olvieron al campamento los exploradores
enviados como avanzadillas e informaron de que la Torre de Marfil
estaba ya muy cerca. En dos días de marchas forzadas, como mucho en
tres, podrían llegar a ella.
Pero Bastián parecía indeciso. Ordenaba hacer altos con más frecuencia que hasta entonces y luego, repentinamente, reanudaba la marcha. Nadie en la expedición comprendía los motivos, pero nadie, naturalmente, se atrevía a preguntárselos. Desde su gran hazaña en el Monasterio de las Estrellas, Bastián había permanecido inaccesible, incluso para Xayide. En la expedición corrían toda clase de rumores, pero la mayoría de los compañeros de viaje acataban de buena gana sus contradictorias órdenes. Los grandes sabios —opinaban— parecen a menudo incomprensibles a los seres normales. Tampoco Atreyu y Fújur podían explicarse ya el comportamiento de Bastián. Lo ocurrido en el Monasterio de las Estrellas excedía de la comprensión de ambos. Pero eso sólo aumentaba la preocupación que les causaba.
En Bastián batallaban dos sentimientos y no podía acallar ninguno de los dos. Ansiaba encontrar a la Hija de la Luna. Ahora era famoso y admirado en toda Fantasia y podía ir a su encuentro como un igual. Pero al mismo tiempo lo llenaba de preocupación el tener que devolverle a ÁURYN. ¿Qué ocurriría entonces? ¿Intentaría ella enviarlo de nuevo a su mundo, del que apenas sabía ya nada Bastián? ¡No quería regresar! ¡Y quería conservar la Alhaja!… Luego pensaba que no era seguro que tuviese que devolvérsela. Quizá ella se la dejara tanto tiempo como él quisiera. Quizá se la había regalado ya, o le pertenecía a él para siempre. En esos instantes, Bastián apenas podía aguardar la hora de ver a la Hija de la Luna. Y acicateaba a la expedición para poder estar antes con ella. Sin embargo, pronto lo acometían las dudas y mandaba detenerse y acampar, a fin de pensar en lo que le aguardaba.
De esa forma, con marchas rápidas y precipitadas y dilaciones de horas, habían llegado por fin al límite exterior del famoso Laberinto, la amplia llanura que era un solo jardín lleno de senderos y caminos entrecruzados. En el horizonte, contra el cielo brillante y dorado de la tarde, relucía mágicamente la Torre de Marfil.
Todo el tropel de fantasios y también Bastián se quedaron en un silencio religioso, disfrutando de la indescriptible belleza de la vista. Hasta en el rostro de Xayide había una expresión de asombro que nunca había aparecido antes y que, desde luego, pronto desapareció otra vez. Atreyu y Fújur, que estaban muy atrás, recordaron qué distinto les había parecido el Laberinto cuando estuvieron allí la última vez, carcomido por la enfermedad mortal de la Nada. Ahora parecía más florido, hermoso y resplandeciente que nunca.
Bastián decidió no avanzar más ese día, de forma que se montó el campamento. Envió a algunos mensajeros para que saludaran de su parte a la Hija de la Luna y le anunciaran que tenía intención de llegar al día siguiente a la Torre de Marfil. Luego se echó en su tienda e intentó dormir. Pero se agitaba de un lado a otro sobre sus cojines, y sus preocupaciones no lo dejaban descansar. No sospechaba que, por razones muy distintas, aquella noche sería la peor de su estancia en Fantasia.
Hacia la medianoche había caído finalmente en un sueño ligero e inquieto, cuando murmullos y susurros excitados a la entrada de su tienda lo sobresaltaron. Se levantó y salió.
—¿Qué pasa? —preguntó con severidad.
—Este mensajero —respondió Illuán, el yinni azul— pretende tener que comunicarte una noticia tan importante que no puede esperar hasta mañana.
El mensajero, al que Illuán había levantado por el cuello, era un pequeño ligerillo, un ser de cierto parecido con un conejo pero que, en lugar de piel, tiene un plumaje de estallante colorido. Los ligerillos son los corredores más veloces de Fantasia y pueden salvar enormes distancias a tal velocidad que prácticamente no se los ve y sólo se puede observar su paso, como una exhalación, por las nubecillas de polvo que levantan. Precisamente por esa cualidad habían enviado a aquel ligerillo como mensajero. Había hecho todo el trayecto hasta la Torre de Marfil y regresado, y jadeaba sin aliento cuando el yinni lo dejó ante Bastián.
—Perdón, señor —resopló el ligerillo inclinándose profundamente unas cuantas veces—, perdón por atreverme a turbar tu descanso, pero te sentirías muy poco satisfecho de mí si no lo hiciera. La Emperatriz Infantil no está en la Torre de Marfil desde hace muchísimo tiempo, y nadie sabe dónde se encuentra.
Bastián se sintió de pronto vacío y frío interiormente.
—Tienes que estar equivocado. Eso no puede ser.
—Los otros mensajeros te lo confirmarán cuando lleguen, señor.
Bastián calló un rato y luego dijo sin expresión:
—Gracias, está bien.
Se volvió y entró en su tienda.
Se sentó en la cama y apoyó la cabeza en las dos manos. Era completamente imposible que la Hija de la Luna no hubiera sabido cuánto tiempo hacía que se dirigía a su encuentro. ¿Era que no quería verlo? ¿O le habría ocurrido algo? No, era completamente impensable que a ella, la Emperatriz Infantil, le pudiera ocurrir algo en su propio reino.
Pero no estaba allí y eso significaba que no tendría que devolverle a ÁURYN. Por otro lado, sentía una amarga decepción por el hecho de no volverla a ver. Cualquiera que fuese la razón para su conducta, ¡la encontraba incomprensible, no, insultante!
Entonces recordó la observación a menudo reiterada de Atreyu y Fújur, en el sentido de que cada uno sólo encontraba una vez a la Emperatriz Infantil.
El pesar hizo que, repentinamente, sintiera nostalgia de Atreyu y de Fújur. Quería desahogarse con alguien, hablar con un amigo.
Se le ocurrió la idea de ponerse el cinturón Guémmal e ir a verlos sin que lo vieran. De esa forma podría estar con ellos y disfrutar de su presencia consoladora sin ceder en nada.
Rápidamente abrió la decorada cajita, sacó el cinturón y se lo ciñó. Otra vez tuvo la misma desagradable sensación que la primera cuando dejó de verse a sí mismo. Aguardó un poco hasta que se hubo acostumbrado y luego salió y comenzó a errar por el campamento en busca de Atreyu y de Fújur.
Por todas partes se oían susurros y murmullos excitados, figuras oscuras se deslizaban entre las tiendas, y aquí y allá se sentaban juntos varios fantasios, deliberando entre sí en voz baja. Entretanto habían vuelto también los demás mensajeros y la noticia de que la Hija de la Luna no estaba en la Torre de Marfil se había extendido como un incendio por el campamento de los compañeros de viaje. Bastián anduvo entre las tiendas pero, al principio, no encontró a los dos que buscaba.
Atreyu y Fújur se habían instalado al borde mismo del campamento, bajo un romero en flor. Atreyu se sentaba sobre las piernas, con los brazos cruzados ante el pecho, y miraba con rostro impasible en dirección a la Torre de Marfil. El dragón de la suerte estaba echado junto a él, con la poderosa cabeza en el suelo, a sus pies.
—Mi última esperanza era que ella hiciera con él una excepción para recuperar el Signo —dijo Atreyu—, pero ahora ya no la hay.
—Ella sabe lo que se hace —respondió Fújur.
En aquel momento Bastián los vio y se dirigió, invisible, hacia ellos.
—¿Lo sabe realmente? —murmuró Atreyu—. Bastián no debe seguir teniendo a ÁURYN.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Fújur—. No te lo entregará voluntariamente.
—Se lo tendré que quitar —respondió Atreyu.
Al oír esas palabras, Bastián sintió que el suelo vacilaba bajo sus pies.
—¿Cómo lo vas a hacer? —oyó decir a Fújur—. Es verdad: si lo tuvieras tú, no podría obligarte ya a devolvérselo.
—Eso no lo sé —dijo Atreyu—; seguiría teniendo su fuerza y su espada mágica.
—Pero el Signo te protegería —objetó Fújur—, incluso de él.
—No —dijo Atreyu—, eso no creo. De él no. No.
—Y lo cierto es —continuó Fújur soltando una risa suave y rabiosa— que él mismo te lo ofreció en vuestra primera noche en Amarganz. Y tú lo rechazaste.
Atreyu asintió.
—Entonces no sabía aún lo que sería de Bastián.
—¿Qué otro remedio te queda? —preguntó Fújur—. ¿Qué vas a hacer para quitarle el Signo?
—Tendré que robárselo —respondió Atreyu.
Fújur levantó bruscamente la cabeza. Con sus ardientes ojos de color rubí miró a Atreyu, que bajó la vista al suelo y repitió en voz baja:
—Tendré que robárselo. No hay otra posibilidad.
Tras un silencio inquieto, Fújur preguntó:
—¿Cuándo?
—Esta misma noche —respondió Atreyu—, porque mañana puede ser demasiado tarde.
Bastián no quiso oír más. Lentamente se alejó. Sólo sentía un vacío frío y sin fondo. Ahora todo le daba igual… como había dicho Xayide.
Volvió a su tienda y se quitó el cinturón Guémmal. Luego envió a Illuán a llamar a los tres caballeros Hýsbald, Hykrion y Hydorn. Mientras esperaba andando arriba y abajo, recordó que Xayide lo había vaticinado todo. Él no había querido creerla, pero ahora tendría que hacerlo. Xayide se había portado sinceramente con él, ahora lo comprendía. Era la única que le había sido fiel. Sin embargo, no era seguro que Atreyu pusiera realmente en práctica su plan. Quizá había sido sólo una idea de la que se avergonzaba ya. En tal caso, Bastián no diría ni una palabra…, aunque a partir de ahora su amistad no le importaría. Había terminado para siempre.
Cuando llegaron los tres caballeros, les dijo que tenía razones para suponer que aquella misma noche un ladrón entraría en su tienda. Por ello les pedía que montaran guardia en el interior y capturasen al ladrón, quienquiera que fuese. Hýsbald, Hydorn y Hykrion estuvieron de acuerdo y se pusieron cómodos. Bastián se fue.
Se dirigió a la litera de coral de Xayide. Ella estaba profundamente dormida y sólo los cinco gigantes, con sus negras corazas de insecto, permanecían erguidos e inmóviles a su alrededor. En la oscuridad parecían cinco bloques de piedra.
—Deseo que me obedezcáis —dijo Bastián en voz baja. Inmediatamente, los cinco volvieron hacia él sus negras caras de hierro.
—Mándanos, Señor de nuestra Señora —respondió uno con voz metálica.
—¿Creéis que podríais dominar a Fújur, el dragón de la suerte? —quiso saber Bastián.
—Eso depende, señor, de tu voluntad que nos guía —contestó la voz metálica.
—Es mi voluntad —dijo Bastián.
—Entonces podemos dominar a cualquiera —fue la respuesta.
—Está bien, acercaos a él… —señaló con la mano la dirección—. En cuanto Atreyu lo deje, ¡coged a Fújur prisionero! Pero quedaos con él allí. Ya os avisaré cuando tengáis que traerlo.
—Lo haremos de buena gana —fue la respuesta de la voz metálica.
Los cinco negros se pusieron en movimiento silenciosamente y al mismo paso. Xayide sonrió en sueños.
Bastián volvió a su tienda, pero cuando la vio delante titubeó. En el caso de que Atreyu intentara realmente el robo, no quería estar presente cuando lo capturasen.
Las primeras luces del amanecer subían ya por el cielo, y Bastián se apostó no lejos de su tienda, bajo un árbol, y aguardó envuelto en su manto de plata. El tiempo pasó de una forma infinitamente lenta, amaneció una mañana pálida, se hizo más claro y Bastián empezaba ya a alimentar esperanzas de que Atreyu hubiera renunciado a sus propósitos, cuando de repente se oyó ruido y confusión de voces en el interior de la suntuosa tienda. No pasó mucho rato antes de que Atreyu, con las manos atadas a la espalda, fuera sacado por Hykrion de la tienda. Los otros dos caballeros los seguían.
Bastián se levantó pesadamente y se apoyó contra el árbol.
«¡De modo que sí!», murmuró para sus adentros.
Luego penetró en su tienda. No quería mirar a Atreyu y también éste mantuvo la cabeza baja.
—¡Illuán! —dijo Bastián al yinni azul que estaba junto a la entrada de la tienda—. Despierta a todo el campamento. Todos deben venir aquí. Y que los gigantes traigan a Fújur.
El yinni lanzó un agudo grito de águila y se fue apresuradamente. En todos los sitios a donde llegaba comenzó a verse movimiento en las tiendas grandes o pequeñas y en los demás lugares de acampada.
—No se ha defendido en absoluto —gruñó Hykrion señalando con un gesto de cabeza a Atreyu, que permanecía inmóvil y con la cabeza gacha.
Bastián se apartó y se sentó en una piedra.
Cuando los cinco gigantes negros blindados trajeron a Fújur, una gran multitud se había congregado ya en torno a la suntuosa tienda. Al acercarse los pasos iguales, metálicos y pesados, los espectadores se abrieron dejando camino. Fújur no estaba encadenado ni lo tocaban los gigantes blindados: sólo caminaban a su izquierda y su derecha con las espadas desenvainadas.
—No se ha defendido en absoluto, Señor de nuestra Señora —le dijo a Bastián una de las voces metálicas cuando la comitiva se detuvo ante él.
Fújur se echó en el suelo ante Atreyu y cerró los ojos.
Se hizo un largo silencio. Los últimos rezagados de la expedición se apresuraron a llegar y estiraron el cuello para ver qué pasaba. La única que no estaba presente era Xayide. Los susurros y murmullos fueron apagándose poco a poco. Todas las miradas iban de Atreyu a Bastián y de Bastián a Atreyu. En aquella luz gris, sus figuras inmóviles parecían una imagen sin color, petrificada para siempre.
Finalmente, Bastián se levantó.
—Atreyu —dijo—, querías robarme el signo de la Emperatriz Infantil para hacerlo tuyo. Y tú, Fújur, lo sabías y lo planeaste con él. Con ello, no sólo habéis manchado la amistad que había entre nosotros, sino que os habéis hecho reos también del peor de los crímenes contra la voluntad de la Hija de la Luna, que me dio la Alhaja. ¿Os confesáis culpables?
Atreyu miró largamente a Bastián y asintió.
A Bastián le falló la voz y tuvo que comenzar dos veces antes de poder seguir hablando.
—Pienso, Atreyu, en que fuiste tú quien me llevó hasta la Emperatriz Infantil. Y pienso en el canto de Fújur en Amarganz. Por eso os perdono la vida: la vida de un ladrón y del cómplice de un ladrón. Haced con ella lo que queráis. Pero alejaos de mí tanto como podáis, y no os atreváis jamás a poneros ante mi vista. Os destierro para siempre. ¡No os he conocido nunca!
Le hizo a Hykrion una señal con la cabeza para que soltara a Atreyu y luego se apartó y volvió a sentarse.
Atreyu se quedó largo tiempo de pie sin moverse y luego echó una mirada a Bastián. Pareció como si quisiera decir algo, pero luego lo pensó mejor. Se inclinó hacia Fújur y le susurró alguna cosa. El dragón de la suerte abrió los ojos y se enderezó. Atreyu saltó sobre sus espaldas y Fújur se elevó en el aire. Voló en línea recta por el cielo de la mañana que cada vez se hacía más claro y, aunque sus movimientos eran pesados y fatigosos, en pocos minutos desapareció en lontananza.
Bastián se puso en pie y penetró en su tienda. Se echó en la cama.
—Ahora has conseguido ser verdaderamente grande —dijo con suavidad una voz dulce y velada—: ahora no te importa nada y nada puede afectarte.
Bastián se incorporó. Era Xayide quien había hablado. Se acurrucaba en el ángulo más oscuro de la tienda.
—¿Tú? —preguntó Bastián—. ¿Cómo has entrado?
Xayide sonrió.
—No hay centinelas, señor y maestro, capaces de detenerme. Sólo podrían hacerlo tus órdenes. ¿Quieres que me vaya?
Bastián volvió a echarse y cerró de nuevo los ojos. Al cabo de un rato murmuró:
—Me da igual. ¡Quédate o vete!
Ella lo observó con los ojos entornados largo tiempo. Luego preguntó:
—¿En qué piensas, señor y maestro?
Bastián se volvió del otro lado sin responderle.
Para Xayide era claro que de ninguna forma debía dejarlo solo ahora. Estaba a punto de escapársele de las manos. Tenía que consolarlo y animarlo a su manera. Tenía que inducirlo a proseguir el camino que ella había planeado para él y para sí misma. Y esta vez no lo podía lograr con un regalo mágico o un sencillo truco. Tenía que recurrir a medios más poderosos. A los más fuertes de que disponía, a los deseos más secretos de Bastián. De forma que se sentó a su lado y le susurró al oído:
—Mi dueño y señor, ¿cuándo piensas trasladarte a la Torre de Marfil?
—No lo sé —dijo Bastián hundido en sus almohadones—. ¿Qué voy a hacer allí si no está la Hija de la Luna? Ya no sé lo que debo hacer.
—Podrías entrar y esperar allí a la Emperatriz Infantil.
Bastián se volvió a Xayide.
—¿Tú crees que volverá?
Tuvo que repetir la pregunta más apremiantemente para que Xayide, titubeando, respondiera:
—No lo creo. Creo que ha dejado Fantasia para siempre y que tú, señor y maestro, eres su sucesor.
Bastián se incorporó lentamente. Miró los ojos de dos colores de Xayide y tardó un rato en comprender del todo lo que ella había dicho.
—¿Yo? —balbuceó. En sus mejillas aparecieron manchas rojas.
—¿Tanto te asusta la idea? —susurró Xayide—. Ella te ha dado el signo de su poderío. Te ha entregado su reino. Serás el Emperador Infantil, mi señor y maestro. Y lo mereces. No sólo salvaste a Fantasia con tu venida, sino que ¡la has creado tú! ¡Todos nosotros —incluso yo— somos sólo criaturas tuyas! Tú eres el Gran Sabio: ¿por qué te asusta asumir también el poder supremo que, después de todo, te corresponde?
Y mientras en los ojos de Bastián, poco a poco, comenzaba a brillar una fiebre fría, Xayide le habló de una nueva Fantasia, de un mundo que, en todos sus detalles, se conformaría con la voluntad de Bastián, en el que podría crear o destruir a su antojo, en el que no habría ya límites ni condiciones, y en el que toda criatura, buena o mala, hermosa o fea, necia o sabia, se debería sólo a su voluntad y él, majestuoso y enigmático, reinaría sobre todos dirigiendo la Historia en un juego eterno.
—Sólo entonces —dijo ella para terminar— serás verdaderamente libre, libre de todo lo que te limita y libre para hacer lo que quieras. ¿No querías encontrar tu verdadera voluntad? ¡Pues es ésa!
Aquella misma mañana se levantó el campamento, y la comitiva de muchos miles de almas, encabezada por Bastián y Xayide en la litera de coral, se puso en camino hacia la Torre de Marfil. Una columna casi interminable siguió los enredados caminos del Laberinto. Y cuando su cabeza llegó hacia la noche a la Torre de Marfil, los últimos rezagados habían cruzado apenas el limite exterior del jardín.
La recepción preparada para Bastián fue tan solemne como hubiera podido desear. Todos los que formaban parte de la corte de la Emperatriz Infantil se pusieron en danza. En todos los tejados y almenas había silfos-centinela de trompetas resplandecientes, que soplaban todo lo que daban de sí sus pulmones. Los saltimbanquis mostraban sus habilidades, los astrólogos predecían la fortuna y la grandeza de Bastián, y los panaderos hacían tartas tan altas como montañas; los ministros y dignatarios, sin embargo, acompañaron a la litera de coral y la guiaron a través del hervidero de la multitud por la calle principal, que describía una espiral cada vez más estrecha en torno a la Torre de Marfil, hasta el punto en que la gran puerta conducía al interior del verdadero palacio. Bastián, seguido de Xayide y de todos los dignatarios, subió los escalones blancos como la nieve de la ancha escalera, atravesó salas y corredores, la segunda puerta, cada vez más arriba, el jardín de animales, flores y árboles de marfil, los puentes bamboleantes y la última puerta. Quería llegar hasta el pabellón que formaba la cúspide de la enorme torre y tenía la forma de una flor de magnolio. Sin embargo, la flor estaba cerrada y el último trecho del camino que llevaba hasta ella era tan liso y empinado que nadie pudo subirlo.
Bastián recordó que tampoco Atreyu, gravemente herido, había podido llegar hasta allí, al menos por sus propias fuerzas, pues nadie que hubiera subido sabía cómo lo había logrado. Era algo que se le regalaba a uno. Pero Bastián no era Atreyu. Si alguien merecía que se le regalara ese último trecho del camino era él. Y no estaba dispuesto a detenerse ahora.
—¡Llamad operarios! —ordenó—. Que me construyan escalones en esa superficie lisa o me hagan una escalera o inventen otra cosa. Deseo sentar ahí arriba mis reales.
—Señor —se atrevió a objetar unos de los consejeros más viejos—. Ahí vive nuestra Señora de los Deseos, la de los Ojos Dorados, cuando está con nosotros.
—¡Haced lo que os mando! —dijo imperiosamente Bastián.
Los dignatarios palidecieron y dieron un paso atrás. Pero obedecieron. Se llamó a operarios que se pusieron a la obra con martillos pesados y escoplos. Pero, por mucho que se esforzaron, no consiguieron desprender el más pequeño trozo de la cúspide. Los escoplos les saltaban de las manos sin dejar en la lisa superficie ni un arañazo.
—Inventad otra cosa —dijo Bastián apartándose de mala gana—, porque quiero subir hasta ahí. Pero tened en cuenta que mi paciencia puede acabarse pronto.
Luego volvió y, de momento, tomó posesión con su corte —de la que formaban parte sobre todo Xayide y los tres caballeros Hýsbald, Hykrion y Hydorn, así como Illuán, el yinni azul— de los restantes aposentos del palacio.
Aquella misma noche convocó a todos los dignatarios, ministros y consejeros que hasta entonces habían servido a la Hija de la Luna a una asamblea que se celebró en la gran sala redonda donde, en otro tiempo, se había reunido el congreso médico. Les anunció que la Señora de los Ojos Dorados le había dejado a él, Bastián Baltasar Bux, todo su poder sobre el reino sin fronteras de Fantasia y que, a partir de aquel momento, él ocuparía su puesto. Y los exhortó a que prometieran someterse por completo a su voluntad.
—Incluso y precisamente —siguió diciendo— cuando mis decisiones puedan resultaros temporalmente incomprensibles. Porque no soy vuestro igual.
Luego decidió que, exactamente setenta y siete días más tarde, se coronaría a sí mismo Emperador Infantil de Fantasia. Debía de celebrarse una fiesta de tal esplendor como nunca se hubiera visto en el reino. Había que enviar inmediatamente emisarios a todos los países, porque quería que todos los pueblos de Fantasia tuvieran su representante en la fiesta de la coronación.
Dicho esto, Bastián se retiró, dejando solos a los desconcertados consejeros y dignatarios.
No sabían qué hacer. Todo lo que habían oído les sonaba tan monstruoso que, al principio, se quedaron largo tiempo en silencio con la cabeza gacha. Luego comenzaron a hablar entre sí en voz baja. Y después de deliberar durante horas llegaron al acuerdo de que debían seguir las instrucciones de Bastián, porque llevaba el signo de la Emperatriz Infantil y eso los obligaba a obedecer… tanto si creían que la Hija de la Luna había entregado realmente todo su poder a Bastián como si todo el asunto era sólo una de las incomprensibles decisiones de ella. Así pues, se envió a los mensajeros y se hizo también todo lo demás que Bastián había ordenado.
En cualquier caso, él mismo no se ocupó más de ello. Todos los detalles de la preparación de la fiesta de la coronación se los confió a Xayide. Y ella supo ocupar a la corte de la Torre de Marfil de forma que casi ninguno volvió a pensar en el problema.
Bastián mismo permaneció en los días y semanas que siguieron casi siempre inmóvil, en el aposento que había elegido. Miraba fijamente ante sí sin hacer nada. Le hubiera gustado desear algo o inventar una historia que lo entretuviera, pero no se le ocurría nada. Se sentía vacío y hueco.
Por fin se le ocurrió la idea de que podía desear que viniera la Hija de la Luna. Y si realmente era todopoderoso, si todos sus deseos se hacían realidad, también ella tendría que obedecerlo. Se pasaba la mitad de la noche murmurando para sí: «¡Ven, Hija de la Luna! Debes venir. Te ordeno que vengas». Y pensó en la mirada de ella, que se le había quedado en el corazón como un luminoso tesoro. Pero ella no vino. Y cuanto más intentaba obligarla a venir, tanto más se apagaba el recuerdo de aquella luz en su corazón, hasta que dentro de él reinó una oscuridad total.
Se decía a sí mismo que volvería a recuperarlo todo cuando estuviera en el Pabellón de la Magnolia. Una y otra vez iba a ver a los operarios y los aguijoneaba, unas veces con amenazas, otras con promesas, pero todo lo que intentaban resultaba inútil. Las escaleras se rompían, los clavos de acero se doblaban, los escoplos saltaban.
Los caballeros Hykrion, Hýsbald y Hydorn, con los que hasta entonces le había gustado charlar o jugar a cualquier cosa, le servían ahora de poco. Habían descubierto, en la planta más baja de la Torre de Marfil, una bodega. Allí se pasaban los días y las noches, bebiendo, jugando a los dados, vociferando estúpidas canciones o peleándose, y no era raro que llegaran a sacar incluso las espadas. A veces recorrían también, tambaleándose, la calle principal, molestando a las hadas, las elfas, las mujeres salvajes y otros seres femeninos de la Torre.
—Qué quieres, señor —decían cuando Bastián les pedía explicaciones—, tienes que darnos algo que hacer.
Pero a Bastián no se le ocurría nada, y les daba largas hasta después de su coronación, aunque tampoco él sabía qué iba a cambiar con ella.
Poco a poco, el tiempo se hacía cada vez más nublado. Aquellas puestas de sol que parecían de oro líquido eran cada vez más raras. El cielo estaba casi siempre gris y cubierto, y el aire se hacía pesado. No soplaba ningún viento.
Así llegó lentamente el día fijado para la coronación.
Los emisarios volvieron. Muchos de ellos trajeron delegados de los más diversos países de Fantasia. Otros, sin embargo, regresaron con las manos vacías e informaron de que los habitantes a los que habían sido enviados se habían negado rotundamente a participar en la ceremonia. En muchos lugares se habían rebelado secreta o, incluso, abiertamente.
Bastián miraba ante sí inmóvil.
—Con todo eso acabarás —dijo Xayide— cuando seas emperador de Fantasia.
—Quiero que ellos quieran lo que yo quiero —dijo Bastián.
Pero Xayide se había alejado ya precipitadamente para tomar nuevas disposiciones.
Y llegó el día de la coronación, coronación que no tendría lugar. Ese día pasaría a la Historia de Fantasia como el de la sangrienta batalla de la Torre de Marfil.
Ya de mañana el cielo estaba cubierto por unas nubes espesas de color gris plomizo que no dejaban que se hiciera realmente el día. Una media luz inquietante lo bañaba todo, el aire estaba totalmente inmóvil y era tan pesado y opresivo que apenas se podía respirar.
Xayide, juntamente con los catorce maestros de ceremonias de la Torre de Marfil, había preparado un programa de festejos sumamente variado, que debía superar en lujo y fastuosidad a todo lo que se había visto en Fantasia.
Ya desde las primeras horas de la mañana, la música resonaba en todas las calles y plazas, pero era una música como hasta aquel día no se había oído en la Torre de Marfil: salvaje, chirriante y, sin embargo, monótona. Todo el que la oía comenzaba a mover los pies y, quisiera o no, tenía que bailar y saltar. Nadie conocía a los músicos, que llevaban máscaras negras, y nadie sabía de dónde los había traído Xayide.
Todos los edificios y fachadas estaban engalanados con banderas y gallardetes de colores chillones que, sin embargo, como no había viento, colgaban lánguidamente. A lo largo de la calle principal y alrededor de los altos muros del recinto del palacio había innumerables retratos, pequeños y enormes, que mostraban todos un solo rostro, siempre el mismo: el rostro de Bastián.
Como el Pabellón de la Magnolia seguía siendo inaccesible, Xayide había preparado otro lugar para la subida al trono. Allí donde la espiral de la calle mayor terminaba ante la gran puerta del palacio debía levantarse el trono sobre los amplios escalones de marfil. Miles de pebeteros de oro humeaban y el humo, que olía de una forma adormecedora y, al mismo tiempo, excitante, flotaba lentamente por los escalones, por la plaza, descendía por la calle principal y se introducía en todas las callejas laterales, rincones y aposentos.
Por todas partes estaban aquellos gigantes negros con sus corazas de insecto. Nadie sabía, salvo Xayide, como había logrado centuplicar los cinco que le habían quedado. Y no sólo eso: unos cincuenta de ellos montaban ahora en formidables caballos, hechos también totalmente de metal negro y que se movían de una forma absolutamente idéntica.
En cortejo triunfal, aquellos jinetes acompañaron al trono por la calle mayor. Nadie sabía de dónde había salido el trono. Era tan grande como el portal de una iglesia y se componía exclusivamente de espejos de toda forma y color. Sólo su asiento era de seda de color cobre. De forma curiosa, aquel enorme objeto reluciente se deslizaba por sí solo, subiendo por la espiral de la calle sin ser empujado ni arrastrado, como si tuviera vida propia.
Cuando el trono se detuvo ante la gran puerta de marfil, Bastián salió del recinto del palacio y se sentó en él. Parecía diminuto como una muñeca, sentado en medio de todo aquel boato frío y reluciente. La multitud de espectadores, contenida por una doble fila de gigantes negros blindados, prorrumpió en gritos de júbilo, pero, de modo inexplicable, los gritos sonaron escasos y estridentes.
Luego comenzó la parte más pesada y fatigosa de la ceremonia. Todos los emisarios y delegados del reino fantásico tuvieron que formar una fila, y aquella fila no sólo bajaba desde el trono de los espejos por toda la calle en espiral de la Torre de Marfil, sino que llegaba lejos, muy lejos, por el Laberinto, y cada vez se le unían más fantasios. Cada individuo, cuando le llegaba el turno, tenía que postrarse ante el trono, tocar tres veces el suelo con la frente, besar el pie derecho de Bastián y decir: «En nombre de mi pueblo y de mis congéneres te ruego a ti, a quien todos debemos nuestra existencia, que te corones Emperador Infantil de Fantasia».
Habían pasado ya de esa forma dos o tres horas, cuando una agitación repentina recorrió la fila de los que aguardaban. Un joven fauno subía corriendo por la calle; se veía que lo hacía con sus últimas fuerzas, porque se tambaleaba y se caía de vez en cuando, se levantaba otra vez y seguía corriendo, hasta que se arrojó a los pies de Bastián, luchando por recuperar el aliento. Bastián se inclinó hacia él.
—¿Qué ocurre para que te atrevas a perturbar la ceremonia?
—¡Es la guerra, señor! —balbuceó el fauno—. Atreyu ha juntado a muchos insurrectos y se dirige hacia aquí con tres ejércitos. Piden que les entregues a ÁURYN y, si no lo haces voluntariamente, pretenden obligarte a ello por la fuerza.
De súbito reinó un silencio de muerte. La excitante música y las estridentes muestras de regocijo habían cesado de golpe. Bastián miraba fijamente ante sí. Se había puesto pálido.
Llegaron corriendo los tres caballeros Hýsbald, Hykrion y Hydorn. Parecían de un buen humor extraordinario.
—¡Por fin tenemos algo que hacer, señor! —gritaron a la vez—. ¡Déjanoslo a nosotros! ¡No permitas que se interrumpa tu fiesta! Buscaremos a unos cuantos valientes y nos enfrentaremos con los rebeldes. Les daremos una lección que no olvidarán en mucho tiempo.
Entre los miles de criaturas de Fantasia presentes había muchas que no podían ser utilizables en absoluto con fines bélicos. Sin embargo, la mayoría podía manejar muy bien algún arma, ya fuera la maza, la espada, el arco, la lanza, la honda o, simplemente, los dientes y garras. Todas ellas se agruparon alrededor de los tres caballeros que guiaban el ejército. Mientras partían, Bastián se quedó con el gran tropel de los menos capaces de defenderse, para continuar la ceremonia. Pero a partir de entonces no prestó atención a lo que ocurría. Continuamente los ojos se le iban hacia el horizonte, que podía ver muy bien desde donde estaba. Las enormes nubes de polvo que allí se levantaban le permitían suponer cuáles eran las fuerzas con que Atreyu se aproximaba.
—No te preocupes —dijo Xayide, que se había situado junto a él—. Todavía no han atacado mis gigantes negros acorazados. Defenderán tu Torre de Marfil y nadie puede vencerlos… salvo tú y tu espada.
Unas horas más tarde llegaron las primeras noticias de la batalla. Al lado de Atreyu luchaban casi todo el pueblo de los pieles verdes, pero también doscientos centauros y cincuenta y ocho comerrocas; cinco dragones de la suerte, mandados por Fújur, batallaban sin cesar desde el aire, lo mismo que un tropel de águilas blancas gigantes, llegadas de las Montañas del Destino, y muchas otras criaturas. Hasta se habían visto unicornios.
Sin duda, eran numéricamente muy inferiores al ejército que mandaban los caballeros Hykrion, Hýsbald y Hydorn, pero luchaban con tal decisión que el ejército que defendía a Bastián se replegaba cada vez más hacia la Torre de Marfil.
Bastián quiso tomar el mando de su ejército, pero Xayide lo disuadió.
—Piensa, señor y maestro —dijo—, que para tu nuevo rango de Emperador de Fantasia no resulta apropiado luchar. Confía en tus leales.
La batalla duró todo el día. Cada pie de terreno del Laberinto fue encarnizadamente defendido por el ejército de Bastián y se convirtió en un campo de batalla ensangrentado y pisoteado. Cuando empezaba ya a oscurecer, los primeros insurrectos habían llegado al pie de la Torre de Marfil.
Y entonces envió Xayide a sus gigantes negros acorazados, a caballo o sin él, que comenzaron a hacer terribles estragos entre los leales a Atreyu.
Es imposible hacer un relato exacto de esa batalla de la Torre de Marfil, y por ello hay que renunciar aquí. Hasta hoy existen en Fantasia innumerables canciones y relatos que hablan de ese día y esa noche, porque cada uno de los que participaron en ella la vivió de un modo distinto. Son historias que quizá deban ser contadas en otra ocasión.
Hay quien dice que también al lado de Atreyu había uno y hasta muchos magos blancos capaces de hacer frente a las artes mágicas de Xayide. Con seguridad no se sabe. Quizá sea ésa la explicación de que Atreyu y su gente pudieran, a pesar de los gigantes negros acorazados, asaltar la Torre de Marfil. Sin embargo, probablemente hay otra razón: Atreyu no luchaba por él sino por su amigo, a quien quería vencer para salvarlo.
La noche había caído hacía tiempo, una noche sin estrellas llena de humo y de llamas. Las antorchas caídas al suelo, los pebeteros volcados o las lámparas destrozadas habían incendiado la Torre en muchos lugares. Bastián, a la luz trémula de los incendios, corría entre los luchadores, que proyectaban sombras espectrales. Lo rodeaban el ruido de las armas y los gritos de los combatientes.
—¡Atreyu! —gritó con voz ronca—. ¡Atreyu, ven! ¡Lucha conmigo! ¿Dónde estás?
Pero la espada Sikanda permanecía en su funda y no se movía.
Bastián recorrió todas las estancias del recinto del palacio y corrió luego sobre los altos muros, que eran allí tan anchos como calles, y cuando precisamente iba a pasar sobre la gran puerta exterior bajo la cual —aunque en mil pedazos— estaba el trono de los espejos, vio a Atreyu que venía hacia él desde el otro lado. Atreyu tenía una espada en la mano.
Se enfrentaron, mirándose a los ojos. Sikanda no se movió.
Atreyu le puso a Bastián la punta de la espada en el pecho.
—Dame el Signo —dijo—, por tu propio bien.
—¡Traidor! —gritó Bastián—. ¡Yo te he creado! ¡Yo he dado su existencia a todo lo que hay! ¡Y también a ti! ¿Te vuelves contra mí? ¡Arrodíllate y pídeme perdón!
—Estás loco —respondió Atreyu—. Tú no has creado nada. ¡Todo se lo debes a la Emperatriz Infantil! ¡Dame a ÁURYN!
—¡Quítamelo si puedes! —dijo Bastián.
Atreyu titubeó.
—Bastián —dijo—, ¿por qué me obligas a vencerte para salvarte?
Bastián cogió el puño de su espada y, con su enorme fuerza, consiguió sacar a Sikanda de su vaina sin que ella saltara por sí misma a su mano. Sin embargo, en el momento mismo en que eso ocurrió, se oyó un ruido tan espantoso que los luchadores que había abajo en la calle, ante la puerta, se quedaron por un momento petrificados y los miraron. Bastián reconoció el ruido. Era el horroroso crujido que había oído cuando Graógraman se convertía en piedra. Y la luz de Sikanda se extinguió. Por la mente de Bastián cruzó lo que el león le había anunciado para el caso de que desenvainara aquella arma por la fuerza. Pero ahora no podía ni quería volverse atrás.
Golpeó a Atreyu, que intentó cubrirse con su espada. Sin embargo, Sikanda cortó el arma de Atreyu, alcanzándolo en el pecho. Se abrió una profunda herida de la que brotó la sangre. Atreyu se tambaleó retrocediendo y cayó desde lo alto de la gran puerta. Entonces, una llamarada blanca surgió de la humareda a través de la noche, cogió al vuelo a Atreyu y se lo llevó. Era Fújur, el dragón blanco de la suerte.
Bastián se enjugó el sudor de la frente con el manto. Y al hacerlo se dio cuenta de que su manto se había vuelto negro, negro como la noche. Todavía con Sikanda en la mano, bajó de los muros del palacio a la amplia plaza.
Con la victoria sobre Atreyu, la suerte de la batalla había cambiado instantáneamente. El ejército de los rebeldes, que hacía un momento parecía seguro de vencer, comenzó a huir. Bastián se sentía como en una pesadilla de la que no podía despertar. Su victoria le sabía amarga como la hiel y, sin embargo, sentía al mismo tiempo una salvaje sensación de triunfo.
Envuelto en su manto negro y con la sangrienta espada en la mano, bajó lentamente por la calle principal de la Torre de Marfil, que llameaba ahora al calor del incendio como una gigantesca antorcha. Bastián, no obstante, siguió andando entre el rugir y gemir de las llamas, que apenas notaba, hasta que llegó al pie de la Torre. Allí encontró a los restos de su ejército, que lo esperaban en medio del devastado Laberinto, ahora un campo de batalla interminable lleno de fantasios muertos. También Hykrion, Hýsbald y Hydorn estaban allí, estos dos últimos gravemente heridos. Illuán, el yinni azul, había caído. Xayide estaba junto a su cadáver. Tenía en la mano el cinturón Guémmal.
—Esto, señor y maestro —dijo—, lo salvó para ti.
Bastián cogió el cinturón y lo apretó en su mano. Luego se lo metió en el bolsillo.
Miró lentamente en círculo a sus compañeros de batalla y de viaje. Sólo quedaban unos centenares. Parecían agotados y demacrados. La luz temblorosa del incendio los hacía parecer un tropel de espectros.
Todos los rostros se habían vuelto hacia la Torre de Marfil que, como una pira, se iba derrumbando sobre sí misma. El Pabellón de la Magnolia de su cúspide comenzó a arder, se abrieron del todo sus pétalos y pudo verse que estaba vacío. Luego se lo tragaron también las llamas.
Bastián señaló con su espada al montón de brasas y escombros y dijo con voz ronca:
—Todo eso es obra de Atreyu. ¡Y por eso lo perseguiré hasta el fin del mundo!
Saltó sobre uno de los gigantescos caballos de metal negro y gritó:
—¡Seguidme!
El caballo se encabritó, pero Bastián lo dominó con su voluntad y se lanzó a la noche a galope tendido.