Capítulo
30
Gabe retrocedió del lugar donde Mia yacía atada en la pequeña mesa. La imagen que proporcionaba era irresistiblemente erótica: el cabello oscuro y largo lo tenía enmarañado y caía por el filo de la mesa; los ojos bien abiertos, como platos; y los labios bastante hinchados debido a su posesión.
Charles Willis la rodeó como un buitre al acecho mientras se la comía con los ojos. A Gabe se le encogió el estómago cuando los dedos de Charles le recorrieron el vientre en dirección a sus pechos. Le rodeó uno de los tensos pezones y lo estimuló hasta que se quedó completamente rígido.
Stéphane y Tyson se acercaron, pero no demasiado para darle a Charles su oportunidad. Ellos esperaron, como depredadores en plena cacería, a que les llegara el turno de tocarla.
Esto estaba mal. Muy, muy mal. Sus entrañas le estaban gritando y su mente protestaba. Ella era solamente suya. Nadie debería estar tocándola excepto él, y, aun así, él mismo había sido el que lo había montado todo. ¿Como qué? ¿Una prueba? ¿Algo para probarse a sí mismo?
Gabe siguió dándole vueltas mientras Charles continuaba explorando el precioso cuerpo de Mia. Un cuerpo que pertenecía a Gabe. Él era un hombre posesivo —lo sabía— y, aun así, nunca había tenido ningún problema en dejar que otro hombre le diera placer a una mujer que estuviera bajo su cuidado. Le daba igual; le era… indiferente. Pero no con Mia.
Con ella odiaba cada minuto y segundo de lo que estaba sucediendo.
La provocación de Lisa volvió a hacerse eco una y otra vez en sus oídos.
«¿Estás enamorado de ella?»
Gabe se dio la vuelta, incapaz de soportar la imagen de las manos de Charles sobre el cuerpo de Mia. Los suaves jadeos de ella llenaron entonces toda la estancia, y Gabe se tensó y se metió las manos en los bolsillos. Estaba en la otra punta de la habitación para no tener que ver o escuchar los resultados de su estupidez, no quería.
Porque era estúpido. Un completo imbécil. Un cabrón cobarde.
Esto no era lo correcto. No podía permitir que la escena continuara. Lo único que se había probado a sí mismo era que no compartiría nunca a Mia con ninguna alma viviente. No estaba dispuesto a dejar que ningún otro hombre tocara lo que era suyo.
Esto tenía que acabar. Se tenían que ir los tres.
Gabe estuvo a punto de darse la vuelta y pedirles a los tíos que se fueran cuando la sangre se le heló, y se quedó petrificado en el sitio.
—¡No! —gritó Mia—. ¡Gabe!
Su nombre había sonado como un grito aterrorizado en busca de ayuda.
Se giró y vio a Charles con la cremallera bajada y una mano enterrada bruscamente en el pelo de Mia para intentar meterle la polla en la boca.
La furia explotó dentro de Gabe como un volcán en erupción. Este se lanzó hacia delante, y, para su consternación, Charles, enfadado ante el rechazo de Mia, le dio una bofetada en toda la cara. Mia volvió la cabeza para mirarlo con los ojos abiertos como platos por la sorpresa. Por la comisura del labio inmediatamente comenzó a brotar sangre.
Gabe se volvió loco.
Alejó a Charles de Mia de un empujón. Este se golpeó contra el sofá y Gabe seguidamente fue en su busca. Los otros dos hombres se revolvieron y apartaron; uno de ellos se estaba volviendo a abrochar apresuradamente la cremallera.
Gabe le metió un puñetazo a Charles en el estómago, lo que provocó que se doblara por la mitad, y luego le dio otro en plena mandíbula, que logró ponerlo de nuevo en vertical.
Gabe se acercó a él con una furia asesina corriéndole por las venas.
—Fuera. ¡Vete de aquí! Y por tu bien que no te vuelva a ver otra vez, porque te pienso arruinar, cabrón.
Se moría por hacerlo papilla, pero tenía que ir a ver a Mia. Su mujer, a la que había traicionado de forma espantosa, con la que había actuado de una manera totalmente reprensible. Y todo porque era un cobarde incapaz de enfrentarse a la verdad, incapaz de asumir lo que ella realmente significaba para él.
Los otros dos hombres ayudaron a Charles a ponerse en pie y desaparecieron de la suite. La puerta la cerraron de un portazo al salir.
Gabe se apresuró hasta Mia con el miedo pesándole sobre los hombros con una fuerza asfixiante. Los labios y el mentón le temblaban y las lágrimas le brillaban en los ojos. Se la veía asustada y avergonzada. La humillación se reflejaba con fuerza en esos ojos llenos de lágrimas, y eso lo atravesó como una daga en el corazón.
Y sangre. Dios, había sangre donde ese hijo de puta la había golpeado.
Gabe se arrodilló para soltarle las muñecas, los dedos le temblaban mientras intentaba torpemente deshacer los nudos. Presionó la boca contra su pelo y su sien y la besó una y otra vez.
—Lo siento mucho, cariño. Dios, Mia, no tenía intención de que esto pasara.
Ella se había quedado en silencio, y Gabe no estaba seguro de si era porque estaba conmocionada por todo lo que había pasado, o porque estaba demasiado enfadada con él como para dirigirle la palabra. No podía culpar ninguna de las dos reacciones. Todo había pasado por su culpa. Él le había hecho esto. Le había hecho daño.
Cuando Mia estuvo por fin libre de cuerdas, Gabe la atrajo hasta sus brazos y la levantó de la mesa. La llevó hasta el dormitorio y se acurrucó con ella en la cama aún abrazándola con fuerza. Ella se giró para quedar frente a él y escondió el rostro en la curva de su cuello. La impresión de sentir las cálidas lágrimas en su piel hizo que el corazón se le desgarrara.
Dios, era un capullo. Un completo cabronazo. Gabe la apretó contra él, la desesperación se estaba apoderando de sus nervios y lo ahogaba.
—Lo siento, Mia. Dios, lo siento mucho.
Eso era todo lo que podía decir. Una y otra vez. El pánico lo atravesó entero. ¿Y si ella decidía abandonarlo? Él tenía claro que no podría culparla. Maldita sea, debería estar huyendo de él, no simplemente abandonándolo.
—Por favor, cariño. No llores. Lo siento mucho. No volverá a ocurrir. No debería haberlo permitido.
Él la meció una y otra vez en sus brazos al mismo tiempo que ella se agarraba a él con fuerza con el cuerpo aún temblándole. Gabe no tenía ni idea de si era de miedo, rabia, enfado, o una combinación de los tres. Se merecía todo lo que Mia le lanzara. Le había fallado por completo. No la había protegido. No había cuidado de ella tal y como le había prometido. Y todo porque estaba intentando distanciarse, estaba intentando convencerse de algo estúpido: de que no la necesitaba.
Vaya mentira. Gabe la necesitaba. Era su obsesión, su droga, un deseo que le llegaba al alma. Él nunca había sentido una posesividad tan arrolladora y fiera cuando otro hombre le había puesto la mano encima a algo que Gabe consideraba suyo. Pero bueno, en realidad, no la había tratado como si fuera suya. La había tratado como si fuera una cosa. Un juguete. No una mujer de la que se preocupaba.
Gabe le acarició la espalda con las manos, intentando que se calmara. Ahora estaba temblando más y él estaba desesperado por tranquilizarla y consolarla. Por ofrecerle lo que no le había dado antes.
Mia se agarró a sus hombros e intentó apartarse, pero él la tenía bien sujeta. Tenía miedo de dejar el mínimo espacio entre ellos. Gabe tenía que tocarla, tenía que sentirla entre sus brazos. Y tenía miedo de que, si la dejaba ir, ya nunca la volvería a tener de nuevo.
—Quiero ducharme —dijo ahogadamente—. Por favor, lo necesito. Quiero estar limpia. Él… me ha estado tocando.
La desolación atravesó a Gabe como una tormenta de invierno, fría y cruelmente. Por supuesto que se sentía violada. No solo por Charles, sino también por él. Gabe había sido el que la había traicionado al haber dejado que esto ocurriera. Y no solo lo había permitido, sino que lo había animado a ello. ¿Cómo narices podría perdonar algo como eso? ¿Cómo podría ella?
—Iré a abrir la ducha —le dijo mientras le apartaba el pelo de la cara.
Las mejillas las tenía húmedas debido a las lágrimas, los ojos se los veía llenos de pena al devolverle la mirada, y aún tenía sangre en la comisura de los labios. Entonces Mia apartó la mirada, era incapaz de mirarlo a los ojos, y a Gabe el ánimo se le cayó por los suelos.
—Quédate aquí, cariño. Iré a preparar el baño y entonces podrás ducharte.
Gabe se bajó de la cama aunque todos los instintos le gritaban que no la dejara sola ni siquiera el pequeño rato que le llevó abrir el grifo para que el agua empezara a correr. El pecho lo sentía vacío, y el pánico le hizo un nudo en la garganta. Él nunca había experimentado tal desolación emocional. Lo trastornaba. Lo volvía loco.
No le había pasado cuando Lisa rompió su matrimonio. Ni cuando lo hundió en los medios y soltó todas esas mentiras. Nada se acercaba a lo que sentía ahora y al miedo que lo tenía completamente atenazado.
Gabe se precipitó hacia el baño y abrió el agua de la ducha. Entonces la probó con la mano hasta que estuvo a una buena temperatura. Sacó un albornoz y una toalla, aunque las prisas con las que iba lo hacían actuar con bastante torpeza y desacierto. Maldijo cuando la toalla se le cayó del taburete, pero se agachó para recogerla y la volvió a doblar, asegurándose de colocarla en un lugar al alcance de la ducha.
Volvió al dormitorio y se encontró a Mia sentada en el borde de la cama con las piernas encogidas de forma protectora frente al pecho. Los brazos rodeaban las piernas y la cabeza la tenía escondida entre las rodillas con todo el pelo esparcido por su piel, como una manta. Se la veía tan vulnerable que Gabe quería morirse ahí mismo.
Él le había hecho esto. No Charles, ni ningún otro hombre. Solamente él. No había forma de evitar ese hecho.
Él la tocó en el hombro y se permitió entrelazar sus dedos con su pelo, tan suave como la seda.
—Mia, cariño. La ducha está lista —Gabe vaciló antes de seguir hablando preocupado por que ella lo rechazara. Aunque sabía que se lo merecía si lo hacía—. ¿Quieres que te ayude?
Ella giró la cabeza hacia él con ojos aún atormentados. Pero no dijo que no. No dijo nada. Ella simplemente asintió.
Una ola de alivio lo atravesó entero y lo dejó débil y agitado. Tuvo que hacer una pausa por un momento para volver a coger fuerzas. Mia no lo había rechazado todavía.
Él la estrechó entre sus brazos tanto como pudo y la alzó de forma protectora para llevarla al cuarto de baño. La dejó en el suelo justo frente a la ducha para quitarse él también la ropa en un santiamén, luego abrió la mampara y entró primero en la bañera antes que ella. Entonces le tendió una mano, y la guio hasta dentro junto a él.
Durante un largo rato, Gabe simplemente la abrazó mientras ambos estaban bajo el grifo de agua caliente. Seguidamente, la comenzó a lavar, dedicándole todo el tiempo del mundo a todas y cada una de las partes de su cuerpo, con jabón aromatizado. No se dejó ni un centímetro sin tocar; la enjuagó y eliminó cualquier recuerdo que tuviera de esas otras manos que habían estado sobre su piel.
Le enjabonó el pelo masajeándole suavemente el cuero cabelludo, y luego le enjuagó cada mechón. Cuando acabó la estrechó de nuevo entre sus brazos de forma protectora, y se quedaron ahí, bajo el agua caliente, en silencio.
Después de un rato, finalmente alargó la mano para cerrar el grifo y abrió la mampara para coger la toalla y que Mia no pasara frío. Le rodeó el cuerpo con la toalla y la mantuvo cerca del suyo propio mientras le secaba la piel y el pelo. Gabe ni siquiera se molestó en secarse, y usó la sensación de frío como castigo por lo que le había hecho. Ella era la que importaba, no él. Gabe solo esperaba no haberse dado cuenta de ello demasiado tarde.
Cuando Mia estuvo completamente seca, él le enrolló la toalla en la cabeza y luego la ayudó a ponerse el suave y mullido albornoz. Se lo ató de forma segura alrededor de la cintura para que le cubriera todo el cuerpo y no se sintiera vulnerable. Para que se sintiera protegida. Incluso de él mismo.
Gabe cogió una de las otras toallas al mismo tiempo que la guiaba de vuelta al dormitorio, y, únicamente después de haberla metido en la cama, él se secó y se puso los bóxers. Cogió el teléfono y pidió chocolate caliente con un tono lacónico. Entonces se sentó en el borde de la cama y la hizo enderezarse para poder terminar de secarle el pelo.
El silencio se extendió entre ellos mientras él le pasaba la toalla por cada mechón de pelo. Cuando estuvo satisfecho porque la mayor parte de la humedad se había ido, devolvió la toalla al cuarto de baño y trajo su peine. Al volver la vio exactamente tal y como la había dejado sentada en la cama.
Volvió a subirse en la cama y la colocó entre sus piernas de forma que pudiera desenredarle el pelo. Gabe fue infinitamente paciente. Le pasó el peine mechón por mechón hasta que el pelo comenzó a secársele y a quedarle bien liso sobre la espalda.
Tras dejar el peine en la mesita de noche, Gabe la agarró por los hombros e inclinó la cabeza para darle un beso en el cuello. Ella se estremeció mientras él seguía dándole suavemente pequeños besos por toda la curva de los hombros y luego por el cuello otra vez.
—Lo siento —le susurró.
Ella se tensó ligeramente bajo su boca, pero justo entonces un sonido distante se escuchó en la puerta de la suite. De mala gana, se separó y se bajó de la cama.
—Vengo enseguida. Ponte cómoda. Traeré el chocolate caliente aquí.
Ella asintió y, cuando Gabe se alejó, se acomodó entre las almohadas en las que él había estado apoyado y se tapó hasta la barbilla.
Gabe cogió la bandeja al caballero del servicio de habitaciones y no perdió ni un segundo en volver al dormitorio, donde Mia estaba tumbada en la cama. Colocó la bandeja en la mesita que había pegada contra la pared y luego le acercó a Mia una de las humeantes tazas.
Ella la cogió con ambas manos como si estuviera buscando la calidez del recipiente, y seguidamente se la llevó a los labios para soplar un poco sobre el humeante chocolate antes de darle, vacilante, el primer sorbo. Mia hizo una mueca de dolor cuando el ardiente líquido le rozó el labio herido, y apartó la taza con un mohín.
Gabe cogió la taza apresuradamente de sus manos, estaba furioso consigo mismo porque no había pensado con la cabeza. No había considerado que el chocolate caliente le haría daño en el labio herido.
—Te traeré hielo —dijo Gabe—. No te muevas, cariño.
Gabe volvió al salón y cogió el recipiente de hielos que el hombre del servicio de habitaciones había dejado y luego envolvió algunos de ellos en una toalla. Cuando regresó al dormitorio, Mia aún se encontraba sentada de la misma forma en la que él la había dejado antes con los ojos ausentes y distantes.
Arriesgándose un poco, él se sentó a su lado y con cuidado le puso el hielo sobre la boca. Ella se encogió e intentó apartarse, pero él persistió usando una voz suave y grave.
—Mia, cariño, necesitas el hielo para que no se te inflame.
Entonces la joven levantó la mano y le quitó la toalla para poner una cierta distancia entre ellos. Gabe no la culpó, ni tampoco se opuso. Eso no era nada en comparación con lo que se merecía. Gabe se levantó de la cama y se alejó de ella ligeramente antes de darse la vuelta para mirarla de nuevo.
Se quedó ahí, en la distancia, ansioso y preocupado. Inseguro. Dios, él no era una de esas personas inseguras, y, aun así, con Mia, estaba gobernado por la inseguridad. Entonces la inmensidad de lo que había hecho, de cómo la había cagado, lo atravesó por completo. La situación no era el típico «vaya, lo siento», «te perdono» y «lo olvidamos». Él la había puesto en peligro. Había permitido que otro hombre abusara de ella estando bajo su protección.
Gabe no sabía si podía, o si se perdonaría a sí mismo, así que ¿cómo podía esperar que ella hiciera lo mismo?
Seguía dando vueltas por el dormitorio cuando Mia soltó la toalla y dejó que se le deslizara por el cuello. La mirada que le devolvió era de cansancio y de derrota. El no ver ese brillo característico de sus preciosos ojos lo hizo encogerse de dolor.
—Estoy cansada —le dijo con suavidad.
Y sí que se la veía completamente exhausta. El cansancio se reflejaba en su rostro y hacía que los ojos se le cerraran.
Gabe quería hablar con ella, suplicarle que lo perdonara, explicarle que nunca jamás volvería a suceder. Pero no la agobiaría. No hasta que estuviera preparada. Era evidente que no tenía ningunas ganas de hablar con él del asunto esta noche. Quizás aún estaba aclarándose ella misma. O quizás estaba simplemente reuniendo el valor suficiente para decirle que se fuera a la mierda.
Gabe asintió con un nudo en la garganta. Fue a apagar las luces y dejó solo la lamparita de su mesita de noche encendida.
Entonces se metió en la cama, no muy seguro de si ella quería que la tocara o no. Cuando estuvo bajo las sábanas, Gabe volvió a alargar la mano para apagar la lámpara y dejó la habitación en completa oscuridad. Solo el brillo de las luces de la ciudad iluminaban las cortinas.
Gabe se dio la vuelta y automáticamente fue a abrazarla, pero ella ya se había girado, dándole la espalda. Mia no rechazó su contacto, pero tampoco lo recibió con los brazos abiertos. Aun así, le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo firmemente contra su pecho. Él quería que ella supiera que estaba ahí. Y Dios, él era también el que necesitaba cerciorarse de que ella estaba ahí.
Después de un rato, Mia soltó un pequeño suspiro y Gabe la sintió relajarse entre sus brazos. Su respiración suave y regular llenó la habitación, señal de que se había quedado dormida. O al menos de que estaba a punto.
Pero él no durmió. No cerró los ojos. Porque, cada vez que lo intentaba, lo único que podía ver era esa mirada en los ojos de Mia cuando otro hombre la había tocado sin su permiso.