1 de septiembre
Casa de Manolo Zapater. Vamos andando; está cerca de casa. No es la que conocí, ni su mujer la misma (Lolita, Viver…), pero son las mismas y él no ha variado; tan sin problemas. Sólo los que le plantean los demás. Por algo, registrador de la propiedad. La vida tranquila y desahogada del buen burgués español y valenciano para mayores señas. Pan de huerta. Le miro: ¡tantos años! Luego, en la calle, veo que si algo ha perdido —sin hacer la menor referencia a ello— es vista. Vamos a cenar, con Fernando Dicenta y su mujer, a un restaurante de la Gran Vía, a la vuelta misma de su casa. Exactamente como si nos hubiésemos visto ayer y nos quedáramos para siempre. Y nos acompañan luego, andando, a casa. ¿De qué hablamos? ¡Qué más da! El tiempo no pasa.
—Cuéntame tu vida.
—¿Para qué?
—¿Cómo está Antonio?
—Bien. De ingeniero jefe del Puerto. Con siete chicos.
(Le veo, volviendo una madrugada, a pie, tres o cuatro kilómetros, por la carretera, en la Isla, ¿hace de eso cuarenta años o más? Después de una noche conjunta con unas norteamericanas, cantando tan mal como supone que lo hace bien, pero cantando, con una rama en la mano, empujando guijas hacia adelante… Era su primer puesto donde, por lo visto, acaba como jefe).
—¿Y Rafael?
—Ya lo verás. A punto de jubilarse. Catorce nietos.
Que son de familia de gran técnico que pudo dar, hace medio siglo, a sus hijos carreras famosas y bien pagadas, por lo que se tenía entonces en España por bien pagado, cuando no se aceptaban gratificaciones y ofrecerle un duro a un guardia civil para que pasara por alto una falta leve era delito muy penado; cuando la honradez valía tanto que nadie —que no fuera delincuente, anarquista inclusive— podía suponer que una carrera de buen nombre produjera más que el sueldo que se cobraba, a veces con algún retraso (fuera quedaban ciertos políticos, no pocos quizá y más de la oposición que de la mayoría, y los caciques).
—¿Qué te ha parecido España?
—¿Tú también? No lo sé. He llegado, como sabes, hace una semana. Tres días en Cadaqués, que no se diferencia en nada de cualquier puerto de la Costa Azul como no sea porque todo es más barato. Unos días en Barcelona, con amigos y mis cuñados. Aquí llegamos anoche. ¿Qué te parece a ti?
Se lo puedo preguntar: amigo viejo (como se era cristiano del mismo respeto), señorito en el alma, casado con señorita hija de «prominente» político local sedicentemente liberal (no recuerdo si de García Prieto o de Romanones) hombre de predicamento durante la monarquía, y por lo tanto, partidario del régimen, que debió morir —creo— antes de que acabara la guerra. De todos modos, sigue siendo la hija de… Y él, periodista y poeta y los sueños de llegar a ser catedrático. Ahí, lo malo: vino a caer, en su juventud borbollante y declamatoria, al lado de Gaos, de Medina y al mío. No sabía qué hacer, a más de estudiar Derecho y leer y recitar a Rubén. Leyes y un librillo de versos, buena voz sin impostar, afición a la ópera y a las coristas de zarzuela, gestos un tanto estrafalarios o, por lo menos, no muy comunes en provincia tan provincia como lo era entonces Valencia; de la «buena sociedad» y si no la «Agricultura» —el Casino por antonomasia—, del Círculo de Bellas Artes y del Club Náutico. El tenis en lo alto: campeón vitalicio. Y los periódicos, desde adentro, que la cosa era no salir de Valencia por el matrimonio con la señorita, hija del famoso liberal. Las reuniones, las discusiones, los versos, los músicos ponderados, los bohemios con cuentagotas, y esquinazo: que no era nuestro sino hasta cierto punto. Nadar y cuidar la forma. Buenísima persona. Estudió con los jesuitas, con los maristas o con los marianistas aunque su padre es amigo del famoso diputado republicano que suprimió el «Ave María» de los serenos, en Sagunto: gravísimo escándalo y, a veces, cuentan que se le ha visto mirar con simpatía algún desfile cívico, en fecha señalada.
—Bien.
—(¿Qué va a decir? En general, ¿qué me van a decir todos? Porque, además, es cierto: les parece bien. Entre otras cosas porque no conocen más. Ésta sería la solución: prohibir en el mundo entero los medios de comunicación: no más periódicos, ni más televisión ni radio, ni más revistas; tal vez, fuera aviones y trenes. No saber. Hacer desaparecer la lengua y la escritura. Restableceríase la paz como por encanto: hiérenla las noticias; sólo quedarían los vecinos. No puede ser: somos ya demasiados. No lo digo por los que nos rodean ahora, casi solos).
—Bien.
Calla un rato. Chupa las pajas de su «nacional» (antes «ruso»), resplandeciente café helado con mantecado. No hay casi nadie en la terraza del café en el andador central de la Gran Vía del Marqués del Turia (¿seguirá llamándose así?). Los árboles han crecido, las palmeras no tanto. El tranvía es, todavía, el 8.
—Ya sabes la historia.
—No.
—Cuando el 18 de julio…
—Yo estaba en Madrid.
—Pero regresaste.
—Al fin de mes. Nació Carmen.
—Te hiciste cargo del periódico, fuimos a trabajar al teatro Eslava. Te ayudé.
No lo recordaba.
—A mí, la sublevación me cogió aquí, solo. Mi mujer, y los chicos, estaba con sus padres, en San Sebastián. Veraneando. Debía de ir a reunirme con ellos, más tarde. Vino la marimorena y no supimos nada los unos de los otros, durante meses. Te fuiste a París.
—Y cuando volví, ocho meses más tarde, ya no estabas aquí. Digo. Por lo menos no lo recuerdo.
—No. A los cuatro o cinco meses empecé a recibir recados de mi mujer y de mis suegros para que me fuese a reunir con ellos, del otro lado. No sabía qué hacer. No tenía a quién preguntar como no fuese a personas que me decían: «Claro. Hazlo. ¿Qué estás pensando? ¿Qué esperas?». Me fui a Cartagena. Como mi hermano estaba en Palma me pareció lo más cómodo, en espera de las circunstancias, reunirme con él. Como hallé medios, a Mallorca me fui. Al principio todo fue bien hasta que uno me reconoció por la calle y empezó a gritar: «¡Éste es rojo! ¡Yo lo he visto en Valencia vestido de mono, con pistola! ¡Acompañando a Max Aub!».
—¡No es posible!
—¡Cómo no! Y me condenaron a muerte y si no es porque mi hermano se movió como lo hizo, removiendo Roma con Santiago, nunca mejor dicho, a lo mejor me fusilan.
Lo cuenta como si tal cosa. Hasta divertido.
—Me condonaron la pena. Doce años —hace una pausa—, y casi los cumplí. Después de la guerra, me mandaron aquí. Todavía estuve cuatro años en la cárcel.
—Total: por quererte pasar con ellos.
—Pues sí.
(Recuerdo: —¿Qué te parece España?
—Bien).
No hay nada que decir. Es tiempo pasado. Aceptado. Hecho. —¿Y tu mujer?
—Bien.
—¿Y los chicos?
—Bien. Uno se me quiere casar. Voy a tener que ir a pedir la mano de no sé quién, y no ha terminado la carrera. Los chicos de hoy… La chica me ha salido muy buena jugadora de tenis, campeona de Valencia, pero aquí ya no tiene nada que aprender. Y yo no le puedo enseñar más de lo que sé. Y no la puedo mandar fuera…
(¡Qué dirían! ¡Una muchacha de 17 o 18 años, sola, en Madrid o en Barcelona!).
—Lo malo es que con todo esto no tuve modo de conseguir una cátedra. Y sigo de ayudante de profesor. Y no hay quien me quite el sambenito de rojillo. Y eso que hoy ya no tiene gran importancia. Ahí tienes al bueno y viejo de Lacalle. Jubilado. Pero tampoco pudo pasar del Instituto.
—¿Por qué no te hiciste del Opus?
—Hilan más delgado. Me tuve que contentar con el Ateneo Mercantil y escribir —con seudónimo— un artículo diario en Levante.
—Y con ésos vas viviendo.
—Y jugando todos los días al tenis.
Lo dice con orgullo.
—¿A tus años?
—A los tuyos. Y con las noticias de cuatro revistas y periódicos de Barcelona o de Madrid armo artículos de muy padre y señor mío. He venido a ser el hombre que entiende más de tenis en España. Hasta me han condecorado. El que ha hecho carrera es Genaro.
—Para que veas; el único que nunca dejó de felicitarme el año nuevo. Ni de enviarme, de cuando en cuando, fotografías de los estrados en donde le entregaban un pergamino o le colgaban una medalla.
—Sí, y es profesor de todo y en todas partes.
—Mañana comemos juntos. ¿Y Pedro?
—Hace una vida muy retirada, como antes. Tiene una galería, a medias, hace una o dos exposiciones al año. Vende bastante, mucho más discreto. ¿Sabes que Genaro se casó?
—Sí. ¿Y Gil-Albert?
—No le veo.
—¿Que no ves a Gil-Albert?
No. No ve a Juan Gil-Albert. Juan no es Federico García Lorca ni Rafael Alberti, pero es un escritor fino (como decíamos entonces), un ser inteligente, de excelente calidad, de lo mejor que hay en Valencia, si no el mejor; de poco producir pero, por lo menos, un tanto al tanto. ¿Cómo es posible que en una ciudad como ésta, tan pequeña, hoy, en este aspecto, un hombre para quien las cosas del espíritu algo valen —algo y aun mucho— no esté en relación con una de las únicas personas con quién podría hablar? ¿Le tiene sin cuidado? No. Sencillamente está convencido (él, que se pasa horas en los periódicos) de que no sucede nada que valga la pena, no ya en los países socialistas sino, por ejemplo, en los Estados Unidos o en Francia. O en Inglaterra. El mundo se acabó. Sólo queda el tenis. Sólo sabe quién fue Susana Lenglen, quién es Newcombe y sabrá que México existe por Rafael Osuna. Sabe dónde está Wimbledon (se lo figura), cómo es Rolland Garros (no se lo figura). Para él el gran continente del siglo XX seguramente es Australia y Laver un semidiós y la copa Davis el Trópico de Capricornio. Y como él, millones; para quién el tenis, para quién la electricidad, para quién el fútbol, para quién la pesca, para quién la hidráulica, para quién los aviones, para quién los motores, para quién sólo los Seats y los Pegasos, o el asfalto o las calles o los muelles o las casas o la natación. Pero de lo que le importaba antes ¿qué queda? Y aunque sea sólo porque somos tan viejos amigos ¿qué sabe de mí aparte de mi juventud? ¿Qué sabe de mí aparte de los negocios que fueron de mi padre y de los cuatro librejos que publiqué y de las seis obras que monté —seis, fueron, seis—, antes del 36? Nada. Sí, tal vez ha oído algo por boca del bueno y viejo Lacalle que, ése sí, porque era catedrático, algo leyó acerca de lo que publiqué. Bien vistas las cosas no está mal que yo siga siendo, por un momento, el mismo que fui antes de 1936, un viejo amigo con quien iba a Las Arenas y luego a casa de su hermano, con quien salíamos a cenar o cenábamos en casa y, a veces, en algún restaurante del Puerto, a bien beber, con Medina y Zapater. Ayer.
Luego fue la nada.
—¿Qué te parece España?
—Bien.
—¿Qué te parece Valencia?
—No sé.
—¿Vamos?
Y me lleva. Antes le doy una fotografía que —¡Dios sabrá por qué!— encontré en México entre otras perdidas. Debe de ser del año 23 o 24, hecha en la playa; aparece con un brazo alzado a los cielos, en una actitud muy suya, de declamador en ciernes, crencha al viento, bufanda al aire, ademán mosqueteril, Rubén en labio y, detrás, de blanco vestida hasta el «huesito», Cristina Plá…
¿Cómo había de pensar yo, entonces, no que volvería sino que me marcharía? Valencia de Leopoldo Querol, de López Chavara, de Gomá y toda la música impresionista, Debussy, Ravel, más la Filarmónica y el gramófono de casa (cuando venía Gerardo Diego —ya debió ser un poco más tarde—, en la calle de Sevilla. Bach).
Bajamos por Pascual y Genis, veo, de pronto, el costado siempre escondido del Teatro Principal e, inesperada desde aquí, la fachada de San Andrés. ¿Dónde las calles que faltan? No las echó a volar bomba alguna. ¿Y El Mercantil Valenciano, este solar? Calma: no está mal. Es otro centro, de la calle de las Barcas. Pero no está mal. Puestos a tirar podían haberlo hecho peor.
La calle es ancha, las aceras estrechas. Quedan todavía unas casas viejas a la derecha; no creo lo que veo: una librería de viejo y un nombre: Berenguer. Fernando se da cuenta, aclara:
—Sí. La hija.
¿Qué habrá sido del hijo, aquel muchachón granulento que fue compañero nuestro de bachillerato? Su padre, entre aquellos montones indestructibles de libros, en medio de su zaquizamí, llenando más que a medias la covacha donde no había manera de mirar un libro; porque, en el fondo, lo que quería el viejo era no vender. Ahora es otra cosa: una tiendita con luz, bien arreglada, los libros en estanterías, la señora o señorita dando clase a un par de muchachas. Saludamos. Le doy mi nombre que, claro, no le dice absolutamente nada. Miro los libros, que no carecen de interés ni muchísimo menos y los precios, aun en pesetas, totalmente inabordables. Me doy cuenta de que la hija no ha hecho más que cambiar el sistema del padre porque lo único que me dice, por encima de sus gafas, sonriente:
—Los precios son fijos.
Salimos.
—¿No conoces?
—No tengo el gusto.
—La mujer de Sigfrido Blasco. Su hijo. Max Aub.
—Tanto gusto.
Evidentemente en su vida han oído el santo de mi nombre. Pregunto.
—¿No tenían la editorial en Garrigues, 8?
—Sí.
—¿No iban a republicar lo de Prometeo?
—Lo estamos haciendo.
Insisto, levemente, en mi nombre y apellido.
—Me escribió un amigo común, de Buenos Aires, referente a ello y si yo podía serles útil…
Se hacen los desentendidos. (Tal vez sepan quién soy). No insisto.
El nieto de don Vicente…
Seguimos unos pasos hasta una librería de buen aspecto. De pronto: la Universidad. ¿Dónde quedó la calle de Tallers? ¿Dónde Chuliá, el que encuadernó miles de libros para todos nosotros?
Desde la esquina se ven ahora, en la pared de la Universidad, unas estatuas de mármol blanco que me recuerdan los Hipócrates del Seguro Social, en México. No han podido aguantar la fachada lisa. Bajamos hasta la calle del Pintor Sorolla. Sólo le he echado una mirada, de esguince, al Patriarca. Ya nos entenderemos. Allí la librería que fue de Maraguat. La callejuela de las Monjas de Santa Catalina. ¿O no? ¿Es la siguiente? El decorador, ahí enfrente. Entramos en la Universidad. El patio. Los arcos. La estatua de Luis Vives. Nadie. Estamos en vacaciones. Subimos por la ancha escalera y entramos en la biblioteca. Todo igual. No es que parece que fuera ayer: es ayer. Cruzamos. Dos o tres lectores. El despacho de la directora y la subdirectora, enfrentados. Inmediatamente saben quién soy y la subordinada, alegre, a mi sorpresa:
—Sí, sí. Sé dónde están guardados.
La directora guarda algo más de reserva pero, de todos modos, todo son amabilidades. Francas, agradables, dan gusto de ver y de oír.
—Podemos bajar a verlos.
—¿Quiere?
Ya estoy de pie. Bajamos. Estanterías de hierro y allí, entre miles, algunos, muchos, inconfundibles, los míos.
—Hay muchos dedicados.
Más de treinta años sin veros, lomos. ¿Pero cómo sabe que todas estas cajas de comedias sueltas del XVIII son mías? No se lo pregunto. Miro. Toco. ¿Cuántos habrá?
—Tiene que hablar primero con el Rector.
—¿Quién es?
—Un médico.
—¿Le puedo ver ahora?
Toco. Palpo. Veo. Abro. Una dedicatoria de Chabás, otra de Salinas, otra de Guillén. Una de Federico.
—Luego bajaré a ver la librería de Almela y Vives, que sé que está aquí cerca.
—Murió hace dos años.
Triste Almela. No debió de pasarla muy bien con su valencianismo y su liberalismo de viejísimos cuños. Por ahí debe de andar quizá, alargando el dedo, señalándome.
—¿Vamos a ver al Rector?
Volvemos a cruzar la biblioteca, ahora en sentido contrario. Salimos a la escalera, al zaguán. Hay colas de muchachos, como en todas partes, frente a todas las oficinas. El ujier.
—¿El señor Rector?
—¿De parte de quién?
—De Max Aub.
No sé qué decir. No sé cómo presentarme. No sé quién soy ni quién fui.
Aquí, en el cementerio civil, en un nicho con el alto relieve de mármol blanco tallado muy modern style se lee «Vicente Blasco Ibáñez» y sus fechas (creo). Nada más. Bastante abandonado. Pequeño. Un nicho. Nada. Más allá, tras unos tabiques, sin nombre, el ataúd de un general que decían húngaro y que, posiblemente, lo fuera. Lucida, en tierra, de mármol negro, la tumba de mi abuela y mis padres. «Ya no hay sitio», dice mi hermana. Aunque lo hubiera. Tanto me da. Aunque lo más probable es que me quede viendo el valle de México, entre Emilio Prados, Luis Cernuda y León Felipe. Lo que importa, lo que me impresiona, es esa triste placa de mármol, más o menos solitaria, de Blasco, ahí en el Cementerio Civil, escondida. Nadie me ha de decir que los muertos no tienen importancia, pero es bonito estar enterrado en Roma, bajo unos pinos, como esos dos ingleses —no sólo grandes poetas por eso—, como no fue gran político Gandhi por haber sido dispersadas sus cenizas en el Ganges. Lo triste es esto: esta placa de mármol de un estilo pasado de moda, abandonada, cerca del suelo, con los restos de medio siglo de su ciudad. Ya sé: muchos se acuerdan, se venden sus libros, sus hijos se pelean sus derechos —es la vida— pero ahí está don Visent, enterrado frente a mis padres, más lucida su tumba, la de mis padres, que la suya. Pasará. Se hará justicia. Tal vez. Tal vez, no. A veces la historia es injusta y no importa para qué siguen creciendo los árboles. Ni está bien ni está mal. Las cosas son así. Es posible que la culpa la tengan los hombres, pero nadie les va a pedir cuentas. No me llevo ninguna piedra, ninguna piedra pequeña del cementerio civil de Valencia. Tengo de otros. De aquí no las necesito.
—Ché, don Visent, vosté no conocería Valencia. Se lo aseguro. Usted no se acordará, como es natural, cuando le estreché la mano allá por el 27 o el 28, cuando volvió usted a Valencia: iba en un simón abierto, por la calle de San Vicente, con esa camisa sport, abierta también, que había hecho célebre. Ya estaba usted muy enfermo y tenía bolsas bajo los ojos. Me subí en el estribo y le estreché la mano, fofa. Me sonrió. La gente le aclamaba. Estaban contentos de que hubiera vuelto, de que estuviese en Valencia.
Ya no conocería Valencia. Ahora es otra cosa. No sé si mejor o peor, muy distinta. Ya no hay plaza Castelar. No sé si se llama del Generalísimo o del General Franco o algo por el estilo y su amigo Capuz ha hecho una estatua del tal. El que echó abajo la república en la que quién sabe si usted creía ya, cuando regresó. Y se fue para siempre. Usted no se figuraba, y mucho menos su familia, que la república vendría tan pronto (o a lo mejor, si lo huele, ni siquiera se muere en ese Mentón del demonio). ¡Ay, don Visent, quién conociera la Valencia de usted, la de la calle de San Vicente de afuera dónde yo vivía! No es que me parezca mal que hayan tirado todo. Está bien. Pero ¡cojones!, ya está bien. Tanto no hacer nada y tanta misa y tanto cura y tanta democracia cristiana. ¡Y tanto Plan Sur!
¿Se acuerda de la Casa de la Democracia? ¿Y de El Pueblo y de Azzati? Ahora Valencia está mucho mejor y dan ganas de llorar al verle a usted enterrado ahí, cerca del suelo, como si nada. Como si nada hubiera pasado de 1928 a 1968. Pasaron muchas cosas y hasta es posible que no estuviera usted conforme con lo que hicieron algunos de sus amigos y hasta alguno de sus hijos. Así va el mundo. A pesar de todo, a usted, no le va mal del todo…
Genaro Lahuerta; la pintura conserva, o los títulos académicos (todos los académicos mueren viejos…). Nos lleva a los Viveros. Elegancia académica, poca gente, comida internacional servida con los mejores deseos de lograr un standard de la misma categoría.
(La Alameda. Los árboles no han crecido. Como no tienen más que el río y el cielo para ser comparados con lo que fueron no pasan los años por ellos).
Vamos luego a su estudio. Grande, hermoso. No tiene cuadros. Me promete un apunte. Veremos si cumple. Me enseña el espléndido caballete que perteneció a Sala (¿o a Domingo?) con una prodigiosa lupa —por lo menos de veinte centímetros— para ver las pinceladas del tiempo pasado.
Falta, tal vez, un poco de calor humano. ¿Qué pasa, Genaro? Recordamos mis retratos; el que sigue colgado en el Ministerio de Instrucción Pública (lo ha visto hace poco) y el grande, desaparecido. Tal vez esa falta de cordialidad se deba a que se crea, de veras, un hombre importante (aquí, lo es). Siento no ver sus cuadros. Sólo el marco.
Manolo Zapater, registrador de la propiedad, ilustrado amigo de hace más de cincuenta años, hombre liberal, amigo como hay pocos, pero de estos amigos que son amigos porque son amigos, sin ninguna otra razón. Hoy, poco leído a Dios gracias, se asusta de las películas que proyectan ¡ahora! Sí, y de la libertad de las costumbres…
Y éste era de los mejores compañeros nuestros de los años 20 y de los años 30… Seguramente otras personas como él, millares y millares, piensan lo mismo. Eran hombres vagamente de izquierda, liberales, de Izquierda Republicana, admiradores de don Manuel Azaña, sin tomar partido, pero sí elementos de aquella gran masa liberal y esperanzada; hoy, pasados por el tamiz del franquismo se asustan de lo que llaman «la libertad de las costumbres». ¿Qué libertad? ¿Qué costumbres?
Las memorias íntimas de Azaña, publicadas en 1939, por Joaquín Arrarás. Creíamos entonces en una falsificación; existe, por la presentación y los cortes, pero no implica para poder asegurar que lo reproducido entre comillas salió, sin duda alguna, de la mano del Presidente. Leído aquí, ahora, estas notas de 1932 y 1933 —los años más esforzados de su gestión— suenan siempre a verdad y no dejan de sobrecoger por cuanto anuncian, agoreras.
A medida que hago presentes mis inconformidades me doy cuenta de cómo mi sobrino se aleja de mi sentir.
—¿No estás conforme?
—No. Porque ves España como si fuese lo que era cuando tenías mi edad.
No hay reproche sino, más bien, cierto aire superior, el que dan los pocos años.
—No te das cuenta, pero no ves las cosas como son. Buscas cómo fueron y te figuras cómo podrían ser si no te hubieses ido.
No es nada tonto.
—Crees que no tienes nada que hacer aquí. Es posible; pero ni siquiera piensas en lo que podrías hacer si te quedaras, agarrotado por la idea de que no podrías decir lo que te parece mal. Es posible. Pero, seguramente, lo que te parece mal no lo es tanto como supones.
No es ningún chiquillo, pasa —poco, pero pasa— de los treinta años. Brillante. Buena carrera. Tres hijos, ya.
—España ha variado de todo en todo entre otras cosas porque, lo reconozco, ignoramos lo que fue antes. Es absurdo que nos lo eches en cara, a poco que lo pienses, tío. Y por el hecho mismo de esa ignorancia (que no quiere decir, ni lo aceptaría de ninguna manera, que somos ignorantes) tenemos un concepto totalmente distinto que el vuestro acerca del país y sus posibilidades.
—Acepto. Pero con lo que no puedo estar de acuerdo, porque ésa sí la conozco y no es de tu tiempo, es con la educación que os han dado.
—La educación es una cosa y nosotros, otra. Yo no defiendo ni salgo en defensa de lo que nos han enseñado. Lo que te aseguro es que no puedes —recalcó el «puedes»—, no puedes ver ni darte una idea exacta de lo que es España hoy. Como si te encontraras con una mujer que fue novia tuya en aquel entonces…
—No creo que…
—No: déjame acabar, no quiero decir que te apiadaras de su apariencia o de la tuya sino que, sencillamente, no la puedes juzgar como los demás. No puedes ver Valencia como es porque se te representa como fue. Y eso que las calles y las plazas se pueden fotografiar y dejar constancia. Ahora bien, traslada eso a la manera de ser, de pensar y dime si puedes ser juez. Y no puedes serlo porque ya no eres parte. Y no se puede ser juez —dígase lo que se diga— a menos de ser parte.
No tengo por qué decir que es abogado. Y del Estado. O lo será.
—No he viajado tanto como tú, claro; pero he hecho mis pinitos, como sabes, conozco París y Roma. ¿Y qué? Sí, hermosas ciudades, pero ni Madrid ni Barcelona tienen por qué palidecer de envidia. Por algo viene tanta gente. ¿Por lo barato? Algo sería algo. Pero no es sólo por eso. Comen bien. Lo que te demostraría, si no fueses sectario, que aquí no sólo los turistas sacian el hambre. ¿Que no hay libertad? Es un decir. ¿Qué hicisteis con ella? ¿Crees que nos hace mucha falta? Si fuese así se sabría, tío, se sabría. Hay huelgas y las ganan los obreros por lo menos en la misma proporción que en cualquier otro país. ¿Que no hay libertad de prensa? Dejando aparte pocos periódicos, consuetudinarios infamadores de España, aquí puedes comprar los que quieras. Sucede que, en general, a la gente le tienen sin cuidado. ¿Que se lee poco? ¿Cuándo se ha leído mucho en España? Y aun te aseguraría que nunca se ha leído tanto. ¿O crees que porque no leen tus libros son ignorantes? Sabes, tan bien como yo, que si tuviesen interés, hoy —no digo hace diez años— pueden encontrarlos. Lo que sucede es que no les importa. Y eso es lo que te duele. Pero es la verdad. Ni tus libros ni los de otros de tu época. Leen a Cela más que a Galdós o a Quevedo. Es absolutamente normal. Siempre ha sido así, aquí y en todas partes. ¿O es que en México leen las novelas del siglo XIX y no las publicadas ahora? Sería demasiado buen negocio para los editores. ¿O crees que no leen a Larra porque no se encuentra? No interesa, ni Ganivet, ni Unamuno, ni Ortega. Hablas de una España que fue; con todo y tu menosprecio injusto, prefieren a Marías o a Laín. No por nada: son de hoy y de aquí. ¿La guerra? Es vieja y, además, ¿para qué acordarse? ¿Qué bien nos iba a proporcionar, sean las que sean las ideas de unos y otros? No. Dime, tío, ¿qué íbamos a sacar de eso? Nada. La gente no es tonta. Va a lo que le interesa, desde cualquier punto de vista. ¿O se vivía mejor en España cuando tenías mi edad? Tú, sí; pero no por España sino porque tenías los años que tengo. ¿O crees que vivo peor de lo que tú vivías en 1930 o en 1933? Aunque me digas que sí, no lo creeré. Y no me refiero siquiera al progreso natural, a la industrialización. Los obreros viven mejor, los patrones viven mejor, los escritores viven mejor.
—Son peores.
—¿Estás seguro? Aunque fuese verdad no tendrían ellos la culpa… Además ¿quién te asegura que son peores? ¿Porque viven en esta España que no puedes tragar?
—No dije tanto.
—¡Cómo no!
—¿Dónde el Unamuno de hoy?
—Unamuno no era de tu tiempo.
—Sí.
—No. Ahora bien, si quieres poner a la Restauración y al reinado de Alfonso XIII por las nubes, no vas a encontrar resistencia. Lo que sucede es que aquí estás buscando lo que no hallarás nunca. Ni tú ni nadie.
—¿Qué?
—El tiempo pasado. Tu juventud. Ahora es la nuestra.
No hice más que un gesto dubitativo.
—Es un poco absurdo (quiso decir «ridículo», sin duda) que llores.
Era de los pocos a quien había expresado mi pensar; el único joven. Los viejos estábamos de acuerdo. Tal vez los jóvenes que están de acuerdo con nosotros son viejos prematuros. Tal vez no. Era muy tarde, hablábamos en voz baja en el comedor.
—Anda, vete a dormir. La tía te espera —me dijo echando la frase con retintín.
—Está hablando con la mamá.
—No importa. Mañana me voy en el primer avión a Madrid. Nos veremos la semana que viene.
—Sí.
Me dormí muy tarde.
—Habéis hablado mucho.
—Él.
—¿Qué te parece?
—Bien. Un poco duro. Sabe lo que quiere.
—¿Y qué quiere?
—No lo sé. Vivir lo mejor posible. Duerme.
Le di las palmaditas de costumbre.
—Buenas noches.
Por las rendijas de las contraventanas, las luces de la calle; las estuve mirando durante mucho tiempo, hasta que se confundieron con las del amanecer.
—¿No duermes?
—No.
2 de septiembre
Todavía puedo hacer los recorridos de mi adolescencia. A veces lo que veo no se parece a lo que vi —no por mí— sino porque las cosas han cambiado; las casas, los jardines, las calles. No las reconocen ni las suelas de mis zapatos. A veces todo ha variado tanto que hasta el trazado de las calles es distinto y cruzo por donde antes había paredes. No son sino tres décadas: ¿qué será dentro de un siglo? Ya nadie se acordará de lo que vi. Todo cambia más de prisa que el hombre. Donde hubo solares hay casas, y, al revés, donde se levantaban edificios ahora bullen calles. ¿Para qué entonces describir cómo son las cosas, las casas, las calles, las ciudades? Nadie caerá en la cuenta de lo que fueron. Los hombres son otra cosa, por mucho que varíen las modas; los sentimientos son todavía bastante parecidos, de un tiempo a otro seguido. También varían, pero menos. No hay donde poner la mirada donde no se vea el sentido de la vida. No el de la muerte, don Francisco, sino el de la vida; lo que no varía, naturalmente, el hondo sentir.
Eso está igual… Esto ha mudado… Esto no existía… ¿Dónde está aquello que…? ¡Qué pequeño! Sólo el mar está igual. Los hombres no son eternos, pero pueden trocar gigantes en molinos.
—¿Quién dice que la inteligencia ha de ganar estrepitosamente, de pronto, con rapidez? Sólo algún tonto o algún maricón intelectualoide puede pensarlo; sólo algún provocador puede llevaros por caminos de ese tipo. La lucha ha de ser larga y por fuerza, además, incierta en su desenlace. Pero si se renunciara a luchar es cuando no habría nada que hacer. Porque si algo hemos de lograr es por la lucha misma. Lo cual no es prometer la victoria.
—¿Eso vienes a decirnos?
—No vengo a deciros nada.
—¿Eso has venido a ver?
—No he venido a ver nada nuevo. Porque sabía de antemano lo que me esperaba. Lo que vería.
—Como si fuésemos El entierro del conde de Orgaz.
—No. Porque una obra de arte suele ofrecer nuevos aspectos a poco que la mires desde otro ángulo. No. No os hagáis ilusiones de creer que vuestra realidad ofrece muchas mayores posibilidades de cambio que, digamos, las dos Alemanias o Italia o Portugal. Murió Salazar. ¿Y qué? Morirá Franco, ¿y qué? Las fuerzas son otras y están bien hincadas en el suelo español. El turismo no es sólo el dinero que aporta, los cambios que trae, es el acomodamiento. El mundo cambia muy de prisa en lo físico, pero ¿en lo moral? Los soviéticos imitan a los norteamericanos en sus elementos de vida, pero ¿en sus conceptos? Los españoles de Palomares reciben bombas A o H en los alrededores de su pueblo pero ¿en qué se benefician? Hablamos por hablar y por perder el tiempo.
—¿Entonces por qué no vienes a vivir aquí?
—Porque en México puedo publicar lo que me da la gana.
—Aquí serías útil.
—¿A qué? ¿O soy más que uno cualquiera? Ahora puedo resultar novedad (que buena falta hace siempre aquí y donde sea). Pero ¿dentro de tres meses? Más visto que Carracuca.
—¿Quién es Carracuca?
—El gato de mi abuela. Yo no juego a adivino, pero ¿por qué ha de mejorar la situación, desde mi punto de vista, si os conformáis con lo puesto? ¿Quién puede impedir no sólo que sigan adelante sino que cada día refuercen —haciéndolo mejor— la censura, frenen las libertades si quedan? Si no lo hicieran serían idiotas. Y no lo son.
Gran Vía de Benavente. Todo lo esperaba menos esto: Gran Vía de Benavente, aquí en Valencia. (Estuvo en mi casa, le presté las obras completas de Shakespeare para que tradujera la que mejor le pareciera para representarla en cualquier compañía de las diecinueve que íbamos a tener, nosotros los del Consejo Central del Teatro y que se quedaron en nada). ¡Pobre don Jacinto! Pero lo que son las cosas: ahora, aquí en Valencia: Gran Vía de Benavente. ¿Cómo es posible? Era conservador pero estuvo con nosotros y nos reuníamos con frecuencia, con don Antonio y con Cañedo, y venía a mi casa, sin miedo, y andaba por ahí y la gente le saludaba:
—Adiós, don Jacinto.
—¡Salud, don Jacinto!
Sonreía. Y aquí, en Valencia: Gran Vía de Benavente. ¿Adónde está la Gran Vía de Blasco Ibáñez? No la hay siendo lo que sigue siendo para los valencianos, y murió el año 28, y no hay calle de Blasco Ibáñez. No se enfrentó con Franco sino con el rey. Republicano, muerto sin confesión. Tal vez por eso Blasco es, aquí, todavía mucho más que Blasco.
Todos los sitios de mis novelas en trance de caer bajo la piqueta. En cambio, todos me habían dicho que Plácido Cervera (la librería) había desaparecido. Ahí está. ¿Qué importa que él muriera?: ahí está la librería por la que yo preguntaba, a donde, mozo, iba todos los días, la que vi durante tantos años desde mi balcón de soltero. Y hablando de librerías: son un desastre. No hay nada. Pocas y malas. Ni saben lo que tienen. Como locales, pasan; pero como vendedores, matan. En el fondo, no tienen tanta culpa: ¿quién les ha enseñado? ¿Quién les ha dicho este libro es esto o lo otro? Nadie. Reciben paquetes, los abren, los venden o no, pero, si venden, no reponen. Llegan más paquetes: la cuestión es poner libros en feria: lo mismo da uno que otro. A menos que intervenga la televisión… Hablo de las tres que vi. Asegura F. que hay otras, más escondidas, mejores.
¡De qué buen ver, mis sobrinas! De todos tipos. Altas y bajas, morenas y rubias. Hay que escoger y han escogido bien los jóvenes. La verdad es que todos son sobrinos: tres de mi hermana, tres de mi cuñado Jaime, dos de Alfredo. Igual número de sobrinas políticas y Susana, la sobrina nieta. Existen ya muchos sobrinos nietos. Pero Susana es Susana.
Comemos en el Vedat. Muy bien. Mariscada…
El Vedat, los pinos, el sol, la familia. ¡Si el mundo no fuese más que eso! ¿Por qué no me conformo? No lo sé. Pero no me puedo sujetar. No puedo, como Job, «darlo todo por bien perdido para conservar la vida».
¡Cómo huele a pinos! ¡Cómo huele a mediodía! ¡Cómo resbalan las agujas secas en la tierra pedregosa! ¡Qué azul el cielo!
Olvidar, de pronto; perder la memoria, ser sólo presente; más si me omito.
¿Qué tiene este atardecer que sólo puede ser modernista?
Topacios y amatistas, zafiros y esmeraldas,
se funden en la Hoguera de un ocaso imperial;
y en negro se dibuja, sobre las vivas gualdas,
al filo de la cumbre, una palma real.
—¿Qué te recuerda? —Me pregunta absorta P.
—Jerusalén.
No hay «filo de cumbres», no es México, no es Urbina. Es el atardecer azul y sangriento de toda la literatura modernista y romántica. Es la Albufera.
—Nunca había venido —dice P.
No lo creen. Prodigiosa tranquilidad del lago en la tarde que se va hermosa como la más hermosa. Tranquilidad absoluta del agua que sólo enseña sus lomos suaves como la arena de dunas inholladas. Alguna caña es primer término para mayor belleza del encuadre.
Y arriba, en las profundas soledades de arriba,
la estrella de la tarde, doliente y pensativa,
se clava en un ardiente celaje de rubí.
¿Qué más da América que Asia o Europa? Pero P. nunca había estado en la Albufera, en la Dehesa. Atravesamos el bosque. La playa.
Aquí, entre los pinos, tantos caídos con las cabezas reventadas. ¿Por qué no se pueden apartar de mí, que no los vi? Basta que me lo contaran… Casi le digo a mi sobrino, que conduce:
—¡Cuidado!
Lo prodigioso es cómo Valencia, perdiendo carácter, ha crecido, y hace suponer que cuanto menos tenga —como otras— más anchas serán sus calles, más altos sus edificios, menos preocupados sus moradores, éstos lleguen a olvidar los santos de sus nombres para transformarse en sencillo número y que a cualquier político le será fácil convencer a los felices moradores de su país bien soleado que los autores de todo mal son los escritores, por inventar tramoyas e inverosimilitudes o recordar tiempos pasados, siempre peores. A este resultado me llevó el Plan Sur mientras me hacía ilusiones de ver desaparecer esos horrendos merenderos de la playa del Cabañal, donde ya ni bien se come. En parte reconozco —tal vez— la culpa de los exiliados, a su vuelta, o de sus familiares, cuando los acogieron aquí de visita y aumentaron el gusto por el chile. Ahora, aquí, todo es picante; le echan guindilla a todas sus salsas, y por aquí, seguramente, se deslizará sin ruido el chile a toda Europa. Todo pica: las clóchinas y las gambas, las butifarras y los butifarrones y el all y pebre (que siempre tuvo lo suyo) parece de Puebla o de Oaxaca. Tal vez me equivoque pero me parece, como el tuteo, el peor resultado de la guerra civil.
Hablo con Juan Gil-Albert, por teléfono. Calla por la sorpresa. Estalla alegre. Mañana iré a tomar el té, a su casa. Su casa nueva, que está en la misma manzana que la de mi suegra. ¿En qué galería de las que aquí se enfrentan, en el enorme deslunado, vive?
¡Querido y pobre Juan! ¿Cuántos años hace que salió de México, de vuelta? ¿Veinte? Es posible. Más, tal vez.
Otros treinta años bien cumplidos. Satisfecho de sí. Nada tiene de revolucionario y como hombre de su edad no sabe distinguir entre lo que llamábamos la derecha y la izquierda. ¿Para qué digo quién es? Leerá estas líneas y se acordará de nuestra conversación, en el comedor, mientras su mujer se fue con la mía a ver a Pepita X.
—Yo creo que, a pesar de todo, van a soplar nuevos aires de renovación, muy prudentes desde luego, y que llegarán a los hombres de la calle y que tal vez se produzca un milagro. (Lo repito porque lo repite, satisfecho).
Ya el sólo enunciar la palabra milagro me deja estupefacto porque el muchacho —para mí, un muchacho— ha viajado bastante, ha vivido unos meses en París, estudió dos años en Londres.
—Se desempolvan palabras o frases como «oposición política», «nuevas coyunturas que exigen nuevas soluciones», «participación en la vida política». Te advierto que está en contradicción con la calma anterior.
—¿La calma anterior…? ¿Querrás decir que todo estaba muerto?
—Sólo los que viajamos al extranjero tenemos término de comparación. Era un fenómeno normal que para ti sería difícil entender. Y para aumentar un poco nuestra conformidad se habla ahora de una participación en los negocios y de una corresponsabilidad política que tal vez sea capaz de contentar al hombre de la calle, al que van dirigidas la prensa y la televisión con que se nos obsequia cada día. Lo peor es que probablemente sea así.
—¿Y el que no es hombre de la calle? No hablo de mí ni de los que ya tenemos puesto el pie en el estribo. Hablo de los de tu generación y de los más jóvenes. En fin, los que tienen dieciocho o veinte años, tanto en la Universidad como en la fábrica. El que no sabe ni por asomo lo que fue la guerra civil. Es decir, el fabricado a millones de ejemplares.
—No puede haber estadísticas, porque el presupuesto del Instituto Nacional de las ídem no da para tanto. Pero hablando en hipótesis el problema del futuro político de España no le interesa a nadie. Y ante todo ten en cuenta que las opiniones, si las tienen, no tienen cauce alguno de expresión pública. En mi época, es decir, cuando yo tenía dieciocho años —y ya era tarde—, cuando mi padre tenía mi edad, el SEU y el Frente de Juventudes eran una cierta realidad juvenil. A pesar de todo no se podía disentir completamente, sin contar que no disentían los que pertenecían a esos organismos. Comoquiera que fuese, eran unas formaciones políticas, una forma de expresión y de participación que hoy ya ni siquiera existe. Hubo un momento en que pudimos creer en la importancia de nuestra tarea nacional, en el papel político de la universidad y de las fábricas. Pero fracasó totalmente el intento y hoy no saben de qué se les habla cuando se les cita a la Delegación de Juventudes. Se repite ahí la misma figura que se da, a escala familiar, con los hijos rebeldes dentro de un hogar de derechas de toda la vida. Pero mientras a escala doméstica los resortes no son suficientemente fuertes para torcer la actitud rebelde del hijo o la hija, a escala nacional sí que parecen serlo y han conseguido imponer el respeto, por lo menos externo, hacia lo que vosotros representasteis. El hecho es que la rebeldía juvenil en materia política no ha encontrado ni encuentra hoy un cauce de expresión ni de actuación.
—Bonito panorama…
—Sí. Ha vencido la indiferencia. No digo que no existan otras posibilidades: la clandestinidad y el radicalismo. Pero la diferencia de volumen entre esas tres expresiones de la juventud es de tal tamaño que no se pueden comparar. La actual indiferencia de la juventud hacia el futuro político de las instituciones es tan enorme, tan avasalladora, que no deja resquicio posible de cierta importancia —como no sea para ellos mismos— ni a la clandestinidad ni al radicalismo. Como habrás visto, los jóvenes saben mucho más de fútbol que de formas de gobierno, de jazz que de derechos humanos. Fomentando esta manera de pensar hemos conseguido una juventud sana y bulliciosa que no piensa cosas mayores y que no quiere jugar antes de tiempo a cosas de hombres. Lo curioso es que a los padres de éstos se les inculcó lo contrario y se les hizo creer que la obra nacional de Falange, del Estado, era asunto de ellos. El indiferentismo político de la juventud no es solamente un hecho sino que es un movimiento creciente.
—O, para ser más exacto, una creciente falta de movimiento.
—Así no dan la lata ni ponen chinitas en los rodajes de nuestra complicada política de desarrollo —en la que tomo parte— y no sienten la cosa pública. ¿Qué digo sienten? No les importa. No es que les sea ajeno el problema, pero piensan que tendrán tiempo de ocuparse de eso cuando sean «mayores». Será una madurez nacida del cero político. Ahora bien, lo saben los niños: cualquier cantidad multiplicada por cero… Evidentemente los que lleguen a tener acceso a la gestión política, el día de mañana, lo harán desde criterios de madurez —es decir, desde la valoración del dinero, o del poder, o de la técnica— pero no habrán sabido nunca lo que haya podido ser el idealismo, el radicalismo —no digamos la revolución— en una vida.
—Y acabarán viendo la televisión.
—La ven.
—Quiero decir que les gustará.
—Las gentes que hoy nos gobiernan han sabido lo que fue la lucha, la guerra, los sindicatos de verdad. Hoy ¿la juventud, qué?
Tomamos otro coñac.
—Me hablabas de la clandestinidad.
—Han inventado una palabra para los inconformes que, supongo, sólo se puede aplicar a España: las minorías. No sólo por el hecho de que la vocación política es siempre excepcional en la juventud sino porque después de tantos años en que aquí la oposición es ilegal, ha acabado por haber una oposición tan pequeña tan pequeña, que la policía la conoce mejor que los mismos oponentes. La clandestinidad política no tiene amplitud para que en ella quepa el joven sin vocación revolucionaria. Por ello se hace cada vez más clandestina y cada vez más reducida. Y la trituración de esos grupúsculos miniminoritarios puede acabar totalmente con cualquier grupo de jóvenes que tengan alguna idea que no esté de acuerdo con la falta de ideas. La Inquisición aniquiló todos los grupos protestantes de la España del XVI. Cuatro siglos después nos avergonzamos de ello, como españoles y como católicos. No hay protestantes, como no sean extranjeros. No hay clandestinidad o si la hay es como si no la hubiese. Ni siquiera hemos llegado al nivel marcusiano de integrar no digo la oposición dentro del régimen sino la sincera e ingenua oposición de unos grupos de jóvenes incautos. Aquí el poder sigue siendo el que señalaba Cisneros. Podemos despotricar de las drogas, del desenfreno. Pueden llenarnos de miedo por la «peligrosísima infiltración de fuerzas transpirenaicas del desorden y del caos» pero de hecho no estamos dejando que la política encuentre terreno abonado donde debiera haberlo. Lo mismo pasa con el radicalismo. Conste que para mí el radicalismo juvenil no es algo negativo. Aquí no dejan ser radicales más que a los partidarios del régimen, el radicalismo de los hijos de papá, con la connivencia de papá. Un engaño. Y hubo jóvenes radicales, pero han desaparecido sin dejar huella. Cuando se dieron cuenta del engaño se dedicaron a la vida privada y a los negocios públicos. Es decir, que cambiaron el engaño por el poder. Al radicalismo en contra se le ahoga. Se le toma demasiado en serio. Desaparecen así los dos radicalismos y toda posible vocación política juvenil. Entre los jóvenes sólo quedan las vocaciones políticas de efecto retardado, las que explotarán cuando ya no sean jóvenes. Éste es a mi juicio el futuro político de España. Saca tú las conclusiones.
—Que lo haga el gobierno.
—No lo hará. Es demasiado cómodo contar con la aquiescencia de todos y particularmente de los Estados Unidos. Ya verás cómo las actuales relaciones se van a intensificar hasta donde no tienes idea. Aquí cada día se vivirá mejor. Tal vez disminuya algo el turismo porque subirán los precios, pero es muy posible que España se industrialice de verdad. ¿Dónde va a encontrar Norteamérica, los capitales norteamericanos, un sitio mejor dónde convertir sus bases militares, que ya no sirven para gran cosa, en algo de mayor provecho? Lo que hoy les cuesta dinero —poco, desde luego— el día de mañana les va a producir más que todo Centroamérica y México juntos.
Me quedo triste.
No sé por qué me acuerdo de la visita (debió de ser en abril) de un profesor o egresado de la Universidad de Stanford, de edad parecida a la de J., que vino a entregarme una copia de su tesis acerca de Ayala, Sender, Barea y yo (para variar) y de la que guardo buen recuerdo. De cómo me contaba que, licenciado en Derecho, por Madrid, jamás había oído el santo de nuestros nombres hasta llegar a Estados Unidos y de cómo, una vez allí, el profesor —que sustituyó a Aranguren— aseguraba que no había censura en España.
—Se va usted a llevar una desilusión.
—No —le contesté—, desgraciadamente. Pero algún día cambiará. Como todo.
3 de septiembre
El Palacio de Dos Aguas: todo el mundo lo sabe, verde joya del rococó, blanca llama retorcida del churrigueresco. Ahora gracias a la dedicación, a la devoción, al entusiasmo de don Manuel González Martí, joven de 92 años, se ha convertido en el museo más frecuentado de la ciudad. Todo el mundo está feliz. Nadie habla de San Carlos convertido en San Pío V. Todos preguntan:
—¿Ya has estado en el museo de la cerámica?
—¿Ya estuviste en el museo de don Manuel?
—¿Ya has visto el museo de González Martí?
Nos colamos gracias al desparpajo de Fernando Dicenta (para no pagar las dos o las cinco pesetas de entrada) preguntando por el director, y pasamos al bonito patio de mármol verde estriado y finos tallados de mármol blanco que no dejan de tener gracia y la elegancia propia de la época de la Valencia erudita que tan bien le va a la calle de Caballeros. Esa Valencia culta del siglo XVIII que todavía, seguramente, se puede oler en algunos barrios intocados de la ciudad. Cuando digo intocados me refiero a la de principios de siglo y aun antes, cuando Valencia se convirtió en la ciudad de El Pueblo y El Mercantil Valenciano.
Don Manuel González Martí, en su sillón, imponente, gordo, triste porque no puede llevar a cabo, en su museo, una sala García Sanchiz, igual a la que ha logrado hacer con desechos de los hermanos Quintero.
Sí. Esto explica el éxito. No necesito verlo aunque no me escaparé. Sí. Es la cursilería misma multiplicada por la pretensión, es decir: por sí misma. Dejando aparte que no estaría mal hacer un museo de la cursilería, éste es mejor porque toma la cursilería en serio. Este bueno de don Manuel González Martí, que he conocido toda mi vida, profesor de cerámica de las escuelas de Manises, fabricando rajoletes, imitando no solamente a las que desde siempre se hicieron con la arcilla de las cercanías, sino imitando las de Talavera, redescubriendo los tornasolados de los mosaicos árabes… Y vengan platos, ánforas y ceniceros. ¿Qué tiene Valencia que ha sabido mantener una corriente limpia, profunda, oscura como la de Ausías March, Joanot Martorell, Arnaldo de Villanova o los Borgia, al mismo tiempo que tiene por tan grandes o mayores a Arolas, Blasco Ibáñez o a los Benlliure? Sí, ya sé, es muy difícil hablar sin apasionamiento de Sorolla, prodigioso pintor, pero cuya falta de inteligencia hiere tan visiblemente. Ya sé, hay los grandes pintores realistas del siglo XIX: Sala, Domingo, perdidos, sin nombre, al lado de los Pinazo, que no dejan de tener su gracia, pero también su calendarismo siempre presente. Es el mal de Blasco: el Arreu y pa’alante. Es la fuerza —sin gracia—, el coraje, la desvergüenza, la valentía. Todo ello revuelto en una tierra que produce todo lo que se quiere al lado de otra más fina de color y mucho más pobre. Evidentemente de esta mezcolanza nacen museos como éste y personas como ésta. Este buen don Manuel González Martí, rodeado de sus veinte retratos hechos por veinte pintores valencianos de brocha gorda y de gran nombre, condecorado por todas partes, académico hasta donde se pueda serlo y llorando porque no puede tener su sala García Sanchiz como si García Sanchiz fuese Unamuno y no un triste Gómez Carrillo de vía todavía más estrecha. Cuenta sus vicisitudes, sus líos con la viuda, amiga de ministros… ¡Él, «tan amigo de otros», y que ha hecho su museo a fuerza de ministros conocidos, ministrables y exministros! Da pena y grima. Acaban de darle sus milloncejos para que agrande su tienda; el éxito económico y artístico más grande de la Valencia de hoy y de ayer…
Tal como suponía; el mayor batiburrillo que pueda existir. Por una parte la colección de mayólicas del Ayuntamiento, bien expuesta, con piezas absolutamente extraordinarias que no tienen nada que envidiar por la gracia y el color a algunas de las grandes piezas chinas, al lado de cosas sin ninguna importancia; dejando aparte lo que se salva por sí mismo, la cursilería general ahoga, tan de acuerdo con el numeroso público visitante. Sí, esto es lo que le gusta a la gente, y a donde va Vicente. Encantados. Éxito seguro del barroco llevado a su extremo, ¡ay!, popular.
Volvemos andando; cada bocacalle, un recuerdo, cada tienda, un conocido que, como es natural, no me reconoce ni yo a ellos, incógnito forzoso. La librería de Plácido Cervera, otra vez.
Entro, miro. Nada. Una joven. Le pido el precio de un libro, por hablar.
—¿Plácido Cervera?
—Era mi abuelo.
—Le conocí.
Dejo irse la i abajo, confundiéndola con una posible o.
—Murió hace diecisiete años.
Las otras librerías. Nada de particular. Lo de siempre.
Una leche merengada, en la lechería de Lauria.
Allá, del brazo, me parece ver a Vicente y a Asunción. ¿No es aquí dónde se encontraron por primera vez?
A nadie le interesan aquí los libros: las librerías desiertas. Pequeña diferencia con Barcelona donde se ve a alguna gente hojeando. Aquí, nadie lee en los tranvías o en los autobuses o en las terrazas de los snacks bars —excafés—. La multiplicación de los bares, debido ante todo a que ahora van las mujeres en manadas (es decir, en grupos de tres o cuatro) y dominan. Chistes, chistes y fútbol. Por ser España —sin razón alguna, claro está— me parecen más intrascendentes. No me doy cuenta, sino después, que lo que sucede es que ya no frecuento estos buenos lugares ni en México ni en París ni en Londres.
—¡Qué duda cabe que España, la política española, debe cambiar y cambiará! Sin eso sería un ejemplo único en la historia, e impensable. Pero debe y deberá cambiar por el esfuerzo mismo de los españoles y mientras éstos se satisfagan con lo que tienen y se alcen de hombros ante las injusticias patentes o se consuelen con canciones o danzas regionales, no habrá nada que hacer. Los españoles de 1923 fueron los mismos que los de 1936 —sólo les separan trece años— y los que se tragaron la dictadura de Primo de Rivera se negaron a aceptar la de Sanjurjo o la de Mola. Que ganara Franco es otro problema… Nadie responde del mañana y nadie menos que tú, Maxito. El mañana siempre es, aunque no queramos, de los jóvenes. Los soldados tienen, desde la Revolución francesa, alrededor de veinte años.
—Y ¿me tengo que conformar?
—Desde luego. Tú no eres tú sino, por hoy, ni siquiera tus hijas, sino tus nietos.
—Así que según tú, estoy en el limbo.
—Que siempre es mejor que el infierno.
—Se podría discutir.
—Sí. Pero no le interesa a nadie. Primero, porque es inútil.
—Entonces, no sigas. Y hablemos de putas.
Casa de Juan Gil-Albert. Juan más encorvado, la voz más fina, idéntica amistad y exquisito buen gusto. Misma figura en los modales y en la voz, incapaz de subir el tono, reconcomiéndose a cualquier disparidad o enojo.
Amable, encantador, inteligente. Sea porque hace menos tiempo, aunque hace mucho, muchísimo que no le he visto, pero menos tiempo que a los demás, noto más su envejecer.
El piso, no tan señorial como la casa de la calle de Colón, que están derrumbando, está alhajado con el mismo gusto que siempre le conocí en su vida y en su literatura. Se queja sordamente de los veinte años que lleva aquí sin que nadie le haga caso. La conversación recae rápidamente, después de hablar de las familias, en nuestros viejos amigos los entonces inseparables pintores. Lo que sufrieron al distanciarse y de cómo para él la obra de Pedro sigue siendo superior. Veo alguna de sus cosas que me traen a la memoria el recuerdo de Ramón Gaya. Y volvemos atrás: ya hace veintidós años que Juan regresó de México. (Máximo José Kahn, enterrado en el Brasil).
—No puedes darte una idea de lo que era esto entonces: las campanas, los rosarios de la aurora, las otras procesiones, los encapuchados, los Caballeros de Colón… Las campanas, las campanas. No puedes hacerte una idea. Hoy todo ha cambiado. ¡Hasta se han acordado de mí en el Ateneo Mercantil! Ya te contaré.
Entra su hermana, como si fuese ayer, y la cosa más natural del mundo, con su mesa de ruedas, el té perfectamente servido, en su punto, excelente.
—Nos hemos tenido que cambiar aquí no sólo porque tiran la casa sino porque, además, nos hemos arruinado.
La ruina debe de ser bastante relativa: los cuadros, los muebles, lucen su vieja calidad; Juan sigue publicando, en muy agradables ediciones, sus finos libros de ensayos y uno, verdaderamente excelente, último, de poemas.
Se va a tener que operar. No parece preocupado más que por su edad. Le reanimo en lo que puedo. Seguimos charlando en el mismo tono bajo, de íntima confianza que dulcifica todavía más el suave declinar —aunque más brusco que el de las lentas tardes inglesas— de la restallante luz del otoño, iba a escribir: de nuestra lejana Valencia. Pero no, de nuestra Valencia, ahí, presente, viva, rica: la del Plan Sur.
(Juan Gil-Albert, Juan Chabás, José Gaos, Leopoldo Querol, Joaquín Rodrigo, Pedro Sánchez —luego «de Valencia»—, Genaro Lahuerta: mi adolescencia…).
Juan Gil-Albert tan contento, tan contento porque los directivos del Ateneo Mercantil «se han acordado de él» e incluido en una serie de veladas en que recitarán sus poemas «algunos poetas valencianos». Dejando aparte a María Beneyto, ¿quién? Porque Fuster… Esto le sucede por haber regresado hace tantos años. Le han tenido —a él, el mejor sin duda de los de aquí, por lo menos el único enterado, al tanto del mundo (de los que conozco, claro)— totalmente aparte, apestado, muerto o, a lo sumo, como fantasma. ¡Pobre Juan! Tan consumido y, al mismo tiempo, lleno de vida pero agradecido porque «se han acordado de él» aquellos que despreciábamos tan cordialmente: los del Círculo de Bellas Artes, el Ateneo, Lo Rat Penat… Se había borrado él mismo del mapa; ya no existía, había desaparecido para todos, ya no era, había muerto desde las páginas de Hora de España, que aquí nadie conoce y que los que se acuerdan no se atreven a nombrar. Como si le hicieran un honor… «¡Se han acordado de mí!». ¡Hijos de la mañana! Pero mañana nos veremos las caras, ya en tierra, bien comidos, o con el Padre Andrés… Y si no pasa, nadie me quitará la idea de que sucederá así ni el gusto que me da el figurármelo. Ya sé que irán gritando que: «¡Qué se ha creído!». Claro que lo digo, para quedarme tranquilo: me lo recomiendan los médicos. Claro que soy viejo y tengo malas pulgas. A Dios gracias —supongo— cada día peores. A la gente se le ha olvidado lo que decían de los españoles algunos de nuestros inmediatos predecesores; sin ir más lejos, que buenos eran: Baroja, por ejemplo, o don Antonio Machado, ahí, a la vuelta de la esquina. Pero, por lo visto, o no los han leído —es lo más probable— o creen que no se refieren a ellos sino a sus abuelos, que estaban en Babia…
Lo malo es que este libro no se venderá en España, y cuando pueda circular libremente nadie sabrá de qué estoy hablando. Lo más imbécil: clamar en el desierto. Ser inútil. ¿Perderé el brío? ¡Quién pudiera emplear —saber emplearlas— las palabras mayores! Todos éstos reducidos a razón, que deambulan tan tranquilos… No morder el freno, sino el polvo si no hay más remedio.
Juanito Gil-Albert, entre sus sombras soñadas, feliz, consolado por los mandamases del Ateneo Mercantil… Mas ¿qué harías tú, Maxito, tras veintidós años de estar aquí aplastado?
—Lo que sucede es que los españoles han perdido hace tiempo la idea de lo que es la libertad. Se creen libres porque pueden escoger, el domingo, entre ir a los toros o al fútbol. Pero no tienen concepto alguno —ya no lo tienen— de lo que fue, de lo que ha venido a ser para ellos, la libertad. A lo sumo, saben de la estatua de Bartholdi. La libertad en los Estados Unidos, para ellos, de piedra, como la llama de la antorcha que lleva en su mano; algo así como el Comendador: un monumento, una tumba. De acuerdo: la libertad, en los Estados Unidos, es únicamente para los norteamericanos, y blancos de preferencia —por lo menos por ahora— pero, con todo, es la libertad, tal como hoy se practica, aunque sea mal, en el mundo civilizado. Algo es algo y ese algo es mucho. Aquí, no. Aquí no es que no haya libertad. Es peor: no se nota su falta. Falta hasta el concepto de lo que es. El español que se mueve hoy por la calle, que va y viene, de la Gran Vía al Grao, no tiene idea de lo que es ser libre. Si mañana le dieran suelta no sabría qué camino o qué partido tomar. Y recaería en la anarquía.
—Tal vez fue así siempre —dijo su hijo.
—No. No todos éramos anarquistas, ni muchísimo menos. Pero evidentemente nada tiene peor prensa, en nuestro tiempo, que el liberalismo.
—Vamos a tomar una copa a su salud.
—De los nueve o diez millones de huelguistas que hubo en París en mayo del año pasado ¿por qué no ha votado más de la mitad? Sólo han tenido cuatro millones de votos en total.
(Curiosa historia ésa del mayo francés del año 1968. Las barricadas. Las luchas de los estudiantes contra la policía. Las cargas. Los heridos, los lesionados. Y un solo muerto y porque no sabía nadar y se echó al Sena, huyendo. Centenares de miles. Todo el barrio latino levantado. La Sorbona y las escuelas, en París y sus alrededores, convertidas en fortalezas.
Ese resurgir del anarquismo, ese abandono de los comunistas. Esa que parecía revolución a punto de estallar, de la que todos se acuerdan hoy con melancolía. ¿Qué pasó? ¿Qué sucedió? Todos esos slogans que huelen todavía al surrealismo más añejo, ¿qué se han hecho? Se han editado. Ahí están. Se han reproducido por el mundo entero, ahí están. Corrió por Asia, por América, ese reguero de pólvora hacia una redención feroz y rápida. Costó muchos muertos. En París, uno. En España, pocos: apaleados, muchos; encarcelados, otros tantos. El recuerdo del Che, de Camilo Torres pero, sobre todo, nuestra juventud. La huelga revolucionaria del 17 y cierta revolución del mismo año. ¿En qué quedó todo? En nada. Mejor dicho, sí: en un número impresionante de carros de la policía que se estacionan por los alrededores. Hay conatos de huelga. Dicen que mañana… Dicen que pasado… Dicen que ayer. Pero nada en serio. Van más o menos a clase. Es una guerra de clases, no de clase. En el momento en el que pasan del primero al segundo año, se acabaron los arrestos —en todos los sentidos—. Hay que acabar la carrera. Hay que trabajar y vivir confortablemente.
El confort, esa palabra inglesa [¿es inglesa?] ha invadido el mundo. Queremos vivir confortablemente. Hacer huelga, pero no durante el week-end. Los fines de semana han acabado con las semanas. Si no se trabaja durante la semana, o los cuatro días a que ha venido a quedar reducida, ya no se puede descansar el final de semana. Carlos Marx no habló nunca de los week-ends. Habría que hacer una teoría de los week-ends considerados como la base de la humanidad futura. De cómo el descanso se va comiendo al trabajo y la gente no trabaja más que pensando en el descanso. Que les digan lo que quieran, que les toquen lo que quieran, pero que no les toquen sus vacaciones. Sobre todo aquí, o en Francia, o en Inglaterra. Antes, las vacaciones eran cosa de burgueses. No creo que la aristocracia, la nobleza, hablara de vacaciones en los tiempos en que mandaba. Para ellos, su distracción —sus vacaciones— debió ser la guerra, las guerras, el asedio, el pillaje, robar, matar. Ahora, se trata de tumbarse al sol, de dorarse, de tostarse, de no hacer nada o, al contrario, de cansarse, escalar picos o dejarse deslizar por la nieve. Muchos más, la gran mayoría, la enorme mayoría… Las vacaciones: los clubes de vacaciones, paraíso abierto para todos: España. España, para los franceses, para todos los franceses como antes la Costa Azul para los ingleses, para algunos ingleses. Ya no son los cien mil hijos de San Luis sino los veinte millones de nietos de Santa Genoveva).
—Pero aquí, en Valencia, no se nota mucho. A ver si ahora, con el Plan Sur… En Alicante, sí; en Castellón, también. Aquí no. O poco.
No me atrevo a traer a discusión lo cochino de las playas, el abandono en que tienen al Cabañal, la Malvarrosa, el Saler. Además tienen las fallas: el turismo nacional, y la paella.
4 de septiembre
San Pío V, ¡tan hermoso por afuera y tan horrendo por dentro! ¿A quién se le ocurriría traer aquí el museo? A ése sí: fusilarlo.
Ha sido convertir el segundo museo de España en otro cualquiera de una ciudad cualquiera. Ya no se ve nada de lo que se debe ver. En San Carlos había distancias si no espacio para todo. Aquí no se ve nada, todo en la punta de la nariz, encerrado, sin luces o tan inadecuadas que en vez de enseñar, matan y, al sobrar sitio, se expone un sin fin de mediocridades que ahogan lo que de bueno tenía. Sin vista, sin el lugar debido resulta un amontonamiento de cuadros que pierden sus calidades y cualidades. No hay arreglo. Habrá que hacer, el día de mañana, un museo de planta, un museo de verdad, un museo nuevo. ¡Menos Plan Sur y más museo, por favor!
Así se lo digo al conserje, al salir. Me mira estupefacto. Mi sobrino, el que hoy me acompaña, se muere de risa. Él qué sabe, no vio San Carlos. Quedan las guías viejas. Que de este nuevo —es un decir— todavía no la hay, ni falta que hace. Se me cae la cara de vergüenza. He visto algunos museos nuevos, con años de diferencia. En todas partes ha sido para mejorar. Sea porque los destruyeron, como en Frankfurt, o los transformaron, como en Génova. Es la primera vez que entro en un rehecho y aun en edificio si no nuevo escogido, supónese que como mejor que el antiguo y cuyo resultado (evidentemente previsible) es lamentable. ¿Cómo han permitido este atentado a la cultura, ahora sí: del pueblo? Es ridículo —puesto a pensarlo un minuto— que lo pregunte. Pero estoy auténticamente furioso. Mi sobrino se ríe.
La definición de Toynbee: «La política es una carrera de velocidad entre la educación y la catástrofe», parece haber sido inspirada teniendo a España por modelo pero sin que la educación haya llegado a tomar la salida. Claro que hay el precedente de la tortuga.
El caparazón de ignorancia que el régimen ha echado sobre cada español medio —de plomo e incienso— es quizá, para ellos, la definición de la felicidad tal como el comunismo puede ofrecerlo en la URSS y en Checoslovaquia, hasta que dejen de respirar. En general los españoles están muertos; Larra dijo lo mismo en condiciones parecidas y Cernuda lo repitió hace años en Londres. Goya y Picasso morirán en Francia.
¿Quién ha enseñado a los españoles lo que la cultura y la historia han hecho comprender estos últimos lustros a los que cuentan?
¿Quién enseña a la juventud que la religión católica no es más que una más, como lo han comprendido hoy en Roma?
Ni Voltaire ni Marx ni Freud durante décadas. (Ahora se dice que cambia [no lo advierto], pero el mal grande de 1940 a 1960 y tantos [¿cuántos?], ¿quién lo curará? ¿Quién les puede hacer suponer —o qué— la existencia de otras civilizaciones? Y aun de ésta ¿qué saben como no sea lo estrictamente científico y técnico?).
—¿O quieres olvidar la palabra divina? Acuérdate del Eclesiastés.
—¿Qué tiene que ver?
—3.12: «Y reconocí que entre ellos (los hombres) no hay otra felicidad que estar alegres y procurar el bienestar de su vida». Y el 13: «Y, con todo, que cualquier hombre coma y beba y goce el bienestar de su trabajo, es don de Dios».
—Amén.
—El mundo se ha hecho con esa finalidad y ten en cuenta que te cito el Eclesiastés, es decir, el pesimista por excelencia. Y ahora, cuando viene el enviado del Señor (¿quién puede dudar que es Franco?), y nos acerca y nos concede, como nadie hasta hoy, la santa beneficencia del cielo ¿vais a venir vosotros, heraldos de un pasado muerto y putrefacto, a hablarnos de moral y de castigos divinos y humanos? No, hermano mío del alma, no. Que Dios te socorra. Nosotros hemos encontrado nuestro camino. A lo peor, no te lo niego, es una añagaza del Maligno.
Pero entonces es que la Biblia no es más que el biombo de Satanás. Y me parece un poco fuerte, y no eres de la ETA (no eres vasco) aunque por valenciano a medias me hueles un poco a azufre.
—Valencia —salta P., como siempre que se habla de su tierra— fue considerada durante años como un campo de concentración. Se lo dijo el gobernador civil a un grupo de señoras que fue a protestar por la falta de entrega de un racionamiento de aceite.
—¿Quién se acuerda de eso? Ahora todo es Plan Sur, chorizos y morcillas y arroz.
—Y horrores en la playa.
—No te quejes. Está igual que antes. Lo que sucede es que ahora lo ves con ojos de viejo. A tus nietos les encanta.
—Esa suciedad…
—A tus nietos les encanta. Deja por lo menos que haya unos kilómetros de playa donde no encuentres franceses.
—Es que, a pesar de todo, los hay.
—Antes se comía mejor.
—No lo sé. No me tocó. Yo he comido como Dios.
¡Y éstas fueron las playas dónde pasé tantos años encantados!
—Estabas encantado.
—Aún lo estoy.
Pasa el trenet.
—Todo sigue tan cochambroso.
—¿No te quejas de que todo había cambiado?
—En mal.
—En mal y en bien. No hables por hablar. Cambiado, normalmente, como si no hubiese habido guerra. En el fondo, es lo que te molesta.
Tal vez.
«Las Arenas». Mi juventud. El edificio de la izquierda ha desaparecido. Han hecho otro que no corresponde al de los «baños calientes» en cuya planta baja di mi primera «conferencia». La playa está más ancha, el mar se ha retirado, tal vez por asco. Ya nada se parece a nada. Ahí está el chalet de Enrique Zarranz. Al jardín se lo ha comido una nueva construcción. Quedan pocas adelfas. Algunas palmeras. No, no se parece en nada. El centro —la entrada— está asfaltado, hay juegos para los niños. Tal vez no esté mal. No lo sé, no puedo juzgar.
Al salir, ahí los tranvías, más o menos los mismos. Enfrente vivían los Halffter, allí los Plá, allí nosotros y más allá también. Al final está la Malvarrosa. Todo tiene evidentemente cincuenta años más, medio siglo, como yo. Yo no; lo veo con los ojos de entonces. Y está más viejo. Es la diferencia: que con medio siglo más la mayoría de la ciudad, del campo, está recién construido, crecido, nuevo. Y esto sigue estando —más o menos— como entonces, como estoy, renqueante sólo por fuera.
La calle de la Reina, nuestra primera casa en Valencia; también igual. Sólo ha pasado el tiempo, sólo. Al llegar al Grao y enfilar hacia la ciudad todo empieza a rejuvenecer: algunos puentes nuevos, y luego las calles y las casas, de ayer mismo.
En una taberna:
—Nosotros, los españoles, somos gente decente, porque no sabemos entendernos los unos con los otros.
Lo decía en serio, el muy bruto, satisfecho.
—Ése es el anarquismo.
—Pareces aprobarlo.
—Con toda el alma. ¿O prefieres que venga el tío Paco con la rebaja y siegue cualquier cabeza que sobresalga?
—¿No hay término medio?
—El clima de España es muy extremado.
—Lo peor es que no le das importancia.
—¿Para qué?
Quise sentarme a escuchar. Rafael, prudente como siempre, me arrastró afuera.
—¿Quién te dice que no son provocadores?
—Nadie. Pero ¿quién te asegura que lo son?
—Nadie.
—¿Entonces?
—Por si acaso.
—Así no iremos a ninguna parte.
—El español de hoy, el español de ayer, supongo que el de mañana, llevará muy en alto, desplegada, negra, una gran bandera en la que se lea: «Muy lejos de nosotros la funesta manía de entendernos…».
—Todos creíamos que era mozuela… —Comenta uno de mi edad.
—Y las firmas de Azaña, Primo de Rivera, Largo Caballero, Negrín, Prieto, Franco, Giner, Fernando de los Ríos, José María Alfaro —primo de Rafael Alberti—, del Noy del Sucre, de Durruti, de Ascaso, de Picasso, de Miró y de Dalí, de Federico, de Miguel, de San Francisco de Asís y de Buñuel, de Juan Larrea y de Prisciliano, el que está en Santiago metiéndonos el dedo… y San Vicente Ferrer, con el índice en alto, bautizando a cien mil judíos de una vez y viendo si llueve o por dónde sopla el viento…
—Ése es Jaime el Conquistador.
El tabernero dormita su gordura. Todos tienen mi edad. Estamos solos.
—La hora de todos.
—Trabajan…
—¿Qué te habías creído?
—Lo grandioso es que esperaba que todo estuviese tal y como lo encuentro.
—¿De qué te quejas entonces?
—De haber acertado.
El mercado. El Tros-Alt. Las calles estrechas, las escaleras retorcidas, oscuras, irregulares. Casas ¿de cuándo? ¿Del XIX, del XVIII, del XVII? Amparito… Como si fuese la Paca de mis doce años.
Esa Valencia señera y señora que, estando ahí, no ven. Señalan los bares:
—¡Qué clóchinas, tío!
—¡Qué cerveza!
Los mejillones pican como diablos. Los pido como antes. Me miran extrañados. Me los traen.
—¿A quién se le ocurrió pensar que la vida no tenía más que un sentido? (A la derecha o a la izquierda, de ida y no de vuelta). ¿Cómo pudo creerse que va siempre en la misma dirección? ¿Quién no vio que la derecha de uno es la izquierda del otro, si se enfrenta; de uno mismo en el espejo? La vida, como el viento, tiene todos los cuadrantes a su disposición. A nadie se le ocurrió pensar que el viento soplara siempre en la misma dirección.
—A cualquiera. Basta que se acuerde de lo que le enseñaron en la escuela.
—La vida no tiene sentido. Sólo es camino. Camino sólo.
La playa. El mar. El viento tibio y sereno. La tarde todavía tan caliente. La arena que se te mete por todas partes (¿quién te manda pisarla?). Olillas de la mar, ésas sí incambiadas. Allá, a la izquierda, en el horizonte, si no fuese verano, se verían los altos hornos de Sagunto. Pasan y se van los barcos a la misma distancia que entonces (menos en la primera guerra europea, en que se acogían a la costa). Si los ríos pasan, el mar permanece; por lo menos a la escala del hombre.
El triste monumentillo a Sorolla, por el momento roto, entre brozas, a la entrada de la calle de la Reina.
Y éstos son, Sorolla y Blasco, las auténticas glorias de la Valencia de fin de siglo. ¡Ah!, y los Benlliure.
Poca gente. Tampoco el puerto parece muy boyante. El Club de Regatas, algo remozado, no mucho.
El puerto, la bocana, el faro. Los tinglados, las vías. El tiempo no ha pasado: el Grao, idéntico; algunos solares, no hay que decirlo: posiblemente todavía de algún bombardeo. El Camino Viejo. Ése sí: todo nuevo.
Ni una palabra contra el régimen, ni una a favor. No callan por callar sino porque no tienen nada que decir.
Las uvas, como ningunas: el vino mediocre. Le falta, como a todo, mestizaje.
Los helados, la horchata, tan a menos… ¿O serán los mismos y todo se lo ha llevado el recuerdo?
En las librerías —de nuevo, de lance— pobretería sin locura alguna.
Satisfechos. Los menos, satisfechos de su insatisfacción. Y una vez y otra: ¿dónde mejor? Planes, mejoras evidentes, trabajo, seguro social, comida más que suficiente; prensa sin problemas, más que extranjeros. Que el Grand Marnier sea de Tarragona o de Mataró ¿qué más da estando acostumbrados al coñac vernáculo?
Mejor que en los países socialistas —donde los españoles pueden viajar impunemente y les sobrecoge la tristeza y el silencio de la gente—. Y el champán soviético no vale más o menos que el Codorniú. «Entre aquello y esto, esto», comenta uno que fue enemigo de lo hoy establecido.
—Sí, es diferente, pero a todo se acostumbra uno. Los chicos de hoy ni se dan cuenta de lo pasado.
¿Hasta qué punto vive uno encerrado en sí que es necesario salir y verse en un espejo viejo para darse cuenta de que uno no se ve en las lunas diarias, de que se es otro, de que se fabrica uno su máscara, día a día, y que cuando cae el maquillaje de la costumbre y entrevé la realidad se sorprende tanto que no hay manera de creer lo que se ve? Vives en lo que fue. Vives en lo olvidado. Vives en falso. Lo malo es que existes y no puedes vivir, viviendo, con esto. Y vives. Vives.
—Sí, a destiempo.
—Estoy de acuerdo, pero creí que era otro.
Ésta que fue mi ciudad ya no lo es, fue otra. Esta de ahora, tan parecida a otras, está bien, en excelente estado de conservación para la gente de hoy que se acomoda a ella igual que la de antes a lo que tenía, como es natural. Han tumbado sin respeto ni remedio; abierto avenidas, hecho surgir fuentes, desviado el río. La gente está feliz y orgullosa de tanta novedad. Se comprende, les da la impresión de haber llegado —con la piedra y el cemento— a mayoría de edad. No echan de menos el tiempo pasado, entre otras cosas porque efectivamente el relativamente poco pasado, fue peor. Y como la inteligencia ni entra ni sale, ni va ni viene, ignoran la libertad, no tienen ideas políticas —y de las otras, pocas—, comen a su gusto. ¿Qué más pueden pedir sino comer mejor y pisar calles más anchas? Las tienen, van a misa —tarde— para que acabe la obligación más pronto, hablan alto, toman vermut, cerveza, vino, juegan a la lotería, se apasionan por el fútbol y lo demás les tiene sin cuidado, como no sea la salud. Se acobardan ante cualquier constipado. Jamás hubo tanto boticario, nunca se habló tanto de remedios, ni de boca en boca se recomendaron tantos específicos. Las facultades de medicina están en auge.
Este país convertido a la gula… He aquí la adormidera. Ni fuman ni beben más de la cuenta —que no hay manera de convertir al español en norteamericano a menos de trasplantarlo— pero sí capaces de hacerse tragaldabas en nombre y honor de la patria. —¿Dónde langostinos, langostas, centollos, vieiras, angulas, merluzas, como los de aquí? (¿Qué se sabe en Valencia de los mariscos de Chile o de los bogavantes de Boston?). —¿Dónde hay salchichón como el de Vich? (En cualquier parte donde se le quiera fabricar). Lo que no hay (honor al que honor merece) es jamón comparable al de Sierra Nevada ni pescado frito como el de Málaga ni caracoles como los de Valencia, pero, sobre todo, en ninguna parte tan pequeña y tan barata se reúne tanto para el común de los paladares. (Bien están sus vinos para quienes no conozcan otros y más si les gustan los caldos olorosos andaluces). En ninguna parte hacen tortillas con patatas comparables, únicas bien llamadas españolas y más acompañadas de ajoaceite.
—Ni somos tan finolis que el ajo nos eche hacia atrás. Corderos los asan en todas partes y las vacas y los cerdos pueden tener competidores. Pero donde el español se la echa al más pintado es precisamente en los platos de ingredientes baratos: nada de particular tienen los sabores ibéricos de la perdiz o el faisán, la tórtola o el salmón, la langosta o la trucha, la liebre o los espárragos —con todos, respetos para los de Aranjuez—, lo importante es saber freír los huevos y la merluza, adobar las judías y las patatas, dar su punto a la ensalada y a los garbanzos.
—Quedan los arroces. Pero mejor es comerlos que hablar de ellos.
—Al fin y al cabo cada pueblo depende de lo que come.
—Y del turismo que le toca.
Me llevo un libro de Leopoldo Rodríguez Alcalde, Vida y sentido de la poesía actual, que tengo en México, que leí cuando empecé a escribir aquel absurdo Manual de la Historia de la Literatura Española. Lo ignoro todo de este montañés, aparte de su edad que se adivina fácilmente y de su amistad con Gerardo Diego. Me interesaba volver a echar la vista sobre unas páginas que me solevantaron y que ahora, sin embargo, encuentro justificadas por «el estado de la nación» y la reacción de algunos que se oponen, generalmente por ignorancia, a mis juicios acerca de la poesía española contemporánea. Sin duda el mediado —de edad— Rodríguez Alcalde conoce su tema, está enterado, pero cuando se trata de política —y de religión, si no es lo mismo— se alza dispuesto a patear al menos pintado. Doy con facilidad con lo que busco (dejando aparte su disparatado elogio del poema de Claudel acerca de los obispos españoles): «Pocos nombres… para formar una plana mayor de la poesía católica española. Es curioso —doloroso, mejor dicho— el fenómeno de esta relativa pobreza de la inspiración cristiana en un país católico hasta los tuétanos, en cuya tierra ganó hace poco la religión una de sus más duras batallas». Tal vez el entonces joven Leopoldo no fuese un águila y menos de la Iglesia; el Opus ganará la batalla de Matesa. (Suena bien: «el vencedor de la batalla de Matesa», «el señor conde de Matesa…».). Conque Dámaso y Cernuda, poetas católicos, apostólicos y romanos… ¿Por qué no? En cuanto a Ernestina de Champourcin no hay problema, es de la familia hasta las cachas, y buena poetisa. Consuélese el autor con ella. Los otros son de otro calibre.
Su panorama de la poesía española en 1936 (págs. 193 a 205) es totalmente falso. Baste un ejemplo de su sectarismo (feroz como lo es en el fondo el de toda persona bien enterada), al hablar de Cruz y Raya la define como: «La revista que pudo ser emblema del catolicismo intelectual español y de la más acertada exigencia literaria y que, por entuertos cuyo recuerdo podemos ahorrarnos, se preocupó exclusivamente de la importancia del Demonio…».
La guerra: «Los versos de esta hora de Antonio Machado son de lo peor de su obra», lo que es falso. ¿Cuándo escribió mejor? Miguel Hernández «encuentra alguno que otro vibrante destello en el fárrago grandilocuente y monótono de Viento del pueblo». Lo más de Alberti «carece de valor»; en cambio, León Felipe, «a pesar de muchos dislates de visionario y del empaque atronador de falso profeta, consigue en sus restallantes versículos de ira o de sarcasmo una altura que nunca alcanzara antes. No hablemos del mitinero diluvio de los poetas de segunda fila, en este caso muy al nivel de sus admiradores». Sin hablar de «esa mezquina y chabacana perorata que Pablo Neruda tituló España en el corazón».
Luego empiezan a desfilar los Garcilasos y su única revelación: Dionisio Ridruejo. Los otros poetas de mi generación que «entre 1934 y 36 […] editan, en forma definitiva y cuidada, la totalidad de su obra lírica». (No invento, léase en la p. 195).
Así, de un plumazo nada han escrito después de esa fecha ni José Moreno Villa ni Luis Cernuda ni Manuel Altolaguirre ni Juan José Domenchina ni Pedro Salinas ni Jorge Guillén ni José Bergamín ni Juan Ramón que, según el señor Rodríguez, acaba en Canción. Naturalmente nunca nacieron Francisco Giner de los Ríos ni Juan Rejano.
Traigo este libro a cuento porque lo publicó en 1956 la Editora Nacional y parece escrito por un hombre de buena fe y de los que posiblemente se consideraban, en aquel entonces, «progresistas», católicos, pero «progresistas», y que no nos consideraba, a nosotros, los «rojos», como demonios, naturalmente apestados. Da juicios. Juzga. Y lo terrible es que este libro, estos libros, reflejan perfectamente el estado de espíritu, el saber de la generación de los que pudieron tener 20 años en 1956 y los nacidos en la guerra. De los posteriores todavía no sabemos gran cosa. Espero que no se parezcan a sus padres.
Habla con emoción, yo también lo hice, de un compañero suyo de generación que pone en su lugar: José Luis Hidalgo. Leopoldo Rodríguez Alcalde fue su compañero de quinta como debieron serlo, más o menos, José Hierro y José Luis Cano. «Y mientras tanto la tormenta se aproximaba, sin que los lectores de Unamuno o de Zweig se dignaran darse por enterados». ¿Lo dice por la muerte de los dos? ¿O por la de tantos otros? ¿Con qué no nos dignábamos darnos por enterados? ¡Ay Leopoldo Rodríguez Alcalde, falangista de aquel entonces (ahora no lo sé)! Y ese terrible nacionalismo español: los jóvenes castellanos supieron matar y morir mientras «en otros lugares de Europa… parte de la juventud, carcomida de molicie y saturada de snobismo respondió con un cansado encogerse de hombros a la llamada de combate». ¿Quiénes, ilustre combatiente español? ¿Los ingleses? ¿Los alemanes? ¿Los rusos? ¿O los polacos o los checos? Ni siquiera los franceses: otros eran sus males y los jóvenes de la otra vertiente de los Pirineos se batieron igual que los de la nuestra. Tal vez no los generales. Los vi y respondo: no de los estrellados o galoneados. ¿Lo asegura por los jóvenes norteamericanos o por los japoneses?
Ahí está el mal. Donde menos se piensa se tropieza con ese cáncer de la superioridad del macho castellano (¡no digamos montañés!); esa malignidad que roe las entrañas del país y le hace despreciar «cuanto ignora» (p. 224). Existía, luchamos contra ello —¡y con qué furia al principio, los del 98!— pero la victoria de la Cruzada no hizo mal peor que dorar esa presunción que impedirá a España volver al puesto que merece más que cuando a fuerza de verdades recobre la humildad que el catolicismo —que tanto ensalza esa virtud— se lo haya borrado de la mente. ¡Oh tristes españoles que os creéis superiores, por el hecho de ser coterráneos del Cid, a cualquier otro hombre que no haya tenido la suerte de nacer en la península! Lo olía, desde afuera, en la boca de cualquiera; adentro puede no llamar la atención por ser tan general el fenómeno. Pero a poco que uno rasque la epidermis de los más, se verá surgir esa sangre envenenada.
Han pasado cerca de quince años. A pesar de rectificaciones menores, por las reacciones a lo poco que digo, veo que siguen siendo sangre esas tesis, no sólo ya oficiales. Para llegar, venderse; ya sé: no es novedad. Pero ¿es razón?
5 de septiembre
Desde el balcón de la casa de mi hermana (¡un casi rascacielos en Moneada!), en medio de la huerta, ésta se abre, redonda a la redonda, verde oscura y clara hasta la rayuela del mar; ya no hay, barracas.
Pasamos por Cuart y lo que fue la casa de mis padres, la que no conocí, ahora ya medio deshecha. Reviven las fotografías. ¿Dónde quedó todo?
Vamos camino de Sagunto a comer con todos los M. en un restaurante a la altura del Puig; un hotel nuevo, hermoso, acogedor, excelente. Mis sobrinos —sólo conocía a uno—, sus mujeres —no conocía a ninguna—, sus hijos. La humanidad no es fea. De pronto me siento mi padre. No me puedo figurar haciendo de tío abuelo. Ni me siento abuelo con mis nietos sino padre de su madre, y mis hijas son todas unas chiquillas; así que la diferencia de edad con mis nietos no es mucha y podemos hablar aunque ya no puedo luchar con ellos: me pueden. La verdad es que deben de verme como soy. Y se engañan. Al fin y al cabo debo de tener la edad de mis sobrinos. Susana podría ser mi hija.
La vista es hermosa. El Puig, la huerta, el mar. Todo es verde flor. Flores, frutas, piedras, tierras de colores buenas de comer.
Y nos vamos a Sagunto. P. vuelve a los días de su infancia; yo me acuerdo de sus tíos, de su casa en la Glorieta. Ahora sí, subiendo hacia la iglesia y el castillo, nada ha cambiado.
P. va a ver a una amiga suya que no ha visto hace más de cincuenta años. Entramos en la casa como si nada:
—¿Tú quién eres?
Y se reconocen y pegan la hebra como si fuese ayer.
Si me pensara quedar compraría esa casa con esa puerta de piedra, ahí tras la iglesia:
—No podría, ahí viven unas diez familias. No pagan alquiler y no hay quien los eche…
El castillo, el teatro, el museo. Un helado, una horchata. El pueblo, la plaza, las calles. Todo está como estaba.
P. y su amiga siguen hablando sentadas en unas sillas bajas.
Romanones hace una gambeta y el Gallo sale a torear.
Volvemos por la carretera vieja.
El doctor Damiá, amigo de la niñez de P. No se habían visto desde que tenían diez años. Vivían en casas cercanas, en el Cabañal; jugaron juntos unos años. Charlan, recuerdan cien nombres de vecinos y vecinas de los que fueron y pasaron, los que todavía andan aquí y allá, los que no tienen paradero conocido. Quedaron los apellidos y los apodos. Me recuerda jovenzuelo, a mi padre —por el café y el chamelo— en el café de la esquina de la «Acequia del gas» y la calle de la Reina, lo que le lleva a contar lo sucedido a Blasco Ibáñez en otro café cercano (—¡Cómo hablaba aquel hombre!):
—Yo le escuchaba desde el balcón de casa que daba justo frente del café. Con su barba y su melena. ¡Cómo hablaba! ¡No se le oía más que a él! Porque entonces no había coches ni tranvías en aquel trozo del Cabañal y, de pronto, La Trucha —que le decíamos—, una beata que vivía al lado de casa, empezó a gritar:
—Lladres, sinvergüenzas, ladrones…
Al principio no le hicieron caso. Pero ella fue aumentando el diapasón de la voz y el de los insultos hasta que llegó al no se puede más. Entonces los oyentes gritaron:
—¡Vamos por ella!
Empezaron a trepar por la fachada (todas las casas a lo sumo un piso, como no fuesen barracas). Blasco se asustó y llamó a la gente al orden:
—No es más que una beata. Déjenla. No vale la pena. ¡Tened lástima de su ignorancia!
Era tanta la influencia que ejercía sobre la gente que se tranquilizaron y siguió su perorata. La verdad es que La Trucha se había metido en su sala y cerrado el balcón.
¡Dichoso Cabañal de hace sesenta años!, y aun cincuenta, con su café, su dominó y su julepe; algún que otro valiente, sus pescadores y sus cigarreras, que iban en la «perrera» (por los cinco céntimos que costaba el pasaje) hasta la Glorieta cuando todavía la Fábrica de Tabacos estaba en la actual Audiencia, hablando y oliendo fuerte; viejas, gordas, viejas gordas, hablando a más y mejor, gritando de un extremo a otro del remolque; fondonas, bigotudas, muchas desdentadas, todas pechugonas, con sus entrepanes con tortilla de patatas, longanizas, morcillas, «atún, tomaca y pimiento» aderezado con piñones. Alguna que otra comiendo «tramusos» y cacahuetes. Todas impregnadas de tabaco fuerte.
Las más viejas se quedaban en las aceras remendando redes, sentadas en sillas bajas, mientras otras, jóvenes, las ponían a secar en el cemento de la «Acequia del gas» o en los anchos solares y las vías más o menos abandonadas que dividían la parte trasera de las casas de la calle de la Reina de las otras lejanas que daban ya al mar.
¿Qué diferencia entre Blasco y estos jóvenes de hoy que incitan al pueblo contra los poderes? Poca, como no sea en favor de Blasco que, por lo menos, durante su juventud, dio la cara y no se acogió al exilio dorado más que a la vejez. De su estancia en la Argentina y en México tal vez sería mejor no hablar. Por lo menos, a los mexicanos no les gusta hacerlo.
Posibles títulos para este libro: Lejos de la funesta manía de pensad o España, 1969.
6 de septiembre
La Cañada. Estos montecillos que no eran nada, hace treinta años —seguramente hace veinte—, se han poblado poco a poco con chalets, más bien con chaletillos. Casas pequeñas rodeadas de un jardín pequeño, con su docena de pinos. Ni montaña ni mar. Ni se ve la una ni es la otra. Sencillo lomerío, pinos mediterráneos en suaves laderas. Tranquilidad. Sueño. De pronto, estallidos por todas partes: bombazos, cohetes, tracas, mascletà. Son las fiestas, las fiestas de septiembre que ahuyentan el sueño. Llevan a las dos o tres mil personas que vienen a pasar aquí el fin de semana cerca de la estación en espera de la procesión y de la entrada del señor arzobispo.
Olor a pólvora. Su niebla. Helados, helados, helados, caramelos, refrescos, sandías: meló d’aigua o meló d’Alger —es el mismo—. Tan rojas o más, tal vez más, que las cortadas pintadas por Tamayo en el Sanborns, de Reforma.
Comer. Comer arroz, comer paella. La paella hecha según los ritos que recomienda ya —o todavía— Martínez Montiño, el cocinero de Su Majestad, plantando la cuchara de palo para ver si se mantiene erecta: si el arroz tiene poca o demasiada agua. Chorizo, aceitunas, clóchinas, salchichón; chorizo, anchoas y pan. Butifarras, sardinas…
—Estas dos plantas las traje de la Pobleta…
No digo nada. La Pobleta. Ya a nadie le dice nada. La Pobleta: el lugar donde estuvo alojado, aquí cerca, Manuel Azaña. Donde estuvo, algún tiempo, la Presidencia de la República. Nadie lo sabe. Nadie se acuerda. Ni falta que les hace.
El doctor Narciso Escobar tuvo la excelente idea de remontarse al génesis (los genes fueron la especialidad de su juventud desterrada) para darse cuenta que poco o nada tienen que ver con el vivir y el pensar. Dios creó al hombre y éste poco a poco se puso a acumular conocimientos sin pedirle permiso a nadie. Nada pues más fácil que irlos suprimiendo poco a poco (de golpe sólo se podría volviendo al polvo, lo que no dejó de hacerse, en España, con cierta buena voluntad). El caso era conservar, mejorar, dar brillo y esplendor a la raza, quitándole la funesta manía de querer enterarse de lo que no les importaba.
Gracias al microscopio electrónico que le proporcionó la institución científica nacional, pudo poner rápidamente a punto un procedimiento bastante primitivo pero que resultó eficiente cortando toda relación del paciente con el exterior.
La Mascletà misma, allí cerca de la estación. Gran paseo del pueblo. La diferencia entre las salidas, los tronaors, las masclaes, els trons, mezclados con las tracas. El humo, los fogonazos, el ruido. La guerra como en su mejor tiempo cinematográfico mexicano con sonido estratosférico, como dice Visantet.
Otra paella, buena, excelente, pero no mejor que la que hace P. en México. Helados (tampoco mejores que allá).
Bares: en este pueblo, a media hora de la ciudad, igual que allí, repletos de racimos de muchachos y muchachas que beben, eso sí, a lo sumo, cerveza. Liberales mientras son estudiantes: nada les lleva a otra cosa.
—Aquí al que no va a misa, le miran mal; no es honrado. El ladrón que no falta, ése pasa —dice mi suegra, que no va.
La TV mexicana es mala, pero la española, peor. Mas su fuerza es tanta, sin competencia, que todos la ven. Así, siendo lo que es, todos hablan de lo mismo. ¿Qué remedio contra eso? Si Dios lo viera ¡qué envidia le daría!: Todos a su imagen y semejanza.
Por la noche, otra vuelta con Fernando Dicenta, envuelto en su exuberancia habitual:
—Sí, yo compré un Obiols que tenías en el recibidor. ¿Te acuerdas? Lo compré en casa de un chamarilero.
Ni siquiera se le ocurre, como a Genaro, que recobró un cuadro suyo, de los míos, preguntarme:
—¿Lo quieres?
Nada. Tranquilamente sigue hablando de otra cosa como si fuese lo natural. Me vuelve a contar de sus prisiones, la tontería de los suyos, la petición del fiscal, imagen del género: por ser mi amigo, haber sido visto conmigo, llevar pistola y haber —durante años— hecho el elogio (¡en Las Provincias!) de «Unamuno, Ortega, García Lorca y otros comunistas…»: la muerte.
Lo sé: ¿qué culpa tienen los españoles de ser como son? El error es mío. Los años pasados siempre engañan. Y lo más absurdo es que sabía cómo eran. Mas las esperanzas emplean senderos extraños. Si la blasfemia es seña de fe, los cargos, las censuras, los muertos que les echo, quizá no pasen de heces de amor, madre del vinagre. Amor amargo, al fin y al cabo, pero del bueno verdadero. ¿Y qué culpa tienen de ser como son? Habría que cambiar la geografía, variar la historia. Tendrían que ser otros, y yo también. A estas alturas, para mí, lo juzgo difícil aunque jamás aseguré que «de esa agua no beberé». De los españoles —dicen—, responde Dios. Lo que me llena de confianza.
Cena con los Dicenta, los Zapater, algún otro de la misma época —antes del Diluvio—, quieren oírme, me oyen:
¿Quién, volviendo la vista atrás —si lo hiciéramos como suponéis— no habría de quedarse de piedra al veros tener fe —nunca mejor empleada la palabra— en los católicos españoles, sean demócratas, catalanes o vascos? Ya sé que hubo curas —siempre— en quienes fiar. Mas ¡tan pocos! ¿Y hoy habrían de haberse multiplicado? Lo siento: no lo creo. Dices que sí, hombre feliz. Lo mismo serías capaz de asegurar de los militares. Santa Lucía te conserve por lo menos la fe en un ojo: de los tuertos es el reino de los miopes. ¿Es posible? Ya veo cómo sí. Además, la verdad: ¿qué otro género ofrecéis? Nada más revolucionario que las encíclicas, por lo menos en la prensa española. Así que, según vosotros, el clero y el ejército están en contra del régimen. ¿No? No. ¡Ah! ¿Entonces? ¿Qué tres o cuatro…, media docena? ¡Una…! ¿De obispos? ¿De sacristanes? ¿Y éstos habían de ser mejores? ¿Quieres decirnos por qué? ¿Por más jóvenes? ¿Desde cuándo para un viejo la juventud es prenda madura? No, jóvenes. No creo en la religión católica ¿y había de fiarme de un cura porque es de Vitoria o de San Sebastián? ¿O de un mosén por ser de Tarragona y hablar catalán? El que cree en Dios cree en Franco. Como dos y dos son cuatro; si fueran cinco —puede ser— entonces sería otro problema, pero preséntame primero a un sacerdote, a un capitán de ese «acabito», como dicen los franceses. Conozco algunos por el ancho mundo, pero están mal vistos por la Curia. Sin contar que si por un imposible —los imposibles tienen alguna vez que ver con el poder— llegaran a tener el gobierno en sus manos no me fiaría un pelo. No. Y hablemos de los militares: ¿están o no en su mayoría con Franco? ¿Sí? ¡Claro! Unos jóvenes… ¡Fíate! No, hijos, no. Prefieren ganar dinero y desde su punto de vista están en lo cierto. ¿Los estudiantes? Ya lo he dicho dos veces: lucha de clases. No es chiste. Acordaos. Los estudiantes y los boticarios, los catedráticos y los tipógrafos echaron a Alfonso XIII. ¡Lo hicimos tan bien! Y no éramos tontos, sólo engreídos y sin condiciones de mando. Aparte de eso, muy liberales y contrarios a la quema de conventos. No, no soy partidario de convertirlos en cenizas. No: yo no soy político. A mí me interesa la justicia y el buen castellano; con eso, como comprenderéis no se va muy lejos. Ni siquiera sueño con tomarme la justicia por mi mano. Conque ¡fijaos! Los curas tampoco, claro está, pero no por eso voy a creer en el otro mundo. Y a ellos ¿quién les ha asegurado que en él la haya y que los buenos no estén en el Infierno y en el Cielo no se repantiguen los tontos y los comunistas? Mejor hablamos de otra cosa: ¿hay percebes? ¿No? ¡Qué lástima! ¿En Madrid? ¿A mil pesetas el kilo? Valdrán lo que pesan.
—No creas que es tan fácil encontrar buenos percebes en Madrid…
—¡Buen percebe estás tú hecho!
—Mete la uña, sácame la molla. ¡Cómeme! ¡Chúpame el gusto de la mar salada!
Nos sentamos en la terraza:
—Un ruso.
—Se dice, hace siglos: un nacional.
—Café y mantecado, compañero.
El camarero, impasible. El vino era bueno.
—Ahora todo es ascender, trepar, desvelarlo todo para no tropezar en la subida, para llegar a cobrar antes que los demás lo que le daban a él o a los otros, todos suben arañando las laderas y si pueden dar taconazos o zancadillas a escondidas del árbitro (de algo ha de servir tanto fútbol), mejor; hay quien gatea, y si se cae siempre se restablece, como algún que otro académico que conoces y no se cansa de trepar aunque no adivine camino alguno en la oscuridad sólo oliendo la cumbre. Y todo a la callada. Ascender es forzoso en una sociedad como la nuestra. Nadie puede estarse tranquilo a menos de estar dispuesto a quedarse atrás, como los hay. Mírame a la cara. Pero la mayoría, no. Y se comprende: son jóvenes. Nadie se resigna, nadie se conforma, nadie se cree desdichado. Es decir, todos empujan pa’alante con tal de favorecerse. Aquí nadie se sujeta ni quiere quedarse plantado.
—Tal vez porque no les gusta el presente.
—No; sencillamente han decidido mejorar a costa de los demás. No se trata ya de que las condiciones de vida se hagan mejores para todos. No. Sino para uno solo. O, a lo sumo, para la familia. Nunca hubo tanta indiferencia por la suerte ajena.
—No es exclusivamente español.
—No lo sé ni lo aseguro, es muy posible que sea un aire del tiempo. Sencillamente la gente no se resigna a no hacerse sino ricos (como supongo que sucede en América), por lo menos tener con qué disfrutar sin preocupaciones los fines de semana.
—O las vacaciones.
—Sí. El ocio no ha acabado con el trabajo. Al contrario, lo ha forzado por los caminos más torcidos. Y si hay que darle en la cabeza al amigo, pues eso: ¡duro y a la cabeza! Y no se trata de ostentar, como antes, ni andar hincados en la procesión, ni de arrogancia, ni de yo soy más que tú. No: sencillamente quieren comer más tapas, beber mejor jerez, irse más lejos, estarse más tiempo, tostarse de verdad al sol en las playas. Ya no se trata de tener más trajes, sino de lo contrario. El boato consiste en desaparecer más tiempo. Ya nadie se arruina por parecer rico, sino que quieren ser ricos y no parecerlo. La ostentación ha pasado de moda.
—Una vez más te digo que no me estás hablando de España.
—Lo extraordinario es que, tal vez, por primera vez, para mal, España no deja de estar en el mundo.
—Si vieras que, a veces, me parece que pertenece a otro…
8 de septiembre
Calle del pintor Sorolla. ¿Qué casa era, el 5 o el 7? Ésta. Este portal. 1916, 1917, 1918, 1919, 1920, 1921. ¿Hasta el 23 o el 24? No recuerdo. La escalera a mano derecha del zaguán, una escalera sencilla, de mármol blanco, el pasamanos con su pomo dorado en forma de pera. El zaguán con su azulejo a altura de hombre, amarillo claro con su cenefa de rosas rosas. Aquí estuvo la notaría de don José Gaos. Aquí venía yo todas las tardes a hablar con Pepe, a estudiar con Carlos, aquí nacieron Alejandro, Ignacio, Vicente, Lola… Pepe acaba de morir, en México, dando clase, en el Colegio de México antes «Casa de España» que él, en parte, fundó con Daniel Cosío y Alfonso Reyes. Pero no quiero hablar aquí de Pepe, muerto; de Carlos, muerto; ambos en México. No quiero: siento como si se me hubiera podrido un miembro.
El Instituto: Comas, Morote, Arenas, Milego, Ayuso, Feo, Polo y Peyrolón, Huici… Ahora es directora Carola Reig y profesor ayudante Fernando Dicenta con el que ando.
La Normal: ya sólo queda un trocillo de la calle del Arzobispo Mayoral. Aquí, con mi carta diaria en la mano, esperando la salida de P. Ayer.
La Universidad, a entregar la petición para que me devuelvan mis libros. Habrá que hacer la lista. A la vuelta de Barcelona.
El Patriarca: ¡maravilla! Lo contrario que San Pío V, un museo pequeño, espléndido. El Van der Weyden, ¿de quién es? ¿Bouts? No. ¿Copia? No. Recuerdo el de Granada (¿o recuerdo las reproducciones?). Éste, más perfecto, tan reducido. ¡Qué cielos! ¡Qué mundo inmóvil, muerto y vivo! ¡Cómo se funden realidad e historia, mito y fe, vecinos y santos, símbolos y realidad, religión y realismo! ¡Qué novedad, qué novedad tan tradicional! ¡Qué prodigio!
La adoración de los pastores, del Greco. Los verdes, los rojos, los amarillos. Todo vuelto, todo baile. Lo difícil por lo difícil y buenas pantorrillas… Mas ¿y éste? ¿La Fundación de la Camándula? ¿Quién vio cosa igual? Con dificultad consigo una fotografía. No recuerdo el cuadro ni tenía idea de su existencia. ¡Estos conventos españoles donde, a pesar de todo, dónde menos se piensa, salta un Greco por dudoso que sea!
Mis respetos para el San Francisco. Un vistazo a la Capilla y sus tapices y a la iglesia, bien restaurada, con su Ribalta restallante y tan jesuítico —en el mal sentido del adjetivo— que podría cambiarse por un Dalí sin que nadie se llamara a engaño. Jesucristo comiéndose una hostia que ya es una tortilla de masa de nixtamal.
Los azulejos invariables, el caimán famoso que enviaron del Perú. ¡Qué patio! Con lo fácil que es reconciliarle a uno con la belleza y aun con la Iglesia con tal de darle al gusto lo que es suyo… Con sólo un poco de respeto, con sólo eso… Y una pizca de sentido común. ¿No es verdad, ángel de amor, que cerca de este Colegio Mayor se respira mejor? Y estamos solos en el edificio, hay que moverse, andar de aquí para allá, gritar para dar con cancerberos y ujieres… ¿En qué estarán pensando? ¿O creen de verdad que…? ¡Ya!
¿Ésta es la plaza de San Agustín, ésta la calle de San Vicente y aquel edificio terroso el Instituto? ¿Este rascacielos —¿no son por lo menos veinte pisos?— está en esta parte desheredada de la que fue aquel solar…? ¿Dónde la calle de Gracia? Desapareció la plaza Pellicers, la Escuela Moderna (¿qué haría aquí?). Avenida del Barón de Cárcer. Aquí, pues, murió mi madre… Todo nuevo y transferible; San Juan de Letrán o el Ensanche, ¿de qué, de dónde? De cualquier ciudad con nombre conocido. La calle de Garrigues. La que fue mi calle tantos años. La primera «finca» grande que hubo en Valencia. Entro en el patio. El portero me mira, desconfiado.
—¿Quiere algo?
—No, nada.
Aquí viví desde que se construyó la casa hasta 1926, cuando me casé; pero aquí siguieron viviendo mis padres y estuvo su despacho hasta que todo murió.
Ángel Lacalle… Profesor de Literatura. Nos conocimos, sí. En su libro de texto, que estudió aquí mi hija mayor, hacia 1945, descubrió con asombro mi nombre. ¡Buen Ángel Lacalle!, jubilado y ahora periodista. Feliz de reencontrarme, feliz de acompañarme. Ahora, no hay tiempo. Al regreso. Tomamos café. Dicenta y él son compañeros de profesión (o represión). Fueron «rojos» hace treinta años (nunca pasaron de rosadillos, puedo asegurarlo, y aún…). Y sin embargo, a los años mil, siendo como son —o fueron— elementos de buen orden, ahí los tienen y tuvieron, en cuarentena perpetua, si se puede decir; tal vez no sea correcta la manera de expresarlo, pero lo es el hecho.
—¿Y qué?
—Nada.
Fernando gallea de jugar todavía al tenis, a su edad. Le encanta darse importancia jaranera. Nada le afecta. Feliz. O lo parece.
9 de septiembre
Castellón: un minuto de parada. Antes eran por lo menos quince. De la misma manera que lo que escribí acerca de este pueblo, aunque no quiera, viene, por el tiempo pasado, a ser histórico, viejo. No se trata de novelas históricas sino de novelas viejas, de cuando el tren paraba quince minutos en Castellón y no uno, como ahora.
¿No querías viajar de incógnito?, pues ¡toma incógnito!, jovenzuelo. Lo difícil hubiera sido que no lo fuera: aquí viajas de incógnito aunque no quieras.
Y se reía. Y yo me miraba.
Debe de haber una máquina que convierta cualquier cosa existente —una piedra, un bocado de pan, de pescado, una lámpara, una nota, un papel, una mancha— en poesía. Un aparato, un sencillo aparato en el que introduzcan un grano de esa arena, de este azul, de este negro, esta miga de bizcocho, este fusil, un tiro, una circunferencia, este cansancio, en poesía. Una máquina que funcione a cualquier hora del día o de la noche en la que puedas introducir un espacio —grande o pequeño—, un poco de tiempo, algo de historia tal vez, y salga automáticamente un poema sin que tengas que pensar absolutamente en nada y menos en la rima o en el ritmo. Muy importante: no hablo ni por asomo de un cerebro electrónico.
—¡No me ahogues, no!
Suicidarse así: de cabeza; meterla en el embudo; a ver qué doy de mí. Sí.
Lo único prohibido: meter, pronunciar palabras, como si fuesen monedas. Estropearía el mecanismo igual que una pizca de arena un reloj.
Debí de dormir cinco minutos. Vinaroz, un minuto.
Aquí fue la batalla del Ebro. Naranjos, olivos, riscos, ramblas plantadas de pedruscos, tierra rojiza, no de sangre, igual a sí misma. De aquello, nada. Unos libros, un mundo muerto, de cuerpo presente, para unos cuantos, poquísimos en los que queda vivo.
El español no vuelve de su asombro del progreso que ve desarrollarse desde hace cinco años. Lo mismo le sucede al francés, al italiano. Pero aquéllos callan, lo dan por natural. El español todavía no vuelve en sí. Los norteamericanos, mejor acostumbrados, se dedican a otros menesteres. Los únicos que lo toman como cosa natural son los países del Tercer Mundo. Pasar del mulo al avión es más normal que del Ford al helicóptero.
Por todas partes, circundando todas las playas, envolviendo todos los pueblos, hoteles, bloques de pisos para alquilar o vender; sobre todo vender porque aquí no sólo venden la tierra sino el aire, la vista, el mar.
10 de septiembre
Cocktail
—Ya —me dice.
Grandes abrazos a los compinches: Carlos, Castellet, Esther, Muñoz Suay. Presentaciones —o representaciones—: mi viejo Gasch, ¡Llorens Artigas! Ido. ¿Cómo se va a acordar de mí? Le miro y veo a Caries Riba, a López Picó, a Salvat Papasseit; Masoliver no puede venir, pero nos veremos. Falta Foix. Toda clase de periodistas, unos que conozco de nombre: Baltasar Porcel, Julio Manegat, el gordo Fagés, Figueruelo, Del Arco (¡Dios!); otros para mí desconocidos, no sus periódicos viejos: el Brusi, el Ciero el Correo Catalán; otros, de revistas nuevas: Telexpress. Gentes de cine (Pedro Portabella por ejemplo), de teatro (este curioso Juan Brossa). Editores: Aymá, todos los Tusquets, Argullós, Montse, Ester. Federico Rahola. ¡Qué guapa, María Teresa Cortés, qué apuesto todavía —y qué de agradecer su presencia— «Pere Quart»! Algunos escritores jóvenes: Ana María Moix, Alós; algún pintor. Periodistas; periodistas. Me siento liebre, venado, conejo, perdiz. Me dejaré cazar pero no comer. Resisto, Carmen me anima. Llaman de Madrid. Carmen me niega tres veces (es lo menos). Luego, Andújar. Gran abrazo telefónico (¿qué menos?) y caigo en la primera trampa (cazado con micrófono).
Casi no puedo ir de otro a otro. Me ahogo. Algunos se van sin despedirse. Salvador Pániker, a caballo de su éxito, con su Nuria adornadísima. ¡Qué gusto volver a abrazar a Gasch, a Muñoz Suay! ¿Cuántos?, ¿cincuenta, ochenta?
—¿Qué le parece España?
Micrófonos en ristre.
Ya sé: a cada quién lo suyo; distinto aunque a uno diga blanco y al otro negro. Al fin y al cabo así se llamaba —¿se llama?— la revista de ABC. ¿No? Y el helado.
Auténticamente: no puedo más. Además, soy feliz. ¡Hijo! ¿Y cuántos whiskies?
Como es natural Joan Oliver no sabe que acaban de darme sus palabras de anteayer, en Ripoll (Ripoll, ayer, ¡cómo os llevo, piedras del claustro, en el portal del alma); las reproduzco aquí, en su catalán porque me da la gana y en homenaje a sus 70 años y en agradecimiento, ya que no pudimos ni hablar siquiera —atrapado yo por los cazadores— y porque si hubiese tenido que decir algo habría repetido lo que dijo:
Amics,
Com no haig d’agrair aquestes nobles i sinceres mostres de simpatia i d’afecte? Com voleu que no beneeixi la vostra generosa voluntat, les vostres amicals paraules?
Als meus anys aquesta compartició de sentiments i d’idees, afecta profundamente emociona, és com una pluja benigna.
Pero, com podria correspondre a tanta benvolença? Per dissort ja no sóc a temps de fer-ho amb la fórmula proverbial, tot dient-vos: «La vostra fraternal adhesió m’encoratja i us prometo que continuaré la meva obra amb un indefallent esperit de superació…». Tanmateix us puc jurar que si encara m’és donat de fer nous passos, aquests seran en línia recta i sempre endavant!
I també us voldria dir una altra cosa, com en una conversa entre amics… molts amics, per cert… Qui m’ho havia de dir que fóssiu tants? Perquè jo sempre he estat un home més aviat sorrut, esquerp… Deixeu-me, dones, dir unes paraules… i us prego que no les atribuïu a cap presumpció, us les dic amb un convenciment molt íntim.
Ens trobem en un país a mig fer i travessem unes circumstàncies confuses, penoses, sovint eriçades; no dubto que el nostre pleit col-lectiu és fonamentalment una qüestió de cultura, pero d’una cultura, en principi, més humana que humanística, més espiritual que no pas intel-lectual, més de caràcter que no pas de formació…
Vull dir que, en darrera instància, ens trobem amb un problema de consciència i de dignitat; puix que l’empresa del nostre redreçament cal que convingui a tots els catalans, sigui quin sigui llur nivell cultural, a tots els catalans, tant els de natura com els d’adopció o d’afecció. Dignitat i consciència d’homes honrats, dreturers i cordials, d’homes que pertanyen a un temps i a una encontrada, i lo saben…
Ara molts parlen deis drets humans, però cal no oblidar que, com sempre, les paraules i els principis escrits no basten. En l’ordre moral i dins una comunitat o una minoría prou desenvolupades, pensó que només són creditors al gaudir d’aquests drets aquells que no abandonen llur voluntat activa de comportar-se com a homes genuins i veritables. Els qui per vanitat, per cobejança, per ambició o per covarda feblesa fallen, claudiquen, abdiquen llur dignitat no són aptes per a constituir un poble…, un poble com cal. Tota obra és la suma dels elements que la componen: un poble propiament dit ha de ser necessàriament la suma d’uns homes pròpiament dits!
Cadascú de nosaltres es mou dins un cercle d’influéncies, de relacions, més o menys ampli. Caldrà, dones, que prediquem l’exemple de la dignitat i de la civilitat dins la nostra òrbita: els pares ais filis… o els filis als pares… entre els germans, entre els amics, entre els companys de treball o d’esbargiment. I aquesta és una acció a la qual no podem renunciar! No hi tenim dret! Perquè a nosaltres ens han estat donades la fe i la consciencia d’allò que tots plegats podríem arribar a ser. I no cal pas que siguem massa exigents, ni amb els altres ni amb nosaltres mateixos. No tots tenim fusta d’apòstol o d’heroi. Cadascú que doni segons els seus dots i el seu coratge: amb la paraula, amb els fets… o amb l’abstenció! Una simple abstenció rigorosa, positiva, oportuna, pot obrar miracles!
Bastim un poble! Bastiu-lo sobretot vosaltres, els joves, els d’avui i els de demà! Passem-nos l’heretatge, cada vegada amb un escreix petit o gran. I això ho diem a Ripoll, nucli originari de la nostra nacionalitat. Bastim un poble… Fonaments ben assentats i ben arrelats a la terra, parets que pugin a plom, carreus sòlids i ben cairats… el morter ben pastat i lligador… les portes i les finestres que s’obrin de bat a bat…!, que, si cal, puguin cloure ben ajustades i ben barrades… I la teulada i el terrat oberts i ventajats sota el cel…
I un dia… un dia coronarem… o coronareu… o coronaran l’edifici, cobrirem aigües —com diuen els nostres mestres de cases— i al punt més alt plantarem una bandera… la nostra! La nostra, que si alguna vegada ha estat mal servida per nosaltres mateixos i moltes vegades ha estat maltractada pels altres, mai no ha caigut en prostitució! Pero la nostra no será pas una bandera muda, ni aspra, ni envanida, sino que admetrà i cercarà el diàleg amb les altres banderes, amb les quals parlarà el llenguatge bategant i universal de totes les banderes dignes de la terra: el llenguatge de l’auténtica cultura, de la justicia, i el respecte, de l’amor, de la llibertat!
¡Qué bien hace Carmen las cosas! Sobre todo como los hombres: cara a cara.
Otro micrófono, otra grabadora. ¿Para qué? ¿Para quién? Haber establecido un plan… ¿Cómo no repetir lo dicho? Decido dejar que me hagan una pregunta y dispararme con ella por base, a lo que salga, con tal de no dejar que me hagan otra.
Hablar media hora, una. Una clase. Y luego, ingenuamente (lo que me cuadra bien):
—¿Tiene bastante?
De todas maneras escribirán lo que les dé la gana, aunque lo graben.
Hablar de literatura.
Que la literatura me sirva, una vez, de algo.
11 de septiembre
Carlos Barral, sentado en la mesa de su despacho parece el pachá de los libros. Aire protector y Gran Justicia, dictamina infalible. El lector o el autor que se le acerca hace las reverencias y las genuflexiones que marcan el protocolo, llegando con la frente al suelo.
Carlos, con gesto gentil, les manda levantarse, les ofrece asiento.
Cambio: otro.
(Rosa Regás, mañanera, ¿dónde vas? Cuídate de tanta escalera: se enroscan… Rosa Regás, preciosa, ¿dónde vas? Quédate…
—No puedo, me esperan).
Con su barba marinera, poeta triturado por las prensas, reducido a cuadratines. Editor con alas (de pluma, claro) y pies de plomo. Distorsionado, de su tiempo y a destiempo. Señorito y marxista, como hoy se debe ser, sobre todo en Barcelona. Abierto a los amigos y —supongo— cerrado para los demás. Gustoso de la fama —como editor— y del qué dirán; creyendo en la publicidad —como vendedor— y secreto de sí —como poeta—. Géminis le preside, ¿quién es, en él, el otro? Personaje de sí mismo, disparejo, entrañable; gusto seguro y poco compartido —al principio, por lo que tiene algo de príncipe heredero de la poesía—. Estoy seguro de que, en el fondo, cree que los negocios dependen todavía de la calidad, de la mercancía. Estoy con él. Vamos aviados.
(Recuerdo a Bernardo contándome una conversación con Carlos:
—Te voy a dar a leer una novela española fenomenal. Tan buena como la mejor de Galdós. Una novela que no has leído nunca.
—¿Cuál? —Pregunta intrigado el barbón de treinta años al de cuarenta.
—La Regenta.
Bernardo se ríe:
—Si en la escuela, cuando tenía quince años, ya hacía resúmenes…
—¡No es posible!
La España, de Carlos Barral; el México, de Bernardo, que no presume ni tiene por qué, de grandes escuelas.
—Además está publicada en la colección de Nuestros clásicos en la Universidad).
Nadie lee Papeles de son Armadans, revista confidencial, para suscriptores. Tendré que enviar, aquí, las separatas que me regalan para que se enteren, por lo menos, cuarenta personas.
Igual debieran de hacer los de Ínsula, que no se ve en parte alguna. Nadie habla de ninguna de estas dos revistas. Como si no existieran. Por algo dejan que en una y otra publiquen tanto los que estamos fuera. (Llamarnos refugiados o exiliados o exilados o trasterrados parece ya totalmente fuera de lugar). Fuera, sólo de ellas se habla, únicas que se ven. «Juan ríe, Juan llora»; no es mala política para una dictadura. Y así, sin querer, la servimos.
En una librería:
—La tía Tula, por favor.
—No, de la R. T. V.
Otra; de lo mismo:
—¿No tienes La tía Tula?
—Sí.
La busca, pero su tía Manuela:
—No, ésta no.
Es un tomo de la Colección Austral. Explica:
—Quiero la de la televisión.
La edición de Salvat. Cincuenta pesetas. También la de Calpe —la de la Colección Austral— era una edición de bolsillo, cuando no se llamaba así.
—Este asunto de las drogas y la juventud no es más que otra prueba de que los jóvenes de hoy no tienen ideales por los que luchar ni arrestos para hacerlo; posiblemente esto último decanta de lo primero.
—Drogas las han tomado siempre, borrachos los hubo desde el tiempo de Noé y sospecho que aún antes; maricas son de todas las épocas y jamás faltaron —por lo que se ve— embarazadas. Que se fijen hoy, más que nunca, en el problema de la diversidad no deja de ser significativo. El fascismo y el comunismo (que ya pasaron a la historia como tales) eran un poco más feroces y produjeron mayores males que la mariguana o la cocaína. Y antes el anticlericalismo, el liberalismo, el carlismo fueron también peores en sus resultados que las drogas. Eso de los alucinógenos, pastillas para dormir y otras adormideras es resultado de un mundo que se ha educado en el culto a la aspirina. Cualquier cosa que no haga daño —de ahí el éxito del yoga, por ejemplo— ésa, sencillamente, ha pasado de moda, por higiene, por estética. Los jóvenes de hoy no saben lo que han perdido. Aquí, en España, y, por lo que cuentan, también fuera.
—Según tú, vamos de mal en peor.
—No te alegres. Nada de eso va contigo. Tú ya estás para el arrastre. No te hagas ilusiones. No pasaste de moda por la sencilla razón de que no lo estuviste nunca. Ahora cuentan los de cuarenta a cincuenta mientras se apuntan tantos los de diez, y aun quince menos.
—Como Franco.
—El caudillo está más allá del bien y del mal.
—Se le ve el halo.
—Aunque te sepa a rejalgar.
No ha perdido su aire profesoral, a pesar de que hace siglos que no da clases. Aunque se me hace difícil creerlo: banquero. Tal vez, algún día, cuente cómo llegó a serlo:
—A mi juicio, la afición española al anarquismo hay que buscarla en el catolicismo, mejor dicho en el cristianismo. El hacer de Cristo el «primer comunista» o el «primer anarquista» es un lugar común peninsular y universal. Pero perfectamente comprensible en un pueblo donde Jesucristo ha tenido la popularidad que le hizo mucho más conocido —en su figura y preceptos— que en otros pueblos europeos, como no sea en Rusia. Cuando, a mediados del siglo XIX, y como consecuencia de las teorías sociales del siglo XVIII, la justicia se abre paso entre las vallas de la aristocracia y la burguesía, el proletariado de los países más industrializados se inclinará hacia el comunismo y la socialización de los medios de producción menos en España, donde las teorías de Bakunin y Kropotkin hallarán su único baluarte valedero, y no por el viaje de un buen enviado, dos años antes de que apareciera otro, marxista, sino porque el español siempre estará más de acuerdo con las teorías de unos aristócratas que con las de los burgueses; con las de un príncipe que con las de un abogado. Así somos sin que nos importe la realidad sino la justicia. Igual nos había sucedido a principios del siglo, llevados de la mano por las Cortes de Cádiz. La sencillez y la grandilocuencia hacen buena pareja en el suelo español. La justicia por la propia mano es uno de los leitmotiv del teatro nacional. Y no digamos el quijotismo. Desde el punto de vista social y práctico el remedio parece difícil. Lo fue en la primera república y en la segunda, lo fue en 1909, en 1917, en 1934. El español no suele rebelarse contra los tiranos sino contra los libertadores, contra los liberales. Le hizo la vida imposible a Pepe Botellas, a Azaña y a Madero (lo digo en tu honor de mexicano). Todo sea por el nacionalismo: capaces los republicanos de hoy de ayudar al régimen de Franco para recobrar Gibraltar; capaces de seguir a la Iglesia en 1808 y de conformarse —con y por la Iglesia— en 1823. Todo en honor de Jesucristo y de dar al César lo que es del obrero. Así no hay pueblo que valga más que en explosiones aparatosas y fugaces. A la fuerza han de imponerse largos períodos de apatía e indiferencia. La Iglesia y los representantes del orden (que no son los mismos aunque generalmente coinciden sus intereses) cuidan vigilantes. España no ha sido un pueblo tranquilo ni feliz, como el francés o el inglés hace ya siglos, a pesar de las guerras. Ha conocido lapsos de tiempos oscuros y tajos terribles que no parece que le importaran demasiado; la pérdida de sus últimas colonias, que es lo que podemos conocer de más cerca; la guerra, pero los grandes alborotos internos fueron por la proclamación de la República y la celebración de la victoria de Franco, lo que no se compagina más que con la inconstancia. Que lo celebraran gente de muy diversa condición es lo más probable: la hay para todo, aquí y en todas partes (eso lo aduje yo): los franceses han adorado sucesivamente a Pétain y a De Gaulle. Los ingleses lo mismo han renegado de Churchill que de Wilson. Los alemanes han seguido como borregos a Guillermo II, a Hitler y a Adenauer; los rusos a Nicolás II, a Lenin y Stalin. Sólo cuando se trata del ocio son capaces de entrematarse tomando partido. —Volvió a perorar—: En política, el mandamás tiene todas las de ganar, por eso han sido tan pocas las revoluciones triunfantes a menos que sean golpes de Estado a punta de pistola. Primo de Rivera se impuso sin dificultad. La guerra de 1936 fue otra cosa porque Giral fue un hombre honrado, un masón convertido y un republicano a machamartillo y a Azaña le tenía sin cuidado el poder, del que sólo le gustaba la apariencia. Las masas españolas no hicieron la guerra sino la revolución. Los republicanos, que no eran muchos, intentaron hacer la guerra; los comunistas, que eran pocos al principio de la contienda, nunca pudieron imponerse; Indalecio Prieto se vio perdido desde el primer día; Caballero jugó a ser Lenin y, naturalmente, fracasó; sólo Negrín intentó lo posible, pero no le secundaron. Los anarquistas no tenían la menor experiencia y la mayoría de ellos se dedicaron a vivir sobre y de los restos de su madre. Que yo sepa en ningún sitio crearon nada valedero; a lo sumo se aprovecharon de lo realizado por otros, como en cualquier país subdesarrollado. Los comunistas, a mi juicio equivocadamente, creyeron poder ganar tiempo —no como lo pensaba Negrín— sino entendiéndose con Hitler. Así les fue. Si no es por Churchill y Roosevelt, quién sabe lo que hubiera pasado. Ahora, las cosas han cambiado mucho. Hay que esperar, yo no lo veré. Pero algún día alemanes y japoneses pueden tomar su revancha. Ni los rusos ni los chinos (de ésos ¿quién sabe nada?) parecen llamados a hacer grandes cosas fuera de algunas hazañas espectaculares. Los norteamericanos tienen bastante que hacer con ellos mismos y los negocios de sus negreros. Los ingleses y los franceses han pasado a la historia, como los españoles, los romanos o los griegos. Los negros… El año tres o cuatro mil tal vez y, de aquí allá, estarán los planetas al alcance de la mano y el mundo ya no será el que es. ¿Para qué preocuparnos de lo y de los que ya no se preocuparán por nosotros? Jesucristo todavía estará seguramente en las enciclopedias —sean como sean éstas—, pero no estaremos ni tú ni yo. Posiblemente ya no se hable español. De nuestra época tal vez quede algún nombre: Einstein, quizá. Picasso, tal vez. Seguramente el primero, haya tenido razón o no. Quizá la tierra haya desaparecido seca o anegada y exista un nuevo Noé y El correo de Euclides para celebrar sus hazañas.
Claro que reconstruyo esta salomónica columna vertebral de nuestra conversación. ¡Qué galería de cuadros ha reunido el pobre en su casa! ¿Quién sabe aquí que así piensa? Un gran señor que se alzó de hombros y se sentó sobre el que fue.
—No creo que aguantes… —me dijo en la puerta del hotel.
No me dijo qué: si el estado actual del país o si se refería a mi salud, en vista de dos periodistas que me esperaban.
Pasa Esther a buscarnos. Vamos a Sitges, a cenar a casa de Ana María Matute. El camino, por las mismas curvas que hace años y años, se hace largo. Los coches son más pequeños y veloces pero las vueltas y revueltas pueden más y retrotraen al paso viejo.
Han convertido Sitges en un bonito «pueblo catalán de la costa dorada» para vernáculos y turistas por el que da gusto andar. Cerrado al tráfico, los peatones son reyes de las calles.
La casa de Ana María, como la de todos a quienes les gusta vivir, se parece a ella (la de Buñuel, ¿a qué se parece? Gran problema: hasta en eso se defiende, impersonal, impenetrable. Muebles de hotel. Paredes desnudas hasta donde puede). En casa de Ana María todo es acogedor y tierno. Y cierta nostalgia, ¿de qué?
La cena da gusto, la compañía también, se deja uno ir a no ser nadie, a fundirse en la suavidad de la temperatura oscura de la noche tibia.
Cierto aspecto femenino, infantil (no hay que preguntar, porque no hay por qué preocuparse de lo que puede, tal vez, correr debajo), afable, cariñoso adormece la falta de querer usar el albedrío. Todo bien quisto. ¿Quién me sacaría aquí de mis casillas? Nadie. Todo tiene, porque sí, cierto hechizo.
12 de septiembre
Seis entrevistas de prensa, seguidas. (Bueno: comida con Gil de Biedma entre la segunda y la tercera. ¡Qué espléndido muchacho!, —para mí todavía lo es. Inteligente, preciso: un poco más alto de lo que le rodea). Los periodistas son amables e ignorantes. (Ignorantes de mí, lo que considero natural, y de la historia, sin contar que nada saben de literatura como no sea de lo publicado aquí donde las revistas brillan por su ausencia. Sí: suplementos literarios, cierto aire pegado a las letras en los semanarios en rotocolor, y los premios; premios a troche y moche; premio para todo y para todos, y París a la vuelta de la esquina. Y se para de contar). Me oyen con atención. A veces invento, otras no. Me dejo ir por las buenas, rodando, según las laderas del interés. Debo darles la impresión de un charlatán descomedido ya que no quiero que me lleven por senderos impracticables. Como lo ignoran todo de mí, me es fácil hablarles de lo primero que se me ocurre. Debo reconocer que me ayudan con la mejor voluntad. Los primeros recortes de prensa me hacen pasar malos ratos. No porque está mal reproducido lo dicho (ni bien tampoco) sino por lo sin sustancia de cuanto digo.
No sirvo para la publicidad. (No recuerdo haber envidiado nunca a Salvador Novo, ahora sí. Carlos Fuentes o Juan Goytisolo son de otra generación y estilo: se han educado en un mundo donde la mercadotecnia es tan importante como lo que más. Se las han arreglado para conquistar Norteamérica. París se entrega más fácilmente ¡pero conquistar a los yanquees…! ¡Ya era hora! Sólo por eso merecerían ser loados. Claro que las circunstancias son favorables, como los vientos en tiempos pasados. Pero no importa: ellos tienen lo suyo. Y no se trata de saber inglés: Galdós y Martín Luis Guzmán, por ejemplo, no les iban a la zaga en eso del idioma. Y ya se vio. Compáreseles con Cortázar y Gabo. El hispano-suizo Borges es otra cosa: ése sí de mi edad, pero no hace sino volver al jirón materno).
No hay duda de que mi éxito depende del asegurar que me voy a marchar rápidamente.
—Vengo —digo—, no vuelvo.
Es decir, vengo a dar una vuelta, a ver, a darme cuenta, y me voy. No vuelvo; volver sería quedarme. Digo la pura verdad. Respiran: uno menos. No habrá competencia.
—Encontrará esto totalmente cambiado, se extrañará ante el crecimiento de las ciudades y de los pueblos, de lo bien que comemos y bebemos, es posible que se vaya, pero volverá. Tal vez de cuando en cuando. Aunque ya está uno muy viejo y… cualquiera sabe. Lo más probable es que sea su último viaje, su última oportunidad.
Razonan con lógica. Así debiera de ser. Desde que llegué me di cuenta de que aquí, en general, a nadie nada le importa un comino como no sea vivir en paz y de la mejor manera posible. Si me pongo a pensar treinta segundos: ¿cuándo no?, ¿dónde no? ¿Es o no el ideal del hombre? Sí. Nadie se queja ni se puede quejar. Para mayor diversión pueden hablar mal del régimen cuando les dé la gana y donde quieran. Escribir sería otra cosa. Pero, aquí ¿quién escribe? ¿Que no se enteran de lo que sucede en el mundo? ¿Qué les importa? Todos envidian su santa tranquilidad, su sol, su aire, su arroz, sus gambas, sus mejillones, sus centollos, sus percebes, sus pollos, sus merluzas, sus carnes, sus mujeres. ¿Dónde se construye más? ¿Dónde acuden más turistas extranjeros?
Dan ganas de contestar: —¡Váyanse ustedes a la mierda!
—Si no hubiese tecnócratas en el Gobierno no habría gobierno, hoy, ni aquí ni en ninguna parte.
—La mayoría son del Opus.
—Tal vez. Prueba que el Opus se ha ocupado de tener tecnócratas entre sus adictos. Si los comunistas tuvieran tan buenos economistas como físicos, otra cosa sería. Pero se han alzado en contra de la economía o de la sociología como no sea marxista-leninista y así les va. Los del Opus son menos sectarios. Por eso hay más libertad en España que en la URSS. No me digas que no.
—Tú has estado hace poco, yo hace treinta y seis años y para ver teatro.
—En ese tiempo el teatro, aquí, era peor que en la URSS, hoy es tan malo como allá, ballets aparte que nada tienen que ver con Stalin o con Brezhnev. Y aquí, con los tecnócratas, acabaremos ingresando en el Mercado Común y exportando nuestra libertad condicional. A quien te diga que el fascismo —no el nazismo— ha muerto, dile que espere algún tiempo para discutir contigo. A menos que quieras llamar de otra manera a los que han mandado siempre aquí. Digo siempre hablando del siglo XIX: los banqueros y los militares. La Iglesia ha hecho bastantes tonterías desde siempre: no hay razón para que no las siga haciendo. Aunque la española tiene una raigambre que falta a las demás.
—¿Y los latifundistas?
—Hay menos de lo que dicen. Además existe la panacea de la Reforma Agraria, que no ha servido para maldita la cosa en ningún sitio. Seduce: que es muy bonito eso de repartir la tierra, como si fuese un pastel de cumpleaños o de boda. Y luego ¿qué? ¿Qué haces con el papelito? ¿Lo enmarcas? Luego hay que trabajar igual que si la tierra no fuese tuya. Si, por lo menos, cambiara de color… Repartir la tierra sirve para acabar con los grandes propietarios. Para nada más.
—¿Te parece poco?
—¿A mí? Ni me va ni me viene. A quienes les parece poco es a los favorecidos con tantos premios chicos. Todos queremos que nos toque el gordo. Los andaluces también.
—¿Entonces?
—Espero que pronto la tierra sirva, químicamente, sin trabajarla, tratándola en grandes laboratorios, para fabricar alimentos. Entonces sí habrá servido para algo la Reforma Agraria. Habrá grandes agujeros en la superficie de la tierra.
—Hasta que se encuentren los del Polo Sur con los del Polo Norte.
—Y venga el Creador y nos engarce en el gran collar de…
—¡Ya!
Un periodista:
—Cualquier español está a su servicio. Se lo digo sin ganas de presumir. Para nosotros servir es honra y eso sin bailarle el agua. Ya verá como si no es uno, otro acudirá a sus necesidades con tal de halagarle sin buscar recompensa. Y aquí lo mismo le llevarán de fonda que a casa, tengan el servicio que tengan. Sabe que he viajado bastante en América española y aun en Filipinas. Toda esa prosopopeya se debió quedar en las colonias. Aquí ha desaparecido.
—Ya no existía en mi tiempo.
—Ahora, menos. Se ha mezclado con esa costumbre europea de tener casa abierta y de que cada quien se sirva o sirva a los demás. Una mezcla muy agradable, pero que sólo se podía dar aquí, en España. De la misma manera que esto fue, hace muchos años, refugio de americanos —como Henríquez Ureña, Larreta, Reyes o Vasconcelos— y hoy lo vuelve a ser. ¿Por el idioma? ¡Ca! Todos hablan francés como usted o como yo. Y ahora, inglés. Pero les encanta Madrid o Barcelona, a pesar de Franco. Porque además, a ellos, ¿qué les va ni les viene? España es así, como se decía en las comedias.
—Lo malo es que, para mí, no es una comedia.
El hombre, tan fino, se molesta. Debiera consolarle, dejarle satisfecho de su loa, más teniendo en cuenta que es uruguayo. Pero no puedo. Interiormente me reconvengo, pero no puedo articular una palabra de gracias o de conformidad con su gentileza que —no sé por qué— me suena a moneda falsa.
No tengo remedio.
—Es muy difícil contar —o pintar— una guerra que se está viviendo, por eso no tiene nada de particular que el cuadro lo hiciera Picasso en París y no aquí, en España. Y que el gran libro de poesía acerca de la guerra lo escribiera César Vallejo también en París y no Antonio Machado, por ejemplo, aquí. Juan Ramón hubiera sido la otra posibilidad y no estoy seguro de que nos demos cuenta el día de mañana de que lo hizo en Norteamérica; los mejores poemas de Miguel Hernández, los escribió en la cárcel, después de la guerra; como lo más ardido de León Felipe se armó en México.
—Por no hablar de novelas…
—L’Espoir se escribió en Francia; Por quién doblan las campanas, en Cuba; Un testamento español, en Inglaterra.
—Y tus novelas, en México.
—Sí. Y las de Gironella, aquí. Nadie ha escrito acerca de Austerlitz comparado a lo de Tolstoi.
—Ni sobre Bailén, como Galdós.
—Troya… Waterloo…
—Claro, hombre, claro. Las guerras y el amor, como todo, necesitan de cierta perspectiva. A menos que se trate de una poesía lírica o de una novela, como las de ahora, en las que se describe el instante mismo revolviendo todas las distancias.
—Como las películas: las actualidades tomadas en el frente tienen, con suerte, la emoción del día. Pero después… Después hay que gastar el dinero en reconstruir lo que se va a destruir.
Tipo de conversación que se puede tener, sin cuidado de que la reproduzcan, con cualquier periodista español:
—A Dios no le gusta la literatura.
Se extrañará o se divertirá, según. Sería extraño que se escandalizara. Preguntará el porqué de la aseveración. Contéstese:
—Si le gustara no habría razón para que la literatura no tuviese que ver con la moral. No hablo de las obras sino de los autores.
—Es decir…
—Que hay grandes escritores que son hijos de puta y bellísimas personas que se creen escritores y lo son, malos e inaguantables como tales. Confusión que dura…
—Desde la torre de Babel.
—Y aun antes, supongo. ¡Con lo fácil que hubiese sido —para los críticos o historiadores— que los buenos poetas fuesen los mejores padres de familia!: amables, encantadores, repletos de buenos sentimientos y no otros —ni todos— más no pocos borrachos, miserables, vengativos, burlones, despreciativos, homosexuales, egoístas intratables.
—¿A quién se refiere? —Preguntará.
—A todos y a nadie —hay que contestar.
Les divierte, no cuesta nada; quedas bien con una idiotez. Se van satisfechos, sin texto en que cobijarse. Entonces les puedes preguntar por quién apuestan, si por el Opus o por Falange. ¿Quién ganará? ¿Por cuántos goles de diferencia?
El hombre de Sants
—Sí. Ya me habían enterado de que habías vuelto.
(El plural, para decirme que él, de por sí, nada hubiese sabido. Se lo dijeron. El tono neutro).
(Éste es…).
—¿Qué haces?
—Libros. ¿Y tú? —le pregunto.
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
Vive en un suburbio, en una casa vieja, desconchada, limpia. Sin más muebles que los indispensables.
—¿No sales?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con alguno de los que vienen por aquí, de tarde en tarde.
Aquel hombre alto sigue siéndolo pero se le cayó todo: cabeza, pelo, mandíbula, dientes, panza, chaqueta, pantalones. La barba crecida.
Y éste fue el que más sabía, gran lector, gran viajero. Al tanto del mundo.
—¿No sales?
—Sí. Poco. ¿Para qué?
Le gustaba hablar. Lo hacía brillantemente.
—Me equivoqué.
Fija en mí sus ojos, por primera vez de frente.
—No debí quedarme aquí.
—¿Estuviste preso?
—¿En la cárcel? No. No había razón.
Sin duda. Los nuestros no pudieron arrancarle de Barcelona. Nunca vi hombre tan reducido a nada.
—Ahora comprenderás una palabra en la que quizá no te habías fijado, pero que tiene lo suyo: aplanado.
Una lucecilla de nada, tal vez por la ironía, en las pupilas agrisadas. La frase más larga que pronunciará. Luego vuelve a los monosílabos.
Era mi gran amigo. No contestó a mis cartas. Nadie supo, o quiso, darme cuenta de su existencia. Y, ahora, le encuentro aquí.
—¿Quieres algo?
—Morirme.
Me vuelve a mirar fijo. Le había llamado por teléfono:
—Voy a verte en seguida.
—Yo no te veré.
—¿Por qué?
—Estoy ciego.
Me recorrió tal escalofrío que pensé no ir. Fui.
—No, no se quiere dejar operar —me dijo su sobrino—. No son más que unas sencillas cataratas. Pero se ha empeñado en que no quiere y, usted le conoce, terco como una mula. Ve algo, bultos. Dice que con eso le sobra.
—Vosotros tuvisteis una juventud dorada. Crecisteis en un mundo libre y liberal. Nosotros… Ten en cuenta que yo tenía once años cuando empezó la guerra. Nueve, cuando la sublevación de Asturias. Soy asturiano, ¿no lo sabías? ¿Qué juventud tuve? La represión, la guerra y después otra vez la represión y Franco, Franco y Franco. Y no saber nada, aun estudiando en la Universidad, en Oviedo, y la tristeza, porque si uno hubiese sido de una familia de carcas, todavía… Pero yo, y otros muchos, éramos de familia «roja». ¿Y qué? ¿Qué conocimos? En el Instituto, ¿qué estudiaba? En la Universidad, leyes. ¿Qué leyes? La otra guerra y mis veinte años; el servicio militar y uno metido hasta el cogote en todo esto. ¿Y qué? Nada. Adelante, y entrar, luego, procurando pasar desapercibido, en un ministerio y vengan expedientes e informes. ¡El comercio exterior! ¿Qué comercio? Tener la seguridad de estar más abajo que nadie. Y vosotros en América, tan rica, y tan ricamente; y nosotros aquí, aguantando. No publiqué nada hasta los treinta años. Tuve suerte, se ocuparon de mí. Hablaron. ¿Y qué? Premios aquí y allá. Ahora tengo cuarenta y cinco años. ¿Qué ha sido de mi vida? Vosotros crecisteis en un mundo lleno de esperanzas. Publiqué unos amargos libros de versos, pero con ilusión. Cierto nombre, algunos viajes y ya. Los jóvenes hablan mal de mí: no se estila ya la poesía social, la poesía política ha pasado de moda. No hemos sido nada y ahora seremos menos todavía. ¡Y quieren que uno sea optimista! ¿Optimista por qué? Optimista, ¿de qué? Hace veinte años —hace ya veinte años—, en 1951 pudimos tener cierta esperanza de que las cosas iban a cambiar, de que toda España sería otra cosa a corto plazo. ¿Qué plazo? Han pasado veinte años en vano, ¡y quieren que sea uno optimista! Si por lo menos no estuviera aquí, como vosotros. ¡Si por lo menos hubiéramos conocido una juventud que hubiese valido la pena! Si corriéramos mundo. Pero no. Nosotros salimos peor parados que vosotros. Ni siquiera conocimos las guerras en edad de hacerlas. Las represiones y gracias. Callar en Misa mayor o dedicarnos a la lucha clandestina o las dos cosas a la vez. Pero ¿quién nos enseña a luchar? ¿De dónde sacar enseñanza? No hay libros, no hay maestros para coger la patria con las manos y acabar con la familia, el orden, la Iglesia. No somos nada ni nadie. Y literariamente: ¿Qué valemos al lado de la generación del 27? La tuya. Nada o casi nada. No hemos podido desarrollarnos según nuestro entender. Estamos enterrados. Sin contar que lo que pudimos creer factible hace veinte años se ha deshecho solo en el resto del mundo. De eso no nos han ahorrado noticias. Porque, eso sí, fui —fuimos— comunistas. Y hasta me metieron, una vez, tres días en la cárcel, haciendo el ridículo. A lo mejor firmaste una protesta para aquel «hecho escandaloso». ¿Y qué? ¿En qué vino a parar aquello? Los señoritos tan señoritos como antes, o más. Y los procesos de Praga y Hungría y, ahora para acabar de rematarlo, otra vez Praga. Fui a Praga, hace años. Me invitaron a pasar allí ocho días.
Calla.
—¿Qué quisieras hacer?
—Lo mismo que muchos de mi edad: dar clases durante seis meses en los Estados Unidos y pasar aquí el resto del año, escribiendo, viendo a los amigos, bebiendo.
—¿No te has casado?
—No.
—Semiturista de la cultura.
—¿Por qué el «semi»? No: turista del todo. ¿O crees que se puede tomar el destino en serio habiéndonos tocado en suerte la vida que nos tocó?
Callo yo, ahora.
—¿Así que nos envidiáis?
—Con toda el alma. —No había caído en eso. —Pues cae, cae…
(Ésta es la verdad: ¿qué me he creído? ¿Que porque me fue mal fuera de las fronteras, a los treinta y pico de años, puedo compararme en daños con éstos que nacieron veinte años más tarde? Velos. A la edad que tú te acogiste a España —en 1914— despertaron en la guerra. Tú venías huyendo, ellos no pudieron hacerlo y la sufrieron. Tal vez no conocieron los campos a los que te viste arrastrado. Mas ¿cómo crecieron? Pudiste educarte en una escuela atea, siéndolo o no, y pudiste escoger: ellos no. Crecieron en un ambiente en el que les enseñaron [aunque no lo creyeran] que sus padres eran unos asesinos y gente de la peor ralea. Los educaron contra sí mismos. Tan opuestos a sí mismos que —tal vez— alguno, para protestar contra lo que le atosigaba diariamente sin contemplaciones, durante toda su adolescencia, se hizo pederasta. De todos modos, entre plegaria, blasfemia, iniquidades, vergüenzas, mentiras, represiones, castigos, inhabilitaciones, multas, destierros, afrentas, a pan y agua crecieron con la ilusión de un mundo mejor, evidente tras las fronteras, al alcance de la mano; un mundo justo donde nosotros estábamos viviendo. Hablo de los nacidos de 1920 a 1930. Centenares de miles de hijos de liberales y republicanos y aun de falangistas y fascistas de buena fe. Tal vez no eran muchos estos últimos, pero los había. Bástate con los primeros que fueron multitud. ¿Sabes lo que fue su niñez —la guerra—, su adolescencia —la guerra, la otra, más la represión— y falsas glorias españolas repartidas a manos llenas y el Imperio, y la Hispanidad y Cara al sol? No hablo de los presos, de las represalias, de los represaliados, de los asesinados: eran sus padres, a menos que se hubieran convertido en ausentes o en seres tristes, escondidos de los demás y de sí mismos. O en traidores. Y no me salgas con el hambre que, a lo sumo, todos pasamos la misma, con la sola diferencia que ellos, en general, no alcanzaban la razón. Tuvieron hambre en la base misma de su vida. Evidentemente una vida así no es para favorecer los entrañables lazos familiares. Éstos son los que, por declive natural, vinieron de por sí a considerarse, por lo general, comunistas durante la guerra fría, cuando tú, frente a los hechos, te dabas cuenta de lo que representaban los procesos que ellos ignoraban o creyeron inventados por sus cómitres. Empezaron entonces a escribir, exponiéndose, poesía social y a inventar métodos personales de lucha contra el régimen. ¿Qué queda de todo esto veinte años después? Han podido darse cuenta —por el tiempo pasado y las puertas entreabiertas— de que han perdido el tiempo de su vida. Tienen hoy de 40 a 50 años. ¿Qué han hecho? Poca cosa. Se han equivocado. ¿Quién se lo dice? Los que tras ellos crecen y se atemperan a otro mundo [tal vez no de desear pero más libre en todos los sentidos, el sexual por ejemplo, que no es moco de pavo]; ya, para ellos, la política no está en primer plano, la justicia yace al lado de su camino, un tanto pisoteada, y no les importa mucho. Numerosísimos turistas acuden para saciar su hambre. Se viaja en coche, se bebe, se fuma, se jode. Y ellos, sus mayores ¿qué? De un lado todavía estamos nosotros —ignorantes, ignorados de los demás pero no por ellos— y por otro sus congéneres del régimen, victoriosos, sin el menor escrúpulo, haciéndose ricos —ricos de verdad— en menos de un dos por tres, a base de «negocios» que ellos reprueban todavía con cierto sentido moral que les legamos [¿les dimos algo más?]. Sus hijos ignoran lo pasado, no les comprenden ni les importa. La gramática y las matemáticas se enseñan de un modo totalmente distinto y ni siquiera pueden sentarse a darles lección de lo poco que saben. Sería inútil. Ignorándote, ¿quieres que te jaleen?).
Tomamos unas cervezas, por el calor.
—La mayoría de los que regresan no aguantan.
—¿Quieres que me sorprenda? No. Por algo soy asturiano. ¿No lo sabías?
—Ya me lo dijiste antes.
—Eso del regreso al país, desde América, es viejo, tan viejo como el descubrimiento. En mi pueblo, pueblo de indianos, muchos volvían viejos, otros no tanto. Todos veían a sus contados amigos —los otros en Madrid o en el cementerio—, construían su casa y, por lo menos la mitad, al año o año y medio, se volvían por donde y adonde habían venido. Y te hablo de 1910, lo mismo que de 1930, que es cuando yo iba por ahí, los veranos. Hoy sucede lo mismo, aun con la guerra civil por medio. ¿Cómo quieres que me extrañe? No se trata de ideas ni es cuestión política, o en muy escasa medida. No: es que no aguantan ya la vida de su juventud. Mejor dicho: no dan con ella. La gente es otra: son extranjeros. No han nacido aquí, bueno, allí.
—Verdad para los abarroteros.
—¿Los comerciantes? Y los demás lo mismo. A menos de encerrarse en su casa, leer, jugar al dominó, porque ya no están en edad de ir a la sidrería. A lo sumo: dar un paseo, tomar el sol, sentarse en un banco. Hoy, supongo, ver la televisión. Menuda la armaste con ella.
—¡Es el colmo! No hacía sino repetir el encabezado de un periódico de la noche anterior, que vi tirado en una silla, en el hotel de Cadaqués.
—Pero como aquí nadie se atreve a decir nada como no sea en familia, llamó la atención. Por lo menos así lo he oído.
—Entonces yo seré «aquel que habló mal de la televisión».
—Más o menos.
—No me hace gracia.
—Inventa otra.
—También me hacen decir que el teatro es malo. No es que lo sea o deje de serlo, pero no dije eso sino que aquí, en Barcelona, por el momento, no había teatro: compañías, locales abiertos que se pudieran comparar, por lo menos en número, con los de mi tiempo. Lo que es bastante distinto.
—Rectifica.
—¡A qué santo! ¿Crees que estoy en Babia? No. Se parece demasiado a lo que dije y no dije y no quiero darles un gusto que sólo serviría para atizar las brasas.
Llega otro. Gran, apretado abrazo. Presento el uno al otro. Se despide el primero.
—¿Os conocíais?
—Tú dirás.
—¿Entonces?
—En todas partes cuecen habas, ¿no?
—¿Qué haces?
—Traduzco.
—¿Tu familia?
—Tirando. Tú, ya veo.
Lo dice con cierta amargura. Pasamos a través del pasado antes de recalar en el puerto del año.
—Las huelgas, en España, han cambiado totalmente de aspecto, sin dejar de ser, como siempre, un hecho económico.
—En algún tiempo, que seguramente recuerdas, también fue política.
—Ahora no hay política y menos, huelgas, huelgas políticas. ¿Que se mezclan algunos comunistas, socialistas, socialdemócratas y anarquistas? No tiene gran importancia. Son pocos y no están organizados para llevar los acontecimientos adelante si tuvieran éxito. No sabrían qué hacer. Les faltaría experiencia. No. Son puramente económicas. La prueba la tienes que a lo que más se parecen es… a las cotizaciones de la Bolsa: lunes, abren a diez mil huelguistas, cierran a once mil quinientos. Martes, abren a once mil, cierran a ocho mil novecientos. Miércoles, abren a siete mil ochocientos, cierran a siete mil setecientos, etc. Hasta que a los quince días les dan el 50% o 60% de lo que piden y se acaba el fandango antes de empezar en otro sitio. Y no olvides que huelgas, lo que se llaman huelgas, sólo las llevan a cabo los obreros que ganan los mejores sueldos; los que pueden resistir más tiempo. Los sin trabajo, los peones de mala muerte, ésos, si no pueden irse a las capitales a vivir de las obras, sin orden ni concierto, intentan cruzar las fronteras. También lo hacen los que tienen familia fuera.
—¿Refugiados?
—¿Quién se acuerda de eso? O se hicieron franceses o volvieron, a estar tranquilos.
—¿Los comunistas?
—No lo sé. Supongo que los viejos vinieron a morirse de rabia y los jóvenes a ver si se podía hacer algo.
—¿Y qué?
—No lo sé; aunque ellos, supongo, se hagan ilusiones. Luego hay los que salieron de la cárcel y no tienen —con toda razón— más que pocas ganas de volver a que los enchiqueren. Los que han podido se han adaptado a la situación, otros no quieren saber nada porque, según ellos, ya hicieron lo suyo. Que tallen los demás.
—¿Lo hacen?
—Sin duda. Pero me da la impresión de que sin demasiado convencimiento.
—Dicen que es el único partido que tiene fuerza.
—Tal vez. Supongo que los socialistas y los anarquistas dirán lo mismo. Pero todos juntos no serían capaces de oponerse a un batallón de tanques. Es preferible hablar y escribir informes.
Este régimen se acabará por sí solo. Luego… Pero una nueva posibilidad como la que se tuvo en 1936 o en 1945, no hay ni que soñarlo. Además, el país es otro.
—No tanto. Los españoles no han cambiado.
—Los que tratas, los de la clase media. Iba a decir los de la Edad Media. Siguen siendo —y no hablo de los intelectuales— presuntuosos, soberbios y vanidosos.
—Como los franceses, los italianos, los rusos…
—O los mexicanos, supongo. Y no es que lo lleven en la sangre. Todos o nadie sabemos lo que llevamos en la sangre. Te pueden hacer un análisis en minutos. No. Pero todos han ido a la escuela, a las mismas escuelas, tantas veces mal llamadas pías. Les han metido en el caletre que no hay nadie como los españoles. Por dos razones: la primera porque no les dicen por qué; por carisma, porque el español es la mejor lengua, el español es el más valiente, el más hombre. Sus paradigmas son y siguen siendo insustituibles: ¿quién como don Juan?, ¿quién como don Quijote? Nadie. Añade los toros —aunque sean de anteayer—, el fútbol —aunque nos monden—, la virgen del Pilar, el Cristo del Gran Poder, la paella —¿hay un plato mejor?—, los centollos, las angulas, los langostinos de Santa Pola, el submarino de Peral, el autogiro de La Cierva, La Verbena de la Paloma, Goya, Velázquez, el Prado y el Pardo. Nunca fuimos tantos… Te lo digo por las huelgas. Ahora debe de haber el doble número de obreros que antes. ¿Y qué? No les da la gana. Y, mira, yo lo comprendo. Tal vez porque hace muchos años que he vuelto de los países llamados socialistas. Pero ¿cómo vas a comparar la manera de vivir de un obrero esquilmao, aquí, por los capitalistas, con la de otro que allí, teóricamente, es dueño de sus medios de producción? ¡No jodas! Allí —fútbol aparte—, no puedes comparar nada con nada, ocho días de nabos, tres días de remolachas, un mes con sardinas en latas y luego otro en que ni las hueles. ¿Que aquí no hay libertad? De acuerdo, compañero. ¿Y allí? Aquí, los viejos no nos acordamos de las colas, los jóvenes no saben lo que es. Allá… Pregúntale a la Francisca. Sí, ya lo sé. Pero ¿qué quieres? ¿Que me dé vergüenza? Bien, me la da, la tengo, pero me aguanto. Y en cuanto a los jovencitos… Vamos para atrás. Pero vives mejor. ¿Que reventará un día? ¡No me cabe la menor duda! Pero ¿tú sabes hacia qué lado? Yo, no. Y todo por ese cochino nacionalismo, llámalo orgullo, soberbia, presunción, como quieras. Todo viene de ahí. Por el hecho de ser español: ¡Yo, el primero! Míralos andar por la calle: tan ostentosos, partiendo plaza, meneando el culo, elegantes, sin importarles nada de lo que pasa por el mundo. Por eso ha sido tan fácil embaucarlos con eso de Gibraltar. Perdimos las Indias, bueno. Perdimos Filipinas, ¡bueno! Perdimos Cuba, Puerto Rico, Guam, Flandes, Nápoles.
—Pero ¿alguna cualidad tendremos?
—¿Quién lo niega? Generosos de sí, amables, serviciales, ganosos de poder ser útiles; cualidades mucho más de agradecer cuando, como yo, se regresa de Francia donde, ahora, el egoísmo, el servirse primero, la mala educación, han venido a primer plano después de dos guerras, es cierto, y aquí no hubo más que una.
—¿Aquí? ¿Cuál? Ni el 14 ni el 39.
—No fastidies. Ya no estás en edad.
—Las guerras civiles no influyen en las buenas costumbres.
—Sobre todo si las ganan los conservadores.
No nos habíamos visto desde 1940, en Marsella.
Cena con los Pedro Portabella y los Oliver (¡qué bonita!) y algunos más en ese restaurante de buen ver —y algo más— cerca de la calle Fernando y cuyo nombre se me escapa —como siempre— pero que tengo y tendré muy presente.
Barcelona de noche ¿seguirá siendo la que fue? No lo sabré. Hay tantas cosas que ignoraré, que una más, y de este calibre, me cabe perfectamente en las dulces alforjas del sueño. Porque para un día más, ya está bien.
13 de septiembre
Carmen me entrega el correo. En él llega la carta siguiente, de Inglaterra:
Querido Señor Max Aub. Le deseo salud.
Recibí su carta, y me produjo una satisfacción casi infantil. Se lo agradesco, aunque se lo agradesco más, por la obra que deja escrita, y se lo agradesco, primero como hombre y después como español.
Hace varios días que vengo pensando dar respuesta a su carta, y el no haberlo hecho ya me tenía moralmente preocupado. También es cierto que me queda poco tiempo después de llegar de la fábrica donde trabajo, y el poco que me queda lo he dedicado estas últimas noches a terminar «Campo de los Almendros».
Ya son 6 libros entre ellos obras de teatro los que llevo leídos de Ud., en espera de poder desplazarme a, donde espero encontrar algunos más.
Por su carta y por la del señor Diez Cañedo —al cual le estoy muy agradecido por la atención que ha tenido de trasmitirle mi carta— he podido enterarme de su viaje por Europa y el tan sorprendente por España.
No sé la impresión que le habrá causado España después de tantos años, pero casi me atrevería a decir que ha experimentado Ud., la tristeza de no poder ya vivir en ella, y digo la tristeza, porque he notado que ama Ud., a España, o mejor dicho, Ud., amaba otra España, una España que aunque violenta, inquieta, desorientada y hasta peligrosa, si me permite expresarlo así, era una España que despedía fulgores de violenta espiritualidad, había deseos de renovación de progreso, y de noble y bella aventura.
¿Cuándo en la historia de la humanidad acudieron hombres de todas partes del mundo, a dar generosamente su vida por un ideal de libertad, y justicia? ¿Cuándo el pueblo español —los canallas y traidores que también hubo muchos no me interesan, para ellos mi silencio eterno— fue tan sublime y bravo? Nunca.
Todo esto Ud. lo sabe mejor que yo, porque yo, ni siquiera viví en aquella España. Cuando nací era una fecha todavía esperanzadora —el 8 de junio de 1938— de haber nacido en una España creo un poco mejor. Pero tube que conformarme —conformarme nunca me conformé, por que hasta para mas desgracia nací inconformista— con vivir en una España que era lo peor que le podía haber ocurrido a un ser humano al venir al mundo, sin ignorar que el mundo tiene muchos lugares donde es una desgracia nacer.
A lo largo, a lo larguísimo de esos años que he vivido en España, he podido ver, la bajeza de los hombres en todas sus formas posibles. Y al hablar de bajeza no me refiero a esa pobre que existe en los que formamos mi mundo, el de los trabajadores, me refiero a los que se educan y cultivan en Universidades, a los que residen en las alturas del pensamiento intelectual.
Yo se bien que vivir entre trabajadores es duro, por su indiferencia de las cosas, y por su superficialidad, por sus pequeñas mezquindades y ambiciones, pero también es cierto que esa inmensa masa de mediocres, que formamos en el mundo de los obreros, somos también los que empujamos ese pesado carro de la civilización, y nunca se nos tuvo en cuenta para nada; si acaso para hacer la guerra, para escribir la historia, una historia en la que tampoco contamos para nada, y no es que yo quiera reivindicar la historia para todos los que pasan por ella, pero creo que hasta la historia está en contra de esa humanidad toda.
Franco, mañana lo meterán en la historia, y hasta dirán que fue un bendito.
Me dice Ud. que su paso por España ha removido las aguas un poco, y ya son una docena de libros los publicados, pues esto me alegra mucho, pero siento no ser todavía muy optimista por lo que a su teatro se refiere. Aunque últimamente se empiezan a oír algunas voces un poco más fuertes de lo normal, no hay que olvidar que el fascismo también se renueba, para poder seguir sin su ídolo, y hasta le darán un nombre nuevo, que puede ser Opus Dei o «Santificación de los Monstruos», cualquiera lo sabe. Las generaciones es poco tiempo, teniendo en cuenta que el fascismo en España pudo llevar tranquilo su obra a cabo —gracias a todos, incluyendo la «Gran Patria de los trabajadores»— y su obra consistió en aniquilar el espíritu, en mutilar lo que más noble posee el ser humano, la inteligencia, y curarse de estas enfermedades requiere tiempo, pero confío en que las cruces brotarán aunque estén clavadas al revés.
Nunca he podido concebir, como todos los llamados «intelectuales» en España hayan cantado durante 30 años la misma canción sin sentir repugnancia de ellos mismos, por que en verdad, Señor Max Aub, cuando la casi generalidad de una sociedad actúa de una forma tan cobarde y tan mezquina, sin sentir asco de ellos mismos, da hasta miedo y escalofrío.
Su obra como ejemplo de primera magnitud, durante 30 años no se ha estrenado en España ni una sola obra de teatro, teniendo en cuenta que su obra es conocida solo en centros Universitarios y círculos intelectuales, precisamente los que tienen la misión de hacer conocer, de empujar a la luz todo lo que es injusto que muera en la oscuridad, y en el silencio. Y no es que yo vea su teatro solo para limitarlo a los escenarios españoles, no, ya que para mi personalmente, ese teatro forma primera línea en la vanguardia del teatro europeo. Claro que podríamos ponernos a considerar —que es siempre lo más cómodo— que su teatro es comprometedor; pero entonces, ¿qué es un verdadero intelectual? ¿El que no compromete nada que esté en contra de su barriga? ¿O el que lo compromete todo en favor de su conciencia y la desinfectación de su espíritu?
Yo, Señor Max, no poseo una cultura para establecer un claro concepto de lo que debe ser un intelectual, por que apenas si estube en la escuela, mi madre me mantubo dos años en una escuela, y eso se lo tendré que agradecer toda la vida, ya que fue en un tiempo donde cualquier dinero que caía en las manos era para comprar un pan, en ese tiempo dicho de paso mi padre estaba en la cárcel por el gran delito de haber sido socialista, digo de haber sido, porque después los hombres, por lo que he presenciado, no tenían ganas, ni moral de ser nada. Yo he visto a mi padre después de salir de la cárcel, encerrado en sí mismo, durante años, sin fuerza para comunicarse, ni con sus propios hijos. En Valencia donde hizo la guerra, también estubo en la cárcel, pero esta vez encerrado por el partido comunista, por el delito de oponerse a que se hiciera política en el frente con los soldados. Yo quería decirle que no tengo una cultura para establecer conceptos claros, pero en lo que se refiere a lo que debe ser un intelectual creo estar muy cerca, y por esto precisamente me sentí interesado por Ud., y le escribí. Su nombre que tan poca relación tiene con lo español, también me intrigaba, al ver lo bien que conoce Ud. España, los españoles, su lengua, y también como la ama, y defiende. Hoy ya conosco más de Ud. En el prologo de uno de sus libros, expresa Ud. su tristeza de que su teatro que fue escrito para clavarlo en los escenarios de la época tuviera que pasar de largo, en el silencio; ciertamente es triste para todos, sin embargo, si nos referimos por ejemplo a «Morir por cerrar los ojos» es una obra que se puede estrenar ahora con solo cambiarle las fechas; y de los lugares no estoy muy seguro si habría que cambiarlos; desgraciadamente, tendremos que esperar un poco, y puede que toda la obra sea actual, aunque desearía que quedara pretérita.
En fin señor Max Aub creo que le estoy obligando a dedicarme demasiado tiempo, por nada, pero es tanto el deseo y la inquietud de buscar en el fondo de las cosas, y tan poca la preparación de hacerlo, que después de tanta letra siento la impresión de no haber dicho nada.
Para cerrar esta carta quiero decirle, que al leer sus libros sentí la clara impresión de que estaba leyendo a un Hombre con decencia, y dignidad, esto por encima del estilo y de las formas más o menos bellas.
Todos los españoles que tengan un poco de dignidad, deben y deberán, mañana, agradecerle el haber dejado escrito el mejor testimonio de una trajedia, que si hubiese acabado bien, no tendría la misma importancia, pero al no haber sido así, en su obra podrán encontrar la verdad más clara y más decente de todas las escritas, y también y esto es muy importante, muchas profundas sugerencias, dignas de tenerse en cuenta, para prevenirse de lo que en un día puede ser, el caer en los mismos errores y pecados —lo de pecados para los ortodoxos de toda laya.
Y ahora señor Max Aub solo me queda decirle que le ofresco mi amistad y lo que quiera mandar de este humilde ciudadano.
Suyo, A.
Hoy, 13 de septiembre. Nadie tiene presente el pasado; yo sí, como si fuese ayer. 1923. Había llegado a Zaragoza la noche anterior. En la plaza (¿cómo se llamará ahora?) del Coso o de la Independencia, un pelotón de soldados y un sargento (¿sería sargento?) proclamaban el Estado de Guerra. La sublevación de Primo de Rivera… Aquí, hoy, en Barcelona, dejada atrás (túneles y túneles de Garraf), nadie la recuerda, ya en las manos del olvido. Yo, si no fuese por mi agenda, que entre renglones, me mete el 13 por los ojos, tampoco. Está uno sentado entre tinieblas (túneles y túneles).
Calafell
Entran la playa y el mar en la casa, como Pedro por la suya. Es la de Yvonne y Carlos, de tú por tú con la arena, el agua vuelta horizonte y los peces. Vienen éstos a pescados en la sopa. ¿Qué tienen estas costas que en vez de mar todo se vuelve gusto del gusto?
La casa, abierta, tan marinera, que ni molesta que Carlos vaya vestido de capitán de altura. ¡Qué hijos tan grandes tienes, Yvonne, quién lo diría, sin verlos!
La playa es larga; ha llovido, se moja uno los pies para llegar (¡qué lejos, además, desde la estación!). No se llega nunca —con el hambre que teníamos.
La vuelta, un soplo. ¿De qué hablamos? ¡Mátenme, que no me acuerdo! Pero sí de la sopa de peix de Yvonne. Hay tantas sopas de pescado como pescados hay y cocineras con «sentido del punto».
Todo lo falso instruye; lo cierto, sirve y destruye. Lo falso, descubierto, ¿es falso? No lo creo.
—El nacionalismo, ese cáncer de nuestro tiempo, como lo he repetido tantas veces…
—¿De «este» tiempo? ¿No te harás ilusiones?
—No lo creo. Sin contar que estaría lejos de hacérmelas.
—Barres.
—Sí, y Tolstoi.
—Hoy sucede lo mismo.
—Menos. Hitler no produjo sus motivos de ser. Fue al revés. En este aspecto, los hombres han retrocedido, de fines del siglo XVIII acá.
—Los hombres…, dirás las minorías ilustradas.
—Y el proletariado.
—Ése es más nacionalista que mi cocinera. Un obrero francés se siente más francés que un comerciante.
—Es natural.
—Pero que un comunista ruso sea…
—¡Alto!
—Bueno.
No quiero reñir con Z. pero a los cinco minutos volvemos al tema:
—En nuestra época, Hernández Catá, por ejemplo, cubano, como Insúa, ¿no eran considerados como españoles? Insúa hasta llegó a ser gobernador durante la República. Y Martín Luis Guzmán, ¿no fue director de El Sol y de la Papelera? ¿Le importaba a alguien que fuese mexicano? ¿Se lo echaron alguna vez en cara?
—¿No intervino Sánchez Román en la ley de expropiación del petróleo mexicano?
—Creo que sí. No lo sé. Pero si lo hizo, no fue nunca del dominio público. Asesores, ya sabemos lo que quiere decir. Pero hablábamos de literatura donde las cosas no se hacen tan a escondidas. Icaza no está en las literaturas españolas sino en las mexicanas. Y El águila y la serpiente, La sombra del caudillo, Canaima, Doña Bárbara, Ulises criollo, diez libros de Alfonso Reyes, que determinaron la mayoría de los suyos; alguno de los mejores de Rubén Romero, se escribieron y publicaron aquí. Aquí está Gabriel García Márquez, a veces Vargas Llosa…
—Y Juan Goytisolo, en París; y Paco Ayala, en Nueva York. ¡Mira éste!
—No es lo mismo.
—¿Por qué?
—Por el idioma. Hay algo más hondo, quieras que no; quieras que no de la Patagonia a la Baja California, de Baja California a Cadaqués, de Cadaqués a la Tierra del Fuego, existe un fenomenal triángulo donde se habla y se escribe en español. Que los acentos sean diversos, que las palabras varíen un poco ¡qué duda cabe!, pero no es mayor la diferencia entre un chileno y un ecuatoriano que entre un catalán y un andaluz, entre un yucateco y un sonorense que entre un argentino y un castellano viejo. Eso, por una parte. Por otra, si yo nací y me crié en París, Cortázar nació en Bruselas; Usigli, por casualidad en México, de padre italiano y madre polaca —creo— y recién llegados allá; y Borges, por mucho que haga para que se olvide, pasó por lo menos de los 14 a los 18 años en Ginebra y de los 18 a los 21 en Madrid: hace muchos años que aseguré, y cada vez estoy más en ello, que uno es de donde estudió el bachillerato.
—Con lo que vienes a asegurar que Borges es un escritor suizo.
—Se nota y no lo digo en mal. Y no olvides que la Storni nació también en Suiza y no fue argentina hasta los 28 años. Para mí el ser suizo es igual que el ser uruguayo. Y si se le nota no es en el idioma. Tampoco a mí más que en los valencianismos porque no puedo negar que estudié el bachillerato en Valencia. Por eso no tendría inconveniente en asegurar que el concepto de la vida y naturalmente el de la literatura de Borges es lemaniana… Y ha sido una ganancia neta para la literatura argentina. Y, te vuelvo a repetir, no peyorativamente ni mucho menos, que Borges es el único, en idioma español, que mamó el expresionismo, que convivió con el nacimiento del dadaísmo «en su mera mata» y naturalmente fue de los fundadores del ultraísmo aquí y en Buenos Aires, aunque luego se divierta en borrar pistas. Todo esto para mayor gloria de la literatura en español. Borges es el único escritor expresionista y por eso ha influido en España, no tanto como Rubén, pero sí se puede notar su paso y su peso.
Texto grabado por mí antes de irme a dormir, después de haber hablado con cuatro jóvenes. No podía «conciliar el sueño», como se dice y no se debe.
—¿Qué te pasa? —Me pregunta P.
—Estoy furioso.
—¿Por qué?
—Lo voy a grabar.
Lo hago y transcribo:
«Lo verdaderamente inaudito es el desconocimiento que tiene la actual generación, por llamarla de alguna manera, los que tienen de 20 a 45 o 50 años, de lo que pudo ser la nuestra. En nuestro tiempo, sabíamos lo que sabíamos, lo que no quiere decir —ni mucho menos, y a ti te consta mejor que a nadie— que fuésemos pozos de ciencia. Pero ¡éstos de ahora! No tienen la menor idea de lo que nos interesaba o medio sabíamos, sino que ese enorme agujero insalvable que nos separa les lleva a descubrir mediterráneos, aun en los mejores. De pronto leen por primera vez a Larra o se enteran con asombro de la existencia, insospechada, del abate Marchena o de Jovellanos o de Blanco White. ¿Cómo pagar ese pecado? Porque no es que sean más ignorantes en lo contemporáneo, más bien sería lo contrario, pero les falta, les ha faltado, continuidad en el conocimiento de las artes, de las letras, de la filosofía. De la ciencia, lo ignoro.
Esos chicos que han venido a verme esta mañana… uno de ellos me habló de Ramón Gómez de la Serna como si hubiese pertenecido a la Academia Francesa. Palabra —o, lo que es peor— hablando de los años veinte a veinticinco, revolviendo unos con otros como si todos fuesen unos: a Manolo Altolaguirre, por ejemplo, con Ortega, a Alberti con Pemán, a Antonio Machado con Miguel Hernández, como si hubieran sido todos de la misma tertulia… Y ¡qué ideas acerca de la Institución o de la Residencia! No es que no haya quien no lo sepa, pero ellos no. Y debiera de ser moneda corriente entre ellos, no por nada sino por haberlo mamado. Les ha faltado esa sabiduría normal, corriente, que nace de las conversaciones, de las tertulias, del café, de los amigos, no de la letra impresa. Es decir, que pierden su tiempo y se lo hacen perder a los demás para ganar otro, perdido para siempre, por falso… ¡Claro que ya no podemos enseñarles nada! Viven en un mundo falso. Es mal del régimen y no sé qué cosa pueda valer más para un joven que el tiempo: para rectificar tendrían que dedicarse a estudiar —en horas que les faltan— cosas que no tienen a mano. Es verdaderamente monstruoso tratándose de españoles que podrían ser sus padres. Saben de Federico, pero ¿qué de Juan Larrea, de Pedro Garfias? Nada. Absolutamente nada. ¿De quién la culpa? Si algún día revive Paulino Masip se deberá a mí, ¿tú crees que hay derecho? Pero lo más extraordinario es que la actual vida intelectual española está, por ejemplo, concentrada en ¡la Academia!, y, supongo, que en el partido comunista y sus heterodoxos, y en alguno que otro grupo de jóvenes estudiantes que, por ley natural, pronto dejarán de serlo. Y lo malo, por lo que grito, por lo que lloro, pataleo y rabio frenético no es porque nos pasara igual que a los liberales de fines del siglo XVIII y principios del XIX y vayamos a dar a la fosa común sino porque estos jóvenes tendrán que volver a descubrir lo que supimos. Tiempo perdido —por poco que sea—. Serviremos para las historias, de las de muchos tomos. Me da rabia, vergüenza, porque además, normalmente, por su misma ignorancia, no les importa… Borracho de cólera, lleno de ira, de amor, me comería vivo…, ¿a quién?».
Me quedo un poco más tranquilo.
—Es posible que no tengas razón, que sea rabieta de viejo.
—Lo acepto.
—O celos.
—Y darme una importancia que nunca tuve.
—Tú sabrás.
14 de septiembre
Domingo. Excelente día para vagar. ¿Puedo hacer el turista aquí? El turista es ignorante de necesidad. El barrio gótico; sí, han tirado paredes. Soy un turista al revés; vengo a ver lo que ya no existe. No me importa la Catedral ni la Generalidad, donde al entrar los «nacionales», con Eugenio Montes al frente, en su caballo blanco, subió las escaleras, vio el Libro de oro, orgullo de Jaime Miravitlles, y arrancó la página donde aparecía la firma de Buñuel, con un gesto de gran señor.
(—¿Qué importaría que estuviese allí mi firma?
—Siempre es de agradecer).
¡Ay, Eugenio Montes, qué vueltas no diste! Ahora que te quisiera volver a ver no estabas en Roma y aquí me dicen que estás enfermo y en Torremolinos. ¿Qué duquesas te atenderán, gallego?
Las piedras siguen siendo lo que fueron. A veces, los palacios —dentro— han cambiado. No está mal haber metido a Picasso en uno de ellos. Y la colección de Las Meninas para mayor contraste. ¿Por qué no? Picasso, pintor gótico… Esos rojos de muleta y sangre. Lo extraordinario es la colección Sabartés. Barcelona podría salvarse —el día de mañana— convirtiéndose en la ciudad Picasso. Toda la ciudad sirviéndole de museo. Si se reuniera todo lo hecho por él, tal vez faltara espacio.
¡Qué descanso verle ahí, colgado!
Entrevistas (sólo dos, hoy). No parece nada tonto este barbichuelero Baltasar Porcel. Le hablo sin tapujos y a como salga. Si estuviese en su lugar ¡qué ensalada! Porque salto de un tema o otro, de la vida a la obra dejándome llevar —a veces— por las ganas de hacer un chiste o de hablar mal de la gente que respeto. Por una vez, ¿quién lo va a saber?
Comida con Sergio Pitol y otro joven, Azúa. Sergio ha ganado en todo: más ancho parece más alto; más seguro, más entero; su estancia en el extranjero le ha servido. Se quiere quedar, por ahora, a vivir aquí, traduciendo o a lo que salga.
—En eso de las generaciones los críticos quisieran seguir un movimiento pendular: la del 68, no política; la del 98, política; la del 27, no política; la del 42, quién sabe; la del 60, no política. No tiene sentido. Un poeta es político y no lo es. Pon, por ejemplo, los mayores: a Dante, a Quevedo o a Víctor Hugo. O Alberti. ¿Es lírico o político? Por eso no se puede hacer caso de las opiniones o de la vida del poeta para juzgarle como escritor. Claudel era un tal por cual políticamente, y Rimbaud, como persona, no fue un ángel. ¿Y qué? ¿Y Pound? ¿Y qué? Ni se gana ni se pierde. Al fin. Lo que importa, lo que se impone, es la política y a la política lo mismo le da que seas ladrón o marica. Ahora, eso sí: liberal o conservador, como se decía. Ahí tienes a Marchena o a Blanco White borrados del mapa, como muestra. Y en México ¿para qué te cuento?; en eso, retrato fiel. Pasa el tiempo e influye de tal manera que el escritor no vuelve a recobrar nunca el puesto que mereció y no tuvo. En cambio, los lambiscones del poder… Aquí, ahí tienes todavía —por buen ejemplo— al padre Coloma y allá algún que otro mexicano que ¿para qué te nombro?
Pitol sonríe.
—No digo que no.
—Desde este punto de vista los comunistas son todavía más intransigentes.
—No los defiendo.
—Y los anarquistas se quedan sin nada.
—¡Ojalá!
Azúa se quedaría bastante sorprendido si, ahora que parece que no le hice caso, me levantara y gritara, señalando la entrada de la trattoria:
—¡Por ahí llega enfurecido el caballo de Kornilov!
(O que empezara a contarle la verídica historia de la apertura de la tumba de Tamerlán. Pero tiene que quedar para otra ocasión porque sólo me enteré de ella un par de meses más tarde).
A mí, Félix de Azúa me gusta: algo sectario tal vez, pero corresponde a su edad. Y a su mujer da gusto verla.
—La nueva poesía española es catalana pero está escrita en español.
Me divierte. Nada substancial ha cambiado: Barcelona-Español, Madrid-Atlético, ¿qué se hizo de aquel viejo Valencia-Levante? Sevilla-Betis, Coruña-Celta, no digamos Gijón-Oviedo, supongo… Estos señoritos catalanes, y más ahora que hablan español… Todo sigue igual; con las editoriales sucede lo mismo —digo—; no salimos del campanario:
—Estos señoritos de Madrid, ¿qué se han creído?
Lo que sucede ahora —y antes— es que los señoritos de Barcelona son más ricos o lo parecen —que es lo mismo—, y tienen mar. Eso, no hay quien lo ponga en duda. Es la razón por la que, en un momento dado, Madrid apoyó el nacionalismo vasco y a los políticos gallegos; aun reconociendo que esos últimos dieron bastante buenos resultados.
Pasa a buscarnos M. R. T., que también ha acabado, por el camino corto de la Economía, en bien establecido.
—Mira —me dice el banquero— eso del «Asunto Matesa» es una especie de «Expediente Picasso», del 21 al 23. Acabará como aquél, sepultado.
—¿Por un golpe de Estado?
—¡No, hombre, no hay para tanto! Han variado las circunstancias. ¿Quién iba a darlo? Pero, en contra de lo que cree la gente, no va a salir perdiendo el Opus. Al contrario.
—No es lo que oigo.
—Conozco el paño y he aprendido. Aquí los rumores y los bulos han venido a ser parte del arte de gobernar.
—Siempre lo fueron.
—Pero no tanto, por la facilidad de los medios de comunicación, de una rapidez y amplitud sorprendente de difusión; se echan a rodar, yo supongo de dónde y cómo, y cumplen su función militar de distraer al enemigo.
—¿Enemigo?
—Sí, tú sabes mejor que yo que no los hay peores que los de idéntica camada.
—¿Entonces?
—Ya lo verás: borrón y cuenta nueva.
—Pero son muchos millones de millones.
—¿Y qué? Son más todavía. Pero éste es el régimen: todo por la Santa Causa.
—Aseguran que tú también…
—Si soy o no soy no te lo he de decir. Te recibo, te abrazo porque te quiero, porque veo nuestra juventud revivida, pero sigo siendo el mismo conservador de antes que os tiene por lo que sois: hombres que andáis al revés, no hacia atrás sino cabeza abajo: los pies en el cielo.
—¿Quién ganará?
—La mayoría (empujada por los bulos) apuesta por Fraga. Ya te dije que para mí ganarán los otros. Entre otras cosas porque son más reaccionarios, están en contra de los jesuitas: esa extrema izquierda que habrá que expulsar otra vez; no escarmientan a pesar de los siglos. Pero, además ¿a ti, qué te va ni te viene? Ni un grupo ni otro va a permitir que se representen aquí tus dramas. Además, dentro de unos años nadie se acordará del santo de ese nombre. ¿Quién se acuerda hoy del «expediente Picasso»? Si insistieras te preguntarían: —¿Cuándo le abrieron un expediente a Picasso? Y si alguno se acordara de que fue nombrado, durante la guerra, director del Museo del Prado, a lo mejor se figuraría que le acusaron de haberse quedado con Las Meninas, antes de devolverlas descuartizadas.
—¿Ya fuiste al museo?
—Esta mañana.
—¿Qué te pareció?
—Podría ser mejor.
—Descuida, lo será. A mí lo de Las Meninas, precisamente, no me entusiasma —a pesar de los rojos delirantes—, pero toda la colección Sabartés es extraordinaria.
—Sí.
—¿Qué viniste a buscar aquí?
—Si lo supiera no hubiese venido.
—Lo que buscas es ponerte de acuerdo con la realidad.
—Tal vez.
—Y no con el Creador.
—Habría que creer en él.
—Aunque creyeras.
—Habría que dudar.
—¿No dudas nunca?
—En este aspecto ¡qué más quisiera!
—¿Por qué?
—Dudar sería tener puesto un pie en el estribo del otro mundo.
—No, porque, a nuestra edad, puede entrar en juego la indiferencia.
—No soy indiferente a nada que tenga que ver con la justicia o la inteligencia.
—Te das mucha importancia.
Algo agrio, insalvable, se interpone. Miento. Le digo que sí, y me despido. O me echa.
—Has transcrito este diálogo pensando en cosas que no le interesan a las nuevas generaciones —me dice Pepe, reconviniéndome—. ¿No te das cuenta de que el cincuenta por ciento de los españoles vivos nacieron después de la guerra civil? ¿Entonces? ¿Qué les va ni les viene? No han oído hablar de la República, saben que existió como tantas otras cosas, pero les tiene sin cuidado. ¿Quién vive pendiente toda su vida de la salud de sus bisabuelos? Mírate en el espejo. ¿Te desviviste por la guerra de Cuba?, y tuvo lo suyo. Y afectó al país a fondo. Pero ni a Unamuno, ni a Machado, ni a Baroja les dio por seguir en el machito de Cavite a lo largo de su obra, como tú en la tuya.
—Tú ganas, comendador. Pero…
—Pero ¿qué?
—Nada.
¿De dónde habrá sacado la agencia France Presse la noticia publicada en México (luego me enteré de que también en Alemania) de que «residiré definitivamente en Barcelona después de treinta y tres años de exilio»? Sin contar que la cortísima nota bibliográfica acaba diciendo que llegué a España «a la edad de dos años». De México no ha podido originarse la nota, sin contar que está fechada aquí, y es cosa que suelen respetar los periódicos y, además, no iban a comunicarlo a Bonn. Entonces ¿qué buscan?, ¿qué quieren? ¿Que los desmienta? Van aviados. Mis amigos de México saben perfectamente a qué atenerse; a los demás no les va ni les viene. Y se me da un ardite de que crean lo que quieran. Algunos se alegrarán, luego buen desencanto se llevarán. Pero lo más curioso es que, aquí, es noticia que no se ha publicado aunque les dé un bledo la verdad. ¿Entonces? Y a mí, un higo.
(¿De verdad quisieran que me quedara? ¿Para qué? Lo más probable es que no pueda suponer —el periodista español que dio la noticia— que nadie regrese a España si no es para siempre: ¿dónde vivir mejor, dónde mayor libertad, dónde mayor gloria? Cae de su propio peso… Debe de ser joven. Es decir, tener menos de cincuenta años).
Las siete puertas. Conservan el restaurante tal como fue para la clientela «nacional y extranjera». Volviendo muy atrás pido pà amb tomaca y bacallà esqueixat, con lo que se provoca un conflicto. Viene la dueña a echar un ojo al resucitado. Hacemos como que nos reconocemos. Lo que sí vuelvo a encontrar es el plato famoso que hace hoy mis delicias como en 1930. Pero lo han tenido que hacer: no está en la carta.
Ni estamos —mi generación— en el mapa. Todo es paz. Es curioso cómo eso de los veinticinco —o treinta— años de paz ha hecho mella, o se ha metido en el meollo de los españoles. No se acuerdan de la guerra —ni de la nuestra ni de la mundial—, han olvidado la represión o por lo menos la han aceptado. Ha quedado atrás. Bien. Acepto lo que veo, lo que toco, pero ¿es justo?, ¿está bien para el mejor futuro de España?, ¿cómo van a crecer estos niños? Todavía más ignorantes de la verdad que sus padres. Porque éstos no quieren saber, sabiendo; en cambio, estos nanos no sabrán nunca nada. Es una ventaja, dirán. Es posible. No lo creo.
—Ya estamos cansados de tantos relatos de atrocidades.
—La gente ya no se interesa por los libros acerca de la guerra. ¿Cuándo los ha leído?
—Prefieren la ciencia-ficción. Lo inverosímil.
—No quieren aprender sino divertirse. Pasarlo bien.
—No es nuevo.
—No voy a ir al cine o al teatro para ver casos desagradables o que le hagan pasar a uno ratos de aúpa.
—No, no quieren nada con lo pasado. Quieren olvidar lo sucedido. No saber.
—Fácil. Basta retroceder en todos los frentes.
—Comprenderás que a Franco le tiene absolutamente sin cuidado que Vargas Llosa escriba aquí cuanto se le antoje acerca de los dirigentes del Perú o que Carlos Fuentes, si viniese, haga lo mismo con el PRI y México. Y lo mismo digo de García Márquez o de quien sea. Tal vez le importaría más que se metieran con Fidel Castro. Aquí meten en la cárcel a los comunistas pero se tratan con Polonia y la URSS, como en cualquier país árabe. A esa altura volamos. Aquí puedes decir lo que quieras del gobierno pero ¡intenta hacer algo en contra! Además, se acabaron las condenas a cadena perpetua y no digamos a muerte. Aquí ya se tortura menos que en cualquier otro país civilizado. Ahora, eso sí, cuatro o cinco años de cárcel, o dos nada más, no te los quita nadie. Pero contra eso ¿quién inicia una campaña? ¿Quién grita? ¿Quién firma? A los anarquistas los compran —hubo, hay excepciones, pero pocas—; a los vascos los meten en conserva; los catalanes son ricos y no hacen nada. Quedan los socialistas que no mueven una piedra o van a dar a la cárcel y los comunistas de quien ya nadie se asusta porque entre otras cosas en vez de invadir China, se equivocaron de lado y se metieron en Checoslovaquia. La policía está al cabo de todas las calles. Los intelectuales se van a dar clases en los Estados Unidos. Los exiliados acaban por morirse, pobres o millonarios, en donde estén… Quedan los estudiantes, pero no es mayor problema que en Francia o en Italia; ya no juega la sombra de la guerra civil; tienen el profesorado en la mano; cosa que no sucede en todas partes. No, España no está mal más que para gente como tú, que no sois problema más que para vosotros mismos. Ya ves Sender: premio Planeta, un millón y a otra cosa. Claro que Líster hizo mal en contar la historia de su salida de Madrid. Por cierto que una amiga, profesora en una Universidad de California, me escribe que se ha vuelto católico —lo dudo— y monárquico. Se fue y al cabo, ¿por qué no? (una de cal y otra de arena como siempre, lo mismo publica un cuento excelente como otro que no se puede coger con pinzas. De la misma manera que los estudiantes oyen bien sus clases pero si da alguna conferencia le hacen la vida imposible).
—Yo no creo que vuelva.
—A ver. ¿Por qué no? Lo mismo que ha escrito sobre Bizancio, puede aquí hacerlo sobre Alejandría o Roma. Nació anarquista y aquí nadie se va a meter con él por eso ni va a formar un grupo para ocupar el poder.
—La verdad es que somos un puñado de gentes sin sitio en el mundo. En México, a pesar de ser mexicanos, no nos consideran como tales. Aquí no podemos vivir más que mudos. En México podemos hablar, es una ventaja; porque en Estados Unidos puedes hacerlo a costa de trabajar en serio en cosas que generalmente te tienen sin cuidado. En Francia todavía es más difícil: ni hablar y ni ganarte decorosamente la vida a menos de apencar como un burro.
—En los países socialistas…
—No nos necesitan y, por lo tanto, a menos que vayas de vacaciones o como peón de traductores… Quedan la ONU, la UNESCO, la FAO, que son otros países, pero ya somos demasiado viejos. A lo sumo sirven para nuestros hijos.
15 de septiembre
Ya no soy sino de los demás. No puedo hacer distinciones. ¡A apechugar con los que vengan, sean quienes sean! Este señor Herrero vale la pena.
—Vengo de parte de nuestro ministro. (Le miro sorprendido. Sonríe). ¿Tendrá inconveniente en verle?
—¿Yo? Soy persona bien educada: con sumo gusto.
—Entonces, cuando llegue a Madrid, por favor llame usted al ministerio y…
—Un momento, querido amigo, si el señor ministro de Información y Turismo quiere verme le veré, pero de eso a que yo le pida audiencia va una pequeña diferencia que no tengo por qué salvar.
—Bien, bien… Lo comunicaré. ¿Y no habría manera de publicar un volumen de sus obras escogidas en mi colección?
(Me regala un tomo: piel, oro, papel biblia y toda la pasta).
—¿Por qué no si paga usted lo justo? Póngase de acuerdo con mi agente.
—Mejor, directamente.
—Lo siento, soy persona respetuosa con las leyes.
—¿Qué va a hacer ahora?
—Ir a ver a Juan Ramón Masoliver.
—¡Querido Juan Ramón! Si quiere le llevo.
—Será un placer porque, además, lo único que sé es que vive lejos y que es difícil dar con su casa.
—No conozco otra cosa. He ido muchas veces. ¿Vamos?
—Vamos.
Lo que no tenía es idea de dónde era.
—¿Cómo has venido con ése?
—Se ofreció. Me dijo que conocía esto como la palma de su mano.
—Creo que vino una vez.
Nos perdimos, pero, al final, dimos con la escondida senda. Sencillo, agradable retiro, un poco demasiado retirado. Juan Ramón —primo lejano de Buñuel por parte de los Portolés— fue echado por Luis de su casa, en 1934 (Luis, en cama, con su ciática) cuando el jovenzuelo fue a hacerle propaganda falangista.
—Hace treinta y cinco años.
—Ayer.
—Sí, aunque no lo creas, ayer.
Y el desfile de siempre: Luys, Chabás, Medina, Gaos, Clavería, Gasch, Montanyá, Dalí.
Si el famoso editor vino a enterarse de lo que hablamos se tendrá que contentar con el parloteo de las señoras, que nosotros nos fuimos a grabar a los adentros.
Bastante desilusionado, Juan Ramón. Bastante por no decir más. Cenaremos una noche. He aquí que estos que trajeron el régimen a cara descubierta son los que hoy —traspapelados— ya no están de buen ver. Saben de lo que hablan. Saben «de qué van» como se dice aquí; tristes y sin remedio. Sin darse por vencidos pero convencidos de que no tienen ya nada que hacer. Ni protestar pueden. De ahí cierta simpatía: no nos engañamos. Cosa rara: nos conocemos y reconocemos, cada quien en su sitio; ellos, desde luego, no en el que esperaban —con ciertas razones— merecer.
Los Portolés. Zaragoza, Barcelona, Cadaqués, L’Age d’or. Vallencina, ya en pleno campo, valles, pinares encajonados, podíamos estar a quinientos kilómetros de cualquier ciudad. Los montecillos, las colinas ocultan, acercando el horizonte, cualquier asombro de ciudad: todo está verde y en flor, hasta el pasado, como si no hubiese sucedido nada.
—¿Y quién cree que ganará la partida, Franco o el Opus?
—La duda ofende. Además ¿usted cree que si no estuviese seguro de lo suyo le dejarían hacer la campaña de prensa que ha desatado? Eso está hecho. Es un hecho.
—¿Y si fuese al revés?
—¿Cómo?
—Que gane el Opus, aun con su collar y punto de información en manos del que todo lo puede.
—Ese maquiavelismo no es de nuestro mundo.
—Todo es tejer y destejer, como dijo el señor marqués de Matesa; bien conocido en esta casa.
—¿Qué hay de eso?
—Nada: millones. Un negocio más, que ahora, por primera vez, se aprovecha con fines políticos de quítate tú para que me ponga yo.
—O, al revés.
—No entiendo.
—Que el que empuja es el empujado.
—Ya me lo dijeron.
—Pero aquí nunca se sabe ni cómo ni cuándo ni quién. Los secretos del tejemaneje están bien guardados. El gallego es maestro, calla, engaña, promete, parece, hace que va a hacer, se retracta, lanza rumores y luego generalmente no pasa nada; pero a otras horas de pronto, zas, te enteras por el periódico que ya no eres. Es como si, sin comerlo ni beberlo, al abrir el ABC leyeras tu esquela.
—¿Cuál es el último bulo?
—Que Fraga va a Estado y Carrero Blanco pasa a la reserva.
—Esto último parece demasiado gordo.
—Lo más probable es que todo siga igual.
—¿Y «el caballero de Matesa»?
—Tomará vacaciones.
—Entonces…
—Entonces, nada, porque el día menos pensado, reaparecerá para hundir al más pintado. Con eso se divierten en el Pardo.
—¿Quién se ha hecho rico?
—Todos.
¿Y este delicado, fino, frágil —sutil—, ingenioso músico, nimio y melindroso, capaz de tantas damerías, melifluo, gazmoño, montado en tantos escrúpulos de monja y en filigrana que viene a entregarme una chuchería para que se la dé, en México, a nuestro común amigo Ch.?
—¿Qué te ha parecido España, tú que has vivido tantos años en México?
—Todavía no me hago una idea y no creo que pueda hacérmela. Pero tú que llevas aquí dos o tres años ¿qué te parece?
—Espléndido, espléndido, espléndido.
Fue criado entre algodones, mírame y no me toques, licenciado Vidriera de escalas imaginarias, pamplinas y superferolítico, alfeñique de mírame y no me toques.
—¿Y Rodolfo? ¿Y Raúl? ¿Y Jesús?
—¿Bal y Gay?
—Sí.
—Está en Madrid hace por lo menos un año.
—No lo sabía. Tú ya conoces el paño, ¿no? Aquí no sabemos gran cosa de Madrid. Si podemos ir a algún sitio, vamos a París.
—¡Ay! P. —le dice a mi mujer—, no te olvides de recordarle a Max que le entregue esto a…
—Sí, no faltaba más.
Se va dando besos.
—¡Qué amigos tenéis! —Dice Magda.
El joven —es un decir— sólo ha preguntado lo que le importa. La salud de los demás, la familia —es amigo de una de mis hijas— le tienen sin cuidado.
—Va a lo suyo.
—¿Qué es lo suyo?
—Lo sabes tú mejor que yo.
—¿Hay muchos en México?
—Igual que aquí. Lo curioso es que, por ejemplo, la generación anterior a la mía fue de putañeros fenomenales, siguió otra —en general— de ilustres maricas.
—¿Y ahora?
—No parecen tener preferencia marcada. Lo mismo empiezan de una manera que acaban de otra. Y al revés. ¿Y aquí?
—No lo sé.
—¡Qué discreta!
—Es mi oficio.
Vamos a cenar a casa de Sebastián Gasch. Cerca del Paralelo, en un ático; como tantos «intelectuales», lo más cerca del cielo posible. Gran panorama. Por lo visto, en general, creen que la naturaleza —directamente— inspira. Olvidan las mazmorras, que, al fin y al cabo, no son tan malas, y que el espíritu está encerrado, sin luz, en el laberinto de las circunvoluciones de la materia gris y en la cárcel ósea de la calaca, como decimos.
Gasch, como si no hubiera pasado el tiempo, rodeado de sus cuadros cubistas e informales; el circo en el alma. Su mujer, su hijo, tan confiados y simpáticos. Hablamos del ayer como si fuese hoy. No ha pasado el tiempo. Estamos en la época de Mirador, del Bé Negre. Hablamos de los desaparecidos, no de los muertos: de Montanyá, de Millás-Raurell, ¿qué ha sido de ellos? No lo sabe a ciencia cierta. De hoy no decimos una sola palabra. ¿Por qué? No lo sé; sí: ¿para qué? Curioso: no sabe, no le importa gran cosa lo que hayan venido a ser nuestros viejos conocidos. Cerrado por defunción.
Debiera llamar por teléfono a Elizabeth Mulder. Me falta tiempo. Me falta tiempo. Hoy tres entrevistas, mañana otras tantas.
De madrugada aquí, será —allá— la gran noche en el Zócalo: —¡Mueran los gachupines!
De acuerdo.