Justificación de la tirada

JUSTIFICACIÓN DE LA TIRADA

Después de haber asegurado que no tenía por qué volver a España, y lo dije en varios tonos, regresé. Me pidieron un libro acerca de Luis Buñuel, acepté con su consentimiento, siempre y cuando pudiera tocar lo que le llevó a hacer su obra que no podía ser otra —con todos mis respetos para la casualidad— que la que produjo una época en la que nacieron la poesía de Federico García Lorca o la de Rafael Alberti, las novelas de Francisco Ayala y las mías; los ensayos de Bergamín o los de Juan Larrea; la pintura de los epígonos de Picasso o de Miró; lo que me llevó forzosamente a París y a España. Me lancé a la tarea con la idea preconcebida de hacer no uno sino dos libros: el Buñuel, novela y estas notas acerca de la tierra vuelta a pisar treinta años después de mi marcha forzada. No pude ver a muchos que quería, por falta de tiempo, y eso que no dediqué poco a lograrlo, mientras otros hacían la del humo; sin contar que muchos recuerdan menos de lo que uno quisiera y los que más saben prefieren callar, lo que me parece absurdo figurándose amigos, hombres y buenos políticos. Allá ellos, suyos el olvido y el reino de la mentira. Contando, además, con que la lista de los imposibles aumentó, empezando por Gustavo Durán, muerto días antes de emprender mi viaje.

Estuve el mayor tiempo posible con gente joven o que lo fue hasta hace poco; extraños y familiares: ninguno me preguntó nunca nada acerca de la guerra civil. Los periodistas, me hicieron más de cincuenta entrevistas, en ninguna me preguntaron —aunque fuese para su acervo particular— nada acerca de la contienda. Me moví entre «intelectuales» casi siempre: nadie me preguntó acerca del Guernica o de Sierra de Teruel que, desde el punto de vista artístico, fueron —seguramente— las obras más importantes que se produjeron —por un español en Francia, por un francés en España— durante la guerra civil. Entre cómicos y dramaturgos ninguno indagó acerca de las actividades teatrales, de 1936 a 1939. Sencillamente, les tiene sin cuidado; tal vez hubiese sido lo contrario si hubiesen pensado en ello. Pero, no. Les importaba saber qué me parecía España, lo suyo, el futuro. ¿Lo digo sin amarguras? Es posible. Tal vez con envidia. Nadie me preguntó por Paulino Masip, ni por Rafael o María Teresa. ¿Quién por Gaos —que acababa de morir— por Emilio Prados, o quién me pidió detalles de la muerte de Luis Cernuda?

Sí, ya lo sé —¿a quién se lo van a contar?—, el tiempo ha pasado. Tampoco a nosotros se nos ocurría preguntar por el Maine ni por la Semana Trágica. Pero no habíamos pasado treinta años fuera. Sí, ya sé: —Verás la bandera bicolor y no te importará. Verás el haz de Falange y no te importará.

Así fue. Pero todos esos jóvenes: ¿qué saben de la guerra? Tampoco nosotros preguntábamos por Cavite o el Barranco del Lobo, ni hablábamos de lo de Annual porque estábamos sino al cabo sí en medio de la calle. Pero ¿ellos? Metidos hasta el cuello en la ignorancia. Acepto que es natural: el régimen se encargó de ello; para eso venció y convenció. Me dejaron pasar (cuando tantas ocasiones hubo para hablar) sin enterarse —en lo, poco, que yo hubiera podido ayudarles a salir de su inopia—. Nada, sino: —¿Qué te parece esto? No para que lanzara pestes ni admiraciones; sino porque era lo único que les importaba. Lo pasado, pasado. El cerrado de mollera: un servidor.

Les admiro cuando se lanzan a combatir al gobierno con sus medradas fuerzas juveniles; les rindo pleitesía cuando se declaran en huelga por razones económicas y teorías de su tiempo joven, pero resiento las cicatrices, como cuando duelen por el mal tiempo. ¿Qué podrían preguntar —me digo— si no saben qué fue aquello y están «más allá»? Es cierto —hasta cierto punto—. Pero el hecho es que durante aquellos dos meses y medio ningún estudiante, ningún periodista, ningún estudiante de periodista se me acercó para preguntarme:

—¿Usted estuvo aquí con Hemingway?

—¿Usted estuvo aquí con Malraux?

—¿Usted estuvo aquí con Regler?

—¿Qué hizo Dos Passos durante la guerra?

Ni vino a verme ningún actor que tomara parte en la filmación de Sierra de Teruel, de la que nadie sabía que el guión acababa de publicarse íntegro, por vez primera, y, si lo decía, ignoraban de qué les hablaba.

Basta de lamentaciones de viejas. Y no achaquen estas páginas a despecho: me recibieron como a un rey. Parecía que fuese el santo de alguien, como dice Mapisa.

Pero ¿quita esto para que ningún joven, de veinte a cuarenta años, me preguntara algo de cómo fue aquello?

La culpa —ya lo sé, ya lo sé— no es suya. No se nace sabiendo. Ni falta que les hace.

—(Sólo tú: ¿qué sabes que adivinas?)