Nunca había dormido Bastián tanto ni tan profundamente como en aquella gigantesca flor de resplandor rojizo. Cuando abrió los ojos vio que el cielo de la noche, de un negro aterciopelado, seguía formando su bóveda sobre él. Se estiró y sintió, satisfecho, la fuerza maravillosa de sus miembros.

Y otra vez, sin que se hubiera dado cuenta de ello, había sufrido una transformación. Su deseo de ser fuerte se había cumplido.

Cuando se puso en pie y miró por el borde de la gigantesca flor, comprobó que Perelín, aparentemente, había dejado poco a poco de crecer. La Selva Nocturna no había cambiado mucho. Bastián no sabía que eso tenía que ver también con el cumplimiento de su deseo ni que, al mismo tiempo, el recuerdo de su debilidad y torpeza se había desvanecido. Ahora era fuerte y bien parecido pero, por alguna razón, no le bastaba. Hasta le parecía un poco afeminado. Ser fuerte y apuesto sólo tenía sentido si se era además duro, resistente y espartano. Como Atreyu. Pero bajo aquellas flores luminosas, donde sólo había que alargar la mano para coger los frutos, no había oportunidad para ello.

En el Este, los primeros tonos delicados del crepúsculo matutino, de color madreperla, comenzaban a aparecer sobre el horizonte de Perelín. Y cuanto más clareaba tanto más palidecía la fosforescencia de las plantas nocturnas.

«Muy bien —se dijo Bastián—, ya pensaba que nunca se haría de día».

Se sentó en el suelo de la flor y pensó qué podía hacer. ¿Bajar otra vez y seguir dando vueltas? Indudablemente, como Rey de Perelín, podía abrirse camino por donde quisiera. Podía andar por allí durante días y meses, años quizá. La jungla era demasiado grande para salir nunca de ella. Pero por muy hermosas que fueran las plantas nocturnas, a la larga no eran lo que Bastián necesitaba. Muy distinto sería, por ejemplo, atravesar un desierto… el mayor desierto de Fantasia. ¡Sí, eso sería algo de lo que se podría estar realmente orgulloso!

Y en aquel momento sintió que una fuerte sacudida recorría la gigantesca planta. El tronco se inclinó y se oyó un ruido chisporroteante y goteante. Bastián tuvo que agarrarse para no caer de la flor, que seguía inclinándose y estaba ahora horizontal. La vista de Perelín que se le ofreció era espantosa.

El sol había salido entretanto e iluminaba una imagen de destrucción. De las enormes plantas nocturnas apenas quedaba nada. Mucho más deprisa de lo que habían surgido, se desintegraban ahora, bajo la deslumbrante luz del sol, en polvo y arena fina y coloreada. Sólo aquí y allá se alzaban los muñones de algunos árboles gigantescos, que se desmoronaban como las torres de un castillo de arena al secarse. La última de las plantas que parecía resistir era aquélla en cuya flor estaba Bastián. Pero cuando Bastián intentó agarrarse a sus pétalos, se le pulverizaron en las manos y fueron arrastrados por el viento como nubes de arena. Ahora que nada le ocultaba la vista hacia abajo, vio también la altura de vértigo a que se encontraba. Si no quería arriesgarse a caer, tenía que intentar bajar tan aprisa como pudiera.

Cuidadosamente, para no provocar ninguna sacudida innecesaria, salió de la flor y se puso a horcajadas sobre el tallo, doblado ahora como una caña de pescar. Apenas lo había hecho, toda la flor cayó también tras él, pulverizándose al caer en una nube roja.

Con la mayor cautela, Bastián siguió avanzando. Muchos no hubieran podido soportar la vista del terrible abismo sobre el que se columpiaba y, acometidos por el pánico, se hubieran precipitado en él, pero Bastián no tenía vértigo y conservaba sus nervios de acero. Sabía que un solo movimiento imprudente podía destrozar la planta. No debía dejar que el peligro lo indujera a hacer ninguna imprudencia. Lentamente siguió moviéndose y llegó por fin al lugar en que el tronco se inclinaba otra vez y, finalmente, se ponía vertical. Bastián lo abrazó y se dejó resbalar hacia abajo centímetro a centímetro. Varias veces fue cubierto por grandes nubes de polvo de colores que caían desde arriba. Ramas laterales no había ya y, cuando todavía quedaba un muñón, se desmoronaba en cuanto Bastián intentaba utilizarlo como apoyo. Hacia abajo, el tronco se hacía cada vez más grueso y Bastián no podía ya abarcarlo. Y todavía estaba a la altura de una torre sobre el suelo. Se detuvo un momento para pensar cómo seguir adelante.

Sin embargo, una nueva sacudida que recorrió el gigantesco tocón lo hizo abandonar toda duda. Lo que quedaba aún del tronco se deshizo, formando una montaña en forma de cono puntiagudo, por la que rodó Bastián en salvaje torbellino dando unas cuantas vueltas de campana hasta encontrarse, por fin, al pie de la montaña. El polvo de colores que cayó después comenzó a sepultarlo, pero él se libró, se sacudió la arena de las orejas y de la ropa, y escupió unas cuantas veces fuertemente. Luego miró a su alrededor.

El espectáculo que vio era increíble: la arena, con movimiento lento y fluctuante, estaba en todas partes. Iba de aquí para allá en extraños remolinos y corrientes, y se amontonaba en colinas y dunas de altura y extensión muy diversas, pero siempre de un color determinado. La arena de color azul pálido se acumulaba para formar un montón azul pálido, la verde uno verde y la violeta uno violeta. Perelín se disolvía, convirtiéndose en un desierto, ¡pero qué desierto!

Bastián había trepado a una duna de color púrpura y no veía a su alrededor más que colina tras colina de todos los colores imaginables. Porque cada colina tenía una tonalidad que no se repetía en ninguna otra. La más próxima era azul cobalto, la siguiente amarillo azafrán, detrás relucían otras de color carmesí, añil, verde manzana, azul celeste, naranja, rosa melocotón, malva, azul turquesa, lila, verde musgo, rojo rubí, tierra de sombra, amarillo índico, rojo cinabrio y lapislázuli. Y así seguían las colinas, de un horizonte a otro, hasta donde los ojos no podían ya ver más. Arroyos de arena dorados y plateados corrían entre esas colinas, separando los colores entre sí.

—¡Esto —dijo en voz alta Bastián— es Goab, el Desierto de Colores!

El sol subía más y más y el calor se hacía sofocante. El aire empezó a vibrar sobre las dunas de arena de colores y Bastián se dio cuenta de que su situación se había hecho realmente difícil. En aquel desierto no podía quedarse, eso era seguro. Si no lograba salir de allí, moriría de sed en poco tiempo.

Involuntariamente, cogió el signo de la Emperatriz Infantil que llevaba al pecho, con la esperanza de que lo guiase. Luego se puso en camino valientemente.

Trepó una duna tras otra, bajó por ellas, una tras otra, y durante horas luchó así por avanzar, sin ver más que una colina tras otra. Sólo los colores cambiaban continuamente. Sus fabulosas fuerzas físicas no le servían de nada, porque las distancias de un desierto no pueden vencerse por la fuerza. El aire era un soplo ardiente y estremecido del infierno y apenas se podía respirar. La lengua se le pegaba al paladar y tenía el rostro inundado de sudor.

El sol se había convertido en un remolino de fuego en mitad del cielo. Estaba allí desde hacía mucho tiempo y no parecía moverse ya. El día del desierto duraba tanto como la noche de Perelín.

Bastián siguió adelante, siempre adelante. Los ojos le ardían y tenía la boca como un trozo de cuero. Pero no se rindió. Su cuerpo estaba abrasado y la sangre se volvió tan espesa en sus venas que apenas circulaba ya. Pero Bastián siguió adelante, lentamente, paso a paso, sin apresurarse ni detenerse, como hacen los caminantes del desierto experimentados. No prestaba atención al suplicio de la sed que atormentaba su cuerpo. Se había despertado en él una voluntad tan férrea, que ni el cansancio ni las privaciones podían doblegarla.

Pensó en lo rápidamente que antes se desanimaba. Empezaba cien cosas y, a la menor dificultad, las abandonaba. Siempre se preocupaba de comer y tenía un miedo ridículo a ponerse enfermo o tener que soportar dolores. Pero todo aquello había quedado muy atrás.

Aquel camino que ahora recorría a través de Goab, el Desierto de Colores, nadie se había atrevido a emprenderlo antes, y nadie, después de él, se atrevería a emprenderlo nunca.

Y probablemente nadie lo sabría jamás.

Esa última idea lo llenó de preocupación. Pero no se dejó desanimar. Todo indicaba que Goab era tan inconcebiblemente grande que nunca podría llegar al límite del desierto. La idea de morir de sed más pronto o más tarde a pesar de toda su resistencia no le daba miedo. Soportaría la muerte tranquilo y con dignidad, lo mismo que los cazadores del pueblo de Atreyu. Pero como nadie se atrevía a adentrarse en aquel desierto, nadie llevaría tampoco la noticia del fin de Bastián. Ni a Fantasia ni a su casa. Sencillamente, lo darían por desaparecido y sería como si no hubiera estado nunca en Fantasia ni en el desierto de Goab.

Mientras, sin dejar de andar, pensaba en ello, tuvo de pronto una idea. Toda Fantasia, se dijo, estaba contenida en aquel libro en que escribía el Viejo de la Montaña Errante. Y aquel libro era la Historia Interminable, que él mismo había leído en el desván. Quizá estuviera también en el libro todo lo que le pasaba ahora. Y, por lo tanto, podía ocurrir muy bien que otro lo leyera algún día… y hasta que lo estuviera leyendo ahora, en aquel momento. Por consiguiente, debía de ser posible también dar a ese alguien una señal.

La colina de arena sobre la que estaba Bastián en aquel momento era de color azul ultramar. Separada de ella por un pequeño valle había una duna de un rojo encendido. Bastián fue hasta ella, cogió con las dos manos arena roja y la llevó a la colina azul. Luego trazó con arena en la ladera una larga línea. Volvió atrás, trajo más arena roja y repitió la operación una y otra vez. Al cabo de un rato había trazado tres gigantescas letras rojas sobre fondo azul:

B B B

Contento, contempló su obra. Aquello no podía dejar de verlo nadie que leyera la Historia Interminable. Le pasara a él lo que le pasara, se sabría dónde había quedado.

Se sentó en la cima del monte de color rojo encendido y descansó un poco. Las tres letras brillaban deslumbradoras bajo el sol abrasador del desierto.

Otra vez se había borrado en Bastián una parte de su memoria del mundo de los seres humanos. Ya no sabía que antes había sido sensible, hasta quejica a veces. Su resistencia y su dureza lo llenaban de orgullo. Pero ya se anunciaba en él un nuevo deseo.

«Desde luego, no tengo miedo —dijo para sí como acostumbraba—, pero me falta el verdadero valor. Soportar privaciones y aguantar fatigas es algo grande. ¡Pero la audacia y el valor son otra cosa! Me gustaría correr una verdadera aventura que exigiera un valor temerario. En el desierto no se encuentra a nadie… y sería estupendo encontrar a un ser peligroso… No haría falta que fuera tan horrible como Ygrámul, pero sí mucho más peligroso aún. Debería ser hermoso y, al mismo tiempo, la criatura más peligrosa de toda Fantasia. Y yo me enfrentaría con ella y…».

Bastián no pudo seguir, porque en aquel mismo instante sintió que la arena del desierto vibraba bajo sus pies. Era como un trueno de tal intensidad que se sentía más que se oía.

Bastián se volvió y vio en el lejano horizonte del desierto una aparición que, al principio, no pudo explicarse. Algo se movía como un bólido, a toda velocidad. Con rapidez increíble, describió un amplio círculo en torno al lugar en que estaba Bastián y luego, de pronto, vino directamente hacia él. En el aire vibrante de calor, que hacía que todos los contornos se estremecieran como llamas, aquel ser parecía un demonio de fuego danzante.

El miedo se apoderó de Bastián y, antes de haberlo pensado bien, había corrido al valle que había entre la duna roja y la azul para ocultarse de aquel ser de fuego que se acercaba. Pero apenas estuvo allí se avergonzó de su miedo y se dominó.

Cogió a ÁURYN de su pecho y sintió cómo todo el valor que acababa de desear se precipitaba en su corazón, llenándolo por completo.

Entonces oyó otra vez aquel trueno profundo que hacía temblar el suelo del desierto, pero esta vez muy cercano. Levantó la vista.

Sobre la cumbre de la duna de color rojo encendido había un león gigantesco. Estaba exactamente delante del sol, de forma que su majestuosa melena le rodeaba el rostro como una corona de llamas. Pero aquella melena, y también el resto de su piel, no era amarilla, como suele ser en los leones, sino de un rojo tan encendido como el de la arena en que se encontraba.

El león parecía no haber visto al chico que, en comparación con él, resultaba diminuto en el valle que separaba las dos colinas; miraba más bien las letras rojas que cubrían la colina de enfrente. Y entonces dejó oír otra vez su voz poderosa y retumbante:

—¿Quién ha hecho eso?

—Yo —dijo Bastián.

—¿Y qué quiere decir?

—Es mi nombre —respondió Bastián—. Me llamo Bastián Baltasar Bux.

Sólo entonces volvió el león hacia él la mirada y Bastián tuvo la sensación de que lo envolvía un manto de llamas, en el que ardería en el acto para convertirse en cenizas. Sin embargo, la impresión desapareció enseguida y sostuvo la mirada del león.

—Yo —dijo el poderoso animal— soy Graógraman, Señor del Desierto de Colores y al que llaman también la Muerte Multicolor.

Los dos seguían mirándose y Bastián notó el poder fatal que se desprendía de aquellos ojos.

Fue como una invisible lucha de fuerzas. Y, finalmente, el león bajó la mirada. Con movimientos lentos y majestuosos descendió de la duna. Cuando pisó la arena azul ultramar, su color cambió también, de forma que piel y melena fueron igualmente azules. El gigantesco animal se quedó un segundo ante Bastián, que tenía que mirarlo como mira un ratón a un gato, y luego, repentinamente, Graógraman se echó, humillando la cabeza ante el chico hasta tocar el suelo.

—Señor —dijo—, soy tu siervo y aguardo tus órdenes.

—Quisiera salir de este desierto —explicó Bastián—. ¿Puedes sacarme de aquí?

Graógraman sacudió la melena.

—Eso, señor, no puedo hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque llevo el desierto conmigo.

Bastián no pudo comprender lo que el león quería decir.

—¿No hay otra criatura —preguntó— que pudiera sacarme de aquí?

—¿Cómo podría ser eso, señor? —respondió Graógraman—. Donde yo estoy no puede haber ser viviente a la redonda. Mi sola presencia basta para reducir a cenizas, a una distancia de mil kilómetros, a los seres más poderosos y terribles. Por eso me llaman la Muerte Multicolor y el Rey del Desierto de Colores.

—Te equivocas —dijo Bastián—: no todos los seres arden en tu reino. Yo, por ejemplo, puedo hacerte frente, como ves.

—Porque llevas el Esplendor, señor. ÁURYN te protege… hasta del más mortífero de todos los seres de Fantasia. Te protege hasta de mí.

—¿Quieres decir que si no tuviera la Alhaja ardería también y quedaría reducido a un montoncito de cenizas?

—Así es, señor, y sucedería aunque yo mismo lo lamentase. Porque eres el primero y el único que ha hablado conmigo jamás.

Bastián cogió el Signo.

—¡Gracias, Hija de la Luna! —dijo en voz baja.

Graógraman se enderezó otra vez, en toda su alzada, y contempló a Bastián desde arriba.

—Creo, señor, que tenemos muchas cosas que decirnos. Quizá pueda revelarte secretos que no conoces. Quizá puedas tú también explicarme el enigma de mi existencia, que me está oculto.

Bastián asintió.

—Si fuera posible, quisiera ante todo beber algo. Tengo mucha sed.

—Tu siervo escucha y obedece —respondió Graógraman—. ¿Quieres dignarte subir a mis espaldas? Te llevaré a mi palacio, donde encontrarás cuanto necesites.

Bastián se subió a las espaldas del león. Se agarró con ambas manos a la melena, cuyos mechones lo envolvían como lenguas de fuego. Graógraman volvió hacia él la cabeza.

—Sujétate bien, señor, porque corro mucho. Y otra cosa quisiera pedirte: mientras estés en mi reino o simplemente conmigo… ¡Prométeme que por ningún motivo y en ningún momento abandonarás la Alhaja protectora!

—Te lo prometo —dijo Bastián.

Entonces el león se puso en movimiento, al principio todavía lenta y majestuosamente, y luego cada vez más aprisa. Asombrado, Bastián veía como, en cada nueva colina, la piel y la melena del león cambiaban de color, de acuerdo siempre con el color de la duna. Pero finalmente Graógraman comenzó a dar saltos poderosos de una cima a otra, y corrió a toda velocidad sin que sus poderosas zarpas tocaran apenas el suelo. El cambio de su piel se produjo cada vez más velozmente, hasta que a Bastián comenzó a írsele la vista y vio todos los colores al mismo tiempo, como si el enorme animal fuera un sólo ópalo irisado. Tuvo que cerrar los ojos. El viento, caliente como el mismo infierno, silbaba en sus orejas y le daba tirones del manto, que revoloteaba tras él. Sentía el movimiento de los músculos del cuerpo del león y olía la maraña de su melena, que exhalaba un olor salvaje y excitante. Lanzó un grito de triunfo, que sonó como el de un ave de rapiña, y Graógraman le respondió con un rugido que hizo temblar el desierto. En aquel momento, los dos fueron uno, por grande que pudiera ser la diferencia entre ellos. Bastián estaba como borracho y sólo volvió a recuperar el sentido cuando oyó decir a Graógraman:

—Hemos llegado, señor. ¿Quieres dignarte bajar?

De un salto, Bastián bajó al suelo de arena. Delante de él vio una escarpada montaña de roca negra… ¿o eran las ruinas de un edificio? No hubiera podido decirlo, porque las piedras, que yacían alrededor semicubiertas de arena multicolor o formaban arcos, muros y columnas, estaban llenas de profundas grietas y hendiduras, y erosionadas como si, desde tiempos inmemoriales, las tormentas de arena hubiesen pulido sus aristas y desigualdades.

—Éste, señor —oyó decir Bastián al león—, es mi palacio… y mi tumba. Entra y sé bienvenido, como primero y único huésped de Graógraman.

El sol había perdido ya su fuerza abrasadora y estaba, grande y amarillo pálido, sobre el horizonte. Evidentemente, la cabalgada había durado mucho más de lo que le había parecido a Bastián. Los pedazos de columna o agujas de roca, fueran lo que fueran, arrojaban ya sus sombras alargadas. Pronto sería de noche.

Cuando Bastián siguió a Graógraman, a través de un arco oscuro que llevaba al interior del palacio, le pareció que los pasos del león eran menos vigorosos que antes; incluso lentos y pesados.

A través de un pasillo oscuro, por diversas escaleras que subían y bajaban, llegaron a una gran puerta, cuyas hojas parecían hechas igualmente de roca negra. Cuando Graógraman se dirigió a ella, la puerta se abrió por sí sola, y cuando Bastián hubo entrado también, se cerró de nuevo tras él.

Estaban ahora en una espaciosa sala o, mejor dicho, en una gruta iluminada por cientos de lámparas. El fuego que ardía en ellas se parecía al jugueteo de las llamas de colores de la piel de Graógraman. En el centro, el suelo, cubierto de mosaicos de colores, se alzaba escalonadamente hasta una plataforma redonda sobre la que descansaba un bloque de piedra negra. Graógraman volvió lentamente hacia Bastián su mirada, que ahora parecía como apagada.

—Mi hora está próxima, señor —dijo, y su voz sonó como un cuchicheo—, y no habrá tiempo para hablar. Sin embargo, no te preocupes y aguarda el día. Lo que siempre ha ocurrido ocurrirá también. Y quizá puedas decirme por qué.

Luego volvió la cabeza hacia una pequeña puerta situada al otro extremo de la caverna.

—Entra ahí, señor, y lo encontrarás todo dispuesto para ti. Ese aposento te espera desde tiempo inmemorial.

Bastián se dirigió hacia la puerta pero, antes de entrar por ella, se volvió otra vez. Graógraman se había echado sobre el bloque de piedra negra y ahora él mismo era negro como la roca. Con una voz que era casi un susurro, el león dijo:

—Escucha, señor: es posible que oigas ruidos que te espanten. ¡Pero no te preocupes! Nada puede ocurrirte mientras lleves el Signo.

Bastián asintió y atravesó la puerta.

Ante él había una estancia, decorada de la forma más espléndida. El suelo estaba cubierto de alfombras suaves y de vivo colorido. Las delgadas columnas, que soportaban una bóveda de muchos arcos, estaban cubiertas de mosaicos dorados que reflejaban en mil pedazos la luz de las lámparas, las cuales brillaban aquí también con todos los colores. En un ángulo había un ancho diván de colchas y cojines blandos de toda clase, cubierto por una tienda de seda azul. En la otra esquina, el suelo de piedra estaba excavado formando una gran piscina, en la que humeaba un líquido luminoso de color dorado. En una mesita baja había cuencos y platos con manjares y también una jarra con una bebida de color rubí y una copa dorada.

Bastián se sentó al estilo árabe junto a la mesita y empezó a servirse. La bebida sabía agria y salvaje, pero apagaba la sed de una forma maravillosa. Los alimentos eran totalmente desconocidos para Bastián. Ni siquiera hubiera podido decir si se trataba de pasteles, grandes guisantes o frutos secos. Algunos parecían calabazas y melones, pero su gusto era totalmente diferente: picante y aromático. Sabían sensacional y sabrosamente. Bastián comió hasta hartarse.

Luego se desnudó —lo único que no se quitó fue el Signo— y se metió en el baño. Durante un rato chapoteó en el raudal de fuego, se lavó, buceó y resopló como una morsa. Entonces descubrió unas botellas de extraño aspecto que había al borde de la piscina. Pensó que serían sales de baño. Despreocupadamente, echó en el agua un poco de cada clase. Algunas produjeron llamas verdes, rojas o amarillas, que borbotearon en la superficie haciendo un poco de humo. Olían a resina y hierbas amargas.

Finalmente Bastián salió del baño, se secó con suaves toallas que había dispuestas y se vistió de nuevo. Al hacerlo le pareció que las lámparas de la habitación ardían de pronto con menos fuerza. Y entonces llegó a sus oídos un ruido que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda: un crujido y un chasquido, como si estallara una gran roca de hielo, que se extinguió en un gemido cada vez más suave.

El ruido no se repitió. Pero el silencio era casi más espantoso aún. ¡Tenía que averiguar lo que había sucedido!

Abrió la puerta de la alcoba y miró dentro de la gran caverna. Al principio no pudo descubrir ningún cambio, salvo que las lámparas ardían más apagadamente y su luz empezaba a pulsar como el latido de un corazón, cada vez más lentamente. El león estaba todavía en la misma posición sobre el bloque de piedra negra y parecía mirar a Bastián.

—Graógraman —llamó Bastián en voz baja—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué ruido era ése? ¿Has sido tú?

El león no respondió ni se movió, pero cuando Bastián se dirigió hacia él lo siguió con los ojos.

Bastián extendió titubeando la mano para acariciarle la melena, pero apenas la había tocado retiró la mano asustado. Estaba dura y helada como la piedra negra, y lo mismo pasaba con el rostro y las zarpas de Graógraman.

Bastián no supo qué hacer. Vio que los negros batientes de piedra de la gran puerta se abrían despacio. Sólo cuando estaba ya en el largo pasillo oscuro y subía por la escalera se preguntó qué buscaba allí fuera. No podía haber nadie en aquel desierto capaz de salvar a Graógraman.

¡Pero ya no había desierto!

En la oscuridad de la noche comenzaba a brillar y resplandecer por todas partes. Millones de diminutos brotes de plantas surgían de los granos de arena, que eran otra vez semillas. ¡Perelín, la Selva Nocturna, había empezado otra vez a crecer!

Bastián sospechó de pronto que la congelación de Graógraman, de alguna forma, tenía algo que ver con ello.

Volvió otra vez a la caverna. La luz de las lámparas temblaba aún, muy débilmente. Llegó hasta el león, le pasó el brazo por el poderoso cuello y apretó su cara contra el rostro del animal.

Ahora también los ojos del león eran negros y muertos como la piedra. Graógraman estaba petrificado. Hubo un último estremecimiento de las luces, y luego todo se hizo oscuro como una tumba.

Bastián lloró amargamente y el rostro del león de piedra se mojó con sus lágrimas. Por fin se echó, acurrucado entre las poderosas patas delanteras del león, y se durmió.

La historia interminable
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