16 de octubre

Larga conversación con Paco García Lorca.

Vamos a comer con Nieves Medina. Se han comprado un piso. La encuentro más delgada pero bien. Comemos muy a gusto hablando de tiempos pasados. A tomar café llega Remigio. Gordo, feliz. Tiene una retahíla de hijos, de la que conocemos ahora una excelente muestra. Le va muy bien. Luego llega Arturo Soria, tan exuberante, disparatado y hablador, lleno de vida, como siempre. Se nos va el tiempo. Quedamos en volvernos a ver en seguida.

Doménech-Monleón: ¿Qué publicamos? ¿Qué estrenamos? ¿Qué hacemos? Proyectos, proyectos. Saldrán, a lo sumo, libros, unos más. Se desviven. Se lo agradezco. Hacen lo que pueden. ¿Creen de verdad que si el régimen viese en sus actividades el menor peligro los había de dejar? ¿Por qué? ¿En nombre de la justicia? ¿Dónde oí este nombre? ¿O de la libertad? ¿Qué es? ¿Con qué se come? Y no sólo aquí. ¿La democracia? No es mal carnero; tal vez el único comestible. Pero especie desconocida en España.

—¿Por qué el Opus no ha de aprovecharse de las contradicciones de la sociedad capitalista para aumentar su poder? Lo absurdo sería que no lo hiciese. ¿Que según la moral burguesa es fraude? ¿Qué puede importarle eso al señor Escrivá de Romaní? Él tiene miras más altas y emplea otros «caminos»… Importan los resultados y la caridad cristiana, y ésta necesita millones para establecerse.

Parecía hablar en serio y yo gozaba la lozanía del viejo político de la CEDA que había venido a verme.

—No, usted no me conoce. Pero yo a usted, sí.

—He vivido años en México. Soy amigo de don Carlos Prieto y lo fui mucho de Adolfo Salazar. Pasé allí un par de años. No, no nos conocimos. ¿Qué le parece a usted España?

—El mejor de los países, los mejores hombres, las mujeres más hermosas bajo el suave mando liberal del mejor y más honesto de los gobiernos.

—Muy bien contestado.

—Ahora, cuénteme; usted debe de estar al tanto: el asunto Matesa.

—Hay poco que decir. Un estraperlo más pero de gran envergadura que es como hay que hacerlos para mantenerse en el poder. Nadie hubiese chistado si Ya, Informaciones y los periódicos de Barcelona no se hubieran dado gusto levantando la caza.

—¿Cómo los dejaron?

—Ahí está el problema. Que no lo es: el Ministerio de Información dio luz verde. ¿Por qué? Para acabar con algunos queridos compañeros, sin duda.

—Parecen muy seguros de sí.

—No me gustaría estar en su pellejo —en el de ellos, claro—. Tenga usted en cuenta que Matesa abarca un sinfín de industrias, da de comer a miles de obreros y hasta es la espina dorsal de la cultura para las masas, con Salvat y sus libros. El sector de la prensa no dependiente del Movimiento, ABC, etc., se permitieron (les fue permitido) meterse con algunos bancos y ciertas empresas nacionalizadas. Total, a pesar de los optimistas liberalizadores yo, que estoy de vuelta, no me las prometo felices.

—Por ahí anda el hermano de Robles Piquer lleno de entusiasmo.

—Que Dios se lo aumente. Usted se extrañará de que los que estuvimos de hecho contra la república estemos ahora en contra del régimen.

No sé qué contestarle. Ni me extraño ni me dejo de extrañar. Me tiene sin cuidado. Si estos «señores» llegaran al poder no habría mayores cambios. Al fin y al cabo lo huelen todos. La gente, además, no apetece, en su mayoría, más que cambios pequeños que les favorezcan personalmente. Quedan los ilusos y los rusos. Me lo digo porque rima: nada tienen que ver los unos con los otros. Ni este señor que sigue hablando conmigo. Me explica cómo «un banco privado jamás hubiese concedido a Matesa el volumen fabuloso de créditos que le ha otorgado el régimen de gestión estatal». ¿No le parece?

—Desde luego.

—¿No le interesa?

—Relativamente. Tenemos edad suficiente para recordar otros escándalos financieros de igual calibre o mayores, realizados precisamente en el régimen económico más liberal.

—Pero ¡que se haga desde el poder!

—Siempre se hizo desde el poder.

—Así que usted, ¿es matesista?

—Si se le pudiera dar mate de veras…

Y me río sin ganas.

Con X., a visitar a un viejo que dijo que se acordaba de mí y que me quería ver. Sólo su nombre me decía algo.

—En la tertulia del Regina…

Fui durante trece años al café Regina, casi todas las tardes si estaba en Madrid. No me acordaba del buen señor. Me habló de don Luis de Hoyos, de Marañón, de Valle (—¿Qué es del generalito?), de Cañedo, de Melchor, de don Luis Bilbao, muerto no hace tanto, de su hermano que, a lo que parece, todavía vive, de Sindulfo, de Fernando González (del que no sabe que vive cerca), de Azaña, de Domenchina, de Chabás, de Vayo, de Araquistáin, de Negrín (que fue poco), de Baroja (que no fue nunca), casi todos enterrados, a voleo, en tantas partes. En mis notas confundo lo dicho por él y por mí. Como no importa gran cosa, así lo dejo:

—Con Baroja sucede una cosa curiosa. Ahora pasa por revolucionario. Fue anarquista en su juventud, no tanto como Azorín, pero lo fue; pero ya en su madurez fue muy anticomunista, antisemita por anticomunista, con lo que se demuestra que no fue lince, él, que se parecía físicamente a Lenin. Es curioso ese antisemitismo de Baroja porque, por lo menos por parte de madre, por su rama italiana, parece que debió de tener antecedentes… Los falangistas intentaron apropiárselo, pero él les hizo los mismos feos que a los republicanos que —ésos sí— eran amigos suyos. Se portó muy mal con ellos. Como con la mayoría de la gente. Era un hombre malhumorado y genial. Un onanista de pro, como no hay muchos en la literatura española. A base de pesimismo acertó en bastantes pronósticos —y se equivocó en muchos otros—. Hubo un momento, antes de la guerra, en que, tal vez como consecuencia de su germanofilia del año 14, fue partidario de Hitler (no de Mussolini). Luego, no.

—Ha escrito que vivía en París gracias a sus colaboraciones… La verdad es que lo aguanté en la Ciudad Universitaria, en la Casa de España, mientras estuve en la Embajada. Araquistáin quería que lo echara. Pero le hice ver que ni estaba bien ni nos convenía. La que más se enfurecía era Trudi. Tal vez tenía razón. Pero ¿cómo iba yo a echar a don Pío? Luego se metió conmigo en un artículo que no he vuelto a encontrar y que debió publicarse en un libro, creo que en Chile, hacia 1937, donde, como en el que le prologó en la zona nacional Giménez Caballero, recogieron artículos que luego repudió. Los comunistas no se los tienen hoy en cuenta. ¡Y qué cosas no dicen de ellos! Pero está bien ¿qué monta todo eso al lado de la acusación feroz de la sociedad española de su tiempo que se lee en filigrana en la mayoría de sus novelas? Su idea de que hay generaciones políticas y no generaciones literarias está bien, porque en las primeras juega más limpiamente la contra (hijos contra padres) que no entre escritores, dejando aparte que todos somos hijos de alguien y no todos somos escritores. Se ve muy bien aquí. Los hijos de los falangistas no son falangistas, pero no todos los escritores están en contra de la generación anterior, aunque ésos, en general, están en contra de la tuya. Baroja fue sobre todo un hombre que no se hizo ilusiones. Un gran escritor soltero. Solitario. Muy de su tiempo, que fue el XIX. Enemigo de la magia y del subconsciente, que le traicionaba en todo momento. Por eso se odiaba a sí mismo. Luego vivió mucho tiempo conservado en su propio vinagre para tener el gusto de ver que tenía razón, que nada tenía remedio ni solución. Alguna vez iba a verle. Siempre decía lo mismo. Machacón como él solo. Murió un poco como Unamuno, arrepentido de haber despotricado tanto contra sus amigos. Ningún escritor del 98 ha influido más en mí. Nadie lo ha dicho. Y Unamuno.

Me pidió noticias del Planchadito. Se las di.

—¿Qué hace?

—Cine.

—¡No!

—Sí.

—¿De actor?

—¡No hombre! Creo que administra.

—¿Así que todavía hay republicanos en México?

—Algunos, pocos. ¿Y aquí?

—No lo sé. Palabra. Los viejos se han quedado mudos. ¿Los jóvenes?, no les conozco. Socialistas, comunistas, anarquistas, tal vez. Republicanos, así, a secas, no creo. Nacionalistas, sí: vascos y catalanes. Y católicos: sí. No se asombre. Yo no me fiaría, pero dicen que sí. Es lo que más abunda. Ahí tiene a Gil Robles, verdadero «príncipe de Asturias», convertido en liberal y esperanza…

Se le empañaron los ojos y la voz.

Nos fuimos.

—Ven otro día. No faltes —me dijo al despedirse, tuteándome de pronto.

Se le veía el ansia, desnuda.

—Sí, sí…

—¿De qué vive? —le pregunté a X., ya en la calle de Alcalá.

—No lo sé. Creo que le devolvieron unas tierras, en Jaén. No sale. Y si lo hace pasea, solo, por el Retiro. Ya ni maricón es.

—Estamos en una época antirrevolucionaria. No digo reaccionaria. Es distinto. Repito: antirrevolucionaria. No se trata de que el pueblo mande sino de que sea feliz. Feliz a la manera de como lo soñó tu abuelo cuando quería acostarse con la frondosa mujer del bigotudo dueño del ultramarinos que seguramente había unas cuantas calles más allá. Feliz, no es partidario de una sociedad justa, ni de la justicia, ni siquiera es feliz a secas —lo que no tiene justificación porque siempre se es feliz por algo—, feliz por la almohada de plumas, feliz por el cómodo water-closet. No feliz por la idea. Ahora no cuentan las ideas. Las ideas no tienen derecha ni izquierda. Feliz ante el espejo, donde la derecha es la izquierda y al revés. Feliz, en negativo. Que no haya desgraciados, que no haya pobres, que no haya tontos, que no haya enfermos, que todo sea un inmenso hospital, que todos tengamos nuestra ficha, que todos tengamos nuestros datos en regla, bien ordenados: nuestra tumba asegurada.

—El ideal comunista.

—No he dicho lo contrario pero tampoco lo he dicho. Los comunistas quieren llegar a algo parecido por otro camino. Además, he dicho los comunistas. No la URSS ni los Estados Unidos. Ésos quieren que los rusos y los norteamericanos sean felices.

—Y a los demás que les parta un rayo.

—Exageras.

—Siempre. Y me quedo corto.

La suficiencia del español sigue siendo la misma que denunciaron cuantos moralistas españoles han sido. El español, soberbio… Tal vez ya no tanto, tal vez «soberbio» ha dejado de ser sinónimo de «suficiente» como lo era todavía bajo la pluma elegante de don José Ortega y Gasset. Sí, han, hemos dejado de ser soberbios y nos hemos acantonado en la suficiencia, que es menos y más despreciable. El español sigue «despreciando cuanto ignora». Las ideas de Machado —ya lugar común— eran menos originales quizá que las de Ortega pero reflejaban mejor la realidad. El soñador era don José. La rebelión de las masas… ¿Quién se acuerda de eso? Muchos —por lo menos los de entonces—; porque el genio de Ortega fue un genio titular, un genio para los títulos, un genio de periodista que lleva las primeras páginas impresas en la cabeza: La rebelión de las masas, La deshumanización del arte, España invertebrada, etc. ¿Qué rebelión? ¿Qué masas? Los que se rebelaron fueron los militares. ¿Dónde se han rebelado las masas? A veces en el campo, en los campos de trabajo, contra un patrón y, generalmente, con ellos acabaron los militares. «La rebelión de los militares», no es un buen título, pero es verdad. La enormidad del desbordamiento de la demografía hizo creer a don José que se le venía la revolución encima. Cuando ésta, por la rebelión de los militares, asomó de verdad, el catedrático salió corriendo y no paró ni volvió a meterse en los berenjenales de las profecías políticas; regresó decorosamente a su ensayismo filosófico del que nunca debió haber salido, a menos de pagar el error con su vida como lo hizo —ése sí «nada menos que todo un hombre»— Miguel de Unamuno.

Jacinto

Éste es mi viejo Jacinto, y su hijo. Jacinto era el representante de mi padre, aquí, en Madrid. Viejos recuerdos mercantiles. Cuando nos vimos por última vez, el 36, el chico tenía 9 o 10 años, hoy tiene, como es natural, cuarenta y pico y siendo alto y fornido ni el más avispado podría reconocerle: he aquí el tiempo en su encarnación más razonable. Tal vez el mundo no cambie mucho pero lo que son las personas en edad de merecer… A Jacinto, en cambio, ni se le ha arrugado la cara ni se ha coronado de canas. En general —Luys, aparte— nadie se ha avellanado si larga es la lista de los sepultados. La mayoría de nuestros clientes se fueron con los muchos.

—¿Quiénes quedan?

Contando los retirados, tan pocos que casi estamos por decir que ninguno. Mas se nos va la conversación por las tascas y los bares del tiempo pasado y como me quejo de los callos y del cocido quedamos en que Rosa, su mujer, nos hará hacer «penitencia juntos». Lo demás se nos va hablando de las familias.

Cenamos con Gerardo, en el restaurante del hotel. Carne asada y honrados recuerdos: Gijón, Valencia, el Madrid de entonces, Bach, Carmen, Lola, Larrea, Santander. Ocioso comentar nada. Me prestará gustoso las pocas revistas que posee todavía de la época que me interesa. La corrección personificada.

17 de octubre

Visita a los talleres de Aguilar. Agustín. Arturo. Don Manuel, el nuevo. Quedamos en cenar el sábado e ir el domingo a Toledo, con Agustín y familia.

Visita a Ángeles Soler. Moñino está en América. ¡Dios! ¡Esto salió de lo que fue «mi imprenta» de la calle de las Avellanas, en Valencia! Nadie recordará, en los libros que me ofrece, lo que vino a ser la Imprenta Moderna, la de la primera versión del Petreña, la de Espejo de Avaricia, la de aquel Proyecto de un Teatro Nacional; luego llegaron allí —con la guerra— los de Hora de España; en aquellas prensas se hizo el desaparecido libro último de Miguel Hernández, el que quiso ir a recoger los últimos días de marzo de 1939… Ángeles Soler, su padre. Qué hermosura de libros en los que me engaño buscando una semilla anónima del tiempo pasado.

Me acompaña Fernando González; Fernando: —¿Quién queda de los que íbamos al Regina?

Todavía me acuerdo de Icaza, en la terraza, tan elegante. De Prieto con sus busconas, en otra mesa, dentro. Fernando las ha pasado putas. Me da gusto verle y él a mí. No ve a casi nadie. Ni le ven. Está orgulloso porque en las Canarias reconocen su valer.

Hablamos del Ateneo; del Henar. Nada queda. La Castellana, sí. Vamos andando.

G. T. ha vivido doce años en México. No se acomodó, regresó aquí y no ha vuelto a México, en el fondo, porque le da vergüenza.

—Allí (en México) hay una ciencia —le dice a Fernando— que consiste en saber leer los periódicos del país. Hay que adivinar, que calibrar según el autor, el periódico, la página, la extensión. El único que dice más o menos lo que quiere es Abel Quezada porque parece que dice más que lo que en verdad escribe…

—¡No, hombre…! Abel…

—Bueno, ya sé que es muy amigo tuyo. Pero lo que quería decirte es que aquí no hay ciencia que valga. Los periódicos —y más desde que existe la nueva ley de prensa— no dicen una palabra. Podrán informarte según el humor o la voluntad del Ministerio, pero dar su opinión ¡nunca!, no sea que se equivoquen. De política literaria interna, sí. Pero, por ejemplo, de teatro, nada. Sí, las Criadas del señor Genet o cosas de Ionesco, el gran reaccionario; muertos, como O’Casey, que nada rompen como no sea lanzas contra Inglaterra. Y Gibraltar bien vale un irlandés progresista… Tú compra, lee, no a Goytisolo, a García Hortelano, a Sánchez Ferlosio; no: compra los libros de texto de las escuelas y verás lo que es bueno. Sin contar esos que dicen que nos favorecen.

—Conozco algunos de la Universidad…

—Donde andas citado. Pero, como en todas partes, a esos capítulos no se llega nunca en el curso. Ni siquiera a la generación del 98. A lo sumo estudian a Maeztu. ¿Quieres decirme cómo entendería hoy un joven a Unamuno o a Ortega —políticamente—? Caería de la luna. Y eso que Ortega… Aquí todo es confuso hasta la aparición de Franco, que con eso acaba la historia. (Hace una pausa). Y eso es verdad, para nosotros. Nuestros nietos…

—No te preocupes, lo contarán.

—¿Qué?

—No soy adivino.

—Pero es que esto puede seguir así indefinidamente. No por Juan Carlos, sí por los militares.

—Se entredevorarán.

—Es posible. Pero uno sucederá a otro.

—Entonces, para ti, ¿no hay salida?

—Para mí, ya te dije que no. No escribo porque no publico. Yo no soy novelista sino periodista. Iba para dramaturgo. Me pararon en seco. ¿Para qué escribo? ¿Tú crees que estrenaría en México?

PASO DEL SEÑOR DIRECTOR GENERAL

DE SEGURIDAD

(Homenaje a Pedro Agustín Carón de Beaumarchais,

a menos que sea a Mariano José de Larra)

Salen:

LA ACTRIZ.

EL AUTOR: Hombre indeciso, viejo y feo.

P.: Su cónyuge, todavía de muy buen ver.

EL AMIGO: Toroso y decidido.

SU ESPOSA: Papel mudo pero no por eso menos importante. Es amiga de la actriz y la atiende y calma en sus arrebatos y tristezas.

EL SEÑOR DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: Hombre de cierto empaque y no desprovisto de la dignidad inherente a su cargo.

(Existe un pequeño prólogo —dicho en español por Beaumarchais, en francés por Larra— que no reproduzco íntegro por no sacar estas páginas de la realidad, en el que ambos se atribuyen, con ciertas razones, la dedicatoria, el uno por el personaje, el otro por su seudónimo, lo que no deja de tener cierta gracia).

BEAUMARCHAIS: El teatro se llama Fígaro por mi personaje, que representa —avant la lettre, como diría usted— algunos sentimientos de la Revolución Francesa.

LARRA: No, sino por mí; que —por lo menos en España— llevé a las nubes el alias de su barbero, que tanto le debe a Mozart o a Puccini como a su humilde servidor.

BEAUMARCHAIS: Pero soy el padre de la criatura.

LARRA: Eso siempre se puede discutir. Y ser progenitor de un rapabarbas no es cosa del otro mundo. Conténtese con su triste fama y Clavijo, que don Juan Wolfango no era cualquier cosa.

BEAUMARCHAIS: Ni el autor de unos articulejos. ¡Vaya novelista! ¡Vaya dramaturgo! ¿O el teatro se llama Macias?

LARRA: Pero fui el autor mejor pagado de su tiempo.

BEAUMARCHAIS (con desprecio): Un periodista…

LARRA: Usted no pasó de asesino de mujeres, de contrabandista…

BEAUMARCHAIS: Siempre será mejor acabar con ellas que no suicidarse por una sola. Sin contar que si fuésemos a juzgar a los escritores por lo que fueron ideológicamente «gracias a» o «a pesar de», no acabaríamos nunca.

LARRA: Sigo tan vivo como usted.

BEAUMARCHAIS: Pero escogió el nombre de mi personaje para hacerse famoso. ¿O ve a este teatro llamándose El pobrecito hablador?

LARRA: Éste le iría mejor al que nos saca a las tablas.

BEAUMARCHAIS (tendiéndole la mano): Hablando mal de la gente se entiende uno: Ven a mis brazos, hijo mío.

PRIMER CUADRO

Vestíbulo del hotel

ACTRIZ: Quisiera que leyeras una obra tuya el viernes próximo en el Fígaro… Sería la primera de una serie. ¿Quién mejor que tú?

AMIGO: No puedes decir que no.

AUTOR (halagado): ¿Por qué no había de hacerlo? Con el mayor gusto.

ACTRIZ: ¿Qué vas a leer?

AMIGO: Algo que llame la atención. Van a asistir Buero, Laín, los críticos, Olmo, Sastre; hasta puede que vaya Pemán.

AUTOR: ¿No habrá inconveniente…?

ACTRIZ: No. De eso me encargo yo. Desde luego habrá que pedir permiso en la Dirección General de Seguridad, pero el Director es amigo mío.

AMIGO: Y si no, el Ministro de Información.

AUTOR (timorato): Bien. Pero de todos modos… Yo no quisiera… Yo no vine a armar ningún escándalo… Al contrario… No consideraría conveniente…

ACTRIZ: ¿Qué propones?

P.: Deseada.

AUTOR: Muy bien. Tiene cierto interés dramático y no toca ningún aspecto político. Es un problema entre dos mujeres —madre e hija— y un hombre, claro.

AMIGO: Pero…

AUTOR: Además, muy moral: contra el divorcio…

AMIGO: Conozco la obra.

ACTRIZ: Siendo de quien es, basta. Hecho.

AMIGO: Tal vez fuese mejor algo más característico.

AUTOR: ¿Para qué?

ACTRIZ (al Amigo): Lo que importa es tenerle allí.

AUTOR: Te espero a comer el viernes. De aquí nos iremos al teatro. ¿A qué hora será la lectura?

ACTRIZ: A las cuatro.

AUTOR: Comeremos a las dos.

SEGUNDO CUADRO

El mismo lugar, el viernes siguiente. Las dos y media de la tarde. El autor y P., un tanto impacientes.

AUTOR: ¿Qué les pasará?

P.: Con tal de que no hayan tenido un accidente…

(Llega la Actriz, alborotadísima).

ACTRIZ: ¡No sabes! ¡No sabes lo que ha sucedido…!

AUTOR: Claro que no.

ACTRIZ: ¡Han suspendido la lectura!

P.: ¿Quién?

ACTRIZ: La Dirección General de Seguridad.

AUTOR: ¿Por qué?

Despacho del Director General de Seguridad

ACTRIZ (de pie): ¡Pero si se han repartido más de doscientas invitaciones!

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD (sentado): La culpa no es mía.

ACTRIZ: ¿De quién?

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: Esa obra no está autorizada por la censura. Entonces yo, con mi mejor buena voluntad y a pesar de la enorme simpatía que por usted tengo, no puedo dar la autorización necesaria para la lectura…

ACTRIZ: Pero es una obra en que no hay nada, nada… Se lo juro.

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: No lo dudo. Pero la ley es la ley, señora.

ACTRIZ: ¿Quiere que llame al Ministro de Información?

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD (ríe): No. Es inútil. Absolutamente inútil. No serviría de nada.

ACTRIZ: ¿De quién depende el que pueda leerse…?

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD (tras una pequeña pausa, regodeándose): De mí.

ACTRIZ: ¿Entonces? ¿No lo digo…?

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: No insista. Es inútil. El remedio es muy sencillo. Vaya usted mañana mismo al Ministerio de Información y Turismo y presenta la obra. Cuando la apruebe la censura, vuelve usted a verme. Me dará un placer infinito otorgarle el permiso necesario.

ACTRIZ: Pero mientras tanto la gente que está avisada… y no hay tiempo de dar contraorden… Vea, mire qué hora es… El autor…

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: Volverá a su casa a dormir la siesta, que es muy de recomendar con este calor.

ACTRIZ: Pero allí estarán Laín, Buero, críticos, Sastre (una pausa), Pemán.

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: De ése no me extraña ya nada…

ACTRIZ (tras una duda): ¿Y si leyera cosas publicadas aquí, en España?

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: ¡Ah! ¡Ve usted! ¡Eso sería otra cosa…! Las mujeres encuentran solución a todo…

ACTRIZ: ¿Entonces?

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: Va usted mañana al Ministerio de Información y Turismo (recalca siempre «turismo»), pide unos impresos, indica usted los títulos y las fechas de publicación de las obras editadas aquí, en España, y le concederé el permiso con gran gusto… Ni siquiera necesitará usted entonces molestarse personalmente, daré las órdenes necesarias.

ACTRIZ: ¿Y mientras tanto la gente…?

DIRECTOR GENERAL DE SEGURIDAD: Que vuelvan la semana próxima. Sin contar que ese tipo de gente nunca pierde el tiempo: se lo hace perder a los demás…

Entrada del Teatro Fígaro. Un cartel:

JEFATURA SUPERIOR DE POLICÍA

COMISARÍA DISTRITO DE CENTRO

El negociado de Espectáculos de la Jefatura Superior de Policía, interesa se le notifique a Vd. que no se autoriza la lectura de la obra DESEADA de Max Aub, en reunión privada, que se proyectaba celebrar en el día de hoy a las 16 horas en el Teatro Fígaro, por carecer de permiso de Censura. Lo que comunico a Vd. para su conocimiento y cumplimiento.

Madrid, 17 de octubre de 1969

EL COMISARIO PRINCIPAL, JEFE

(Firma ilegible)

Sr. D. Manuel Vidal Arias.— Subdirector teatral del TEATRO FÍGARO

Pl. Carlos Cambronero n.º 3, 3.º

(La gente se arremolina, lee, protesta, hace comentarios irreproducibles. Empieza a retirarse refunfuñando).

El comedor del hotel

AUTOR: ¿Qué vas a hacerle? Come. Mientras comas habrá esperanza.

ACTRIZ: Estoy furiosa, frenética, dada al diablo, llena de ira, echada a los perros: me va a dar un ataque de bilis. ¿Te das cuenta de lo que esto representa? (Echa chiribitas, habla entre dientes para que no lleguen sus maldiciones al público). ¡Qué país de mierda!

(Llega el Amigo).

AMIGO: ¡Acabo de enterarme! ¡No sabes la que se armó en la puerta! Y lo grandioso es que Deseada ¡está aprobada por la Censura!, desde hace tres años (al Autor), desde que me la mandaste. Se me había olvidado.

AUTOR: ¡Cállalo! ¡Para mí es un fin de fiesta magnífico! ¡Salir de España con una lectura de Deseada vetada por la Dirección General de Seguridad! ¿Qué más puedo pedir?

AMIGO: Un momento. Creo que deberíamos discutir si le conviene a la Compañía insistir o no.

ACTRIZ: Desde luego. Respetando tu criterio, creo que lo mejor sería que aprovecháramos el ofrecimiento del Director de Seguridad y que leyeras el viernes próximo alguna de tus obras publicadas aquí…

AUTOR: Yo haré lo que juzguéis más conveniente. Para vosotros y el teatro. Tal vez pudiera leer una escena de San Juan, otras de Morir por cerrar los ojos, y un trozo de No, que va a salir un día de éstos.

AMIGO: ¡Magnífico!

AUTOR: Yo proponía algo totalmente inocuo. Ahora bien, si se empeñan, les daremos en las mataduras.

ACTRIZ: En lo vivo.

El Autor lee La vida conyugal. La Actriz va de silla en silla y se sube por las paredes:

ACTRIZ: ¡Esto! ¡Esto! ¡Esto es lo que quiero hacer! Conozco a éste, y a éste y a éste…

AUTOR: No habías nacido cuando lo escribí.

TERCER CUADRO

Viernes siguiente. Salón alto del Teatro Fígaro. (El Autor, entre dos representantes de la Autoridad, lee escenas de San Juan [en la edición madrileña de «Primer Acto»], de Morir por cenar los ojos [en edición barcelonesa de Aymá]. No puede seguir. Le falta voz para leer una escena de No [en la edición capitalina de «Cuadernos para el Diálogo»]).

AUTOR: Pido mil disculpas. No puedo más. Gracias a todos. No lo olvidaré nunca… (Se le rompe la voz. Aplausos).

A telón corrido salen Antonio Buero Vallejo y el Autor:

BUERO VALLEJO: No te dejes engañar. No puedes darte cuenta. No has visto más que el lado agradable del asunto. Si te quedaras aquí, verías lo que es bueno. (Salen).

(El Autor da fe).

De tan bien hecha la policía que ni se nota. Por algo vino a morir aquí o a renacer abonada por la Gestapo. Pasa igual con las bases norteamericanas y los soldados de la misma procedencia: no se ven; ni uno. Y policías, ni sombra. Actúan, sin duda alguna, si no ahí queda mi primera frustrada inocente lectura. Se equivocaron, se equivocan, evidentemente pero: al tanto. No saben de qué se trata (¿quién se lo habría de decir?), obedecen órdenes:

—Éste sí, éste no.

—Esto sí, esto no.

A rajatabla, como las cargas. Contra tal embajada, dormidos: contra aquélla: no dejen dar un paso. Magnífico y, para cubrir las apariencias, cada cien, doscientos o quinientos metros en las carreteras —ya lo vimos—, una pareja de la Guardia Civil: para ayudar a los turistas en sus desgracias automovileras.

¿Qué se les escapa? No gran cosa. Que no sepan de qué se trata es otra cosa. Tal vez, algún día, les sorprendan si no dormidos, ignorantes. Pero no por dormidos sino por regodearse en la inopia. No pueden ser excepción y no tendrán culpa.

Cena con los Espert y los Monleón. Resulta que el marido de Nuria es gran amigo de la familia de mi sobrino Willy. Lo que no se relaciona con su entusiasmo por mi teatro. Pero es simpático, y es lo que vale. Y no digamos Pilar. (Pilar es mi sobrina política, es boticaria y, a pesar de eso, lo mejor y más bonito que hay). Pero ¡cómo nos borraron los capitostes del mapa!

18 de octubre

El joven académico, en mal de porvenir y de por si acasos que le roen las entrañas de su materia gris, me envía a un joven sacerdote —para serme amable y que nada me falte—. No pasará de veintisiete o veintiocho años. Y tiene más apariencia de atleta, sonrosado y con ojos saltones, que de cura. Pero es cura sin lugar a dudas, jesuita para más señas. A más de su doble obediencia, inmediatamente me hace presente una tercera: el bien del pueblo. No mata mis escamas: me habla maravillas del padre Arrupe y de su provincial que hace la vista gorda si él o alguno de sus compañeros rubrica algún documento: arte prohibida. Me declara en seguida que no se plantea el problema como sacerdote sino como cristiano, siguiendo en eso a Santo Tomás. Me llama la atención lo de «cristiano» y le hago precisar que él es —sin lugar a dudas— católico, apostólico y romano. En cuanto a Santo Tomás, confieso mi ignorancia.

Saca a colación cómo Cristo se enfrentó a la Iglesia y a los fariseos:

—No se puede ser sacerdote si no se es hombre.

Está en contra del sentido mágico que se dio durante siglos al apostolado. Repite que hay que ser ante todo hombre. El ser sacerdote sólo añade deberes, y me cita a Camilo Torres: «Se ha demostrado que el apostolado actual debe tener como principal objetivo, especialmente en los países subdesarrollados, el logro de una caridad verdaderamente eficaz entre todos los hombres, sin distinción de credos, actitudes o culturas».

Callo, de piedra.

Hace una descripción del papel del sacerdote bastante parecido al que pudo ser el del comisario político. Habla mal del lujo, de las condecoraciones, de los galones o de las estrellas.

Le pregunto si su papel es más útil cerca de la gente o si debiera dedicarse a convencer a sus iguales. Habla de la «clase popular». Indago lo que entiende por tal.

—Quiero decir: los pobres de España. Comprendo que es una expresión vaga pero el pueblo la entiende.

No cree que los pobres tengan una conciencia de clase y que esto debiera de ser uno de los elementos fundamentales precisamente para constituir una clase, pero que para designar a los pobres, y no referirse únicamente a los obreros, utiliza esa expresión de «clase popular».

Tiene poca fe en sus iguales porque un niño que se ha educado exclusivamente en el seminario «trae el alma falseada». Lo único que se puede hacer es educar al pueblo. Los curas, en general, son gente tarada, necesitada de psicoanalistas.

—Hace un par de años tuvimos una reunión con los componentes de unas comisiones obreras para convencerlos de que la Iglesia no había cambiado sino nosotros. Un policía fue a ver a nuestro obispo, que le contestó:

—¿Por qué se empeñan en decir lo que no saben?

Sigue:

—La gente empieza a darse cuenta de que no es cierto que creamos que todos los obreros o todos los campesinos son católicos o que todos los obreros son comunistas.

—No creo que nadie haya creído nunca eso.

Me mira con extrañeza.

—¡Claro que sí! Se lo aseguro. Pero yo creo que ya están seguros de que la Iglesia ya no es la misma. Ante la imposibilidad moral de colaborar con el régimen, nos sentimos desposeídos de responsabilidades próximas y miramos a más largo plazo.

(No me convence. Callo, una mosca no hace verano. A pesar de todo no me puedo aguantar):

—La Iglesia está con el poder.

—No toda.

—Desde luego. Las excepciones… Ustedes obedecen reglas…

—Veo que es usted demasiado ingenioso; no sirve para gran cosa. Me deja atónito.

—No es necesario que presente excusas. Los que hemos cambiado tenemos ideas bastante distintas de las de la jerarquía.

No me atrevo a establecer una polémica ni a pedir detalles. Me basta darme cuenta de que en eso, efectivamente, debe de haber algo nuevo en España. Pero ¿hasta qué punto no es más que débil reflejo de lo que sucede en todo el mundo? (Debiera de haber escrito «orbe»).

—Como decía Torres: «La derecha se defiende. No entiende ni quiere entender lo que ocurre en el país. Marcha hacia el desastre. Se ha mostrado particularmente incapaz —y por el camino que va, seguirá siéndolo— de cambiar a tiempo. La izquierda sigue dividida en partidos y organizaciones pequeñas, ninguna de las cuales le ofrece el liderazgo efectivo a las fuerzas de cambio que se mueven en el país». Hemos cambiado de clientela. Antes, los jesuitas, éramos clérigos de empresarios, hoy lo somos del pueblo.

Curiosa esa influencia de un cura suramericano en los españoles.

—¿Así que ahora creen en la lucha de clases…?

Me doy cuenta de que he ido demasiado lejos cuando me contesta con un gesto dubitativo antes de decirme:

—En cierta manera.

Ahora debiera preguntarle qué entiende por eso pero prefiero callar. ¿Por qué desconfío? No lo sé.

—Quisiera una Iglesia de Cristo, sin bienes.

Me tranquiliza el singular.

—El Concilio nos ayudó un poco.

—¿No del todo?

—Era imposible. Pero nos debemos a nuestra conciencia, no a nuestras estructuras.

Me quedo sin palabras.

—La Compañía ha aceptado a los objetantes de conciencia. —Lo ignoraba.

Hace un gesto de normal compasión.

—Así que católicos y comunistas, pongamos por ejemplo…

—Si son obreros, viven juntos; pero yo diría, tal vez más exactamente: cristianos y marxistas.

—Sería falsear la cuestión.

—No lo creo.

(No me quiero dejar llevar por la discusión).

—Lo que importa es la unidad de acción.

—¿La cree posible?

—Sí.

Le miro con tal incredulidad que me pregunta:

—¿Usted, no?

—Lo veo difícil. Aquí y donde sea. (Me arrastra mi demonio): Hasta en el otro mundo.

Le siento herido.

—Así el único favorecido es el capitalismo. Para muchos de nosotros Camilo Torres es un ejemplo, aunque no estemos de acuerdo con todos sus métodos.

—¿Sois muchos?

—Bastantes. (Hace una pausa). Algunos. No somos, no debemos ser antimarxistas.

—Tampoco lo soy.

—Ya lo sé.

—¿Cómo?

—Me lo dijo el señor X.

—Usted lo dijo antes: la gente varía; la Iglesia, no.

—La Nueva Iglesia acepta la autocrítica. No creo lo que oigo.

—Veo que no le convenzo.

—¡Qué más quisiera!

—Ya lo verá.

Iba a decir: —¡Ojalá! Me limito a abrirme de brazos, indeciso.

Se lo cuento a P.

—Tal vez sea comunista —me dice.

—Con lo que no habríamos adelantado gran cosa.

Exposición de Hernando Viñas. Sigue siendo el mismo pintor fino, suave, inteligente que siempre fue.

Cambiar, lo que se dice cambiar —abandonando una faz de primer orden— sólo recuerdo a Chirico. Otros, multitud, han ido de la Ceca a la Meca sin dar jamás con ellos mismos.

Bajando por General Castañón, Fernando Chueca y Juan Benet. No hay nada peor que el tiempo que no se tiene.

No puedo decir que no. Mejor dicho nunca supe hacerlo. Me falta ánimo. Total: este joven profesor de español quiere hacer una antología de la poesía española contemporánea y me pide dos poemas publicados y otro inédito y para acabar de fastidiar me pregunta qué opinión tengo de uno de los poemas más famosos de León: aquel en que asegura que se llevó la canción y el prólogo que luego le escribió a Ángela Figuera Aymerich, en el libro que le premiamos en el Bellinghausen (un restaurante alemán de la calle de Londres, en México) y en el que, ante los profundos gritos de Ángela, León vino a decir que la canción la había recogido aquí Dámaso, Hierro, Nora, Goytisolo, Crémer, la propia Ángela… Han pasado no pocos años de eso. Hacía mucho más que Luis Cernuda, que no quería a León, había dicho aquello de que: «España había muerto». Pasó tiempo y quedamos más o menos conformes en que no nos habíamos llevado la canción, que luego renaciera otra es un problema diferente. Pero ahora que este joven pedantuelo me pide mi opinión, me acuerdo de Rocinante, que me leyó León, a trozos. (A última hora no sé por qué León ya no era totalmente el amigo que fue, conmigo, claro; tal vez desde que volví una vez de Londres con una secretaria suya y pasaron ciertas cosas incontables). Tengo esos trozos de Rocinante. Es un libro a medio hacer y que seguramente León hubiese rehecho diez veces antes de dejarlo imprimir. Tiene, claro, versos espléndidos. Y, además, es la contestación que le tengo que dar a este joven profesor de literatura que cree ponerme en un aprieto, al recordarme que León dijo y luego se desdijo.

(Lo único que no creo cierto en el texto, en verso y prosa, de León, es su referencia a una fotografía de Picasso, que asegura ser de René Clair y debe de ser la famosa de Man Ray o la de Irving Penn. No tiene importancia como no la tienen los mexicanismos que tal vez hubiese corregido, o quizá no, de haber impreso el libro).

¿Quién ha relinchado nunca así?

¡España… una vez relinchaste de este modo!

¿Cuántos años hace?

No sé… Pero bien se me alcanza

que ya nunca más volverá a relinchar de esta manera.

Miro al joven profesor, que no rechista. Y le explico:

—Y aprovecha la ocasión para ajustarle las cuentas a Góngora, a Calderón, a Sor Juana y, por lo bajo, a Octavio Paz, al que nunca perdonó cierta crítica. Y al surrealismo.

—¿Pero qué tiene que ver…?

Le atajo, prosigo leyendo:

¿Justicia?

¿Qué querrá decir esta palabra?

—¿Lo oye usted? León está enterrado en México. Y no en Israel como dijo alguna vez, en broma o, por lo menos, para embromar a Jehová, porque mi mujer le consiguió un bosque en Jerusalén, un bosque que le prometieron una vez que leyó unos versos (que le escogieron) acerca de Auschwitz. Y, de verdad, con aquella cara y su calva tuvo tipo de profeta y más con esa voz impostada… olvidando que era ante todo un cómico que tenía cosas que decir; como todos los de nuestra generación no deja de haber un fondo profundo de humor en su obra como lo hay en sus admirados, en sus más admirados españoles: Cervantes y Velázquez. Aquel bosque, cuando fuimos a Israel, mi mujer se lo reclamó a un señor Tzur, un señor muy importante, que nos dio una comida y que resultó ser el Gran Guardabosques. Y prometió que lo buscaría. Y luego, desde México, insistieron y luego le dijeron a León que tenía su bosque y León les contestó que ¡qué bueno!, que él quería que lo enterraran allí, porque no tenía ni una casa, ni una piedra, ni una patria. Y ahora, en Rocinante contesta bastante bien a lo que usted quiere saber y me preguntaba, tendiéndome un cuatro, como decimos en México. Oiga:

Y nadie vuelve

Nadie vuelve nunca. ¡Pobre España!

[…]

Los hombres se van de esta tierra

Y no vuelven.

[…]

¿Dónde está aquel pueblo de adobes

nacido de la misma tierra

parda y altanera

de la meseta de Castilla?…

[…]

Sólo en mi recuerdo…

Sólo en mi imaginación que se deshace.

Cuando yo me muera, dentro de unos días

—soy el más viejo de la tribu—

Ya no sabrá nadie nunca nada de aquel pueblo.

—Está usted servido.

¿Qué me pasa? ¿Qué nudo en la garganta, como dicen?

Ya nadie sabrá nunca nada de aquel pueblo. Quedarán las maldiciones de los del 98, tal vez las espléndidas fanfarronerías de don José Ortega, las lamentaciones de Cernuda. Pero ¿cómo era aquel pueblo del que León llevó la canción y que todavía tengo en los ojos? ¿Cómo era en mi juventud? ¿Cómo era España que a nada de lo que conocí se parecía? ¿Dónde está el honor, la honra, la verdad, la sed de justicia?

Ya no hablo.

Cuando yo muera

—soy casi el más viejo de los que quedan—

ya no sabrá nadie nada

de lo que fue España.

Esta que ahora es, otra, parecida a Francia, a Brasil, a Estados Unidos, a Andorra, a Marruecos, a cualquier cosa, menos a lo que fue, en mi tiempo, mi país.

—Si le puedo ser útil en algo —le digo al joven profesor— estoy a sus órdenes. Y en cuanto a los poemas, puede escoger los que quiera. Francamente, inéditos, aquí, no tengo ninguno. Si estuviésemos en México…

—¿Sí?

—Desgraciadamente, tengo cientos. No se preocupe: todos malos.

El joven profesor sonríe superior. Hacemos una cita, para otro día. Le dirán que ya me fui.

19 de octubre

Toledo

Tal como quedamos, a la hora justa, pasan por nosotros Ángeles y Agustín y los dos chicos, para ir a Toledo. Buen día, calor soportable, amistad sin trabas, gran diálogo con las personas mayores, que son los pequeños.

Tengo aquí unas notas para poder escribir lo de aquel día, con la ayuda de fotografías, recuerdos, guías. Conozco Toledo. Lo han conservado, reconstruido, mimado. Espléndido parador: magnífica vista hacia el lugar más recordado: el puente de Alcántara, el Tajo, las famosas máquinas elevadoras del agua.

¿Qué dicen mis notas? «No porque venga de México, ni mucho menos; pero lo que encuentro más cambiado, en España, es que se ha borrado no poco la idea y la imagen de la muerte como se reflejaba todavía en la literatura de Unamuno o de Azorín, pongo por ejemplo, o de Antonio Machado o del primer León Felipe. La poesía social de estos últimos tiempos pasados tiene poco que ver con aquello. España es ahora un pueblo mucho más alegre. Llegamos a Toledo. Ya no es sangre, voluptuosidad y muerte, como quería Barres. España —tal vez por el turismo— ha perdido esa mortaja, ese luto (¿quién se viste, como hace medio siglo, años y años, de negro?). Recuerdo todavía una España cubierta, en un cincuenta por ciento, de un luto más o menos riguroso. Eso acabó y, como es natural, no se echa de menos. A pesar de ello todavía se ven más corbatas negras que en país alguno, pero los labradores valencianos ya no usan las blusas negras que veía en mi juventud. Podrá parecer mentira a los supervivientes de la Institución, pero España es otra. Normalmente, según su régimen, tal vez haya perdido carácter, pero no le hacía ninguna falta, era hipocresía, pura apariencia. Ahora se ve que la fe —la gente sigue yendo tanto o más que antes a misa— es tan falsa como el luto con que se revestía; que todo no es más que un uniforme, hoy de colores, que da importancia al parecer, que no encubre sino miedo: miedo de un Infierno en quien nadie cree. El nuevo catolicismo, si se llega a propagar aquí, es el único que puede —por eso— producir una catástrofe, porque reconcomería al español por donde más pecado ha».

O: «Toledo, nobleza del ladrillo, ciudad sin par si no fuese por ese horrendo Alcázar que la aplasta con su remembranza del Escorial. Cuartel antes de serlo, bloque padre de tantos otros que, por lo menos, avergonzados, se han quedado en las afueras.

»Toledo, ciudad sin segundo y con tantas segundas. Sangre, sí: a raudales (los ladrillos ¿a qué deben su color si no a tanta sangre seca?). ¿Voluptuosidad? ¡Ah, don Barrés, no me haga usted reír! ¿Voluptuosidad en Toledo? ¡Cómo sería usted! Muerte, sí. Pero no más que en otras partes: en Valladolid por ejemplo; o en Madrid».

Me es muy difícil copiar estas notas de mi agenda en que a cada momento aparece, desaparece y reaparece —según plazas, iglesias, tiendas, cuestas— Agustín Caballero. No puedo. Agustín Caballero murió el 15 de este mes de junio de 1970 en el que estoy intentando poner en limpio estas líneas, a consecuencia de un accidente de auto que tuvo el día 7, al volver de su casita de Colmenar. Llovía, derrapó, cayó el coche por un terraplén, se abrió la portezuela, se vio lanzado a unos cuantos metros. No recobró el sentido. Su familia se libró con algunos magullamientos. Si no me equivoco, debía tener 52 años. Era el gerente de producción de la Editorial Aguilar; un hombre estupendo. Mi amigo.

Había estudiado en Madrid, en el Instituto Escuela, en compañía de Joaquín Díez-Canedo. Con Francisco Giner de los Ríos hicieron, en 1936, una revista, Floresta, con la bendición de Juan Ramón. A los cinco nos unía, además de algunas otras cosas, cierto respeto por la tipografía y amor por los libros bien hechos.

No le conocí sino mucho más tarde, en México, cuando vino por asuntos profesionales. Se hizo amigo de mis hijos. Dimos vueltas. Volvió. Luego Elena le vio en Madrid. Ahora, ha muerto. Punto. No hay derecho. Le quería bien; me quería bien. Ha muerto joven en un accidente idiota: pudo haberle salvado su cinturón de seguridad.

¿Cómo voy a reproducir, pura y llanamente, lo escrito entonces: «cena con Agustín»? Esto está apuntado el sábado 18 de octubre. Sí: cenamos juntos su mujer, la mía, él y yo. No recuerdo dónde. Debió de ser un sitio agradable porque supo ser buen anfitrión. Pero ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué? Todo se me borra; sólo queda él, con sus ojillos graciosos, irónicos, prontos al chiste. Tan madrileño que, en Madrid, ni se le notaba.

Han muerto muchos este año. Empezó mal: con la desaparición de Gustavo Durán. De eso no quiero hablar aquí. Días antes de llegar a París, murió Eli Lotar; días después de salir, Gastón Modot. No tiene gran cosa de particular: cosas de viejos. También han muerto desde entonces Ungaretti, Carner, Elsa. Que muriera yo tampoco sería —siéndolo— cosa del otro mundo. Ni modo. Pero Agustín Caballero era otra cosa; los demás ya no tenían qué hacer, Agustín sí.

Pequeño, delgado, canoso.

—¡Vamos, anda…!

Su amistad misma, sin resabios, sin ningún prejuicio, así, por las buenas: abierto, diciendo —por lo menos a mí— a todo que sí.

El Cabas. ¿Cuántos le llamaban así? Casi nadie: sus amigos más viejos y más cercanos: el Delgas, el Canas, el Salgas… Cumplió un plazo muy corto, sin llegar al cabo.

Todo hombre muere de una vez. Lo que queda ya no es suyo sino de los demás. Perogrullo da esta sentencia, ya que todos hemos de pasar ese vado. Lo atravesó seguramente a pie enjuto, que aquello de Caronte, el río y la barca, queda ya muy lejos. La verdad es que llovía y que la causa fue el resbalar de las llantas sobre el asfalto por mor del agua. La culpa queda muy repartida para muerte tan estrecha. No creo que le llamen a juicio, tendría él más que reclamar que defender; si juez hubiera.

No sé por qué escribo todo esto: por desahogarme, para envolver mi pena en papeles de colores y tirarlo todo, furioso, y pisotearlo. ¿Qué tenía que hacer aquí la muerte? ¿Quién la llamaba? ¿En qué se metió? Ni siquiera vendió cara ni barata su vida; la regaló con un sencillo resbalón. En tierra nada ha de resolver cuando tanto había pendiente sobre su mesa. No entono en su loor endechas tristes —como creo que dice Góngora— que, como toda vida, tuvo sus amarguras. Y en esto salgo a flote de nuevo a estas páginas: amargura de la España que le tocó en desgracia. Porque Agustín tuvo en el alma, por su edad, clavada esa espina años y años, haciéndole rabiar, cargándose de penas que sólo el trabajo y el olvido mitigan. Poco de ello dejó traslucir ni se pudo quitar la máscara. No tomó la delantera, dio con ella sin querer. Labró campos, en muchas semillas está su marca; no pocos reconocerán la huella que derramó; publicó, esparció su hacienda en las mejores palabras posibles. No se las llevó el viento. Al fin y al cabo, en su tiempo, hizo por España tanto como el que más.

Me llega la pena a las entrañas. No sirve para nada. Pero no podré volver a Toledo —tomó fotografías— sin acordarme del Cabas. El parador, el jardín, las flores, algunas piedras. La tarde que se secaba a la luz, formándose nueva de lo ya visto. ¿Quién no ha pintado Toledo desde estos acantilados? Ni los grises ni los verdes del Greco, ni los dorados de tantos otros: el color mismo de Toledo, azul el cielo, como todos saben, y de los tonos que sean, las nubes. Los verdes cercanos, vegetales; los lejanos colores maduros de los tejados, a veces grises los rojos pintones de las tejas, los vivos negros de los huecos de las ventanas y de las puertas —a veces enmarcadas, poco, de cal—. La piedra, la tierra parduzca, como corresponde; los cantos blancos, grises, tintos, amarillentos; y el Alcázar, horrendo, con sus puntas ofensivas contra el cielo sobre su mole desmesurada con el rojo encendido de sus tejas de ayer tan sólo.

Puertas de San Martín, «Capital del arte Mudéjar», especialidades culinarias, blanco de Yepes (generalmente falsificado); no diría tanto del tinto de Méntrida, aunque sólo fuese por el nombre que tan bien suena. Tristes mazapanes condenados a viajar encerrados en cajas de cartón de lo más ordinario. Pero el mejor escudo español, el de la Bisagra.

¿Cómo sería Álvaro de Luna? No voy a hablar, como es natural, de la Catedral. (¡Ay, el rojo del Expolio!).

¡El Tajo! ¡Agustín, el Tajo! El tajo fuerte —que dijo don Antonio—. El tajo que te dio ¿quién?, ¿el agua?, ¿tus manos?, ¿el asfalto? El lugar preciso en el momento justo.

Bien, ya está bien. Pero si no escribiera esto aquí, ¿dónde? ¿En otro cuaderno?, ¿para guardarlo? Éste es un cuaderno y lo guardo.

Sólo quiero añadir esta poesía —así dice— que nos escribió, aquel día 19, tu hijo. Seguramente no descansarás en paz. Puedes venir alguna madrugada, alguna noche. Sacaré la hoja del cuaderno donde tu hijo —que tenía 10, 12 años— escribió lo que sigue:

A Max y a Peua

de su amigo Agustín

LA ROCA

Una roca muda tumbada en el suelo

llora sin hablar.

No puede ni siquiera mirar. Solamente

se expresa con su calor y su forma.

Si fuese oro alguien la querría.

Pero es una de tantas piedras en el

camino y en su silencio nos dice,

«¿Por qué me despreciáis así?». La gente

no quiere más que la riqueza.

A mí me gustaría que todas las rocas

como yo fuesen oro y como oro todo

el mundo se fijaría en ellas. Ni siquiera

me miras; pasas de largo. Pero ahora

me duermo en mi cuna de tierra tapada

por el polvo que arrastra el viento

esperando el mañana que igual seré

despreciada.

AGUSTÍN CABALLERO

No sé si te llegó —¿quién es responsable del correo?— la carta en la que te decía, además de algunas otras cosas sin importancia, que incluiría estas líneas de tu hijo en este libro. Ojalá. Bueno, Agustín, que te vaya bien.

20 de octubre

Me llama temprano Xavier para decirme que cenaremos el miércoles 22, en su casa, a las diez, con Laín y algún que otro académico «para tener el gusto de hablar contigo y nosotros también, ya que nos hemos visto tan poco». Como no he querido entrevistarme con nadie que tenga cierta significación política en pro o en contra del actual régimen, me hace cierta gracia saludar al ilustre doctor, exrector de la Universidad de Madrid.

Mientras P. se va de compras con Lola, voy a visitar al Excelentísimo Señor A. C., embajador de la Z. república suramericana, amigo de tiempos muy pasados que estuvo en México de segundo secretario y luego de consejero y al que encontré años después en París, de Ministro. Es hombre que sabe.

—No, fíjate: las derechas tienen todas las de ganar. No hablo sólo de Hispanoamérica que no es un continente más que para la depauperación, el hambre y la United Fruit, más algo de petróleo, cobre y azufre. Aquí, en Europa, los únicos que vieron claro el porvenir fueron Stalin y Franco. A los dos todo les salió a pedir de boca.

Me mira por encima de sus anteojos, para ver cómo reacciono. Procuro no hacerlo.

—El conservadurismo es la política tradicional de todo el mundo. Tiene todas las de ganar, hoy como ayer y como siempre. El genio de Stalin fue preverlo y el de Franco seguir el mismo camino. Los liberales siempre fueron material para quemar en la caldera de lo que fuese. Como alza llamas, encandila a los niños. El mundo no ha ido, como creían los ilusos —tú y yo, por ejemplo— hacia la izquierda y la libertad. Va hacia la derecha, como el tiempo, y si no fíjate en las saetas del reloj; o el sol: de levante a poniente. Y la esclavitud: libres, los pigmeos; si quieres: los chamulas, o los ignorantes. En el momento en que a los pobres les hacen aprender a leer y a escribir, piensan que progresan y se encandilan. Lo huele hoy la juventud, un poco por todas partes, pero no les va a servir de gran cosa. Reconocer la verdad no es llegar a ella. A lo que vamos es a una humanidad especializada, de robots, de máquinas, cuando más exactas más complicadas, cuando más complicadas más exigentes, cuando más exigentes más enemigas de cualquier libertad. Ahora, los médicos norteamericanos —como no podía ser menos (ya sabes que tuve algunas molestias coronarias)— han inventado unos electrocardiogramas o, mejor dicho, unas máquinas que les registran ¡a distancia! Es decir, que tú andas —creo que hasta un radio de unos treinta kilómetros— y en la clínica o en el hospital la máquina va registrando la intensidad de tus pulsaciones, el ritmo de tu corazón; así que, quieras o no, tendrás naturalmente muy buen cuidado de huir de cualquier emoción grata —las ingratas llegan por sorpresa— con tal de que el médico no se entere y menos las enfermeras. El día de mañana cuando se combine con la televisión y le entren a uno ganas de comerse una chuleta —prohibida, aunque sea asada— aparecerá el ayudante del ayudante del gran Jefe diciéndole autoritario: —¡No!

—¡Qué Correo de Euclides!

—Lo mejor será —ya es— tumbarse al sol y no pensar. Y que nos den de comer.

Por de pronto nos sirven de beber.

—Cada día hay más países subdesarrollados y en ellos —nuestros países son excelentes muestras— la diferencia entre las clases es cada vez mayor, digan o proclamen lo que sea, candidatos a jefes del Estado. Cada día, como dicen aquí, se chupa más del bote de los miserables y como éstos crecen en proporción, vamos como de rayo a una nueva sociedad esclavista del mejor estar. Los pobres se callan porque ¿con qué van a protestar?, y los hippies son todos hijos de chupasangres. Si no ¿de qué vivirían? Tendrían que asaltar bancos como lo hicieron otros hippies antes de que se soñara con los actuales. Ya sabes que en Calanda, que tanto te interesa, se instituyó por bando el amor libre. Ni eso necesitan, en las Baleares, hoy. Además lo hacen con gusto y aquéllos, a puñadas. Pero los anarquistas pagaban con vales y éstos con dólares. En otro orden, igual le sucedió a tu admirado Che. Por cierto que, aunque no te lo creas, representaron tu obrita unos chicos en la Universidad de Managua y acabaron en el bote.

—No será por lo revolucionario del texto.

—¿Cuándo te vas a convencer de que la gente aprende a leer para no hacerlo? Los padres pagan clase de gimnasia, de baile, de karate, de yoga, de pintura, de natación. Los jóvenes —a Dios gracias— no utilizan más que el importe. No hay como saber para no hacer las cosas. Sólo los ignorantes son capaces de algo.

Comida en Maxi, para variar —entre otras cosas, está a dos pasos del hotel— con Javier. Le digo a Sánchez Ventura que por qué no viene, allí mismo, otro día, con Ana María y Gustavo.

—No. Prefiero no ir.

—¿Por qué? ¿Ya no sois amigos?

—Sí…

Vago.

—Algo habrá…

—¡Hablan demasiado bien de los gringos!

Me deja estupefacto: manda a su hija a un colegio suizo; aquí, con las monjas y —por ejemplo— no le pareció mal que Gustavo le pusiera música a El baile, de Edgar Neville. Debe de haber algo más.

A firmar ejemplares de No que saca hoy Cuadernos para el Diálogo, en una librería (Cult-Art, ¡hazme el favor! Me recuerda el Pul-Mex, de Puebla. Prefiero el segundo —una pulquería tal como su primera sílaba lo indica) de la calle de Bravo Murillo, en el sótano, como debe de ser. Parece que han repartido muchas invitaciones. Llegamos, bajamos, cien personas, ni tiempo tengo de quitarme la gabardina; me siento y me pongo a firmar ejemplares. Ni siquiera pregunto el nombre, me lo dan, añado «sinceramente», «con amistad», «agradecido», etc., firmo. Otro. Otro. Otro. Ni siquiera levanto la cabeza para ver a quién le toca el ejemplar. Uno, otro, otro, otro.

Hasta que llega alguno que me toca de cerca: Gloria Fuertes —a quien hice avisar—. Luego, Luis Rosales: me quedo estupefacto, me levanto, flash, foto, abrazo.

—Gracias.

—¿Había sido conocido mío alguna vez?

Luego me enteré que allí había viejos amigos que «no se atrevieron a acercarse». Me doy a los demonios. ¿Cómo querían que los reconociera? ¿Por qué García Luengo, v. gr., no me dijo: soy Eusebio? No lo comprendo.

A las dos horas no puedo con mi alma. Algún periodista —de los periódicos que ya se cansan de tanto ver hablar de mí— dirá, más o menos: «Un anciano medio calvo firma sin fijarse, como si no le importara».

Sí, sí me importa. Pero no puedo levantarme a hacer un discurso.

Todos, muy amables. Lo que quiero es meterme en la cama. Me duele la mano, la cabeza, los hombros, el alma. Pero estamos metidos en un engranaje.

Gloria Fuertes

Este León Felipe con faldas, que me quiere más que León, a veces tan buen poeta como León.

La cuestión es saber si resiste suficientemente para tocar la meta al mismo tiempo que el campeón, para serlo.

No me la puedo figurar como maestra ni como discípula: sólo como lo que es: Gloria Fuertes. ¿Qué comieron sus padres que supieron cómo llamarla desde que nació?

C. de la C.

—Cuando leo —y veo— el renacimiento teórico del anarquismo, me pongo triste.

—Teóricamente, dijiste.

—Sí, pero no puedo olvidar lo que fue aquí hace cincuenta años y durante veinte lo que ha sido después. En el momento en que Primo de Rivera le sentó la mano, no hubo más. Pero contra la República, en la República, contra Azaña y los socialistas, ¿para qué te cuento? Durante la guerra, contra los republicanos y los comunistas. Después nada o casi nada contra Franco.

El que me habla es sevillano, conoció a fondo los bajos fondos y la gobernación de la ciudad. Lleva un nombre ilustre que le puso a salvo, lo mismo que a su familia, conservadora a más no poder. Riquísimo y republicano. Ahora, a los 70 años se alegra de volver a verme. Pasó las guerras en los Estados Unidos donde había ido, en 1936, a estudiar arquitectura. Luego, lo dejó todo. Solterón, por no decir más. Había vivido, a fines de los veinte, en la Residencia de Estudiantes.

—Mi primo, que mandó una brigada mixta de las vuestras, me ha contado horrores. Claro que no son comparables a las que hicimos nosotros. Y digo nosotros porque al fin y al cabo soy de ellos. De vuestro lado los anarquistas hicieron cosas que sólo surrealistas como Péret podían aplaudir con esa buena fe que caracteriza a los que creen en la bondad innata de los hombres, pero ¡qué atajo de asesinos, hijos de puta, estafadores, ladrones y personas honradas!

—¿Con quién crees que estás hablando? Déjalo. Ya lo sé. Seis mil entre curas, monjas y demás gentes de sacristía. No me parecen muchos teniendo en cuenta los que había. Y salvamos, así, por las buenas, a muchísimos más. ¿A cuántos maestros fusilasteis vosotros? Bueno ¿y para qué hablamos de esto?

—Porque ya nadie, aquí, lo hace. Refiriéndome al anarquismo, habrás visto que retoña.

—Aquí, espero que no.

—En Francia, en Italia, en los Estados Unidos.

—Sí, pero no saben lo que dicen. La verdad es que el espectáculo de los países comunistas no es para alegrar el corazón, por bien puesto que lo tenga uno a la izquierda del camino a seguir.

—¿Entonces? Acabarás como la mayoría conformándote con Franco y diciendo: —Lo pasado pasado; «al fin y al cabo no se está mal y lo mejor es aguantarse». ¿No?

—Sabes que no.

Cae de por sí una pausa.

—¿Qué solución propones?

—La de siempre: la imposible.

—¿Cuál?

—La libertad.

—¿Como en los Estados Unidos?

—España no es los Estados Unidos.

—Por eso aquí no hubo nunca libertad. Y cuando se intentó un simulacro, los anarquistas y los comunistas se encargaron de que se acabara con ella.

—¿No hay remedio?

—Ya te dije que no; por lo menos, no lo veo posible.

—Pero las cosas cambiarán.

—A la fuerza. ¿Qué falta para que nos entierren? Nada. Luego… Ya, ¡quita ese chisme! Para chismes, basta con los que decimos sin necesidad de grabarlos.

—Ya no somos niños. Los hombres nacen, crecen, se reproducen, como todos saben. Lo vivo y lo muerto engendran vida. Bien. ¿Para qué? Nadie lo sabe. Lo mismo da la Tierra que la Luna. Aquí estamos. Ignoramos por qué. Inventamos razones por si acaso nos tocara el gordo. Bien vistas las cosas, lo único que es racional en este mundo —con los medios que contamos— es jugar a la lotería. Por eso no juego nunca.

—Te apasionaba la política.

—Bien aplicado el pasado. Ahora prefiero el fútbol. Me parece más lógico matarse por un gol más o menos metido, según las reglas establecidas, por nosotros al Zaragoza. En cambio, las teorías políticas carecen de fundamento, igual que la física, las matemáticas o la medicina. Soy del Sevilla.

Vemos pasar los coches. Espaciados. Las calles, estrechas; el hotel, tranquilo. Ya es muy tarde; estamos solos.

21 de octubre

En los altos del Teatro Real. Escuela de Teatro. Grupo de muchachos —y muchachas, naturalmente—. Ejercicios corporales. Los manda, y con ellos trabaja, un joven cojo de evidente talento y autoridad. Influencias de lo que han podido ver o leer. Como siempre, nada original pero sí —dentro de esa clase de ejercicios donde el teatro va siendo reemplazado por el espectáculo, de la misma manera que la televisión se impone al teatro comercial cobrando una importancia fenomenal—, tratándose de alumnos, un trabajo de excelente calidad. Mas ¿qué representarán? ¿Ante qué público?

Casa de Gerardo Diego. Curiosa. Casi sin muebles, todas las paredes cubiertas, del suelo al cielo raso, de estanterías cerradas que a lo sumo dejan adivinar una serie de paquetes, expedientes, tal vez revistas viejas, envueltas en papeles amarillentos, legajos, cartas en carpetas. Y, delante, un gran mostrador. Abre uno de los armarios, saca un pliego, encuentra inmediatamente un número de Horizonte, me enseña otros papeles de la misma calaña e importancia.

—¿Me los prestas?

—Desde luego.

—Mañana te los devuelvo.

A la vuelta de la esquina, una tienda de copias fotoestáticas. A la media hora tiene su material de vuelta.

Curiosa mezcla de hombre: confianza y frialdad, amistad y distancia. Sí: creacionismo y clasicismo, lo lleva en el alma, son otras dos vertientes de la poesía española, ninguna tradicional, ambas cultas. Gerardo es un hombre culto, bien educado, álgido. ¿Cómo será de verdad? Si por él se supiese sería un gran poeta.

Y he aquí cómo comemos, de nuevo, a los años mil, en casa de Rosa y Jacinto, callos de los que tenía ganas. Están espléndidos; mi estómago se ensancha. Paladeo el chorizo, la morcilla, esa grasa desprendida de las patas de puerco que embebe como nada el pan. Callos a la madrileña, sin más: nada de jamón como suelen ponerle los vascos (tal vez por influencia del tocino que «entra» en las «tripas» francesas), nada de garbanzos como los andaluces —que se llevaron la moda a América—, ni de patatas como a veces añaden algunos también bajo la égida gabacha, que le van bien a la salsa blanquiverdinosa de sus tripas à la mode de Caen.

(Tuve luego una larga discusión en casa de un académico acerca de los callos, menudo, mondongo, pancita, libro, bonete, redecilla, librillo, cuajar…).

Hurgamos la diferencia entre las tripas y los callos en Guzmán de Alfarache cuando habla de los tales, y determina que son «revoltijos hechos de las tripas con algo de los callos del vientre» (el subrayado es mío). Luego las tripas tal vez contengan sólo una parte de los callos, llamados también por los franceses tripes dures. En España, las tripas no se usan para los callos. Callos, según se hagan con garbanzos o no, a la andaluza o a la madrileña, chorizo y morcilla que pueden estar en trozos o totalmente deshechos en la salsa misma. Seguimos en el hotel, discutiendo con otros, a fuerza de cafés, acerca del mismo asunto, que atenaza mi atención y mi gusto, que soy de regüeldo difícil.

¿Qué es? ¿Despojo o jifa? ¿Menudo o gandinga? ¿Grosura o mondongo?, ¿achura o manos?, ¿callos o tripicallos?, ¿doblón de vaca o asadura?, ¿intestino o panza?, ¿epigastrio o peritoneo?, ¿bandullo o duodeno?, ¿asa o colon? ¿Qué tripa se les ha roto? ¿Qué se les ha despancijado a la res o al cordero? (También —dicen— «hay callos de cerdo»; ¡habría que verlos!).

—El libro es la tercera de las cuatro cavidades en que se divide el estómago de los rumiantes. Con lo que «callos de cerdo» cae de su peso. Y volvemos —no hay gran surtido— al libro, librillo u omaso, aleomaso, panza, retículo, redecilla, bonete, cuajo, cuajar, ventrón, bezoar…

—Todo esto: del estómago, joven.

—La gran diferencia está entre el singular y el plural —tripa, que es vientre, y tripas, estómago—. La tripa es una, larga, plegada y replegada; mientras las tripas son —como decía el Panzón— las de las cuatro cavidades de los estómagos del rumiante. La tripa del cerdo y las tripas de la vaca, es decir, los callos. Cómense y, más, comiéronse, las tripas en longaniza —por ejemplo— de cerdo y las más estrechas: de ahí tripillas, excelentes bien fritas. Pero los callos, del estómago.

Como es hora de ir a Casa R., allí seguimos, diccionarios al canto:

—Olvidamos el bandullo —y de ahí la diferencia entre callos y mondongo— porque mondongo —ya en Guzmán de Alfarache— es «intestino de las reses, especialmente del cerdo». Bien. Pero ¿qué dice el Diccionario de Autoridades?: «Los intestinos y la panza del animal (esp. del carnero), rellenas las tripas de la sangre, y cortado en trozos el vientre, que llaman callos, y así se guisa para la gente pobre».

—Con lo que se demuestra lo mal que está el famoso diccionario y que los gramáticos no fueron de mal vivir.

Intervienen las mujeres y aquello no tiene fin.

—Lo mejor sería entrar en la habitación de Eduardito y sacar su zoología.

—Déjalo.

—¿Te das cuenta de lo que cuenta el comer para la gente?

—¡Toma, como que si te quedas en ayunas, la diñas!

Tal vez como consecuencia hablamos de las novelas actuales, de los que hicieron —ayer no más— literatura social. Y de su confusión.

—Lo mejor, si no se van a dar lecciones a Norteamérica, es que, aquí, se hagan eruditos.

—¿Así ves las cosas?

—No veo: sólo huelo.

Pero, por las madamas, vuelven los callos a la superficie. La abuela que se da de muy viajada —y no falta a la verdad— pone cátedra.

—Eso de tripas a la mode de Caen no tiene nada que ver con Normandía, porque ni siquiera le añaden sidra. Se hacen en toda Francia más o menos igual: se lavan, hasta se hierven. La cuestión es que estén muy limpias. Las colocan en una olla de barro, con mucha cebolla, lonjas de tocino, ajo, clavo, chalotes.

—¡Ay, madre, no sea usted erudita!

La anciana se hace la dura de oído. Sigue:

—Unos granos de pimienta negra, yerbas de olor y zanahoria cortada en rodajas. Se añaden patas de puerco para la gelatina necesaria a la salsa —como aquí—; más algo de caldo o vino blanco. Se cubre todo con lajas de tocino. Cierras herméticamente la olla. Como es difícil lograrlo con el barro —o lo era porque supongo que ahora lo hacen con otro tipo de puchero y yo hablo de hace más de treinta años— pura y sencillamente rodeas los bordes de la tapadera con una pasta. Lo pones al horno durante toda una noche —también hablo de las «cocinas» de mi tiempo—. Puedes hacerlo con fuego muy bajo y teniendo mucho cuidado de no destapar la vasija. Las tripas se sirven muy calientes, en platos calientes y aun a veces con algo que conserve el calor del plato, y no lo pierda el condumio.

Nos quedamos de piedra. Se aprovecha, sigue:

—En Francia también, claro, las hacen a la moda de Lyon. Entonces las cortan en trocitos de un centímetro de ancho y cuatro de largo, más o menos, y se saltean en una mezcla de mantequilla y aceite —mitad y mitad—. En una sartén preparan unas cebollas, como si fuesen a hacer una sopa de las mismas, a la francesa. Tanto las cebollas como las tripas deben llegar a tener ese hermoso color tostado del pelo de las mujeres que le gustaban a mi marido (que en paz descanse). Los callos cobran cierta consistencia, como dicen los franceses «crocantes», es decir, que tengan entre los dientes calidad chicharronera. Entonces los viertes en la sartén de las cebollas, les pones un poco de perejil picado muy pequeño y añades una cucharadita de vinagre. Se calienta todo un minuto y se sirve muy caliente.

Se queda tan satisfecha.

Viuda de cónsul que fue muy nuestro; francesa de nacimiento pero española, como no hay dos, «de corazón».

(Los Cantó: tan contentos que daba gusto verles. Vivieron, hace mil años, en la calle Campomanes, en la casa donde nació Julián Templado. Ahora Jacinto nos enseña las muñecas que vende. Le regala una, preciosa, a P. Estoy seguro de que la conservará cerca de ella mientras viva: entra en la familia).

Cena de algún aparato en casa de Paco García Lorca. Gloria Giner tan elegante, tan señora, tan segura de sí como lo fue siempre. Laura resplandece que da «gloria».

—Lo terrible —le digo— es que aunque quisiera volver, no puedo. No me lo impediría nadie. Si quisiera no tendría, supongo, más que pedirlo:

—Me quiero quedar.

Lo más probable es que me dejaran.

—Con mil amores. (Aunque fuese con novecientos noventa y nueve).

—Pero poder no es querer ni el viceversa es cierto. No, no puedo. ¿Qué haría aquí? Morirme. Eso se hace en cualquier sitio, en cualquier esquina, de cualquier manera. Sobra tierra. No puedo. Dime: ¿qué haría yo aquí? No he nacido para comer y beber sino para decir lo que me parece, para publicar mi opinión. Si no lo hago me muero (ahora sí, de verdad). Por hacerlo (no por mi gusto, lo que se hace de necesidad no es precisamente por gusto), por hacerlo me vi como me veo: sin poder estrenar ni en mi tierra ni en la otra que, por derecho, también es mía. ¿De quién la culpa? Aquí, en Valencia (o en Barcelona o en Bilbao), ¿qué haría? ¿Traducciones? Ya no estoy en edad. Es igual que si me dijeras:

—Vivir de las mujeres.

—No por falta de ganas, sino sencillamente porque no podría ser. ¿No hacer nada? ¿Tú crees que soy capaz de hacerlo? Entonces tanto daría Jerez como Casablanca. Podría escribir y guardarlo para mañana —que no vería—; de hecho no hice otra cosa, pero no por mi voluntad sino porque los demás no se quisieron enterar. No por mí. No, no me puedo quedar. ¡Qué más quisiera! Sería la evidencia de que todo había cambiado, de que la libertad era un hecho. Bueno, la libertad, entendámonos: digamos como la que conoció España hace cien años: no pido sino un siglo de retraso…

Carta de una actriz que quería estrenar una obra mía este año

«Ya no puedo más. Tiro la esponja. Me voy. Me rajo. Me han prohibido todas las funciones que he presentado para la próxima temporada. Llevan a las Cortes un proyecto de ley para vagos y maleantes (llamada de “peligrosidad social”) en la que me citan en todos los apartados. Me han prohibido toda reunión y lectura pública en el teatro y le han dicho al ayudante que no dejarán pasar por la censura, el año que viene, ni Santa Teresa, de Marquina. Así pues me voy. Me rajo. Actuaremos en París, en marzo. En Italia, en el festival internacional de Roma y en Milán; Bélgica, en abril, y Alemania, en mayo, y luego América…», —dices.

Te contesto:

Que una compañía de teatro español vaya a América, no es nuevo, Montse querida. No te preocupes y hasta es posible que vuelvas cargada a más de laureles, de algo de oro, porque pasó el tiempo en que las galeras eran atacadas por piratas, como en cualquier otra parte. No te preocupes y, a pesar de que el nacionalismo hace estragos allí como aquí, en México podrás representar lo que te dé la gana. Sin contar que, por otra parte, el repertorio que llevas no es para asustar a nadie.

Lo que sí quiero dejar en claro, aunque sea para incluirlo en el librito que sabes, es que no tendré más remedio que hacer constar la libertad de que gozáis, y lo bien que está el teatro español de hoy. Nadie más que yo —es darme ínfulas— ha tenido el teatro por lo que vale y por lo que representa (dime qué teatro tienes y te diré quién eres). No por lo que puedan escribir sus autores, sino precisamente por lo que ofrecéis, vosotros los actores, a los espectadores, sea el autor de donde sea, muerto o vivo, anónimo o conocido. ¿Qué es el teatro de hoy en España? Sí, los clásicos, ¿por qué no? No le hacen daño a nadie. Tampoco le dan dinero a ninguna empresa a menos de rehacerlos de tal manera que no parezcan lo que son. Ahora bien, para representar clásicos como deben de ser, está el Estado, que tiene otras cosas que hacer, sobre todo en Madrid.

Hablemos del teatro contemporáneo: ya nadie va a montar en serio a Echegaray; pero ¿quién pone en escena, hoy en España, Electra? Borrado Galdós, fuera Benavente que sólo se administra con cuentagotas ya que no se portó como debía en época trascendente (¡si lo sabré yo!), que Muñoz Seca es sopa pasada; Jardiel, Mihura, y Pasos a todas marchas: Paso cadencioso, Paso militar, Paso de ataque, Paso de comedia, Paso de garganta, Paso ligero y grave. Todo es cogerlo. «Bueno, no; Paso, sí». De los demás ni hablar. ¡Ah, sí! Casona, sí. Buero, no. Y Sastre ¿para qué hablar? Los hay de piso y de portal, de escaparate de ropa hecha y sobre medida. Pero ¿Sastre en el escenario? ¡Habríase visto! No, no se ve. Sólo faltaría Max Aub. Ése ¿quién es?

Conste que no quiero hablarte de los teatros de «Arte y corre que te alcanzo», esos de una noche y gracias, porque no es teatro sino juego y cuando te enteras:

—¿Ah, sí?

—¡No me digas!

—No lo sabía. ¡Si lo llego a saber! ¡Si me hubiese enterado!

—¿Cuándo?

—Ayer.

Entierros.

—Le acompaño en el sentimiento.

—De veras: no me enteré.

De veras. Y luego hay quien dice que hay buen teatro en España. De veras, y conste que yo he defendido trocitos de los Quintero y de Arniches, en sus nichos, en su tiempo. No hablo de mi teatro, que ya tiene largas barbas y peina canas y murió sin haber nacido. (Hace unos años, unos estudiantes, llenos de buena voluntad, representaron en Madrid —y otros en Barcelona— unas obras mías impresas en 1927 o 1928, y el gran crítico que asegura que hoy hay tan buen teatro en España —Santa Lucía le conserve la vista— escribió —con perfecto conocimiento de causa—: «Parece una obra escrita en 1928». ¡Qué olfato!).

¿Qué teatros hay hoy abiertos en Barcelona o en Valencia si se les compara, aunque sólo sea en número, con los que existían en mi tiempo? ¿Dónde Enrique de Mesa, Enrique Díez-Canedo, Melchor Fernández Almagro escribiendo sus críticas en la esquina de una mesa de redacción o de café, después del estreno, para que los lectores se enteraran a la mañana siguiente? ¡Oh triste teatro español! Ejemplo digno de lo que es la nación, aunque no quiera. Porque las playas o los restaurantes pueden engañar a cualquiera, pero las representaciones y los cómicos no. Los bares pueden ser mayores que en París, los guardias más altos y más lucidos que en Londres, pero si pagas tu butaca, ves lo que te dan. Ya lo vi. Claro que si te gusta reír después de cenar lo mismo puedes ir que quedarte en casa, ver la televisión o que tu marido te haga cosquillas donde más gusto te dé. Todo es perfectamente legítimo. Pero no hablemos de teatro. Saquemos a relucir el número de coches, la futura industria. El teatro universal no es actualmente nada del otro mundo. Ni Pinter ni Dürrenmatt ni Ionesco ni Beckett ni Usigli ni Miller ni Buero ni Genet ni Weiss son lo que fueron —tal vez lo serán, como Grass y Leñero— Tolstoi, Ibsen, Strindberg, Shaw, Gorki ni Giraudoux ni O’Neill. Nada tiene de particular y más si se acuerda uno de don Guillermo, aquel del Globo. Pero hoy puedes ir a Berlín, a París, a Londres, a México —sí a México—, y el teatro que puedes ver no se puede comparar con el de Madrid: Madrid está metido en una hoyanca, en un hoyo al que no se le ve salida. Cuando yo tenía tu edad, estrenaban —mal o bien, pero estrenaban— Valle-Inclán, Alberti, García Lorca, Casona (y otros que no dieron más de sí como Claudio de la Torre, Valentín Andrés, López Rubio, Ugarte, Masip que tenían, el 30, mi edad) y hubo La Barraca y Las Misiones Pedagógicas; eso sí: no había tanta industria ni mucho menos tanto turismo. (No tiene que ver, créeme: tampoco cuando Lope o Tirso). Todo es incomparable con la España actual si de paradores y de bares se trata. Pero en Barcelona se estrenaba cada semana, o cada quince días, una obra que más o menos valía la pena, aunque fuese en catalán. Pero ¿hoy? Ni tú siquiera puedes montar una obra de Brecht que murió, ¿hace cuántos años?

¿Qué les costaría a las «autoridades» darse cuenta de que ahí andan con el culo al aire? ¿No sientes el frío que sienten en las nalgas? Yo sí: lo mismo les da. No te pago con esta oración fúnebre, entre otras cosas porque no lo es. Si un pueblo siente correr su sangre por las venas no deja nunca de tener, en algún momento, el teatro que le corresponde. Tuvimos a Cervantes y a Lope, a Calderón, un mal siglo XVIII y a Moratín, las semillas de la ópera —como nos correspondía en el XIX— y a Galdós y a Benavente, tan representativos de su tiempo, y el teatro de García Lorca que fue el de la República, lleno de esperanzas, que apuntaba más alto, duro, en La Casa de Bernarda Alba, pero lo mataron al nacer. ¿Luego? Casona se empeñó en no enterarse de cómo era el mundo en que vivía. Yo hice lo mismo, desde otro punto de vista, y me salió peor. Y España no ha salido del Paso. Al público le basta. Y es lo malo. Triste España, tan satisfecha de sí. Te tienes que ir, Montse, preciosa. Que Dios te guarde para una España mejor, digan lo que digan esos que se humillan y olvidan sembrar.

Ya sabes que te quiero, y también a tu marido. Así de liberal le hacen a uno los años.

M. A.

Algún día, quizá, te den permiso para representar alguna de mis comedias. ¿Qué les hice? ¿Qué les hicieron? Hasta son morales y aleccionadoras. Te juro que no entiendo lo que sucede. Ven a explicármelo. Eso de entenderlo puedo si no hacerlo, intentarlo: no hablemos ahora de España sino del teatro donde va la gente. El de tus padres, no digamos de tus abuelos, ha ido a parar —aumentado, para su mal, como las familias numerosas— a la televisión. El teatro ha venido a espectáculo. Mira Las Criadas, de Genet, que ha representado en Madrid —y por ahí, con tanto éxito— Nuria Espert. Ha sorprendido porque su director, al día, ha convertido una obra «académica» en un espectáculo. Hoy, el teatro es cosa del director y de los actores (tal vez por eso Pemán y Paso ¡cuántas P.!, han vuelto a las tablas). Los actores, y eso Brecht lo vio claro, deben no sólo saber hablar sino cantar, bailar, hacer circo y, ahora, improvisar. Al fin y al cabo no es nuevo: los tablados de las ferias y el buen vino vieron otros costales levantar las piernas, y ¡títeres!

22 de octubre

José Francisco Aranda, que ha terminado un Buñuel para Lumen. Ha trabajado en él años, al azar de encuentros y películas. Dice que el propio Luis ha revisado el original. Supongo que ha quitado las notas que puso, hace años, a la edición francesa de su ensayo que están muy lejos de la «verdadera» verdad. Le digo que Esther me ha prometido el envío de pruebas. No le hace gracia. Allá él. Su estudio anterior tiene errores. Dice que los ha corregido y, sobre todo, que el oso ha leído el original. Lo que demuestra hasta qué punto desconoce a nuestro hombre.

Me cuenta cosas de Zaragoza.

Aunque parezca mentira: otra entrevista.

Calle de Atocha, 81, en el quinto piso (¡cómo no!), Rosario y Fernando. Fernando González. La casa y el ascensor, como no es tan natural, de la misma época. Tal vez, seguramente, la casa más vieja y el armatoste subidor, de nuestra edad. Ya dije que Fernando —ese canario de nariz corta y versos como los que allí nacen— no ha cambiado nada: esas gentes de color café con leche, que debe ser el original de la humanidad (los blancos, degenerados; los negros, velados del todo), conservan su apariencia ineluctable más tiempo que nadie. En la calle, sigue con su sombrero y su bastón como para demostrar que no ha pasado el tiempo. Rosario está en casa, es de su casa, es su casa. La mantuvo lustros con sus puños. Libros y papeles por todas partes: lo que es normal, pero son libros y papeles de nuestra época: Proust, Gide, Cocteau, Cañedo, Unamuno, Azaña. Libros y papeles (periódicos, recortes, pliegos, archiveros) en todas las habitaciones. En cambio, en el pasillo (invadido en casa por los volúmenes americanos) sólo hay muebles y cuadros «para no oír gruñir a la muchacha que se asusta de los depósitos de polvo». Basta la sala con sus sillones y sus libros para volver atrás como si fuese mañana.

Pasamos unas horas absolutamente como en casa, como casera fue —¡alabado sea Dios!— la comida: huevos y carne.

Fernando: nada vuelve, nos vamos y tampoco pasa nada. ¿Para qué dejar recuerdo? Nos borramos. Quedas, para mí —y para no pocos— mas ¿quién ve lo que vemos adentro? Fuera, tal vez, un día se descubra el pasado, por la TV.

José Luis Gallego

Han sido muchos años de cárcel. Me está agradecido —tiene el buen gusto de no traerlo a cuenta— por lo que de él dije en mi Poesía española contemporánea. Me trae un libro inédito, unos sonetos publicados hace poco. Pero no está. Parece que le hayan sacado de su lugar. Sigue escribiendo poesía de buen peso pero ya no es la misma. No se escribe en una mazmorra —acechado por la ceguera— como en libertad, por poca que sea.

Me conmueve su abrazo. Pero ¿qué más? ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más puedo por él? Porque mi deseo es, como con tantos otros, no sólo volverle a ver sino —a ser posible— ayudarle. Nada puedo, ni lo puede remediar ni rey ni roque. Hablamos de Elena. Todos los que la vieron la quieren. ¿Por qué me voy a extrañar? No sólo porque es mi hija.

—Lo verdaderamente terrible de lo sucedido en la península (incluyendo Portugal, por necesidad) es que los años han conseguido echar abajo no pocos males de las dictaduras. A ojos vistas. Desde el momento en el que el tiempo destruye cierta idea de la libertad lo arbitrario viene a ser corriente y aceptable para los demás. Tan pronto como Salazar o Franco traspasan otro lustro se borran indignidades; los más aceptan la realidad sin ponerse a sopesar si la moral entra o no en juego. Ya sólo tiene valor subsistir, como sea. En las cárceles o presidios sucede —un casi del tamaño que quieras— lo mismo.

—Con cierto sectarismo.

—Sin él no se va a ninguna parte.

Llegan otros. Se habla de la futura crisis. El suspenso sigue su marcha: todos llenos de esperanza (los del régimen) de despertarse ministros.

Luis de Pablo. He aquí un hombre inteligente. No se encuentra todos los días. Además, simpático. Paso una hora muy agradable. Sin contar que el par de discos que de él conozco son muy de apreciar. Más su visita.

Cena en casa de Xavier. Cuatro académicos: endilgan horrores del pueblo español; maravillas del cielo y de su suelo. Lo demás, asqueroso; como si ellos no formaran parte de él, o no hubiesen contribuido a moldearlo tal y como se ve. Chistes, chistes. Los mismos más o menos que al mediodía, pero estos —quieras que no— aristócratas de la oposición, refugiados del 36 en embajadas o en Falange se desfogan ahora contra los regentes y el pueblo de los que son tan responsables como los que medran a costa de la conformidad de los más.

Puntuales; tal vez porque los anfitriones han estado tantos años en Inglaterra; la cena normal en estos casos; los vinos de buen año. Únicamente me sorprende la disposición de la mesa, me sientan en el lugar menos destacado cuando hace relativamente poco, en Londres, en situación parecida tenía, tal vez como animal extraño, derecho a la derecha de la señora de la casa. Ha pasado tiempo, saben más de mí que los demás, y el «qué dirán», aun en condicional, puede revolotear entre los Rosales y los Lucas de la familia y llegar a más altos lugares. Además lo que importa son los chistes y los chismes. Cualquier cosa menos hablar en serio.

Frente a mí, Claudio de la Torre, tan resignado, sin parecerlo. Tan atento, tan fino, tan bueno. ¿Qué puede hacer? ¿Qué actitud tomar? Tan bien educado ayer como ahora, callado. Él, a quien nadie perseguía, y que tuvo que refugiarse en una embajada y pasar allí toda la guerra, por su familia política. De todos modos, de los menos hechos para los tiempos que nos tocaron. Calla, o dice que no sabe, que no se acuerda. Con el corazón tan excelente como sus maneras tampoco estaba hecho para «lo otro». Hombre de paz y de fiar, ¿qué pensará de este mundo en el que le ha tocado moverse? Tal vez no se atreva a decírselo ni a sí mismo.

Quizá, con los años pasados, sea otro; no lo creo.

Este elegante Laín que toma su café con tanta distinción, sonriente, el que llama a los egregios del fin del XVIII «los miméticos ilustrados españoles», deja continuamente transparentar, con todo y su admiración por los componentes de la generación del 98, su educación católica y falangista, a pesar de sus desengaños. Algo falla y chirría en esa generación de los arrepentidos. Tal vez su fracaso —su doble fracaso— que los pilla como arena tirada en un engranaje. No acaban de funcionar cabalmente. Herederos de los «servidores de la República» no sirven a nadie y para nada; para tapar un hueco, un eco que todavía corre a lo largo del Manzanares. Políticamente, ante todo, les falta clientela, duermen sobre sus laureles impresos, pasan mala noche y paren hijas.

Nadie me pregunta por nadie. Nadie manifiesta el menor interés por verme otro día, por preguntarme acerca de lo que sea. Les tiene sin cuidado. Esperaba algunas preguntas referentes al residuo de españoles emigrados, sus hijos o México. Ni una palabra. No contamos. Lo sabía, pero a tal punto elevado el desinterés por estos que casi tienen mi edad… Y es parte de la nata de la oposición: sólo les importan los tejemanejes parderiles.

Ni Claudio siquiera nos dice: —Nos tenemos que volver a ver. O: —Tenemos que hablar.

No, sino:

—Tanto gusto.

—Tanto gusto.

Bajando, en el ascensor y en el zaguán, todavía, algún chiste. Ninguno se ofrece siquiera a acompañarnos al hotel y hacer más íntima la charla durante un cuarto de hora.

Y no puedo decir «con su pan se lo coman». Me duele su inconsciencia, su alegría, sus tragaderas, su manga ancha, su conformidad. Todo les tiene sin cuidado, acomodados. Seguramente —¡tan inteligentes!— tienen sus razones y razón. Mirarse en el espejo y no verse, sin estar ciego. Ni Claudio siquiera…

Suponiendo que no saldríamos a horas imposibles —para Madrid— me cité con A. en el café Gijón (ya no hay «cafés literarios»; sólo lo son para los que allí tienen sus tertulias y postinean de escritores). Le cuento la cena.

—Vamos por partes. Hablemos de los traidores. Es un asunto que tengo bastante bien estudiado. No es tan fácil; ni hay que fiarse de los diccionarios. ¿Es traidor un hombre machacado, día tras día, en una celda, arrancadas las uñas, o metidos unos palillos entre ellas y su carne, retorcidas las partes, colgado de los pies o las muñecas, de los dedos gordos, sin dormir días, días y noches y que acaba diciendo lo que sabe? ¿Es traidor el que calla dejando que violen a su mujer? ¿Es traidor el que habla porque van a matar a su hijo?

»Hay traidores y traidores. Traidor, el que lleva a cabo su acto porque cree servir al que va a triunfar. No hablo del profesional, del que cobra para cumplir su oficio: un trabajo como cualquier otro; tal vez no muy lucido, ni para andar de aquí para allá con la cabeza muy alta y que, a veces, juega malas pasadas. Tampoco un espía de verdad es un traidor porque, además, se juega la vida y el traidor, generalmente, ejerce su oficio para salvarla. Traidor, algún conocidísimo nuestro que cobra como profesor en Madrid y catedrático en México; allí lame los zancados del Rector y aquí juega con los nietos de Franco. Traidor, algún otro, amigo de músicas, que se dedica allá a halagar el régimen que combatió con otras músicas y que varía, ahora, por otras más de su gusto.

—En un compositor, las variaciones…

—Los policías, los soplones, los inventores de mentiras, los que viven de trampas, falsean el peso, tienen dos caras, cubren su corazón con malicia, serán engañadores, tramposos, monederos falsos, fisgones, pero no traidores. La realidad es corta, los traidores —para nosotros— son de nuestra edad o de la de nuestros hijos. Cuando Baroja, triste, exclama: «¡Qué mal hemos quedado los del 98!», no se tiene por traidor. No, no lo es. Ni Azorín, ni Maeztu, ni Unamuno, ni Manuel Machado. La edad ha hecho lo suyo. Piensan de manera distinta a la de sus años mozos pero no para su provecho. Fueron así. Su evolución, normal: de anarquistas a callados. Ortega murió esperando no se sabe qué, mientras Pérez de Ayala se dejó vencer por la familia. Pero ya viste que Cañedo, Moreno Villa o Juan Ramón y los de nuestra generación cumplieron como buenos, con contadísimas excepciones. Siempre dejo aparte a los que eran falangistas antes del 36. O murieron bien o se aguantaron en la cárcel o los desterraron condecorados si estaban del otro lado. Que Eugenio Montes fuera republicano el 30 no quiere decir que lo siguiera siendo el 36. Catolicón fue siempre Gerardo. Ni modo. A los que no perdono es a esos cabroncillos —que no nombro— que estuvieron de boquilla con nosotros para volver la casaca en seguida que nos vieron perdidos. Si no fuesen intelectuales, lo mismo daría. Lo han hecho miles y con su pan y el de los demás se lo coman; pero, lo repetiré hasta morir, para mí un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales: no por ser arquitecto, ingeniero o periodista va uno a ser intelectual si así es su manera más natural de ganarse la vida. Ahora bien, que una persona que tiene una idea de cómo debe organizarse decorosamente el mundo, pase al servicio de sus contrarios porque así supone que se puede beneficiar materialmente, me parece peor que despreciable, son viles, son asquerosos, son cobardes, son alevosos…

—Calma.

—No pido héroes —lejos de mí esa funesta manera de figurarme el mundo— pero entonces, que permanezcan aparte. Conste, por ejemplo, que no tengo ningún aprecio por la obra de Marías pero, como persona, me parece respetable; lo que no puedo decir de tantos otros que conocemos. Nada tuve ni tengo contra Ledesma Ramos, Giménez Caballero, Luys Santamarina o Xavier de Salas —hablo de mis amigos— camisas viejas: fueron fieles. Ahora bien, una vez más, frente a los que endosaron el uniforme contrario en vista de los resultados, hablaría y no acabaría. Ya sé: depende de la edad, de la que tuvieron; de su ambición, sin contar los que —el 44 o el 45, el 54 o el 55— creyeron que el régimen podía irse a paseo y quisieron adelantarse a los posibles acontecimientos y si no se proclamaron republicanos por lo menos sí liberales y nos llenaron de elogios… Luego vinieron los tecnócratas. Contra ésos tengo poca cosa: no habían nacido cuando pudieron escoger y tienen la cabeza llena de hilos y de números. A los del Opus —¡quién sabe!— ni les conozco. Los jesuitas, los dominicos parece que han cambiado y no poco, pero, en el fondo, no me fío…

—¿Y los comunistas?

—Estoy hablando de los que estuvieron en contra de la República.

—Estuvieron.

—Hace demasiados años para que uno se acuerde.

—Los anarquistas…

—Molieron. Pero los escritores no nos podemos quejar: como modelos fueron extraordinarios. Lo que hagan en su casa, allá ellos. Por fuera; de aspecto, tienen un carácter bárbaro. Pero los buenos, que los hay, no suelen ser desleales ni falsos ni mentirosos. Asesinos, sí. Pero ¿quién no lo es?

—Habla el autor de Crímenes.

—No lo niego. No podría hacerlo. Pero esto nos ha llevado muy lejos de lo que estábamos hablando: los felones.

—Fernando VII.

—Si quieres.

—El hombre está hecho —se ha hecho— de tal manera que no puede decir nunca la verdad sin dejarse algo en el tintero.

—¿A qué se debe, según tú?

—Al que contara, por lo menos con sus nombres, apellidos y señales, exactamente, lo cierto de sus amores, deberes, amistades, a ése le tacharían, posiblemente con razón, de traidor, porque hablaría con su sola boca y desde un solo punto de vista y así, quiérase o no, a la fuerza, se deforma la vida. En los días de un hombre juegan centenares de miles de factores, más numerosos a medida que sea más inteligente. ¿Por qué contar las cosas que sé de las personas que tengo en más y de las que estoy enterado precisamente porque tienen confianza en mí o porque las quiero? El buen callar empieza, queramos o no, por uno mismo. Callar sería lo mejor y lo más cómodo para todos. Pero existen los contratos —sociales o no— y las ganas de ser percibido. Uno habla siempre para los demás. Mejores o peores todos somos escritores u oradores. Generalmente, la mayoría: para matarlos. Pero no suele escogerse bien a las víctimas.

—Estás cayendo en tu defecto de siempre.

—Es la rutina, que el tiempo no remedia. Y vamos a parar en manos de los eruditos, pero tan calvos que ya nadie nos conoce o, a lo sumo, no nos importa. Sin contar que, para entonces, la mayoría ya dio en el olvido de la fosa común.

—¿También los traidores?

—Alguno se salva. Lo que no hay que hacer es confundir a los traidores con los hijos de puta. Éstos no traicionan: delatan, que no es ni mucho menos lo mismo. Generalmente, el hijo de puta trabaja gratuitamente, por gusto de fastidiar al prójimo y más si es persona del aprecio ajeno. Resentido, acomplejado, frustrado, no suele escoger; ataca a ojo o a ojos cerrados con tal de permanecer desconocido, a menos que pueda recoger aplausos; ni siquiera beneficios. El traidor puede tener ideas; el hijo de puta es puro sentimiento.

23 de octubre

A casa de «Dominguito», a las once. Último piso de una de las primeras casas de la calle de Ferraz. Allí, enfrente, estuvo el Cuartel de la Montaña. Enorme solar. Tierra de Madrid desconocida para mí. De pronto se descubre todo un lado del Palacio Real. Y ahí el Campo del Moro.

Dominguito

Domingo Dominguín. Plenitud de vida. Rosado. Simpático hasta donde más no se puede, amable, dispuesto a todo. ¡Qué lástima no haberle encontrado antes! Vamos a ir a comer y a los toros el sábado, en San Rafael, y a los toros, el domingo, en Vista Alegre. ¡Y pensar que nos vamos el jueves de la próxima semana!

Como es natural nos ponemos a hablar de Viridiana. No es éste el lugar para traer a cuento tanta complicación.

Su mujer, que da gusto ver, sus hijos. Muchos libros. Me lo habían dicho todos:

—Es el hombre más simpático que anda por el mundo.

No sé cómo se las arregla o, mejor dicho, me lo figuro: por el nombre y la figura y la familia y su importancia como empresario y su mano izquierda; pero el hecho es que todos conocen sus ideas políticas, todos saben cómo ayuda a quien lo merece, y nadie le molesta; o no lo parece.

Pasamos por el monstruo y por Concha y vamos a comer a Lhardy.

Maravilla: siesta. Luego viene el Barbitas y unos jóvenes.

Estos poetas y novelistas y críticos realistas que llegaron a la madurez de su juventud hacia 1955 fueron tronchados por el XX Congreso y por las revueltas antisoviéticas pero no se dieron cuenta —o tal vez sí— de su fin hasta mayo de 1968. Tal vez podríamos llamarla ya «la generación de la Revolución Cubana…».

—Quedan en pie —naturalmente— García Márquez, Vargas Llosa, Paz, Cortázar, Fuentes, Juan Goytisolo; algunos más, no muchos ni con gran bagaje. Ahora, para los estudiantes, vuelven los veintes (y los inmediatamente anteriores, pero los conocen mal). Quieren vivir como les da la gana, sin obedecer más que a su gusto y armar escándalos. La política no les interesa ni la patria ni la familia (¿no os suena?) pero no se levantan como León Felipe, al contrario: quisieran no tenerlos (ni una casa, ni una piedra…), que no los hubiese: un mundo libre y sin fronteras ni guerras. Creen que lo puede ser y lo demuestran hasta donde llegan sus escasas fuerzas. Suyos son la música, el amor, el opio; que no es poco para morir. Pero quieren vivir. Para ellos la gran cosa sería creer en Dios aunque no lo hubiese. En general, no se acaban de decidir y se quedan a media vela, ignorantes, miopes, atontolinados, tumbados al sol, haciendo el amor y esperando que les juzguen. Es una generación simpática, que no se preocupa del pasado ni del porvenir, que quiere dejar a todos en libertad para que piensen y hagan lo que quieran. Todos —naturalmente— han nacido después de 1940. Éste en 1950, éste en 1951. No es nuevo. ¿Quién no ha tenido 18 años? Lo malo es que los hemos vivido —hasta los nacidos en 1939 o casi— revueltos en algo palpable: la guerra, las colas, el hambre. No fue el caso de los que vinieron al mundo, como tú, alrededor de 1900. La primera posguerra —Rusia aparte— fue buena de vivir, se quería y se podía ser revolucionario del todo. Hasta fascista. Después nacieron los rebeldes de mi edad formados por la guerra fría: los fracasados de hoy. Volver a inventar el surrealismo, más las fibras artificiales; el jazz, más la electrónica. Ahora, por lo menos para mí, la ignorancia se ha convertido en un bien. Los jóvenes no quieren inventar nada sino seguir la moda pero que la moda no la impongan los modistos sino ellos, a su comodidad y gusto con tal de hacer lo menos posible. Aunque no te lo creas todo este collar de cuentas dispares es una justificación —que no tengo por qué darte— del por qué comprendo que hayas aceptado escribir un libro sobre Buñuel.

(No me había dado cuenta pero, tal vez, es verdad. Me explica por qué, a veces, retrabajando los problemas de mi juventud, no siento el peso de los años y me olvido de tantas cosas).

—Se habla de rupturas. Es muy fácil. Es un biombo. Hablan de ruptura con lo anterior —claro, ¿cuál otra?— como si fuese temporal, de generación a generación, cuando se trata de una ruptura vertical, que existe, que vive, que está ahí desde hace más de medio siglo: la del mundo comunista y la del capitalismo, con ese gran y oscuro fondo del Tercer Mundo que influye como cualquier background, desde principios de siglo: el «Gran Hotel de Ambos Mundos»: el jazz, el arte negro. (Bebe un trago). Cuando se considere lo que pesaron en el arte del siglo XX, asombrará el resultado. Ahora hay que añadir el opio —como si fuese nuevo— o la mariguana, como si la hubieran inventado ayer. Es ridículo. Lo curioso es que suceda esto en el tiempo de la racionalización más racionalizada que nos lleva, sin duda alguna, al desastre. Y en los tiempos de la «descolonización».

—No es cierto —dice otro—. Nunca ha sido la literatura más política que ahora —hablo de nosotros los jóvenes de veinte a treinta años—, lo que sucede es que no es ni se parece a la vuestra; no canta a Stalin ni a Kruschev, por hablar sólo de los muertos.

—Kruschev no ha muerto.

—¿Quién te lo ha dicho? Tal vez no lo han enterrado todavía, es otro problema, sin importancia. Pero, a lo que iba: nos preocupa la política, pero no la vuestra. Nos importa relativamente el Vietnam, los negros. Al fin y al cabo, Franco nos tiene más o menos sin cuidado, no el Che; y eso que ya muchos empiezan a estar de él hasta la coronilla. Todo tiene su tiempo, en su tiempo. Vivimos al día, pero para vivir así lo primero que tiene que importar es, precisamente, la política. ¿Que empleamos otras palabras?, ¿otras imágenes?, ¿otra manera de representar? ¿Que los alejandrinos nos tienen sin cuidado? Bueno… No podemos saberlo todo. Vosotros tampoco, a pesar de que ya sois viejos. ¿Que no pertenecemos a ningún partido? ¡Qué bien! ¿No es una manera de pertenecer a uno? ¿Cómo vamos a pertenecer a un partido si lo que queremos precisamente es no obedecer? Anarquistas, sí, pero ni de la CNT ni de la FAI; ni atados… La organización de la desorganización sólo podía dar la desorganización de la desorganización, y arrambla para adentro, que todo es mantequilla…

—Claro que sí; a la gente le importa un pepino la política. Pero ¿no ha sido siempre así? —Cae de las nubes otro, volviéndose.

—No —digo.

—Sería entre vosotros.

—¿Cómo entre nosotros? Ahora, en parte, es moda pero también precaución. No pocas cosas nos han enseñado a ser cautos. Pero si sabes leer los libros de los de nuestra edad verás que están tan politizados o más que antes. ¿Que no nos llevará muy lejos? ¿A dónde os llevó a vosotros?

—¿A dónde os llevará a vosotros?

El barbón, de cuarenta y cinco años, está fuera de sí. Los demás, mucho más jóvenes, no lo toman tan a pecho. Se tienen que marchar, por sus quehaceres, pero se queda uno, en espera de un valenciano amigo, que tardará media hora. No tiene treinta años. Abogado. Diplomático frustrado, casado con una joven, guapa, italiana —a lo que me enseña— empleado en una compañía de capital francés; gana decorosamente su vida. Una hija de dos años. Vive en una casa que le satisface. La organización comercial en la que sirve le da un coche y paga su mantenimiento. Es amigo de un sobrino nuestro —de su edad—. Se tiene por «hombre liberal» y aun «de izquierda». Tal como dice «ha viajado mucho». Habla bien francés e inglés. Me limito a reproducir la conversación para aprovechamiento de propios y extraños. Coñac en mano, le pedí permiso para grabar nuestro diálogo. No tuvo inconveniente, volvió atrás:

—Hablábamos de la Universidad.

—¿En qué año acabaste?

—En el 63.

—¿Desde cuándo?

—Empecé en el 58, en el curso de 58-59.

—¿Qué te pareció, entonces, la Universidad?

—Bueno, como estaba diciendo, me pareció que la Universidad de Madrid no daba una suficiente formación, sino que simplemente daba una acumulación de datos, en algunos casos. Entonces, antes, me preguntaba José María si yo no creía que precisamente la Universidad tenía que dar una visión más amplia y más profunda. Y yo le contestaba que, efectivamente, la materia que sea debe enseñarse con profundidad, situándola dentro de un contexto mucho más amplio, es decir, dentro de una visión mucho más universal (por eso es universidad). Sin embargo, sólo encontré tres o cuatro profesores que intentaron hacer eso, con más o menos éxito. José María me preguntaba, antes, que si eso… (Se pierde, vuelta): Bueno, la manera de reaccionar de los alumnos ante eso. Yo decía que había reacciones de dos tipos: reacciones de tipo individual, que lo único que hacían era a un nivel puramente personal, el tratar de llenar esa laguna mediante una formación que ellos se buscaban particularmente, y una reacción de tipo colectivo pero ya, quizá, más confusa y con muchas más implicaciones: no sólo desde el punto de vista de la educación, de la formación, sino con unas implicaciones de tipo social, de tipo político, en muchos casos falsamente político. También me preguntó si yo no creía que tenía esto una intencionalidad política. Es decir, que el gobierno lo había hecho intencionalmente al formar así a la juventud. Entonces yo le dije que no le sabría contestar. No lo sé.

—Lo que quisiera saber es ¿cuál es tu posición, tú, hombre de veintinueve años, frente al gobierno español? ¿Qué piensas del gobierno español? ¿Te parece bien o regular o mal?

—Regular. Es decir, pienso que, efectivamente, la estabilidad que hemos tenido sí ha hecho progresar al país. Quizá no todo lo que fuera necesario que hubiese progresado, pero se ha progresado en bastantes cosas. Para mi gusto, quizá como todo el progreso del mundo, un poco superficialmente en muchas cosas. Yo encuentro, por ejemplo, que la investigación ha estado muy abandonada y creo que eso es fundamental para un país. Entonces, en cuanto al régimen político, yo creo que se ha llevado una política bastante astuta aunque, a veces, perjudicial; que es desprestigiar a todo lo que no sea del régimen. Eso es lo que yo pienso, en cuanto al régimen, ¿no?

—Más o menos se puede decir lo mismo de cualquier país.

—Bueno, no. Desde luego, en España no es absolutamente igual al no ser un estado de derecho. O sea, es un estado de derecho hasta cierto punto, ¿no? Pero hay muchísimas diferencias con otros países. Es decir, nosotros tenemos en la cultura, dentro del país, un vacío tremendo en estos años.

—Bueno, pero ¿te diste cuenta de eso en la universidad o únicamente desde que empezaste a salir de España?

—Bueno, realmente he salido de España desde muy joven. Desde los catorce o quince años, y he salido bastante. Y entonces yo de esto me había dado un poco de cuenta. Pero ahora cada vez me doy más, ¿no?

—Pero a pesar de todo ¿crees que en España se vive muy bien?

—Bueno, en España se vive bien. Hay una gran mayoría, yo creo, que vive decentemente. Y hay unas gentes que viven francamente mal.

—¿En qué país del mundo no sucede lo mismo?

—Bueno, por esto yo no veo la gran diferencia en cuanto a nivel de vida y, sobre todo, a medida que avanzamos en el tiempo, veo menos diferencia. Y, además, esto no sólo yo lo veo sino que, por ejemplo, mi mujer, que es italiana, ve que en cuatro años que llevaba en España, antes de casarse conmigo, y tal, pues que las diferencias con Italia, por ejemplo, son cada vez menores. Es decir, hay una cierta osmosis en la manera de vivir, en la manera de pensar incluso.

—Bien. Entonces ¿no ha quedado ningún rastro, en vuestra generación, ningún rastro de la España de hace cuatro décadas o cinco?

—Bueno, sí ha quedado… Bueno, rastro ¿en el sentido cultural o en el sentido de vida?

—En el sentido de vida.

—No, en el sentido de vivencia no mucho. Ha quedado algo pero es heredado, es algo heredado, ¿no? Algo que se ha visto en la familia, ha influido mucho en la manera de pensar de la familia en aquella época. Ha influido mucho a favor o en contra. Es decir, ha habido gente, jóvenes que pensaron igual que sus padres y jóvenes que, al contrario, reaccionaron violentamente contra lo que pensaban sus padres.

—Eso pasa también en todas partes. Pero ¿no con mayor virulencia en España que en cualquier otro país? Es decir, que los jóvenes franceses, que conoces muy bien, no añoraban la Tercera República bajo De Gaulle más de lo que se acuerdan de la Segunda República los jóvenes españoles bajo el régimen de Franco.

—Pues yo creo que no. O sea, yo creo que esa mirada hacia el pasado no se ha producido mucho, sino que, al contrario, lo que los jóvenes quieren, algunos, es pues que cambie la cosa y tal, pero no como añoranza del pasado sino como visión más bien hacia adelante.

—Hacia adelante, ¿qué esperan los españoles de tu edad?

—Los españoles de mi edad… Creo que los españoles de mi edad están bastante despolitizados, entonces no esperan gran cosa. Son un poco amorfos ante el futuro. Entonces, es verdaderamente triste. Yo pienso que una persona de mi edad, aproximadamente, piensa que lo único que a él le interesa es estar bien, trabajar y vivir bien y nada más. O sea, una concepción totalmente hedonista, ¿no?

—Sí, parecida a la norteamericana.

—Sí, sí, exactamente. Es decir, están vacíos políticamente.

—¿Y no sienten absolutamente ningún vacío de ese vacío?

—Yo creo que están tan vacíos, que no lo sienten.

—Buena definición: están tan vacíos, que no lo sienten. Y entonces, políticamente, ¿qué va a suceder tras la inevitable muerte de Franco y la posible sucesión de Juan Carlos?

—Bueno, pienso que cuando Franco desaparezca, sin duda entrará Juan Carlos al poder; sin duda. Ahora; pienso que depende mucho de él lo que ocurra. Y si no lo hace bien, como mucha gente piensa, es bastante posible que dure muy poco.

—¿Y será reemplazado por un general?

—Pues, es posible, sí, es posible.

—Es lo que pienso también. Pasando a otra cosa: ¿un hombre de tu edad, en España, qué sabe de música? ¿Qué oye? ¿Vas a algún concierto?

—Bueno, sí. O sea, hay una cierta preocupación, pero yo creo que poca. Por ejemplo de música, en realidad hay pocas oportunidades también, ¿no? O sea, por una parte hasta hace muy poco no había habido ópera, o sea, había habido algunas temporadas aisladas. Y ahora es lo mismo, más o menos. Quizá haya un poco más. En cuanto a conciertos, había dos a la semana simplemente, que era el mismo que se repetía en dos sitios distintos. Y, entonces, sí: se llenaban, había muchas colas para ir a los conciertos, y tal. Pero mucha gente iba un poco por esnobismo y tal; digo, jóvenes. Pero yo creo que la preocupación por la música es en círculos muy estrechos, muy limitados.

—Y referente al teatro, ¿cuántas veces vas al teatro?

—Al mes, por ejemplo, unas tres veces.

—¿Y qué comedia ves?

—Bueno, a mí personalmente me gustan las que tienen un contenido. Es decir, no una comedia superficial, como las comedias de Paso. Pero hay veces que no se puede ir al teatro porque sólo hay comedias de Paso.

—¿Y de literatura? ¿Quién es, actualmente, el escritor español que más te gusta?

—Bueno, esto es difícil. Porque reconozco que conozco bastante poco de la literatura moderna española.

—¿Por qué?

—Pues quizá porque he intentado a veces leer algunas cosas y me han decepcionado un poco.

—Cuáles, por ejemplo.

—Me estoy refiriendo a los escritores conocidos, no a los escritores desconocidos, como hay tantos. (Se refería evidentemente, con tacto, a mí). Por ejemplo: vamos a ver si me acuerdo de nombres.

—No te quiero ayudar.

—No, no. Yo confieso que conozco poco, pero por ejemplo, yo no sé, no veo, a lo mejor voy a hablar de algún amigo. Por ejemplo, he leído algo de Delibes; no me ha llamado la atención. O sea, tampoco que sea malo, ¿no?, pero no me ha llenado quizá.

He leído algo de Carmen Laforet —Nada, no lo he leído— o sea, he leído de la última época, más o menos, pues tampoco, tampoco me llama la atención. De José Cela, vaya, tampoco. O sea, más o menos, no veo nadie de lo que yo conozco —que conozco poco— que destaque demasiado.

—Entonces, ¿qué lees, si es que lees literatura?

—Bueno, aparte de los clásicos, de vez en cuando, que me gusta leerlos de vez en cuando, pues en cuanto a literatura moderna lo que más he leído quizá sea francés.

—¿A quién?

—Quizá me he quedado un poco atrasado, a mí me gusta mucho Camus. Me he quedado en Camus, quizá.

—¿Y Sartre?

—De Sartre he leído muy poco, porque hasta hace poco era casi imposible encontrar libros de Sartre.

—Pero viajas…

—Sí, pero a Sartre siempre le he tenido o respeto o temor. Nunca me he atrevido con él. Quizá ahora me atreva, ¿no? Bueno, un momento, voy a hacer una aclaración que creo que es importante. Yo he estado preparando oposiciones cuatro años. Este tiempo ha sido una especie de esterilización, ¿no?, porque preparar una oposición es una esterilización mental, y entonces he atravesado una crisis cultural, digamos, ¿no? Ahora me estoy empezando a rehacer, pero…

—Oposiciones ¿a qué?

—A diplomático. Parece mentira, porque parece que es una formación humanística y tal, pero en realidad se reducía a una serie de temas que había que aprender de memoria y leer algunos libros, no tanto para satisfacción propia sino para saber algunas cosas y mostrarlas y hacer gala de ellas.

—Y de poesía ¿has leído algo?

—Para mí hay tres, quizá soy un poco anticuado, ¿no?, pero son: Antonio Machado, García Lorca y Juan Ramón.

—No está nada mal, porque dejando aparte a Blas de Otero no veo…, hay algunos casi de tu edad, como Valente, que me parecen excelentes, no creo que haya gran cosa que añadir a la lista que haces. Y de la poesía social digamos, de Celaya, de novelistas de esa escuela, de Juan Goytisolo o de cualquiera de ellos: de García Hortelano, etc.

—No he leído nada de ninguno de ellos.

—¿Por qué?

—Pues el único, del que más he oído hablar y que quizá había despertado un cierto interés en buscar un libro suyo, pero un cierto interés nada más, porque luego no lo he llevado a cabo, es Goytisolo.

—Y, sin embargo, los libros de Goytisolo se encuentran en cualquier librería. ¿Los libros, los nombres de los escritores emigrados, es decir, Sender, Ayala, yo mismo, son totalmente desconocidos por los de tu edad?

—Bueno, son conocidos desde hace, digamos, unos cuatro años o algo así. Bueno, son conocidos a ciertos niveles. Por ejemplo, son conocidos principalmente de los que ha nombrado, Sender y usted. Son los únicos, así creo yo, conocidos. Me parece.

—Pero no los libros.

—No los libros. Bueno, los libros de Sender empiezan a ser conocidos. Y alguno se encuentra, suyo.

—Sí, pero son conocidos exclusivamente por la clase, digamos, estudiantil o universitaria.

—Bueno, por la clase universitaria y dentro de la clase universitaria por ciertos círculos, no por todos.

—¿Y ese estado de cosas, esta despreocupación hacia lo cultural no se ha relacionado con el gobierno sino lo habéis considerado algo general, que sucede en todo el mundo?

—Bueno, yo creo que es algo de tipo general; lo que pasa que es mucho más acentuado en España y es posible que se relacione también con el gobierno, pero poco. Es decir, no de una manera determinada.

—Entonces ¿a qué se debe esta falta de interés por lo que escribe la gente de tu clase? No sucede en otros países. Y no digamos de las condiciones en que hemos escrito y publicado los trasterrados. En el fondo es que a vosotros os tenía y tiene sin cuidado; preocupados ante todo por el éxito de vuestra carrera, de las oposiciones.

—Creo que en general así es. Pero, de todas formas hay cierta gente, quizá minoritaria, que se preocupa en leer los escritores de mi edad y los de su condición y los escritores humanos, en general. Sí, la hay; pero lo que pasa es que no creo que esto sea muy exclusivo de España. Creo que, en general, se lee cada vez menos, no sólo en España. Y esto se debe a una serie de fenómenos, se ha dicho muchas veces, muy vulgares: es la televisión y es toda esta serie de fenómenos que alienan al hombre de hoy.

—Estamos de acuerdo, hasta cierto punto. La música también es responsable, en parte, de que los muchachos dediquen lo más de su tiempo libre a oír música y no a leer. La televisión no la suelen ver tanto en Francia o en Italia o en Inglaterra, pongamos por caso; pero supongo que en España el deporte, el fútbol, les ocupa mucho más que no otras cosas, por lo menos en la generación que os sigue y a la tuya misma.

—Yo creo que es cierto que en otros países se ve menos la televisión. En España es absorbente, o sea, hay muchísima gente que ve la televisión, y muchísima gente de mi edad, aunque quizá cada vez menos, gracias a Dios. Pero en cuanto al fútbol, o sea, en cuanto al deporte, no es el deporte como práctica sino el deporte como espectáculo, el cual a mí no me convence en absoluto. El fútbol ha sido más absorbente en la gente de mi generación. La gente que hoy sigue quizá lo que les absorbe más es este cine erótico, sin ningún contenido, superficial. Yo creo que es más bien lo erótico lo que les llama y lo que les absorbe.

—Bien. Pero, aparte de lo erótico, que puede servir para cosas no tan desagradables, lo que me interesa es saber hasta qué punto puede reemplazar al fútbol. Es decir, en España ¿existe hoy la posibilidad de acostarse con una muchacha sin ningún problema? Cosa que, desde luego, en mi tiempo era un problema, lo mismo por la muchacha que por el lugar. ¿Se ha superado esa época? ¿No hay preocupación en la muchacha por acostarse no solamente con su novio, sino con quién le guste: porque sabe cómo impedir las consecuencias?

—Pues creo que en una gran parte sí; eso es posible hoy y se ve bastante natural. No a ciertos niveles, un poco ñoños digamos, pero sí es, yo creo, bastante general.

—En la Universidad, ¿por ejemplo?

—Sí, en la Universidad también. En mi época quizá menos, pero ahora yo creo que sí, también.

—Y esto ¿lo toman como consecuencia de la época o de la liberalidad del régimen?

—¿Cómo del régimen?

—Como cierta libertad concedida por el régimen y la Iglesia, como resultado de la transformación evidente de la Iglesia católica en todo el orbe católico.

—Yo creo que no tiene nada que ver.

—¿No tiene nada que ver? Entonces ¿el sentido del pecado que reinó en España durante siglos, de hecho, ha desaparecido?

—No ha desaparecido, pero ha disminuido.

—¿En qué proporción?

—Yo creo que es menor la despreocupación religiosa que la política; todavía hay una cierta preocupación religiosa en las gentes, aunque no practiquen; aunque lleven una vida más o menos apartada de la moral de la Iglesia, hay una cierta preocupación última religiosa. Entonces quizá desaparece este sentido del pecado un poco superficialmente, pero creo que continúa en el fondo.

—En general, ¿están convencidas las muchachas, porque se trata ante todo de las muchachas, de la inexistencia del Infierno?

—No, yo no creo que estén convencidas.

—Y a pesar de todo eso se acuestan con sus novios.

—Pues sí.

—Y luego van al cura y se hacen perdonar o se lo callan.

—Yo creo… No lo sé exactamente. Creo que a lo mejor en una gran temporada no van al cura, pero al final van al cura y se lo dicen; yo creo, no estoy seguro…

—Y el cura les perdona.

—Naturalmente, ésa es su obligación.

—Esta contestación: «es su obligación», en mi época no lo era, sino al contrario. Entonces, según tú, lo que ha disminuido son las dificultades puramente materiales de la unión sexual de muchachos y muchachas.

—Sí, sí. Yo creo que sí, que es eso.

—Ha aumentado mucho el número de coches…

—No, no son los coches; son, sobre todo, los apartamentos de esos pequeños, los estudios de amigos, que se prestan, en fin, algo así. Aprovechan que no está la familia en casa, cosas así, de este tipo.

—¿Sigue vivo el mito de la virginidad?

—Sí.

—Entonces en el fondo, joven amigo, en este aspecto —uno de los pocos—, nada ha cambiado desde hace cincuenta años.

—¿No?

—No. España seguirá siendo el paraíso de los onanistas.

Lo relaciono sin dificultad con lo que me dice luego Pepe G. (Viene a despedirse, a desearnos buen viaje, a traerle una caja de chocolates a P).:

—La estabilidad del régimen español no está garantizada por la dinámica de su economía, en parte ya vieja y cansada; ni por su carácter policíaco —aunque entre en cuenta— sino por la inexistencia de una fuerza capaz de expresar el malestar…

—¿Qué malestar?

—No creo que exista más que el de unas minorías representativas, a lo sumo, de sí mismas. Si quieres, es una estabilidad estéril y crónica. ¿Quién se acuerda hoy de la Hispanidad? ¿O de mil otros monstruos falangistas? Hasta el nombre de José Antonio se ha vuelto ceniza. Ni Franco, siquiera. No: España tal y como está: paraíso estable con una oposición de pastaflora, desilusionada, sin fuerza en su razón.

—La han dejado sin más reputación que la que ofrece —cordial— a los demás.

—¿Y qué? Nada. Lo que decíamos, no en el mejor de los mundos, pero sí lo mejor del mundo.

Voy servido.

El valenciano; como si fuese ayer. Entonces no era catedrático.

—No sé a quién has visto para asegurar que la oposición ni cuenta ni vale… Los médicos, como siempre; los abogados, como casi siempre…

—No niego el valor de la oposición. Además, ahora ya no interesa: quien aguantó un tercio de siglo puede hacer lo mismo un poco más y esperar los funerales grandiosos, que harán época. No. De lo que me lamento es de que España haya sido igual que Alemania (¿quién se revolvió contra Hitler?), que Italia (¿quién se revolvió contra Mussolini?), que Francia (¿quién se revolvió contra Pétain?). No protestes: los generales quisieron acabar con don Adolfo, y don Víctor con don Benito. Y hubo la Resistencia, contra los alemanes. ¿Quién se ha levantado aquí contra el régimen? ¿Qué batallas hubo? No hablo del pueblo: ¿qué general, qué rey, qué clase se ha echado a la calle? Sí, han levantado banderitas, las tremolan los médicos, los abogados. Todo es legalismo y perder —por poco dicen— pero perder elecciones en Congresos médicos o abogadiles. Y aunque los hubieran ganado, ¿qué? Sí: hacen política. ¿Cuál? Se portan, salvan el honor, ese gran invento nacional. «Todo se ha perdido, menos el honor», dijo el de los Lujanes que era un pillo más que bien hecho. ¿Qué entendería el tal Paco por «honor»? Tal vez lo mismo que los romanos, los judíos o los griegos que no supieron lo que era, ni falta que les hizo. El honor… ¿Recuerdas que se pronuncie la palabra en la Numancia? No lo sé. Es una pregunta.

—Así, de buenas a primeras, tampoco te lo sabría decir.

—Calderón se hincha de honor y de honores, y el XIX francés con tanto campo del tan cacareado ídem, «a primera sangre»: el honor de Blum y de Daladier.

—¿No crees en el honor?

—En pocas otras cosas. No en la honorabilidad, que es cajonería. Pero si alguien aquí carece de honor es, son… (Lo dejo en blanco. La indignación no es buena consejera, creo).

Ya salíamos del hotel. Se interpuso implorante.

—Un momento.

—Dos minutos: un campari, aquí en el bar.

Sin remedio.

—Comprendes: lo que yo quisiera es salirme de mí mismo. Salirme. Dicen salirse de sí y no saben lo que se dicen ni lo que quieren. Salirme de mí. No ser yo. Sobre todo no ser español. ¿Ser mexicano? ¿Por qué no? O nicaragüense o tonto. Quisiera ser tonto, quisiera ser otro. Un personaje de novela de Carlos Fuentes o de Juan Goytisolo o de Cortázar. Personaje de un cuento mío. De un cuento mío que no he escrito, que no puedo escribir porque no se me ocurre. Y no se me ocurre porque vivo aquí, en Madrid, y aquí no sucede nada, todo está prefabricado, hasta los personajes de los cuentos y no se puede ser personaje de una novela porque aquí no se pueden escribir novelas. En España, está permitido todo, menos escribir novelas. No puedes. No es que te lo prohíban. No es que te prohíban publicarlas. No es que no te dejen escribirlas: no puedes escribirlas. Sólo se puede traducir, y mal. Y uno no puede ser un personaje traducido. Un personaje traducido es un personaje vacío, un personaje muerto. No, no es muy brillante ser español hoy. A menos de ser un brillante falso, un brillante francés, como Arrabal; o un brillante inglés, como Vargas Llosa; o un brillante catalán, como García Márquez. Pero ¿un brillante español? ¿Un brillante madrileño? ¿Quién? Soy un brillante divorciado. ¿El surrealismo? ¿Qué dio? Hitler era surrealista. Stalin lo fue. Vivieron sus sueños. Sus sueños acabaron con ellos. De eso se libran muchos. Por eso morimos todos suicidados. Todos los hombres se suicidan. Ya lo verás. Dios se suicidó y España se quedó al garete.

Estaba totalmente borracho. Podía tener dieciocho o diecinueve años. Fernando me había dicho maravillas de él.

Vamos a cenar a casa de la Chata que se ha lucido, como era de esperar. Después le enseñamos a jugar pula a un primo de Fernando, y nos gana.

—No. No pasará nada este año. Duelen todavía los palos del pasado. Aprovecharon la ocasión para meter guardias en las escuelas y en la Universidad y, a cualquier reunión sospechosa, solos o alrededor de un profesor, cargan. Eso dejando aparte que los más izquierdistas, ante la atonía (aparente o no) de los obreros, han decidido abstenerse. Luego, quedan los ortodoxos, que son relativamente pocos: carne de presidio.

—En general, se interesan por la política, así en general, y se desinteresan por la particular. Hay que ganarse el cocido, que ya no es cocido. Sin contar que se casan más jóvenes que antes y que quieran que no, son figura o contrafigura del régimen. Sin contar ahí siquiera la ignorancia, gran señora.

24 de octubre

Beckett. Sí. Está bien haberle dado el Nobel. Y más estando yo aquí, en España, aunque sólo fuera por la primera frase de Esperando a Godot. Que, además, resume toda la obra de este otro dublinense:

—No hay nada que hacer.

Ni quitarse los zapatos. Hay que morir con ellos puestos.

No se puede hacer nada.

No sirve de nada hacer nada.

Tanto da Isabel como Fernando.

¿Habrán estrenado aquí Esperando a Godot? Es posible. Tal vez en uno de esos teatros de una noche. Para que no digan que no se ha hecho en España. Además, lo mismo da. Si lo hubiesen hecho a lo mejor no hubiese gustado y si les hubiese gustado, a lo mejor no se hubieran dado cuenta de que Beckett, aun sin saberlo, lo había escrito pensando en España.

—Aquí nadie espera a Godot.

—Eso es lo malo. Ya le conocen. Saben cómo las gasta.

—No hay problemas. Seguramente has visto a quien ha querido hablar contigo. Es natural soltar la rienda al dolor, da gusto, más con quien viene de fuera y nada sabe de aquí.

He tenido relaciones curiosas con ese hijo de monárquico, republicano como era natural hace cuarenta años, pero que luego vio enfriarse sus entusiasmos antes de la guerra, que hizo sin mayores esfuerzos en Burgos, para regresar al Ministerio de Estado y llegar a personaje, más que administrativo bien administrado. Debía de estar —hace tiempo—, por la edad, jubilado; nadie se atreve, que tiene mil sostenes de las más diversas índoles, todas buenas (es una manera de señalar como cualquier otra). Me tiene en mucho por cosas de libros. La política, aunque parezca mentira, no le interesa, la tiene en menos y como manera de servir en un sentido miserable. La administración es otra cosa. El soborno (que no acepta para él pero que no le solevanta de indignación) es la esencia misma de la política, como el precio, si de mujeres se trata. Para él todo se puede comprar, empezando por un país —lo único que hay que saber es lo que vale y no pasar del valor más o menos exacto.

Relaciona dinero y palabras: cree que según se hable se paga; enemigo de la oratoria, de la demagogia, de las condecoraciones. Su especialidad: los tratados de comercio. Se le tiene —y en el actual sistema seguramente lo es— por insustituible.

—España tuvo suerte con la guerra civil. Le permitió no tomar mala parte en la siguiente, reponerse algo cuando los demás echaron los bofes, sobre todo los países más cercanos y ofrecerles lo que aquí se da gratis: tiempo y miseria. Franco, como todo vencedor, hizo suyo el lema del vencido —Negrín—: Resistir. Resistió, dividió, venció. Vencido, aunque parezca mentira, viene de vencer. O al revés. Tanto monta. Los españoles creen que se lo deben todo. No es que no tengan memoria sino que hoy, España, es un país joven. Suma los muertos: todos tendrían hoy sesenta años por lo menos. Dentro de algunos más —nadie sabe lo que ha de suceder— ni creo que nos importe. El problema del campo, la famosa reforma agraria, lo ha resuelto de una manera inteligente: los campesinos pobres han ido a las ciudades, que siempre son más fáciles de abastecer y los obreros se han ido a drenar divisas a Inglaterra o a Alemania. Las tierras infecundas para quienes las quieran. Ha cobrado buenos dólares por puertos de mar y aéreos sabiendo que no servirían para gran cosa y que, el día de mañana, los dejarán por nada. Ahora negociamos con la URSS, país contra el que iban dirigidas las instalaciones norteamericanas. Franco no tiene principios: cree en Dios porque, en verdad, cualquiera en su lugar haría lo mismo; se ha portado espléndidamente con él. Para remate, quedará muy bien en la historia. Lo digo en serio, lo recalco. Todos le respetan, hasta sus enemigos; no repara en puntillos, no ha dado que hablar, ni habla, algo tiene que adivina, no usa rodeos, cree en lo que dice: que no sea cierto, a veces, no es culpa suya. Sobre todo: los españoles —y los extranjeros— se han acostumbrado a él, inspira confianza.

—¿Cuándo hay crisis?

—Ya lo ves: la hay y la habrá. ¿Crees que a la gente le importa? Has visto que no. Ni a sus enemigos. Lo mismo da que estén en el poder unos u otros. No cambian ni los gobernantes ni los alcaldes. Ni los embajadores, claro está.

Hizo una pausa.

—Estamos bien curtidos y hay menos intrigas palaciegas que nunca. Los banqueros se enriquecen como es su deber, los generales que quieren hacerlo, también. Los economistas se equivocan como en todas partes. Con otro torero como El Cordobés y media docena de grandes jugadores de fútbol no habría más que pedir. Estamos en paz con Marruecos, con Francia, con Inglaterra. Nunca se había visto cosa igual. No me refiero, como puedes comprender, a los inmediatos «años de paz» sino a la verdadera. A mí, el estado interior del país me interesa menos, por cuestiones de oficio. Nuestras relaciones son excelentes con Rusia y con los Estados Unidos. ¿Cuándo pudimos decir lo mismo? Con Francia y con Alemania, con Inglaterra y con Portugal.

—Esto es Jauja.

—No.

—¿Por qué?

—Porque la gente no se da cuenta. Portugal tiene guerras coloniales. Francia e Inglaterra acaban de perderlas, Italia sigue triesteando y vaticaneando. Alemania está partida —no por gala— en dos. Norteamérica tiene guerras por todas partes, como le corresponde a cualquier país hegemónico, Rusia… Bélgica no acaba de saber si es valona o flamenca, Irlanda si es católica o protestante —¡a estas horas!—, Grecia si es monárquica o no. Yugoslovia si es socialista…

—México…

—Sí, tal vez. Quizá por eso no tenemos relaciones.

Lectura en el saloncito del teatro Fígaro. Lleno impresionante de jóvenes. No me hago pesado: se me corta la voz. Por una vez toco el sueño.

Buero Vallejo:

—Siento echarte por lo menos un vaso de agua tibia. Has visto la mitad de la cara buena. Hay otra.

—No lo dudo.

—Mucho peor. El conformismo y todo lo que eso arrastra…

—No necesitas decírmelo…

Antonio Buero Vallejo es un tipo estupendo, ha aguantado, aguanta como el que más. ¿Quién se lo pagará? Nadie. Lo sabe, y porfía. Y, tal vez, si algún día su teatro puede subir sin más a las tablas —como el mío— ya no le interese a nadie. Es lo más probable.

—¿Qué tal lo habéis pasado?

—Bien.

—Yo todavía tengo los callos aquí —dice P.

—¡Qué callos! Ya no hay callos en Madrid —como no sea en casas de amigos— por lo menos como uno los recuerda. Ni cocido, por lo menos como lo está uno viendo todavía en las mesas de las tascas.

—Es que ahora ya no hay tascas sino bares.

Habla Lola.

—Mira —le dice su marido—, no caigas en lo de todos.

Me mira.

—El progreso es el progreso. (Hace una pausa). Nos han dejado solos.

Las mujeres no entienden y protestan.

—¡Total por una vuelta de nada que hemos dado!

—No hablábamos de vosotras —dice, conciliador—. Danos una cerveza. ¿Es verdad que la cerveza de México es buena?

—Muy buena —contesta P.

—Aquellos tiempos de Mahou…

—Todavía existe.

—Y las gambas.

—Ahora a ésas les salieron alas y se fueron por las nubes —comenta Lola, que tiene gracia.

—¿Por qué?

—Ha subido de una manera bárbara el consumo. —Y añade, sarcástica—: El nivel de vida.

—Nos tenemos que ir.

—¿Ya? ¡No!

—Sí. Nos esperan.

Es cierto.

—¿Qué quieres que te diga?, —me dice en el rellano—. Lo único que no me gusta hoy de España son los españoles.

Encontramos un taxi en seguida.

—Aquí no hay problema.

—Quisiera saber por qué.

—Cuestión de precios: en México, son regalados. Aquí, no; como no sea para los que tienen dólares. Cuando más caros más fáciles de encontrar: acuérdate de París o de Nueva York.

Tartufo, por Marsillach. Gran éxito, no sólo por el asunto Matesa. Fina habilidad del actor y director.

—Para hacer estas cosas sólo se necesita talento y, aquí, que lo dejen enseñar.

—Lo mismo que en los music-hall de mi tiempo.

Al salir, en un café:

—¿Qué ha sucedido estos últimos años? No en España. En España no ha sucedido nada. No. Pero desde el 56, que es cuando pareció que podía pasar algo aquí… Sucedió algo —me diréis— en Hungría. No voy a entrar a pesar pros y contras. Sucedió. Luego, el Vietnam, las guerras judeo-árabes ayudadas por aquella impotente invasión anglo-francesa contra Nasser, y el primer acto conjunto ruso-norteamericano: Castro. Los cohetes. Todo eso cuenta más que la ciencia ficción: sputniks y la luna hollada. Es una mezcla, un batiburrillo del demonio. De Gaulle al carajo y Mao insultando a los rusos como si fuesen Chang Kaishek; y los comunistas asesinados a millares de miles en Indonesia; y Rusia quieta. Los checos aplastados —y los húngaros— y los Estados Unidos, quietos. Y mayo del 68, en París, y los comunistas franceses, en contra. Los españoles que hace quince años se habían subido sobre sus zancos y hecho sus pinitos empezaron a cambiar de tono, y ahí los tienes. Y los poetas de verdad, aunque sigan siendo sociales sin saberlo, se dedican a los labores propias de su sexo. Ahí tienes a Valente cantando, en serio o en broma:

Jamás la violencia…

—Los campesinos dejaron matar al Che y Fidel se ocupó de la caña. No es que no crea que dentro de algún tiempo las cosas no cambien. Cambiarán a la fuerza. Necesariamente. ¿Cómo? ¿Hacia dónde? Yo qué sé. Quisiera hacerlo. Pero habré muerto.

—¿Qué es la poesía —esa que llamabais comprometida— hoy en España? ¡Qué vuelco no ha dado en estos últimos años! ¿Dónde la esperanza que expresaba? Lee y date cuenta. Nora calló primero. Hoy, ¿qué dice Carlos Barral? ¿Qué canta Celaya? Tal vez el Vietnam. Están del otro lado. ¿Dónde está la hermandad militante de la poesía de hace quince años? (No me refiero a su calidad). Estos jóvenes más jóvenes de hoy, ¿qué cantan?

—Poesía social la hubo siempre. Podemos enhebrar un bonito collar con perlas de diversos orientes: Alberti, Machado, Núñez de Arce, Campoamor, Quintana, Quevedo. El Romancero es, tal vez, otra cosa. De verdad, para que hubiera poesía social era necesario quemar a Giordano Bruno y que se retractara Copérnico. Pero, en el fondo, lo dijo muy bien Nora: toda poesía es social.

—¿Qué más social que decir: —¡Poesía eres tú!? Poesía de sociedad, de buena educación. Social en su «mejor» sentido. Muchos jóvenes: poesía soy yo. Pero no tantos, porque hay que demostrarlo. Y no es tan fácil. Pero hoy, ¿qué? ¿Qué cantan los jóvenes? Lo mismo que en todas partes. Pasaron por el op, por el pop, están en el camp. Van a descubrir de nuevo la discontinuidad. ¿Cómo se llamará el Dadá de mañana? Dejando aparte que Semprún, que ya es viejo, Castillo, Arrabal escriben en francés y que Durán o Segovia, los mejores de la emigración, en vez de volver a España se fueron a los Estados Unidos como docenas de los mejores de aquí. Pero esto se acabará, porque todavía son secuelas de la guerra. Llegará una nueva generación que esté al tanto de lo que pase en todas partes, que haya olvidado la ignorancia temporal de sus padres. (Cambia de tono). La que se ha fastidiado, de verdad, es la generación intermedia; ésa sí es la verdadera generación «perdida», porque la norteamericana de los años veinte no se perdió en París: sencillamente se fue de los Estados Unidos por la ley seca. Tal vez el que mejor lo ha dicho, porque es uno de los mejores de esta generación nuestra hecha polvo, es José Hierro, en sus últimos tiempos:

(Dime si merecía

la pena, Juan de Yepes, vadear

noches, llagas, olvidos, hielos, hierros,

adentrar en la nada el cuerpo, hacer

que de él nacieran las palabras vivas,

en silencio y tristeza, Juan de Yepes…

Amor, llama, palabras: poesía,

tiempo abolido… Di si merecía

la pena para esto…)

—Sin embargo todavía queda ahí un rescoldo de pena.

—Estáis tristes, lo mismo tú, que Otero, que Celaya, porque lo vuestro parece que no ha servido para maldita la cosa. Pero ¿quién sabe?

—Es un «quién sabe» igual al que se puede decir de cualquier otra cosa. ¿Quién canta ahora por un mundo mejor? ¿Qué se pudo decir más de lo que se dijo? ¿Vale la pena repetirlo? ¿Para qué? La joven poesía actual española ya dejó esos cuidados. Lo mismo le da lo moral o lo inmoral, el buen gusto o el malo, lo hermoso o lo feo, el amor o el desprecio pero, sobre todo, no quiere oír hablar ni de justicia ni de solidaridad ni de libertad. Nada que venga de cualquier cuadrante.

—Te advierto que los jóvenes que conozco son tan buenos como cualquiera de los otros y, aunque no queráis saberlo, tan políticos como vosotros. Lo que no quieren es oír hablar de un partido.

—Ya sé que no has venido a eso. Pero, si tuvieras que contestar a esta pregunta: «¿Por qué perdisteis la guerra?», ¿qué contestarías?

—Primero, por Inglaterra.

—¿Y luego?

—Por la CNT.

—Lo malo —o lo bueno, ve a saber— de la televisión no es ella sino que no existe otra cultura —no te diré «de masas» porque es un término ridículo— y que todos —¡proletarios y no proletarios uníos!— tienen la misma. Todos son monitos, aquí y en China. La televisión es nuestro Librito rojo.

—Ya quisiéramos.

—No lo sé. No he podido leer más que Camino… Pero si hay que creer en una cultura popular no la hay más que en países cultos: los alemanes —todos— conocen a Goethe; los franceses, a Racine; los ingleses, a Shakespeare: los italianos, al Dante. Ésa es, para mí, la cultura popular. Y no me digas que los españoles se saben el Quijote… Habría que verlo y aun así sería un libro y no un autor. Gran diferencia.

—Tan grande como la que pueda haber entre los países de una o dos cadenas de televisión con los que tienen emisoras múltiples. ¡Error! Un momento: porque la diferencia está entre los que conocen una marca de cigarrillos y los que, en cambio, tienen conocimiento de seis o siete. Gran diferencia. Los países en los que los televidentes se apasionan por dos o tres historias y los otros donde sucede lo mismo multiplicado por seis o diez. Y aquí no cuentan que sean países socialistas o capitalistas. Grave problema que, a mí, me tiene absolutamente sin cuidado porque no veo televisión ni en unos países ni en otros, pero sí de gran importancia para mis nietos que, en Inglaterra, sólo saben unos cuantos anuncios cantados mientras que los de México han aprendido veinte, por lo menos. Lo que te demuestra que en eso de las mass media no juega el desarrollo o el subdesarrollo. Porque los norteamericanos…

—Hablas en coña.

—No.

Nos dejan en el hotel, pero volvemos a salir a dar una vuelta.

25 de octubre

Javier pasa un poco tarde por nosotros para ir a San Rafael. Habíamos pensado ir por el puerto pero tenemos que cruzar de nuevo el túnel para ganar tiempo sin contar que la temperatura no apetece: fresco, nubes.

—Mal día para toros.

Llegamos al restaurante cuando los demás están, los unos terminando, los otros a medio comer. Eceiza, con su nariz respingoncilla y su rosado color de manzana fresca (¿hay manzanas rosa?), Aldecoa, su mujer, su hija. Piles, el novillero (—Ya verás). Francés y feliz de hablar «su» idioma. Hijo de un banderillero valenciano exiliado. Fino, guapín, simpático, diecisiete años. Comemos rápidamente y vamos a la que llaman plaza. Un tentadero bien puesto, con tablones hechos de los pinos circundantes, en la ladera del monte. Altos pinos, buen ruedecillo, los seis cajones de los toros. Corre aire, no mucho pero frío, que no da gusto. Los niños corren, suben y bajan en todo y por todo el alrededor, los mayores se aposentan y resguardan. Piles, de corto, tiene muy buen tipo. Domingo va y viene, ordenando. Llega el alcalde y se sienta a nuestro lado, en la presidencia. Caben difícilmente cuantos vienen acompañando a la murga. Baja el primer toro (digo bien «baja» porque levantada la portezuela del cajón tiene que hacerlo por un plano inclinado hasta la arena). Son eralillos. Dan bastante buen juego para los de a pie y aun entran con ganas a la garrocha del picador. Nos apretamos por necesidad, que el aire corta. Todo es poco para abrigo. No que haga gran frío sino que está ahí, inesperado, y nos cogió, claro está, desprevenidos.

El aire por los altos pinos. Nunca vi un tentadero o un coso en situación parecida. Los recuerdo: en llano, campos, fincas de fino lomerío, pero no rodeados de altos árboles tan elegantes.

Sale el torillo de Roberto Piles. Torea con finura. Elegante, sabiendo lo que hace. Domingo le mira como si fuese su hijo, con cuidados maternales. Me brinda la muerte del toro.

—Dará mucha guerra —me dice Aldecoa.

¿Por qué no? ¡Ojalá! Sería magnífico que mis nietos pudieran decir:

—Roberto Piles le brindó uno de sus primeros novillos a mi abuelo.

¡Ojalá! Saber, sabe. Pero los toros no son como la literatura donde, al fin y al cabo, sólo se torea de salón.

¡Hijo, qué bien vienen unas copas después del cierzo! Cayó la noche y el calabobos.

Hablo de su Gran sol, con Aldecoa. Es un escritor que me gusta. La literatura no es que haya que considerarla antes o después: uno es escritor o no. El hablar todo el día de literatura (es un decir: de fulano y de fulana, de fulano y de fulano y otra vez de fulano) no tiene nombre porque lo demás te lo dan por añadidura; la cuestión es vivir y ver cómo viven los demás. Se ve que a Aldecoa, a Dios gracias, le revientan los literatos.

—La Generación del 98 fue antitaurina; supongo que los toros sólo le gustaron a Manolo Machado. Y no lo sé: lo digo por el sombrero cordobés y la capa. Pero ni a Unamuno ni a Baroja ni a don Antonio les gustaron los toros ni a Juan Ramón ni a Azorín. La generación inmediatamente posterior ya es otra cosa. Tengo mis dudas referente a Ortega pero no en cuanto a Pérez de Ayala y ya nuestra generación da la cara por la tauromaquia sin confundirla con «la fiesta nacional»: Cossío, Bergamín, Alberti, Federico…, a todos nos gustaban los toros y lo hicimos patente.

—Picasso.

—Picasso es un caso particular. Considéralo como del 98, pero vivió en París y no tenía problemas. Sólo a la vejez, en Arlès, en Nimes. Yo he ido con él a los toros. Y si te fijas bien en sus dibujos, en sus dibujos de toros, te darás cuenta de que no acaba, él, tan genial, tan exacto, de dar con el trazo justo. A Picasso le gusta el espectáculo, la gente, el toro, los toreros, el ambiente, que le aplaudan como si fuese el gran Director: levanta los brazos, saluda. Le ha cortado las orejas a la vida. Pero no creo que entienda mucho de toros. De toreros, sí. Como en todo, le gustan sus amigos. Ahí, pierde frente a Goya. Goya inventó tanto como él en otros órdenes. Pero en eso de los toros Goya sí es español, mientras que Picasso no pasa de provenzal. A mí no me gusta Zuloaga, pero los toreros de Zuloaga son de verdad, aunque estén lamidos con carbón, tan auténticos como los de Solana. De su misma generación hubo un farsante, Eugenio Noel, que se perecía por los toros pero como era «hombre de izquierda» y oficialmente de buen corazón y debía de pertenecer a todas las compañías protectoras de animales habidas y por haber, estuvo en contra. Nuestra generación es la de Joselito y Belmonte —las dos vertientes de la poesía española…— con el apéndice, tan importante, de Ignacio Sánchez Mejías. Porque siempre me he quedado con la duda de si a Federico y a Rafael les gustaban los toros, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que Sánchez Mejías se perecía —y se salvó— por la literatura.

Después de la guerra vino la época de Manolete y de Blas de Otero. No sé si sabes que Blas quiso ser torero y hasta llegó a vestirse de luces. Pero le dio miedo. Hay cierta relación entre su poesía y el toreo seco de Manolete. Tan delgados el uno como el otro. Luego vinieron los Dominguines y El Cordobés. En pintura ya no hay toreros posibles. Ahora bien, si quieres, puedo escribirte un ensayo acerca de «El sentido trágico del toreo en Tapies»…

—¡Pobre Domingo con su marxismo a cuestas y empresario de toros! ¿Te das cuenta? Lo de empresario todavía tendría arreglo con los proletarios del oficio. Pero los toros en sí… Claro: ni a Marx ni a Lenin se les ocurrió tratar del caso. No entraba en cuenta. En cuanto a espectáculo de masas, no estaba mal, en el XIX; como todos, fue de origen aristocrático; pasamos de lo feudal a lo burgués y de lo burgués a la «masificación». A la fuerza. Como con el boxeo o el fútbol. Y hoy, en la URSS, el tenis o la natación. Desde el punto de vista moral —dicen— está mejor el fútbol que los toros. Se puede discutir hasta morir. Lo malo es que se interpusieron los puritanos, las sociedades protectoras de animales, los vegetarianos, los anarquistas. Que yo sepa no hubo nunca un joven torero anarquista. En general, como los cantaores, los actores —más las actrices— o los jockeys, los toreros acaban seducidos por la burguesía.

—No todos.

—No todos. Pero Dominguito las pasa negras. A mí me parece absurdo. En la Rusia de los zares no había corridas de toros y sí con los Felipes, aquí, porque había toros de lidia y allí no. Que el pueblo tenga derecho a las mismas diversiones que la nobleza, no hay duda. Y ¿por qué ha de ser peor el toreo que la caza? Y en la URSS se caza. O la pesca. En Rumanía se pesca. Bien vistas las cosas creo que los toros son un espectáculo digno del mejor de los mundos comunistas. Los anarquistas son enemigos del arte del toreo porque prefieren comerse —aunque sean crudos— a los animales; lo que no representa un adelanto para nadie; y los comunistas están en contra porque quieren repartir las tierras y serían, supongo, demasiadas ganaderías y chicas.

Ahora nos vamos. Regresamos a Madrid. Me siento menos de lo que jamás fui. Tristeza sin más causa que la lluvia. Pero la lluvia no pasa de música de fondo.

No. España ha cambiado del todo en todo. Seguramente, considerando la mayoría y su vulgaridad, en bien. Baste para darse cuenta de ello releer unas líneas de Luis Cernuda acerca de Federico García Lorca, escritas en Londres, en 1938, en uno de los momentos en que su genio poético hallaba sus mejores expresiones. Se publicó en Hora de España. No recuerdo en qué número pero cuando regrese a México lo haré copiar porque ambos muertos —si no las más altas voces de mi generación, las más significativas, las más «españolas» (no es elogio)— ponen en evidencia uno de los cambios fundamentales experimentados por el país.

(Texto de Luis Cernuda.

«La tristeza fundamental del español, pueblo triste si los hay, pasaba subterránea bajo su obra, a veces se abría camino entre los versos y era imposible no verla. Más que tristeza era un sentimiento dramático, un sentimiento trágico de la vida, según la expresión de Unamuno; trágica tristeza que sustentaba dos pasiones fundamentales: el amor y la muerte. Parece que el amor, arrancando las primeras palabras de esta poesía, la arrastra hacia la muerte como última realidad del mundo, realidad que necesita cubrirse antes de aquella transparente máscara amorosa. Ahora me sorprende hasta qué punto la muerte fue tema casi único en la poesía de Federico García Lorca.

»Esto no podía comprenderlo todo su público, sobre todo cierto público intelectual que merced a una superficial cultura europea se estimaba como factor decisivo para la transformación de nuestro país. Ahora bien, España y su gente son un “sí” y un “no” contundentes y gigantescos que no admiten componentes europeos. Y cuando esa afirmación y esa negación españolas se enfrentan una con otra de siglo en siglo los pobres intelectuales europeizantes escapan a la desbandada.

»Federico García Lorca era español hasta la exageración. Sobre su poesía como sobre su teatro no hubo otras influencias que las españolas, y no sólo influencias de tal o cual escritor clásico, sino influencias absorbentes y ciegas de la tierra, del cielo, de los eternos hombres españoles, como si en él se hubiera cifrado la esencia espiritual de todo el país. Eso no es raro en España. Lope de Vega fue un poeta así.

»De ahí esa especie de frenesí que el público sentía al escuchar sus versos, frenesí que acaso sólo él podía comunicar con su propia voz y acento, por los que brotaba lo mismo que a través de la tierra hendida el terrible fuego español, agitando y sacudiendo al espectador a pesar suyo, porque allá en lo hondo de su cuerpo hecho de la misma materia podía prender también una chispa escapada de aquel fuego secular.

»Siglos habían sido necesarios para infiltrar en un alma la eterna esencia del lirismo español, su fuego espiritual. Hombres oscuros y anónimos se sucedían en tanto sobre la tierra. Al fin ese fuego oculto se hizo luz y brilló y templó los cuerpos ateridos. Poco tiempo ha durado su luz. Una triste mañana la brutal inconsciencia, la estúpida crueldad de unos hombres la apagaron contra las tapias del campo andaluz.

Quise llegar adonde

llegaron los buenos.

—¡Y he llegado, Dios mío!…

Pero luego,

un velón y una manta

en el suelo.

»Ni siquiera esto te esperaba, Federico García Lorca, sino la tierra desnuda bajo tu sangre y nada más»).

España, en 1969, ya no es un país triste. Por ello, ¿debo alegrarme? No lo sé.

Por la noche, otros semijóvenes. Digo muchas tonterías porque me da la gana.

¿Qué tienen los espejos españoles que no tengan los demás? Ignoro los secretos del azogue. Pero existen. Me veo más viejo; cosa que a nadie debe asombrar, pero no son sólo treinta años. Hace más: el tiempo multiplicado por la ausencia.

Lo que no le da la razón al poeta de anoche —no joven sino de pocos años—, al hablar de mi reeditada Poesía española contemporánea. No está de acuerdo con mis pareceres. Nada tengo en contra, sí de lo que me acusa: de mis juicios acerca de los poetas de mi generación.

—Los pones por los cuernos de la luna.

No es cierto; algunos gozan —digo bien— de un disfavor puramente teórico. Es decir que, como sucede casi siempre en estos casos, el hablador desconoce lo más del tema que juzga:

—¿Qué has leído de Cernuda?

—Los tomos de Seix Barral.

—Prosa. ¿Verso?

—Antologías.

—No basta. ¿De Prados?

—Poco.

—¿Así juzgas? ¿De Alberti?

—Libros.

—¿Cuántos?

—Tres o cuatro.

—No es suficiente. ¿Su teatro?

—No le conozco.

—¿Los últimos libros de Salinas?

—No los conozco.

—¿De Guillén?

—Bastante.

—¿Y?

—Está bien. Frío, elegante.

—¿También Maremágnum?

—No se puede encontrar aquí.

—¿Garfias?

—¿Quién?

—Pedro Garfias.

—No le conozco.

Harto de Federico García Lorca.

—Él no tiene la culpa.

—Y no comprendo tu entusiasmo por Juan Ramón Jiménez.

—Porque no le has leído.

—Bastante.

—Antologías.

—Sí.

—No basta. No quiero que leas sus obras completas, entre otras razones porque no están publicadas. Pero me gustaría que los de tu edad echaran un vistazo por la obra de sus últimos veinte años y no leyeran exclusivamente ciertos libritos publicados por ahí por profesores o tenidos por tal en Norteamérica precisamente por haber publicado aquí algún ensayo acerca de Juan Ramón o de Federico. Que eso no quedara confiado a la generación próxima.

—O confinado en la tuya.

—Sí. Yo comprendo que os molesta que diga y repita y machaque que no conocéis gran cosa de lo más valedero de la literatura española contemporánea. En España ha sido siempre así. Alfonso XIII se opuso a que le dieran el premio Nobel a Unamuno y en compensación le dieron medio a Benavente, que tampoco conocéis. No es que se pueda comparar…

—Molesta un poco tu tono protector.

—No le hay. Al contrario. Vine a aprender.

—Pues no le parece.

—Lo siento.

Lo dije de verdad. Lo repito.

26 de octubre

Vista Alegre. Creo que no he estado aquí más que un par de veces en mi vida y nunca en un burladero. Como la plaza es chica de todos modos la impresión no es mucho mayor. Sí, lo es, por el tamaño de los animales. Junto a mí, Aldecoa, Eceiza —en quien Buñuel tiene fe, todavía no he visto nada suyo— lleno de entusiasmo por todo; Javier Pradera; Domingo va, viene, corre, vuelve, atento a la lidia, salta al ruedo a la menor indecisión de los de a pie o cuando cree que puede ser útil en cualquier cosa. Ya dije que los toros eran grandes, grandes y gordos, fuertes, «bien presentados», como se dice. Los matadores no son cosa del otro mundo pero cumplen con su oficio, serios y con conocimiento. No se aburre uno un segundo, son toros para lidiar y los lidian. No es la presencia de la muerte. Es el juego, el arte, la sabiduría, la inteligencia, la fuerza. La muerte siempre está en todas partes; suponer que anda en la punta de los cuernos de esos seis animales es querer olvidarse del mundo, de las pistolas, de las navajas, por no ir más lejos, y dejar en ridículo a tanta buena gente. Entran en juego el valor y la habilidad. ¿Qué más se puede pedir? ¿Que en el criquet no matan toros? De acuerdo: los traen cortados, en coche, a la puerta de tu casa. Una verdadera «carnicería». ¿Espectáculo de países subdesarrollados? Aceptemos que Sevilla sea un poblado inculto, sin historia, sin cultura, por español; ¿también Nimes o Arlès? No hay corridas en Norteamérica, tampoco en la India —por razones distintas— y menos en el Vietnam (lo digo porque estamos en 1969, que si no podía cambiar el lugar). No. Los varones de corazón sensible que piden que desaparezcan las corridas de toros para demostrar el adelanto de la cultura no saben de lo que están hablando. Que no les guste el espectáculo no prueba más que una falla de su inteligencia, de una parte de su cerebro. No me gustan las matemáticas —no las entiendo—, no por eso pido que supriman su enseñanza.

Detrás de nosotros, en su barrera, Sara Montiel fuma su puro. ¿Cuántos años hace que nos conocimos en México, con su primo, el pobre Plaza, el que llegó allí presumiendo de gran cineasta y se fue a Yucatán y filmó, filmó y filmó y se le olvidó abrir el obturador?

Aun llamándose té, cenamos con J. D.

—La gran equivocación de nuestro tiempo, de las personas de nuestras ideas, poco más o menos, fue confundir a los comunistas con los rusos. Fue una gran equivocación. Son comunistas, honradamente comunistas, pero no han dejado de ser rusos. Ni un adarme.

Habla con pausas lo suficiente largas para intranquilizarme. Mas cuando quiero intervenir sigue. Este que fue hablantín ilustre… A veces los años perdonan, pero poco.

—Su manera de ser es la tradicional. Para comprender su política mejor que leer sus plúmbeos informes es estudiar su historia, de Pedro el Grande a Nicolás II. Pero en serio. No a Rasputín.

—Ni a Anastasia —dice M., su mujer.

—La desconfianza… Al fin nosotros nacimos a la vida entre Andreiev, Kuprin, Artzebachev tanto como entre Dostoievski y Tolstoi.

—Y Gorki.

—Y Gorki. Leímos Malva en Avilés. ¿Te acuerdas?

—Y nos íbamos a Gijón, a la tertulia de Gerardo.

—Quieras que no los personajes de Galdós o de Baroja siguen explicando a España mejor que cien discursos. Igual sucede con aquellos seres que nos apasionaban por nihilistas (tú mismo has recordado que Turgeniev inventó o trajo a cuento la palabra) y traidores.

—E idiotas —apunta M., que por lo que veo no acaba, cuarenta años después, de estar de acuerdo con las ideas de Pepe.

—No tienen nada de idiotas. No se puede juzgar a los norteamericanos por los personajes de Faulkner.

—A una parte, sí. Un personaje de novela siempre es un conglomerado…

Se queda buscando una palabra, hace un gesto de impaciencia y de impotencia. Aparta sus manos (mejor la derecha) para señalarme su furia. Nos miramos un momento. Está llorando por dentro. No: no debo de ver a viejos amigos recortados por achaques, nos hacemos daño. Pero ¿cómo evitarlo? Peor el remedio. Nadie vuelve atrás ni repara los daños.

—¿De qué, de quién estoy hablando, hilando tan grueso? Seguramente, los rusos…

Menos mal que la temperatura y la luz última del atardecer, en Rosales —¿te acuerdas?— lo tempera todo.

27 de octubre

Ahora me doy cuenta de que ya tampoco para mí la guerra existe —existió—. Nos vamos a marchar de Madrid y no se me ha ocurrido, ni siquiera pasado por la mente, no me ha surgido del pensamiento, de mis recuerdos, pasando por delante, entrar en el Teatro de la Zarzuela para recordar la Numancia, de Rafael y de María Teresa; no me he detenido a buscar los balcones para localizar el cuarto donde nos reunimos Regler, Hemingway, Malraux, Koltzov y el espantado Chamson. Me he asomado a Rosales y no le he dicho a P.: Aquí me llevé el regaño más grande de mi vida cuando dimos vueltas a todo lo largo del paseo, en tres «rubias», a veinte «intelectuales» famosos, a los viejos Julien Benda, Alexander Nexo, a Alexis Tolstoi frente a las líneas —allá abajo— de los «nacionales». Ni fui a la Casa de Campo ni le eché una mirada al palacio de los Heredia Spínola, donde estaba la Alianza… Ni siquiera se me ocurrió subir al Ministerio de Instrucción Pública. Me quedé mucho más atrás, en mi juventud. Allí sí: Cañedo, el Azaña de los años veinte, Araquistáin, Vayo, Federico, Melchor, Valle, el Ateneo del año 23… Ni siquiera nuestro piso de Vallehermoso, del año 35. ¿Por qué? Borraron la guerra ¿o me la eché fuera en unos cuantos libros? Pero esto último no es cierto: también de lo anterior escribí. ¿O es que a la vejez lo que le resube a uno de los adentros es la vida, sus principios y lo que se disuelve es, en la madurez, lo más cercano?

Me doy cuenta de que he olvidado a los muertos de la guerra. Algo menos a los del exilio. Quedo sorprendido.

Miro el Guadarrama todavía dorado y ya oscuras las lejanías de Madrid, desde el piso 27 de la Torre.

—¿Qué estás mirando? —Me pregunta Concha.

—Nada.

—¿Cuándo nos volveremos a ver?

—Un día de éstos, cuando vengas a México. Te juro que nos dará una gran alegría. Total, ¿qué te cuesta cuando vayas a ver a tus hijos?

Los pómulos, la barbilla, las pecas, las cejas. La decisión, la pasión, la profundidad, el ardimiento; las ventanas de la nariz ensanchándose con la furia, el entusiasmo, el padecer; los efectos desordenados y acordes con lo que oyes y, por eso mismo, expresas con justeza. La vehemencia en cualquier acto contenido. Tu inclinación hacia la justicia. Los ojos sin fondo; el ánimo en la boca de los labios incógnitos; la voz sin límites (tersa la frente, suave la barbilla, el cuerpo sin falla, promesa en flor).

Así te vi, Nuria, oyendo De algún tiempo a esta parte.

Todo quedará en un disco negro, si queda; es decir, si todo —como tanto— no queda en deseo. Oirán —tal vez— en tu voz a esa vieja Emma que cumple, poco más o menos, hoy, treinta años y debía tener cuando nació, unos cuarenta. Pero ¿quién te verá si no yo?

Volvemos a casa de Dámaso que regresó anteayer de un corto viaje.

—¿Cuántos birretes?

—Dos.

—¿De qué color?

—No recuerdo. Creo que uno con la cresta amarilla.

Cada vez estoy más enamorado de Eulalia.

En Valencia estuvo tres veces en la Universidad —con el Rector o el Secretario de la Universidad— para que me devolvieran mis libros. Dios se lo pagará en incunables y con el descubrimiento del manuscrito del Poema del Mío Cid. Él: Mío Cid. No sé cómo darle las gracias. Que hoy llegó la noticia: le entregaron «de vuelta» los volúmenes a mi sobrino. Sólo se quedan con los que no existen en la Biblioteca Universitaria. Curioso; pero estoy de acuerdo.

No nos despedimos. ¿Cómo?

Dos jóvenes aficionados al teatro —veintidós y treinta años—. El primero más o menos optimista —es sobrino de Romero, el malo— no tienen en qué apoyarse más que, vagamente, en un grupo de amigos. Cree, sin embargo, que puede multiplicarse. El otro, en cambio, más asentado, pasa el «testigo» a la generación de su hijo, que tiene cinco años.

Y ahí está orondo, importante, superior, consciente de su representación ganada a fuerza de la ciencia de saber dársela, el nuevo académico que en sí no cabe ni sus libros en los estantes: don Guillermo Díaz Plaja, director de la Oficina del Libro Español, o como se llame. Llegó con anticipación. Le hice esperar, sin querer, casi una hora, atado en casa de Dámaso Alonso, tan como siempre, resignado. En el fondo, tan feliz de ser tan buen erudito, convencido de que tal como están las cosas nada puede ser mejor.

—¿Cómo fue capaz de escribir Hijos de la ira? —Me pregunta Salinas por la noche.

—Es que lo es y lo que fue sigue siendo. Jamás se explicará por qué existe. Como la mayoría de nosotros.

A Guillermo le hablo de su preciosa Historia General de las Literaturas Hispánicas y del sexto tomo titulado Literatura contemporánea que hojeé antes de salir de México. Lo pongo verde. A mí me hace gracia; pero es magnífico que en este volumen (VII de la serie, para mayor inri y gusto), que tiene una parte que se llama «La novela española en lengua castellana (1939-1965)» y otra «El teatro español desde 1936 hasta 1966», me encuentre citado nada menos que tres veces: dos como poeta y una como crítico o al revés —no lo recuerdo—, y que el ilustre Pemán sólo tenga derecho a una fotografía… Palabra…

—Falta mucho —dice no sabiendo qué decir.

—No te lo digo porque no citen a los exiliados o a los republicanos. Me parece muy bien lo que allí se asienta de Paco Giner, de Antonio Aparicio, de Serrano Plaja, de Herrera Petere. Y el ensayo acerca de Pepe Bergamín es excelente.

Quiere cambiar la conversación, recurre a los demás. No sabe qué hacer. ¡Ay Guillermo, Guillermo, lo que cuesta vivir…! Sé que estoy equivocado pero no puedo tomarte en serio. Pueden más los recuerdos. Ya le dije a Dámaso que le sucederás en su sillón… Nos debes un manual: «De la Ilustración considerada como industria».

Este Juan Benet sabe muchas cosas y no lo oculta. Estoy totalmente de acuerdo con él —desde el punto de mira político— en que arrastrar a los intelectuales por las calles de la ciudad sería extremadamente beneficioso para todos. Pero no respetaría las preferencias que establece, es decir: acabar con quienes organizan espectáculos culturales «de masa». No. Incluiría a los ingenieros (Juan Benet, inclusive), a los médicos (Martín Santos, aunque ya esté muerto), a los gramáticos (como Sánchez Ferlosio), con la seguridad de que la novela española de su tiempo saldría ganando a ojos vistas. Como se sabe sólo quedaría en pie —o acostado— el sistema Braille, el de aquel famoso sabio, tal vez catalán…

28 de octubre

El cristiano —liberal— social y un tanto socialista, de buen ver y peso, correctísimo en su vestir y hablar, me recibe con comedidas alharacas en su despacho de abogado, tan bien acolchado de libros gordos y encuadernados que da gusto verlos.

Nos conocimos en un congreso, coincidimos en un banquete y en una comida tan sabrosa como bien servida, en casa de un famoso arquitecto, en México y en Cuernavaca. Es persona de ciertas influencias y buen nombre en París, en Bonn, en Roma-Vaticano y en Bruselas. Se mantuvo aparte durante la contienda evidentemente mal llamada civil, ahora es enemigo declarado y legal —hasta donde se puede— del régimen imperante. Está convencido de que todo cambiará por sus pasos contados. Hablamos; le pregunto por los monárquicos, por Ruiz-Giménez, por Tierno Galván. Para todos tiene las mejores palabras: parece que estemos —si no fuera por el sol— en un país escandinavo.

—No se trata de acuchillar sombras y dar heridas al aire: hay que multiplicar mucho candeal.

Yendo al grano, pregunto:

—Para implantar aquí un régimen liberal ¿qué premisas considera necesarias?

Por lo ordenado de su contestación supongo que está convencido de que voy a escribir, por lo menos, un artículo para Excelsior, en cuyos directores confía —con razón.

—Lo primero sería la implantación de garantías efectivas de los derechos individuales y colectivos incluyendo los de las comunidades diferenciadas (no necesita usted que le dé más precisiones) y, en consecuencia, una amplia amnistía para los detenidos y presos de carácter político y que todos los exiliados, sin ninguna excepción, puedan regresar y gozar de sus plenos derechos. Segundo: establecimiento del sufragio universal —libre, directo y secreto— a nivel municipal, regional y nacional; lo que entrañaría naturalmente el reconocimiento de partidos políticos que canalizarían las diferencias ideológicas; mas quede bien entendido que dentro de las limitaciones impuestas por la ley. Como consecuencia natural del establecimiento del sufragio universal, al que antes me refería, se efectuarían elecciones y se convocaría un Parlamento que legislara de acuerdo con la opinión pública y fiscalizara la labor del Gobierno. Todo esto amalgamado a una libertad de asociación para que patronos y obreros pudieran defender sus legítimos intereses.

Dejo pasar unos segundos, antes de insinuar:

—Y el establecimiento, supongo, de un Seguro Social que amparara a toda la población.

—Desde luego.

—¿Y usted cree —el «usted» viene solo— que el actual régimen está dispuesto, por las buenas, aunque ya sabemos que de las espinas no surgen rosas, a otorgar todas estas garantías?

—No.

—¿Entonces?

—Los imponderables, mi querido amigo, los imponderables… La situación internacional… Los intereses creados comerciales e industriales…, —baja el tono—: La iglesia…

—¿Y usted supone que el ejército no va a decir, a quien corresponda: —Aquí estoy para lo que quieran de mí? ¿Que les van a otorgar, a ustedes, en bandeja, lo que piden con tanta buena fe y cargados tan sólo de razón?

—No.

—¿Entonces?

—¿Qué quiere usted que hagamos?

Fuera, luce incomparable la hermosura del sol entre las ramas de los árboles dando a las hojas amarillos y verdes opacos y transparentes. Un pájaro. El despacho da a un parque. (Me dejo llevar por la elocuencia ambiente: a un jardín; y ya está bien).

He aquí a Ramón de Garciasol y a Leopoldo de Luis. Podían haber venido muchos más. Pero se han abstenido. Vamos a estar juntos media hora, una hora; a lo sumo, hora y media. Les conozco en fotografía, no en carne y hueso. Les conozco bien, impresos: hechos miga, es decir, letra, letra o letra, pasados por el tamiz del linotipo.

No son mis hijos, tal como trato a los de la generación que les sigue; pertenecen a ese estado mixto de los hermanos menores que no llegan a serlo por los dos o tres lustros que nos separan y, por lo tanto, tampoco descendientes. Especie a veces tan lejana, en la juventud, que uno se queda asombrado de la hermandad que trae de por sí, cubriendo años, la madurez. Todos hermanos de Miguel Hernández. Tanto montan juntos y revueltos José Luis Gallego como Crémer, Gloria Fuertes o Celaya, Hidalgo, hasta Blas. Ya Nora podría ser hijo mío.

Es curioso cómo los prosistas de esa generación, siendo tan «sociales» como los poetas de la misma son, en general, menos «revolucionarios». Tal vez porque tuvieron que dar a su literatura gusto menos declarado, de necesidad. Ser poeta no cuesta tanto tiempo; por eso no lo pagan. Pero con la excepción de Cela o de los profesores, como Zamora Vicente, los demás fueron triturados —en general— por el periodismo. En verso el hombre se traiciona menos.

Aquí están. ¿Qué nos decimos? La alegría de tocarnos en carne y hueso, por lo menos una vez. ¿Qué más? Poco. Nada. No podemos decirnos nada. ¿Qué nos vamos a decir que no nos hayamos dicho en nuestros libros?

Ellos han tenido que recurrir a muchos más circunloquios que nosotros, los echados.

Tengo, tengo, tengo

el cabello blanco,

el corazón negro.

De Leopoldo quiero reproducir aquí, y no porque sí, uno de los poemas más de su tiempo —del 60 o 61— porque dice mejor que nadie —que yo, en primer lugar— el cambio profundo que por entonces maduró y que los de fuera (y los de los fueros) no vimos claro:

HISTORIA

Han pasado los años y las cosas

que nos vieron crecer jóvenes nada

más que recuerdo son. La tierra ha vuelto

a abrir ya veinte veces sus entrañas

bajo las duras manos que no logran

sino sufrir; pero jamás llamarla

suya, las manos que aún descubren

un cerco oscuro en sus muñecas, manchas

antiguas.

Transcurrieron años;

hijos nos han nacido que levantan

al sol los ojos y preguntan. Saben

que un día… Vagamente hablan

de lo que fue nuestro vivir;

la carne misma nuestra, sepultada

en el tiempo.

Miramos lentamente

hacia la luz que dora la ventana.

El sol ha vuelto ya, miles de veces,

a hundir sus naves en el agua

de la noche y hermosa, limpiamente,

se salvó del naufragio con el alba.

La tierra, el sol, los hijos…

La vida, un oleaje. No se para

en nuestras manos. Sigue, se va, rompe

barreras, ilusiones, vallas,

deseos…

Han pasado años.

Otras guerras han puesto su pisada

de sangre y cieno sobre el mundo, otras

paces soltaron sus palomas blancas.

Naciones han surgido. Pueblos nuevos

se congregan en torno de las brasas

de su reciente libertad. Pequeña

y enorme, en la materia agazapada

una fuerza fue vista por los ojos

del hombre y sus terrores amenazan

el mundo. Entre la rueda de los astros

giran estrellas con la huella humana

en su esqueleto…

Han pasado años.

Angustia comprenderlo. Tanta

vida…

Miramos lentamente.

La tierra, el sol, los hijos…

¿Qué palabras

desdecirán la realidad? ¿Qué hielo

sujetará este río?

Un llanto habla

solo al revés; remonta el cauce; ahonda

la antigua herida.

Todavía sangra.

Luego vienen los Crespo, María Beneyto, Goytisolo, Valente, Jaime Gil, Sahagún, Barral; siguen siendo los mismos pero éstos sí son alcanzados —en tema y forma— por los novelistas.

Ahora parece que, de nuevo, andan los poetas en la vanguardia. Hablarán mal de sus antecesores (tal vez no sólo por la influencia de Freud) pero, en España, seguirán siendo «sociales»; el porqué no ofrece grandes problemas.

Aquí están, paternales, Leopoldo de Luis, Ramón de Garciasol. Un abrazo, como decimos, «de a de veras» pero que sólo nos importa a nosotros. Sí: éstos son mis hermanos menores a los que sólo conocía inmóviles, en las portadas.

(A todas éstas, y a estas horas, ¿dónde andará Antonio Ferres? No estaría nada mal pasear con él y con Doris. Dar una vuelta aunque fuese por la calle de Atocha…).

Los más jóvenes todavía cantarán, como Joaquín Marco:

Con la libertad

tendremos el aire,

tendremos el mar.

Sin eso, asegura, todo es niebla. Se han acostumbrado —¡qué remedio!— a la bruma. Mejor dicho: no se han acostumbrado: se han acostumbrado a no acostumbrarse. No es achaque nuevo en la vida del hombre; dejando aparte a la mayoría.

De eso se quieren escapar otros, más jóvenes, por caminos prohibidos por la moral cristiana. No creo que lo logren. Harán la lucha, como decimos en México. A ver si, por lo menos, queda algo del pugilato. Creo que sí:

Porque vivimos tanto en la mentira,

Joven Marco. Y déjame que te rectifique:

De mal de ausencia

yo vivo, ay madre.

Joaquín (sin m) nació en 1935. Se extrañará de que no le hablara de sus versos, en Barcelona. No te hagas ilusiones: no sucedió sólo contigo. Venía a veros.

Comida con «Dominguito» y su grupo, en el Hotel Meliá. El hotel tan hotel como cualquiera de los hoteles más hotel que hotel pueda haber. Muy de hotel el ambiente, no nosotros, muy de casa. Domingo me trae su cinta grabada acerca de Viridiana. Vive tanto al día porque espera otra cosa, mañana.

Me enseñan el segundo artículo de uno de los periódicos dependientes de Romero, el malo, en el que se meten —respetuosamente— conmigo. ¿A qué este cambio? —me pregunto, ingenuo, auténticamente. Ahora bien, si les divierte, por mí…

Vamos a despedirnos de Vicente Aleixandre. ¿Puede uno despedirse de Vicente? No.

Cenamos con Andújar, en Gambrinus. Es el hombre con menos altibajos en su manera de ser, de reaccionar, que conocí nunca. ¿Se «controla»? Tal vez, pero no lo creo: es así: calmado, sereno, modesto. Esto último no acabo de creérmelo porque su obra le autoriza a algo más. Siempre igual y con el mismo humor amable. Y cierta punta de ironía no precisamente andaluza —es decir, de adentro— sino de quien ha visto mucho mundo. La altura ni le afectó ni le afecta. Hace muchos años no éramos muy amigos. Ahora, sí. Da gusto.

—En lo único que indiscutiblemente han ganado los españoles es en pedantería. Es un sentimiento, una manifestación totalmente nueva —para mí—. Ortega, de quien siempre se puede decir tanto, no lo era en lo más mínimo, en la intimidad. Sólo cuando, en un escenario, histrionaba… Y aun entonces… Pero es que además, si alguien podía permitirse el lujo de serlo era él. Pero los demás, ¿te acuerdas? Ni siquiera Pérez de Ayala. ¿Pedantes Valle, Unamuno, Cañedo, Castro? Pero, hoy… Era uno de nuestros únicos bienes.

—Tal vez la influencia suramericana.

—No te digo que no.

—Venga citar, dar fuentes en las que, en general, no han bebido más que de refilón; citar en idiomas que no saben.

En el Lyon, Antonio Espina. Todavía más pesimista que yo acerca de la actual situación. Ni en la generación que tiene actualmente 8 o 9 años, cree:

—Claro, si sale algún genio… Y, naturalmente, de los politicastros de nuestra generación y de las siguientes, de dentro y de fuera: cero.

De cómo, para conseguir un libro en la Biblioteca Nacional, un libro acerca de las Cortes de Cádiz que, parece, «falta», tiene que ir a ver al Director:

—Usted comprenderá que no puedo dar a todo el mundo los libros que piden.

—Pero yo lo necesito. Y soy esto, y esto, y esto (la retahíla de sus títulos periodísticos).

—Bien, bien. Vuelva usted dentro de unos días, a ver qué puedo hacer.

Regresa a la media semana. La señorita:

—Claro, es que los rojos destruyeron todas las tarjetas y hemos tenido que rehacerlas.

—Pues precisamente éstas, con las que está trabajando, éstas las hicieron ellos.

—Es que entre tantas cosas malas, alguna buena hubieron de hacer.

Ahora, cuando estoy algo más libre, es cuando debieran venir algunos —jóvenes o maduros— a hablar conmigo, a verme, a enterarse, por curiosidad, para darse cuenta, para saber, y no acude nadie. Dentro de un mes, si me quedara, andaría por ahí como Antonio Espina y Fernando González, fantasma de mí mismo, vuelto sombra de lo que fui sin que nadie se acordara del santo de mi nombre ni de una línea de mi figura, como no fuera yo, siendo mi sombra, delante o detrás, según los faroles en las aceras de estos barrios bajos, en los que doy vueltas esta noche despidiéndome de las esquinas.

29 de octubre

Tercer artículo en mi contra. De hecho pregunta: ¿qué se ha creído este señor? Mírese en el espejo de Cela o de Miró, en el de Buero o en el de Mihura, en el de Laín, López Ibor o Tierno Galván… ¡Qué ganas de contestar! Por de pronto, por lo menos para mí, no me las aguanto y endilgo, llevado por la indignación, un par de rollos. Escribiendo olvido. Ahora que nos vamos recuerdo un trabajo de Miguel Enguídanos, escrito aquí, en la calle del Pinar y dedicado a la memoria de Alberto Jiménez Fraud; es un estudio muy de dentro de un cuaderno de bitácora (como hubiese dicho Alfonso Reyes) de Rubén Darío acerca de su viaje de ida y vuelta a Nicaragua en 1907-1908. Hacía quince años que el poeta faltaba de su patria. Vivió allí horas de triunfo, otras de angustia. Escribió, a la ida, su Poema de otoño y, a la vuelta, un soneto machadiano diciendo adiós a su patria a la que, posiblemente, en el fondo del alma, no pensaba volver a ver.

Miguel Enguídanos está ligado a la vida valenciana de mi familia, Rubén a la mía y, por lo que voy descubriendo, a la del mundo que quiso y se empeñó en poner en claro, al renacimiento que la pérdida de las últimas colonias despertó en España. Ahora, cuando me despido —sin despedirme, como son todas las despedidas verdaderas— de España, siento cómo todos estos poetas: Rubén, Machado, Unamuno, Juan Ramón están cada vez más cerca de mí o, mejor dicho, yo más cerca de ellos. No sé por qué me extraño: es natural. Y el que más se les parece, Cernuda: ese frío, distante, elegante, antipático, prodigioso poeta.

Última sesión de trabajo, con Rafael Sánchez Ventura, en la Hemeroteca Municipal. No me puedo despedir de su amable director porque no doy con él. Pero el venir constante a este edificio, a esta plaza perfecta, se me borrará difícilmente. Gran abrazo, de verdad, al Barbitas. No es sólo agradecimiento.

Luego nos despedimos de Tica Montesinos, tan amiga como leal, ejemplo de mujer cargada con un peso injusto en los albores de su vida. ¿Es bueno que le tengan a uno odio y malquerencia los falsos, los traidores, ser presa de sus garras? El yugo con que nos cargaron no lleva camino de recaer sobre ellos. Ya casi todo es olvido.

Comemos —en el Lar Gallego— con Domingo y su mujer. Creo que invito. Y no. Quería invitarles, quisiera invitarles, y no. No hay manera. Y lo peor es que me huelo que si vienen a México, por eso de los toros, tampoco podré hacerlo. Hay gentes que da gusto tratar porque han nacido para eso. Domingo es de ellos. No hay muchos.

José Luis Cano, una vez más, tan deseoso de servir (nos hemos estado viendo bastante) y, luego, a cenar, en Lhardy, de despedida, con la Chata y Fernando. No recuerdo qué comimos; sólo las lágrimas de la Chata al vernos marchar. Yo, también; por dentro. Ni modo.

Nuevo gobierno. Matesa vencedor en toda la línea. Fraga, a la calle; es de suponer que también, el joven Robles Piquer. El que venga será igual o peor. Invento en seguida mi versión:

—Por haber dado la orden de meterse conmigo, tomé mi teléfono rojo, hablé al Pardo y…

¡Y hay quien, por lo menos durante diez segundos, se lo cree! Veo visiones.

—Bueno, pero ¿quién ganó?

—El Opus.

—¿Por cuánto?

—Por catorce a cinco, creo.

¡Marcharse de Madrid sin haber estado en una librería de lance; irnos sin haber pisado el Museo Romántico; salir sin habernos paseado, paseado de verdad, por el Retiro; partir sin haber ido a la Casa de Campo!

—Sin haber ido al cine…

Marcharse de Madrid sin remedio. Rompemos la formación para irnos de boda. Todo sea por el futuro. Y hablando de tal; Buñuel sencillamente:

—A ver si pasamos juntos las navidades en Félix Cuevas.

30 de octubre

Quince años, espléndidamente, aprovechados: guapa, lista, instruida en lo que cabe por su edad. Habla francés e inglés, hija de padre famoso, todo le resulta fácil. Salió aprovechada: estudiosa, le gusta saber. Saltó en la conversación la palabra «fascismo» y preguntó con toda naturalidad:

—¿Qué es fascismo?

P. contesta en seguida:

—Hitler. Los nazis.

La joven se dio por satisfecha. De buenas a primeras me sorprende: ¿cómo alguien como esta moza no sabe lo que quiere decir la palabra «fascismo»?

Luego hago números: 1969 menos quince, 1954. Esta muchacha ha nacido en 1954. Entonces ¿por qué ha de saber lo que quiere decir la palabra «fascismo», en España? Tampoco sabrá lo que quiere decir «nazi» y tal vez no haya oído nunca el santo del apellido de Hitler.

Cuando sepa quién fue —cuando oiga y aprenda su nombre— ¿qué tendrá que ver con lo que de verdad fue?

Tampoco oirá nunca el nombre de Mauthausen, ni el de Gurs ni el de Argelès. Habrá otros.

Los Monleón me traen otro ejemplar del artículo de Romero (el malo).

—Lo bueno es que es tan triste y malintencionado como repleto de ignorancia petulante.

No resisto a la tentación de enseñarles mi conato de contestación. Saltan de gozo. Se la llevan.

Luego lo siento. Antes les hago quedarse de piedra —por lo menos un segundo— contándoles —otra vez— cómo usé de mis influencias para que echaran a Fraga en venganza contra Romero, que se habrá puesto a temblar en su magnífico despacho de director.

—No lo creas. Las ha visto más gordas.

A la gente le importa un comino el cambio de dirigentes. Atonía total. Del ministerio que sale y que ha estado años en el poder sólo conocían, por la televisión, a Solís y a Fraga. Lo más probable es que tengan razón, a pesar de que algunos se felicitan de lo que llaman un éxito del Opus.

—¿Qué es el Opus? —pregunto, en broma.

Nadie sabe contestarme con exactitud, como no sea teórica.

Comemos en Maxi mano a mano, P. y yo, por aquello de las judías.

Me voy contento. Ha sido una liquidación. Tal vez hice lo que debía.

Los Cantó, tan gentiles, nos llevan al aeropuerto.

Valencia. Otoño de Dios.

31 de octubre

Diez horas de sueño. Me sabe mal no haberme despedido de casi nadie en Madrid. Siento mucho lo de algunos, pero no di con el papel donde había apuntado el mayor número de direcciones y teléfonos.

La boda es a las 12. Aprovecho el ir antes a la Universidad para despedirme de la directora y la subdirectora de la Biblioteca. Están encantadas de que todo se haya resuelto y haber enriquecido su fondo con el Lope de don Marcelino. La presencia, la insistencia de Dámaso fue decisiva. Vamos a despedirnos del Rector. La misma fría cordialidad ceremoniosa.

Salgo por la calle de la Nave, me vuelvo para ver a Vives, impasible en su oscuro bronce. Me acuerdo de Siqueiros cruzando por aquí —con botas de montar— a dar su conferencia: No hay más ruta que la nuestra. Ayer.

El Patriarca. El Hotel Inglés, un recuerdo más para Carmen Moragas y Juan Chabás. La que fue plaza de la Reina, ahora solar perpetuo. Me queda tiempo para volver a la Catedral y ver los Goya, antes de la boda. Ahora cobran 10 pesetas por descorrer las cortinas que los cubren y darse cuenta de los paños que siguen recubriendo la posible desnudez satánica del moribundo; ¡pudibunda España! Quieras que no me llevan ante la tonelada de oro y plata de la custodia del Corpus: su valor, el peso.

La boda, tal como se debe y con arroz, que debiera de ser costumbre valenciana. (A lo mejor, lo es).

La Casa de la Generalidad, de la Diputación, tan elegante desde que nació.

La puerta de los Apóstoles, apuntalada por todas partes, más carcomida que nunca.

—¿Qué te pareció el Santo Cáliz?

—Precioso.

Sigue el otoño en su perfección: no se puede pedir más ni a la luz ni a la temperatura.