Capítulo
1

Cuatro días antes

Gabe Hamilton iba a arder en el infierno y no le importaba una mierda. Desde el momento en que Mia Crestwell entró en el gran salón del hotel Bentley, donde HCM Global Resorts y Hoteles estaba celebrando su gran inauguración, no había podido dejar de mirarla.

Al ser la hermana pequeña de su mejor amigo se encontraba en terreno prohibido. Pero ya no era tan pequeña y él claramente se había percatado de ello. Se había convertido en una perversa obsesión contra la que había intentado luchar, pero que había terminado haciéndole ver que era incapaz de resistir su poderoso atractivo.

Y ya no iba a combatirlo más.

El hecho de que ella estuviera aquí esta noche y Jace no se encontrara cerca solo le puso las cosas más fáciles a Gabe para tomar la decisión de que ya era hora de que empezara a mover ficha.

Le dio un sorbo a la copa de vino que tenía en la mano y escuchó educadamente al grupo de personas con las que estaba conversando. O mejor dicho, con las que se estaba mezclando, ya que él raramente se paraba a hablar de nada que no fuera casual y cortés mientras caminaba entre toda la multitud.

No tenía ni idea de que ella fuera a estar allí. Jace no le había dicho ni una palabra. Aunque, ¿acaso lo sabía él? Gabe pensó que lo más seguro era que no, ya que no habían pasado ni cinco minutos desde que Jace y Ash habían escoltado a una morena alta, de piernas largas, hacia una de las lujosas suites de la última planta.

Jace no se hubiera marchado —ni siquiera por una mujer— de haber sabido que Mia iba a estar aquí. Pero el que Jace no estuviera solo hacía las cosas mucho más fáciles.

Gabe observó a Mia mientras la joven recorría la sala con la mirada. Tenía el ceño fruncido y se la veía concentrada, como si estuviera buscando a alguien entre el gentío. Un camarero se detuvo a su lado y le ofreció una copa de vino, y, aunque cogió una de las elegantes y largas copas de cristal, no se la llevó a los labios.

Llevaba puesto un vestido arrebatador que realzaba su figura justo en los lugares que hacían falta y unos zapatos que gritaban que la hicieran suya en cualquier momento. Además, para completar el modelito, llevaba un peinado alto que prácticamente estaba pidiendo en voz alta que le desataran el recogido de un tirón. Unos rizos oscuros caían suavemente por encima de sus hombros y guiaban la atención de todo hombre hasta ese fino cuello que estaba suplicando que lo besaran. Gabe se sentía bastante tentado de atravesar el salón y de ponerle su abrigo sobre los hombros para que nadie pudiera ver lo que él ya consideraba como suyo. Dios, que lo colgaran si eso no hacía que toda la situación fuera mucho más descabellada. Ella no era nada de él; aunque, bueno, eso también iba a cambiar pronto.

Su vestido de noche dejaba los hombros al descubierto y estaba atrayendo la atención de todo el mundo hacia sus pechos. Para entonces Gabe ya sabía con toda seguridad que no quería a nadie más mirándola. Pero nada podía hacer para evitar las miradas. Mia era el centro de atención de todo un salón repleto de hombres que se la estaban comiendo, tal y como él lo hacía, con ojos depredadores.

Llevaba una delicada gargantilla de un solo diamante y, a juego, unos pendientes también de diamantes. Se los había regalado la Navidad del año anterior. Por eso le llenaba de satisfacción verla lucir las joyas que él mismo había comprado especialmente para ella, ya que, para Gabe, eso solo significaba estar un paso más cerca del inevitable destino que la haría suya.

Ella aún no lo sabía, pero Gabe ya había esperado más que suficiente. Había soportado durante mucho tiempo sentirse como si fuera un delincuente de la peor calaña por haber deseado a la hermanita pequeña de su mejor amigo. Cuando Mia cumplió los veinte, la forma en que Gabe la miraba cambió considerablemente. Pero aun así, él tenía treinta y cuatro años y sabía perfectamente que ella todavía seguía siendo demasiado joven para lo que él esperaba de ella.

Así que había esperado.

Mia era su obsesión, y, pese a que le incomodaba reconocerlo, también era una droga que corría por sus venas y de la que no quería desintoxicarse. Ahora que ella tenía veinticuatro, la diferencia de edad no parecía ser tan infranqueable. O eso se decía a sí mismo. Jace se pondría hecho un basilisco igualmente —al fin y al cabo, Mia siempre sería su hermanita pequeña—, pero Gabe estaba dispuesto a correr el riesgo. Por fin probaría un pedacito de su fruta prohibida.

Oh, sí. Gabe tenía planes para ella, ahora solo tenía que ponerlos en práctica.

Mia le dio un cauto sorbo a su copa de vino —la cual había cogido con el único fin de no sentirse tan fuera de lugar entre la inmensa marea de gente rica y atractiva— y recorrió la habitación con la mirada en busca de Jace. Le dijo que estaría en la fiesta y al final había decidido darle una sorpresa presentándose en la gran inauguración del nuevo hotel de la cadena HCM.

El moderno y exuberante edificio estaba situado en Union Square y estaba destinado a albergar a una clientela de lo más exclusiva. Jace y sus dos mejores amigos se relacionaban y vivían en ese mundo. Habían trabajado muy, muy duro para llegar a donde estaban; habían tenido más éxito de lo que nadie se podía imaginar y lo habían conseguido cuando llegaron a los treinta.

Con treinta y ocho años eran conocidos como los hoteleros con más éxito del mundo. Aun así, seguían siendo su hermano mayor y sus mejores amigos. Bueno, menos Gabe. Aunque quizá ya iba siendo hora de que superara las bochornosas fantasías de adolescente en lo que a él se refería. A los dieciséis era comprensible; con veinticuatro, solo la hacía parecer desesperada e ingenua.

Ash y Gabe habían nacido rodeados de riqueza. Ella y Jace, no. Y ella aún seguía sin sentirse completamente cómoda en los círculos en los que su hermano se movía. Aun así, estaba extremadamente orgullosa de Jace por haber conseguido tanto éxito en la vida, especialmente al haberse visto de repente con una hermana pequeña a la que cuidar tras la inesperada muerte de sus padres.

Gabe tenía buena relación con sus padres, o al menos así era mientras estaban casados. Pero sin que nadie lo esperase, su padre se divorció de su madre justo después de su trigésimo noveno aniversario. Con respecto a Ash, su situación, en el mejor de los casos, podía considerarse como interesante, diplomáticamente hablando. Ash no se llevaba bien con su familia… con ninguno de ellos. Se independizó cuando era muy joven y de este modo rechazó el negocio de la familia, y, por tanto, también su dinero. Probablemente su éxito era de lo más irritante para su familia porque lo había conseguido él solo y no gracias a ellos.

Mia sabía que Ash nunca pasaba tiempo con ninguno de ellos. Pasaba la mayor parte de su tiempo con Jace y Gabe, aunque más precisamente con Jace. Este le había dejado claro a Mia que los miembros de la familia de Ash eran, según sus palabras, unos gilipollas, y ella lo había dejado ahí… No es que hubiera tenido la oportunidad de conocerlos tampoco. Ellos hacían como que HCM no existía.

Mia quería darse la vuelta y desaparecer cuando dos hombres comenzaron a acercársele sonriendo como si fueran a llevarse el premio de la noche. Pero todavía no había encontrado a Jace y no se iba a ir tan rápidamente cuando se había tirado tanto tiempo arreglándose para la inauguración. Especialmente, por si daba la casualidad de que se encontraba con Gabe.

Patético, sí. Pero qué se le iba a hacer…

Sonrió y se preparó para enfrentarse a ellos. Estaba determinada a no avergonzar a su hermano actuando como una imbécil en su gran noche.

Pero entonces, para su sorpresa, Gabe apareció caminando entre la multitud con el ceño fruncido y una mala cara que estropeaba sus perfectas facciones. Adelantó a los dos hombres que se le estaban acercando y la sujetó del brazo para llevársela de allí eficazmente antes de que los tipos llegaran hasta ella.

—Hola a ti también, Gabe —dijo con voz temblorosa.

Había algo en él que la volvía estúpida. No podía hablar, no podía pensar, no podía formar ni un solo pensamiento coherente. Gabe seguramente creería que era un milagro que hubiera acabado la carrera universitaria y se hubiera graduado con matrícula de honor. Incluso aunque tanto él como Jace pensaran que era una carrera completamente inútil. Jace hubiera preferido que Mia hubiera estudiado Empresariales y que se hubiera involucrado en el «negocio familiar». Pero ella no sabía todavía qué era lo que quería hacer, y esa era otra fuente de exasperación para su hermano.

Esa situación le hacía sentirse culpable porque se había podido permitir el lujo de tardar en tomar decisiones. Jace siempre le había proporcionado todo tipo de cosas… un apartamento, todo lo que necesitaba, aunque después de graduarse Mia había intentado no depender de él.

Toda la gente con la que se había graduado ya había encontrado trabajo, se estaba labrando un futuro. Ella aún estaba trabajando a tiempo parcial en una pastelería y seguía dándole vueltas a qué era lo que quería hacer con su vida.

Y esas dudas tenían mucho que ver con las ingenuas fantasías referentes al hombre que la tenía cogida del brazo. Realmente tenía que superar esa fijación que tenía con él y pasar página. No podía pasarse la vida entera con la ridícula idea de que algún día se fijaría en ella y decidiría que tenía que hacerla suya.

Se embebió en su imagen con ansia, como una adicta a la espera de su siguiente dosis o como si hubiera pasado demasiado tiempo sin tomarla. Él era el hombre cuya presencia llenaba cualquier habitación en la que se encontrara. Su pelo negro y corto estaba arreglado con los mínimos productos, solo los justos para darle ese aspecto caro y sofisticado.

Tenía esa presencia de chico malo que volvía locas a todas las mujeres, además de esa actitud de «todo me importa una mierda». Todo lo que Gabe quería lo conseguía. La seguridad en sí mismo y su arrogancia eran dos cosas que le atraían de él. Bueno, que siempre le habían atraído de él. Era incapaz de luchar contra la atracción que sentía y Dios sabía que lo había intentado durante años, pero su obsesión parecía no mostrar ningún signo de rendición.

—Mia —dijo con voz grave—. No sabía que vendrías. Jace no me dijo nada.

—No lo sabe —contestó ella con una sonrisa—. Decidí darle una sorpresa. Por cierto, ¿dónde está que no lo veo?

Un ligero desasosiego se instaló en los ojos de Gabe.

—Se tuvo que ir. No estoy seguro de si volverá.

Su sonrisa desapareció.

—Oh —bajó la mirada tímidamente—. Supongo que he desperdiciado un precioso vestido para nada.

Gabe deslizó la mirada vagamente por todo su cuerpo. Ella se sintió como si la hubiera desnudado sin apenas esfuerzo.

—Es un vestido precioso.

—Probablemente debería irme. No tiene mucho sentido que me quede si Jace no está.

—Te puedes quedar conmigo —soltó él de repente.

Los ojos de Mia se abrieron como platos. Gabe nunca había hecho nada por pasar tiempo con ella. De hecho, parecía como que intentaba evitarla, y eso era más que suficiente para acomplejarla. Aunque también había sido atento con ella. Le enviaba regalos en ocasiones especiales y se aseguraba de que tuviera todo lo que necesitaba —que no era porque Jace la hubiera descuidado alguna vez—, pero nunca había intentado pasar más de unos pocos momentos en su presencia.

—¿Quieres bailar? —le preguntó él.

Ella se le quedó mirando perpleja mientras se preguntaba dónde estaba el verdadero Gabe Hamilton. Gabe no bailaba. Bueno, sabía bailar, pero raramente lo hacía.

La pista de baile estaba abarrotada de parejas. Algunas eran mayores y otras de la edad de Gabe. No vio a nadie de su misma edad, aunque si lo pensaba fríamente la mayoría de los invitados eran de una clase superrica y muy elegante a la que la mayoría de los jóvenes de veinticuatro años ni siquiera pertenecía.

—Eh, claro —dijo ella. ¿Por qué no? Se hallaba en la fiesta tras haberse pasado dos horas arreglándose. ¿Por qué desperdiciar un vestido maravilloso y unos zapatos increíbles?

Él colocó la mano en su espalda, gesto que para Mia fue como si la hubiera marcado. Apenas pudo reprimir un escalofrío mientras la guiaba hasta el área reservada para bailar. Bailar con él era una muy mala idea lo mirara como lo mirase. ¿Cómo se suponía que iba a superar su encaprichamiento si continuaba buscando su compañía? Pero vamos, ni soñando iba a desperdiciar la oportunidad de estar entre sus brazos aunque solo fuera por unos pocos minutos. Unos pocos minutos que serían impresionantes y gloriosos.

La sensual melodía del saxofón mezclado con la vibración del piano y los graves sonidos de un contrabajo conformaban la música que invadía las venas de Mia cuando Gabe la deslizó entre sus brazos. Era embriagadora y cautivadora, y la hacía sentir como si estuviera en medio de un sueño de lo más vívido.

La mano de Gabe se deslizó por su espalda hasta colocarla justo en la parte que no cubría la tela del vestido por su corte escotado. El tejido desaparecía justo encima de sus nalgas, lo que ella consideraba una provocación seductora que no había estado muy segura de llevar. Ahora se alegraba considerablemente de haberlo hecho.

—Es una maldita suerte que Jace no esté aquí —dijo Gabe.

Ella ladeó la cabeza y alzó la mirada confusa.

—¿Por qué lo dices?

—Porque le daría un ataque al corazón si te viera con ese vestido. Que no es que tenga tela suficiente como para llamarlo vestido, de todos modos —ella sonrió y el hoyuelo se le marcó mucho más en la mejilla—. Bueno, pero como Jace no está aquí, no puede decirme nada, ¿verdad?

—No, pero yo sí —soltó inopinadamente. Su sonrisa entonces desapareció.

—No necesito tener dos hermanos mayores, Gabe. Te aseguro que con uno tengo más que suficiente.

Él entrecerró los ojos y sus labios quedaron sin expresión.

—No tengo ninguna intención de ser tu maldito hermano mayor.

Ella le lanzó entonces una mirada herida. Si pasar tiempo con ella era tanta lata, ¿por qué se le había acercado? ¿Por qué no había continuado con lo que había estado haciendo durante todo ese maldito tiempo y la había ignorado?

Mia retrocedió y provocó que el cálido hormigueo que sentía en la piel por haber estado tan cerca de él, por haber tenido sus brazos rodeándola y por haber sentido sus manos encima de su cuerpo lentamente se fuera disipando. No tendría que haber ido a la inauguración. Había sido estúpido y poco inteligente. Lo único que tendría que haber hecho era llamar a Jace y ahora no se encontraría de pie, en el centro de la pista de baile, avergonzada por culpa del rechazo de Gabe.

Los ojos de Gabe se entrecerraron de nuevo mientras asimilaba su reacción. Luego suspiró, se giró de repente y casi se la llevó a rastras hasta la terraza. Las puertas estaban abiertas, por lo que el aire fresco de la noche entraba en la estancia. Entonces Gabe salió y la arropó bajo su brazo de forma protectora.

Estaba de nuevo entre sus brazos, envuelta en su calor. Mia podía hasta olerlo, y, dios, olía increíblemente bien.

Él no dejó de andar hasta que estuvieron bien alejados de la puerta y entre las sombras que proporcionaba el saliente. Las luces de la ciudad titilaban y deslumbraban el cielo, y los sonidos del tráfico en la distancia rompían el silencio y la calma.

Durante un largo momento se dedicó simplemente a mirarla fijamente, y ella se preguntó qué era lo que había hecho que lo había ofendido tanto.

Su olor, un toque a especias pero sin ser muy fuerte, la provocaba. La colonia que llevaba armonizaba con su personalidad, complementaba su olor natural a la vez que le daba ese toque tentador a hombre, a fuerza, a bosque, a aire libre y a sofisticación.

—A la mierda —murmuró Gabe. Era un sonido de resignación, como si estuviera rindiéndose a alguna fuerza desconocida.

Antes de que ella pudiera responder, él la atrajo hasta atraparla contra su duro pecho. La boca de Mia se entreabrió de la sorpresa y soltó un pequeño suspiro. Sus labios estaban tan cerca de los de él que era más bien un tormento. Podía sentir su respiración y advertir el latido que se le había formado en la sien. Tenía la mandíbula fuertemente apretada como si se estuviera conteniendo a sí mismo. Pero entonces pareció perder la batalla.

Estampó su boca en la de ella de forma firme y acalorada… realmente exigente. Y, oh, Dios, a ella le encantaba. La lengua de Gabe presionó contra sus labios de forma sensual y ardiente y se deslizó sobre la de ella al mismo tiempo que le acariciaba el paladar juguetonamente y se arremolinaba alrededor de su lengua en un delicado baile a dos. Él no solo la besó, sino que la devoró. La poseyó con solo un beso. En ese pequeño período de tiempo, ella pertenecía por completo a Gabe Hamilton. Cualquier otro hombre que la hubiera besado se había quedado inevitablemente entre las sombras.

Mia suspiró y se permitió derretirse por entero entre sus brazos. De repente no sentía ninguna estructura ósea en su cuerpo, solo buscaba más. Más. Más de él. Más de su calor, de sus caricias y de su boca pecaminosa. Era todo lo que ella había podido soñar y más. Sus fantasías e imaginación no eran nada en comparación con la realidad.

Gabe le rozó los labios con los dientes y los mordió con ganas. La punzada de dolor que sintió era suficiente como para decirle quién era el que estaba a cargo de la situación. Pero entonces él suavizó sus movimientos y reemplazó sensualmente los dientes por la lengua, a lo que le siguieron pequeños y suaves besos sobre todo el arco de su boca.

—Que me cuelguen, pero he querido hacer esto desde hace muchísimo tiempo —dijo con voz rasposa.

Mia estaba estupefacta. Sus piernas le temblaban y rezó para que no se desplomara contra el suelo por culpa de los tacones que llevaba. Nada la podía haber preparado para lo que acababa de pasar. Gabe Hamilton la había besado. Bueno, no solo la había besado, sino que la había arrastrado literalmente hasta la terraza y la había arrollado allí mismo.

Los labios aún le hormigueaban debido a la sensual invasión. Estaba mareada. Completamente borracha. Era como estar totalmente intoxicada. Colocada. Y ella no había bebido tanto, por lo que supo perfectamente bien que no estaba reaccionando al alcohol. Era a él, simple y llanamente. Gabe era letal para sus sentidos.

—Deja de mirarme así, como si esto te fuera a meter en serios problemas —gruñó Gabe.

Si se refería a la clase de problemas excitantes que ella sospechaba, no le importaría lo más mínimo.

—¿Cómo te estoy mirando? —le preguntó ella con voz ronca.

—Como si quisieras que te arrancara del cuerpo ese vestido que llevas por excusa, y te follara aquí mismo en la terraza.

Mia tragó saliva con fuerza. Probablemente era mejor no decir nada, aún no estaba completamente segura de lo que acababa de pasar. Sus sentidos se tambaleaban y no terminaba de hacerse a la idea de que Gabe Hamilton la acababa de besar y había hablado de tirársela allí mismo en la terraza del hotel.

Él se acercó de nuevo a Mia hasta que su calor la consumió y la engulló. El latir de su corazón en el cuello era inusual y su respiración, irregular y tensa.

—Ven a verme mañana, Mia. A mi oficina. A las diez.

—¿P-por qué? —tartamudeó Mia.

Su expresión era dura y sus ojos brillaban con una fiereza que ella no supo interpretar.

—Porque te he dicho que lo hagas.

Los ojos se le abrieron como platos, pero él, a continuación, la cogió de la mano y la guio hasta la entrada del salón. No se paró ni una vez, sino que continuó andando hasta que llegaron al vestíbulo del hotel. Mia hizo esfuerzos sobrehumanos por mantener el ritmo de sus decididos pasos mientras sus tacones repiqueteaban contra el pulido suelo de mármol.

Su mente era un completo frenesí.

—Gabe, ¿adónde vamos?

Salieron y él hizo un gesto a su portero, que se precipitó hacia donde ellos se encontraban nada más ver a Gabe. Unos segundos más tarde, un coche negro y elegante se detuvo justo en la entrada y Gabe la metió dentro.

Él se quedó de pie, inclinado hacia delante de manera que pudiera ver el interior del coche mientras agarraba la puerta con fuerza.

—Te vas a ir a casa y te vas a quitar ese maldito vestido —le dijo—. Y mañana vas a venir a mi oficina a las diez —Gabe comenzó a cerrar la puerta pero entonces cambió de parecer y volvió a inclinarse para mirarla fijamente otra vez—. Y, Mia, espero por tu bien que estés allí.