16 de septiembre

Mañana de editores. Proyectos. Proyectos de contratos. Contratos de proyectos entreverados con algunas entrevistas.

Antonio Vilanova, tan fino. Comemos con Esther, que conoce su negocio no sé si por carisma, pero lo conoce. Da gusto hablar con alguien que sabe a dónde va.

Por la tarde vienen Pepe Jurado, mi encantadora señora Ferreras de Gaspar con su marido. Hablamos de una posible exposición de mi amigo Campalans para el año próximo. Les propongo venir a pintar los cuadros una o dos semanas antes. Se nos va el tiempo. Se nos fue.

Otra entrevista.

Pepe me ha traído, de regalo, un libro espléndido. Me dice, y le creo, que es el mejor que tiene.

—No, no tienes idea.

—Ya lo sé.

P. interrumpe: —Es una manera de hablar de Max: siempre lo sabe todo.

Reímos.

—No es para reírse: aquí ocuparon todos los puestos —y Dios sabe si los hubo—, una serie de mediocres que, naturalmente, se han aferrado a sus sillones —de catedráticos, de académicos, de jefes de empresa— como lapas de acero, si es que las hay. Los que tenían algún talento (los conocías como yo) los mandaron fuera, de embajadores; primero, para hacer un papel medio decente y luego para echar posibles opositores de la misma cuña. Lo supieron hacer. El medio no importa sino el resultado: míralo, salta a la vista: en todo, menos en los negocios, en los que han salido águilas. En la técnica, para lo que no se necesita gran cosa —basta con obedecer o copiar— y la Iglesia…

—No me fío.

—Yo tampoco. Pero se trata precisamente de no fiarse. Listos, lo son. A mi juicio, ese redoblado fervor vasco y catalán lo propician ellos.

—¿Para qué? Ya. No me lo digas. Comprendo.

La gente se va por ahí. Y la persecución, en nombre de España una, grande, tiene todavía sus partidarios.

—Los de la ETA…

—Han reemplazado a los comunistas. Pero no quería hablarte de eso sino del ambiente. Tú mira, cuenta, lee. Lee lo mejor de hoy; ve a las clases de la Universidad —¡para qué hablarte de bachillerato!—. Te quedarás boquiabierto. No saben nada de nada. Y no quieren que se sepa nada de nada como no sea de números. Al fin y al cabo, para vivir bien basta y sobra con lo que tenemos. Y no hace ninguna falta saber lo que no sabemos. No es nuevo. Es la vieja teoría filantrópica liberal y conservadora. No saber, no aprender: contentarse con lo que se tiene ahora que no pueden prometerte la vida beatífica en el otro mundo porque les contestan: ¡A mí no me venga con ésas! Al pan, pan y al vino, vino y al culo, culo. Que eso se ha añadido. Los niños y las niñas se las traen al lado de los de nuestro tiempo. La influencia del turismo.

—Será en la costa.

—Va subiendo, y no tan poco a poco, como puedes ver con tanto parador y tanta venta. No es que me parezca mal, en ellos se come bien y barato. Lo malo es que no te dan habitación más que por tres días.

—Ahora va a resultar que el retrógrado eres tú.

—Si hablas del tiempo transcurrido, es posible que sí. Pero, no. A veces, me parece que todavía voy a la tertulia del Oro del Rhin. No. Todo eso ha pasado, enterrado bajo un enorme montón de basura, de podredumbre del que no podemos salir. La mediocridad es muy buena para los mediocres y aquí el Estado los fabrica. Si sobresalen un poco, o se van o les ayudan —entiéndeme— a irse. España es un país que no necesita eminencias porque todos lo somos…

—Y ¿qué crees que va a pasar con Juan Carlos?

—Nada. Hombre, nadie lo sabe, como es natural. Pero la idea de los que le conocen es de que no tiene las agallas necesarias para hacer algo que valga la pena. Y, además, por si fuera poco, está doña Federica. Sin contar que los generales españoles tienen una larga, larga experiencia.

—Y si no, ahí están los coroneles.

—Que son los generales de mañana. Sabes tan bien como yo que aquí siempre mandó el ejército. Desengáñate: cuando no lo hizo, ¡fíjate cómo nos fue! Dejando aparte el ridículo. Te aseguro que nadie se acuerda, como no sea para reírse, al leer las Memorias de Azaña, de Marcelino Domingo —tu amigo— o de Fernando de los Ríos —al que querías tanto—. ¿O me equivoco?

—No.

El hall está lleno, pero estamos solos. No nos oye nadie. No nos importa que nos oiga nadie. Tal vez no estamos aquí.

Los sobresalientes

Me llamó por teléfono y me vino a ver hace unos días, un andaluz, finito de cuerpo, con aladares, jacarandoso, a quien envié hace tiempo unos cuantos Crímenes para un folletín de nada.

—Unos muchachos de Gracia que representaron Espejo de avaricia —me dijo por teléfono—, los de Bambalinas, estarían felices de conocerle y a ser posible de cenar con usted.

No me puedo negar.

—Tal día y tal hora.

—Bueno.

—Pues pasaré por usted.

Joan Brossa —de quien todos hablan bien— hombre de cine y teatro catalán, me lo confirmó al día siguiente.

Hoy se presenta el joven y nos lleva a un restaurante donde nos espera el secretario de Cela, que ha venido especialmente de Palma para estar con nosotros; M., el de los sesenta títulos en menos que te canta un gallo, y cuatro o cinco más —poetas— cuyos nombres ignoro, no por su culpa, claro.

En el camino me entero de que el director del grupo teatral no vendrá.

—Tuvo una reunión.

—¿Estamos todos?

—Sí.

—¿Y los actores?

—No, del teatro sólo tenía que venir el director.

Callo. ¿A qué este engaño?

El malhumor me rezuma. No se me presenta la menor excusa. ¡A ellos, a ellos! ¡A la poesía!

—Y no nos vaya usted a salir con Juan Ramón…

—¿Por qué no? ¿Quién de vosotros ha leído Espacio?

Silencio. Vuelta a lo mismo: nadie ha pasado de la Segunda antología. ¿De qué quieren que les hable? ¿De Celaya? ¿De Otero? ¿De Valente? ¿De González? ¿De Barral? De Marrodán, supongo; de Fernández Molina… Porque no creo que esperen una cátedra magistral acerca de lo que tengo por poesía…

No saben. Tal vez son todavía, a pesar de no serlo mucho, jóvenes. Sólo le han visto la cara a cuatro cosas. Mil otras no les han pasado nunca por el pensamiento —no por su culpa—. Ajenos a casi todo; ignorantes pero sin cuidado de ello, equivocados tan sólo. Como sólo tratan con libros y, de ésos, relativamente pocos, se quedan menos que a medias. La ciencia se aprende perdiendo —y no lo quieren aceptar: «se quedaron ayunos de saber el artificio», escribió don Miguel en el primer capítulo de su libro mayor—. Hay impedidos que andan con muletas; éstos a tientas. Oscuros de las oscuridades de su saber; cegados y ociosos; rendidos a las dificultades del oficio que escogieron. Ni tontos ni arrogantes, sencillamente generosos; faltos de gusto por no haber sido capaces de escoger e incapaces de escoger porque sólo les ofrecieron un camino (a pesar de que —claro— suponen lo contrario). Sin contar su capacidad, de la que no son responsables, aunque hay naturalmente quien sepa amañárselas para aparecer mayor. Cortos de vista, toman un color por otro palpando tinieblas. Calzan tan pocos puntos que se desvanecen.

Blasfemando de lo que ignoran, hablan a tientas, seguros de sí cuando no por boca de otro que sabe tan poco como ellos mismos. Fuera idiotismo oponerme a su natural decantación. ¿Los vulgares se gradúan de necios? No puedo creer que haya tanta injusticia sobre otra. ¿Simples? Sí, pero se dejarían matar antes de aceptarlo. Brossa calla. No saben lo que se pescan ni conocen su morada. Ignoran el lenguaje, fiados de sus buenos deseos. Groseros a fuerza de no entender. Pido mil perdones, pero intento retratar mi ánimo. Nada siento tanto como haberme dejado llevar por mi irritación. Algunos se lo tenían merecido, por el engaño. Los más: tan engañados como yo. No pido sutileza sino honradez. ¿Creían necesario hablarme de cómicos para reunirse conmigo? Lo consiguieron. Me hubiese gustado que, por lo menos, un día, el sedicente invitador me llamara por teléfono para disculparse. ¡Cómo había de hacerlo si no tenía idea de la que armaba en su nombre! Todos se hallan en pelotas sin velo de la ignorancia que se la encubriera. ¿Dónde la ciencia de que han menester para lograr sus deseos? Perdidos en una selva de errores, me dejaron a oscuras. ¿Qué pretendían? ¿Exponer sus letras? ¿Mostrar su cortedad en el hablar? No. ¿Entonces? ¿Sorprenderme? Lo consiguieron, pero también —muy a mi pesar— sacarme de mis casillas; el entendimiento atestado de col agria. (¿A quién se le ocurrió escoger esta «fonda» alemana?). Creo que en Guzmán de Alfarache se lee: «Parecen melones finos y son calabazas». Se lo dije, hice mal. Reventé cuando al nombrar a Rafael Alberti el de más nombre hizo un gesto de claro desprecio como diciendo: ¡Ya salió aquello! Salté. Salté de verdad: me puse de pie. Me apoyé en la mesa, mirándole:

—¿Qué ha leído de él? ¿Marinero en tierra, claro?

No estaba seguro. Cité diez títulos, algún soneto, otras obras recientes.

Nada.

—Antologías.

—¿Qué más?

¡De la pintura! —Fanfarronea en su derrota.

—¿Sabe de qué fecha es?

—No.

—Lo que sucede es que usted es un pobre tonto.

Y la máquina grabando.

Lo solté y me arrepentí inmediatamente.

—¡Ese libro sobre Roma! —Se defendió desesperadamente.

—¡Qué más quisiera que haber escrito uno solo de sus sonetos…!, —le solté. Pero ya no tenía ganas de hablar ni me iba a poner a explicarles que ahí radicaba una de las barreras más duras de salvar entre ellos —ahí presentes— y nosotros. ¿Dónde la posibilidad de comprender, en verso, en prosa, el humor, la ironía, la broma brutal o sutil lo mismo en línea que en color; la diferencia de lo serio de lo que no lo es? Dejando aparte que siempre hubo en los más de mi edad y gusto, gotas de lo uno en lo otro, para dar sabor. Estos que nada esperan de nosotros (¿cuándo «esperamos» algo de ellos?) han crecido en paisajes de seriedad, sordos de tanto bombo, tuertos del izquierdo, con las varas reglamentarias, descabellados a la buena de Dios. Algunos aprendieron a torear, otros saltaron la barrera y fuéronse fronteras afuera a esclarecer sus tinieblas. Lo malo es que todos son de una misma noche. Durmieron mal y parieron sin dolor poemas sin más finalidad que hacer patente su presencia. ¿Que nadie hizo nunca más, dejando aparte los que de veras cuentan? A todos nos alumbra idéntico sol, aun de noche.

Todo fue mal, quedáronse para mejor ocasión. Nos fuimos y no hubo más que esta página retorcida, por huir de la verdad. ¿Qué querían de mí? ¿Que les dijera que los críticos de hoy nada saben, nada valen, y que sus libros o cuadernillos son excelentes por no decir geniales? Vine a ver, no a ser visto. A aprender, no a enseñar. A lo sumo a estar y no a dar cuenta de mi mediocridad y, menos, de la suya. ¡Y yo que pensaba, por fin, hablar con unos jóvenes de verdad entregados al teatro!

La vuelta, fúnebre.

17 de septiembre

Del Arco. Antiguo anarquista, ahora puntal de La Vanguardia. Casi todos los catalanes leen sus entrevistas, ven sus caricaturas. Unos años de cárcel antes de llegar a ser el entrevistador oficial del periódico preferido de la buena burguesía condal.

—¿Qué vas a hacerle? —Me dice entre orgulloso y resignado. —¿Yo? Nada.

—Te advierto que sigo pensando lo mismo.

—No lo dudo.

Ya sabemos que el pensamiento no delinque. En el fondo no está muy seguro de que sea cierto lo que le ha sucedido: un poco asombrado de sí mismo. Lo acepta, feliz. ¿Quién se lo había de decir?

Vamos a comer a casa de los Muñoz Suay. Un encanto: ellos y los chicos. Comemos «que da gloria».

Hablamos de Valencia, de la Alianza de Intelectuales, de Pepe Renau, de Pepe Bergamín, de cine (de las funciones del Cine Club, en Valencia, donde presenté —si no recuerdo mal— Berliner Alexanderplatz, de Tristana y —¡alabado sea Dios!— nada de España). Nos sentimos como en nuestra casa, sin pasado ni futuro, sin sentir el tiempo que pasa.

¡No tener tiempo de ir ni al cine ni al teatro! Entrevista a las seis y media, fotógrafos de dos enviados de un periódico de Madrid, a las siete. A las nueve, cena en casa de Monserrat Seix.

Admirada Monserrat, que lleva adelante su recuerdo, soledad e hijos. Murió Víctor hace un año, al pie del cañón, a orillas del Main. Había sabido unir el instinto —el olfato— con la sabiduría del comerciante: condescendiente con la inteligencia intransigente de Carlos Barral. No es fácil, para un editor, aceptar la publicación de lo mejor, o así reputado, de las letras contemporáneas. Así vino a ser de los primeros en luchar contra el vacío intelectual producido por los bulldozers del régimen, que no le escatimó dificultades. Con sus más y sus menos supo conllevarse con Carlos, atrincherado en sus convencimientos.

Se nos va el tiempo volando. Yvonne, ya editora —¿por qué no?— y Carlos nos dejan, tras una penúltima copa en el camino, en la Vía Augusta.

18 de septiembre

A las diez, charlando con Tisner. Ha regresado de México hace relativamente poco. Como es natural trabaja en un periódico, en una editorial, hace traducciones. No hablamos de España sino de la Ciudad Satélite, del periférico, de la Zona Rosa, de Bellas Artes. No sé si sabe o recuerda que su primera mujer fue mi primera secretaria, cuando me ganaba la vida haciendo adaptaciones cinematográficas. Me invita a comer para el día siguiente.

(Los De Buen. Los Jardines de San Mateo —él vivía enfrénteme traen a la memoria el cuadro del teatro de las Juventudes: El Retablo de las Maravillas, Bartolozzi, Miguel Prieto y, atado a él, los fantasmas y fantoches del Guiñol —espléndidos— que destruyó una bomba, aquí, más abajo, en los altos del Cine Coliseum, en 1938). Tisner se llama Artís. Conocí a su padre. Eran muy otros tiempos, sobre todo para el teatro catalán. ¿Por qué he de volver siempre atrás? ¿Por qué he de llevar a cuestas ese peso del pasado, ahora me doy cuenta, totalmente en balde?

Viene Esther Tusquets. Me lleva a ver el despacho de su editorial, agradablemente puesto.

Volvemos al hotel. Y José Domingo (le estoy muy agradecido por sus artículos en ínsula que, naturalmente, nadie ha leído, aquí).

No se llama exactamente José Domingo. Se ha convertido, con ese nombre; en un excelente crítico. Pero no hablamos de literatura. Nos ponemos a recordar nuestros tiempos. Que, como siempre, se nos van sin darnos cuenta.

La comida con Juan Ramón Masoliver se convierte en cena. Por primera vez, P. y yo nos vamos a comer solos en un restorancillo de ahí al lado como si estuviéramos en una ciudad cualquiera y fuéramos turistas y hasta me puedo dar el lujo de ir a comprar unos libros para mis nietos y calcetines inverosímiles para mí. (Carmen me regaña después por mi gusto estrafalario y me compra otros, excelentes, en consonancia con mi edad respetable).

Hemeroteca: calle del Hospital, vistazo a las Ramblas, vistazo exterior al Liceo, al hotel Oriente donde dormí mi primera noche catalana no hace más de cincuenta y cuatro años.

Encuentro lo que busco, P. copia algún artículo mientras hago fotocopiar algunas páginas de La Gaceta Literaria. Aparatos primitivos; pero, por lo menos, los hay. No me sucede ese terrible avatar de la Biblioteca de Santa Genoveva, en París, en que ni eso existe y, además, cierran los meses de agosto y de septiembre. ¡Oh, Francia, oh París, cuna de la cultura (y de las vacaciones) en la que ando ahora metido; a pesar de la administración, la burocracia y el mal humor de servidores y dependientes!

Con Gonzalo Suárez me pasa algo terrible: me acuerdo bien de sus libros (he hablado de ellos, merecidamente, lo mejor posible). Según mi agenda cené en esta fecha con Carmen y con él. ¿Dónde, cómo, cuándo? ¿Cómo es? ¿Qué cara tiene? ¿Qué tono de voz? Por mucho que quiero recordarle no puedo. Me acuerdo de sus libros, no de él. Estoy preocupado. Existo, existe. ¿Cené con él? ¿Hablé con él? Honradamente juro que no puedo asegurarlo. Sin embargo aquí está apuntado, sin lugar a dudas: 18 de septiembre, a las 9: «Cena con Carmen y Gonzalo Suárez». (Luego, gracias a Carmen, recordé: cenamos con Juan Ramón Masoliver; éramos muchos, hablamos poco. Lo siento).

—No acabo de entender por qué criticas tan acerbamente el turismo. ¿Qué tiene de malo? Sirve al país desde muchísimos puntos de vista, aunque, naturalmente, los que vienen, a Dios gracias, no son todos profesores de la Sorbona. Ten en cuenta que representan un ingreso que sólo se puede comparar al de las benditas naranjas de tu tierra. Para serles agradables se mejoran las comunicaciones, y no sólo las carreteras: para ellos —por ellos— están a nuestro alcance un sinfín de periódicos y revistas extranjeras que seguramente no podríamos leer más que subrepticiamente.

—¿Cómo voy a negar lo que está a la vista de todos y en las cifras de todos los informes?

—Lo que te molesta del turismo es que sirve para afianzar económica, moralmente, al régimen. Estás en contra del turismo, que es una manera de vivir, una faz del ocio, por razones políticas.

—Es posible.

—Estoy seguro de que si en vez de Franco estuviese en el poder un régimen liberal estarías de acuerdo con él.

—No te quepa la menor duda. Y aun pediría que se aumentara el número de los excelentes paradores, albergues, hosterías, refugios, hoteles con que cuenta hoy España.

—¿No te da vergüenza?

—No.

—Tu posición es totalmente indefendible porque, quieras que no, como te decía antes, aunque sea indirectamente, la presencia de tanto extranjero sirve para enseñar…

—Muslos (y no sólo de pollo), curvas (y no sólo de carreteras…).

—No hagas chistes malos y enfréntate con la realidad.

—No pienso en otra cosa. No te niego que sirve para arrastrar a España a la cola de Europa. Pero si comparas este resultado con el afianzamiento que proporciona —no solamente en el país sino fuera, porque los visitantes no ven de España más que las costas y carreteras— es feroz la diferencia que existe entre los beneficios y el mal de esas firmes bases que, sin comerlo ni beberlo, ha encontrado la dictadura en la temperatura y el paisaje.

—¿Ha cambiado la geografía española de la República acá?

—Pero sí la historia.

—¿Qué culpa tenemos de que no hubiera vacaciones pagadas en los tiempos de María Castaña?

Cena con Juan Ramón Masoliver. Somos ocho o diez. Nos lleva a Can Armengol, en Santa Coloma de Gramanet, relativamente cerca de su retiro. Pasamos el Besos tras cruzar San Andrés (creo).

Estamos más o menos solos en un comedor sin color ni carácter alguno, que encantaría a Buñuel (por algo Masoliver es su primo lejano y no deja de tener, físicamente, algún parecido con él, en tamaño un tanto reducido). Se come tal y como había anunciado el anfitrión: no sólo opíparamente sino con una calidad vernácula de primer orden. Hablamos de todo y nada.

(Para quien se interese por tan buen y escondido lugar: está al lado del matadero y lo mejor es llegar desde Barcelona por San Adrián; entonces se tuerce a la derecha).

19 de septiembre

De verdad no sé qué quiere decir exactamente el joven crítico cuando escribe, refiriéndose a mi viaje y al regreso de otros exiliados: «Comprobarán que esta España actual no es aquella, raquítica y destrozada, que dejaron». Tal vez el mal pensado soy yo y efectivamente el joven A. S. dice con toda tranquilidad y conocimiento de causa que la España que dejamos a fines de 1939 era raquítica —es decir, menguada, reducida— la mayor parte bajo la férula de los «nacionales» y destrozada, efectivamente, por ellos y sus aviones, no precisamente nacionales. Pero aun pasando por mal pensado me hurga la sospecha de que el simpático A. S. se refiere sin tapujos, abiertamente, a la España no del 39 sino del 36, es decir, a la que no pudo, a la que no dejaron, realizarse ni unos ni otros. Si es así —y será difícil que me borren esa idea— es un dato más (ínfimo) que añadir a los tristes considerandos que, sin querer, voy amontonando acerca de los jóvenes despreciadores de lo que ignoran voluntariamente.

—Los jóvenes de hoy no son nunca los jóvenes de ayer.

—Lo que no quiere decir nada. Y, menos que nada, que sepan más.

—¡Eso faltaba! Les basta ser más. Figúrate la que se armaría si, además, fuesen sabios… Pero no te hagas ilusiones: no erais mucho mejores desde ese punto de vista. Un poco de calma.

Me llamó por teléfono Guillermo Díaz-Plaja, no estábamos en el hotel y pasado mañana nos vamos a Valencia.

A can Juanito es menja… de colló de mico.

No deja de ser grosero, aun en catalán, pero es cierto. ¡Qué jamón, qué butifarras, qué salchichón! Y sólo es para empezar. Es un restaurante folklórico, largo, estrecho, que huele a lo que debe. Mi estómago empieza a resentirse, pero hay que resistir…

Tisner, Ibáñez, Segarra. No pudo venir —se disculpa— el director del periódico. Juan de Segarra… Rojo por fuera, simpático, abierto. No sé cómo es: veo a su padre. Cuento y no acabo: los dos —él y yo— con bombín, tal vez con bastón, sí con botines.

No voy a traer aquí a cuento artículos, pero me da gusto copiar la nota de Juan de Segarra. Me enternece que el hijo de un amigo escriba algo así sobre mí. Titula sencillamente Max Aub. Dice:

«Treinta años fuera de España son muchos años, demasiados. Debe pensar que después de vivir, o malvivir, durante treinta años exiliado de la madre Patria, es fácil que uno se torne extraño, incómodo, “difícil”, cuando no loco; loco, como el exiliado de “El caos y la noche”, un personaje, una migaja esperpéntico, al que el moralista y tiquismiquis de Montherlant nos describe ensuciando las paredes de los W. C. de París, con “slogans” más escatológicos que políticos. “C’est la revanche des minorités”, dice el señor Montherlant. Mas también cabe pensar que, después de treinta años de exilio, el personaje siga tan cuerdo como aquel día en que tuvo que abandonar la madre Patria. Y es que el exilio, más o menos doloroso, puede también intentar frases la mar de felices, de una cordura ejemplar como aquella que estampó don Gregorio Marañón en su Elogio y nostalgia de Toledo: “Se es del país, de la ciudad que se ama, y que no es siempre la que nos vio nacer”. Y, lo que ya es más difícil, realidades —que no sólo de frases vive el hombre—. Realidades, estupendas realidades, como la larga serie de títulos —novelas, cuentos, teatro, ensayo— que Max Aub ha parido en treinta años de exilio mejicano. Max Aub, escritor español de padre alemán y madre francesa, nacido en París a principios de siglo, que llega a Valencia a la edad de once años y a los veinticinco nos abandona, después de haber elegido, en el 24, la nacionalidad española. Max Aub, escritor español y universal, nacionalizado mejicano, ausente de las Historias de la Literatura que nos enseñaron durante el Bachillerato; Max Aub, autor teatral, ausente de nuestros teatros nacionales; Max Aub, novelista, algunas de cuyas novelas se pueden encontrar, con un poquitín o un mucho de suerte, en el “Drugstore”, junto a “Los supermachos”, no lejos de Masoch y de Bierce, en la estantería de los tipos malditos o, simplemente “raros”.

»Max Aub, una de las figuras mayores de la literatura española que inclina ligeramente su testa de morueco y contempla, tras sus gafas de miope, con mirada limpia e inteligente, cómo en un bar de México un largocaballerista suelta pestes de un socialista partidario de Negrín, o cómo unos poetas de aquí, unos “chicos”, como dice él, se cargan olímpicamente, tontamente, la obra de Rafael Alberti.

»Max Aub está cansado: “Ya se lo he dicho a Fulano: no quiero que nadie sepa en qué hotel me hospedo en Madrid”. “Tengo deseos de ver a los amigos, muy pocos, sabe usted. ¡Tienen tanto que contarme!”. Max Aub se interesa por los papeles públicos. “¿Cuánto tiran ustedes?”. Pregunta por las agencias, por el papel… Mire usted, yo tomaré “pà amb tomaca” y “rovellons”. ¿Para beber? ¡Aigua! “¿Wenceslao Roces?, está trabajando en una edición completísima de las obras de Marx que prepara Aguilar a la vez que sigue explicando Derecho Romano en la Universidad de México”. ¡Díez-Canedo! —Max Aub se traga una pastillita colorada—. Yo escribí para “Son Armadans” unas líneas sobre Cañedo; el artículo salió muy mutilado, sabe usted… en México llevan ya publicados nueve tomos de sus Obras Completas. Tienen ustedes que reivindicar a Cañedo, aquí apenas se le conoce… sus crónicas teatrales son excelentes. Max Aub se sonríe: “Sí, yo hice durante dos años la crítica teatral para un periódico de México, del gobierno. Me divertí de lo lindo. Imagínese usted: Pemán…”. “Més rovellons? Sí, sí”. Octavio Paz, el teatro mejicano. “Hay un ‘chico’ muy bueno: Leñero”. Buñuel, el surrealista, la Barcelona del “Colón” y “La Criolla” —Tisner cuenta anécdotas y Max Aub se ríe como un niño travieso—, el mes de mayo francés…

»“He dinat molt bé”. Hace un día espléndido. Max Aub se detiene ante el escaparate de una “botigueta” de Gracia. “Esto sigue igual”. En la puerta del hotel nos despedimos del escritor y de su esposa. Pasado mañana el matrimonio estará en Valencia. Luego, Madrid, y, en diciembre, de nuevo en México. ¡Hélas!».

Mesa redonda en una elegante revista. En principio tienen que preguntarme «cosas».

Diez o doce alrededor de la mesa. Grabadora profesional. Todos son amables. Dejo que una muchacha me haga una pregunta y doy una clase. ¿De qué hablé? Juro que no me acuerdo. Pero no paro en una hora. Luego hago la pregunta sacramental:

—¿Les basta?

No se atreven a decir que no. Quieren que, a mi vuelta, dé una conferencia (antes de mi marcha) dando mis impresiones. Me niego. Lo sienten. Yo también.

Cena en la elegante casa de Cesáreo Rodríguez Aguilera, mi compañero de letras en Papeles de son Armadans, abogado de pro y, en mi caso, desafortunado cuando, hace algunos años, intentó que me otorgaran un visado. Persona de mucho mundo y sabiduría no sólo literaria sino gastronómica, lo que es muy de agradecer: no sólo yo me acordaré de la sopa de perdiz. Plato de gran cocina que no hay que confundir —¡cuidado!— con las perdices en escabeche, que también tienen lo suyo. Historia del mismo. No sólo da gusto comer sino hablar de esa faz de la cultura en trance de morir hasta en Francia. Claro está que, gracias a Dios, desaparecerá uno antes.

—¿Hasta qué punto la tontería —y su hija natural la ignorancia— es hija de la civilización mal llamada «de masas»?

(La masa carece —hasta ahora— de civilización por el hecho de serlo: pero puede haber una civilización para la masa).

—Pero la idea falsa —fascista— de que la masa necesita de una civilización rebajada a su altura ha podido influir no poco en la vulgarización de esa misma cultura (lo mismo en Estados Unidos que en la URSS). La radio, el cine, la televisión son elementos poderosos de «contentamiento» —si me admites este neologismo—; se contenta a las masas —a lo que se llama pueblo— mucho mejor que con «pan y circo» ya que no tiene que acudir a la plaza sino que llevan el espectáculo a domicilio. Tal como la imprenta (o la alfabetización) no sirvieron para formar un «hombre nuevo» tampoco los modernos modos de comunicación lo han conseguido. Ni una nueva política. La inteligencia humana no ha sufrido más aumento que el de los seres: millones que leen, pintan o escriben no han producido un nuevo Sófocles, un nuevo Shakespeare, un nuevo Cervantes.

—Tampoco fue el fin del fascismo ni es el del comunismo.

—Ni el del franquismo.

—Júralo. La gente es más sensata.

—Entonces: ¡Vivan los insensatos!

—Sí: ¡Viva yo! Vamos a hablar en serio: creo que, en el siglo XX, con el desarrollo del irracionalismo en todas las ramas del saber (aunque dicho así parezca inverosímil), la razón se echó a dormir. La magia ha cobrado una fuerza que había perdido hace siglos. Aun las gentes más inteligentes esperan «signos». Te aseguro que los monstruos de Max Ernst, de Dalí y de tantos otros significan precisamente lo contrario de lo que muchos de nosotros tuvimos por cierto al hacernos hombres: la esperanza. Y no me refiero únicamente a la novela de Malraux, ni a vuestra película, sino a esa enorme ola que solevantó al mundo como consecuencia de la revolución rusa, y que hoy vemos morir a nuestros pies gracias a un signo que nos vino de los cielos: la bomba atómica. Alguno quiso ver en ella a una resurrección del viejo mito de Prometeo.

—Supongo que te refieres a mí y a aquel cuento…

—No fuiste el único. Pero, a mi juicio, era todo lo contrario. La palabra «amor» se ha vaciado de sentido, un poco gracias a esa civilización «de masas» que no representa sino la tontería, la vulgaridad, la ordinariez, la chabacanería, los lugares comunes, la grosería, lo ramplón.

—Para ya.

—Lo inculto… A pesar de tu desprecio por Salvador Dalí ¿no crees que viene a representar precisamente esa civilización de los más —ten en cuenta que nadie vende tantas reproducciones como él: andan colgados por el mundo occidental más Santas Cenas suyas que de cualquier otro pintor— cuando dice: «Nunca tuve sentimientos»? Yo no digo que el sentimiento haya sido nunca una prenda política. Pero tal vez nunca —e incluye a Maquiavelo y a todos los maquiavelos y maquiavelitos habidos— una falta de sentimientos se pueda comparar a nuestros modernos aparatos de poder. ¿O no son paranoicos —a la manera de Dalí o de Ernst— los sabios atomistas de nuestra época? ¿No vivimos entre monstruos y lo monstruoso? Lo único que les interesa a mis hijos y tus nietos —estoy seguro— son los monstruos. Compara los monstruos de hoy, en calidad y en cantidad, juguetes o dibujos, con los del pasado. Son hijos de las armas atómicas, de los viajes por el espacio. Y aun esto último se podría tolerar, pero lo otro nos vuelve a las cavernas. Los Papas —y no sólo ellos— evocan a cada momento los monstruos del porvenir, víctimas de las radiaciones producto de una guerra atómica. Nuestra civilización de masas no sirve para la imaginación; menos para un visionario. Lamen la sacarina con que la azucaran artificialmente las cocacoleras industrias universales. Un secretario de Estado ha podido «divertirse», durante años, jugando a la guerra, como un niño cualquiera, «al borde de un abismo». Para los que saben oír —creo—, el porvenir sólo suena, por lo menos a mis oídos, como una angustia universal. ¿Y quieres que me preocupe de la situación de España? ¿Qué me importa el Opus? ¿Que haga cálculos acerca del asunto Matesa? No. Kafka y sus monstruos estatales, burocráticos, han invadido el mundo. Estamos inficionados, gangrenados por la injusticia, las guerras insensatas, continuas, sin solución. Goya escribió: «El sueño de la razón engendra monstruos». ¿Por qué el sueño? La razón, sin más.

Fue político de la Lliga. Permaneció callado y fiel a la República, a la que rindió —fuera— algún señalado servicio. Regresó, hace muchos años, para «atender a sus negocios». Es hombre de pocos amigos. Todavía se viste en Londres, a pesar de que fabrica textiles. Personalmente siento que fuera sodomita. Hoy atiende con sumo cuidado a la educación de sus cuatro hijos, uno en Londres, otro en Nueva York, dos en Canadá.

—Cuando os fuisteis cayó España en la vulgaridad más cursi —si no son la misma cosa— que haber pueda. Era normal. Igual sucedió en Alemania, años antes, con Hitler. Un pueblo sin cultura —no digo inculto— no tiene gusto. La ignorancia engendra el mal gusto. La mayoría no lo notó, tenía otras cosas en que pensar y no tuvo otro gusto que atender el del estómago sin pensar siquiera en el del paladar. Lo triste es que el mal gusto no engendra el bueno del día a la noche. Se necesitan siglos. El arte popular lo demuestra. El español, hoy, el nacido hace treinta años, es un hombre chabacano, zafio; no que no los hubiera antes: los mismos: Pero había otra clase —vosotros— que ofrecía la posibilidad de respirar. Alemania tampoco ha salido del todo de esa hoyanca.

—¡Qué ilusiones te haces! Tontos e ignorantes crecen en Grecia y en Roma. A propósito: ¿e Italia?

—Italia fue otra cosa. Los muertos fueron menos; no hubo casi exiliados. Vivieron fuera, como los mejores ingleses han vivido en Suiza o en Italia o en el sur de Francia, pero sus libros se vendían en Inglaterra; como los suramericanos en Europa. España fue otra cosa: lo vulgar por lo militar y lo eclesiástico.

—Va cambiando.

—Sí, pero demasiado tarde. Demasiado tarde para ti y para mí. Descubrir ahora (y se apoyó en la palabra) a Picasso y a Miró es llevar a hombros casi un siglo de retraso para los jóvenes que tienen el Playboy como expresión de la vanguardia.

20 de septiembre

—No, pertenezco a la generación que sigue a la de Blas de Otero, José Hierro o Gabriel Celaya; ellos, aunque muy jóvenes, vivieron la guerra y pudieron, tuvieron que adoptar una actitud ética que les sirvió de mucho para su obra y para ellos mismos. Para nosotros fue más difícil: ya el público está cansado de la temática política que, de hecho, ha durado más de veinte años. Sí, es el momento de evolucionar, de cambiar, ¿pero cómo?, ¿hacia dónde? El hecho mismo de que te lo pregunte te hará patente la dificultad de nuestra situación, la confusión en la que nos debatimos. Porque no soy yo solo…

El escritor, barbudo, como es ahora moda, no habla con gran entusiasmo.

—Sin contar que hay que vivir y vivir ajustado a las circunstancias. Mi madre, mi mujer, mis tres hijos tienen que comer. Vosotros, sobre todo los poetas de tu generación pudieron dedicarse a hacer todos los malabarismos que les vino en gana. Hoy día también los ricos: los ingeniosos, los comerciantes, los banqueros, los rentistas de mi edad, pueden seguir las modas anglosajonas, alemanas, francesas, italianas. Pero nosotros…

Duda un momento.

—Y no es que tengamos menos talento que ellos. Pero no podemos inventar nada y, quizá, tampoco nos dejaron la posibilidad de hacerlo. Sin contar que los editores de los eternos «nuevos» no aceptan más que lo «seguro». Y que no somos hispanoamericanos.

Me vengo:

—¿Qué te parece España?

—La entiendo cada vez menos. Antes, las cosas estaban claras y las esperanzas que podíamos tener de una evolución eran también más concretas. Parecían más alcanzables e inmediatas. Pero no resultaron así. La realidad se ha alterado y no hay nada que nos permita pensar que nuestras esperanzas estén ahora más cerca que antes. Vosotros…

—Nosotros, ¿qué?

—La gente que hizo la guerra civil está desapareciendo del panorama. Hay una serie de jóvenes que no la vivieron ni en la infancia.

—No es una razón para no esperar algo bueno de ellos.

—Se puede esperar mucho; porque aquel fantasma fue una losa que aplastó muchas posibilidades de movimiento y de evolución durante años y aunque sólo fuese por razones biológicas ese fantasma —los fantasmas también mueren— tiene que ser enterrado algún día y eso es lo que se nota en los jóvenes que sólo conocen aquello por los libros.

—No será por los míos.

—Por los tuyos también, aunque no lo creas. No todos, pero algunos. ¿Tú no crees que yo, en México…?

Carmen y Luis han decidido festejarnos —como si fuera poco lo hecho antes— en un restaurante «de postín». Y allá vamos, elegantes (llevo, en total, dos trajes, que a viajar se aprende tarde). Champagne y toda la pesca. Terciopelo rojo. Fracs, de los camareros, claro. Parece que estoy comiendo con Malraux o con Joxe. Barcelona —¡por fin!— a la altura de París. Pero se filtra el recuerdo de las camareras minifalderas de Londres (la comida no dejaba allí nada que desear ni pierde en la comparación). Francia se tiene que refugiar en sus provincias, sus vinos, sus quesos. A lo mejor, algún día, le dan un disgusto.

21 de septiembre

No quiero marcharme de Barcelona sin traducir un artículo de Aragon, que publicó en Les Lettres Françaises, que todavía dirige, en junio de este año. Con su libertad y desparpajo y en el francés que le da la gana —sólo suyo— baraja razones y recuerda hechos que me traen a mal traer.

Barcelona, al alba

«Miró… Joan Miró, pintor catalán cuya pintura levantó su vuelo en París, en un estudio de la calle Blomet, precisamente detrás del de André Masson, donde fui a verle a sugestión de Roland Tuai y de Michel Leiris, a principios de 1924, si no me equivoco. Había allí bastantes cuadros anteriores, de los que había traído de su país: el retrato de una bailarina española, La Ferme, Terre Labourée, La Fermière, y tantos, que no recuerdo que, tal vez, podían ser entonces “necesarios” para darle confianza en lo que estaba haciendo ahí, en ese cuarto vacío, en pleno invierno; como la época azul sirvió tanto tiempo de respuesta a los insultos lanzados ante las invenciones escandalosas de Picasso. Ya empezaban a nacer telas de un carácter totalmente distinto cuyo reto iba acrecentándose: La lampe à pétrole, Le Carnaval d’Arlequin (todavía inacabado) y ese Hermitage que tuve algún tiempo en mi casa, cuyo fondo es de un amarillo uniforme en el que resalta un paisaje esquemático, al carboncillo, que, con algunos trazos, acentúa el negro del personaje central mientras, arriba y a la derecha, el negro del sol corresponde, a la izquierda, con el de una estrella fugaz o un cometa. Tal vez ahí empieza, en el espejo de Miró, la antipintura y nace la nueva escritura que saliendo de una especie de prehistoria de las grutas va a dirigirse hacia un sentido jeroglífico del mundo, entre el contraste de la violencia de los colores y la protesta de los signos que ningún Champollion podrá descifrar jamás. Durante años, con esa tela, tuve en casa la luz de Cataluña que se volverá a encontrar (viniendo de esa imagen de la prehistoria moderna) mucho más tarde, treinta años o más, en un poema de mi Roman Inachevé. Mi cuadro está ahora en el Philadelphia Museum of Art.

»Representé en la vida de Miró el papel de la casualidad ya que fui quien decidió a André Breton a conocerle y fui también el que le puse en relación con su primer “marchante”, Jacques Viaud, que lo “cedió” con cierta rapidez a Pierre Loeb. No voy a describir, ahora, el desarrollo de Miró; su arco iris lanzado a los cielos durante los años veinte y su llegada, esos días, o mejor esas madrugadas, a Barcelona, a través del surrealismo donde nos volvimos a encontrar y del que, a pesar de las riñas, las explosiones, las contradicciones, nunca renegó; ni en sus palabras ni en su arte. Y he aquí que tiene 75 años. Es curioso, le creía mucho más joven que yo en aquel tiempo de la calle Blomet, debido tal vez a la gran ingenuidad azul de sus ojos. Por otra parte me parece que siempre permaneció así: más joven, más joven que yo. O joven, sencillamente.

»En la primavera de 1969 surgió una idea extraña entre unos arquitectos barceloneses. Hay que decir que Joan Miró ya había ofrecido para el aeropuerto de su ciudad una gran pintura mural y que también había dado un “fondo” de cuadros para constituir un museo en Barcelona. Luego había surgido la exposición general en el Palacio del Hospital. En fin de cuentas, sucede con Miró lo mismo que con todos nosotros, gentes del siglo XX. El escándalo se apaga bajo las cenizas de las palabras, todo vuelve al orden comercial de los objetos de valor. Los maestros del mundo se convierten en genios sobre medida; muy mesurados, bien educados, clasificables. Se talla, se vuelve a tallar, se dan explicaciones; lo peor es lo último. ¡Con qué extraordinaria rapidez pasan por el cedazo a pintores o escritores! Se escoge a unos, se desecha a otros. Se les arregla la corbata. Se da por muy natural un “retrato de Mme. K.”, o el “de Mme. B.” de los que me acuerdo que nos mataban de risa en la calle Blomet; y sabemos a qué atenernos acerca de ese Interieur Hollandais, de 1928, ya que ahora se le compara a una obra clásica, el Joueur de Luth de H. M. Sorgh; por mí no hay inconveniente y aun diría que sí. Miró lo copió de una tarjeta postal. Y si ustedes fuesen coherentes consigo mismos, hermosos señores y distinguidas señoras, no debiera de ser peor copiar una decorosa y honesta tarjeta postal, que se mandaba por correo, con la efigie de la reina Guillermina para llegar a Esto, ¿no les parece? Todo se arregla, entra en los museos, se cuelga frente a las mejores familias. ¡Qué remedio! Por razones comerciales o políticas, que a veces se confunden cuando no es la política que se ha creído servir la que borra lo que uno ha hecho bajo el manto del olvido o de una interpretación púdica. Se comprende por qué Miró acogiera con cierto gusto la idea de una exposición de todo-Miró en la que entrara aun lo que molesta en la España de hoy (aunque sólo fuera el cartel del puño cerrado, hecho en tiempos de la República en armas) y que así cobra su sitio y sentido. Y es al margen de esa exposición que aceptó, cuando sus organizadores se lo propusieron —los arquitectos del “Studio Per”—, pintar un gran mural de cuarenta y ocho metros de largo que debía figurar al pie del edificio del Colegio de Arquitectos de Cataluña y Baleares, donde se celebraba la exposición: en la calle, bajo el gran decorado mural de Picasso en el frontispicio del edificio.

»Se trataba de hacerlo en dos días o mejor, como dije, en dos madrugadas; porque Miró no quería trabajar de día, entre transeúntes, frente a un agrupamiento posible. Decía, con gracia, a lo que me chismean que, entonces, se parecía a Dalí; lo que se asemeja mucho a esa su sonrisa seria que le recuerdo siempre.

»Debo mis informes a particulares y a un breve artículo del escritor catalán José M. Moreno Galván y de otro mayor de Tauro. Lo admito y les doy las gracias. Escribo las cosas a mi manera, desde el ojo de París y ese viejo corazón, que ha latido tan fuerte y tantas veces por España, desde 1936, y que no me será reemplazado, ni con todos los progresos de la cirugía, por otro más conforme a la diplomacia de ahora, sólida y sin palpitaciones. Y mezclo lo que me importa —lo que sé— con lo que es. Somos, sabéis, gentes de una época en que fue inventado, como arte, el collage; era la época de los ready made de Duchamp y del gran Pandemónium de Max Ernst, como el pop: el tiempo del nuevo concepto de la escritura y de la vista. Así es como lo ha expresado exactamente Miró, hablando en el alba primera, a los cuatro arquitectos que le habían llamado (como lo cuenta Tauro). No estoy seguro. Pero ¡todo sea por la leyenda!: les había propuesto que, en los cuarenta y ocho metros ofrecidos, dispusieran ellos el color, reservándose añadir el negro, diciéndoles —según Tauro—: Vosotros y los colores seréis la orquesta; yo y el negro, el solista…

»La superficie a pintar era de grandes vidrios de idéntico tamaño con una ligera separación y con una base de madera del mismo color. Miró, en el primer amanecer, asistió al gran baile loco de la pintura extendida sobre el cristal por sus cuatro colaboradores según su mejor parecer, dejándoles toda libertad y sin decir una palabra. Y al día siguiente, a las cuatro de la mañana, vino a colocar el negro. Y es con el negro solo, como una enorme firma, con lo que pretendía hacer de la intervención de los demás, una obra suya, invirtiendo la proporción tradicional de las cosas. Véase la imagen donde el rojo llamea porque el negro lo enciende. El negro, aquí, no es la noche, no es la sombra. Es, singularmente, el alba, la luz de Miró, un sol paradójico que cambia los objetos, es decir, los colores sobre los que se posa. Es el orden, su orden, el gran desorden inventado, la escritura mayor que agencia el caos, lo sublime, crea sus planos, el movimiento, la danza. El segundo amanecer fue pues cuando el pintor, basándose en la libertad de la orquesta, buscó la inspiración del solista y sobre el fondo de esa música (para emplear el vocabulario del comentarista de Triunfo) hizo una especie de happening y de juego en el sentido más elevado de estas palabras.

»La exposición que anuncia este fresco, en el exterior del edificio, si tiene por centro, por objeto esencial, la obra de Miró, está comentada por la presencia de sus contemporáneos. Kandinsky, Marcel Duchamp, Ernst, Arp, Calder, etc., y por la presencia de pintores españoles que le siguen: Tapies, Saura, Miralles, Pons, hasta sus segundones, Ángel Joví, Jordi Galí. No es sino una exposición temporal, tal como fue primero pensada la obra mural, el vitral de Miró y sus colaboradores. Habían quedado de acuerdo que se desmontaría, que se recuperarían los cristales, que se lavaría la pintura; pero ya se discute la cuestión y comprendo a Moreno Galván, a Tauro y a nuestro compañero Triunfo que empezaron a levantar la voz para que no fuera así y que un fresco en cristal de esa importancia no fuera destruido.

»También es la razón que me ha traído, mientras yo disponga con Les Lettres Françaises de un medio de ayuda, tanto en Barcelona como en Praga o en cualquier otro sitio, de alentar a los creadores de otros países con la voz de mi país; ésta es la razón que me ha decidido a dar aquí a este acontecimiento una resonancia inhabitual, a “anunciar el color”, si puede decirse, a llamar la atención internacional acerca de esta especie de gran proclama que constituye el vitral de Miró y quisiera, con toda la fuerza de mi voz, gritar a los que pueden decidir que tengan cuidado con el destino de lo que tienen entre las manos. En los tiempos antiguos, los cristianos iconoclastas, siguiendo la orden del emperador, destrozaron hasta lograr la desaparición de cualquier pintura. En los tiempos modernos, se sabe lo que fue la acción hitleriana contra lo que denunció como “arte degenerado”. No hay que dejar, sea donde sea, aunque sea con toda inocencia, que se repita, aun por excepción, por razones de aparente comodidad, la práctica de la iconoclastia. Es un crimen querer borrar un momento del espíritu humano, su rastro, aun su locura. ¡Y qué importa si el mayor número no ve en ello un crimen tan grande como el que denuncio porque no comprende el arte moderno y considera de un ojo, o distraído o escandalizado, esa escritura para él incomprensible! Toda forma aunque sea ocasional, aunque esté apoyada sobre una de esas mayorías con las que se hacen los presidentes o los reyes, cualquier forma de iconoclastia debe ser condenada porque tiende a permitir la vuelta a una barbarie contra la que el porvenir alzará su reprobación, una barbarie que las generaciones sin fin que nos seguirán, cubrirán romo un océano sin límites volviendo a su justa proporción la aparente multitud de las ignorancias de hoy».

El mural fue efectivamente destruido. Dudé. Pregunté. Así lúe. Ni modo, como decimos allá. Sí lo había; nadie lo duda. No se oyó una voz. Debió haberla. Mas ¿quién oye en el desierto?

A las tres en el aeropuerto, a las cuatro y media en el apeadero de la calle de Aragón para tomar el tren que nos lleva a Valencia, con Mimín, que ha llegado de Londres para pasar tres días con nosotros antes de reunirse con Neil, en Madrid, en uno de esos congresos que amenizan su vida con viajes a todas partes, fiestas sociales, trajes de noche y cuidado de no beber demasiado. En el trayecto podremos hablar con tranquilidad. Para eso sirven ahora los viajes.

Todo —no es invento palabrero— marcha sobre ruedas. La familia está feliz. La abuela más. ¿Por qué la presencia de cualquiera de mis hijas me da esa sensación de seguridad en la tierra?

Estar con ellas, en México, llegó a ser natural. Luego paseé con Elena y Mimín en París (no hablo de cuando eran niñas: ser padre de unos críos que van creciendo es cosa muy distinta de serlo de seres hechos y derechos que ya se manejan por sí mismos). Más tarde se volvieron a juntar las tres en México. Ahora, Mimín está —con nosotros— en Valencia. Estuvimos en Cuba, con Elena. En veinte lugares de México, con Carmen. Seguramente si no hubiese surgido la guerra se hubiesen casado aquí; yo hubiera apechugado con el negocio de mi padre. Tal vez no hubiese escrito gran cosa después de Yo vivo. Quizá fuese académico de Bellas Artes, como Genaro. Tal vez me hubiese hecho rico y gordo. Hace muchos años, en un banquete —¿por qué tuve que dar las gracias?, recuerdo que estaba Xavier Villaurrutia a mi lado—, hice patente mi agradecimiento (con regular escándalo) al Caudillo, causante de tanto folio.

Aquí, ya no.

22 de septiembre

La Universidad. La directora de la Biblioteca. Vamos a visitar al Rector. Me recibe cordialmente dentro de un contexto frío; normal. Accede en principio a que me devuelvan mis libros. Pide que haga un escrito, con la lista. Quedamos de acuerdo. Volvemos a la Biblioteca. Bajo a ver los libros, organizo el trabajo. Mimín va a comprar unos cuadernos y empiezo a sacar volúmenes. Cosa curiosa, la gran mayoría estaban en los estantes de la derecha de mi despacho. Los demás han desaparecido. Casi todo el teatro de la época, pero no las revistas. En cambio, a mi mayor sorpresa, intactas las cuarenta y cuatro cajas, en cuarto, que contienen mi colección de comedias sueltas del siglo XVIII.

¿Quién me lo había de decir? Escojo, miro, sopeso, ojeo a veces; se los paso a mi hija, los apunta mi mujer en una libreta, los acomoda mi sobrino, en y bajo una mesa. ¿Quién me lo había de decir?

—¿Lo supuse al iniciar el viaje? No.

Hace años (¿diez, quince?) P. anduvo indagando. Le dijeron que sí. Que escribiera pidiendo la devolución. Lo hice. Para lograrlo me pidieron que estableciera la lista. ¿Cómo hacerla? ¿Cuántos volúmenes había? ¿Cuáles eran? Podían ser seis o siete mil. Ahora, la hago. ¿Cuántos libros míos habrá aquí en estas estanterías de metal dónde se alinean bien ordenados? Lo sorprendente es que lo que de lo mío queda —relativamente muy poco— está junto, ordenado. ¿Quién fue el hada?

Éstos que fueron míos, que están en mí, por lo menos en gran parte… Casi todo teatro. Vivo en el aire; en el pasado. No acabo de creer lo que me sucede. Sé que no sueño. Tal vez quisiera que lo fuese. ¡Haber soñado esto alguna vez! Pero no: la realidad, de rondón.

Volvemos a comer a la playa con algunos de mis sobrinos. Poca gente, suciedad, gran cantidad de desperdicios. Desechan los platos mediados. Es lo que más me sorprende: todavía colea, a rastras de mi época del hambre, la guerra. ¿Cómo es posible…? Y sin embargo así es: sobra comida. La dejan. La desperdician. La tiran. La verdad es que a pesar de ser —dicen— el mejor de los restaurantes de la playa, la comida no es excelente, ni el vino. Todo el mundo parece encantado.

Pedro Sánchez —alias de Valencia— en su elegante casa dieciochesca. Se parece ahora, físicamente, a Alfredo Just, chimuelo y bigotudo. Cierta suficiencia y orgullo a pesar de que ahora, a la vejez, descubre ¡a Turner! Curioso maridaje, mestizaje de buena calidad, porque lo poco que veo de él está francamente bien. Le regala a Mimín un apunte, otro a mí, precioso. Como Gaya, como Rodríguez Luna, como Souto, como todos los pintores que no se quedaron en París o que no fueron a París antes de la guerra, sigue en sus trece, en un postimpresionismo de muy buen ver, decoroso, decente. Por lo menos, aunque parece que gana buen dinero, tiene la suficiente elegancia para vivir retirado y con cierta altanería que, desgraciadamente, usa hasta para con él mismo.

Seix Barral y la Editorial Lumen tienen por costumbre, una vez al año, reunir a los libreros, agasajarles en el mejor hotel de la ciudad que sea, exponerles el plan editorial del año y pedirles sugerencias, si las tienen. Antes de salir de Barcelona me indicó gozoso Carlos que hoy se reunirían aquí, en el hotel Astoria y que si no les haría el favor de asistir a la reunión. Como es natural le dije que: encantado. Y efectivamente, con parte de la familia, nos presentamos a la hora indicada.

—¡Chico! ¡Aquí nadie sabe quién eres!

—¿Te extraña?

Un salón, gran mesa de herradura: Esther Tusquets, Carlos Barral y yo en la presidencia. Carlos habla y, al final, hace una referencia a mi presencia, dándome las gracias. Como es natural, nadie se conmueve. Al acabarse la reunión, las copas, los bocadillos. Se me acerca un librero de Castellón. La dueña de una librería me pide que me reúna con unos cuantos estudiantes en su rebotica —que decíamos entonces—, en el sótano de su librería, como es moda ahora. Me resisto. Insiste. La hago ver la inconveniencia. El cómo se necesita un permiso. Dice que no, que será algo informal y breve. No tengo más remedio que acceder.

Y nos vamos.

23 de septiembre

Oigo, así, por las buenas, sin comerlo ni beberlo:

—No sé qué se ha creído.

Tiene razón: no sé lo que creo. Tal vez lo que he visto. Lo que es muy nuevo…

—Estructuralista que es uno —le suelto a la primera ocasión, bajando la escalera de la Universidad, repleta de jóvenes «de ambos sexos».

—Siempre fuiste un cachondo —comenta.

Era amigo mío. Tal vez cree que lo sigue siendo. Quizá lo es.

El ancho zaguán que da a la calle de La Nave. Siempre tuve aquí una agradable sensación de frescura, de tranquilidad, de descanso, de fe, de esperanza. San Luis Vives, sentado, ahí detrás en el patio. Los jóvenes tienen siempre la misma edad. Aquí, yo también.

(¿Cómo es posible que nadie, nadie me haya dicho una sola palabra acerca de mis novelas que tienen a estos jóvenes —no de hoy— por actores? Remacho, con amargura. No es el: «¡Qué se ha creído!», oído antes. No. Sólo pido una limosna: quedar un segundo en el viento de una palabra. ¿Nadie queda de El Búho? Sí. Manolo Guiñón; le he visto: es de la familia; no me ha dicho una palabra de aquellos tiempos, que fueron los suyos de actor cómico. Los demás, por lo visto, se los ha tragado la tierra. Y eran bastante más jóvenes que yo. No, no les interesa. O, tal vez, peor: no lo saben. Y si algo han oído, lo mismo les da).

—Don Ambrosio Huici.

—No viene por aquí.

La cajera, rozando lo grosero. Don Ambrosio fue mi profesor de latín, fue mi amigo y es dueño de esta librería.

—¿Quiere entregarle esta tarjeta?

La mira, la guarda: —Sí.

Pregunto, como un novato, a un dependiente:

—¿La calle de Valverde? ¿Las buenas intenciones? (Autor, editorial).

—No, no las tenemos.

Busco un viejo amigo camisero y a Adelina, su hermana, que trabajó años y años en casa de mis padres. De la tienda sólo queda el solar. Nadie sabe decirme dónde vive Paco Crespo.

—¿Qué? ¿Ya has visto? —Me decía ayer el del kiosko de la esquina, de los socialistas de mi tiempo—, ahora, las izquierdas, son los jesuitas y los carlistas. ¿Te das cuenta? Lo ves y te haces cruces. Sí: los carlistas, declarando oficialmente —léelo, si quieres, en el ABC de hoy— que están con la oposición porque no hay libertad de expresión…, ¡los carlistas!

Tiene mi edad, está sin afeitar —es viernes— medio ciego a pesar de los cristalones de sus gafas de níquel. No se quita la gorra por nada del mundo. Pequeño, las manos sucias de la tinta de los periódicos y tal vez por gusto: no le importa la caspa ni la roña. El traje tiene su edad. Decir: ¡los carlistas!, en Valencia, tiene un significado especial. Es, todavía vivo, el recuerdo del Maestrazgo. Y los jesuitas traen aparejados los recuerdos de Blasco y de Soriano. Entre los viejos, digo.

—Figúrate si llegaran al poder…

—¿Y los estudiantes?

—Sí. Una minoría. Pero pasan.

—¿Y los obreros?

—Ésos quedan. Trabajan para vivir mejor. Algo consiguen. Con eso se contentan. Tienen razón. Ofréceles irse a Inglaterra o Alemania y ¡andando! Pregúntales si quieren ir a Rusia: ni en broma.

—¿Y tú?

—Ya lo ves, defendiéndome. Cumplí mis doce años en San Miguel de los Reyes. Plá y Beltrán quería que me fuese con él, a Venezuela. ¿Qué se me había perdido allí? ¿Cambiar de dictador? A éste, por lo menos, le conozco las mañas y tiene diez años más que yo. Y uno se va apañando. Tengo ocho nietos.

—¿Y tus hijos?

—¡Bah! Juan es dueño de aquella horchatería. El otro…, a lo que sale. No les falta más que decencia. Tienen su Seat. No les hace ninguna gracia que su padre no quiera olvidar que fue «rojo». Se avergüenzan. No hablamos nunca de eso.

—¿Y tu mujer?

—Murió estando yo en la cárcel. Y tú, en México, ¿qué haces?, ¿sigues con el negocio de tu padre?

—Más o menos.

La librería

¿Quiénes son esos cincuenta, sesenta, setenta jóvenes que llenan el sótano de esta librería? ¿De dónde han traído tantos libros míos, apilados cuando ayer no los había? No desconfío de la dueña ni de las vendedoras. Es su oficio. Son simpáticas. Pero estos estudiantes ¿de dónde han salido? Me miran como si fuese un bicho raro, un animal extraño, un salvaje, un ser inacostumbrado. Me ha traído —mucho más que convencido— un viejo profesor de literatura jubilado en quien tengo no sólo confianza sino que a ella añado un viejo y renovado agradecimiento. ¿Qué ven en mí? ¿Qué soy para ellos? Primero, un viejo, traído por otro más viejo, viejo catedrático de instituto del que nada saben a pesar de que posiblemente han estudiado en sus textos su asignatura del bachillerato. No es nadie para ellos. Tal vez les atraiga el apellido de Buñuel que se ha pronunciado antes, un poco al azar y que seguramente la dueña de la librería ha repetido. Además, ahí están los libros. Callan. Pregunto. ¿Qué han leído? Nadie se atreve a decir nada. ¿Qué estudian? La mitad, derecho. ¿Ciencias?, cinco o seis. ¿Filosofía?, tres.

—¿En qué año estás?

—En segundo.

—¿Qué estudias?

—La Suma teológica, de Santo Tomás.

—¿Y como autor complementario?

—Aristóteles.

La bendigo. El gesto acaba de romper toda ligazón. ¿Qué son? ¿Quiénes son estos jóvenes? ¿Cuántos provocadores hay entre ellos? Es posible que ninguno. Es posible que uno, tal vez dos o tres. No lo sé. Hice mal en venir. Me da la impresión de haber caído en una trampa. Quizá no. Pero el recelo, ¿quién me lo quita? La conversación, si es que conversación hay, muere. ¿Qué preparan? Agonizo. ¿Qué esperan de mí los que aquí vinieron de buena fe? No comprenderían. No se les puede decir que no y, en el fondo, por curiosidad. Por verles las caras. Por ver si alguno me la plantaba. Pero, para eso, tenían que haber leído algún libro mío, por lo menos. No es el caso. Estoy en Valencia, en una librería de Valencia; nadie sabe quién soy. Nadie quién es Asunción Meliá. Nadie ha oído hablar de Vicente Dalmases ni del Grauero. Nadie ha tenido noticias de mis novelas que suceden aquí, afuera, en la calle de Ruzafa, publicadas hace veinte o treinta años. No, no me molesta «literariamente», literariamente me tiene absolutamente sin cuidado; me hiere, me duele que ahí, a cincuenta metros, en la lechería de Lauria, Vicente esperaba (espera) a Asunción, que —unos metros más acá— en casa Balanzá, Chuliá cuenta sus hazañas, y que nadie lo sepa. Ninguno de estos mozalbetes que están en edad de leer, que han leído, se han enterado de su existencia (estén o no conformes con el fondo o la forma) y que aquí delante, exactamente delante, atravesando la calle, estaba el teatro donde Asunción descubrió, aterrorizada, el cadáver de aquel personaje, de cuyo nombre no me acuerdo, colgado, en un palco. (Ese teatro donde dirigía a éstos, a estos mismos. Es decir, a sus abuelos, cuando tenían su edad. Porque yo dirigí ahí, en ese teatro, que ya no existe, el Teatro Universitario. Mas vuelve en ti: ya no existe. Ahora lo convirtieron en una tienda de tejidos). Si no, dirían algo, preguntarían, protestarían; pero callan, me ven, me miran, padecen de su ignorancia de mí; como yo, en el fondo, siento que me duele la ignorancia que de ellos tengo. Tal vez alguno ha leído el libro de texto del viejo profesor pero ninguno se acuerda, naturalmente, de que ahí ando citado como uno más.

¿Qué vengo a hacer, qué vengo a buscar aquí, en Valencia?

—Preguntadme lo que queráis —digo—, menos de política.

¿Con quién me las he de entender? Por lo visto con nadie porque ninguno abre boca y no parece tener entrenada la lengua ni creo que se la muerdan. Hechos estatuas —¡a su edad!—, callan.

Me saca de quicio que a estas (tristes) alturas anden enseñándoles tomismo —sin más— en la Universidad, como en mis tiempos (hace medio siglo), en el Instituto, aquel viejillo aragonés, tradicionalista de barba blanca, de color subido, de nombre Polo y Peyrolón, que todavía se encuentra citado en alguna historia de la literatura. Le sustituyó Hilario Ayuso, que no era mejor, de la cáscara amarga si el otro era de la arrugada. (Ayuso…, amigo de Antonio Machado, según se enteró uno después. Estuvo poco tiempo; luego fue diputado. Tampoco salió de… Combes). Pero ahora ni eso siquiera. Nadie dice nada que tenga el menor interés y lo que es peor, ninguno se atreve a preguntar nada. Pasa el tiempo poco a poco. Tampoco aparece el provocador, lo que, por lo menos, me hubiese divertido. Al fin, un joven, que me ha mandado algo de lo que ha escrito, se me acerca para preguntarme si lo he recibido. Debe de esperarme su original en casa:

—Confío que se percataría bien de la calidad del percal en que se vio envuelto. ¿Ya vio cómo reaccionaron cuando recibieron sus puyas en la cruz?

Le miro con asombro. Sí, debe de ser la bendición aquélla —por Santo Tomás—, de la que me arrepiento. Él sigue:

—El hacer consciente a un grupo de su ignorancia y ridiculez es un grave delito. Ya verá lo que dicen de usted: burgués, viejo, reaccionario, carca.

—Al fin y al cabo no están tan lejos de la verdad.

—No le duela. Acudieron al panal al conjuro del exilio. No tenían la menor idea de quién era. Seguramente les sonó el nombre de Buñuel, más que el de Malraux. No saben quién es usted. Esperaban que echara víboras contra el régimen y su sumo Artífice. Además, no halagó su valencianismo, su folklore. Usted, a quien dicen valenciano. Así ¿qué quería que le dijesen?

—Pero son jóvenes.

Sí. La sociedad, de cuyo poder forman parte sus familias, consiente y paga sus diversiones y aun su complejo de mártires plasmado alguna vez en una detención provocada, en la Universidad, sabiendo que la sangre no sólo no llegará al río sino ni siquiera a los planos de su nuevo encauzamiento. Hablan y hacen la revolución en los pasillos de la Universidad o en los bares. ¿Le han preguntado algo acerca de los estudiantes de México? No, ni hablar. Hacen su revolución cantando y bailando y oyendo discos de protesta que les transportan; beben sus whiskies, fuman, hacen el amor. Se venden muchas píldoras, aun aquí en Valencia. Y ríase del Che. Ellos lo dejan chiquito. Me da la impresión de que España no le va a gustar, como no me gusta a mí. Me sabría mal que le gustara.

—Pero su sola presencia me da aliento.

—Ahora me tengo que marchar, porque no soy de aquí. Vine para verle y oírle. Siento que las cosas hayan salido tan mal.

24 de septiembre

Por aquí vivía Chuliá (el que así se llama en mis novelas). Ya ha muerto, en Norteamérica, donde no se le había perdido nada. Lo único que le importaba era el qué dirán, el qué dirían de él. Oírse alabar, su mayor gusto: se le fundían las entrañas. Había que ver su sonrisa, partiéndose la cara —boca grande— al oír: —¡Ese Chuliá es grande!, o: —¡Qué grandes eres, Chuliá! No le pedía más al destino. Se esponjaba, descubriendo la falta de dientes y los incisivos amarillentos, ya grises cerca de las encías. Trabajaba con exceso con ese único fin; de aquí para allá, sin descanso. Solía hacer más de lo que le pedían, pasándose siempre, desmedido. Feliz si oía: —¡Qué bárbaro!, o: —¡Mira lo que ha hecho!

Esos desastres traían aparejado el de su bolsa, se gastaba lo suyo y lo que le venía a mano, fuera de donde fuera, con tal de «quedar bien» y asombrar con la hechura de su labor, mejorando condiciones de cualquier posible competidor; lo que le llevaba a mendigar préstamos de toda índole. Le debía dinero a cualquiera que se le pusiera a tiro; jamás pasó por el tamiz de su imaginación el devolverlo: lo hubiese considerado como insulto no solamente para él sino para quien se lo había prestado, suponiendo a todos de su propia índole porque teniendo dinero —lo que no era frecuente— lo derrochaba naturalmente dando lo que tenía a quien fuera con tal de que le considerara necesitado y, desde luego, sin el menor pensamiento de que jamás le fuese devuelto. Perdió cien amistades por lo uno y lo otro. Si alguien se atrevía a reclamar la devolución de lo prestado, sabiéndole en fondos, lo tomaba desde muy arriba: —Pero ¿quién te has creído que soy yo? ¡Estoy por encima de estas cosas! ¡Muy por encima! ¿Quién te has creído que soy yo? ¡Reclamarme dinero a mí! ¡Como si el dinero fuese lo primordial de nuestra amistad! ¡De la amistad! ¡Un amigo es un amigo o no es nada, y, si es amigo, el dinero no es nada, no vale la pena mencionarlo! El dinero es una porquería. ¿O no es así? En ese momento, Chuliá era sincero, creía efectivamente que el dinero no era nada comparado con la amistad y, sin embargo, por él perdió la mayoría de sus amigos. Porque, en el fondo, el dinero le importaba tanto o más, tal vez más, que a nadie. Así vinieron todos —o casi— a hablar pestes de él debido a razones crematísticas, que los favores recibidos se olvidan pronto mientras los otorgados suelen ser coriáceos y dolorosos para quien los presta; no así mi hombre, que para el dinero no tenía la memoria corta sino que carecía de ella.

Otra de sus particularidades era la adulación. No le importaba rebajarse ante el poderoso o ante quien no lo fuera con tal de sacar rajas de importancia mayor o menor. Entiéndaseme: aquí no hablo de intereses sino de renombre: «Yo hice». «Yo hago». «Yo haré». «Ya verás». «Se quedarán con la boca abierta». «Nadie es capaz de hacer eso más que yo». «¿Cuándo has visto una cosa igual?». «Yo esto lo hago en un dos por tres». Lo que le importaba era pasar a primer plano, vivir en constante fotografía reproducida en la primera página de los periódicos; que todos reconocieran su gran valer, su extraordinario valer, su excelso valer, montado en su ignorancia universal y su saber empírico, dando a sus opiniones caracteres indelebles y tajantes: «¡Tú qué sabes de eso!». «¡Tú qué sabes de mí!». «¿Tú has visto lo que yo he hecho?». «¡Sólo los más grandes somos capaces de esto!». Fanfarrón como él solo, tragador primero de sus bernardinas. Feliz, si no fuese por su genio vehemente como el que más, capaz de llevarle a extremos de violencia que podían llegar ha hacerle sacar su pistola, y exhibirla, que siempre iba armado. Sin contar a su cónyuge, a la que adoraba desde sus veinte años y que pagó tan bien su cariño que habiéndose vuelto idéntica a él en carácter le hizo la vida imposible, trifulca tras trifulca, que se resolvían en moretones, narices sangrantes, crisis de nervios, insultos feroces y un par de hijos mal educados.

Sólo yo me acuerdo ahora de él, al pasar frente a lo que fue la Casa de la Democracia, de la que era punto fuerte. Gran fallero; que coleccionó a lo largo de su vida valenciana cinco primeras medallas y otras tantas menores. Murió creyéndose Benvenuto Cellini, el «artista» que más admiraba.

P., Magda, Mimín y yo, a comer botifarrons y longanizas en un restaurante del que fue Camino de Tránsitos, hoy ancha calle cualquiera, con «bloques» a ambos lados, más allá de la Alameda. Local convenientemente folklorizado, poca gente pero ¡qué botifarrons!, ¡qué longanizas!, ¡qué patatas fritas!, ¡qué pan de huerta!, ¡qué vino ordinario y basto que le va como un guante a esta comida bárbara y fecunda! ¡Cómo rezuma grasa y aceite multiplicando demasías lo negro brillante de las butifarras, el sonrosado aceitoso de las longanizas! Perdidos en los vericuetos de la glotonería sólo sonreíamos. Felicidad de ser comedores y golosos, suavidad de la hartura apacentando el gusto, dando prisas a la boca, sin necesidad. ¿Qué se puede comparar a morder en lo sano? ¿Para qué inventar nuevos platos? ¡Lástima de verse hartos! Hartos pero no empalagados ni ahítos ni rellenos.

Tragamos el pasado, el presente, el futuro…

—Debiera de darnos vergüenza, a nuestra edad.

—A nuestra edad, ¿qué?

Voy con Ángel Lacalle a la redacción del periódico en el que escribe. Me hacen visitar las máquinas, los almacenes como a un «visitante distinguido». Pasamos luego a saludar «al señor director».

El señor director es un hombre relativamente joven, como la mayoría si no todos, de bastante buen peso, satisfecho de sí, contento de vivir en el mejor de los mundos; habla de las glorias de su periódico, de Valencia, del progreso, del futuro, del presente. Para no variar, ni una palabra del pasado y la pregunta impepinable:

—¿Qué le ha parecido a usted España?

Y mi contestación ahora de siempre:

—Bien.

—¿Va usted a quedarse mucho tiempo?

—No.

Le parece perfecto:

—¡Qué lástima!

Mimín se marcha a Madrid. La veo irse desde el balcón, desde el balcón de la calle de Almirante Cadarso.

25 de septiembre

Bajamos al cine de la esquina. Verde doncella. Tanto da; se va al cine de una manera muy especial, a lo sumo se escoge un título antes de ir pero una vez establecida la costumbre se va no por la película sino por el local —suceso más frecuente del que parece, sobre todo por la proximidad—; el público ve lo que le dan con la única diferencia de que, si la película es buena, la recomienda y se mantiene por más tiempo en el cartel. Pero en los cines de barrio, donde automáticamente se cambia el programa según un ritmo preestablecido, tanto monta la que sea.

Verde doncella, producción de Gabriel Soria (mexicano si no recuerdo mal), dirección de Rafael Gil, argumento de Emilio Romero. (Emilio Romero, al que acabo —ahora— de ver retratado —en glorioso technicolor— en no sé qué revista o periódico en su casa de nuevo rico, como corresponde al director de Pueblo y novelista famoso).

¡Pasen! ¡Pasen a ver la maravilla de los siglos! ¡Pasen a ver la imagen verdadera de su patria puesta al día! ¡Pasen! ¡A aguileta la entrada o para ti la perra gorda…! ¿Qué más da? ¡Pasen a ver los extremos a dónde han podido llevar a España! ¡Por un chabo! ¡No muden hábito ni entristezcan su semblante, no tuerzan el juicio ni lo pierdan! ¡Pasen a ver el gran negocio en la sala de la ignorancia! ¡Aquí no perderán el seso! ¡Entren! ¡Vean a quien levantó la pluma más que todos enseñando el estado actual de nuestra gloriosa patria! ¡Entren, entren, engullan, masquen a dos carrillos! ¡No rompan el reposo! ¡Duerman en su recuerdo! ¡Pasen a divertirse casi de gratis: vean cómo un republicano histórico, hijo del pueblo de Madrid, encerrado en su casa desde el año 39, se convierte en personaje de zarzuela —lo que no es de reprochar a nadie— y confunde la tranquilidad que reina en la capital un día de partido entre el Real Madrid y el Barcelona F. C. con la caída del cielo de la huelga general…! ¡Pasen, pasen y admiren la finura de uno de los mejores espíritus del régimen burlándose, como debe de ser, de un cromo de la República —de la primera— y vean cómo salen de su infierno los que se hartaron con la sangre y muerte de hombres extraños en su insaciable crueldad: los monstruos Azaña y Prieto! ¡No se extrañen ante tanto buen gusto y aprendan cómo una joven española guapa y bien formada —eso no hay quien lo niegue— es capaz de entregarse a un maduro representante del capitalismo por un millón de pesetas, en billetes de a mil, encerrados en una maleta, con el consentimiento del novio, un joven obrero honrado —hermano del Julián de la Verbena— con tal de comprarse un Seat, una lavadora, una televisión y hacer un mes vida de turista! Y por si fuese poco, admírense de cómo el viejo desvergonzado insiste por segunda vez, normal y naturalmente por la mitad de lo ofrecido antes, con tal de repetir la suerte y vean cómo el marido —el honrado obrero madrileño ya burlado— está de acuerdo en que se la peguen —o se los peguen— y esperar de nuevo en el puente de Segovia (al fondo, el Palacio Real) a que vuelva su mujer con la maleta dichosa y de cómo ahora la joven se rebela, denuncia al magnate, aun guardando unos miles de pesetas, que echa puente abajo para que los recoja otra joven a la que sigue otro fulano, o el mismo, con otra maleta (o la misma) en la mano. Sobre esta edificante imagen, la palabra FIN. Sí, es el fin: los ladrones —que los hay, que se quedan con el millón primero—, recompensados; el cornudo, con su negocio, que si no lo consigue por consentido, culpa suya no es; el concupiscente, satisfecho; la madre honrada, en el retrete de un cabaret; su marido, el republicano, choteo de todos, y la joven guapa —muy guapa— totalmente indiferente y a disposición de quien le dé más millones: ¿perfecto espejo del estado actual de la patria? Para el señor E. R., sí. La cuestión es jugar de mala, dar mico, mentir, ensalzar el dinero, darse visos de santidad, culebrearse entre todas las acciones. La acción pasa entre San Francisco el Grande y el Palacio Real; no se podía escoger mejor lugar para tan edificante espectáculo. El señor Romero es periodista famoso pero su verdadera afición queda muy clara en su relato (que fue comedia, me dicen). Si hubiese censura verdadera en España y por el mundo, esta bonita producción —vergüenza de las vergüenzas— no hubiera salido jamás de sus latas.

Si creen que miento —lo cual es siempre posible—, búsquenla, véanla: ésta es la España de hoy, dispuesta a ser exportada y vendida por y a todo el mundo. Lo que es peor es que el público no se da cuenta y posiblemente al encontrar en la historia un reflejo fiel de su actual manera más general de ser, goza. Los extranjeros han visto otras. Todo el mundo ríe. Yo, no. Me duele horrendamente. Me hiere sobre todo que lo consideren natural; que lo sea.

¡Gran novelista don Emilio Romero! ¡Grande en verdad! ¡Cómo refleja la realidad! ¡Haber llegado a esto!

—¿Por qué te enfadas tanto? No vale la pena. Lo que sucede es que Emilio es un personaje de zarzuela.

—¡Ojalá! Pero, no. Ahí está. Ve a verla.

—¿Qué vas a hacerle?

—Por lo menos, decirlo.

—¿Qué ganarás con ello?

—¿Tú también piensas sólo en ganar?

26 de septiembre

Al salir del despacho del magnífico Rector me topo de cara con José de Benito.

—¿Qué haces por aquí?

—Ya ves. ¿Y tú?

—Soy decano de la Facultad de Ciencias Sociales.

Hablamos cordialmente, un momento, en presencia del Rector; nos citamos «para tomar el té» en su casa, por la tarde.

—¿Cómo está Carmen?

—Bien, ya la verás.

(Vueltas y revueltas: el hijo del señor Rector está casado con la hermana de Pepe Medina. Llamo por teléfono: no contesta nadie).

Aunque parezca mentira: comemos tranquilamente en casa. Feli se ha lucido, como siempre, con sus patatas fritas, coruscantes y suaves al mismo tiempo.

Visita a un distinguido profesor de la Universidad, en su piso de la Avenida Navarro Reverter, al lado de la que fue casa de Pepe Medina. Vengo a que me ayude para apresurar, si fuese necesario, la devolución de mis libros. Alardea de su alemán, luzco mis cuatro palabras. Fue amigo de Alfonso Buñuel. No saco nada en limpio. Cortesía y frialdad absoluta: nada que decir, ni siquiera: «No saqué nada en limpio», al contrario: limpieza impoluta, orden sin tacha, elegancia un tanto germánica: cada cosa en su sitio; todo helado.

Un despacho sin ninguna gracia; el señor Director habla, evidentemente con la mejor mala fe. No aparto la vista de sus ojos claros. Acabará desconcertándose un tanto supongo que de las caras que hago, de manifiesta aprobación. (Daría cualquier cosa por ser de faz impasible, como tantos de mis amigos mexicanos, impenetrables. Aguantadores de los más pesados como si fuesen plumas. Y poder acabar diciendo, sonriente:

—Sí, licenciado).

Pero, no, parece que soy vehemente, expresivo y, por lo tanto, mal jugador de póker.

—En el Movimiento está la democracia española. Eso que, en general, la opinión mundial no quiere comprender: el Movimiento es la opción española a la democracia; la vía española de participación; la específica respuesta de España a la grave crisis de la democracia liberal. El Movimiento no puede ser jamás ni un partido único, ni un simple marco para el pluripartidismo, ni menos una ortopedia corporativa para la que ya tuvo José Antonio contundentes palabras de condenación. El Movimiento no aspiró nunca a ser un partido al lado de otros partidos, porque habría sido un triste y pequeño objetivo en consonancia con su gigantesca aportación; ni un partido único, constituido por dirigentes prefabricados, burócratas encastillados y un pueblo que permanece al margen silencioso. Con el Movimiento aparece, fundamentalmente, un nuevo rumbo para la vida española.

Fotógrafo. Flash. A otra cosa.

El viejo que me acompaña está triste.

Té en casa de De Benito. Piso enorme, de los de nuestros abuelos, techos altos, como se debe, muebles sin preocupación de medida; anchísimos sillones, recuerdos de todo el mundo «internacional» por el que se movió (¡santa ONU bendita, apiádate de nosotros lo mismo en la Tierra que en los Cielos!). Carmen Juan de Benito sigue tan habladora, vivaracha y decidida como siempre a pesar de que son los primeros que encuentro (a pesar de la excelente posición oficial del decano: —Yo era el único catedrático de carrera de la Facultad) cansados del régimen que tienen que soportar. No echan de menos ni México, ni Nueva York, ni París sino «algo» que no pueden definir. Viajan constantemente. Mas, a pesar de ello, están aburridos. ¿De qué?

Lo sabemos. No lo decimos. ¿Para qué? ¿De qué serviría?

27 de septiembre

Nos vienen a buscar para hacernos una serie de fotografías en los lugares más señalados por el turismo —ese hijo putativo de la historia y el costumbrismo— para el suplemento en huecograbado de un periódico: los Santos Juanes, la Lonja, las Torres, la Generalitat, la Virgen, el Miguelete.

Que yo sepa, nunca se publicaron.

28 de septiembre

Aeropuerto mínimo de Valencia, sin folklore, gracias a no sé qué Dios. No es mucho mayor el madrileño (estamos —volamos— en territorio nacional). Madrid igual a cualquier capital. Es de noche. Avenida, luz amarillenta, gran cantidad de coches. Reconozco en la oscuridad algún trozo de la Castellana, derruida como no lo estuvo durante la guerra. Llegada al hotel; bien, normal. Salimos a cenar con Agustín Caballero, Arturo del Hoyo y nuestro sobrino (producto natural del año 40). No encontramos ni un figón ni una taberna abierta. Domingo. Me parece bien entre estas calles y plazas dispuestas a lo elegante, «arromanizadas» —como le digo a Agustín que me retrueca que siempre tengo que hallar palabras con erres—. Damos con una hostería turística con más ver que comer, no falta sino la calidad (menos el vino, o es que me voy acostumbrando). Había olvidado que Madrid, más que Roma, es ciudad de jorobas. Temperatura ideal. Agustín y Arturo resignados, como todos. Aceptan, añoran un Madrid que fue pero no con la idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, es decir, su juventud, sino su libertad y la guerra. Mi sobrino, claro, no añora nada. Habla de comunicaciones por satélites —su especialidad— en un mundo agradable y normal.

El lugar se llama Mesón de San Javier. Lo ordinario es caro por lo que veo pagar a Agustín. Eso sí: muy folklórico. Recuerdo que es domingo. ¡Qué cambio! Antes era el agosto de los bares, todo estaba abierto, la gente iba y venía a tomar el fresco del anochecer sin trabajo. Ahora, se van al campo… Las razones son claras: los que llenaban las tascas tienen coche o ven la televisión.

La televisión, ese monstruo. Habrá que estudiar en serio su influencia, de cómo va a cambiar la manera de ser del mundo. Y no en bien. Porque, lo mismo en los países capitalistas que en los comunistas, los unos por negocio, los otros por conveniencia, van a darle al pueblo —al pueblo de verdad— lo que le gusta. Aquí ya no será «pan y toros» sino «pan y televisión». Tal vez no haya llegado nunca tan bajo el quehacer del hombre para con sus semejantes.

29 de septiembre

Vivimos en la esquina de Ángel y Calatrava. Subimos por Tabernilla a la Puerta de Moros, la iglesia de San Andrés, la Capilla del Obispo, la iglesia de San Pedro. (¿Qué son? ¿Mozárabes, neoclásicas, jesuíticas? No lo sé: madrileñas de los barrios bajos, madrileñas, castellanas que no se pueden confundir con las de Ávila o Segovia, las de Valladolid o de Burgos; no, son las iglesias de Lope y de Cervantes, unas iglesias sencillas, de ladrillo y pizarra, claro que no les falta ni la piedra ni el mármol, pero a pesar de ello, son iglesias elegantes, de corte y no de aldea). La plaza de la Cebada, la calle de Toledo. Todo a escala humana, a la escala provinciana de la capital. Y la Cava Baja y la Cava Alta. (¿Te acuerdas de la otra Cava Baja, del Teatro Lara, de la calle de Valverde? El mismo y otro Madrid). Éste es el Madrid del XVII y, sin embargo, se nos viene a la mente por las novelas de don Benito. Atravesamos la calle de Segovia, la del Sacramento, y por la calle del Codo desembocamos a la plaza de la Villa, a la Torre de los Lujanes. ¡Qué plaza! Hay otras, ninguna como ésta. No es ninguna tontería: ninguna como ésta. La puerta de arco de medio punto, el zaguán, los entierros a derecha e izquierda, la hermosa escalera, los ujieres, los mozos, el señor director: todos amables, todos gentiles, todos serviciales, haciendo lo que pueden por ayudarnos.

Éste es el Madrid que me llega al alma, el del Cascorro y la calle de la Ruda y de las que hoy llaman plazas de Tirso de Molina y de Jacinto Benavente. Pero ¿se puede salir de aquí? Puede uno venir, quedarse callado, mirar, estudiar removiendo papeles y tiempos pasados. Pero ya la calle de Carretas no es la calle de Carretas ni la Puerta del Sol es la Puerta del Sol ni la calle de la Montera lo que fue.

Puede uno vivir en lo pasado, sin asomarse a la calle. ¿Puede uno volver a quedarse en casa dejando el aire y el mañana abandonado?

—Tendría un complejo de culpa.

—Pero ¿por qué?

—No lo sé. Pero vosotros os habéis hecho a esto, tal y como está, y desembocáis por Preciados a la plaza del Callao y no os horrorizáis con esos horrendos, enormes almacenes que ocupan el lugar del hotel Florida.

—¡Tan hermoso!

—No lo sé. Pero ¡qué le vamos a hacer! Nací en 1903 y por mucho que quise rectificar, y me he esforzado no poco en hacerlo, no pude. En el fondo no es esto lo que me molesta. No me importa en París ni en Londres ni en México. A veces hasta me alegra ver cómo se transforman las calles, cómo crecen los barrios y las casas; aquí no. Tal vez porque Madrid, por lo menos para mí, no es como Valencia o Barcelona que son capitales, pero más jóvenes —siendo más viejas—, más mercantiles, más industriosas o industriales —siendo ahora Madrid un centro industrial que les gana—, pero no importa; para mí, Madrid es —fue siempre— otra cosa. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez la historia. Cada quien ve una ciudad como a una persona. Le es simpática o no. Pero no se trata de simpatía sino de manera de apreciar, de ver, de comprender, de querer, de amar, de gusto, de estar, de vivir. Se vive en cada ciudad de una manera distinta, se es de una manera distinta.

—Como con una mujer o con otra.

—Sí, maestro.

—Yo fui —era— uno en Madrid, otro en Valencia, otro en Barcelona, por no hablar del que me sentía en Cartagena o en Lorca, en Lorca o en Huercal-Overa o en Cuevas de Vera, en Almería.

—Otro serás en México.

—Júralo.

—O en París.

—Añade el cambio que te impone el tiempo y no digamos si vives en tu casa o en la cárcel, si hay paz o estás en guerra.

—Si estás bueno o malo, despierto o dormido. ¡Mira éste!

Miro: ahí abajo está el Manzanares; a la derecha, el Campo del Moro. Allí va el paseo de Extremadura y, a su derecha, queda la Casa de Campo. Pero, ahora cerrando el horizonte, casas, casas y casas, casas colmenas, tiras de casas, rascacielillos. Y el cielo.

Salí de madrugada —no lo era todavía— y eché a andar hacia San Francisco el Grande. No tenía idea de lo que quería ni es el Puente de Segovia —lugar de muerte— sitio para ver surgir el día. No. Sencillamente no podía dormir porque no podía poner en claro la razón de mi estancia en España, en Madrid. ¿Buñuel? Sí, desde luego: era la razón, la razón de la razón. Pero uno no se deja llevar nunca por la sola razón. El hombre no es un ser razonable o no lo es más que en parte y con artificio. ¿Qué me decía a mí mismo? Jamás puede el ser humano decir las cosas con propiedad absoluta; siempre queda un margen y sentía cómo uno de mis pies —o de mis manos— estaba cogido en esa trampa del decir y del decidir. ¿Era España esta oscura neblina que iba tiñéndose de no sé qué colorcillo rosado? No sabía qué pensar, no sabía ni qué pensar; sólo andaba por las ramas. ¿Qué sentía? ¿Cómo esclarecer mis sentimientos? No podía despabilarme y empezar a contar dos y dos son cuatro, aun suponiendo que lo fueran. Sí: no era España, no era mi España. Pero lo sabía con certeza de antemano y hacía mucho tiempo. ¿Qué me sorprendía? Me sorprendía no sorprenderme, que todo fuese —¡ay!— tal como me lo había figurado. Pero, además, había docenas —no podía conocer a centenares— de jóvenes y de otros que no lo eran tanto que me tenían en más de lo que valía. Pero ¿qué contaban frente a esa enormidad de españoles desconocidos? Y me preguntaba: —¿Es mejor en México? Y me contestaba: —¿Es mejor en Francia, en Italia? —No.

Seguí andando por las calles solitarias (Arenal hacia Sol).

¿No valen la pena todos estos que, por lo menos, te tienen en más de lo que vales?

—Sí.

¿No valen la pena la familia, los amigos que te acogen con amistad y con amor?

—Sí.

¿Entonces? ¿Degeneras de ti mismo? ¿Por qué tuerces el alma? ¿De qué tienes ansia? Sí: te deshaces en deseos, te consume la furia del amor hacia un pasado que no fue, por un futuro imposible. Se hartaron de sangre y vuela la codicia. Mira los bancos. Y los miraba, en Alcalá y Sevilla.

¿A qué vienes? No lo sabía. Me apoyé en un árbol y, en el amanecer ya vivo, sentí que lloraba. Lloraba calmo, por mí y por España. Por España tan inconsecuente, olvidadiza, inconsciente, lejana de cualquier rebeldía, perjura.

¿Por qué perjura? Perjuros son los muertos, traidores son los muertos. ¿Más estos vivos ahora? ¿Qué juraron y no respetaron? No tienen delitos que pagar. ¿En qué, por qué te ofende la normalidad? Estás inficionado. ¡Ahí tienes a tus jóvenes admiradores, ahí están los que comulgan con el recuerdo de Antonio Machado, de Federico García. Lorca, de Miguel Hernández, de César Vallejo…! Grita: —¿Y los demás? ¿Qué les importó Moratín? ¿Y Goya no fue pintor de Corte hasta en Burdeos? Pintó monstruos. Y el 2 de mayo ¿no es el principio de la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis? ¿Sobre qué lloras? ¿Sobre los mineros de Asturias? ¿Sobre los obreros de Sabadell o de los alrededores de Madrid? ¿Sobre los campesinos andaluces? No me hagas reír. Lloras sobre ti mismo. Sobre tu propio entierro, sobre la ignorancia en que están todos de tu obra mostrenca, que no tiene casa ni hogar ni señor ni amo conocido, ignorante y torpe… Conozco algo de mis clásicos —poco— y de mis diccionarios. Alza la mano. Vete.

Ardo de sed y, como siempre, pagarán justos por pecadores.

Pedir a los hombres veras es pedir al olmo peras, tal vez no supiera Octavio el refrán completo.

¿Por qué estoy aquí? ¿Qué estoy haciendo?

—Lo que no harías en ningún otro sitio.

—¿Debo quedarme?

—No.

Sí.

En la duda, abstente. ¡Qué fácil!

Vuelta al hotel:

—¿Dónde fuiste?

Calle del Marqués de Cubas. Calle de Alcalá: la Cibeles, la entrada de la Gran Vía. El Ministerio de la Guerra, el Banco de España y, como es natural: Correos. Campo abierto. Calle del Marqués de Cubas: el piso que se ha comprado Paco Ayala. Ya sabemos que no están, pero de todos modos, por el gusto, preguntamos. Todas las casas españolas, de las ciudades españolas, todavía tienen portero y portera.

—No están.

Subimos por los Madrazo a la Casa de Suecia, tan recomendada por Carmen y Carlos y donde nos ha invitado a comer Jaime Salinas: calvo, delgado, «trabajado». Trabaja —ha hecho—, con Javier Pradera, «Alianza Editorial». Es un éxito. Pero no hay que asombrarse. La lectura es cuestión de dinero. No faltan antecedentes: La Novela Corta, por no retrotraernos al folletín. La Novela Corta costaba, en sus principios, cinco céntimos. Ahora los libros de Salvat, de presentación decorosa, cuestan veinticinco pesetas. Lo curioso sería saber si además de comprarlos los leen y quiénes.

La comida es buena sin ser nada extraordinario. Los precios, sí. Gusto de volver a ver a Andújar ya definitivamente instalado en las relaciones públicas que tan bien llevó a México con Orfila, en el Fondo de Cultura Económica. Dice que no escribe —como de costumbre—, no le creo. Con Jaime hablamos de Alastair, con Javier, de Benet. Hacemos citas.

Jaime Salinas. Con los hijos de mis viejos amigos me sucede siempre lo mismo: me invade una desordenada ternura que me ciega de raíz. Si veo a Joaquín —o a cualquiera de sus hermanos— tengo en seguida delante a su padre, entrando en su despachillo de la calle de la Lealtad, o esperándome en la puerta de su casa en México; con Jaime (o Sólita) veo a Pedro en el tren, el día de mi boda. Comimos juntos —él venía de Alicante, nosotros de Valencia—. Y luego vuelvo a ver a Jaime niño, bajando aquellos escalones, de la galería a la sala, en su piso de Madrid. ¿Qué tiene que ver con el que encontré tan entregado a lo suyo, ya calvillo, en Corfú o en Valescure? Es uno —no: dos, tres y el mismo—, es Pedro (de chófer, de futbolista…).

—He recobrado todos los libros de tu padre en sus primeras ediciones y en «gran papel».

Es cierto. No su recobro, que todavía está en el aire, pero sí: han desaparecido los demás; ¿por qué milagro se han salvado los de Pedro Salinas? Jaime es un hombre serio. Mucho más serio que yo, mucho más serio que su padre. Cosas de la edad.

Casa de Tica Montesinos. El clan García Lorca. Larga conversación con Paco, amargado por todo y contra todo. Bebe con gusto, por lo que veo. La Chata, más encantadora que nunca. Como siempre prevalecen las mujeres desde Isabel a Gloria, pasando por Tica y Conchita.

Isabel se las tuvo tiesas con el ministro cuando quisieron ponerle García Lorca al parador de Granada. A eso atribuye, toda la familia, el fracaso de Mariana Pineda.

—Estaba vendido el teatro con un mes de anticipación. ¡Y tuvo que cerrar a los quince días!

—¡Mira que decir en ABC que Federico fue «traidor a la libertad»!

La gente no fue. Misterios del teatro. Tal vez una voz corriendo: —El que vaya será fichado… Tal vez ni eso. Tal vez, precisamente ahora, a la gente le importa un bledo la libertad.

Un pueblo de ignorantes, de resignados. Los ignorantes son más de los que señalaba Machado. Resignados lo son todos, o casi, y cada día más, más y más resignados. Tendría que suceder un terremoto para que esto cambiara (¿en qué dirección?), y cualquiera se atribuirá el empuje inicial o la solución. Comerían peor y, tal vez, tendrían que pensar algo de por sí; algo.

—¿Quién sabe si fuera mejor?

Quién sabe…

—Echaron al país por una barranca llena de basura y desperdicios y allí yace.

—Habría que decirlo aquí.

—Sí. Pero ¿quién? Y ante todo: ¿cómo? Porque la habilidad del régimen ha sido dejar en babia a la casi totalidad del país.

País sin curas ni militares. Así, a primera vista. Los primeros no se ven. Los segundos se confunden, vestidos de paisano, con los que trabajan por la tarde.

Jaime Salinas:

—Sí, hay inquietud, pero no saben lo que quieren.

El Comité Central del Partido Comunista checo licencia a Sonrkovsky como presidente de la Cámara, a Dubcek como presidente del Parlamento y ordena una depuración general.

Lo digo, lo cuento, lo recalco a quienes encuentro, comentando los demás hechos del día. Nadie muestra el menor interés. Les suena el apellido de Dubcek, por los rumores —dicen— de estos últimos días, pero no caen en la cuenta de lo que significa. Les parece natural —como lo es y más considerada desde aquí— la reacción soviética. En primer lugar, por lo menos a mis conocidos, les tiene sin mayor cuidado.

—Además del cadáver del comunismo, anda con cuidado que tropezarás con otro mayor. El primero murió en la niñez, el otro parecía —a ojos de malos cuberos— ancho y saludable.

—¿De qué hablas?

—De los despojos de la democracia.

—¿Hablas tú?

—La democracia es imposible y, por lo tanto, inútil.

—¿Tú?

—Yo. Y te vas a ofender mucho más: cada día me vuelvo más anarquista. Pero no anarquista de acción… (sonríe). Por eso no escribo; ni volveré a escribir. Es inútil…

—… trabajar para el Obispo.

—Desde luego. No sirve para nada construir o plasmar ilusiones para ilusos. Sólo puede hacer daño. Tampoco quiero construir sonetos al Caudillo. No nací para divertir a la gente en verso o en prosa ni para inventar fábulas. Sin contar que las dictaduras no necesitan literatura. Se conforman con los lugares comunes, el folletín o la televisión. Todo uno y lo mismo: cazar moscas.

—Eres de país frío.

De los jóvenes periodistas que no sólo prometían sino que ya tenían en sus manos cierto poder, A. C. era tal vez el que ofreció mayores bienes. Hoy dirige una compañía de seguros. No se queja.

—Mira: los pueblos, a pesar de todo, no cambian. O varían poco. Mudan las costumbres, las horas de comer, los tipos de trabajo según la maquinaria que emplean. Las religiones sufren sus altas y sus bajas pero, en el fondo, la historia ha hecho su trabajo y lo ha hecho bien, a fondo. Ginebra y Escocia siguen siendo países calvinistas y España un país oficialmente católico. De paso te diré que es absolutamente injusto acusar a Azaña de haber inventado aquello de: «España ha dejado de ser católica», lo había escrito muchísimo antes —y nadie se había escandalizado— Unamuno. Pero volviendo a nuestros borregos: ¿quiénes son los hombres más representativos del modo y manera de ser de un pueblo, que permanecen vivos en el recuerdo y en el espíritu de la gente y que, sin duda, por eso, representan —democráticamente— el sentido nacional? Empieza por Francia, traza una línea: Luis XIV, Napoleón, De Gaulle. ¿Alemania?, Federico, los Guillermos, Adenauer. (Te concedo, en mi germanofilia, que Hitler fue un accidente). Rusia: Iván-Catalina-Stalin. ¿Inglaterra? Isabel-Victoria-Churchill. Nuestra hermosa y admirada y querida España: Isabel y Fernando-Felipe II-Franco. Y, si mucho me apuraras, hablando de tu América me atrevería a hacer un pequeño paralelo —no más absurdo que otros— entre Perón y Castro. ¿Y en tu México crees que hay solución de continuidad entre Juárez, don Porfirio y el PRI? Si hablamos de Portugal, después del siglo XVI y XVII, Salazar; en China, después de los grandes emperadores, Mao. Y si vuelves atrás, quiénes forman, en el espíritu de la gente —haya sido cierto o no— (¿pero quién responde de lo real?), ¿quién con más gloria que Augusto o Julio César? Y los faraones de Egipto y los sátrapas de Asia Menor… Y no me vayas a salir hablando de la democracia griega. De ese tipo de democracia están rellenas las dictaduras de hoy.

—¿Entonces?

—Lo único que podemos esperar es tener dictadores benevolentes.

—¿Los hay?

—No. Por eso me dedico a los seguros de vida, sin incluir en ellos, claro está, los posibles motines… Las revoluciones, sí; porque con ellas desaparecen las compañías de seguros…

Le llamaré Juan. Alto, desgarbado, nunca usó corbata, por convicción, ni jamás requirió los servicios de un limpiabotas; cuando creía que sus zapatos llamaban la atención se compraba otros, que dinero nunca le faltó, trabajador como lo era y con carrera; no la hizo porque no le pareció bien ganar más que otros por el solo hecho de haber nacido rico.

—Sí, sí, sí. Yo defiendo el actual régimen español.

—¿Cómo es posible que tú…?

—Yo, sí. Mírame bien, yo. Ya estoy viejo. Ya sé, tú lo sabes: pasamos casi toda la guerra juntos.

—¿Te arrepientes?

—No.

—¿Entonces?

—¿Qué quieres que te diga? Te podía repetir las palabras de Sartre referentes al hambre, la muerte de un niño y el valor de una obra de arte.

—¿Tú también te has dejado engatusar?

—¿Engatusar?

—No, hombre, no. Espera.

Fue al pasillo, regresó con un ejemplar de L’Espoir, de Malraux, en la mano. Primera edición, de 1938.

—¿Te acuerdas? Me lo diste en Barcelona. Espera. Me acuerdo. Buscaba. Dio con ello:

L’art est peu de chose en face de la douleur et malheureusement aucun tableau ne tient en face de taches de sang.

—También te podría citar a Jovellanos, como lo traje a cuento en no sé qué novela mía. Bueno, ¿y qué?

—Vuelve la oración por pasiva: ¿vale la pena echar todo por la borda para darle un punto de apoyo a la esperanza?

—¿Qué entiendes por «todo»?

—El régimen, Franco. El asunto Matesa. La desvergüenza. Los negocios sucios. Las simonías. Las desigualdades.

—No habría necesidad de volver a la guerra.

—¿Quién te lo asegura? ¿Qué otro modo?

—¿Y la esperanza?

—Es la que perdí.

—¿No la buscaste?

—Hasta cansarme.

—¿Y?

—Me cansé.

Habla otro, más tarde.

Los ruidos de la calle de Alcalá llegan atenuados por la altura del quinto piso. Tenía la seguridad de que la grabadora los registraría. No me parecía mal. ¡Ojalá pudiera grabar también la luz dorada del atardecer! Hubo un silencio porque no supe qué contestarle. Detuve el aparato. El despachillo, repleto de libros, romo la sala, el salón, los corredores, el dormitorio. Él y su mujer, solos.

—Me han tenido veinticinco años desterrado. Desterrado aquí, en España, en un pueblo; mal mirado, mal comido, mal servido. Un cuarto de siglo, viviendo del sueldo miserable de mi mujer. A última hora —un año antes de jubilarme— me repusieron y devolvieron —porque sí— lo mío.

—¿Y te das por satisfecho?

Me miró largamente con sus ojillos, todavía vivos sin gafas, brillantes de su color café oscuro.

—¿Qué crees? ¿Supones que, de volverse la tortilla ahora, íbamos a ganar? Ahora, menos que nunca. La gente se ha acostumbrado. Con el tiempo transcurrido las injusticias han dejado de serlo, se han convertido en costumbre. Y no iba a ser ahora, ahora en que se empieza —desde hace pocos años— a vivir mejor, cuando se echarían a la calle.

—Los estudiantes…

—Lo fui, lo fuiste, lo fuimos. Lo fuiste y te fuiste. Lo fui y me quedé porque había llegado a profesor.

Me acuerdo de tiempos pasados:

—Quisiste ser gobernador.

—Tengo que darle gracias a Azaña de no haberlo sido. Hace más de treinta años que me pudriría bajo tierra. Digo. Es lo más probable.

Oímos a las mujeres que hablan en la cocina.

—Entonces, ¿ninguna esperanza?

—¿De qué? ¿De volver a las andadas?

—A eso no llamaría yo esperanza.

—¿De una vida más decente?

—Sí.

—¿En qué sentido? ¿En el moral? Sí. Y no sólo gracias al régimen sino a la oposición.

—Entonces, ¿después de Franco?

—Franco.

—¿Con rey y todo?

—Con todo y todo, como te gusta decir. Ligeros cambios. Intentos. He dicho: intentos. Intentos de liberalización. Y para de contar. Ten en cuenta que el ochenta por ciento, y me quedo corto, de la población que cuenta para la estabilidad política está con el actual régimen.

—Pero Laín, Ridruejo…

—¡Bah! La oposición de su Majestad. En Alemania, porque perdieron, hicieron mucha alharaca porque fulano o zutano fue o había sido nazi en su juventud; aquí, en cambio, no había por qué pasar la esponja. Te hablo de los que conocí y conozco. De otros sé.

—Di.

—No. Es como si le habláramos a la gente. Baja —si no te cansas y te deja tu mujer— y habla, con el primero que tropieces, de quién era Giral, Emiliano Iglesias o Gordón Ordás. A ver. No saben quiénes fueron ni han oído nunca el santo de su nombre. Los apellidos que apenas todavía suenan son los de algunos muertos: Azaña, Prieto. Y para de contar. ¿Quién se acuerda de quién fue mi tío Manolo o Cañedo o Enrique de Mesa? Nadie. Nadie se acuerda de nada de lo sucedido hace cuarenta años, sobre todo cuando se tiene cuarenta años. Tal vez a los sesenta o a los setenta recuerdas algunas cosas de hace cuatro décadas, pero la gente que tenía diez años, ¿cómo quieres que tenga ni la más ligera idea de quién fue éste o aquél si jamás de los jamases, como dicen en mi pueblo, han oído el nombre de esa persona? Tú porque eres escritor y te acuerdas de los escritores. Y un médico se acordará de algunos o —si es un genio— de todos sus compañeros de carrera y puede pasar lo mismo con los notarios o con los abogados del Estado. Pero ¿unos de otros, así por las buenas? Ha pasado demasiado tiempo. —¿Aquí había una panadería, no? —Me preguntabas antes, ahí, en la esquina. Es posible. Yo no me acuerdo. ¿Para qué grabas esto?

—Como recuerdo.

—Entonces déjame decirte alguna cosa: sí, somos siervos del régimen. Lo acepto. ¿Y qué? ¿Quieres que me eche ahora a la calle con una pistola en la mano?, gritando: ¡Muera Franco! ¿Quieres que busque algunos comunistas y formemos una célula? ¿Para qué? ¿Para que desconfíen de mí? Se preguntarían, con razón: ¿y éste ahora, qué? ¿Para que alguien me delate? ¿Para pasar unos meses en chirona? No, gracias. Quisiera que oyeras a los sobrinos de Lola. A Dios gracias no hemos tenido hijos. Lo único que quieren los jóvenes es viajar, una motocicleta, unos duros para tapas, vestirse lo mejor posible, ganar las quinielas.

—Tú también.

—Lo demás les tiene sin cuidado. Bueno: las quinielas, no. Eso es importante. Sobre todo para Lola.

—¿Para ti, no?

—A mí…

Busca una excusa.

—No era de nuestro tiempo.

Vuelven las mujeres.

—Dice que hay unas telas estupendas.

—¿Dónde?

—En la carrera de San Jerónimo.

—¿Baratas?

—Mucho más que en París o en Roma.

—¿Por qué no las compras?

—Luego dices que el peso, el avión…

Es de noche.

Quisiera andar. Pero hay taxis a granel. España se metió en un túnel hace treinta años y salió a otro paisaje. Desconocida, se desconoce. Pero no es cierto. ¿No es cierto? Nadie sabe quién es a menos que haya vivido todo su tiempo en el mismo sitio y dormido en las noches de su vejez en la cama de sus padres. Y ese tiempo ya fue.

30 de septiembre

Vicente

No creí jamás cumplir mi palabra: «Y un día me verás entrar por Velintonia, 3». Y llegué, con José Luis de la mano, al Parque Metropolitano (¿Qué Parque? ¿Qué Metropolitano?), unas calles bastante intrincadas con banderas puestas en medio, como para una verbena (o para advertir al menos sabio que por allí vive Vicente). Dejan libres los alrededores para aprendices de chóferes, lo que deja la casa más quieta todavía. Una casa sola, una casa triste, de color triste. No corresponde la casa a la poesía de su dueño. Tú, sí. Eres como ella.

Nunca había visto a Vicente. La gente iba a ver a Vicente y yo no solía —ni suelo— ir a donde va. Como tampoco conocía a Juan Ramón: había que ir a verle. Soy hombre de encuentros. Veo con quien doy o encuentro. Pero ahora sí iba, a ojos cerrados, a ver a Vicente. Porque nunca perdimos ni perderemos a España del todo mientras viva Vicente Aleixandre, en Velintonia, 3. (¿Qué quiere decir «Velintonia»? Hay quien lo escribe con doble w. ¿Es una flor? Tal vez. Con w podría ser Wellingtonia, del inglés famoso. Tengo que preguntárselo).

No hay novedad. Es como es y como debía ser, como fue. No son fotografías suyas las que faltan. Un poco más delgado quizá de lo que en ellas aparece. Pero tan suave, tan fino (para él debió haberse inventado el sentido bueno que le dimos a la palabra hace cuarenta años), tan un poco triste, tan encerrado también en el sentido de la puerta abierta cuando se quiera, tan delicado, tan inteligente, tan de cristal como suponía.

Es el único ser con quien jamás se me ocurriría hablar de política por la sencilla razón de que no hace falta hacerlo. Tuvo una posición y la mantuvo a través de todo, siempre sonriente porque todo fue malo. No hay más. Es el poeta español contemporáneo que menos ha variado: siempre fue bueno. Lo que no quiere decir que, a veces, sea mejor. Ahí queda. Es un poeta de antología, con lo que quiero decir que es el poeta cuya antología es la más difícil de hacer. Un río tranquilo, un río sonrosado, un río todavía rubio, lento.

La casa es sencilla como no puede serlo más, en absoluta contradicción con su obra. Un sofá verde, de molesquine, como decíamos antes. Hablamos a media voz sin necesidad alguna. Me siento como si hubiese estado allí toda mi vida; como si hubiese venido ayer, como si hubiese de volver mañana. Tal vez yo sea Vicente.

—Los médicos se equivocaron. Creyeron que era de la vejiga, y resultó tuberculosis del riñón —nos dice luego José Luis Cano, que viene con nosotros.

Nos recibe acostado (necesidad y coquetería). Luego, con la noche, de pie, tiene muy buen aspecto para sus 71 años. Tan elegante como se le supone. Y el corazón en la mano.

—Me perdonaréis que no os invite a comer. Pero mi hermana, sorda, es la que me cuida y la pone nerviosa ver a alguien de fuera.

Le cuida eficazmente —aclara después José Luis Cano.

—Me paso tres horas o tres horas y media leyendo, acostado, después de comer. Trabajo, después de cenar, a las once y media, hasta muy tarde y cuando me despierto desayuno, todo en la cama…

Arriba de su sofá verde, una pequeña reproducción del Góngora de Velázquez, el de Boston.

—Mucho mejor que el del Prado.

—Te vas pareciendo cada vez más a él.

—Sí.

—Es voluntario.

Se ríe. Todos los poetas de la generación —menos Cernuda— tuvieron la risa abierta y fácil: Federico, Jorge, Manolito (del que tanto hablamos), Emilio, Dámaso. Gran diferencia con los que nos siguieron. Vicente sonríe por dentro también, y con el corazón.

Churros en Lyon. José Luis Cano es simpático, amable, servicial, familiar, entero. Gustoso de acudir a cualquier necesidad. Capaz de perder su libertad por servir a la del otro.

—La gran masa, la pequeña masa, el grupo, la gente, las personas consideradas una a una, dos a dos, agrupadas en partidos se han vuelto indiferentes. Es cosa de estos años posteriores al 50. Y sabe Dios si hubo y hay motivos de indignación: Hungría, Vietnam, Checoslovaquia, el Sinaí, el Congo, Katanga, la muerte del Che, Lumumba. Hay indignaciones para todos los gustos, a derecha e izquierda. Mira adonde quieras. El derecho, la justicia y el individuo, todo pisoteado. La gente grita, protesta y se queda en casa, va al cine, ve la televisión, machacan a los negros, torturan a los estudiantes y que si quieres. ¿Por qué habían de levantarse los españoles en contra de Franco porque metan a diez obreros o a cien curas en la cárcel o les estiren un poco las partes? Los españoles no somos legos en estos menesteres, los conocemos, no te diré que lo llevamos en la sangre porque no creo en ella. Ayuda el clima. Hay personas civilizadas, pero somos bastante brutos. Creo que lo demostramos sin tapujos durante la guerra. Sí, valientes, muy valientes. La infantería española tenía fama. También la alemana, su aviación, sus tanques. Ahora ha llegado —tampoco es nuevo en la historia— una época de indiferencia. A los hombres todo les tiene, en general, y como no sea de la familia —y aun— sin cuidado. Les ha tocado vivir bien, querer vivir mejor. Tal vez no ha sido siempre así, tal vez hubo alguna época en que lo que importaba era otra cosa. Por eso los únicos que protestan, hoy, y en todas partes (aun aquí en España, aunque menos, por lo que al número se refiere) son los intelectuales. Los intelectuales katanguenses no protestan, por el momento, porque seguramente no los hay. Siempre queda el recurso del señor Sartre y su coima que lo firman todo…

—En tu tiempo…

—Sí, en mi tiempo se firmaba todo, pero se moría más. Ahora, no. La gerontología ha hecho grandes estragos morales. Lo malo es que me pregunto si tenemos culpa o no. Que tal vez está mejor así y que, para acabar locos por un equipo de fútbol, lo mismo da el Dínamo que el Real Madrid.

—Entonces que sigan dándonos con la badila en los dedos.

—Eres muy fino al hablar. Ya no se estila. Los hippies de hoy son poca cosa al lado de los dadaístas de ayer: todo lo resuelven con pelos y señales, con collares y mariguana. ¿Dónde el Acorazado Potemkin o La Edad de Oro de hoy? ¿Las películas pornográficas? ¡Vamos! Estamos con el establishment.

—No exageres.

—No. La prueba es que permiten su exhibición. Y que conste que es una muestra y que no creo que entonces, hace medio siglo, fuéramos por mejor camino.

—Lo demuestra que nos ha conducido a como estamos.

—Pero nos queda el beneficio de la duda.

—Algunos lo han aprovechado bien.

—No te digo que no. ¿Entonces?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Como lo oyes: nada. De aquí al nicho y se acabó la comedia.

—¿No te duele?

—Sí. ¿Y? No me vengas preguntando: ¿quién tiene la culpa? Habría que resucitar dentro de cien siglos para —tal vez— encontrarnos con lo mismo. Quiero decir con la nada.

—Sueñas.

—Sí, muchas noches, que me caigo sin remedio en ese vacío: una hoyanca que está al pie del Escorial. La estoy viendo.

Y nos callamos. Luego bajamos por la calle, hacia Alcalá.

—Entonces Franco ha entronizado el Paraíso en España.

—Sí. Para la gran mayoría.