Prólogo a esta edición
«HE VENIDO PERO NO HE VUELTO»:
EL ESCRITOR EXILIADO MAX AUB
EN LA ESPAÑA FRANQUISTA DE 1969
Si el máximo anhelo del preso es la libertad, el del exiliado es el retorno, el regreso, la vuelta. Una vuelta a la tierra perdida, idealizada a la luz de la memoria por el fulgor de la nostalgia y mitificada por el recuerdo, la distancia, el inexorable paso del tiempo: destierro y destiempo, tragedia del desarraigo, exilio. Una vuelta que para nuestro exilio republicano, al margen de excepciones individuales, sólo era posible colectivamente en condiciones de dignidad —es decir, sin traicionar la fidelidad a unos valores— cuando España volviera a ser democrática, cuando hubieran desaparecido las razones políticas por las que aquellos desterrados tuvieron que abandonarla en 1939.
Max Aub es el autor de nuestro exilio republicano que más y mejor ha escrito y reflexionado sobre el tema del exilio, sobre la complejidad y características de la condición del exiliado, sobre su «ser» y su «estar», sobre su anhelo de vuelta[1]. Pero Max Aub fue también otro de nuestros exiliados republicanos que no pudo resistir la tentación de venir aunque, con pasaporte mexicano y un visado por tres meses, desde el mismo momento en que pisó tierra española en el aeropuerto barcelonés de El Prat aquel 23 de agosto de 1969, tras treinta años exactos de exilio, acertó a resumir públicamente su actitud con estas claras e inequívocas palabras lapidarias: «He venido, pero no he vuelto[2]».
El pretexto que el escritor se dio a sí mismo para esta «venida» a España que le pedía el corazón —del que, por cierto, estaba ya seriamente enfermo— era el de acumular materiales para la escritura de Luis Buñuel: Novela, un encargo de la editorial Aguilar que quedó finalmente inconcluso y que Max Aub imaginaba como la novela de su generación vanguardista[3]. Así, fiel a su método de trabajo, entre el 23 de agosto y el 4 de noviembre de 1969 grabó en su magnetofón muchas entrevistas a personas que habían conocido en España a Buñuel[4]:
—¡Tanto decir que no regresarías mientras mandara Franco!
—Ya ves: cambio. No se trata del agua que beberé sino de que voy a escribir ese libro sobre Buñuel. ¿Cómo hacerlo sin el concurso de cien o veinte personas que viven aquí?
—Cuentos.
—Es posible.
Ése era el pretexto, el «cuento», pero las razones fundamentales eran otras: por ejemplo, la de volver a Valencia, Madrid y Barcelona, las tres capitales de la República española, tres ciudades que antes de 1939 constituyeron el mapa fundamental de su geografía vital y literaria. Pero sin duda la razón más importante de este viaje, además del reencuentro con la tierra, la familia y las viejas amistades, consistía en la necesidad que tenía el propio escritor exiliado republicano de comprobar por propia experiencia que no podía volver. Porque, en rigor, el escritor Max Aub vino a la España franquista de 1969 para cerciorarse de que era imposible volver[5].
Aquella experiencia española de 1969 la fue anotando Max Aub en sus cuadernos, que luego reelaboró durante los dos años siguientes en su exilio mexicano, y su resultado literario es La gallina ciega, uno de los libros más duros y hermosos de nuestro exilio literario republicano de 1939, uno de los mejores diarios de nuestra Biblioteca del Exilio y una obra maestra de nuestra literatura del retorno. Un diario que, en mi opinión, debiera leerse como otra novela más de El laberinto mágico[6], una novela que Max Aub habría podido titular Campo oscuro y que vendría a constituir el epílogo de su serie narrativa. Y una novela que, desde la perspectiva privilegiada que nos confiere el presente, constituye, sin duda, su testamento ético y estético[7]. Un diario español en donde el propio escritor, víctima del destierro y del destiempo[8], se convierte, tras treinta años exactos de exilio[9], en protagonista y víctima de la tragedia del desarraigo: «Al fin, yo soy la gallina muerta[10]». Porque, como escribe Ignacio Soldevila Durante en un excelente artículo sobre este diario, «la España que vio en 1969 era un país desconocido al que no podía volver[11]».
Lo cierto es que Aub, perdido en El laberinto mágico de la España de 1969, se debate dramática y dolorosamente en La gallina ciega entre su memoria histórica y la realidad actual; entre la calidad política, ética y literaria de un tiempo histórico republicano que fue el suyo, y la mediocridad intelectual y la miseria moral que se respiraba en aquella España franquista. Y en este autorretrato que resulta ser La gallina ciega va a ir anotando su desconcierto, su ira, su decepción o su perplejidad ante el brutal impacto, no por previsto menos duro y doloroso, con la realidad española de 1969: «Sí: no era España, no era mi España. Pero lo sabía con certeza de antemano, y hacía mucho tiempo». Sí: el impacto con la realidad española de 1969, su desencuentro con su paisaje y paisanaje, fue más brutal de lo previsto y tantas veces imaginado literariamente, y el escritor no tuvo pelos en la pluma para anotarlo implacablemente. Porque el escritor quiso —y, a mi modo de ver, consiguió— que La gallina ciega fuese un libro «caliente»[12] en cuyas páginas el viejo, terco, enfermo, obcecado, orgulloso, agresivo, hiperbólico, displicente, atrabiliario, pasional, irónico, impertinente, fraternal, leal, lúcido, tierno y sentimental Max Aub acertó a expresar crudamente sus furias y pasiones, juicios y opiniones, rabias e impotencias, emociones y sensaciones, reflexiones y reencuentros, decepciones y melancolías, placeres e ironías, comidas y amistades, mujeres y melancolías, indignaciones e iras: unos estados de ánimos que iban de la tristeza más honda a la felicidad más intensa. Ya desde el «Prólogo» Aub nos lo advierte con impagable honestidad:
No pretendo la menor objetividad. […] No intenté ser imparcial. […] Vi, oí, digo lo que me parece justo. No busco acuerdos. Una vez más testigo, no hago sino dar cuenta sin importarme las consecuencias.
De ahí la índole «caliente» de La gallina ciega, testimonio ferozmente subjetivo y parcial, maxaubianamente personal e intransferible, deliberadamente provocador y polémico, que contiene páginas de una enorme lucidez pero que no excluye tampoco juicios contundentes, desenfoques inevitables, valoraciones injustas, esquematismos simplificadores o afirmaciones rotundas que, en ocasiones, resultan más emocionales que racionales. Por ejemplo, Max Aub nos proporciona una visión muy negativa de la juventud universitaria española[13], pero en este diario español brilla por su ausencia el contacto del escritor con el mundo de la clandestinidad política, con una España también real que no tiene, sin embargo, luz ni presencia en este Campo oscuro, en estas páginas de un escritor que juzga la realidad española, como él mismo dice, «subido en la indignación de mi verdad».
Viejo y enfermo del corazón; mortalmente herido por la decepción y los desencuentros previstos e imprevistos, como el que experimenta con algunos miembros de la oposición antifranquista; consciente de que la dictadura iba a sobrevivir aún por años y que acaso, como en realidad sucedió, él mismo iba a morir antes que el general Franco sin haber podido volver a una España democrática; prohibidos por prescripción facultativa sus platos favoritos y el alcohol; prohibidas también la mayoría de sus obras, para el escritor Max Aub no había posible vuelta que valiera la pena literaria sin libertad de expresión. Porque lo que se desprende claramente de la lectura de La gallina ciega, de este diario español, es su reafirmación íntima de que la vuelta a aquella España franquista de 1969 no tenía ningún sentido para el escritor exiliado. Mientras España siguiese siendo una dictadura sin libertades públicas; mientras existiese la censura y no hubiese libertad de expresión; mientras España no fuese una sociedad democrática, la vuelta se le presentaba al escritor exiliado como una vuelta imposible:
Además, ¿qué falta hago aquí? Ya se lo hice decir a los que más les interesaba: que me den el Teatro Español y me dejen montar las obras que me dé la gana, como me pete, y entonces hablaremos. O, si eso les molesta, que me dejen publicar o republicar sin más todas mis novelas —que no son precisamente revolucionarias— y vengo. Pero soportar los yugos de cien mediocres, sin necesidad, por gusto de unos platos y unos caldos que no debo probar: ni hablar.
Volver en esas condiciones políticas sería indigno, una traición a los valores republicanos y democráticos por los que hubo de exiliarse en 1939, significaría uncirse, sin justificación alguna, al yugo de la mediocridad franquista. Está claro que en este diario español Max Aub acumula toda clase de argumentos para reafirmarse en la imposibilidad de la vuelta, pero la reiteración del tema a lo largo de las páginas de La gallina ciega denota un cierto desasosiego, un hondo conflicto entre el corazón y la cabeza, entre el deseo de la vuelta y la conciencia racional de su imposibilidad. Así, en un hermosísimo y conmovedor fragmento correspondiente al 29 de septiembre, relato de una solitaria y desolada madrugada madrileña que acaba en llanto desconsolado al amanecer del nuevo día, el propio Aub acierta a ajustar cuentas consigo mismo con una agria dureza:
Lloras sobre ti mismo. Sobre tu propio entierro, sobre la ignorancia en que están todos de tu obra mostrenca, que no tiene casa ni hogar ni señor ni amo conocido, ignorante y torpe… Vete.
Para el escritor exiliado una de las revelaciones más dolorosas de aquellos días y noches españoles fue, sin duda, la constatación del desconocimiento y del olvido no sólo de la literatura exiliada en general, sino también de su propia obra en particular. Por ejemplo, al hablar con unos poetas jóvenes anota que «jamás oyeron el santo de mi apellido» y ese olvido, esa desmemoria, significan, tras la de 1939, la segunda Victoria de la dictadura franquista sobre el exilio republicano, acaso aún más dura y dolorosa. Una segunda Victoria —la de la despolitización, la desmemoria y el olvido— que los ha convertido, tanto a él como a los demás escritores republicanos exiliados, en unos fantasmas desconocidos en aquella España de 1969. Porque la dictadura franquista, la prensa y propaganda del régimen, la educación nacional-católica de la Cruzada, han conseguido borrar de la memoria colectiva del pueblo español la memoria republicana de los años treinta. Una dictadura franquista que ha deformado y falsificado la historia y que ha conseguido además la victoria de una desoladora ignorancia colectiva:
La gente, en general, olvida muy pronto, y no solamente olvida lo personal, sino lo general, los sucesos, la historia… El pueblo español, en general, ignora su pasado inmediato. Los profesores de las escuelas, institutos y universidades no llegan nunca a esas lecciones por falta de tiempo… La falsificación histórica es menos importante que la ignorancia total en que viven los españoles de menos de cincuenta años. He hablado de ello en muchos de mis escritos, sobre todo en La gallina ciega, a raíz de mi último viaje a España[14].
Por ello en este Campo oscuro de la España franquista, en este paisaje de desmemoria democrática y de olvido colectivo, la última pregunta que se formula el escritor exiliado en la madrugada madrileña de aquel 29 de septiembre de 1969 es precisamente ésta:
¿Por qué estoy aquí? ¿Qué estoy haciendo?
—Lo que no harías en ningún otros sitio.
—¿Debo quedarme?
—No.
—Sí.
—En la duda, abstente. ¡Qué fácil!
El escritor anota en estas páginas de La gallina ciega sus sentimientos contradictorios, la angustia de una experiencia amarga, el doloroso conflicto entre un corazón que le impulsa a la vuelta y una razón que enfría sistemáticamente la temperatura pasional de ese deseo. Pero sus convicciones éticas y políticas, o mejor, su convicción de «para mí un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales», va a determinar finalmente una respuesta negativa.
Max Aub se define como un escritor español exiliado, un escritor republicano para quien ética y estética están vinculadas indisolublemente: «No; yo no soy político. A mí me interesa la justicia y el buen castellano; con eso, como comprenderéis, no se va muy lejos». Militante del Partido Socialista Obrero Español desde al menos 1929 y admirador permanente del presidente Juan Negrín; antifascista leal a la legalidad republicana; crítico durante los años de la «guerra fría» del comunismo dominante en los países del llamado «socialismo real» pero sin querer incurrir en un anticomunismo «profesional», su concepción del socialismo democrático está muy vinculada a profundas convicciones éticas: «No soy indiferente a nada que tenga que ver con la justicia o la inteligencia». Por todo ello, además del sinsentido para el escritor exiliado de regresar a una España como la franquista de 1969 en donde no existía la libertad de expresión, un imperativo ético le impedía en conciencia retornar, ya que volver significaba cierto grado de complicidad con la dictadura militar, cierta manera de legitimarla moralmente:
No, no puedo. ¿Qué haría aquí? Morirme […] No puedo. Dime: ¿qué haría yo aquí? No he nacido para comer y beber sino para decir lo que me parece, para publicar mi opinión. Si no lo hago me muero (ahora sí, de verdad). […] ¿No hacer nada? ¿Tú crees que soy capaz de hacerlo? […] No, no me puedo quedar. ¡Qué más quisiera! Sería la evidencia de que todo había cambiado, de que la libertad era un hecho. Bueno, la libertad, entendámonos: digamos como la que conoció España hace cien años: no pido sino un siglo de retraso…
Ironía amarga ésta de añorar la libertad que se gozaba en España cien años atrás, la de pedir un siglo de retraso. Así, parece obvio que en aquella España franquista de 1969 la vuelta resultaba, a pesar de su íntimo deseo, absolutamente imposible para el escritor exiliado: «No, no me puedo quedar. ¡Qué más quisiera!». En todo caso, con una mal disimulada ira no exenta de amarga frustración, se dirigirá agresivamente a su interlocutor: «Basta de tonterías. Contéstame: ¿Puedo estrenar en Madrid? No. Cuando pueda estrenar aquí lo que me dé la gana, vendré».
Por todas estas razones amargas el 4 de noviembre, último de su diario español, Max Aub pone en limpio y resume el resultado de su doloroso conflicto interior al justificar su decisión de volver a México por la tragedia de su desarraigo, por su rechazo visceral y racional y por su profundo desencuentro con una España franquista «llena de arrugas», asesina de aquella España «moza», de aquella República que no hizo la guerra sino que se la hicieron. Una España republicana a la que derrotaron por la razón de la fuerza y no por la fuerza de la razón, una España republicana y democrática, una España «moza» a la que no dejaron crecer, a la que asesinaron:
Regresé y me voy. En ningún momento tuve la sensación de formar parte de este nuevo país que ha usurpado su lugar al que estuvo aquí antes; no que le haya heredado. Hablo de hurto, no de robo. Estos españoles de hoy se quedaron con lo que aquí había, pero son otros. […] Los de la España «grande, única, sola» o como se diga (¡una, grande, libre!) asesinaron a la que conocí.
Max Aub no quiso morir en España, aunque regresó por segunda vez en la primavera de 1972, meses antes de su muerte, acaecida en México el 22 de julio de ese mismo año: «Pavese tenía razón: lo terrible no es el exilio —el confino— sino volver», afirma el personaje de Mi Hermano en La vuelta: 1964, la obra que cierra la trilogía dramática de Las vueltas[15]. Antonio Núñez lo entrevistó en aquellas fechas y el escritor, con amarga frustración, se reafirmaba en su condición de exiliado y contestaba con un seco monosílabo, con un no «rotundísimo», a su pregunta:
—¿Estarás mucho tiempo con nosotros, Max?
—No.
—Un no rotundo.
—Rotundísimo. Todo lo que tú quieras de rotundo[16].
Ciertamente, La gallina ciega en definitiva, un no «rotundísimo» del escritor a la España franquista de 1969, a la posibilidad de su vuelta. Porque Max Aub, coherente con su actitud («He venido, pero no he vuelto»), llegó, vio… y no venció sino que, derrotado, se volvió a su exilio mexicano.
MANUEL AZNAR SOLER
GEXEL-CEFID-Universitat Autònoma de Barcelona