Sesgadamente caían los rayos del sol a través de la oscura cubierta de nubes cuando partieron aquella mañana. La lluvia y el viento habían cesado por fin; dos o tres veces atravesaron aún los caballeros durante la mañana aguaceros cortos y violentos, pero luego el tiempo mejoró a ojos vistas, haciéndose marcadamente más caluroso.

Los tres caballeros estaban de humor muy expansivo, bromeaban y reían y se gastaban mutuamente toda clase de chanzas. Sin embargo, Bastián, ensimismado, cabalgaba en silencio sobre su mula. Y los tres caballeros, naturalmente, lo respetaban demasiado para distraerlo de sus pensamientos.

La región que atravesaban seguía siendo aquella meseta rocosa que parecía no tener fin. Sólo el arbolado se hacía poco a poco más espeso y más alto.

Atreyu, que siguiendo su costumbre los precedía volando sobre Fújur e informaba también sobre lo que pasaba en otros puntos de la comarca, había notado ya al salir el talante meditabundo de Bastián. Le preguntó al dragón de la suerte qué podía hacer para animar a su amigo. Fújur revolvió sus ojos de color rubí y dijo:

—Es muy fácil: ¿no quería montar sobre mis espaldas?

Cuando la pequeña comitiva, poco tiempo después, dobló una arista rocosa, Atreyu y el dragón de la suerte la esperaban. Los dos se habían echado cómodamente al sol y parpadearon al ver a los que llegaban.

Bastián se detuvo y los contempló:

—¿Estáis cansados? —preguntó.

—En absoluto —respondió Atreyu—. Sólo quería preguntarte si me dejarías montar en Yicha un rato. Nunca he cabalgado sobre una mula. Debe de ser estupendo porque tú no te cansas. Dame ese gusto, Bastián. Entretanto te presto al viejo Fújur.

Las mejillas de Bastián enrojecieron de contento.

—¿Es verdad eso, Fújur? —preguntó—. ¿Me llevarás?

—¡Con mucho gusto, muy poderoso sultán! —retumbó el dragón de la suerte guiñándole un ojo—. ¡Sube y agárrate bien!

Bastián se acordaba todavía de la cabalgada sobre Graógraman a través del Desierto de Colores. Pero cabalgar sobre un dragón de la suerte blanco era distinto. Si correr a toda velocidad sobre el poderoso león de fuego había sido como una embriaguez y un grito, el suave subir y bajar del flexible dragón era como una canción, tan pronto tierna y delicada como poderosa y radiante. En especial, cuando Fújur rizaba el rizo con la velocidad del rayo mientras su melena, las barbas de su boca y los largos flecos de sus miembros ondulaban como llamas blancas, su vuelo parecía el canto de los aires del cielo. El manto de plata de Bastián tremolaba en el viento, resplandeciendo al sol como una estela de mil chispas.

Hacia el mediodía aterrizaron junto a los otros, que entretanto habían acampado en una altiplanicie iluminada por el sol por la que corría un arroyuelo. Sobre el fuego humeaba ya un caldero de sopa, y para acompañarla había pan de maíz. Los caballos y la mula, apartados, pastaban en un prado.

Después de la cena, los tres caballeros decidieron ir de caza. Las provisiones de viaje se estaban acabando, sobre todo la carne. Durante el camino habían oído a los faisanes gritar entre los árboles. Y también parecía haber liebres. Le preguntaron a Atreyu si no quería ir con ellos, ya que, como piel verde, debía de ser un cazador apasionado. Pero Atreyu, dándoles las gracias, declinó la invitación. De forma que los tres caballeros cogieron sus fuertes arcos, se ataron a la espalda las aljabas de flechas y se dirigieron al cercano bosquecillo.

Atreyu, Fújur y Bastián se quedaron solos.

Tras un corto silencio, Atreyu propuso:

—Bastián, ¿por qué no nos hablas otra vez un poco de tu mundo?

—¿Qué os interesaría saber? —preguntó Bastián.

—¿Qué opinas tú, Fújur? —dijo Atreyu dirigiéndose al dragón de la suerte.

—Me gustaría oír algo sobre los niños de tu colegio —respondió el dragón.

—¿Qué niños? —Bastián estaba asombrado.

—Los que se burlaban de ti —explicó Fújur.

—¿Los niños que se burlaban de mí? —repitió Bastián más asombrado todavía—… No sé de qué niños me hablas… y, desde luego, nadie se hubiera atrevido a burlarse de mí.

—Pero que ibas al colegio —objetó Atreyu— lo recuerdas, ¿no?

—Sí —dijo Bastián pensativamente—, me acuerdo de un colegio, es verdad.

Atreyu y Fújur cambiaron una mirada.

—Me lo temía —murmuró Atreyu.

—¿Qué?

—Has perdido otra vez una parte de tus recuerdos —respondió Atreyu seriamente—. Esta vez tiene que ver con la transformación de los ayayai en schlabuffos. No hubieras debido hacerlo.

—Bastián Baltasar Bux —se oyó decir al dragón de la suerte, y su voz casi sonaba solemne—, si das algún valor a mi consejo, no utilices a partir de ahora el poder que ÁURYN te da. De otro modo, correrás el peligro de olvidar hasta tus últimos recuerdos… ¿y cómo podrás entonces volver al sitio de donde viniste?

—En realidad —confesó Bastián después de pensar un poco—, no tengo ninguna gana de volver allí.

—¡Pero tienes que hacerlo! —exclamó Atreyu horrorizado—. Tienes que volver e intentar poner orden en tu mundo, a fin de que otra vez vengan los hombres a Fantasia. Si no, más pronto o más tarde Fantasia se hundirá de nuevo, ¡y todo habrá sido inútil!

—Al fin y al cabo, todavía estoy aquí —dijo Bastián un poco molesto—. No hace tanto que le he dado a la Hija de la Luna su nuevo nombre.

Atreyu calló.

—En cualquier caso —dijo Fújur mezclándose otra vez en la conversación—, ahora está claro por qué no hemos encontrado el menor indicio de cómo podrá regresar Bastián. ¡Si no lo desea…!

—Bastián —dijo Atreyu casi implorante—, ¿no hay nada que te impulse a volver? ¿No hay allí algo que quieras? ¿No piensas en tu padre, que sin duda te espera y se preocupa por ti?

Bastián movió la cabeza.

—No lo creo. Hasta es posible que se alegre de haberse librado de mí.

Atreyu miró a su amigo estupefacto.

—Al oíros hablar así —dijo Bastián resentido—, casi podría pensar que queréis libraros de mí también.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Atreyu con voz opaca.

—Bueno —respondió Bastián—, al parecer sólo tenéis una preocupación: hacer que yo desaparezca de Fantasia, a ser posible pronto.

Atreyu miró a Bastián y movió lentamente la cabeza.

Durante mucho tiempo, ninguno de los tres dijo palabra. Bastián empezaba ya a lamentar el haberles hecho reproches. Sabía que no eran fundados.

—Creía —dijo en voz baja Atreyu al cabo de un rato— que éramos amigos.

—Sí —exclamó Bastián—, lo somos y lo seremos siempre. Perdonadme: he dicho una tontería.

Atreyu sonrió:

—Tú también tienes que perdonarnos si te hemos irritado. No era nuestra intención.

—En cualquier caso —dijo Bastián conciliadoramente—, seguiré vuestro consejo.

Más tarde volvieron los tres caballeros. Habían cazado una perdiz, un faisán y una liebre. Todos levantaron el campo y continuaron el viaje. Bastián cabalgaba otra vez sobre Yicha.

Por la tarde llegaron a un bosque, formado sólo por troncos derechos y muy altos. Eran de coníferas, y formaban a gran altura una cubierta verde tan espesa que apenas llegaba algún rayo de sol al suelo. Quizá por ello no había maleza.

Era agradable cabalgar por aquel suelo blando y liso. Fújur se había resignado a andar con la comitiva, porque si hubiera volado con Atreyu sobre las copas de los árboles habrían perdido inevitablemente a los otros.

Durante toda la tarde anduvieron entre los altos troncos, en la luz crepuscular de color verde oscuro. Hacia la noche encontraron en una colina las ruinas de un castillo y descubrieron, entre todas las torres y muros, puentes y aposentos destruidos, una bóveda bastante bien conservada aún. Allí se instalaron para pasar la noche. Esta vez le tocó cocinar al pelirrojo Hýsbald y resultó que lo hacía mucho mejor. El faisán que asó sobre el fuego sabía estupendamente.

A la mañana siguiente continuaron el camino. Durante todo el día atravesaron el bosque, que parecía ser igual por todas partes. Sólo cuando se hizo de noche observaron que, al parecer, habían descrito un gran círculo, porque otra vez se tropezaron con las ruinas del castillo del que habían salido. Sólo que esta vez se habían acercado a ellas por otro lado.

—¡Esto no me había ocurrido nunca! —dijo Hykrion retorciéndose el negro mostacho.

—¡No doy crédito a mis ojos! —opinó Hýsbald, sacudiendo su roja cabeza.

—¡No puede ser! —gruñó Hydorn, entrando en las ruinas del castillo con sus piernas largas y descarnadas.

Pero era así: los restos de la comida del día anterior lo demostraban.

Tampoco Atreyu y Fújur podían explicarse cómo podían haberse extraviado. Pero los dos guardaron silencio.

Durante la cena —esta vez hubo asado de liebre, preparado por Hykrion de forma bastante comestible—, los tres caballeros le preguntaron a Bastián si no tenía ganas de contarles algo de sus recuerdos del mundo de donde venía. Pero Bastián se disculpó diciendo que le dolía la garganta. Como durante todo el día había permanecido silencioso, los caballeros aceptaron la disculpa. Le dieron buenos consejos sobre lo que tenía que hacer para curarse y se echaron a dormir.

Sólo Atreyu y Fújur sospecharon lo que le pasaba a Bastián.

Otra vez salieron muy de mañana, anduvieron durante todo el día por el bosque poniendo especial cuidado en seguir siempre la misma dirección… y cuando llegó la noche estaban otra vez ante las ruinas del castillo.

—¡Que el diablo me lleve! —vociferó Hykrion.

—¡Me estoy volviendo loco! —suspiró Hýsbald.

—Amigos —dijo Hydorn secamente—, debemos dedicarnos a otra cosa. No servimos para caballeros andantes.

Ya la primera noche, Bastián había buscado un rincón especial para Yicha, porque a la mula le gustaba estar de vez en cuando sola sumida en sus pensamientos. La compañía de los caballos, que no hablaban entre ellos más que de sus respectivos orígenes distinguidos y de sus nobles árboles genealógicos, le molestaba. Cuando Bastián, esa noche, llevó a la mula a su sitio, ella le dijo:

—Señor, yo sé por qué no adelantamos.

—¿Cómo vas a saberlo, Yicha?

—Porque te llevo, señor. Cuando sólo se es burra a medias, una se da cuenta de todo lo imaginable.

—¿Y cuál es el motivo, según tú?

—Que no deseas continuar, señor. Has dejado de desear algo.

Bastián la miró sorprendido.

—Realmente eres un animal muy sabio, Yicha.

La mula balanceó confundida sus largas orejas.

—¿Sabes en qué dirección nos hemos movido realmente?

—No —dijo Bastián—, ¿lo sabes tú?

Yicha asintió.

—Hasta ahora nos hemos dirigido siempre hacia el centro de Fantasia. Ésa era nuestra dirección.

—¿Hacia la Torre de Marfil?

—Sí, señor. Y mientras mantuvimos esa dirección avanzamos mucho.

—No puede ser —dijo Bastián dudoso—, Atreyu lo hubiera notado y Fújur con mayor razón. Y ninguno de los dos lo sabe.

—Las mulas —dijo Yicha— somos criaturas sencillas y, desde luego, no podemos compararnos con los dragones de la suerte. Pero hay algunas cosas que sí sabemos hacer, señor. Y una de ellas es orientarnos. Es algo innato en nosotras. Nunca nos equivocamos. Por eso estoy segura de que querías dirigirte hacia la Emperatriz Infantil.

—Hacia la Hija de la Luna… —murmuró Bastián—. Sí, me gustaría verla otra vez. Ella me dirá lo que debo hacer.

Luego acarició el morro blanco de la mula y susurró:

—Gracias, Yicha, ¡gracias!

A la mañana siguiente, Atreyu se llevó aparte a Bastián.

—Escucha, Bastián: Fújur y yo tenemos que disculparnos contigo. El consejo que te dimos era bien intencionado… pero poco sensato. Desde que lo sigues, no avanzamos. Hoy hemos hablado mucho tiempo sobre ello, Fújur y yo. No saldrás de aquí, ni saldremos nosotros, mientras no desees algo otra vez. Es inevitable que, al hacerlo, olvides más cosas, pero no hay otro remedio. Sólo podemos esperar que encuentres a tiempo el camino de vuelta. Quedarnos aquí no serviría de nada. Tienes que utilizar el poder de ÁURYN y encontrar tu siguiente deseo.

—Sí —dijo Bastián—, Yicha me ha dicho lo mismo. Y ya sé cuál es mi próximo deseo. Ven, porque quiero que todos lo oigan.

Volvieron a donde estaban los otros.

—Amigos —dijo Bastián en voz alta—, hasta ahora hemos buscado inútilmente el camino que pueda devolverme a mi mundo. Me temo que, si seguimos así, nunca lo encontraremos. Por eso he decidido buscar a la única persona que puede ilustrarme al respecto. Y esa persona es la Emperatriz Infantil. Desde hoy, la meta de nuestro viaje será la Torre de Marfil.

—¡Hurra! —gritaron los tres caballeros como un solo hombre.

Pero la retumbante voz de bronce de Fújur intervino:

—¡Desecha esa idea, Bastián Baltasar Bux! ¡Lo que pretendes es imposible! ¿No sabes que a la Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados, sólo se la encuentra una vez? ¡Nunca la volverás a ver!

Bastián se irguió.

—¡La Hija de la Luna me debe mucho! —dijo irritado—. Y no puedo imaginarme que se niegue a recibirme.

—Tienes que saber —replicó Fújur— que sus decisiones son a veces difíciles de comprender.

—Tú y Atreyu —respondió Bastián, sintiendo cómo la cólera le subía al rostro— queréis darme consejos continuamente. Ya veis a dónde nos ha conducido el seguirlos. Ahora decidiré yo mismo. He decidido ya y mantengo mi decisión.

Tomó aire profundamente y continuó, un poco más relajado:

—Además, os basáis siempre en vosotros mismos. Sin embargo, vosotros sois criaturas de Fantasia y yo soy un hombre. ¿Cómo podéis saber que se me aplica lo mismo? Cuando Atreyu llevaba a ÁURYN, para él fue distinto que para mí. ¿Y quién devolverá la Alhaja a la Hija de la Luna si yo no lo hago? No se la encuentra por segunda vez, dices… pero yo la he encontrado ya dos veces. La primera nos vimos un momento, cuando Atreyu llegó hasta ella, y la segunda fue cuando explotó el gran huevo. Para mí todas las cosas son distintas. Y la veré por tercera vez.

Todos callaron. Los caballeros, porque no comprendían de qué trataba realmente la discusión, y Atreyu y Fújur porque, verdaderamente, se sentían inseguros.

—Sí —dijo Atreyu por fin con suavidad—, quizá sea como tú dices, Bastián. No podemos saber cómo se comportará contigo la Emperatriz Infantil.

Se marcharon todos y, al cabo de sólo unas horas, antes aún del mediodía, habían llegado al lindero del bosque.

Ante ellos tenían una extensa comarca de praderas, un tanto ondulada, por la que serpenteaba un río. Cuando llegaron a él, siguieron su curso.

Atreyu, como antes, voló otra vez sobre Fújur delante del grupo de jinetes, describiendo grandes círculos a su alrededor para reconocer el terreno. Pero los dos estaban preocupados y su vuelo era menos ligero.

Cuando, una vez, se elevaron muy alto adelantándose mucho, vieron que, en la lejanía, el terreno estaba como cortado. Una depresión de la roca conducía a una llanura situada más abajo que —por lo que se podía ver— estaba espesamente poblada de árboles. El río se despeñaba allí en una majestuosa cascada. Pero los jinetes sólo alcanzarían aquel punto, como muy pronto, al siguiente día.

Regresaron.

—¿Tú crees, Fújur —preguntó Atreyu—, que a la Emperatriz Infantil le da lo mismo lo que pueda pasarle a Bastián?

—Quién sabe —respondió Fújur—, ella no hace diferencias.

—Pero entonces —siguió diciendo Atreyu— ella es realmente una…

—¡No lo digas! —le interrumpió Fújur—. Sé lo que quieres decir, pero no lo digas.

Atreyu se quedó un rato callado, antes de decir:

—Es mi amigo, Fújur. Tenemos que ayudarlo. Hasta en contra de la voluntad de la Emperatriz Infantil si hace falta. Pero ¿cómo?

—Con suerte —respondió el dragón, y por primera vez sonó como si la campana de bronce de su voz estuviera rajada.

Aquella noche eligieron un fortín abandonado que había a la orilla del lago como lugar para pasar la noche. Para Fújur, naturalmente, era demasiado estrecho, y prefirió, como hacía tan a menudo, dormir en las alturas. También los caballos y Yicha tuvieron que quedarse fuera.

Durante la cena, Atreyu habló de la cascada y del extraño desnivel del terreno que había divisado. Luego dijo de pasada:

—Por cierto: nos siguen.

Los tres caballeros se miraron.

—¡Vaya! —exclamó Hykrion, retorciéndose el negro bigote con ganas de jaleo—. ¿Cuántos son?

—He contado siete detrás de nosotros —respondió Atreyu—, pero no podrán llegar aquí hasta mañana temprano, si cabalgan toda la noche.

—¿Van armados? —quiso saber Hýsbald.

—No he podido comprobarlo —dijo Atreyu—, pero vienen más desde otras direcciones. He visto seis al Oeste y nueve al Este, y otros doce o trece se dirigen a nuestro encuentro.

—Veremos qué quieren —dijo Hydorn—. Treinta y cinco o treinta y seis no son un peligro para nosotros tres, ni mucho menos para nuestro señor Bastián y Atreyu.

Aquella noche, Bastián no se desciñó la espada Sikanda, como había hecho hasta entonces casi siempre. Durmió con la empuñadura en la mano. En sueños vio ante él el rostro de la Hija de la Luna. Ella le sonreía alentadoramente. Al despertarse, Bastián no sabía nada más, pero el sueño reforzó su esperanza de verla otra vez.

Cuando echó una mirada por la puerta del fortín, vio fuera, en la niebla matutina que subía del río, siete figuras vagas. Dos de ellas iban a pie y las otras montaban cabalgaduras diversas. Bastián despertó en voz baja a sus compañeros.

Los caballeros se ciñeron las espadas y salieron juntos del refugio. Cuando las figuras que esperaban fuera vieron a Bastián, los jinetes desmontaron y luego, los siete al mismo tiempo, hincaron en tierra la rodilla izquierda. Inclinaron la cabeza y dijeron:

—¡Salve, Bastián Baltasar Bux, Salvador de Fantasia!

Los recién llegados parecían bastante extraños. Uno de los dos que no iban a caballo tenía un cuello desusadamente largo, sobre el que se asentaba una cabeza de cuatro rostros, que miraban uno en cada dirección. El primero tenía una expresión alegre, el segundo colérica, el tercero triste y el cuarto soñolienta. Cada una de las caras era rígida e inmutable, pero él podía hacer girar hacia delante la que correspondía a su talante del momento. Se trataba de un troll de cuatro cuartos, llamado también, en algunos lugares, temperamentnik.

El otro de a pie era lo que en Fantasia se llama cefalópodo o cabezapié: un ser que consiste sólo en una cabeza que se desplaza sobre unas piernas muy largas y delgadas, pero sin tronco ni manos. Los cabezapiés van errantes y no tienen vivienda fija. Casi siempre viajan en grupos de varios centenares y rara vez se encuentra uno solitario. Se alimentan de hierbas. El que se arrodillaba ante Bastián parecía joven y colorado. Otros tres personajes, que montaban caballos apenas mayores que cabras, eran un gnomo, una sombra picaresca y una mujer salvaje. El gnomo llevaba una diadema de oro en la frente y era, evidentemente, un príncipe. La silueta picaresca era difícil de ver, porque en realidad estaba formada sólo por una sombra que nadie proyectaba. La mujer salvaje tenía un rostro gatuno y grandes rizos dorados, que la envolvían como un manto. Todo su cuerpo estaba cubierto de piel vellosa, igualmente dorada. No era mayor que un niño de cinco años.

Otro visitante, que cabalgaba sobre un buey, procedía del país de los azafranios, que nacen cuando son viejos y mueren al llegar a bebés. Aquél tenía una larga barba blanca, una calva y un rostro lleno de arrugas; por lo tanto —juzgado con criterios azafránicos— era muy joven: aproximadamente de la edad de Bastián.

Un yinni azul había llegado a camello. Era alto y delgado y llevaba un turbante gigantesco. Su figura era humana, aunque su torso desnudo, cuajado de músculos, parecía hecho de brillante metal azul. En lugar de nariz y boca tenía en el rostro un poderoso y corvo pico de águila.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó Hykrion un tanto bruscamente.

A pesar del ceremonioso saludo, no parecía totalmente convencido del carácter inofensivo de los visitantes y era el único que no había soltado el pomo de su espada.

El troll de cuatro cuartos, que hasta entonces había mostrado su rostro soñoliento, volvió su rostro alegre hacia adelante y le dijo a Bastián, sin hacer caso alguno de Hykrion:

—Señor, somos príncipes de países muy diversos de Fantasia. Cada uno de nosotros se ha puesto en camino para saludarte y pedirte ayuda. La noticia de tu presencia ha volado de país en país, el viento y las nubes pronuncian tu nombre, las olas del mar anuncian tu fama con su murmullo y cada arroyuelo canta tu poder.

Bastián dirigió una mirada a Atreyu, pero éste miraba seria y casi severamente al troll. Ni la sonrisa más leve se dibujaba en sus labios.

—Sabemos —ahora fue el yinni azul quien tomó la palabra y su voz sonó como el grito agudo de un águila— que creaste la Selva Nocturna de Perelín y el Desierto de Colores de Goab. Sabemos que has comido y bebido del fuego de la Muerte Multicolor y que te has bañado en él, lo que no ha hecho ningún ser viviente de Fantasia, y sabemos lo que ocurrió en la Ciudad de Plata de Amarganz. Sabemos, señor, que todo lo puedes. Basta que digas una palabra para que se haga lo que tú quieres. Por eso te invitamos a que vengas con nosotros y nos concedas la gracia de tener una historia propia. Porque ninguno de nosotros la tiene.

Bastián meditó y luego movió la cabeza.

—Lo que queréis de mí no puedo hacerlo ahora. Más adelante os ayudaré a todos. Pero antes tengo que ver a la Emperatriz Infantil. Por lo tanto, ¡ayudadme a encontrar la Torre de Marfil!

Aquellos seres no parecieron nada decepcionados. Después de deliberar brevemente entre sí, todos se mostraron muy satisfechos de la propuesta de Bastián de que le acompañaran. Y, poco tiempo después, la comitiva, que ahora parecía una pequeña caravana, se había puesto en camino.

Durante todo el día siguieron encontrando a otros recién llegados. No sólo aparecían por todas partes los mensajeros anunciados por Atreyu la víspera, sino muchos más. Había faunos de patas de cabra y enormes silfos nocturnos, elfos y duendes, jinetes que cabalgaban sobre mariquitas y trípedos, un gallo del tamaño de un hombre, con botas vueltas, y un ciervo de cornamenta dorada que andaba erguido sobre dos patas y llevaba una especie de frac. En general, entre los recién llegados había una multitud de criaturas sin ningún parecido con los seres humanos. Había, por ejemplo, hormigas cobrizas con yelmos, rocas errantes de formas caprichosas, animales-flauta que hacían música con sus largos picos, y también tres de los llamados charcadores, que se movían de una forma realmente asombrosa, ya que —por decirlo así— se licuaban a cada paso formando un charco y volvían a formarse de nuevo un poco más lejos. Con todo, el más extraño de los recién llegados era quizá un bis, cuyas partes delantera y trasera podían andar independientemente. Tenía un vago parecido con un hipopótamo, aunque a rayas blancas y rojas.

En total eran ya alrededor de un centenar. Y todos habían llegado para saludar a Bastián, el Salvador de Fantasia, y pedirle una historia propia. Pero los siete primeros les habían explicado a los que habían llegado luego que antes se dirigirían a la Torre de Marfil, y todos estaban dispuestos a acompañarlos.

Hykrion, Hýsbald y Hydorn cabalgaban con Bastián a la cabeza de la comitiva, ahora ya bastante larga.

Al caer la tarde llegaron a la cascada. Y al cerrar la noche la comitiva había dejado la planicie elevada, había descendido por un serpenteante sendero de montaña y se encontraba en un bosque de orquídeas grandes como árboles. Eran unas gigantescas flores moteadas, de aspecto un tanto inquietante. Se decidió montar guardias durante la noche, por si acaso, cuando se instaló el campamento.

Bastián y Atreyu recogieron musgo, que crecía abundantemente por todas partes, y se hicieron con él una blanda cama. Fújur se enroscó en torno a los dos amigos, con la cabeza hacia dentro, de forma que los dos quedaron aislados y protegidos, como en un gran castillo de arena. El aire era caliente y estaba lleno de un extraño aroma que despedían las orquídeas y que no era muy agradable. Había algo en él que anunciaba desgracias.

La historia interminable
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