Dos tormentos empezaba a sufrir Atreyu: hambre y sed. Hacía dos días que había dejado el Pantano de la Tristeza y, desde entonces, vagaba por un desierto de piedra en el que no había un ser vivo. Lo poco que le quedaba aún de sus provisiones se había hundido con Ártax en el agua negra. Inútilmente escarbó con las manos entre las piedras para encontrar alguna raíz; allí no crecía nada, ni siquiera musgos o líquenes.

Al principio se había alegrado de sentir al menos suelo firme bajo los pies, pero poco a poco tuvo que confesarse que su situación más bien había empeorado. Se había perdido. Ni siquiera podía determinar ya por el cielo el rumbo que seguía, porque aquella media luz era igual por todas partes y no le ofrecía ningún punto de referencia. Un viento frío soplaba incesantemente en torno a las agujas de piedra que se alzaban a su alrededor.

Escaló crestas y cumbres rocosas, subió y bajó, pero nunca se le ofreció otra vista que la de más y más montañas, detrás de las cuales había otras cadenas montañosas, y así hasta el horizonte, en todas direcciones. Y nada vivo, ningún bichito ni hormiga, ni siquiera los buitres que suelen seguir a los caminantes perdidos hasta que se desploman.

No había ya duda: la región en que se había extraviado era las Montañas Muertas. Pocos las habían visto nunca y casi ninguno había regresado de ellas. Pero en las leyendas que contaba el pueblo de Atreyu se hablaba de esas montañas. Recordó una estrofa de una vieja canción:

Más valiera al cazador

sucumbir en los pantanos

porque en las Montañas Muertas,

en el Abismo Profundo,

habita Ygrámul el Múltiple,

el horror de los horrores…

Aunque Atreyu hubiera sabido en qué dirección ir para regresar, no le hubiera sido posible hacerlo. Se había adentrado ya demasiado. Si se hubiera tratado sólo de él, quizá se hubiera dejado caer simplemente en alguna oquedad de la roca para esperar la muerte, como solían hacer los cazadores de su pueblo en esos casos. Sin embargo, estaba en la Gran Búsqueda y se encontraba en juego la vida de la Emperatriz Infantil y de toda Fantasia. No podía darse por vencido.

Por eso siguió subiendo y bajando montañas, dándose cuenta a veces de que, desde hacía mucho rato, caminaba como un sonámbulo mientras su mente vagaba por otros lugares y regresaba sólo de mala gana.

Bastián se estremeció. El reloj de la torre dio la una. Por hoy, las clases habían terminado.

Escuchó el ruido y los gritos de los niños que, abajo, salían de las aulas y corrían por los pasillos. Se oyó en las escaleras el estrépito de muchos pies. Luego, durante un rato, subieron aún desde la calle gritos diversos. Y finalmente el silencio se extendió por todo el colegio.

Aquel silencio cubrió el ánimo de Bastián como un manto pesado y sofocante que amenazaba asfixiarlo. Desde ahora estaría solito en el gran colegio… Todo el día, la noche siguiente…, quién sabe cuánto tiempo. A partir de ahora, la cosa iba en serio.

Los otros se iban a casa para comer. También Bastián tenía hambre y sentía frío, a pesar de las mantas militares que se había echado por los hombros. De pronto perdió del todo el valor, y todo su plan le pareció completamente disparatado y absurdo. Quería irse a casa, ahora, ¡enseguida! Todavía era tiempo. Su padre no podía haber notado nada aún. Bastián no necesitaba decirle siquiera que se había fumado el colegio. Naturalmente, alguna vez lo sabría, pero hasta entonces pasaría tiempo. ¿El asunto del libro robado? Sí, también tendría que confesarlo alguna vez. Su padre lo encajaría en fin de cuentas lo mismo que había encajado todas las decepciones que Bastián le había causado. No había razón para tenerle miedo. Probablemente, iría a ver al señor Koreander sin decir nada y lo arreglaría todo.

Bastián cogía ya el libro de color cobre para meterlo en la cartera, pero se detuvo.

—No —dijo de pronto en voz alta, en el silencio del desván—. Atreyu no renunciaría tan rápidamente, sólo porque las cosas fueran un poco difíciles. Lo que he empezado tengo que acabarlo. He ido ya demasiado lejos para volverme atrás. Sólo puedo seguir adelante, pase lo que pase.

Se sintió muy solo y, sin embargo, en ese sentimiento había también algo así como orgullo: orgullo de haber sido fuerte y no haber renunciado a su intento.

¡Después de todo, se parecía un poquitín a Atreyu!

Había llegado el momento en que Atreyu no podía realmente seguir adelante. Ante él se abría el Abismo Profundo.

El espanto grandioso de aquella vista no puede describirse con palabras. A través de la región de las Montañas Muertas, la tierra se abría en una brecha que tendría quizá media milla de anchura. Su profundidad no podía determinarse.

Atreyu estaba al borde de un saliente rocoso y miró hacia abajo, a las tinieblas, que parecían llegar hasta el fondo mismo de la tierra. Cogió una piedra del tamaño de su cabeza que había cerca y la lanzó tan lejos como pudo. La piedra cayó, cayó y cayó hasta que se la tragó la oscuridad. Atreyu escuchó pero, aunque esperó largo tiempo, el ruido del impacto no llegó a sus oídos.

Y entonces hizo lo único que podía hacer: comenzó a andar por el borde del Abismo Profundo. Sin embargo, estaba preparado para hacer frente en cualquier momento a aquel «horror de los horrores» del que hablaba la vieja canción. No sabía de qué clase de criatura podía tratarse; sólo sabía que se llamaba Ygrámul.

El Abismo Profundo discurría en línea quebrada a través del desierto de montañas y, naturalmente, en su borde no había ningún camino, sino que también allí se alzaban torres de piedra que Atreyu tenía que escalar y que, a veces, vacilaban peligrosamente bajo sus pies, se atravesaban en su camino gigantescos peñascos que tenía que rodear trabajosamente, o había pendientes de piedras sueltas que se precipitaban hacia la brecha, poniéndose en movimiento cuando él atravesaba. Más de una vez estuvo apunto de despeñarse.

Si hubiera sabido que un perseguidor seguía sus huellas aproximándose de hora en hora, quizá se hubiera dejado arrastrar a hacer algo irreflexivo que, en aquel camino difícil, hubiera podido costarle caro. Se trataba de aquel ser de las tinieblas que lo perseguía desde que salió. Entretanto, la figura del ser se había espesado tanto que podían distinguirse claramente sus contornos. Era un lobo, negro como la pez y grande como un buey. Con el hocico pegado al suelo, trotaba sobre la pista de Atreyu a través del desierto de piedra de las Montañas Muertas. Le sobresalía mucho la lengua de la boca y llevaba los belfos retraídos, de forma que podían verse sus terribles dientes. El olor fresco le decía que sólo unas millas lo separaban de su víctima. Y esa distancia disminuía sin cesar.

Pero Atreyu nada sabía de su perseguidor y buscaba su camino cauta y lentamente.

Cuando estaba en una estrecha caverna que atravesaba un macizo de roca como si fuera una especie de tubo curvado, oyó de pronto un estruendo que no se parecía a ningún ruido que hubiera oído jamás. Era un rugir y un bramar y un resonar y, al mismo tiempo, Atreyu sintió que toda la roca en que estaba se movía y oyó los bloques de piedra que, fuera, caían con estrépito por las laderas de la montaña. Esperó un poco para ver si cedía el terremoto —¡o lo que fuera!— y cuando por fin cesó, continuó arrastrándose, llegó por fin a la salida y asomó con precaución la cabeza.

Y entonces vio esto: sobre las tinieblas del Abismo Profundo, de un borde a otro colgaba una monstruosa tela de araña. Y en los pegajosos hilos de aquella red, gruesos como maromas, se retorcía un gran dragón blanco de la suerte, sacudiendo la cola y las garras y enredándose, sin embargo, cada vez más desesperadamente.

Los dragones de la suerte son de los animales más raros de Fantasia. No se parecen en nada a los dragones corrientes ni a los célebres que, como serpientes enormes y asquerosas, viven en las profundas entrañas de la tierra, apestan y vigilan algún tesoro real o imaginario. Estos engendros del caos son casi siempre perversos o huraños, tienen alas parecidas a las de los murciélagos, con las que pueden remontarse en el aire ruidosa y pesadamente, y escupen fuego y humo. En cambio, los dragones de la suerte son criaturas del aire y del buen tiempo, de una alegría desenfrenada y, a pesar de su colosal tamaño, ligeros como una nubecilla de verano. Por eso no necesitan alas para volar. Nadan por los aires del cielo lo mismo que los peces en el agua. Desde tierra, parecen relámpagos lentos. Y lo más maravilloso en ellos es su canto. Su voz es como el repicar de una gran campana y, cuando hablan en voz baja, es como si se oyera el sonido de esa campana en la distancia. Quien escucha alguna vez su canto, no lo olvida en la vida y sigue hablando de él a sus nietos.

Pero el dragón de la suerte que Atreyu veía ahora no se encontraba en una situación en que tuviera ganas de cantar. Su cuerpo largo y flexible, cuyas escamas de color madreperla brillaban rosadas y blancas, colgaba retorcido y preso en la enorme tela de araña. Las largas barbas del hocico del animal, su abundante melena y los flecos de su cola y de sus miembros estaban enredados en las cuerdas pegajosas, de forma que apenas podía moverse. Sólo sus globos oculares de color rubí en medio de su cabeza parecida a la de un león, brillaban indicando que aún estaba vivo.

Aquel soberbio animal sangraba por muchas heridas, porque había algo más, algo gigantesco que, una vez y otra, se precipitaba con la velocidad del rayo sobre el cuerpo del blanco dragón, como una nube negra que cambiara de forma sin cesar. Tan pronto parecía una araña gigante de grandes patas, muchos ojos ardientes y un grueso cuerpo cubierto por una maleza enmarañada de pelos negros como se convertía en una gran mano de largas garras, que intentaba aplastar al dragón de la suerte, y al momento siguiente se transformaba en un gigantesco escorpión negro que, con su aguijón venenoso, atacaba a su pobre víctima.

La pelea entre aquellos dos seres formidables era espantosa. El dragón de la suerte se defendía aún, escupiendo un fuego azul que chamuscaba las cerdas de aquella criatura en forma de nube. El humo brotaba y formaba remolinos de vapor en la brecha rocosa. El hedor casi impedía a Atreyu respirar. Una vez, el dragón de la suerte logró incluso morder una de las largas patas de su adversario. Sin embargo, el miembro seccionado no cayó en las profundidades del abismo, sino que se movió un momento en el aire por sí solo y volvió luego a su lugar original, uniéndose otra vez al oscuro cuerpo de forma de nube. Y así ocurría siempre: cada vez que el dragón agarraba uno de los miembros entre sus dientes, parecía morder en el vacío.

Sólo entonces se dio cuenta Atreyu de algo que antes no había notado: aquella criatura horripilante no era un solo cuerpo sólido, sino que se componía de innumerables insectos de un azul acerado, que zumbaban como avispones furiosos y, en enjambre espeso, adoptando siempre nuevas formas.

Era Ygrámul, y ahora sabía Atreyu por qué lo llamaban «el Múltiple».

Atreyu salió de un salto de su escondite, cogió la Alhaja que llevaba al pecho y gritó, tan fuerte como pudo:

—¡Alto! ¡En nombre de la Emperatriz Infantil! ¡Alto!

Sin embargo, en medio del rugir y jadear de aquellas criaturas que luchaban, su voz se perdió. Apenas pudo oírla él mismo.

Sin pensarlo, corrió por las pegajosas maromas de la red hacia los combatientes. La red vibraba bajo sus pies. Perdió el equilibrio, cayó entre las mallas, se quedó colgando sólo de las manos sobre la profundidad tenebrosa, logró subirse de nuevo, se quedó pegado, se libró otra vez y siguió adelante.

Ygrámul se dio cuenta de pronto de que algo se le acercaba. Se dio la vuelta con la rapidez de un relámpago, y su aspecto era horrible: ahora era sólo un rostro gigantesco de color azul acerado, con un único ojo sobre la base de la nariz que, con su pupila vertical de una malignidad inimaginable, miraba fijamente a Atreyu.

Bastián lanzó una pequeña exclamación de horror.

Un grito de horror resonó en la garganta, rebotando de un lado a otro como un eco. Ygrámul movió su ojo hacia la izquierda y la derecha para ver si llegaba algún otro, porque el muchacho que estaba ante él, como paralizado de espanto, no podía haber sido. Pero no había nadie más.

«¿Habrá sido mi grito lo que ha oído?», —pensó Bastián profundamente preocupado—. «No es posible».

Y entonces oyó Atreyu la voz de Ygrámul. Era una voz muy aguda y un tanto ronca, que no concordaba en absoluto con su rostro gigantesco. Además, su boca no se movía al hablar. Era el zumbido de un enorme enjambre de avispones que formaba palabras.

—¡Un bípedo! —le oyó decir Atreyu—. Después de tanto pasar hambre, ¡dos bocados exquisitos! ¡Hoy es un día de suerte para Ygrámul!

Atreyu tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas. Sostuvo el Esplendor ante el único ojo del monstruo y le preguntó:

—¿Conocéis este signo?

—Acércate, bípedo —zumbó el coro de muchas voces—. Ygrámul no ve muy bien.

Atreyu dio otro paso hacia el rostro. Ygrámul abría ahora la boca. En lugar de lengua, tenía innumerables antenas, pinzas y tentáculos.

—¡Más cerca! —zumbó el enjambre.

Atreyu dio otro paso adelante, quedando tan cerca del rostro que ahora podía ver claramente los incontables seres distintos de color azul acerado que revoloteaban en confusión. Y, sin embargo, aquel horrible rostro permanecía totalmente inmóvil.

—Soy Atreyu —dijo—, y cumplo una misión de la Emperatriz Infantil.

—En mal momento llegas —respondió el colérico zumbido tras una pausa—. ¿Qué quieres de Ygrámul? Como ves, está muy ocupado.

—Quiero ese dragón de la suerte —respondió Atreyu—. ¡Dámelo!

—¿Para qué lo quieres, bípedo Atreyu?

—He perdido mi caballo en el Pantano de la Tristeza. Tengo que ir al Oráculo del Sur, porque sólo Uyulala puede decirme quién es capaz de dar un nuevo nombre a la Emperatriz Infantil. Si no recibe ese nombre, morirá y, con ella, toda Fantasia… También vosotros, Ygrámul, a quienes llaman el Múltiple.

—¡Ah! —llegó desde el rostro como un sonido prolongado—. ¿Ésa es la razón de que haya esos lugares donde no queda nada?

—Sí —replicó Atreyu—. Así que también vosotros lo sabéis, Ygrámul… Sin embargo, el Oráculo del Sur está demasiado lejos para que yo pueda llegar a él en el tiempo que dure mi vida. Por eso os pido el dragón de la suerte. Si me lleva por los aires, quizá pueda llegar aún a mi destino.

En el enjambre revoloteante que formaba el rostro se pudo oír algo que podía ser una risa ahogada de muchas voces.

—Te equivocas, bípedo Atreyu. Nada sabemos del Oráculo del Sur ni de Uyulala, pero sabemos que ese dragón no puede llevarte ya. E incluso aunque no estuviera herido, vuestro viaje duraría tanto que, entretanto, la Emperatriz Infantil moriría de su enfermedad. No puedes medir tu búsqueda teniendo en cuenta tu vida, bípedo Atreyu, sino la suya.

La mirada del ojo de pupila vertical era difícilmente soportable y Atreyu bajó la cabeza.

—Eso es cierto —dijo en voz baja.

—Además —siguió diciendo el rostro sin moverse—, el dragón tiene ya en el cuerpo el veneno de Ygrámul. Como mucho, le queda una horita de vida.

—Entonces no hay esperanza —murmuró Atreyu—; ni para él, ni para mí, ni tampoco para vosotros, Ygrámul.

—Bueno —zumbó la voz—, al menos Ygrámul habrá comido bien otra vez. Pero no es nada seguro que se trate realmente de la última comida de Ygrámul. Él conoce un medio que te llevaría en un santiamén hasta el Oráculo del Sur. Que te guste o no, bípedo Atreyu, es otra cuestión.

—¿Qué quieres decir?

—Es el secreto de Ygrámul. Pero también las criaturas del abismo tienen sus secretos, bípedo Atreyu. Ygrámul no lo ha revelado nunca hasta ahora. Y también tú debes jurar que nunca lo revelarás. Porque le perjudicaría a Ygrámul, le perjudicaría mucho a Ygrámul que se supiera.

—Lo juro. ¡Habla!

El enorme rostro azul acerado se inclinó un poco hacia adelante y zumbó de una forma casi inaudible:

—Debes dejar que Ygrámul te muerda.

Atreyu retrocedió asustado.

—El veneno de Ygrámul —siguió diciendo la voz— mata en el plazo de una hora, pero da también a quien lo recibe la facultad de trasladarse al lugar de Fantasia que desee. ¡Piensa en lo que ocurriría si eso se supiera! ¡A Ygrámul se le escaparían todas sus víctimas!

—¿Una hora? —exclamó Atreyu—. Pero ¿qué puedo hacer en una hora?

—Bueno… —susurró el enjambre—, en cualquier caso es más que todas las horas que aún te quedan aquí. ¡Decídete!

Atreyu luchaba consigo mismo.

—¿Dejaréis en libertad al dragón de la suerte si os lo pido en nombre de la Emperatriz Infantil? —preguntó por fin.

—No —respondió el rostro—, no tienes ningún derecho a pedirle eso a Ygrámul, aunque lleves a ÁURYN, el Esplendor. La Emperatriz Infantil permite que todos seamos como somos. Por eso también Ygrámul se inclina ante su signo. Y tú lo sabes muy bien.

Atreyu seguía teniendo la cabeza baja. Lo que Ygrámul decía era verdad. Así pues, no podía salvar al dragón de la suerte. Sus propios deseos no contaban.

Se irguió y dijo:

—¡Haz lo que me has propuesto!

Con la rapidez del relámpago, la nube azul acerada cayó sobre él, rodeándolo por todas partes. Atreyu sintió un furioso dolor en el hombro izquierdo y sólo pensó: «¡Al Oráculo del Sur!».

Luego la vista se le nubló.

Cuando, poco después, el lobo llegó a aquel lugar, vio la enorme tela de araña… pero a nadie más. El rastro que había seguido hasta entonces se interrumpía bruscamente y, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudo volver a encontrarlo.

Bastián se interrumpió. Se sentía mal, como si él mismo tuviera el veneno de Ygrámul en el cuerpo.

—Gracias a Dios —dijo para sí en voz baja— que no estoy en Fantasia. Esos monstruos, por suerte, no existen en la realidad. Al fin y al cabo, se trata sólo de una historia.

Pero ¿de verdad era sólo una historia? ¿Cómo era posible entonces que Ygrámul —y probablemente también Atreyu— hubiera oído el grito de espanto de Bastián?

Poco a poco, aquel libro empezaba a resultarle siniestro.

La historia interminable
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