odas las flores y hojas de las orquídeas
centelleaban de rocío al primer sol de la mañana cuando la caravana
se puso de nuevo en marcha. Durante la noche no había ocurrido
nada, salvo que se habían unido a los anteriores otros emisarios
más, de forma que el tropel se componía ya de unos trescientos.
Realmente era un espectáculo que valía la pena contemplar el de
aquella comitiva de seres tan diversos.
Cuanto más se adentraban en el bosque de orquídeas, más formas y colores increíbles adoptaban las flores. Y pronto comprobaron los caballeros Hykrion, Hýsbald y Hydorn que la impresión inquietante que les había inducido a poner centinelas no había sido totalmente injustificada. En efecto, muchas de aquellas plantas eran carnívoras, y suficientemente grandes para tragarse un ternero. Verdad era que no se movían por sí solas —en ese sentido, los centinelas habían sido innecesarios—, pero cuando se las tocaba se cerraban como grilletes de acero. Y alguna vez tuvieron que hacer uso los caballeros de sus espadas para liberar el brazo o el pie de algún compañero de viaje o a su cabalgadura, cortando la flor entera y despedazándola.
Bastián, que cabalgaba sobre Yicha, se veía constantemente rodeado de todos los seres imaginables de Fantasia, que intentaban llamar su atención o, por los menos, echarle una ojeada. Pero él cabalgaba en silencio y con rostro impenetrable. Se le había despertado de nuevo un deseo y, por primera vez, era un deseo que lo hacía parecer inabordable y hasta sombrío.
Lo que más le molestaba en el comportamiento de Atreyu y de Fújur, a pesar de la reconciliación, era el hecho incontestable de que lo trataban como a un niño incapaz, del que se sentían responsables y al que tenían que proteger y dirigir. Pensándolo bien, había sido así desde el primer día de su convivencia. ¿Por qué actuaban de ese modo? Evidentemente, se sentían superiores a él por alguna razón… aunque sus intenciones fueran buenas. Sin duda, Atreyu y Fújur lo consideraban un muchacho indefenso, necesitado de protección. ¡Y a eso Bastián no estaba dispuesto, no estaba dispuesto en absoluto! ¡No era un muchacho inofensivo! ¡Ya verían! Bastián quería ser peligroso, ¡peligroso y temido! Alguien de quien todo el mundo tuviera que guardarse… incluidos Fújur y Atreyu.
El yinni azul —que, por cierto, se llamaba Illuán— se abrió paso entre la aglomeración de personas que rodeaban a Bastián y se inclinó ante él, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Bastián se detuvo.
—¿Qué pasa, Illuán? ¡Habla!
—Señor —dijo el yinni con su voz de águila—, he oído decir algo a nuestros compañeros de viaje recién llegados. Algunos de ellos pretenden conocer esta comarca y saber hacia donde nos dirigimos. Y todos ellos tiemblan de miedo, señor.
—¿Por qué? ¿Qué comarca es ésta?
—Este bosque de orquídeas carnívoras, señor, se llama el Jardín de Oglais y pertenece al castillo encantado de Hórok, llamado también la Mano Vidente. En él vive la maga más poderosa y perversa de toda Fantasia. Su nombre es Xayide.
—Está bien —respondió Bastián—, diles a los miedosos que se tranquilicen. Estoy yo con ellos.
Illuán se inclinó otra vez y se alejó.
Poco después aterrizaron junto a Bastián Fújur y Atreyu, que se habían adelantado volando. La expedición estaba precisamente en la pausa del mediodía.
—No sé qué pensar —comenzó a decir Atreyu—. A tres o cuatro horas de camino he visto, en medio del bosque de orquídeas, una construcción que parece una gran mano que saliera del suelo. Produce una impresión bastante siniestra. Si seguimos andando en la misma dirección que hasta ahora, iremos a dar con ella.
Bastián le informó de lo que, entretanto, sabía por Illuán.
—En ese caso —opinó Atreyu—, sería más sensato cambiar de dirección, ¿no crees?
—No —dijo Bastián.
—No hay ninguna razón que nos obligue a encontrarnos con Xayide. Sería mejor evitar ese encuentro.
—Hay una —dijo Bastián.
—¿Cuál?
—Que yo lo quiero —dijo Bastián.
Atreyu calló, mirándolo con ojos muy abiertos. Como por todas partes se arremolinaban los fantasios para ver a Bastián, la conversación no siguió.
Pero, después de la comida, Atreyu volvió y le propuso a Bastián, en tono aparentemente despreocupado:
—¿No te apetecería dar un vuelo conmigo en Fújur?
Bastián comprendió que a Atreyu le preocupaba algo. Se subieron a las espaldas del dragón, Atreyu delante y Bastián detrás y se elevaron por los aires. Era la primera vez que volaban juntos.
Apenas estuvieron fuera del alcance de la voz, Atreyu dijo:
—Resulta difícil ahora hablar a solas contigo. Pero tenemos que hablar sin falta, Bastián.
—Eso pensaba —respondió Bastián sonriendo—. ¿Qué pasa?
—El sitio al que hemos llegado y al que nos dirigimos… —comenzó Atreyu titubeante—, ¿tiene algo que ver con algún deseo tuyo?
—Probablemente —repuso Bastián de forma un tanto fría.
—Sí —continuó Atreyu—, eso es lo que pensábamos Fújur y yo. ¿Qué deseo es ése?
Bastián guardó silencio.
—No me entiendas mal —añadió Atreyu—, no es que tengamos miedo de nada ni de nadie. Pero, como amigos tuyos, nos preocupamos.
—No hace ninguna falta que os preocupéis —replicó Bastián todavía más fríamente.
Atreyu guardó silencio largo rato. Finalmente, Fújur volvió la cabeza hacia ellos y dijo:
—Atreyu tiene una propuesta muy sensata que hacerte y que deberías escuchar, Bastián Baltasar Bux.
—¿Otro consejito? —preguntó Bastián con sonrisa de burla.
—No, no es ningún consejo, Bastián —respondió Atreyu—, sino una propuesta que quizá no te guste a primera vista. Sin embargo, debes pensar en ella antes de rechazarla. Nos hemos roto la cabeza todo el tiempo pensando en cómo ayudarte. Todo se debe al efecto que tiene en ti el signo de la Emperatriz Infantil. Sin el poder de ÁURYN no puedes seguir deseando cosas, pero con ese poder te pierdes a ti mismo y cada vez recuerdas menos hacia dónde te diriges. Si no hacemos nada, llegará el momento en que ya no lo sabrás.
—De eso hemos hablado ya —dijo Bastián—, ¿y qué más?
—Cuando yo llevaba la Alhaja —continuó Atreyu— todo era distinto. A mí me guiaba pero no me quitaba nada. Quizá porque no soy un ser humano y, por ello, no tengo ningún recuerdo del mundo de los seres humanos que perder. Quiero decir que no me perjudicó; al contrario. Y por eso quería proponerte que me dieras a ÁURYN y confiaras simplemente en mi dirección. Yo te buscaré el camino. ¿Qué te parece?
—Propuesta rechazada —dijo Bastián fríamente.
Fújur volvió otra vez la cabeza.
—¿No quieres pensarla un momento al menos?
—No —respondió Bastián—, ¿para qué?
Entonces, por primera vez, Atreyu se encolerizó.
—¡Bastián, vuelve en ti! ¡Tienes que comprender que no puedes continuar así! ¿No te das cuenta de que has cambiado por completo? ¿Qué tienes que ver ya contigo mismo? ¿Y en qué te convertirás aún?
—¡Gracias —dijo Bastián—, muchas gracias por ocuparos constantemente de mis asuntos! Pero, a decir verdad, preferiría mucho más que me dejarais en paz de una vez. Soy yo (en el caso de que lo hayáis olvidado), yo quien salvó a Fantasia; soy yo a quien la Hija de la Luna ha confiado su poder. Y alguna razón debe de haber tenido para ello, porque si no hubiera podido dejarte a ÁURYN a ti, Atreyu. Sin embargo, ¡te quitó el Signo y me lo dio a mí! ¿Dices que he cambiado? Sí, mi querido Atreyu, ¡en eso puede que tengas razón! ¡No soy ya el bobo inofensivo y despistado que vosotros veis en mí! ¿Quieres que te diga por qué quieres realmente que te dé a ÁURYN? Porque, sencillamente, estás celoso de mí, nada más que celoso. Todavía no me conocéis, pero si seguís así (os lo digo una vez más por las buenas) ¡me vais a conocer!
Atreyu no respondió. El vuelo de Fújur había perdido de pronto toda su fuerza; el dragón se deslizaba fatigosamente por el aire, hundiéndose cada vez más, como un pájaro herido.
—Bastián —pudo decir finalmente Atreyu con dificultad—, lo que acabas de decir no puedes pensarlo de veras. Vamos a olvidarlo. No has dicho nada.
—Está bien —respondió Bastián—, como quieras. No he sido yo quien ha empezado. Pero por mí que no quede: borrón y cuenta nueva.
Durante un rato nadie dijo palabra.
En la lejanía surgió ante ellos, del bosque de orquídeas, el castillo de Hórok. Parecía realmente una mano gigantesca con los cinco dedos extendidos.
—Pero quisiera dejar una cosa en claro de una vez por todas —dijo Bastián súbitamente—: he decidido no volver. Me quedaré en Fantasia para siempre. Me gusta mucho. Y por eso no me cuesta ningún trabajo renunciar a mis recuerdos. Y, en lo que se refiere al futuro de Fantasia, puedo darle a la Emperatriz Infantil otros mil nombres. ¡No necesitamos al mundo de los seres humanos!
Fújur dio de repente un brusco giro y voló de regreso.
—¡Eh! —exclamó Bastián—. ¿Qué haces? ¡Sigue adelante! ¡Quiero ver Hórok de cerca!
—No puedo más —respondió Fújur con la voz rota—. Realmente no puedo más.
Cuando, más tarde, aterrizaron junto a la caravana, encontraron a sus compañeros de viaje muy excitados. Resultó que la comitiva había sido atacada por una banda de unos cincuenta tipos muy fuertes que llevaban corazas o armaduras negras como insectos. Muchos de los compañeros de viaje habían huido y sólo entonces volvían, solos o en grupos; otros se habían defendido valientemente con las armas, sin lograr, sin embargo, nada. Aquellos gigantes acorazados habían aniquilado toda resistencia como si fuera un juego de niños. Los tres caballeros Hykrion, Hýsbald y Hydorn se habían batido heroicamente, sin conseguir, no obstante, vencer a uno solo de sus contrarios. Por fin, dominados por fuerzas superiores, habían sido desarmados, cargados de cadenas y llevados a rastras. Uno de los negros acorazados había gritado con voz extrañamente metálica lo siguiente:
«Éste es el mensaje de Xayide, señora del castillo de Hórok, a Bastián Baltasar Bux. Ella exige que el Salvador se le rinda sin condiciones y jure servirla como fiel esclavo con todo lo que es, posee y sabe. Si no estuviera dispuesto a ello y quisiera, con cualquier artimaña, contrariar la voluntad de Xayide, sus tres amigos, Hykrion, Hýsbald y Hydorn, morirán en el tormento, una muerte lenta, ignominiosa y atroz. Habrá de decidirse rápidamente, porque el plazo acabará mañana al salir el sol. Éste es el mensaje de Xayide, señora del castillo de Hórok, a Bastián Baltasar Bux. Ha sido transmitido».
Bastián se mordió los labios. Atreyu y Fújur miraban fijamente ante sí, pero Bastián sabía exactamente lo que pensaban. Y precisamente el hecho de que no dijeran nada lo irritó más aún interiormente. Pero no era aquél el momento oportuno para hablar de ello. Más adelante encontraría oportunidad adecuada.
—No me voy a someter de ningún modo a esa coacción de Xayide, eso está claro —dijo en voz alta a los que le rodeaban—; debemos elaborar enseguida un plan para liberar rápidamente a los tres prisioneros.
—No será fácil —opinó Illuán, el yinni azul de pico de águila—: a esos tipos negros no los podemos dominar entre todos, eso se ha visto ya. E incluso aunque tú, señor, y Atreyu y su dragón de la suerte luchéis a nuestro frente, pasará demasiado tiempo hasta que lleguemos al castillo de Hórok. La vida de los tres caballeros está en manos de Xayide y, en cuanto vea que atacamos, los matará. Eso me parece indudable.
—Entonces no debe notar nada —declaró Bastián—. Tenemos que sorprenderla.
—¿Cómo? —preguntó un troll de cuatro cuartos, que había vuelto hacia adelante su rostro colérico, lo que le daba un aspecto bastante terrible—. Xayide es muy astuta y estará preparada para toda eventualidad.
—Eso me temo también —dijo el príncipe gnomo—. Somos demasiados para que no nos vea si nos acercamos al castillo de Hórok. Una expedición así no puede esconderse, ni siquiera de noche. Sin duda, Xayide habrá apostado centinelas.
—Entonces —reflexionó Bastián—, podemos servirnos precisamente de eso para engañarla.
—¿Qué quieres decir, señor?
—Tendréis que continuar con toda la caravana en otra dirección, de forma que parezca que huis, como si hubierais renunciado a liberar a los tres prisioneros.
—¿Y qué será de ellos?
—Yo me ocuparé de ellos, con Atreyu y Fújur.
—¿Los tres solos?
—Sí —dijo Bastián—. Naturalmente, si Atreyu y Fújur me apoyan. Si no, lo haré yo solo.
Le dirigieron miradas de asombro. En susurros, los que estaban cerca se lo contaron a los que no habían podido oírlo.
—Eso, señor —exclamó finalmente el yinni azul—, pasará a la historia de Fantasia, tanto si vences como si no.
—¿Venís conmigo? —dijo Bastián volviéndose a Atreyu y Fújur—. ¿O tenéis quizá otra de vuestras propuestas?
—No —dijo Atreyu suavemente—, vamos contigo.
—Entonces —ordenó Bastián—, la comitiva debe ponerse en marcha ahora, mientras aún es de día. Tenéis que dar la impresión de que huís, de manera que ¡apresuraos! Nosotros esperaremos aquí en la oscuridad. Mañana por la mañana nos reuniremos de nuevo con vosotros llevando a los tres caballeros… o no nos reuniremos nunca. ¡Idos ahora!
Los compañeros de viaje se inclinaron en silencio ante Bastián y se pusieron en camino. Bastián, Atreyu y Fújur se ocultaron en la maleza de las orquídeas y aguardaron la noche, inmóviles y silenciosos.
Cuando la noche cayó, oyeron de pronto un leve tintineo y vieron a cinco de los gigantescos sujetos negros entrar en el campamento abandonado. Se movían de una forma peculiarmente mecánica, exactamente del mismo modo. Todo en ellos parecía ser de metal negro; hasta sus rostros eran máscaras de hierro. Se detuvieron al mismo tiempo, se volvieron hacia la dirección en que la caravana había desaparecido y siguieron su rastro marcando el paso, sin haber cambiado una sola palabra entre ellos. Luego se hizo otra vez el silencio.
—El plan parece funcionar —susurró Bastián.
—Sólo eran cinco —contestó Atreyu—. ¿Dónde están los otros?
—Sin duda esos cinco los llamarán de algún modo —dijo Bastián.
Cuando finalmente se hizo por completo de noche, se arrastraron con cuidado fuera de su escondite, y Fújur se elevó silenciosamente en el aire con sus dos jinetes. Voló lo más bajo posible sobre las copas del bosque de orquídeas, para no ser descubierto. En principio, la dirección era clara: la misma que habían seguido aquella tarde. Sin embargo, cuando habían planeado velozmente hacia allí durante un cuarto de hora aproximadamente, se planteó el problema de si podrían encontrar el castillo de Hórok y cómo. Las tinieblas eran impenetrables. No obstante, pocos minutos después vieron surgir ante ellos el castillo. Sus mil ventanas estaban resplandecientemente iluminadas. A Xayide parecía gustarle que la vieran. De todos modos, era explicable porque aguardaba la visita de Bastián, aunque de otra forma.
Fújur se deslizó con precaución hasta el suelo, entre las orquídeas, porque su piel de escamas de color blanco madreperla centelleaba y reflejaba la luz. Y de momento no debían ser vistos.
Al abrigo de las plantas se aproximaron al castillo. Ante la gran puerta de entrada montaban guardia diez de los gigantes blindados. Y junto a cada una de las ventanas claramente iluminadas había uno de ellos, negro e inmóvil, como una sombra amenazadora.
El castillo de Hórok se alzaba sobre una pequeña elevación, libre de vegetación de orquídeas. La forma del edificio era realmente la de una mano gigante que saliera de la tierra. Cada uno de sus dedos era una torre y el pulgar un bastión sobre el que, a su vez, se levantaba una torre. El conjunto tenía una altura de muchos pisos, en el que cada falange formaba uno, y las ventanas tenían la forma de ojos luminosos que observasen el país hacia todos los lados. Con razón lo llamaban la Mano Vidente.
—Tenemos que descubrir dónde están los prisioneros —le susurró Bastián a Atreyu.
Atreyu asintió y le indicó a Bastián que estuviera callado y permaneciera junto a Fújur. Luego, sin hacer el más mínimo ruido, se fue, arrastrándose sobre el vientre. Pasó mucho rato antes de que volviera.
—He rastreado alrededor del castillo —cuchicheó— y sólo existe esa entrada. Pero está demasiado bien guardada. Únicamente arriba del todo, en la punta del dedo medio, he podido descubrir una claraboya en la que no parece haber ninguno de esos gigantes acorazados. Pero si volamos hasta ella con Fújur nos verán irremisiblemente. Los prisioneros están probablemente en el sótano. En cualquier caso, he oído un grito de dolor que venía de gran profundidad.
Bastián pensaba intensamente. Luego susurró:
—Intentaré llegar hasta la claraboya. Tú y Fújur tenéis que distraer entretanto a los centinelas. Haced algo para que crean que vamos a atacar la puerta de entrada. Tenéis que atraerlos a todos hacia aquí. Pero sólo atraerlos, ¿comprendes? ¡No pelees con ellos! Yo, entretanto, intentaré trepar por la mano desde atrás. Entretén a los tipos tanto tiempo como puedas. ¡Pero sin correr riesgos! Dame unos minutos antes de empezar.
Atreyu asintió y le estrechó la mano. Luego Bastián se quitó el manto de plata y se deslizó a través de la oscuridad. Se arrastró describiendo un gran semicírculo alrededor del edificio. Apenas había llegado a la parte trasera cuando oyó a Atreyu gritar:
—¡Eh! ¿Sabéis quién es Bastián Baltasar Bux, el Salvador de Fantasia? He venido, pero no para pedir misericordia a Xayide sino para daros una oportunidad de soltar a los prisioneros voluntariamente. Con esa condición, ¡podréis conservar vuestra vida ignominiosa!
Bastián podía atisbar aún desde la maleza, por una esquina del castillo. Atreyu se había puesto el manto de plata y había deshecho su cabello negro azulado como si fuera un turbante. Para alguien que no los conociera bien, podía haber realmente cierto parecido entre los dos.
Los negros gigantes blindados parecieron indecisos un momento. Pero sólo un momento. Luego se precipitaron hacia Atreyu y se oyeron sus pesados pasos metálicos. También las sombras de las ventanas se pusieron en movimiento, dejando sus puestos para ver qué pasaba. Otros se arremolinaron en gran número en la puerta de entrada. Cuando los primeros habían llegado casi hasta Atreyu, él se les escurrió como una comadreja y, un momento después, apareció, sentado sobre Fújur, sobre sus cabezas. Los gigantes blindados agitaron sus espadas en el aire, dando saltos, pero no pudieron alcanzarlos.
Bastián corrió con la velocidad del rayo hacia el castillo y comenzó a trepar por la fachada. En algunos sitios lo ayudaban las molduras de las ventanas y los salientes del muro, pero normalmente sólo podía sujetarse con la punta de los dedos. Trepó cada vez más alto; una vez se desprendió un pedazo de muro en el que había afirmado un pie y, durante unos segundos, se quedó colgando sólo de una mano, pero se izó, consiguió encontrar un asidero para la otra mano y siguió subiendo. Cuando por fin alcanzó las torres avanzó más rápidamente, porque la distancia entre ellas era tan escasa que podía acuñarse entre sus paredes y, de esa forma, ir subiendo.
Finalmente alcanzó la claraboya y se deslizó por ella. Efectivamente, en aquella habitación de la torre no había ningún centinela, no se sabe por qué. Abrió la puerta y vio ante él una escalera de caracol muy retorcida. Sin hacer ruido comenzó el descenso. Cuando llegó una planta más abajo, vio a dos centinelas negros junto a una ventana, observando en silencio lo que ocurría. Consiguió deslizarse por detrás de ellos sin que lo vieran.
Siguió andando sin ruido por otras escaleras y atravesando puertas y corredores. Una cosa era indudable: los gigantes acorazados podrían ser invencibles en la lucha pero como centinelas no valían gran cosa.
Por fin llegó a la planta del sótano. Lo notó enseguida por el fuerte olor a moho y el frío que subieron a su encuentro. Afortunadamente, todos los centinelas de allí habían corrido arriba, al parecer, para capturar al supuesto Bastián Baltasar Bux. En cualquier caso, no se veía a ninguno. Había antorchas en las paredes que iluminaban su camino. Cada vez descendía más. A Bastián le pareció que bajo tierra había tantos pisos como sobre ella. Finalmente llegó al más bajo y entonces vio también la mazmorra en donde Hykrion, Hýsbald y Hydorn se consumían. El espectáculo era lastimoso.
Colgaban en el aire de largas cadenas de hierro, sujetos por los grilletes de sus muñecas, sobre una fosa que parecía un pozo negro sin fondo. Las cadenas pasaban por unas poleas que había en el techo de la mazmorra hasta un torno, pero éste estaba sujeto con un gran cerrojo de acero y no se podía mover. Bastián se quedó desconcertado.
Los tres cautivos tenían los ojos cerrados, como si estuvieran sin conocimiento, pero entonces Hydorn, el duro, abrió el izquierdo y murmuró con labios resecos:
—¡Eh, amigos, mirad quién ha venido!
Los otros dos abrieron también penosamente los párpados y, cuando vieron a Bastián, una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Sabíamos que no nos dejarías en la estacada, señor —graznó Hykrion.
—¿Cómo puedo bajaros de ahí? —preguntó Bastián—. El torno está cerrado con cerrojo.
—Coged vuestra espada —exclamó Hýsbald— y cortad simplemente las cadenas.
—¿Para que nos caigamos al abismo? —preguntó Hykrion—. No me parece una idea muy buena.
—Además, tampoco puedo desenvainarla —dijo Bastián—. Sikanda debe saltarme a la mano por sí sola.
—Hmmm —gruñó Hydorn—, eso es lo malo de las espadas mágicas. Cuando se las necesita son caprichosas.
—¡Eh! —cuchicheó de repente Hýsbald—. El torno tenía una llave. ¿Dónde diablos la habrán metido?
—En algún lado había una losa suelta —dijo Hykrion—. No lo pude ver muy bien cuando me izaron hasta aquí.
Bastián aguzó la vista. La luz era escasa y vacilante, pero después de ir de un lado a otro descubrió una losa de piedra en el suelo, que sobresalía un poco. La levantó con cuidado y allí, efectivamente, estaba la llave.
Entonces pudo abrir y quitar del torno el gran cerrojo. Lentamente comenzó a hacer girar el torno, que crujía y gemía tan fuerte que, sin duda, debía de oírse en los sótanos superiores. Si los gigantes blindados no eran completamente sordos, debían de estar ya sobre aviso. Pero de nada valía detenerse ahora. Bastián siguió dando vueltas al torno hasta que los tres caballeros flotaron a la altura del borde, sobre el agujero. Ellos comenzaron a balancearse de un lado a otro y, finalmente, tocaron con los pies suelo firme. Cuando esto ocurrió Bastián los soltó del todo. Cayeron al suelo, agotados, quedándose donde estaban. Y con las gruesas cadenas colgando aún de las muñecas.
Bastián no lo pensó mucho, porque se oían pesados pasos metálicos que bajaban por los escalones de piedra del sótano, primero aislados y luego cada vez más numerosos. Llegaban los centinelas. Sus armaduras relucían como corazas de enormes insectos a la luz de las antorchas. Levantaron sus espadas, todos con idéntico movimiento, y atacaron a Bastián, que se había quedado junto a la estrecha entrada de la mazmorra.
Y entonces, por fin, Sikanda saltó de su funda roñosa y se colocó en su mano. Como un rayo, la luminosa hoja de la espada arremetió contra los primeros gigantes blindados y, antes de que el propio Bastián hubiera comprendido muy bien lo que ocurría, los había hecho pedazos. Y entonces vieron lo que aquellos tipos tenían dentro: estaban huecos; sólo consistían en corazas que se movían solas, y en su interior no había nada, únicamente el vacío.
La posición de Bastián era buena; porque por la estrecha puerta del calabozo sólo se le podían aproximar de uno en uno, y de uno en uno los iba haciendo Sikanda pedazos. Pronto yacieron en montones en el suelo, como negras cáscaras de huevo de algún ave gigantesca. Después de haber sido despedazados unos veinte, los restantes parecieron concebir otro plan. Se retiraron, evidentemente para esperar a Bastián en otro lugar más ventajoso para ellos.
Bastián aprovechó la oportunidad para cortar rápidamente las cadenas que sujetaban las muñecas de los tres caballeros con la hoja de Sikanda. Hykrion y Hydorn se pusieron en pie pesadamente e intentaron desenvainar sus propias espadas —que, curiosamente, no les habían quitado— para apoyar a Bastián, pero tenían las manos insensibles después de haber estado tanto tiempo colgados y no les obedecían. Hýsbald, el más delicado de los tres, ni siquiera estaba en condiciones de ponerse en pie por sí mismo. Sus compañeros tuvieron que sostenerlo.
—No os preocupéis —dijo Bastián—. Sikanda no necesita apoyo. Quedaos detrás de mí y no me creéis más dificultades tratando de ayudarme.
Salieron del calabozo, subieron lentamente la escalera, llegaron a una gran estancia, parecida a un salón y de pronto se extinguieron todas las antorchas. Pero Sikanda lucía esplendorosamente.
Otra vez oyeron acercarse los pesados pasos metálicos de muchos gigantes acorazados.
—¡Deprisa! —dijo Bastián—. Volved a la escalera. ¡Yo me defenderé aquí!
No pudo ver si los tres obedecían su orden ni tampoco tuvo tiempo de comprobarlo, porque Sikanda empezaba ya a bailarle en la mano. Y la luz fuerte y blanca que salía de ella iluminaba el salón como si fuera de día. Aunque los atacantes lo alejaron de la entrada de la escalera para poder atacarlo por todos los lados, Bastián no fue rozado siquiera por ninguno de sus formidables golpes. Sikanda remolineaba tan aprisa a su alrededor que parecía cientos de espadas imposibles de distinguir entre sí. Y finalmente Bastián quedó de pie en un campo de ruinas hecho de corazas negras destrozadas. Nada se movía ya.
—¡Venid! —les gritó a sus compañeros.
Los tres caballeros salieron por la entrada de la escalera y abrieron mucho los ojos.
—Una cosa así —dijo Hykrion mientras le temblaba el bigote— no la he visto en mi vida. ¡A fe mía!
—Se lo contaré a mis nietos —tartamudeó Hýsbald.
—Y, desgraciadamente, no se lo creerán —añadió Hydorn con tristeza.
Bastián permanecía indeciso con la espada en la mano pero, de repente, Sikanda volvió a su funda.
—Parece haber pasado el peligro —dijo Bastián.
—Por lo menos, el que puede vencerse con una espada —opinó Hydorn—. ¿Qué hacemos ahora?
—Ahora —respondió Bastián— quisiera conocer personalmente a Xayide. Tengo que decirle un par de cosas.
Los cuatro subieron las escaleras de los sótanos hasta que llegaron a la planta que estaba al nivel del suelo. Allí, en una especie de vestíbulo de entrada, los aguardaban Atreyu y Fújur.
—¡Lo habéis hecho muy bien los dos! —dijo Bastián dándole palmadas en la espalda a Atreyu.
—¿Qué ha pasado con los gigantes blindados? —quiso saber Atreyu.
—¡Eran cáscaras vacías! —respondió Bastián despreocupadamente—. ¿Dónde está Xayide?
—Arriba, en el salón encantado —repuso Atreyu.
—¡Venid! —dijo Bastián. Se puso otra vez el manto de plata que Atreyu le tendía. Luego subieron todos la ancha escalera de piedra hasta las plantas superiores. Incluso Fújur fue también con ellos.
Cuando Bastián, seguido de su gente, entró en el gran salón encantado, Xayide se levantó de su trono de coral rojo. Era mucho más alta que Bastián y muy hermosa. Vestía una larga túnica de seda violeta, sus cabellos eran rojos como el fuego y los llevaba recogidos en un extraño peinado de trenzas y coletas. Su rostro era pálido como el mármol y pálidas eran sus manos largas y delgadas. Su mirada era extraña y turbadora, y Bastián necesitó algún tiempo para comprender a qué se debía: tenía dos ojos distintos, uno verde y otro rojo. Parecía tener miedo de Bastián, porque temblaba. Bastián desafió su mirada y ella bajó sus largas pestañas.
La habitación estaba llena de toda clase de extraños objetos, cuya finalidad no podía adivinarse, grandes esferas con imágenes pintadas, relojes siderales y péndulos que colgaban del techo. Entre ellos había preciosos pebeteros, de los que brotaban nubes espesas de distintos colores que, como una niebla, flotaban sobre el suelo.
Bastián no había dicho nada hasta entonces. Y aquello pareció hacer perder la serenidad a Xayide, que repentinamente corrió a sus pies y se postró ante él. Luego cogió uno de los pies de Bastián y lo puso sobre su cabeza.
—Señor y maestro —dijo con voz profunda y aterciopelada y, de un modo impreciso, oscura—, nadie puede oponerse a ti en Fantasia. Eres más poderoso que todos los poderosos y más peligroso que todos los demonios. Si te place vengarte de mí porque fui suficientemente necia para no comprender tu grandeza, puedes aplastarme con tu pie. He merecido tu cólera. Sin embargo, si quieres demostrar la generosidad que te ha dado fama, incluso con un ser tan indigno como yo, permite que me someta a ti como esclava obediente y prometa servirte con todo lo que soy, poseo y sé. Enséñame a hacer lo que creas conveniente y seré tu discípula humilde, obedeciendo cada gesto de tus ojos. Me arrepiento de lo que quise hacer contigo e imploro tu compasión.
—¡Levántate, Xayide! —dijo Bastián.
Había estado furioso con ella, pero el discurso de la hechicera le había gustado. Si realmente sólo había actuado así por no saber quién era él y si de verdad estaba tan amargamente arrepentida, hubiera sido indigno por su parte castigarla. Y, puesto que estaba incluso dispuesta a aprender de él lo que considerase oportuno, no había razón para rechazar su súplica.
Xayide se había levantado y estaba ante él con la cabeza baja.
—¿Me obedecerás incondicionalmente —le preguntó Bastián—, aunque te resulte difícil hacer lo que te mande… sin réplica ni protesta?
—Lo haré, señor y maestro —respondió Xayide— y ya verás cómo, con mis artes y tu poder, podremos lograrlo todo.
—Está bien —contestó Bastián—, entonces te tomo a mi servicio. Dejarás este castillo y vendrás conmigo a la Torre de Marfil, donde tengo la intención de entrevistarme con la Hija de la Luna.
Los ojos de Xayide, rojo y verde, resplandecieron durante una fracción de segundo, pero inmediatamente bajó otra vez sobre ellos sus largas pestañas y dijo:
—Te obedezco, señor y maestro.
Todos bajaron y salieron del castillo.
—Antes que nada, tenemos que encontrar a los otros compañeros de viaje —decidió Bastián—, ¡quién sabe por dónde andarán!
—No muy lejos de aquí —dijo Xayide—. Yo los he extraviado un poco.
—Por última vez… —contestó Bastián.
—Por última vez, señor —repitió ella—, pero ¿cómo avanzaremos? ¿Tendré que ir a pie? ¿De noche y por ese bosque?
—Fújur nos llevará —ordenó Bastián—. Es suficientemente fuerte para volar con todos.
Fújur levantó la cabeza y miró a Bastián. Sus ojos de color rubí centellearon.
—Suficientemente fuerte sí que soy, Bastián Baltasar Bux —retumbó su voz de bronce—, pero no llevaré a esa mujer.
—Lo harás —dijo Bastián— porque te lo mando yo.
El dragón de la suerte miró a Atreyu, quien asintió imperceptiblemente. Bastián, sin embargo, lo vio.
Todos se subieron a las espaldas de Fújur, que inmediatamente se elevó por los aires.
—¿A dónde? —preguntó.
—¡Simplemente adelante! —dijo Xayide.
—¿A dónde? —preguntó Fújur otra vez como si no la hubiera oído.
—¡Adelante! —le gritó Bastián—. ¡Ya lo has oído!
—¡Hazlo! —dijo Atreyu en voz baja, y Fújur lo hizo.
Media hora más tarde —amanecía ya— vieron bajo ellos muchas hogueras, y el dragón de la suerte tomó tierra. Entretanto habían llegado más fantasios y muchos habían traído tiendas de campaña. El campamento parecía una verdadera ciudad de tiendas, que se extendía desde el lindero del bosque de orquídeas por un gran prado cubierto de flores.
—¿Cuántos somos ya? —quiso saber Bastián, e Illuán, el yinni azul, que entretanto había mandado la comitiva y ahora había venido a saludarlos, le dijo que no había podido contar exactamente a los participantes, pero sin duda debían de ser ya cerca de mil. Por lo demás, pasaba otra cosa bastante rara: poco antes de haber acampado, es decir, todavía antes de medianoche, habían aparecido cinco de aquellos gigantes blindados. Sin embargo, se habían comportado amistosamente, manteniéndose apartados. Naturalmente, nadie se había atrevido a acercárseles. Y habían traído con ellos una gran litera de coral que, no obstante, se encontraba vacía.
—Son mis porteadores —dijo Xayide en tono suplicante a Bastián—. Los envié por delante ayer por la noche. Es la forma más agradable de viajar. Si tú me lo permites, señor…
—No me gusta —la interrumpió Atreyu.
—¿Por qué no? —preguntó Bastián—. ¿Qué tienes en contra?
—Ella puede viajar como quiera —respondió Atreyu fríamente—, pero el hecho de que enviase ya ayer la litera significa que sabía de antemano que ella vendría aquí. Todo es un plan suyo, Bastián. Tu victoria es en realidad una derrota. Te ha dejado ganar intencionadamente a fin de ganarte para sí a su manera.
—¡Basta! —gritó Bastián rojo de cólera—. ¡No te he preguntado tu opinión! ¡Tus eternos consejos me ponen malo! ¡Ahora quieres discutir incluso mi victoria y dejar en ridículo mi generosidad!
Atreyu quiso replicar algo, pero Bastián le gritó:
—¡Cállate y déjame en paz! ¡Si no os gusta lo que hago y cómo soy, marchaos! ¡Yo no os detengo! ¡Marchaos a donde queráis! ¡Estoy harto de vosotros!
Cruzó los brazos sobre el pecho y le volvió a Atreyu la espalda. La multitud que había alrededor contuvo el aliento. Atreyu se quedó un rato muy erguido y en silencio. Hasta entonces, Bastián no lo había reprendido nunca delante de otros. Sentía la garganta tan apretada que sólo con esfuerzo podía respirar. Esperó un momento, pero como Bastián no se volvió de nuevo hacia él, Atreyu dio la vuelta lentamente y se fue. Fújur lo siguió.
Xayide sonreía. No era una sonrisa agradable.
En Bastián, sin embargo, se extinguió en aquel momento el recuerdo de que, en su mundo, había sido un niño.