ecia y pesadamente caía la lluvia desde
unas nubes oscuras que volaban casi a la altura de las cabezas de
los jinetes. Luego empezó a nevar unos copos grandes y pegajosos, y
finalmente nevó y llovió a la vez. El viento tormentoso era tan
fuerte que hasta los caballos tenían que inclinarse para hacerle
frente. Los mantos de los jinetes pesaban húmedos, golpeando
fuertemente en los lomos de las bestias.
Llevaban ya muchos días de camino y los tres últimos cabalgando por aquella meseta. El tiempo había empeorado de día en día y el suelo se había convertido en una mezcla de fango y piedras de agudos cantos que hacía la marcha cada vez más penosa. Aquí y allá había grupos de arbustos o bosquecillos doblegados por el viento, pero por lo demás no se ofrecía a los ojos variación alguna.
Bastián, que cabalgaba delante sobre la mula Yicha, iba relativamente bien, envuelto en su reluciente manto plateado. Resultó que, aunque ligero y delgado, el manto abrigaba espléndidamente y el agua formaba perlas sobre él. Hykrion, el de la figura fuerte y corpulenta, desaparecía casi dentro de un espeso manto de lana azul. Hýsbald, el de los miembros finos, se había echado la gran capucha de su hábito pardo sobre los rojos cabellos. Y el capote de lona gris de Hydorn se adhería a sus miembros enjutos.
Sin embargo, los tres caballeros, a su estilo un tanto rudo, estaban de buen humor. No habían esperado que su viaje de aventuras con su señor Bastián fuera una especie de paseo dominical. De vez en cuando cantaban con fuertes voces en medio de la tormenta, con más entusiasmo que afinación, unas veces solos y otras a coro. Su canción favorita era, evidentemente, una que empezaba con las palabras:
«Cuando yo era pequeñito,
tralará con viento y lluvia…».
Según explicaron, procedía de un viajero de Fantasia de tiempos muy remotos, llamado Chéxpir o algo así.
El único del grupo al que ni la humedad ni el frío parecían hacer mella era Atreyu. Como casi siempre desde el comienzo del viaje, se adelantaba volando sobre las espaldas de Fújur, entre los jirones de nubes y por encima de ellas, para reconocer el terreno, y volvía luego para informar.
Todos ellos, incluido el dragón de la suerte, creían que estaban buscando el camino que devolvería a Bastián a su mundo. También Bastián lo creía. No sabía que, en realidad, había accedido a la propuesta de Atreyu únicamente por amistad y buena voluntad, pero que en el fondo no lo deseaba. Sin embargo, la geografía de Fantasia está determinada por los deseos, sean conscientes o no. Y como era Bastián quien tenía que decidir en qué dirección debían ir, ocurría que su camino los llevaba cada vez más profundamente hacia el interior de Fantasia… es decir, hacia el centro constituido por la Torre de Marfil. Lo que eso significaba para Bastián sólo lo sabría luego. De momento, ni él ni sus compañeros de viaje sospechaban nada.
Los pensamientos de Bastián estaban en otra parte.
Ya al segundo día después de salir de Amarganz, habían encontrado en los bosques que rodeaban a Murhu el claro rastro del dragón Smerg. Una parte de los árboles estaban petrificados. Evidentemente, el monstruo se había posado allí, echando sobre los árboles el fuego helado de su garganta. Las huellas de sus enormes patas de saltamontes eran fáciles de reconocer. Y Atreyu, que sabía de eso, había encontrado también otras huellas: las del caballo de Hýnreck el Héroe. Así pues, Hýnreck le iba pisando los talones al dragón.
—La verdad es que no me hace ninguna gracia —había dicho Fújur medio en broma, haciendo girar sus ojos de color rubí—, porque, sea Smerg o no un espantajo, de todas formas, aunque lejano, es pariente mío.
No habían seguido el rastro de Hýnreck, sino que habían tomado otra dirección, porque su objetivo era buscar el camino de regreso para Bastián.
Bastián había pensado luego en lo que había hecho realmente al inventarse un dragón para Hýnreck el Héroe. Sin duda, Hýnreck necesitaba algo a lo que poder enfrentarse y contra lo que poder luchar. Sin embargo, no era nada seguro que venciera. ¿Qué pasaría si Smerg lo mataba? Y, además, la Princesa Oglamar se encontraba en una situación horrible. Era verdad que siempre había sido bastante altanera, pero ¿tenía derecho por eso Bastián a ponerla en una situación tan comprometida? Y, prescindiendo de todo aquello, ¡cualquiera sabía lo que haría Smerg en Fantasia! Bastián, sin pensarlo mucho, había creado un peligro incalculable que, aun sin él, seguiría existiendo y traería quizá desgracias indescriptibles sobre muchos inocentes. La Hija de la Luna, eso lo sabía Bastián, no hacía en su reino diferencias entre malos y buenos ni entre lo hermoso y lo feo. Para ella, todas las criaturas de Fantasia eran igualmente importantes y tenían los mismos derechos. Pero él, Bastián… ¿tenía que comportarse como ella? Y, sobre todo, ¿quería hacerlo?
No, se dijo Bastián, no quería pasar a la historia de Fantasia como creador de monstruos y espantajos. Sería mucho más bonito ser conocido por su bondad y desinterés, ser para todos un modelo preclaro, ser llamado «hombre bueno» o reverenciado como «gran benefactor». Sí, eso era lo que quería.
Entretanto, el terreno se había vuelto rocoso y Atreyu, que volvió sobre Fújur de un vuelo de reconocimiento, informó de que, a pocas millas, había divisado un pequeño valle encajonado que ofrecía un abrigo relativamente satisfactorio contra el viento. Si había visto bien, había en el valle incluso varias cavernas, en las que podrían encontrar refugio contra la lluvia y la nieve.
Era ya tarde avanzada y más que hora de buscar un lugar apropiado para pasar la noche. Por ello, todos se alegraron de las noticias de Atreyu y espolearon a sus cabalgaduras. El camino discurría por el fondo de un valle cerrado por peñascos cada vez más altos, que quizá fuera el lecho seco de un río. Al cabo de unas dos horas llegaron a la parte más baja del valle y encontraron realmente varias cavernas en las paredes que lo rodeaban. Eligieron la más espaciosa y se instalaron en ella tan cómodamente como les fue posible. Los tres caballeros buscaron por los alrededores leña seca y ramas desgajadas por la tempestad, y pronto una hermosa hoguera ardió en la caverna. Los mantos húmedos fueron extendidos para que se secaran, se entró a los caballos y a la mula y se los desensilló, y hasta Fújur, que normalmente prefería pasar la noche a la intemperie, se hizo un ovillo en la parte de atrás de la caverna. En el fondo, el lugar no era nada incómodo.
Mientras Hydorn, el duro, intentaba asar sobre el fuego con su larga espada un gran pedazo de carne de sus provisiones y todos, a su alrededor, lo miraban impacientes, Atreyu se volvió a Bastián y le pidió:
—¡Háblanos de Kris Ta!
—¿De quién? —preguntó Bastián sin comprender.
—De tu amiga Kris Ta, la niña a la que contabas tus historias.
—No conozco a ninguna niña que se llame así —respondió Bastián—, ¿y de dónde sacas tú que yo le contara historias?
Atreyu lo miró otra vez con aquella mirada pensativa.
—En tu mundo —dijo lentamente— contabas muchas historias… A ella y a ti mismo.
—¿Cómo lo sabes, Atreyu?
—Lo dijiste tú. En Amarganz. Y dijiste también que, por eso, se reían de ti.
Bastián miró fijamente el fuego.
—Es verdad —murmuró—, lo dije. Pero no sé por qué. No puedo recordarlo.
A él mismo le resultaba extraño.
Atreyu cambió una mirada con Fújur y asintió gravemente, como si los dos hubiesen comentado algo que ahora se confirmase. Pero no dijo nada más. Evidentemente, no quería hablar de ello delante de los tres caballeros.
—La carne está hecha —anunció Hydorn.
Cortó con el cuchillo un pedazo para cada uno y todos comieron. No se podía decir, ni con la mejor voluntad, que la carne estuviera hecha —por fuera estaba un tanto quemada y por dentro todavía cruda— pero, dadas las circunstancias, no hubiera sido oportuno mostrarse melindroso.
Durante algún tiempo todos masticaron y luego Atreyu rogó una vez más:
—¡Cuéntanos cómo llegaste hasta nosotros!
—Lo sabes —respondió Bastián—: tú me trajiste hasta la Emperatriz Infantil.
—Quiero decir antes —dijo Atreyu—. En tu mundo, ¿dónde estabas y cómo pasó todo?
Y entonces Bastián contó cómo le había robado el libro al señor Koreander y cómo se había refugiado con él en el desván del colegio y había empezado a leerlo allí. Cuando quiso empezar a contar la Gran Búsqueda de Atreyu, éste hizo un gesto negativo. No parecía interesarle lo que Bastián había leído sobre él. En lugar de ello, le interesaba muchísimo saber más detalles sobre el cómo y el porqué de la visita de Bastián a la tienda del señor Koreander y de su huida al desván del colegio.
Bastián pensó intensamente, pero no encontró ningún dato más en su memoria. Todo lo que se relacionaba con aquello —que había tenido miedo, que era gordo y débil y delicado— lo había olvidado. Sus recuerdos eran fragmentarios y esos fragmentos le parecían tan lejanos y vagos como si no se tratase de él sino de algún otro.
Atreyu le preguntó por otros recuerdos y Bastián habló de los tiempos en que su madre vivía aún, de su padre, de su casa, de su colegio y su ciudad… De todo lo que recordaba todavía.
Los tres caballeros se habían dormido ya y Bastián seguía hablando. Le extrañaba que Atreyu mostrase tanto interés precisamente por lo más corriente. Quizá dependiera de la forma en que Atreyu lo escuchaba el que también a él las cosas más corrientes y cotidianas no le parecieran poco a poco tan corrientes, sino como si encerraran un secreto del que nunca se hubiera dado cuenta.
Finalmente no supo más, no se le ocurrió nada más que contar. Era ya noche avanzada y el fuego se había consumido. Los tres caballeros roncaban suavemente. Atreyu se sentaba con el rostro impasible y parecía sumido en sus reflexiones.
Bastián se estiró, se envolvió en su manto de plata y estaba a punto de dormirse cuando Atreyu dijo suavemente:
—Se debe a ÁURYN.
Bastián apoyó la cabeza en una mano y miró soñoliento a su amigo:
—¿Qué quieres decir?
—El Esplendor —siguió diciendo Atreyu como si hablara consigo mismo— nos produce a nosotros un efecto distinto que a los seres humanos.
—¿De qué lo deduces?
—El Signo te da un gran poder y cumple todos tus deseos, pero al mismo tiempo te quita algo: el recuerdo de tu mundo.
Bastián reflexionó. No notaba que le faltase nada.
—Graógraman me dijo que debía seguir el camino de los deseos si quería encontrar mi Verdadera Voluntad. Y eso es lo que quiere decir la inscripción que hay en ÁURYN. Pero para ello tengo que ir de un deseo a otro. No puedo saltarme ninguno. De otro modo no se puede avanzar en Fantasia, dijo él. Y para eso necesito la Alhaja.
—Sí —dijo Atreyu—, la Alhaja te da el camino pero, al mismo tiempo, te quita la meta.
—Bueno —dijo Bastián despreocupado—. La Hija de la Luna debía de saber lo que se hacía cuando me dio el Signo. Te preocupas sin necesidad, Atreyu. No hay duda de que ÁURYN no es ninguna trampa.
—No —murmuró Atreyu—, tampoco yo lo creo.
Y al cabo de un rato añadió:
—De todas formas, es buena cosa que estemos buscando ya el camino de tu mundo. Porque lo estamos buscando, ¿verdad?
—Claro, claro —respondió Bastián medio dormido ya.
En mitad de la noche se despertó a causa de un ruido extraño. No podía explicarse qué era. El fuego se había apagado y lo rodeaba una oscuridad total. Entonces sintió la mano de Atreyu en el hombro y lo oyó susurrar:
—¿Qué es eso?
—Tampoco yo lo sé —susurró a su vez.
Se arrastraron hasta la entrada de la caverna, de donde venía el ruido, y escucharon con más atención.
Sonaba como un sollozo o llanto sofocado salido de innumerables gargantas. Sin embargo, no tenía nada de humano ni tampoco parecido alguno con los gritos de dolor de los animales. Era como un murmullo general que, a veces, crecía hasta convertirse en un suspiro, como una ola espumeante, y luego disminuía otra vez para volver a crecer al cabo de algún tiempo. Era el sonido más lastimero que Bastián había escuchado jamás.
—¡Si por lo menos se viera algo! —susurró Atreyu.
—¡Espera! —respondió Bastián—. Tengo a Al-Tsahir.
Sacó del bolsillo la piedra luminosa y la levantó. Su luz era suave como la de una vela e iluminaba sólo débilmente la hondonada, pero el resplandor bastó para mostrar a los dos amigos un espectáculo que hizo que, por el horror, se les pusiera carne de gallina.
El valle entero estaba lleno de unos gusanos deformes, de un brazo de largo, cuya piel parecía como si estuvieran envueltos en andrajos y harapos sucios y desgarrados. Entre las arrugas podían sacar algo así como unas extremidades viscosas, semejantes a tentáculos de pulpo. Al extremo del cuerpo de cada uno de aquellos gusanos aparecían entre los harapos dos ojos, unos ojos sin párpados de los que continuamente manaban lágrimas. Ellos mismos y el valle entero estaban húmedos por tal causa.
En el momento en que la luz de Al-Tsahir los iluminó, se inmovilizaron, y entonces se pudo ver lo que hacían. En medio de ellos se levantaba una torre de la más fina filigrana de plata, más preciosa que todos los edificios que Bastián había visto en Amarganz. Muchos de aquellos seres verniculares estaban precisamente trepando a esa torre, para completarla con partes diversas. Ahora, sin embargo, todos se habían quedado inmóviles, mirando la luz de Al-Tsahir.
—¡Ay dolor, dolor! —se oyó como un susurro consternado por el valle—. ¡Nuestra fealdad se ha hecho pública! ¡Ay dolor, dolor! ¿Qué ojos son los que nos han visto? ¡Ay dolor, dolor que nosotros mismos nos hayamos visto! Seas quien fueres, intruso cruel, sé compasivo, ten piedad, ¡y aparta esa luz de nosotros!
Bastián se levantó.
—Soy Bastián Baltasar Bux —dijo—. ¿Quiénes sois vosotros?
—Somos los ayayai —fue el sonido que le llegó—. ¡Los ayayai! ¡Los ayayai! ¡Las criaturas más infelices de Fantasia, eso es lo que somos!
Bastián calló, mirando pasmado a Atreyu, que se puso en pie igualmente y se situó junto a él.
—Entonces —preguntó—, ¿sois vosotros los que habéis construido Amarganz, la ciudad más bella de Fantasia?
—Así es, ay —exclamaron aquellos seres—, pero aparta esa luz de nosotros y no nos mires. ¡Ten compasión!
—¿Y sois vosotros los que habéis llorado Murhu, el Lago de las Lágrimas?
—Señor —gimieron los ayayai—, es tal como tú lo dices. Sin embargo, moriremos de vergüenza y horror de nosotros mismos si nos sigues obligando a permanecer bajo tu luz. ¿Por qué aumentas nuestros padecimientos de una forma tan cruel? Nada te hemos hecho y nunca hemos ofendido a nadie con nuestra vista.
Bastián volvió a meterse en el bolsillo la piedra Al-Tsahir y se hizo una oscuridad total.
—¡Gracias! —exclamaron las voces sollozantes—. ¡Gracias por tu compasión y misericordia, señor!
—Quisiera hablar con vosotros —dijo Bastián—. Quiero ayudaros.
Casi se sentía enfermo de asco y lástima de aquellas criaturas de la desesperación. Le resultaba claro que se trataba de los seres de los que había hablado en su historia sobre el origen de Amarganz pero, como siempre, tampoco esta vez estaba seguro de si habían existido siempre o habían surgido por su causa. En este último caso, él sería, de algún modo, responsable de todo aquel sufrimiento.
Sin embargo, fuera como fuese, estaba decidido a remediar aquella cosa horrible.
—Ay —lloriquearon las voces lastimeras—, ¿quién puede ayudarnos?
—Yo —exclamó Bastián—. Tengo a ÁURYN.
Se hizo de pronto el silencio. El llanto cesó por completo.
—¿De dónde habéis salido tan repentinamente? —preguntó Bastián en la oscuridad.
—Vivimos en las profundidades sin luz de la Tierra —le llegó el murmullo de un coro de muchas voces—, para ocultar nuestro aspecto del sol. Allí lloramos continuamente nuestra existencia y lavamos con nuestras lágrimas la plata indestructible de la roca primitiva, con la que fabricamos la filigrana que has visto. Sólo en las noches más oscuras nos atrevemos a salir a la superficie y esas cavernas son nuestra salida. Aquí arriba montamos lo que hemos preparado abajo. Y precisamente esta noche era suficientemente oscura para evitarnos nuestra propia vista. Por eso estamos aquí. Con nuestro trabajo intentamos desagraviar al mundo por nuestra fealdad y encontramos en ello algún consuelo.
—¡Pero vosotros no podéis evitar ser como sois! —dijo Bastián.
—Hay muchas clases de culpa, ay —respondieron los ayayai—: por acción, por pensamiento… La nuestra es por existir.
—¿Cómo puedo ayudaros? —preguntó Bastián casi llorando de lástima.
—Ay, poderoso benefactor —exclamaron los ayayai—, que llevas a ÁURYN y tienes poder para salvarnos… Sólo te pedimos una cosa: ¡danos otro aspecto!
—¡Lo haré, estad tranquilos, pobres gusanos! —dijo Bastián—. Ahora deseo que durmáis y que, cuando despertéis mañana, salgáis de vuestra envoltura y os convirtáis en mariposas. ¡Seréis de muchos colores y alegres, y podréis reír y divertiros! ¡Desde mañana no os llamaréis ya ayayai, los que siempre lloran, sino schlabuffos, los que ríen siempre!
Bastián escuchó en la oscuridad, pero no se oyó nada más.
—Se han dormido ya —cuchicheó Atreyu.
Los dos amigos volvieron a la caverna. Los caballeros Hýsbald, Hydorn y Hykrion seguían roncando suavemente sin haber notado nada.
Bastián se echó a dormir.
Se sentía contentísimo de sí mismo. Pronto, Fantasia entera sabría la buena acción que acababa de realizar. Y realmente había sido desinteresada, porque nadie podría decir que había deseado algo para sí mismo. La fama de su bondad resplandecería con enorme brillo.
—¿Qué dices a eso, Atreyu? —susurró.
Atreyu calló un momento antes de responder:
—¿Qué te ha costado?
Sólo algo más tarde, cuando Atreyu dormía ya, comprendió Bastián que su amigo había aludido a sus olvidos y no a su abnegación. Pero no pensó más en ello y se durmió con un alegre presentimiento.
A la mañana siguiente lo despertaron las ruidosas exclamaciones de asombro de los tres caballeros:
—¡Mirad!… ¡Por mi vida! ¡Hasta mi jamelgo se ríe!
Bastián vio que estaban a la entrada de la caverna y que Atreyu estaba con ellos. Era el único que no se reía. Bastián se levantó y se les unió.
Por todo el valle gateaban, daban volteretas y revoloteaban las figuritas más extrañas que había visto nunca. Todas tenían en la espalda alas de polilla coloreadas e iban vestidas con toda clase de trapos a cuadros, a rayas, con círculos o de lunares, pero cada traje parecía ser demasiado estrecho o demasiado ancho, demasiado grande o demasiado pequeño y, por decirlo así, haber sido cosido al azar. Nada hacía juego con nada y por todas partes, hasta en las alas, tenían parches. Ninguno de aquellos seres se parecía a los otros, sus rostros eran de colores como los de los payasos, tenían narices redondas y coloradas o narizotas ridículas y bocas exageradas. Algunos llevaban sombreros de copa de todos los colores, otros gorros puntiagudos, unos sólo tenían tres moños de color tomate en lo alto de la cabeza y otros lucían calvas relucientes. La mayor parte de ellos se sentaban en la delicada torre de preciosa filigrana de plata o colgaban de ella, daban volteretas encima, brincaban sobre ella e intentaban destrozarla.
Bastián corrió afuera:
—¡Eh, vosotros! —gritó—. ¡Parad inmediatamente! ¡No podéis hacer eso!
Los seres se detuvieron y lo miraron desde lo alto. Uno, que estaba arriba del todo, preguntó:
—¿Qué ha dicho?
Y otro le gritó desde abajo:
—El sujeto dice que no podemos hacer eso.
—¿Por qué dice que no podemos hacerlo? —preguntó un tercero.
—¡Porque no! —gritó Bastián—. ¡No podéis romperlo todo!
—El sujeto dice que no podemos romperlo todo —comunicó la primera polilla-payaso a las otras.
—Claro que podemos —respondió otra, rompiendo un gran pedazo de la torre.
La primera volvió a gritarle a Bastián desde arriba, dando saltos al mismo tiempo como una loca:
—¡Claro que podemos!
La torre se balanceó y comenzó a crujir peligrosamente.
—¡Pero qué hacéis! —gritó Bastián.
Estaba furioso y asustado, pero no sabía cómo actuar, porque aquellos seres eran realmente extraños.
—El sujeto —dijo la primera polilla volviéndose otra vez a sus compañeras— pregunta que qué hacemos.
—Es verdad, ¿qué hacemos? —quiso saber otra.
—Nos divertimos —declaró una tercera.
Entonces, todas las que había por los alrededores prorrumpieron en enormes risas y resoplidos.
—¡Nos divertimos! —le gritó desde arriba a Bastián la primera polilla, atragantándose casi de risa.
—¡Pero la torre se derrumbará si no paráis! —gritó Bastián.
—El sujeto —comunicó la primera polilla a las otras— cree que la torre se derrumbará.
—¿Y qué? —dijo otra.
Y la primera gritó desde arriba:
—¿Y qué?
Bastián estaba sin habla y, antes de que hubiera podido encontrar algo apropiado que decir, todas las polillas-payaso que colgaban de la torre comenzaron de pronto a formar en el aire una especie de corro, pero no agarrándose de la mano, sino unas de las piernas y otras del cuello; muchas daban vueltas de cabeza y todas gritaban y reían.
Lo que aquellos tipejos alados hacían era tan cómico y divertido que en contra de su voluntad, Bastián tuvo que reírse también.
—¡No podéis hacer eso! —exclamó—. ¡Es obra de los ayayai!
—El sujeto —dijo otra vez la primera polilla-payaso volviéndose a sus compinches— dice que no podemos hacer eso.
—Podemos hacerlo todo —gritó otra dando una zapateta en el aire—, todo lo que no nos está prohibido. ¿Y quién nos prohíbe nada? Somos los schlabuffos.
—¿Quién nos prohíbe nada? —exclamaron a coro todas las polillas-payaso—. ¡Somos los schlabuffos!
—¡Yo! —respondió Bastián.
—El sujeto —dijo la primera polilla a las otras— dice que yo.
—¿Cómo que tú? —preguntaron las otras—. Tú no eres quién para decirnos nada.
—¡Yo no! —explicó la primera—. El sujeto dice que él.
—¿Por qué dice el sujeto que él? —quisieron saber las otras—. ¿Y quién es ese él?
—¿Quién es ese él? —gritó desde arriba la primera polilla.
—Yo no he dicho él —grito Bastián medio enfadado y medio riéndose—. He dicho que os prohíbo echar abajo la torre.
—Nos prohíbe echar abajo la torre —explicó la primera polilla a las otras.
—¿Quién? —preguntó una recién llegada.
—El sujeto —contestaron las otras.
Y la recién llegada dijo:
—Yo no conozco al sujeto. ¿Quién es?
La primera gritó:
—¡Eh, sujeto! ¿Quién eres?
—¡No soy ningún sujeto! —gritó Bastián, bastante furioso ahora—. Soy Bastián Baltasar Bux y he hecho schlabuffos de vosotras para que no lloréis ni os lamentéis más. Esta noche erais todavía unos infelices ayayai. ¡Podríais tratar a vuestro benefactor con un poco más de respeto!
Todas las polillas-payaso dejaron al mismo tiempo de saltar y bailar y volvieron sus miradas hacia Bastián. Reinó de pronto un silencio sofocado.
—¿Qué ha dicho el sujeto? —susurró una polilla que estaba más lejos, pero la que estaba a su lado le dio un golpe en el gorro, que se le hundió hasta las orejas. Todas las demás hicieron—: ¡Pst!
—¿Quieres repetir eso lenta y detenidamente? —pidió la primera polilla de forma marcadamente cortés.
—¡Soy vuestro benefactor! —exclamó Bastián.
Entonces se produjo una excitación realmente ridícula entre las polillas-payaso; cada una se lo decía a otra y finalmente todas las innumerables figuras que hasta entonces estaban repartidas por el valle bulleron y revolotearon aglomerándose en torno a Bastián, mientras se gritaban mutuamente:
—¿Habéis oído? ¿Habéis comprendido? ¡Es nuestro fenebactor! ¡Nastibán Baltibux! ¡No, Buxián Fanebector! ¡Qué va! ¡Sarafac Buxibén! ¡No, Baldrián Fix! ¡Tux! ¡Babeltrán Bacfenetor! ¡Nix! ¡Flax! ¡Trix!
Todas parecían fuera de sí de entusiasmo. Se daban mutuamente la mano, se saludaban con el sombrero y se golpeaban las espaldas y los estómagos, levantando grandes nubes de polvo.
—¡Qué potra tenemos! —gritaban—. ¡Viva Buxfactor Sanidad Baxtibén!
Y sin dejar de gritar y reír, todo el enorme enjambre se dispersó en las alturas formando remolinos. El ruido se perdió a lo lejos.
Bastián se quedó allí, sin saber casi cómo se llamaba de verdad.
No estaba tan seguro ya de haber hecho una buena obra.