Wagnerianamente cabalgaba Bastián por aquella noche negra como la pez, a muchos kilómetros de distancia ya, cuando sus compañeros de batalla, que se habían quedado atrás, comenzaron a partir. Muchos de ellos estaban heridos, todos estaban mortalmente exhaustos y ninguno tenía, ni de lejos, la fuerza y la resistencia inmensas de Bastián. Hasta los gigantes negros acorazados, sobre sus caballos metálicos, se movían sólo con dificultad, y los de a pie no lograban encontrar su habitual paso militar. También la voluntad de Xayide —que era la que los gobernaba— parecía al límite de sus fuerzas. Su litera de coral había sido presa de las llamas en el incendio de la Torre de Marfil. Por ello, con toda clase de tablas de carruajes, armas rotas y restos carbonizados de la Torre, se había construido una nueva litera que, desde luego, más parecía una especie de choza. El resto del ejército venía detrás lentamente, cojeando o arrastrando los pies. También Hykrion, Hýsbald y Hydorn, que habían perdido sus caballos, tenían que sostenerse mutuamente. Nadie decía nada, pero todos sabían que les sería imposible alcanzar nunca a Bastián.

Él seguía retumbando a través de la oscuridad. Su manto negro flotaba salvajemente sobre sus espaldas, y los miembros metálicos de su caballo gigante crujían y rechinaban a cada movimiento, mientras los poderosos cascos martilleaban la tierra.

—¡Hala! —gritaba Bastián—. ¡Hala, hala, hala!

El caballo no era suficientemente veloz para él.

Quería alcanzar a Atreyu y a Fújur, costase lo que costase, ¡aunque tuviera que reventar a aquel monstruo metálico!

¡Quería vengarse! En aquellos momentos podían haberse cumplido ya con creces todos sus deseos, pero Atreyu lo había impedido. Bastián no había podido convertirse en Emperador de Fantasia. ¡Y eso lo pagaría Atreyu amargamente!

Bastián espoleó a su cabalgadura metálica más despiadadamente aún. Las articulaciones del caballo chirriaban y rechinaban cada vez más fuerte, pero obedeció a la voluntad de su jinete, acelerando su vertiginoso galope.

Muchas horas duró aquella loca persecución, sin que la noche se iluminase. Bastián veía continuamente en su imaginación la Torre de Marfil en llamas y revivía el instante en que Atreyu le puso la espada al pecho… Hasta que por primera vez se le ocurrió preguntarse: ¿por qué había titubeado Atreyu? ¿Por qué, después de todo, no había podido decidirse a herirlo para quitarle a ÁURYN por la fuerza? Y entonces tuvo que pensar de pronto en la herida que había causado a Atreyu y en el aspecto que éste tenía al final, cuando retrocedió tambaleándose y cayó.

Bastián volvió a meter en su funda oxidada a Sikanda, que hasta entonces había seguido empuñando.

Amanecía y, poco a poco, Bastián podía ver dónde se encontraba. Lo que ahora atravesaba velozmente el caballo metálico era una campiña. Las oscuras siluetas de los grupos de enebros parecían reuniones inmóviles de monjes gigantescos con capuchas o de encantadores con gorros puntiagudos. Por en medio había peñascos dispersos.

Y entonces el caballo de metal, en pleno galope, se deshizo repentinamente en pedazos.

Bastián quedó atontado por la violencia de la caída. Cuando por fin se repuso y se frotó los magullados miembros, se encontró en un pequeño enebro. Se arrastró afuera. Allí, repartidos por una amplia extensión, yacían las cáscaras de los restos del corcel, como si hubiera explotado un monumento ecuestre.

Bastián se puso en pie, se echó el negro manto sobre los hombros y se dirigió sin rumbo hacia el cielo de la mañana, cada vez más claro.

En el arbusto, sin embargo, quedó una cosa brillante que Bastián perdió: el cinturón Guémmal. Bastián no se dio cuenta de la pérdida, ni tampoco después pensó en ella. Illuán había salvado inútilmente de las llamas el cinturón.

Unos días más tarde, el cinturón Guémmal fue encontrado por una urraca que no sospechó qué era aquella cosa brillante. Se lo llevó a su nido, pero con ello empezó otra historia que debe ser contada en otra ocasión.

Hacia el mediodía llegó Bastián a un alto terraplén que se levantaba en medio de la campiña. Trepó por él. Detrás había un ancho valle cerrado que —con una pendiente que descendía cada vez más pronunciadamente— parecía un cráter de fondo plano. Y todo aquel valle estaba ocupado por una ciudad… En cualquier caso, podía darse ese nombre a aquella multitud de edificios, aunque era la ciudad más disparatada que Bastián había visto nunca. Sin plan ni propósito, las casas parecían amontonarse como si fueran dados; como si, sencillamente, hubieran sido sacudidas allí de su saco por algún gigante. No había calles ni plazas, ni ninguna clase de orden reconocible.

Pero también los distintos edificios parecían absurdos: tenían las puertas en el tejado, escaleras en sitios a donde no se podía llegar y otras que hubiera habido que recorrer cabeza abajo y que acababan en el vacío. Había torrecillas transversales y balcones que colgaban verticales de las paredes, ventanas en lugar de puertas y suelos en lugar de muros. Había puentes cuyo arco se interrumpía de pronto, como si su constructor se hubiera olvidado en mitad de la obra de lo que debía ser el conjunto. Había torres curvadas como plátanos y pirámides colocadas sobre su cúspide. En resumen, toda la ciudad producía una impresión de locura.

Entonces vio Bastián a sus habitantes. Eran hombres, mujeres y niños. Por su aspecto, parecían seres humanos corrientes, pero sus trajes sugerían que todos ellos se habían vuelto locos y no podían distinguir ya entre las prendas de vestir y los objetos para otros usos. En la cabeza llevaban pantallas de lámparas, cubos para jugar en la arena, soperas, cestos de papeles, bolsas o cajas de cartón. Y se tapaban el cuerpo con manteles, alfombras, grandes trozos de papel de plata y hasta barriles.

Muchos empujaban o tiraban de carritos o carricoches, en los que había amontonados todos los cachivaches imaginables: lámparas rotas, colchones, vajilla, trapos y chucherías. Otros llevaban trastos parecidos en grandes fardos sobre sus espaldas.

Cuanto más bajaba Bastián por la ciudad, más densa se hacía la muchedumbre. Sin embargo, ninguna de aquellas personas parecía saber muy bien a dónde ir. Varias veces observó Bastián que alguno, después de haber empujado fatigosamente su carro en una dirección, lo arrastraba hacia la contraria poco después, para tomar algo más tarde una nueva. Pero todos se mostraban febrilmente activos.

Bastián se decidió a abordar a uno de ellos.

—¿Cómo se llama esta ciudad?

El interpelado soltó su carro, se enderezó, se frotó la frente un rato como si estuviera pensando intensamente, y luego se fue, abandonando simplemente el carro. Parecía haberlo olvidado. No obstante, pocos minutos más tarde una mujer se apoderó del vehículo y lo arrastró penosamente hacia algún lado. Bastián le preguntó si los trastos eran de ella. La mujer se quedó un rato sumida en profundas meditaciones y luego se marchó.

Bastián lo intentó aún unas cuantas veces, pero no recibió respuesta a ninguna de sus preguntas.

—Es inútil preguntarles —oyó decir de pronto a una voz burlona—. No pueden decirte nada. Se les podría llamar los que nada dicen.

Bastián se volvió y vio, en un saliente de la pared (que era la parte inferior de un mirador colocado al revés) a un monito gris. El animal llevaba un birrete negro de doctor del que colgaba una borla y parecía diligentemente ocupado en contar algo con los dedos de los pies. Luego miró irónicamente a Bastián y dijo:

—Perdona, sólo estaba contando algo rápidamente.

—¿Quién eres? —le preguntó Bastián.

—¡Árgax es mi nombre, encantado! —respondió el monito levantándose ligeramente el birrete—. ¿Y con quién tengo el gusto?

—Me llamo Bastián Baltasar Bux.

—¡Muy bien! —dijo el monito satisfecho.

—¿Y cómo se llama esta ciudad? —preguntó Bastián.

—En realidad no tiene nombre —explicó Árgax—, pero se le podría llamar… digamos… la Ciudad de los Antiguos Emperadores.

—¿La Ciudad de los Antiguos Emperadores? —repitió Bastián inquieto—. ¿Por qué? No hay nadie que parezca un antiguo emperador.

—¿Ah no? —el monito se rió sofocadamente—. Sin embargo, todos los que ves fueron en su tiempo emperadores de Fantasia… o, por lo menos, quisieron serlo.

Bastián se sobresaltó.

—¿Cómo lo sabes, Árgax?

El monito se levantó otra vez el birrete y miró a Bastián irónicamente.

—Yo soy… digamos… el vigilante de la ciudad.

Bastián miró a su alrededor. Muy cerca, un hombre anciano había cavado una fosa. Metió en ella una vela encendida y tapó otra vez el agujero.

El monito se rió.

—¿Te agradaría hacer una pequeña visita a la ciudad, señor? Digamos… ¿un primer contacto con tu futuro lugar de residencia?

—No —dijo Bastián—. ¿Qué diablos estás diciendo?

El monito saltó a los hombros de Bastián.

—¡Vamos! —cuchicheó—. No cuesta nada. Has pagado ya lo que te da derecho a la entrada.

Bastián comenzó a andar aunque, en realidad, hubiera preferido irse de la ciudad. Se sentía incómodo y esa sensación aumentaba a cada paso. Observó a la gente y se dio cuenta de que tampoco hablaban entre sí. No se preocupaban en absoluto unos de otros; en realidad, ni siquiera parecían darse cuenta de su mutua presencia.

—¿Qué les pasa? —preguntó Bastián—. ¿Por qué se comportan de una forma tan rara?

—No tiene nada de rara —se rió ahogadamente Árgax en su oído—. Se podría decir que son tus iguales o, mejor, que lo fueron en su tiempo.

—¿Qué quieres decir? —Bastián se quedó inmóvil—. ¿Quieres decir que son seres humanos?

Árgax dio saltos de alegría sobre las espaldas de Bastián:

—¡Eso es! ¡Eso es!

Bastián vio en medio de su camino a una mujer sentada que intentaba pinchar guisantes con una aguja de zurcir.

—¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Qué hacen? —preguntó Bastián.

—Bueno, en todos los tiempos ha habido seres humanos que no han vuelto a su mundo —explicó Árgax—. Al principio no querían y ahora… digamos… no pueden ya.

Bastián miró a una niña que, con gran esfuerzo, empujaba un coche de muñecas de ruedas cuadradas.

—¿Por qué no pueden ya? —preguntó.

—Tienen que desearlo. Pero ya no desean nada. Han gastado su último deseo en alguna otra cosa.

—¿Su último deseo? —preguntó Bastián con los labios pálidos—. Entonces, ¿no se puede desear tanto como se quiera?

Árgax volvió a reírse sofocadamente. Trató de quitarle a Bastián el turbante para despiojarlo.

—¡Deja eso! —gritó Bastián. Quiso sacudirse al mono, pero él se agarró fuertemente, chillando de placer.

—¡No es eso! ¡No es eso! —gritó excitadamente el monito—. Sólo puedes desear cosas mientras te acuerdes de tu mundo. Los que están aquí han agotado todos sus recuerdos. Quien no tiene ya pasado tampoco tiene porvenir. Por eso no envejecen. ¡Míralos! ¿Podrías creer que muchos de ellos llevan aquí mil años e incluso más? Pero se quedan como son. Para ellos no puede cambiar nada, porque ellos mismos no pueden ya cambiar.

Bastián observó a un hombre que enjabonaba un espejo y empezaba luego a afeitarlo. Lo que al principio le había parecido aún cómico a Bastián le producía ahora en la espalda carne de gallina.

Siguió adelante deprisa y sólo entonces se dio cuenta de que cada vez descendía más por la ciudad. Quiso volverse, pero algo lo atraía como un imán. Comenzó a correr, intentando deshacerse del molesto monito, pero éste se aferraba a él como una lapa e incluso lo acicateaba.

—¡Más aprisa! ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga!

Bastián vio que aquello no servía de nada y se detuvo.

—Y todos éstos —preguntó sin aliento—, ¿fueron o quisieron ser en otro tiempo emperadores de Fantasia?

—Claro —dijo Árgax—. Todo el que no encuentra el camino de vuelta quiere ser tarde o temprano emperador. No todos lo consiguieron, pero todos lo intentaron. Por eso hay aquí dos clases de locos. El resultado, sin embargo, es… digamos… el mismo.

—¿Qué dos clases? ¡Explícamelo! ¡Tengo que saberlo, Árgax!

—¡Calma! ¡Calma! —volvió a reírse el mono, abrazándose con más fuerza a Bastián—. Unos perdieron sus recuerdos poco a poco. Y cuando perdieron el último, ÁURYN no pudo cumplir ya más deseos. Entonces ellos solos… digamos… vinieron hasta aquí. Los otros, al ser emperadores, perdieron de golpe todos sus recuerdos. ÁURYN tampoco pudo cumplir ya sus deseos porque nada deseaban ya. Como ves, viene a ser lo mismo. También ellos están aquí y no pueden marcharse.

—¿Eso quiere decir que todos tuvieron alguna vez a ÁURYN?

—¡Por supuesto! —respondió Árgax—. Pero lo han olvidado hace tiempo. Tampoco les serviría de nada, pobres locos.

—¿Se lo… —Bastián titubeó—. Se lo quitaron?

—No —dijo Árgax—. Cuando alguien se convierte en emperador, ÁURYN desaparece porque él lo desea. Es claro como la luz del día, digamos, porque al fin y al cabo no se puede utilizar el poder de la Emperatriz Infantil para quitarle precisamente ese poder.

Bastián se sentía tan mal que le hubiera gustado sentarse en algún sitio, pero el monito gris no lo dejó.

—¡No, no, la visita de la ciudad no ha terminado! —gritó—. ¡Falta aún lo más importante! ¡Sigue! ¡Sigue!

Bastián vio a un muchacho que, con un pesado martillo, clavaba clavos en unos calcetines que tenía delante de él en el suelo. Un hombre gordo intentaba pegar sellos de correos en pompas de jabón, que naturalmente le estallaban siempre. Sin embargo, él no dejaba de fabricar nuevas pompas.

—¡Mira! —oyó decir Bastián a la voz burlona de Árgax, y sintió que éste, con sus manecitas de mono, le hacía girar la cabeza en una dirección determinada—. ¡Mira allí! ¿No es divertido?

Había un grupo de personas, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos vestidos con los trajes más extraños y sin hablar. En el suelo había un montón de grandes dados, y en los seis lados de cada dado había letras. Una y otra vez, aquellas personas revolvían los dados y luego los contemplaban fijamente largo tiempo.

—¿Qué hacen? —susurró Bastián—. ¿Qué clase de juego es ése? ¿Cómo se llama?

—Es el juego de la arbitrariedad —respondió Árgax. Les hizo señas a los jugadores y gritó—: ¡Bravo, muchachos! ¡Adelante! ¡No os detengáis!

Luego se volvió a Bastián y le cuchicheó al oído:

—Ya no saben narrar. Han perdido el lenguaje. Por eso he inventado ese juego para ellos. Como ves, los entretiene. Y es muy fácil. Si lo piensas, tendrás que admitir que todas las historias del mundo, en el fondo, se componen sólo de veintiséis letras. Las letras son siempre las mismas y sólo cambia su combinación. Con las letras se hacen palabras, con las palabras frases, con las frases capítulos y con los capítulos historias. Mira, ¿qué pone ahí?

Bastián leyó:

H G I K L O P F M W E Z V X Q

Z X C V B N M A S D F G H J K L Ñ

Q W E R T Y U I O P

A S D F G H J K L Ñ

M N B V C X Z L K J H G F D S A

P O I U Y T R E W Q A S

Q W E R T Y U I O P A S D F

Z X C V B N M L K J

Q W E R T Y U I O P

A S D F G H J K L Ñ Z X C

P O I U Y T R E W Q

N L K J H G F D S A M N B V

G K H D S R Y I P

A R C G U N I K Y Ñ

Q W E R T Y U I O P A S D

M N B V C X Z A S D

L K J U O N G R E F G H L

—Sí —se rió sofocadamente Árgax—, casi siempre pasa eso. Pero si se juega mucho tiempo, durante años, surgen a veces, por casualidad, palabras. No palabras especialmente ingeniosas, pero por lo menos palabras. «Calambrespinaca», por ejemplo, o «choricepillo», o «pintacuellos». Sin embargo, si se sigue jugando cien años, mil años, cien mil años, con toda probabilidad saldrá una vez, por casualidad, un poema. Y si se juega eternamente tendrán que surgir todos los poemas, todas las historias posibles, y luego todas las historias de historias, incluida ésta en la que precisamente estamos hablando. ¿Es lógico, no?

—Es horrible —dijo Bastián.

—Bueno —dijo Árgax—, depende de cómo se mire. Ésos de ahí… digamos… se dedican a ello apasionadamente. Y además, ¿qué otra cosa podríamos hacer en Fantasia con ellos?

Bastián miró largo tiempo en silencio a los jugadores y luego preguntó en voz baja:

—Árgax… Tú sabes quién soy yo, ¿verdad?

—¿Y cómo no? ¿Quién no conoce tu nombre en Fantasia?

—Dime una cosa, Árgax. Si me hubiera convertido ayer en emperador, ¿estaría ya aquí?

—Hoy o mañana —respondió el mono—, o dentro de una semana. De todas formas, hubieras acabado pronto aquí.

—Entonces Atreyu me ha salvado.

—Eso no lo sé —reconoció el mono.

—Y si hubiera conseguido quitarme la Alhaja, ¿qué hubiera ocurrido?

El mono se río otra vez sofocadamente.

—Digamos… que habrías acabado aquí también.

—¿Por qué?

—Porque necesitas a ÁURYN para encontrar tu camino de regreso. Y, sinceramente, no creo que lo consigas.

El mono batió palmas, se quitó el birrete y miró irónicamente a Bastián.

—Dime, Árgax, ¿qué puedo hacer?

—Encontrar un deseo que te devuelva a tu mundo.

Bastián calló otra vez largo tiempo y luego preguntó:

—Árgax, ¿puedes decirme cuántos deseos me quedan aún?

—No muchos ya. En mi opinión, tres o cuatro todo lo más. Y con eso difícilmente podrás arreglártelas. Empiezas un poco tarde y el camino de vuelta no es fácil. Tendrás que atravesar el Mar de Niebla. Sólo eso te costará uno. Lo que viene después no lo sé. Nadie sabe en Fantasia dónde está para vosotros el camino de vuestro mundo. Quizá encuentres el Minroud de Yor, la última salvación para muchos como tú. Aunque me temo que para ti queda… digamos… demasiado lejos. De la Ciudad de los Antiguos Emperadores, por esta vez, podrás salir.

—¡Gracias, Árgax! —dijo Bastián.

El monito gris hizo una mueca burlona.

—¡Hasta la vista, Bastián Baltasar Bux!

Y de un salto desapareció en una de las absurdas casas. Se había llevado el turbante.

Bastián permaneció un rato aún sin moverse. Lo que había sabido lo confundía y desconcertaba tanto que no podía tomar ninguna decisión. Todos sus objetivos y planes anteriores se habían derrumbado de golpe. Le parecía como si, en su interior, todo hubiera sido puesto cabeza abajo… Lo mismo que en aquella pirámide que tenía ante los ojos, la parte de arriba había quedado abajo y la parte de atrás delante. Lo que había esperado resultaba ser su perdición y lo que había odiado su salvación.

Ante todo, una cosa le resultaba evidente: ¡tenía que salir de aquella ciudad de locos! ¡Y no quería volver jamás a ella!

Se puso a andar entre la confusión de edificios sin sentido, y pronto se dio cuenta de que el camino de entrada había sido mucho más fácil que el de salida. Una y otra vez pudo comprobar que había perdido el rumbo y se dirigía otra vez rápidamente al centro de la ciudad. Necesitó toda la tarde para llegar al terraplén. Luego salió a la campiña y no dejó de andar hasta que la noche —tan oscura como la anterior— lo forzó a hacer un alto. Cayó al suelo agotado, bajo un enebro, y se sumió en un sueño profundo. Y en aquel sueño se borró en él el recuerdo de que, en otro tiempo, había sido capaz de inventar historias.

Durante toda la noche vio una sola imagen en sueños, que no quería desaparecer y que tampoco cambiaba: Atreyu, con la sangrante herida en el pecho, estaba ante él y lo miraba, inmóvil y sin decir palabra.

Despertado por un trueno, Bastián se puso en pie precipitadamente. La más profunda oscuridad lo rodeaba, aunque todas las masas de nubes que, desde hacía días, se habían ido acumulando, parecían haber iniciado un gran alboroto. Ininterrumpidamente cruzaban el cielo los relámpagos, los truenos resonaban y retumbaban de tal forma que el suelo se estremecía, y la tempestad aullaba de un lado a otro sobre la campiña, haciendo doblarse hasta el suelo a los enebros. Los aguaceros corrían por el paisaje como cortinas grises.

Bastián se levantó. Se quedó de pie, envuelto en su manto negro y con el agua corriéndole por el rostro.

Un rayo cayó en un árbol, delante mismo de él, partiendo el tronco nudoso; las ramas se incendiaron inmediatamente y el viento barrió sobre la campiña nocturna una lluvia de chispas, que los aguaceros apagaron enseguida.

Bastián había caído de rodillas por el tremendo estallido. Empezó a escarbar la tierra con las manos. Cuando el agujero fue suficientemente profundo, se desciñó la espada Sikanda y la colocó en él.

—¡Sikanda! —dijo en voz baja en medio de los bramidos de la tormenta—. Adiós para siempre. Nunca más ocurrirán desgracias porque alguien te desenvaine contra un amigo. Y nadie te encontrará aquí… hasta que se olvide lo que ocurrió por tu culpa y la mía.

Entonces cubrió otra vez el agujero y puso por fin musgo y ramas sobre el lugar, a fin de que nadie pudiera descubrirla.

Y allí está Sikanda hasta hoy. Porque sólo en un futuro lejano llegará alguien que podrá tocarla sin peligro… pero ésa es otra historia y será contada en otra ocasión.

Bastián continuó andando a través de la oscuridad.

La tormenta cedió hacia el amanecer, el viento amainó, la lluvia empezó a gotear de los árboles y se hizo la calma.

Aquella noche comenzó para Bastián un vagabundeo largo y solitario. No quería volver a ver a sus compañeros de viaje y de batalla, no quería volver a ver a Xayide. Quería buscar el camino de regreso al mundo de los seres humanos… pero no sabía cómo ni por dónde. ¿Había en algún lado una puerta, un paso, una línea divisoria que lo llevara hasta allí?

Tenía que desearlo, eso lo sabía. Pero para ello no tenía fuerzas. Se sentía como un buceador que buscara un barco hundido en el fondo del mar, pero se viera obligado a subir siempre antes de poder encontrar algo.

Sabía también que le quedaban pocos deseos: por eso ponía sumo cuidado en no hacer uso de ÁURYN. Los pocos recuerdos que le quedaban aún sólo debía sacrificarlos si con ello se acercaba a su mundo, y sólo cuando fuera absolutamente necesario.

Pero los deseos no se pueden provocar ni reprimir a placer. Surgen en nosotros de profundidades más profundas que todas las intenciones, sean buenas o malas. Y surgen inadvertidos.

Sin que Bastián se diera cuenta de ello, se estaba formando en él un nuevo deseo que, poco a poco, iba tomando forma concreta.

La soledad en que caminaba desde hacía muchos días y noches hizo que deseara pertenecer a alguna comunidad, ser adoptado por algún grupo, no como señor o vencedor ni como alguien especial, sino sólo como uno más, quizá el más pequeño o el menos importante, pero como alguien que perteneciera a ese grupo naturalmente y participara en la comunidad.

Y sucedió que un día llegó a la orilla del mar. En cualquier caso, así lo creyó al principio. Era una escarpada costa rocosa aquélla en que se encontraba y ante sus ojos se extendía un mar de olas blancas y petrificadas. Sólo más tarde se dio cuenta de que aquellas olas no estaban realmente inmóviles, sino que se movían lentamente, y de que había corrientes y remolinos que giraban tan imperceptiblemente como las agujas de un reloj.

¡Era el Mar de Niebla!

Bastián caminó a lo largo de la escarpada costa. El aire era caliente y un poco húmedo, y no había ni un soplo de viento. Todavía eran las primeras horas de la mañana y el sol resplandecía sobre la superficie de niebla, blanca como la nieve, que se extendía hasta el horizonte.

Bastián anduvo unas horas y llegó hacia el mediodía a una pequeña ciudad que se hallaba en el Mar de Niebla, sobre altos pilotes, un poco alejada de la costa. Un largo puente colgante que oscilaba libremente la unía con un saliente de la costa rocosa. El puente se columpió con suavidad cuando Bastián lo atravesó.

Las casas eran relativamente pequeñas: las puertas, las ventanas, las escaleras, todo parecía hecho para niños. Y, de hecho, las gentes que andaban por la calle tenían todas la estatura de niños, aunque se tratase de hombres con barba y de mujeres de altos peinados. Llamaba la atención el que apenas se los podía distinguir entre sí: tanto se parecían mutuamente. Sus rostros eran de un color pardo oscuro como la tierra húmeda y parecían muy amables y tranquilos. Cuando veían a Bastián, lo saludaban con la cabeza, pero ninguno le hablaba. En general, parecían ser muy silenciosos; sólo rara vez se podía oír una palabra o una exclamación por las calles y callejas, a pesar de la gran actividad que reinaba. Tampoco se veía nunca a nadie solo; siempre iban en grupos pequeños o grandes, del brazo o de la mano.

Cuando Bastián miró más detenidamente las casas, comprobó que todas estaban hechas de una especie de trenzado de mimbre, unas de un trenzado basto, otras de uno fino… Hasta el suelo de las calles era de la misma calidad. Y finalmente observó también que incluso los vestidos de la gente, pantalones, faldas, chaquetas y sombreros, estaban hechos del mismo trenzado, aunque en este caso de uno muy fino y artístico. Al parecer, todo se hacía exclusivamente del mismo material.

Aquí y allá, Bastián podía echar una ojeada a diversos talleres de artesanos que se ocupaban todos en la fabricación de cosas trenzadas; hacían zapatos, cántaros, lámparas, tazas, paraguas… todo de aquel trenzado. Y nunca trabajaba nadie solo, porque todas aquellas cosas sólo podían fabricarse mediante la colaboración de varios. Era un placer ver con qué habilidad trabajaban juntos y unos completaban siempre la labor de los otros. Al trabajar, cantaban casi siempre sencillas melodías sin palabras.

La ciudad no era muy grande y por eso Bastián llegó pronto a su margen. Y la vista que se le ofreció indicaba inconfundiblemente que se trataba de una ciudad marinera, porque había cientos de barcos de toda forma y tamaño. Sin embargo, era una ciudad marinera bastante insólita, porque todos aquellos barcos estaban colgados de enormes cañas de pescar y flotaban, unos junto a otros, columpiándose ligeramente, sobre el abismo en que se movían las blancas masas de niebla. Por lo demás, también aquellos barcos parecían hechos de trenzado de mimbre y no tenían velas ni mástiles, remos o timones.

Bastián se había inclinado sobre una barandilla y miraba al Mar de Niebla. Podía ver lo altos que eran los pilotes sobre los que se asentaba la ciudad por las sombras que, a la luz del sol, arrojaban sobre la blanca superficie que había abajo.

—De noche —oyó decir a una voz a su lado—, la niebla sube hasta la ciudad. Entonces podemos hacernos a la mar. Durante el día el sol consume la niebla y el nivel del mar desciende. Esto es lo que querías saber, ¿no es cierto, extranjero?

Junto a Bastián había tres hombres apoyados en la barandilla, que lo miraban afable y amistosamente. Entabló conversación con ellos y supo que la ciudad llevaba el nombre de Ýskal y que la llamaban también la Ciudad de Mimbre. Sus habitantes eran los yskálnari. La palabra significaba algo así como «los comunitarios». Los tres hombres eran de profesión navegantes de la niebla. Bastián no quiso dar su propio nombre para no ser reconocido y dijo que se llamaba Uno. Los tres marinos le explicaron que no tenían un nombre para cada individuo y que tampoco lo consideraban necesario. Eran, todos juntos, los yskálnari, y eso les bastaba.

Como era precisamente mediodía, invitaron a Bastián a ir con ellos y él aceptó agradecido. En una posada cercana se sentaron a la mesa y durante la comida Bastián se enteró de todo lo que se refería a la ciudad de Ýskal y sus habitantes.

El Mar de Niebla, que ellos llamaban Skaidan, era un gigantesco océano de vapor blanco que separaba dos partes de Fantasia. La profundidad de Skaidan no la había averiguado nadie aún, ni tampoco de dónde procedía aquella monstruosa masa de niebla. Era verdad que se podía respirar perfectamente bajo su superficie y que, desde la costa, donde la niebla era todavía relativamente poco profunda, se podía andar un trecho por el fondo del mar, pero sólo amarrado a una soga de la que pudiera ser uno remolcado. Efectivamente, la niebla tenía la cualidad de hacer perder, al cabo de corto tiempo, todo sentido de orientación. Muchos audaces o imprudentes habían muerto en el transcurso del tiempo intentando atravesar Skaidan solos y a pie. Sólo unos cuantos habían podido ser salvados. La única forma de poder llegar al otro lado del Mar de Niebla era la de los yskálnari.

El trenzado de mimbre de que se componían todas las casas de la ciudad de Ýskal, todos los objetos de uso, los vestidos y también los barcos, se hacía de una especie de juncos que crecían cerca de la orilla, bajo la superficie del Mar de Niebla, y que —como puede comprenderse fácilmente por lo que se acaba de decir— sólo podían cortarse con peligro mortal. Aquellos juncos, aunque extraordinariamente flexibles y hasta fláccidos en el aire, se ponían en la niebla derechos, porque eran más ligeros que ella y flotaban encima. De esa forma flotaban también, naturalmente, los barcos construidos con ellos. Los trajes que llevaban los yskálnari eran al mismo tiempo una especie de chaleco salvavidas, para el caso de que alguno cayera en la niebla.

Pero aquél no era el verdadero secreto de los yskálnari ni explicaba la razón de la peculiar solidaridad que regía todas sus actividades. Como pudo observar pronto Bastián, parecían no conocer la palabra «yo»; en cualquier caso, no la utilizaban nunca, sino que hablaban siempre únicamente de «nosotros». La razón no la supo hasta más adelante.

Cuando dedujo de lo que decían los tres navegantes de la niebla que aquella misma noche se harían a la mar, les preguntó si no podían llevarlo como grumete. Le explicaron que un viaje por Skaidan se diferenciaba considerablemente de cualquier otro viaje por mar, porque nunca podía saberse cuánto duraría ni a dónde se llegaría en definitiva. Bastián dijo que le daba igual, y los marinos consintieron en aceptarlo en su barco.

Al caer la noche, la niebla, como se esperaba, comenzó a subir, y hacia la medianoche había llegado a la altura de la ciudad de mimbre. Todos los barcos que antes habían colgado en el aire flotaban ahora en la blanca superficie. El barco en que se encontró Bastián —una embarcación plana, de unos treinta metros de eslora— fue soltado de sus amarras y se movió lentamente hacia la vastedad del Mar de Niebla nocturno.

Ya a la primera ojeada, Bastián se había preguntado qué medio de propulsión podía hacer moverse aquella especie de barco, que no tenía velas, ni remos, ni hélice. Las velas, como supo, no hubieran servido de nada, porque sobre Skaidan reinaba casi siempre la calma, y con remos o hélices no se podía avanzar por la niebla. La fuerza que impulsaba al barco era totalmente distinta.

En el centro de la cubierta había una plataforma redonda, ligeramente elevada. Bastián la había observado ya al principio y la había tomado por un puente de mando o algo parecido. En realidad, durante todo el viaje había en ella por lo menos dos navegantes de la niebla, aunque a veces también tres, cuatro o incluso más. (Toda la tripulación se componía de catorce hombres… sin contar, naturalmente, a Bastián). Los que se encontraban en la plataforma redonda juntaban brazos y hombros y miraban en la dirección del rumbo. Si no se los observaba con mucha atención, podía pensarse que estaban inmóviles. Sólo con una observación más atenta se podía notar que, muy despacio y de forma totalmente simultánea, se movían en una especie de baile. Mientras tanto, cantaban una melodía simple, siempre repetida, muy bella y suave.

Bastián había tomado al principio aquel extraño comportamiento por una ceremonia o costumbre especial cuyo sentido se le escapaba. Sólo al tercer día de viaje interrogó a uno de sus tres amigos, que se había sentado a su lado. Éste pareció a su vez extrañado del asombro de Bastián y le explicó que los hombres movían el barco con su imaginación.

De momento, Bastián no pudo comprender la explicación y preguntó si accionaban algunas ruedas ocultas.

—No —respondió el navegante de la niebla—. Cuando quieres mover las piernas, ¿no te basta con imaginártelo? ¿O es que tienes que moverlas mediante engranajes?

La diferencia entre el propio cuerpo y un barco estaba sólo en que hacía falta que por lo menos dos yskálnari unieran totalmente sus imaginaciones. Y si querían viajar más rápidamente tenían que colaborar varios. Normalmente trabajaban en turnos de tres y los demás descansaban porque, aunque parecía tan ligero y agradable, era un trabajo pesado y agotador que exigía una concentración grande y constante. Pero era la única forma de poder navegar por Skaidan.

Y Bastián aprendió las enseñanzas de los navegantes de la niebla y supo el secreto de su solidaridad: el baile y la canción sin palabras.

Poco a poco, durante la larga travesía, se convirtió en uno de ellos. Era una sensación peculiar e indescriptible de olvido de sí mismo y de armonía la que sentía cuando, durante el baile, su propia imaginación se fundía con la de los otros, haciéndose un todo. Se sentía realmente aceptado en su comunidad y parte de ella… y al mismo tiempo desapareció de su memoria el recuerdo de que, en el mundo del que había venido y cuyo camino de regreso buscaba, había hombres, hombres que tenían todos sus propias imaginaciones y opiniones. Lo único que podía recordar aún, oscuramente, eran su casa y sus padres.

Sin embargo, en lo más profundo de su corazón había aún otro deseo distinto del de no estar solo nunca más. Y ese otro deseo comenzó a agitarse suavemente.

Eso ocurrió el día en que, por primera vez, observó que los yskálnari no lograban su solidaridad armonizando formas de imaginar totalmente distintas, sino porque se parecían tanto entre sí que no les costaba ningún esfuerzo sentirse una comunidad. Al contrario, no tenían la posibilidad de discutir o de no estar de acuerdo entre sí, porque ninguno de ellos se sentía un individuo. No tenían que vencer ninguna oposición para encontrar la armonía y precisamente esa facilidad le pareció a Bastián, poco a poco, insatisfactoria. Su dulzura le resultó sosa y la melodía siempre igual de sus canciones, monótona. Sentía que le faltaba algo, que anhelaba algo, pero no podía decir qué.

Eso sólo le resultó claro cuando, algún tiempo después, divisaron en el cielo una gigantesca corneja de la niebla. Todos los yskálnari tuvieron miedo y se escondieron bajo cubierta tan aprisa como pudieron. Uno, sin embargo, no lo logró a tiempo, y la monstruosa ave se precipitó sobre él con un grito, cogió al desgraciado y se lo llevó en el pico.

Cuando el peligro había pasado, los yskálnari salieron de nuevo y continuaron el viaje con su canto y su baile, como si nada hubiera pasado. Su armonía no se había visto afectada, y no se lamentaron ni se quejaron, ni dedicaron una sola palabra a comentar el hecho.

—No —dijo uno cuando Bastián lo interrogó al respecto—: no nos falta nadie. ¿Por qué tendríamos que lamentarnos?

El individuo no contaba para ellos. Y, como no se distinguían entre sí, ninguno era irremplazable.

Sin embargo, Bastián quería ser un individuo, alguien, no sólo uno como los demás. Quería que lo quisieran precisamente por ser como era. En aquella comunidad de los yskálnari había armonía pero no amor.

Bastián no quería ser ya el más grande, el más fuerte o el más inteligente. Todo eso lo había superado. Deseaba ser querido como era, bueno o malo, hermoso o feo, listo o tonto, con todos sus defectos… o precisamente por ellos.

Pero ¿cómo era él?

Ya no lo sabía. Había recibido tantas cosas en Fantasia que ahora, entre todos aquellos dones y poderes, no se sabía encontrar a sí mismo.

A partir de entonces no participó ya en el baile del buque de la niebla. Se sentaba en la proa y miraba a Skaidan durante todo el día y a veces también durante toda la noche.

Y por fin llegaron a la otra orilla. El buque de la niebla atracó, Bastián dio las gracias a los yskálnari y bajó a tierra.

Era una tierra llena de rosas y rosaledas de todos los colores. Y por en medio de aquel interminable bosque de rosas corría un sendero retorcido.

Bastián lo siguió.

La historia interminable
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