde iría él… si es que podía ir a alguna parte y no estaba encerrado como en una jaula?

Mientras estaba intentando comprender lo que podía haber inducido a la Hija de la Luna a dejarlo sin una explicación ni una palabra de despedida, sus dedos juguetearon con un amuleto dorado que colgaba de su cuello en una cadena. Lo miró y lanzó una exclamación de sorpresa.

¡Era ÁURYN, la Alhaja, el Esplendor, el Signo de la Emperatriz Infantil que hacía a los que lo llevaban representantes suyos! La Hija de la Luna le había dado poder sobre todos los seres y las cosas de Fantasia. Y mientras él llevara ese signo, sería como si ella estuviera con él.

Bastián miró largo tiempo las dos serpientes, clara y oscura, que se mordían mutuamente la cola formando un óvalo. Luego volvió el medallón y, con gran sorpresa por su parte, encontró en el reverso una inscripción. Eran cuatro palabras breves, escritas con unas letras peculiarmente entrelazadas:

Haz

Lo Que

Quieras

De aquello no se había hablado hasta entonces en la Historia Interminable. ¿No habría notado Atreyu esa inscripción?

Pero eso no importaba ahora. Lo importante era sólo que esas palabras le daban permiso, no, lo animaban claramente a hacer todo lo que tuviera ganas de hacer.

Bastián se acercó a la espesura ardiente de plantas para ver si podía atravesarla y por dónde, y vio con agrado que se podía apartar sin esfuerzo como una cortina. Salió afuera.

El crecimiento suave y, al mismo tiempo, superpotente de las plantas nocturnas había continuado sin interrupción, y Perelín se había convertido en una selva como nunca habían visto ojos humanos antes que Bastián.

Los grandes troncos tenían ahora la altura y el grosor de torres de iglesia… y sin embargo, seguían creciendo y no dejaban de crecer. En muchos lugares, las gigantescas columnas de un brillo lechoso estaban tan próximas entre sí que era imposible pasar. Y seguían cayendo, como una lluvia de chispas, nuevas semillas.

Mientras Bastián andaba a través de la bóveda luminosa de aquella selva, se esforzaba por no pisar ninguno de los resplandecientes brotes del suelo, pero pronto resultó imposible. Sencillamente, no había un palmo de tierra donde no brotase algo. Por eso acabó por seguir adelante sin preocuparse, por donde los enormes troncos le dejaban paso libre.

A Bastián le gustaba ser bien parecido. El que no hubiera nadie para admirarlo no le molestaba lo más mínimo. Al contrario: se alegraba de disfrutar solo de aquel placer. No le importaba nada la admiración de los que hasta entonces lo habían despreciado. Ya no. Pensó en ellos casi con compasión.

En aquella selva en que no había estaciones del año ni tampoco cambios del día a la noche, la experiencia del tiempo era también muy distinta de la que Bastián había tenido hasta entonces. Y por eso no sabía cuánto tiempo llevaba ya andando por la selva. Sin embargo, poco a poco, la alegría de ser bien parecido cambió: se convirtió en algo natural. No es que lo hiciera menos feliz, sino que le parecía no haber sido nunca distinto.

Aquello tenía un motivo, que Bastián sólo supo mucho, muchísimo tiempo después y que ahora no sospechaba. A cambio de la hermosura que se le había concedido, iba olvidando poco a poco que en otro tiempo había sido gordo y de piernas torcidas.

Aunque hubiese notado algo, sin duda no le hubiera importado mucho ese recuerdo. Sin embargo, el olvido vino por sí solo, de forma totalmente imperceptible. Y cuando el recuerdo hubo desaparecido por completo, le pareció como si él hubiera sido siempre como entonces. Y precisamente por eso su deseo de ser bien parecido se calmó, porque alguien que ha sido siempre bien parecido no lo desea ya.

Apenas había llegado a ese punto cuando sintió cierta intranquilidad y se despertó en él un nuevo deseo. ¡Ser sólo bien parecido no servía de nada! ¡Quería ser también fuerte, más fuerte que nadie! ¡El más fuerte que hubiera!

Mientras seguía andando por Perelín, la Selva Nocturna, comenzó a sentir hambre. Cogió aquí y allá algunos de los frutos luminosos y de extrañas formas y probó cautelosamente si eran comestibles. No sólo lo eran, como comprobó con satisfacción, sino que sabían también extraordinariamente bien, unos agrios, otros dulces, otros un poco amargos, pero todos realmente apetitosos. Sin dejar de andar, se comió uno tras otro, y sintió al hacerlo que una fuerza maravillosa recorría sus miembros.

Entretanto, la resplandeciente maleza de la selva se había espesado tanto a su alrededor que le impedía la vista hacia todos los lados. Y, por añadidura, también las lianas y raíces aéreas empezaban a crecer de arriba abajo y a entretejerse con la espesura, formando una maleza impenetrable. Bastián, dando golpes con el canto de la mano, se abría camino, y la espesura se separaba como si utilizase un machete o un facón. La brecha se cerraba enseguida tras él, tan perfectamente como si nunca hubiera existido.

Siguió adelante, pero una pared de gigantes arbóreos, cuyos troncos no dejaban espacio alguno entre ellos, le cerró el paso.

Bastián extendió ambas manos… ¡y separó dos de los troncos! La abertura se cerró de nuevo sin ruido tras él.

Bastián lanzó un salvaje grito de júbilo.

¡Era el Rey de la Selva!

Durante algún tiempo, se contentó con abrirse camino por la jungla, como un elefante que hubiera oído la Gran Llamada. Sus fuerzas no se agotaban, no tenía que detenerse en ningún momento para recuperar el aliento, no tenía punzadas de costado ni palpitaciones; ni siquiera sudaba.

Pero finalmente se hartó de hacer estragos y le entraron ganas de contemplar Perelín, su reino, desde lo alto, para ver hasta dónde se extendía.

Miró hacia arriba calculadoramente, se escupió en las manos, cogió una liana y comenzó a izarse, sencillamente así, mano sobre mano, sin utilizar las piernas, como había visto hacer a los artistas de circo. Como un pálido recuerdo de días muy pretéritos, se vio por un momento a sí mismo, durante la clase de gimnasia, balanceándose como un saco de patatas, con gran regocijo de toda la clase, al extremo inferior de una escala de cuerda. Tuvo que sonreír. Sin duda se habrían quedado con la boca abierta si hubieran podido verlo ahora. Se hubieran sentido orgullosos de ser sus amigos. Pero él no les hubiera hecho ni caso.

Sin detenerse una sola vez, llegó finalmente a la rama de la que colgaba la liana. Se colocó sobre la rama a horcajadas. La rama era gruesa como un barril y fosforescía por dentro con un resplandor rojizo. Bastián se puso en pie cautelosamente y se balanceó hacia el extremo del tronco. También allí una espesa vegetación trepadora le cerraba el paso, pero él la atravesó sin esfuerzo.

El tronco era allí arriba tan grueso, que cinco hombres no hubieran podido abarcarlo. Otra rama lateral, que sobresalía un poco más alto y en otra dirección del tronco, no quedaba a su alcance desde donde estaba. Por ello, dio un salto para agarrar una raíz aérea y se columpió de un lado a otro hasta que pudo, mediante un nuevo salto arriesgado, alcanzar la rama superior. Desde allí pudo izarse a otra todavía más alta. Ahora estaba muy arriba en el ramaje, por lo menos a cien metros, pero el follaje y las ramas no le dejaban ver el suelo.

Sólo cuando hubo alcanzado aproximadamente el doble de esa altura encontró aquí y allá sitios despejados que le permitieron mirar a su alrededor. Sin embargo, allí empezó a ponerse difícil la cosa, precisamente porque cada vez había menos ramas y ramitas. Y finalmente, cuando estaba ya casi arriba, tuvo que detenerse porque no encontró nada a que agarrarse más que el tronco liso y desnudo, que tenía el espesor de un poste de telégrafos.

Bastián miró hacia lo alto y vio que aquel tronco o tallo terminaba unos veinte metros más arriba en una flor gigantesca, de color rojo oscuro, que relucía. Cómo podría llegar hasta ella no le resultaba nada claro. Pero tenía que subir, porque no quería quedarse donde estaba. Por consiguiente, abrazó el tronco y trepó los últimos veinte metros como un acróbata. El tronco se columpiaba a un lado y a otro y se curvaba como una brizna de hierba en el viento.

Por fin estuvo arriba, inmediatamente debajo de la flor, que se abría hacia lo alto como un tulipán. Consiguió introducir una mano entre sus pétalos. De esa forma encontró un asidero, obligó a la flor a abrirse más y se izó hasta ella.

Durante un segundo se quedó echado, porque ahora sí que estaba un tanto sin aliento. Pero enseguida se puso en pie y miró por el borde del gigantesco capullo de rojo resplandor, hacia todos lados, como desde la cofa de un navío.

¡La vista era grandiosa y desafiaba toda descripción!

La planta en cuya flor estaba era una de las más altas de toda la jungla y, por eso, podía ver muy lejos. Sobre él seguía estando la oscuridad aterciopelada como un cielo nocturno sin estrellas, pero por debajo se extendía la inmensidad de las copas de los árboles de Perelín, con un juego de colores tal que casi hizo que se le salieran los ojos de las órbitas.

Y Bastián se quedó allí largo tiempo, empapándose de aquella vista. ¡Era su reino! ¡Lo había creado él! Era el Rey de Perelín.

Y, una vez más, su salvaje grito de júbilo resonó sobre la jungla luminosa.

El crecimiento de las plantas nocturnas continuaba sin embargo, en silencio, suave e ininterrumpidamente.

La historia interminable
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