Capítulo
35

Mia se puso la chaqueta encima de la camisa mientras se preparaba para salir del apartamento de Gabe. Este no se iba a poner muy contento cuando la viera entrar en la oficina. Se había ido esa mañana y le había dejado claras instrucciones de que se quedara en casa, en la cama, y descansara.

Gabe pensaba que se estaba enfermando, que el día anterior solo había sido el preludio de un resfriado o de un virus estomacal.

Mia se había pasado la mayor parte del día atontada por el miedo y la impresión. Se había asustado tanto que no había podido siquiera pensar en cuál sería la mejor decisión, y el tiempo seguía corriendo. Era viernes y Charles esperaba que le soplara la información para el fin de semana.

Tenía el estómago hecho un nudo. Estaba de los nervios mientras bajaba para montarse en el coche que la llevaría a la oficina de Gabe. Su oficina.

Había sopesado todas sus opciones y la única que le servía era ir hasta Gabe, decirle toda la verdad, y esperar a que él se pudiera ocupar del asunto. Traicionarlo no era una opción. No tenía ni idea del futuro que ambos tenían juntos, pero ya iba siendo hora de que se encargaran ellos mismos de la situación y se lo contaran a Jace. De esa forma Charles perdería todo el poder que tuviera.

La noche anterior se había dejado la parte superior del pijama puesta incluso tras meterse en la cama con Gabe con la excusa de que tenía frío. En realidad, no había querido que Gabe viera los moratones que tenía en el brazo de cuando Charles la había agarrado. Gabe se habría percatado de ello con toda seguridad, y ella habría tenido que darle una explicación antes de haber tenido tiempo para organizar su propia cabeza y de haber tomado finalmente una decisión.

Mia se acarició el brazo por encima de la chaqueta de cuero, y se mordió el labio de forma pensativa mientras el coche se desplazaba entre el tráfico de mediodía.

Aún hacía un frío intenso, pero no había nevado. Ni siquiera aguanieve. Pero hacía frío, el cielo estaba gris y repleto de nubes y además parecía estar preparado para comenzar a llover en cualquier momento.

Cuando el chófer se paró frente al edificio, Mia se bajó y se apresuró a llegar a la puerta de la entrada para no empaparse de nuevo. Entró en el ascensor, y a cada planta que iba subiendo la ansiedad parecía apoderarse de ella con más intensidad.

Eleanor pareció sorprenderse cuando Mia entró en el área de recepción.

—Mia, el señor Hamilton me informó de que estabas enferma esta mañana. ¿Te sientes mejor?

Mia sonrió lánguidamente.

—Un poco, sí. ¿Está Gabe en la oficina?

Eleanor asintió.

—Procura que nadie nos moleste hasta que él te avise —dijo Mia con voz queda—. Tenemos un asunto importante que discutir.

—Por supuesto —contestó Eleanor—. Decidme si necesitáis que os pida el almuerzo y me ocuparé de ello.

Mia ignoró eso último y se encaminó hacia la oficina de Gabe con el miedo intensificándosele a cada paso que daba. La enfermaba tener que decirle las imágenes que había visto. El material con el que Charles la había amenazado. Mia no quería tener que discutir de nuevo lo que ocurrió en París. Ella y Gabe ya habían pasado página.

Cuando abrió la puerta del despacho, él levantó la mirada y frunció el ceño. Cuando vio que era ella, se levantó de inmediato de la mesa e hizo una mueca con los labios.

—¿Mia? ¿Qué demonios estás haciendo aquí? ¿Estás bien? Deberías estar en casa en la cama.

Él le puso las manos en los hombros y la estrechó contra su pecho, luego bajó la mirada hasta su rostro para examinarla y buscarle algún signo de enfermedad en las facciones.

—Hay algo que tengo que decirte, Gabe —le dijo, vacilante—. Es sobre ayer… y lo que pasó de verdad.

Gabe se separó de Mia para poder mirarla a la cara y ver su expresión, el pulso se le aceleró cuando vio el miedo y el temor en sus ojos. Se la veía… mal. Y ella nunca estaba mal. Sin embargo, esta mañana su apariencia era como si no hubiera dormido nada la noche anterior. La había visto cansada y frágil.

Se acordó de que el día anterior había pensado que parecía como si Mia hubiera estado llorando. Y ahora estaba aquí sugiriéndole que no le había dicho algo —algo gordo— de lo que había pasado ayer.

—Ven y siéntate —le dijo con un nudo en la garganta.

Mientras la intentó guiar con gentileza hacia el sofá que se encontraba en la otra punta de la habitación, ella negó con la cabeza y se soltó de su agarre.

—No me puedo sentar, Gabe. Estoy demasiado nerviosa. Solo necesito contarte esto y rezar para que no estés enfadado… conmigo.

Ahora sí que se estaba empezando a preocupar. Por el amor de Dios, no podía encajar todas las piezas. El día anterior todo había transcurrido con aparente normalidad. Hasta el almuerzo, cuando se fue a por algo para comer. Cuando regresó, estaba empapada hasta los huesos y casi como en estado de conmoción.

Frunció el ceño más aún mientras ella le devolvía una mirada que rebosaba vulnerabilidad. Estaba asustada. Lo ponía enfermo que estuviera tan claramente asustada de él, o al menos de la reacción que pudiera tener a lo que iba a decirle.

En un esfuerzo para aliviar su tangible miedo y nerviosismo, Gabe deslizó las manos por las mangas de su chaqueta y le dio un suave apretón. Ella se encogió de dolor y de inmediato apartó el brazo para llevarse la otra mano justo al lugar donde la había agarrado.

¿Qué narices estaba pasando aquí?

—Quítate la chaqueta, Mia —le dijo con un tono de voz firme.

Ella vaciló mientras la respiración seguía saliendo a través de sus labios. Las lágrimas se le comenzaron a formar en los ojos, y eso lo dejó atónito.

Sin querer esperar ni un minuto más, Gabe le bajó la chaqueta de los hombros y le sostuvo los brazos para poder deslizarle la prenda. Ella no quería cruzar la mirada con la de él durante todo el proceso. Tan pronto como le había quitado la chaqueta, Gabe examinó el antebrazo por el que se había encogido de dolor cuando la había tocado.

El aire salió de sus pulmones con una gran exhalación cuando vio los moratones que cubrían la parte superior de su brazo. Gabe fue a mover los dedos para tocarle aquella zona, pero se contuvo ya que no quería hacerle daño.

La cogió de la otra mano y la condujo hasta la ventana, donde la luz era mejor y podía ver las marcas con más claridad.

—¿Qué narices ha pasado aquí, Mia? —le exigió.

Le recorrió la piel amoratada con las puntas de los dedos, y entonces la vena de la sien le comenzó a latir con fuerza cuando vio que los cardenales se asimilaban bastante a la forma de los dedos. Como si alguien la hubiera agarrado con brusquedad y no la hubiera soltado. Y eran manos y dedos grandes. Las manos de un hombre.

Una lágrima descendió por su mejilla y Mia intentó rápidamente secársela con la mano que tenía libre. El miedo lo atenazó. ¿Qué le había pasado? Un nudo se le formó en la boca del estómago y el pánico le atravesó las entrañas.

—¿Quién te ha hecho esto?

Su tono de voz era bajo y amenazador. Gabe parecía agarrarse al último ápice de control que le quedaba. Quería encontrar al hijo de puta que le había puesto las manos encima a Mia y matar al cabrón.

—Charles Willis —dijo Mia apenas en un susurro.

—¿Qué?

Ella se encogió al oír la explosión de su voz. Entonces levantó la mano y la puso sobre su pecho. Estaba vibrando de la furia y ella lo sabía. Su mirada lacrimosa se encontró con la de él y solo consiguió ver súplica en sus ojos.

—Ayer cuando fui a por el almuerzo, me asaltó en la calle. Cuando ya volvía, y no lejos de la entrada del edificio. Dijo que quería que le diera información sobre las ofertas de construcción que recibiste para el hotel en París. Dijo que su única oportunidad era superar a sus competidores por la cantidad suficiente para que no tuvieras más remedio que irte con él a pesar de los recelos que pudieras tenerle.

Un mal presentimiento comenzó a apoderarse de Gabe.

—¿Le diste esa información? —le preguntó. ¿Era por esa razón por la que estaba tan molesta y convencida de que se iba a enfadar con ella?

—¡No! —contestó Mia, la vehemencia con la que lo hizo no dio lugar a dudas. Se la veía devastada por que le hubiera preguntado tal cosa.

—¿Esa es la razón por la que te ha dejado marcada con todos esos moratones? —exigió Gabe—. Lo voy a matar por esto.

—Hay más —siguió Mia casi sin respiración.

La joven se dio la vuelta y comenzó a sacudir los hombros mientras se rodeaba de forma protectora el cuerpo con los brazos.

—Oh, Dios, Gabe. Me amenazó. Me enseñó… unas fotografías.

—¿Fotografías de qué?

Mia volvió a girarse, su rostro era una máscara de angustia.

—De nosotros —soltó de forma estrangulada—. De esa noche. Fotografías donde estaba atada y arrodillada contigo en mi boca.

Ella se sacudió de los pies a la cabeza. Las manos le temblaban tanto que parecía que iba a darle un colapso.

—Y luego había otra foto donde estaba en la mesa con él mientras estaba intentando meterse dentro de mi boca.

—¡Maldito hijo de la gran puta!

Su respuesta fue explosiva y llena de ira. Mia se encogió y retrocedió, y se volvió a abrazar así misma.

—Dijo que si no le daba la información que quería, las haría públicas. Que se lo contaría todo a Jace. Que te arruinaría —soltó entre balbuceos.

Gabe se había quedado estupefacto. No podía siquiera articular palabra, aunque un montón de ellas se le estaban amontonando en la punta de la lengua. Estaba tan enfadado que no podía siquiera pensar con lógica. Levantó una mano y se la llevó al pelo y luego a la cara mientras intentaba procesar la amenaza.

Mia se acercó entonces con una expresión en el rostro llena de súplica y seriedad.

—Te lo tenía que decir, Gabe. Tenía que venir a ti para esto. No podía, ni quiero traicionarte. Pero tiene fotografías muy comprometedoras… Dios, ¡y vaya fotos! Está enfadado y desesperado. Me dio hasta finales de esta semana para llamarlo y darle lo que quería.

Gabe dejó caer la mano mientras la miraba con completa perplejidad. No lo había traicionado. Había venido a él con ojos suplicantes para que él lo arreglara. Dios, Mia confiaba en él, incluso tras lo que le había hecho en París. Él era el culpable aquí. Por su maldita culpa ese cabrón tenía fotografías hirientes e ilícitas de ella en una posición en la que Gabe nunca debería haberla puesto.

El corazón estaba a punto de salírsele del pecho. Cualquier otra persona no se lo habría pensado dos veces y lo habría traicionado. Incluso él mismo no podría haberla culpado si le hubiera revelado la información en un intento de protegerse a sí misma. Pero no lo había hecho. Había acudido a él y se lo había contado todo aunque eso le conllevara un enorme riesgo.

Gabe no podía terminar de asimilarlo todo. Se quedó ahí, mirándola, sin poder respirar, sin ser capaz de procesar la enormidad de su decisión.

Mia lo había elegido a él por encima del deshonor y de la humillación. Lo había elegido a él por encima de Jace, de su hermano.

Dios, había perdonado lo imperdonable, y, en vez de estar herida y enfadada cuando se enfrentó a las fotografías que mostraban, al detalle, lo que Gabe había permitido que le pasara, había elegido no traicionarlo. Había acudido a él, había confiado en él para que se hiciera cargo del asunto. ¡Para que la protegiera!

Tal confianza en él lo dejó desconcertado. Gabe estaba acostumbrado a que la gente lo traicionara. Él era el que esperaba eso de la gran mayoría. Y no podría haberla culpado si hubiera hecho todo lo necesario para protegerse a sí misma.

Pero Mia no había hecho ninguna de las cosas que se podría haber imaginado, y, en cambio, había acudido a él. Estando herida, asustada y confusa, había acudido a él, cuando Gabe no se merecía ni una pizca de esa confianza.

Sin poder mantenerle esa mirada llena de inseguridad y miedo ni un segundo más, Gabe la estrechó contra él con brusquedad y la abrazó con tanta fuerza que dudaba de que ella pudiera siquiera respirar.

Escondió el rostro en su cabello y cerró los ojos mientras inhalaba su aroma y absorbía la sensación de tenerla pegada contra la piel.

Mia estaba tatuada en cada centímetro de su cuerpo. Y más aún, en su corazón. En su alma. Era una marca permanente de la que nunca se desharía.

—Mia. Mi dulce y encantadora Mia —le susurró—. Te he defraudado por completo y, aun así, has seguido teniendo la suficiente confianza como para venir a mí para esto.

Ella se separó de él y puso una odiosa distancia entre ambos. Sus ojos estaban inundados de miedo y dolor. No le extrañaba que hubiera estado conmocionada el día anterior. Ese cabrón no solo le había puesto las manos encima sino que la había aterrorizado y humillado.

—No podía traicionarte —dijo Mia con voz ahogada—. Dios, Gabe, estoy inmersa en una situación en la que pierdo, sí o sí. ¿Lo entiendes? Si le daba a Charles lo que quería, tú habrías cortado conmigo con la misma precisión con que un cirujano cortaría armado con un bisturí en la mano. Si no le doy lo que quiere, nos humillará a ambos. Jace se enterará, y eso no solo afectará a vuestra amistad, sino que podría arruinar también vuestra asociación en la empresa. Sin mencionar las cosas que se dirían de ti. De la forma en que se te ve en esas fotografías.

Mia ahogó las palabras cuando un sollozo amenazó con salir de su garganta. Entonces tragó saliva en un intento claro de serenarse.

—Parece como si me estuvieras forzando. Como si tú fueras el que estuviera haciendo eso tan horrible. Esas fotos son tan incriminatorias.

Una reafirmada determinación le gritaba dentro de la cabeza y le gruñía como un tren de carga que había descarrilado. Pero Mia necesitaba calmarse. Necesitaba que él la tranquilizara. Lo necesitaba a él.

Mia había confiado en él más que cualquier otra persona. Había depositado en él una fe incondicional, por lo que por nada del mundo iba a defraudarla ahora.

—Me ocuparé de ello —le dijo en voz baja—. No quiero que te preocupes. Quiero que te lo saques de la cabeza.

El alivio se apoderó de sus ojos. Había esperanza en su mirada a pesar de tener surcos húmedos que le recorrían las mejillas. Gabe levantó una mano y, con cariño, le limpió parte de esa humedad. Luego la estrechó contra sí y estampó la boca en la de ella.

La besó e inhaló su dulce aroma, y luego lo saboreó en su lengua. Dejó un camino de besos por donde sus lágrimas habían caído primero, presionando los labios contra sus párpados, luego contra sus mejillas y finalmente contra sus labios otra vez.

Cuando Gabe se separó, un sollozo salió de su garganta. Era como si Mia no pudiera mantener la compostura ni un segundo más. Las lágrimas inundaron sus ojos, y los hombros se le hundieron. Le destrozó el corazón verla llorar como si el suyo se le estuviera haciendo pedacitos.

—Mia, cariño, te lo suplico, por favor, no llores, cielo —le dijo mientras alargaba las manos hacia ella.

Esta vez no le dio elección. Gabe se la llevó al sofá y la sentó en su regazo para abrazarla y que llorara contra su pecho.

Ella se agarró a él con fiereza. Le rodeó los hombros con los brazos y escondió el rostro en el hueco de su cuello.

—Estoy tan asustada, Gabe —le dijo con voz entrecortada—. No quiero que mis actos hagan sufrir a la gente por la que me preocupo. Tú, Jace. Los dos podéis salir muy mal parados.

—Shh, cariño. No es tu culpa. Maldita sea, es mi maldita culpa. Fui un estúpido y un descuidado y no te protegí como debería haberlo hecho. Nada de esto habría ocurrido si yo no hubiera sido un imbécil.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Mia con dolor.

Tenía el rostro enrojecido y los ojos hinchados por las lágrimas. Se la veía pálida y parecía enferma. Cualquiera que la viera ahora pensaría que se había quedado seca de tanto llorar. Él le pegó la cabeza contra el pecho y le acarició el pelo con suavidad.

—No quiero que te preocupes por eso —murmuró—. Me haré cargo de ello. Tienes mi palabra.

Deslizó una mano por su brazo y le pasó los dedos por encima de los moratones que ese cabrón le había provocado. La furia lo estaba volviendo loco. Con esta ya era la segunda vez que Charles la había asustado y había intentado hacerle daño. Iba a coger al hijo de puta ese y lo iba a arruinar para toda su vida.

Gabe le dio un beso en el pelo y, con cuidado, la puso derecha para que pudiera mirarla a los ojos.

—Escúchame, ¿de acuerdo? Refréscate en el baño. Tómate todo el tiempo que necesites. No quiero que nadie te vea así. Provocaría un montón de preguntas y no quiero que nadie te vea así de afectada. Cuando estés preparada, quiero que vuelvas a mi apartamento y te quedes allí hasta que yo llegue.

El miedo y la preocupación se reflejaron en sus ojos.

—¿Adónde vas a ir?

Él le puso un dedo sobre los labios, deleitándose en su tacto tan suave y aterciopelado. Delineó el arco de su boca y luego le dio un pequeño beso.

—Me voy a asegurar de que Charles Willis nunca te vuelva a amenazar.