CAPÍTULO XX
COMO padre usted desea amar incondicionalmente a sus hijos. ¿Pero cómo hacerlo estableciendo al mismo tiempo los límites adecuados para ellos y manteniéndolos en el seno de la familia con firmeza y claridad?
Desgraciadamente, muchos padres primerizos tienen poca o ninguna preparación para asumir las responsabilidades que supone criar a los hijos y se apoyan en sus propias experiencias infantiles con sus padres. La falta de una educación adecuada para esta tarea de enorme importancia en la vida, asociada a nuestra tendencia humana de repetir modelos abusivos, si eso es lo que han hecho con nosotros, da como resultado que los sistemas familiares conflictivos se repitan de una a otra generación.
Si cuando usted era un niño abusaron de usted emocional, física o sexualmente, será capaz de eliminar estos modelos destructivos en la familia que ha creado siempre que esté dispuesto a observar y analizar sinceramente lo que siente respecto de su propia infancia y a aprender a educarse satisfactoriamente a sí mismo. Solo cuando sepa realmente cómo cuidar de sí mismo será usted capaz de criar y proteger a sus hijos como de verdad desea hacerlo.
Educar a sus hijos para que cosechen éxitos quiere decir amarlos incondicionalmente y ofrecerles una estructura adecuada de responsabilidades, valores reglas y límites. Una estructura adecuada de reglas, responsabilidades y consecuencias enseña a los niños a estructurar su propia vida, a cuidar de sí mismos en este mundo y a establecer límites para ellos mismos y para sus amigos.
Con el fin de ofrecer este tipo de estructura afectiva a los niños, los padres deben superar sus propios miedos. Los miedos que los padres sienten en relación a sus hijos pueden dividirse en dos categorías principales. Los padres temen la autonomía, la libertad y la independencia cada vez mayor de sus hijos. También tienen miedo de la ira de sus hijos y de su posible rechazo en relación con ellos.
Cuando los padres temen la autonomía y la independencia de sus hijos, a menudo reaccionan con una conducta excesivamente restrictiva, abusan de los castigos o recurren a la sobreprotección. Intentan controlar las actividades de sus hijos para mermar el miedo que les produce que ellos crezcan y sean independientes.
Una familia con la que trabajé en cierta ocasión había indicado a su hija de dieciséis años que no debía conducir su coche más allá de ciertas calles de la ciudad en la que vivían. Una madre insistía en saber exactamente dónde iba su hija adolescente y cuáles eran sus planes antes de dejarla marchar de casa. En otra familia no se permitía a la hija adolescente asistir a las fiestas con sus compañeros de clase porque la madre temía que pudiera hacer algo que ella no aprobara. Esta jovencita, que siempre ha sacado unas notas muy buenas en el colegio, ha sido lo suficientemente responsable como para hacerse cargo de su hermano menor después del colegio durante varios años y ha conseguido un buen trabajo en el que se desempeña perfectamente.
En todas estas situaciones, las restricciones impuestas por los padres no fueron muy realistas, resultaba imposible ponerlas en la práctica y promovían un comportamiento rebelde. Los padres de cada una de estas familias se quejaban de que sus hijas les mentían. Pero aquellas muchachas se encontraban en un aprieto. «No puedo decirles la verdad o no me permitirán hacer nada».
Cuando los niños cumplen dieciséis años y ya pueden disfrutar del privilegio de conducir, los padres necesitan saber que les han enseñado a comportarse de una manera responsable y constructiva. En el mejor de los casos han definido los límites apropiados, han impuesto dichos límites y han pronunciado las consecuencias que supondría su violación. A través de este proceso los niños aprenden a respetar los límites y a establecerlos por sí mismos.
Cuando los padres ven con total claridad que el objetivo de una buena educación es preparar a los niños para que sean adultos responsables e independientes, enseñan a sus hijos a convertirse en personas autosuficientes con el fin de que sean capaces de sobrevivir por sí mismos en el mundo sin el apoyo de la familia. Cuando los niños a quienes se les ha enseñado a cuidar de sí mismos llegan a la mayoría de edad, sus padres saben que pueden confiar en ellos. Se sienten tranquilos al pensar que sus hijos sabrán desenvolverse satisfactoriamente cuando se aventuren por su cuenta en el mundo.
Los jóvenes necesitan este voto de confianza de sus padres. Cuando comienzan a alejarse de la comodidad y la seguridad del hogar familiar, tienen que superar sus propios miedos. Necesitan saber que sus padres, que son tan importantes para ellos, confían en que ellos sabrán salir adelante y serán capaces de alcanzar el éxito.
Necesitan saber cómo decir «no» a lo que no forma parte de sus mejores intereses. Necesitan saber cómo manejar eficazmente el dinero. Necesitan aprender a seleccionar su ropa, ocuparse de sus armarios y hacer la colada. Necesitan saber limpiar y crear un espacio ordenado en el que vivir. Necesitan aprender a formular preguntas y a encontrar los recursos que precisan para resolver problemas. Necesitan saber conducir y hacerse cargo de un coche. La lista es interminable. Necesitan saber ser responsables de su sexualidad.
Los padres que sienten miedo tienen problemas para preparar a sus hijos para ser adultos. Algunos padres tienen su vida tan centrada en sus hijos que la perspectiva de verlos crecer es demasiado aterradora como para afrontarla y fomentarla. Acaso tienen miedo de que sus hijos solo los amen cuando los necesitan y dependen de ellos. Quizá piensen que deben controlar sus vidas porque no se atreven a confiar en lo que ellos mismos elegirían. El miedo consigue que estos padres no confíen en su propia capacidad para educar satisfactoriamente a sus hijos y luego liberarse de la tarea de ser padres y volver a centrarse en su propia vida cuando los niños se han hecho mayores.
Una conducta excesivamente permisiva, sobreprotectora o asfixiante de los padres refleja sus miedos y a la vez genera temores en los hijos. Una chica de dieciséis años me comentó lo mucho que la asustaba hacerse mayor. Intentaba olvidar sus miedos por medio del alcohol y de las drogas. Expresaba: «Ni siquiera sé hacer mi cama. Mi madre me la ha hecho todos los días de mi vida». La necesidad que tenía su madre de que dependieran de ella estaba disfrazada de esmero y solicitud y contribuía a hacer de su hija una inútil. Afortunadamente, esta jovencita estaba decidida a aprender por sí misma todo lo que necesitara saber para desenvolverse en la vida y actualmente es una persona independiente.
A menudo los niños que tienen una inteligencia excepcional tienen un mal rendimiento en la escuela porque nadie ha tenido el coraje de ponerse firme con ellos. Estos niños son muy listos a la hora de manipular a sus padres y a otras figuras de autoridad. Cuanto más impunemente se comporten sin obtener ningún castigo, más impulsados se sienten a buscar los límites con conductas cada vez más provocadoras. Cuando finalmente encuentran a alguien que está preparado para ser firme con ellos, se sienten muy aliviados. La estructura de reglas, límites y consecuencias es absolutamente necesaria para aprender a aprovechar su energía y sus propios recursos a fin de utilizar sus poderes de una forma constructiva y satisfactoria.
En otras familias, los padres de niños excepcionalmente inteligentes pueden mostrase excesivamente controladores y punitivos. Estos niños, que constituyen un fenómeno especial y utilizan su inteligencia para engañar a sus padres, encuentran un placer especial cuando consiguen saltarse las reglas.
Este modelo resulta a menudo más claro cuando se lo observa en personas mayores que son la versión adulta de estos niños inteligentes. Es posible que consigan el éxito con mucha rapidez. Luego se esfuerzan por conseguir más y más —más dinero, más poder, más éxito— hasta que sobrepasan límites como por, ejemplo, las leyes, las reglas, las realidades financieras o las necesidades de la salud física. Finalmente, pueden ser procesados por la ley, acusados de una bancarrota o también pueden desarrollar una enfermedad grave o fatal. Si hubieran encontrado al comienzo de su vida los límites oportunos, hubieran tenido mayor capacidad para utilizar el éxito y la inteligencia de un modo constructivo y creativo. Su labor como adultos es desarrollar esta capacidad por propia iniciativa.
Cuando los padres se rinden ante los caprichos de sus hijos, lo hacen por el temor de disgustarlos. Estos padres no se sienten cómodos frente a la ira y el resentimiento. Tienen miedo del rechazo y protegen a sus hijos de las consecuencias que deberían suceder a su comportamiento cuando ellos desobedecen las reglas. Intentan mantener la paz a cualquier precio. Los jóvenes educados por unos padres temerosos pueden terminar por no sentir ningún respeto por los adultos ni por sí mismos y asumir una actitud arrogante como si el mundo les debiera todo lo que ellos desean. Otros hijos criados por padres temerosos intentan ser perfectos y viven atemorizados por la posibilidad de cometer errores y desatar la ira de sus padres.
Cuando yo era una niña, mis padres establecían los límites de una manera indirecta. Su objetivo era que me quedara quieta y no les diera problemas; me enseñaron a tener miedo de disgustarlos. Yo temía su cólera y me aterrorizaba la idea de desilusionarlos. Ellos me decían que habían sacrificado todo por mí y la consecuencia era que yo tenía que compensarlos por esos sacrificios y sentirme culpable por todo aquello de lo que carecían debido a las opciones que habían elegido en la vida.
Fui capaz de tolerar este estilo manipulador de establecer límites desarrollando una subpersonalidad enérgica y severa que me impulsaba a ser perfecta en todo lo que acometía. Como estaba aterrorizada por la posibilidad de meterme en líos, hice todo lo que estaba en mis manos para asegurarme de que yo caía bien a los demás. Asumía pocos riesgos que pudieran implicar un castigo. Cuando mis padres estaban descontentos conmigo, me rechazaban y me maltrataban emocionalmente. Hice todo lo posible por evitar ser vulnerable a ellos en ese sentido.
Como adulta he aprendido a decir «no» a la parte crítica y exigente que me impulsaba a actuar y que me vi obligada a crear como reacción frente a la actitud de mis padres. Constituye un arma del Saboteador y una reliquia del pasado. Mis padres utilizaban el miedo en sus intentos por controlar mi vida y esa parte de mí que me impulsaba a actuar debido al miedo de no complacer a los demás. Mi trabajo ha sido aprender a definir los límites para mí misma de un modo amoroso y saludable y permitirme disfrutar de la vida y relajarme.
La capacidad de establecer unos límites sanos se desarrolla en un contexto de amor y no de miedo. Como padre usted se encuentra relajado y seguro de la forma en que educa a sus hijos, y preparado para tratarlos de un modo adecuado a lo largo de las diferentes etapas de su vida y desarrollo.
Los niños necesitan mucha protección, calor y consuelo físico de sus padres. Están aprendiendo a adecuarse a un entorno nuevo y extraño y se sienten más cómodos junto al viejo mundo familiar del cuerpo de la madre. Los bebés son más tranquilos cuando se los cría con calma y relajadamente y cuando han nacido en un parto apacible. Los bebés tensos y llorones reflejan la energía tensa y ansiosa de sus madres. Y acaso también hayan tenido dificultades durante su nacimiento.
Durante las primeras etapas del desarrollo, el bebé requiere muchos cuidados. Aún no es importante establecer los límites. La primera preocupación debe ser crear un vínculo sano, amoroso y centrado entre el bebé y sus padres. En el mejor de los casos, el bebé se siente seguro, percibe que está en buenas manos y sabe que todas sus necesidades serán satisfechas. Sus padres no temen dejarlo solo en la cuna después de haberlo cuidado y cuando el bebé necesita dormir otra vez. Su llanto no los alarma y el bebé aprende a aceptar la hora de dormir.
Cuando el bebé empieza a gatear, su misión es explorar el mundo. Comienza a separarse de sus padres y tiene que aprenderlo todo sobre el mundo en que habita. Aquí comienza el desafío de los límites. Los padres dicen firmemente «no» en un tono firme pero a la vez calmo, mientras sacuden sus cabezas diciendo «no» y apartan al bebé del peligro con que se ha encontrado. Si el bebé insiste en volver a acercarse al objeto prohibido, lo apartan una vez más y repiten con firmeza «no». Si el bebé aún insiste, lo confinarán en algún espacio en el que no tenga la posibilidad de volver a desobedecer.
La clave es perseverar en la calma. Esto supone un gran desafío para los padres primerizos que son jóvenes e inexpertos. Pero los padres pueden aprender a educar correctamente a sus hijos si están dispuestos a buscar ayuda en grupos de padres, libros, en sus propios padres, abuelos y amigos. Si practican con regularidad a decir que «no» y permiten que sus hijos experimenten las consecuencias que supone desobedecer o ignorar las indicaciones paternas, los niños comprenderán que pueden fiarse de lo que sus padres les dicen y entenderán que un «no» quiere decir realmente «no».
Las palizas y los azotes no resultan necesarios cuando los padres son eficientes a la hora de poner límites. Los padres que conocen y confían en el poder y la fuerza de su presencia y de sus palabras y se sienten seguros de sí mismos, no necesitan recurrir a los castigos físicos para controlar a un niño pequeño. Pueden colocar al niño en su parque, o en su habitación si es mayor, para indicarle que su desobediencia tiene como consecuencia que limiten su libertad para moverse. Si se recurre a los azotes, es esencial que los padres sean capaces de controlar sus emociones para no tener una actitud demasiado violenta con el niño. Recurrir a las palizas y perder el control refleja frustración e impotencia por parte de los padres. Y además demuestra al niño que es capaz de descentrar a sus padres. Lo hace sentirse demasiado poderoso, pero también lo asusta en gran medida. Por otra parte, también aprende a pegar cuando está enfadado o se siente frustrado.
Cuando el niño es un poco mayor y se porta mal, se le puede pedir que se vaya a un rincón. El rincón es un buen maestro para el niño, pues marca la intersección de los límites o paredes que definen el espacio en una habitación. Mantenerse quieto de cara a la pared confronta al niño con la realidad de los límites. Los padres le pedirán que se quede de pie durante un determinado periodo de tiempo mirando el rincón. Este castigo respeta la dignidad del niño, le exige que se ejercite en la autodisciplina al permanecer quieto y de pie y dura una determinada cantidad de tiempo especificada por los padres y señalizada por un temporizador con un timbre o campanilla. El tiempo se empieza a contar cuando el niño es capaz de estar de pie en el rincón sin chillar ni portarse mal, y sin ceder a la tentación de sentarse o tumbarse durante el periodo de tiempo indicado. Dos o tres minutos suelen ser suficientes para un niño pequeño. Los niños de mayor edad pueden tolerar periodos más prolongados y necesitan más tiempo para sentir el impacto y las consecuencias de su mal comportamiento.
Cuando se definen los límites a un niño de un modo eficaz, se le ofrece una adecuada interpretación del tiempo y al mismo tiempo el sentido del orden. Los niños se sienten seguros y satisfacen mejor sus necesidades cuando disponen de un horario predecible y claramente estipulado. La hora de levantarse, las horas de las comidas, la hora de la siesta y de irse a dormir deben ser invariables y predecibles. Aunque esto puede resultar difícil para aquellos padres que tienen dificultades para organizar su propia vida, será muy beneficioso para cada uno de los miembros de la familia. Cuando existe un horario adecuado que incluye cierta flexibilidad en ocasiones especiales y fines de semana, los niños aprenden a aceptar su rutina diaria y la disfrutan. Cuando la rutina no es apropiada, los niños se oponen a cualquier cambio que se les proponga y pueden lograr que las horas de las comidas y la hora de irse a la cama se conviertan en una verdadera tortura para toda la familia.
Los niños que se resisten a irse a la cama por las noches han descubierto una forma de ser más fuertes que sus padres. Este tipo de problema se puede corregir invirtiendo una semana en enseñar a los niños cuál es la hora adecuada de irse a dormir y obligarlos a acatar ese horario. Para tener éxito, los padres deben estar preparados para mantenerse firmes en su decisión y soportar la ira del niño y sus intentos por manipularlos con el fin de desobedecer el horario que ellos han establecido.
Los niños que están en edad escolar también necesitan un horario y una rutina a la que deben someterse. Necesitan tener periodos de tiempo dedicados al estudio para hacer sus tareas, límites para ver la televisión y un tiempo para jugar fuera de casa con los demás niños. Hacer cumplir los horarios para ver la televisión y para hacer las tareas escolares, requiere una gran energía y compromiso de los padres. Su firmeza y su coherencia enseña a los niños a asumir y mantener los compromisos que han asumido y a respetarse.
Los niños escolarizados también necesitan tareas y responsabilidades que sean adecuadas para ellos. Poner la mesa, recogerla y fregar, tirar la basura y hacerse cargo de recoger y limpiar su habitación son tareas que les enseñan a ocuparse de su propia vida. Los padres deben asignarle aquellas tareas que el niño sea capaz de cumplir y enseñarle a realizarlas. Por ejemplo, la basura se debe tirar cuando mandan las ordenanzas municipales. Si el niño se olvida deberá afrontar una consecuencia por no haber cumplido con su trabajo. Puede ser que no le esté permitido mirar televisión. En vez de utilizar su energía para recordarle una y otra vez la tarea que tiene asignada, los padres estipulan las consecuencias derivadas de su negligencia. Los padres que recuerdan a sus niños todo lo que deben hacer no les permiten aprender de las consecuencias que se derivan de sus actos. Estos padres están muy preocupados por no ser «malos» y por privar al niño de alguna actividad que le guste, de modo que intentan anticiparse a la necesidad de una consecuencia recordando a sus hijos lo que se espera que hagan.
Sin embargo, las consecuencias efectivas que se derivan de una mala conducta o un comportamiento irresponsable logran que el mundo del niño sea más reducido y limita su libertad. El objetivo es enseñarle que la libertad y el comportamiento responsable van juntos. Consecuencias como la de permanecer en su habitación, no ver televisión, no hablar por teléfono, no poder montar en bicicleta o castigarlo sin salir, restringe su libertad y le enseña a enfrentarse a sí mismo limitando sus posibilidades de huir de los efectos producidos por sus propias decisiones. El niño es el único responsable cuando no acata una regla o ignora una responsabilidad. Los padres no son culpables. Su labor es ser maestros fiables que imponen con coherencia y firmeza las normas que se deben cumplir en el hogar.
Ser cariñosos y firmes es una responsabilidad de los padres, forma parte de lo que significa ser padres maduros. Aquellos padres que no han madurado tienen problemas para asumir su responsabilidad y se muestran excesivamente indulgentes y reacios a exigir a sus hijos. Dichos padres necesitan centrarse en su propio crecimiento para dejar de ser ellos mismos unos niños y ser capaces de educar correctamente a sus hijos.
Cuando los niños pasan por alto las normas establecidas no son «malos», simplemente están investigando y comprobando cómo funciona su mundo y dónde están los límites. Si cuando se comportan inadecuadamente experimentan consecuencias razonables para su mala conducta, aprenden que un comportamiento responsable les ayuda a sentirse mejor consigo mismo. Si con frecuencia logran escapar sin castigo a una mala conducta, aprenderán que un mal comportamiento es un riesgo que merece la pena correr.
Si los niños logran omitir todas las tareas que les han asignado, más adelante buscarán desesperadamente los límites en el mundo que excede a la familia. Una mala conducta en el colegio refleja una necesidad de orden en casa, pero también en clase. Los adolescentes que desconocen las leyes siguen intentando encontrar esos límites. Desgraciadamente, incluso nuestras cortes a menudo ofrecen más oportunidades a los jóvenes en vez de castigarlos razonablemente con el fin de enseñarles que los límites existen y que deben respetarlos para vivir en la sociedad.
Brad tenía cuatro años cuando su padre me llamó. Steve y su mujer; Joan estaban muy preocupados por su hijo. Era un niño extremadamente difícil, y ellos estaban desesperados y no sabían qué hacer.
Me entrevisté con Steve, Joan y Brad. Este último parecía un niño normal pero era bastante ansioso y constantemente intentaba involucrar a algunos de sus padres en su juego. Durante la entrevista, ellos no dejaron de prestar atención a lo que hacía Brad, de modo que resultaba difícil hablar con ellos estando el niño en la misma habitación.
Steve y Joan eran grandes luchadores que se esforzaban más allá de los límites del tiempo y de la energía de que disponían. No podían comprender que Brad no estuviera interesado por ser un buen chico y complacerlos del mismo modo en que ellos se esforzaban por ser unos padres ejemplares.
En vez de imponerle límites y citar las consecuencias que tendrían lugar si desobedecía las reglas, Steve y Joan se dedicaban a hablar con él. Intentaban razonar con Brad y persuadirlo de ser un buen chico. Estaban tan pendientes de él que resultaba preocupante. Observaban cada bocado de comida que él tomaba a fin de asegurarse de que se estaba alimentando bien.
Brad era un niño muy inteligente y se las había ingeniado para ser más fuerte que sus padres. Actuaba como un espejo reflejando las partes rebeldes de sus padres que ellos tanto temían. Rehusaba complacerlos tanto como ellos se empeñaban en ser buenos padres. Se negaba a comer y a ser el chico bueno que ellos tanto le rogaban que fuera. Manifestó un comportamiento extremadamente rebelde. Los padres estaban perplejos y sin saber qué hacer, y el niño sabía perfectamente como frustrarlos. Brad no era feliz en el ambiente tenso y excesivamente activo que habían creado para él y que reflejaba el alto nivel de estrés y ansiedad de sus padres.
Cuando Steve y Joan aprendieron a establecer límites razonables para sí mismos y crearon un orden más real para su familia, se sintieron más relajados y serenos. También aprendieron a ofrecer opciones a Brad que respetaban su autonomía. El niño aprendió que si cooperaba al vestirse antes de desayunar, podría tener tiempo para mirar su dibujo animado favorito antes de marcharse al preescolar. Si decidía no cooperar, perdía ese privilegio. Aprendió que podía elegir qué y cuánto comería de su plato durante la cena. Pero también aprendió que tomar luego el postre o un piscolabis dependería de que cooperara a la hora de las comidas. Si se negaba a comer, no tendría derechos de hacerlo más tarde.
Brad aprendió que «no» significaba no y que «sí» significaba sí al mismo tiempo que Steve y Joan aprendieron a desarrollar una conducta coherente con él. Brad se relajó y se convirtió en un niño más feliz. Steve y Joan fueron finalmente capaces de disfrutar de su hijo en vez de temerlo. En cuanto pudieron reconocer sus propias partes Avasalladoras y Complacientes, también tomaron consciencia de la parte Rebelde que habitaba en cada uno de ellos. Ya no fue necesario
que Brad reflejara la parte Rebelde de sus padres Brad, Steve y Joan fueron más libres para sentirse íntegros, para relajarse y disfrutar de la vida y de su mutua compañía. Steve y Joan ya no se vieron obligados a hacer de Brad un niño perfecto ni ser ellos mismos unos padres perfectos. Ahora eran capaces de apreciarse y aceptarse sin necesidad de ser perfectos y su matrimonio resultó beneficiado. El pequeño Brad ya no tenía que estar en el medio, ser el centro de todas sus preocupaciones ni una distracción ante el desafío de conquistar la verdadera intimidad entre ellos.