1 de noviembre

Todos los Santos. Día de muertos, aquí; en México es mañana: los fieles difuntos.

Mis libros. Que se queden aquí, por ahora. Hermosa ancla enterrada. Mi hermana. Luego Manolo Zapater, Fernando Dicenta. No recuerdo gran cosa. No pasa nada. Tranquilidad absoluta; en casa.

¿A más de los árboles, qué me ha dado la sensación del tiempo pasado? Ni las calles de Barcelona, ni los paseos o plazas de Valencia. En Madrid no lo noté en la Castellana, tal vez por la cercanía del Prado y porque, para mí, no hay árboles en Madrid, como no sea en el Retiro, en la Moncloa o en la Casa de Campo y no varían ni cambiarán. Muchos, nuevos, al final de la Gran Vía, en el parque abierto al pie de la fachada norte del Palacio Real, que no son de mi tiempo. Las encinas, o lo que sean, maravilla de maravillas, de las laderas del Pardo, no crecen. Idénticos a los de la época de Velázquez. Pero los árboles de las calles de Barcelona, los de la Gran Vía y los de la Alameda y los de las márgenes del Turia, aquí, son los mismos y son otros, como yo o Fernando o Juan (o mi madre, bajo tierra), idénticos y diferentes. Los árboles de la Gran Vía del Marqués del Turia, los árboles y las palmeras (las palmeras, ¿son árboles?) se han hecho viejos; los ancianos han crecido, han engordado o han desaparecido. Con los de las calles del viejo «ensanche» de Barcelona, es lo único que me ha dado —de verdad— la imagen del tiempo pasado. Algunas casas, sobre todo en Barcelona, están más viejas, más sucias, aquí las más fueron derribadas y hay solares o cientos de edificios nuevos hechos con materiales más ricos y brillantes; se han multiplicado como los hombres y los niños. Los árboles, no.

2 de noviembre

Preguntas, preguntas, preguntas. Siempre idénticas: —¿Qué le ha parecido el ensanche? ¿Qué las casas nuevas? ¿Las calles más anchas? El Plan Sur…

No quieren ver que sucede lo mismo en Berlín y en París, en Londres (lo cierto es que, antes, no pasaba) y que —hechas las excepciones que el azar y la industria manejan— los pueblecitos siguen igual y que mientras las ciudades se deforman por la demografía, los villorrios se sostienen difícilmente, apenas iguales, aquí, en Austria, en Norteamérica, en México. Hubo castillos en el Rhin y en Castilla y hay tiendas en el Sahara y en Arabia; poco juega aquí la política; lo que cuenta para distinguir las civilizaciones.

Otra entrevista; otra para el Diario de Barcelona. Ya no la veré.

Juan Gil-Albert, esqueleto velazqueño, inteligente, elegante; Fernando Dicenta siempre ampuloso, dándose el brillo que los demás no le otorgan. Hablo mal de ellos por hablar. Les quiero entrañablemente. Son mis viejos amigos. Cada día, como yo, supongo, hablan mal de sí mismos. Son los años.

La terrible soledad del intelectual liberal español que se quedó aquí en 1939 o regresó años más tarde (los que sean) a querer trabajar. Si rico y desengañado: en su piso o finca, callado, inmóvil, ignorante; si no, trabajando en lo que no le interesa o echado a punta de pistola (como Bergamín). No hablo del político que vino a jugarse el físico y de eso vive como vivió, clandestino de sí mismo, sino del triste encerrado en su piso, a lo sumo con su mujer; en el mejor de los casos, con sus libros, releyendo, tomando el sol, refugiado por partida doble: el que no soportó el país que le tocó ni es soportado por el suyo, a su regreso. Se queda en casa, viviendo lo que fue, viéndose como en aquel tiempo, imposibilitado para el futuro como lo está para el presente.

María Beneyto

Tuve que insistir para conocerla. Se quedaron sorprendidos. ¿María Beneyto? Como diciendo: ¿quién es? Vive a tres o cuatro manzanas de casa.

—Sí, sí —me dice Fernando—. ¡No faltaba más!

La noche antes de irnos, en un café, estuve con ella una hora. Luego la acompañé a su casa: cinco minutos de paseo lento. Me dio la impresión de que ella misma se asombraba de que la hubiese buscado. Es una mujer hermosa, abierta y bastante secreta. Pero, ante todo, es un poeta. Desde luego el mejor de Valencia. No parecen hacerle gran caso. Ella se ha dejado vencer por la desgana, la indiferencia que la rodea. La incomprensión ha hecho que se desligue un poco de sí misma. Sin duda las razones son políticas: María Beneyto ha contado con gran sencillez su juventud y su adolescencia con los tonos inconfundibles de la soledad y la tristeza. La melancolía no está bien vista en Valencia. El poeta de la generación que la antecede es Juan Gil-Albert. En los límites del bilingüismo, Juan Fuster y, luego, ella. No conozco, no he conocido a los más jóvenes o a otros. Nadie se me ha acercado. A María Beneyto la tuve que buscar porque su poesía me interesaba a continuación de las de Ernestina de Champourcin, Ángela Figuera y Gloria Fuertes; Carmen Conde y Concha Zardoya están, por razones muy distintas, no de calidad, un poco aparte.

Hay en la poesía de María Beneyto un dolor sincero, una angustia, una tristeza de la época que la ponen a veces a la altura de José Hierro, de Blas de Otero. En Valencia —lo contrario sería extraño— no lo saben o no quieren saberlo. La tienen, como a Juan, olvidada. Ni siquiera aparte: confundida con las obras del «ensanche». Prefieren sus García Sanchiz y otras Marcelinas. No es bastante especiada para sus actuales paladares. Y ella se ha resignado de buena o mala gana (no lo sé). Le falta, como a todos, empenta. Mas la culpa no es suya. ¿Desde cuándo no han tenido en Valencia un poeta de este aliento? No les importa. No es razón para callarlo, aunque ella no diga nada.

Todavía Gil-Albert puede alegrarse de que le descubran —auténticamente—, a estas alturas unos jóvenes: estaba escondido. Pero ¿María?, ¿quién la escondía? Sólo la ignorancia, el se m’en fot de mis orondos coterráneos.

¿Qué pienso de España?

Contra la religión castiza castellana (o castellanizante) de la generación del 98 se alza la tridimensional de Américo Castro. ¿Cómo es el español para los componentes de la generación del 98? Un hombre genial y anquilosado. ¿Cómo es para los de la edad siguiente? Cerrado de mollera que necesita europeizarse. Perteneciendo a esa generación, Américo Castro, más tarde, en su madurez, hallará en el español raíces de sus antecedentes judíos, árabes y castellanos. España, para don Marcelino, era la madre de Séneca y Trajano; para Castro, nacerá con los Reyes Católicos (para mí, con el idioma; de hecho, con la Reconquista); no tiene importancia. No deja de ser la preocupación de quienes piensan en «el estado o la nación». El hecho es que, a pesar de todo, les sigue preocupando a los españoles qué son, suponiéndose superiores preguntan regodeándose de antemano con la contestación: —¿Qué es hoy España?

Lo que fue no lo sabremos, a pesar de los documentos, que ni están todos los que fueron ni dicen tampoco toda la verdad. Ahora, sin que nos oiga nadie, me puedo preguntar lo que me ha parecido hoy España; qué representa para mí, qué me parece lo que es para algunos amigos y cientos de desconocidos que he visto durante diez semanas. No tomo partido, no quiero tomarlo. Vi. Digo. Acepto, naturalmente, que los españoles no estén de acuerdo con mi modo de haber calibrado la realidad. Acepto cualquier parecer de buena fe y me duele —no España, como a don Miguel— sino el miedo en el que la mayoría vive inmersa sin darse cuenta o sabiéndolo. ¿Miedo a qué? ¿A la policía? Sólo en ínfima parte. Miedo a no saber lo que son. Pavor del anónimo y ese orgullo que les sale por todos los poros. Quedan las piedras, los paisajes, los cuadros, la poesía —y el comer, más que el beber, a más no poder—; y una minoría para contraste y unos viejos que recuerdan su juventud sin que pueda saberse si se engañan o no.

En España, los sinvergüenzas, los católicos de verdad y los imbéciles, viven como Dios. Añádanse los que no quieren saber nada de nada y, claro está, los turistas que encuentran lo que buscan, al precio deseado.

El español actual, el lector español de hoy, es más numeroso que antes, no sólo por la demografía sino porque muchos que no usaban la vista en lo impreso ahora hojean revistas. Las revistas (no hablo de las literarias que no existen) se leen mucho y no dicen nada. Alguna, política, permitida por el régimen y cuyos redactores procuran dar a entender con subentendidos sus distintos pareceres sólo sirven para defender al régimen de los escándalos nacionales y extranjeros habituales. Por eso los aprendices de rebeldes españoles no tienen otro refugio que las universidades norteamericanas, donde anhelan ir a hablar de literatura… hispanoamericana. Ya sé que exagero, pero no mucho.

3 de noviembre

Los adioses

Encontramos por casualidad —en la estación— a mi banquero catalán:

—¿No te lo dije? Fraga, a la calle; el Opus, en el gobierno y Franco, Rey. ¿Quién le tose? Dejó que el especialista en Saavedra se empalara y tiene a los demás sujetos por la cadena de Matesa, que tiene sus ramales…

—¿Así que…?

—No te fíes. Aquí, siendo del régimen, todos bailan en la cuerda floja.

—Hoy por ti, mañana por mí.

—No. Hoy por mí, mañana por otro; el que se saque de la manga Su Excelencia.

Y para mayor sorpresa, en el tren, Paulino D., que conocemos de México, a donde viaja con cierta frecuencia. Va a Tortosa a casa de sus suegros, a recoger a su familia. Es cuentista, crítico y se gana la vida —bien— vendiendo barcos. De buen color y peso y —ya— poco pelo.

—Mi querido Paulino, ya que podemos trabajar como si estuviésemos solos y mis años fuesen los tuyos, y si no me equivoco tienes cuarenta y cinco años, vamos a ver si me das, tú que eres del oficio, tu opinión (sin tapujos) acerca de la actual situación de la literatura española.

—Así, ¿en general? Pues te contestaré con una generalidad. En una visión panorámica crítica de la literatura de los años que van desde el término de la guerra civil hasta hoy, podría decir que es una literatura, muy en general, degradada y realmente pobre en la medida en que viene a presentar una imagen bastante directa de la degradación y de la pobreza de los escritores que se han producido en un medio en el cual, en líneas muy generales, se han visto obligados a claudicar ante las posiciones oficiales del régimen. Refiriéndonos ya concretamente a la situación actual de la literatura en España, diría que está viviendo un momento de crisis realmente terrible; en la medida en que la literatura que se ha venido haciendo hasta este momento está siendo considerada como totalmente ineficaz desde un punto de vista estético. Creo que en estos últimos años no se ha producido, por ejemplo, por referirnos a la novela, ningún gran novelista. En cuanto al teatro, nos encontramos en una situación semejante. Creo que al presente no existe entre nosotros ningún gran dramaturgo. El teatro ha sido más bien un género de consumo, un género totalmente comercializado. Y las pequeñas muestras del teatro de Buero Vallejo y aun de Alfonso Sastre, creo que no llegan tampoco a representar en profundidad toda la serie de problemas que realmente deberían haber recogido y reflejado en sus obras respecto de estos últimos años. Ésta es una visión muy general, pero si me haces preguntas concretas sobre escritores, sobre determinadas obras, quizá podamos avanzar en este camino.

—Dando por valedero, hasta donde lo es, lo de las generaciones, quisiera que me dijeras, por ejemplo, cuál es el papel, hoy, en la poesía española, de la que se llamó los Garcilasos.

—Toda esta especie de grupo «garcilasista» de la «juventud creadora», que encabezaba García Nieto, y en el que andaba Pedro de Lorenzo y toda otra serie de señores, estimo que fue un grupo de creación oficial y política. En un determinado momento Juan Aparicio, entonces Director General de Prensa, trató de promover, en cierto modo, una vida literaria que no existía dentro del país. Entonces, a la aparición del grupo de la «juventud creadora», trató de oficializar una poesía que aparecía desde posiciones seudoclasicistas y se manifestaba, en el contexto general del país, en una posición totalmente al margen de la realidad de España, que había atravesado una guerra sobre la que no se hablaba como se debía haber hablado; y, además, aparecía en un contexto como era el de la posguerra, con una serie de problemas que fueron totalmente dejados de lado por parte de esta generación. A estas alturas, esa generación, como grupo colectivo, carece de sentido. Y en cuanto a que vayan a pasar a la historia de la literatura, creo que no existe ningún poeta ni prosista que lo consiga.

—Después de este grupo surgieron los de la «poesía social».

—El grupo de la poesía social surgió precisamente, a mi modo de ver, como reacción contra este grupo de escritores oficiales creados y dirigidos desde el régimen. Este grupo de poesía social ha dado no sólo ya por sus valores cívicos sino también dentro de lo que pudiéramos llamar estética o formalismo de la poesía, nombres que deben ser considerados en un panorama de la literatura española actual. Además, creo sinceramente que algunos de ellos sí van a pasar a la historia en la medida en que tienen obras que merecen consideración.

—¿Quiénes?

—Por ejemplo, Blas de Otero. A pesar de que no es tan joven como se pretende sino que, me parece, es un poeta que tiene contactos con la generación del 98, incluso en toda una problemática crítica del dolor de España, a pesar de eso, creo que es un gran poeta. Un gran poeta que está representando, por supuesto, también un momento. Un momento muy exacto, muy concreto de las vicisitudes por las cuales ha atravesado y está atravesando el país.

—La poesía de Blas de Otero ¿ha tenido alguna repercusión en la vida literaria española actual?, ¿la tiene todavía?

—Mucho me temo que no; su poesía no es representativa, en este momento de crisis, del fenómeno literario actual. Que, precisamente, así como he señalado una ruptura contra una poesía oficialista dirigida desde el mismo Ministerio de Información, esa ruptura que produjo la poesía social ha planteado ahora, últimamente, otra, y esta ruptura es contra esta poesía social que se produjo hace una serie de años, y hay toda una serie de nuevos poetas que, en realidad, parece que desde un punto de vista ideológico, están cayendo en una postura nihilista, disolvente.

—¿Quiénes?

—Quizá el más significativo, momentáneamente, porque no gozamos de una perspectiva para poder señalar figuras, sería Vázquez Montalbán, quizá, con sus manifiestos.

—Vázquez Montalbán encabezará la nueva Antología de Castellet. A propósito ¿qué representa Castellet para esta generación? Pero, antes, dime: ¿dónde dejas a los que podrían agruparse alrededor de Valente, por ejemplo?

—Yo creo que, con ellos, se inicia ya o comienza a iniciarse esa ruptura con la poesía social. Pero ruptura moderada, pudiéramos decir; no es una ruptura total. Es una poesía más atenta a los problemas existenciales que a los sociales. Es una poesía de todo punto interesante y profunda, pero que va a dar paso posteriormente a esta ruptura de que hablo que es mucho más radical y drástica, que es llegar al concepto de la poesía simplemente, en fin, como juego y, desde un punto de vista ideológico, llegar a esta especie de negación, de nihilismo, de disolución de toda una serie de valores que estaban dentro de la misma entraña de la poesía que se estaba haciendo. No sé si…

—Sí, está claro. ¿Qué papel ha jugado Castellet que, en su primera antología, daba gran importancia a la poesía social y ahora, dedicado a los novísimos, margina a los anteriores y da paso a otros, como Azúa; a la generación que ambos encabezáis con Vázquez Montalbán?

—La figura de Castellet es una figura realmente difícil o complicada de definir. Castellet sin duda, desde sus posiciones críticas, desde su vigilancia y su gran información sobre los fenómenos literarios de fuera y de dentro del país, ha hecho realmente un bien a la literatura española. Pero, como contrapartida, Castellet no obstante ser una persona inteligente y enterada ha hecho también al mismo tiempo muchísimo mal a la literatura española. Castellet, de hacer una defensa a ultranza de la poesía social, ha pasado a negarla totalmente. Si es en la novela, ha pasado de hacer un canto del objetivismo con aquel libro que sacó hace años de La hora del lector, a todo lo contrario. En fin, a defender una novela desde otras posiciones. Es decir, yo creo que Castellet, no obstante su probada inteligencia, es un hombre que se deja llevar y se rige por toda una serie de modas. Y entiendo yo que la literatura no debe ser una moda, que es un juego a largo plazo en donde los corredores tienen que ser corredores de fondo. Entonces Castellet se está contradiciendo continuamente a sí mismo.

—No por eso deja de ser el crítico más interesante de su época.

—No es muy difícil.

—Esta actual poesía de los jóvenes ¿tiene para ti cierto valor estético, dejando aparte su dirección ética?

—No sabría muy bien separar lo estético, en este caso, de lo ético. Reconozco que algunos, en fin, escritores, poetas jóvenes, qué duda cabe de que sí están trabajando con una cierta preocupación por el formalismo. Y que sí están consiguiendo poemas realmente interesantes.

—Entonces pasamos a la novela. Y nos encontramos en primer lugar con la figura de Camilo José Cela. ¿Qué opinas tú, personalmente, de su obra y, en segundo lugar, qué influencia ha tenido sobre la actual literatura española?

—La aparición de Camilo José Cela en un momento en que toda la literatura giraba dentro de un signo oficial, de un signo fascista, en donde se pedía poco menos que una literatura optimista, considero que fue una aparición muy positiva, con el Pascual Duarte. Sin embargo, examinada ya la figura de Camilo José Cela desde este año 1969, se advierte hasta qué punto el señor Cela viene a ser una especie de escritor anacrónico, superficial, que ha caído en una especie de imitación de sí mismo, en una especie de manierismo. Personalmente reconozco que desde hace ya algún tiempo no leo los libros de Camilo José Cela porque me parece que estoy leyendo un libro que ya Camilo José Cela escribió hace mucho tiempo. Entiendo que Camilo José Cela es un escritor realmente superficial en la medida en que no ha querido o no ha podido profundizar en toda la problemática, que incluso se encuentra en sus propias novelas. Camilo es un escritor divertido, chistoso. Y por otra parte, por último, diría por lo que se refiere a su lenguaje, que realmente comenzó manejándolo muy bien aunque con una serie de influencias valleinclanescas, pero este lenguaje lo ha repetido de tal forma, hasta la saciedad, que realmente ya resulta meloso y poco serio. Es decir, no ha llegado a recrear este lenguaje sino que lo ha petrificado, lo ha dejado totalmente fijado en sus páginas.

—No está tan mal. Muchos quisieran que se dijera lo mismo de su obra. Te hablaba también de su influencia. Es decir, hasta qué punto los Goytisolo, Caballero Bonald, López Pacheco, y otros escritores, tuvieron cierta influencia de Camilo José Cela o, por el contrario, intentaron la creación o la recreación de una novela realista española.

—Yo creo que la personalidad de Camilo, en un momento en que en España no existía prácticamente novela, fue bastante decisiva en todos cuantos intentaron la novela. Pero precisamente me has citado toda una serie de novelistas que vinieron después, que actuaron en cierto modo por reacción contra la novelística de Camilo. Es decir, que trataron de hacer ya una novela realista más atenta y más preocupada por los problemas concretos del país.

—Luego, viene la aparición de Martín Santos y de Benet. ¿Qué te parecen? ¿Crees que la obra de estos dos muy buenos escritores va a tener alguna influencia en los próximos novelistas españoles? ¿Y García Hortelano?

—Yo entiendo lo siguiente: por una parte, creo que como reacción también, porque cualquier fenómeno de la literatura española, en estos últimos años, surge siempre como una reacción contra algo, es decir, a esta especie de literatura o de novela realista de López Pacheco, de Armando López Salinas, de Antonio Ferres, de una serie de escritores que aparecen y que en cierto modo reaccionaron contra una novelística de señoritos, como podría ser la visión más o menos que tiene de la realidad el señor Camilo José Cela, que es una visión un tanto de señorito; una visión que no acaba de entrar nunca en el mundo que describe sino que lo está contemplando muy desde fuera y con una especie de ironía que no llega a la categoría del esperpento de Valle-Inclán. Valle-Inclán siempre busca, críticamente, el modificar una realidad, en cierto modo. A esta novelística de tipo social realista surge como una reacción una gran novela, la novela de Martín Santos, Tiempo de silencio, en donde intenta ofrecer una visión de la realidad social del país, en la medida en que dentro de esta misma novela intenta retratar distintos mundos superpuestos que coexisten en un determinado momento dentro de la vida del país. Ahora bien, esta novela de Martín Santos, aunque he dicho que es una gran novela, siempre me estoy refiriendo al contexto español en la medida en que yo no considero tampoco que sea una novela totalmente lograda; es una novela que incita a toda una serie de escritores, que van a venir después, a perder un poco esa idea un tanto, pudiéramos decir, dogmática de la novela social, de retratar solamente unos grupos determinados y reducidos dentro de la vida española e inicia, entonces, un deseo por parte de otros novelistas que han venido después a la búsqueda de una totalidad. Es decir, a un concepto ya de totalidad. Ahora bien, en cuanto al caso de García Hortelano, yo entiendo un poco que es un caso muy discutible en la medida en que ha sido una invención de una determinada editorial, de una determinada crítica; en el sentido de que, por ejemplo, yo no creo que García Hortelano llegue a alcanzar de una manera tan profunda la realidad como la llegó a alcanzar, por ejemplo, Martín Santos. En el caso de García Hortelano, en aquellos momentos, se barajaba como una de las modas en que había necesariamente que escribir, la del objetivismo. Y García Hortelano no obstante tener también páginas muy positivas, se dejó un poco, pudiéramos decir, lanzar y querer por un determinado grupo; por esto quizá su nombre ha rebasado las fronteras, ¿no?, como te decía. Y, en el caso concreto de Benet, yo no he leído su novela aunque sí me consta, por otras cosas que he leído de él, que es un hombre de positivo talento y que en realidad puede hacer que la novela española avance en una dirección un tanto emparentada con el nouveau roman pero siempre creo que con una serie de contactos con la realidad española; es decir, que Benet lo que no ha hecho —no sé en esta novela pero sí en otros escritos—, lo que no ha hecho nunca ha sido trasplantar mecánicamente una serie de corrientes literarias del exterior, sino que en realidad ha tratado de entrañarlas, de hacerlas suyas y, por tanto, de hacerlas españolas.

—Hablabas antes del teatro de Buero Vallejo y del de Alfonso Sastre. ¿Qué pasa con los más jóvenes? Y, sobre todo, de los novelistas de esa generación que no escriben —o los hombres de teatro— en castellano. Me refiero precisamente a Jorge Semprún, de un lado, y a Fernando Arrabal por otro.

—A mi modo de ver, Arrabal no es un escritor español. Lo es y no lo es. Claro, sería muy difícil el poder definirlo. Arrabal es un escritor que sale de España, que se afinca en Francia, que escribe en Francia y que, en realidad, en todo momento está en contacto con una realidad literaria muy francesa. Una manera de escribir, una manera de expresarse que, en España, realmente no se ha practicado, que todavía se considera extraña. Evidentemente, desde un punto de vista psicológico, me consta que en Francia, los franceses y la crítica francesa, dicen que nunca se podría entender a Arrabal y la literatura de Arrabal sin que se reconozca previamente que Arrabal es un producto hispánico. No sé, a mí me parece muy discutible.

—¿Y Semprún?

—En cuanto a Semprún, es un escritor que aun cuando en algunas de sus novelas, e incluso de sus películas, toca el tema español en la medida en que es un tema que lo ha debido vivir directamente, entiendo que toca el tema español siempre con una cierta mentalidad de extranjero. Es decir, sería muy difícil de explicar esto. Es un poco la visión de un extranjero que incluso se enfrenta y se enfrenta además a niveles bastante lúcidos con la realidad española; pero no es exactamente alguien que sufre en su propia carne, pudiéramos decir, esa realidad sino alguien que ve esa realidad a una cierta distancia. No sé, es algo que observo. Este mismo fenómeno se ha podido observar en cierto modo, también, en casi todos los últimos libros de Juan Goytisolo. Juan Goytisolo, en la medida en que dejó el país, en que se exilió voluntariamente del país, al tratar de la realidad española, evidentemente cada vez aparece como más extranjero, como más alejado de ella.

—No lo creo. Veo a Goytisolo y a Semprún de otra manera. Será que yo también… Este panorama rapidísimo que has hecho de la actualidad literaria española es desgarrador. ¿Qué revistas hay, qué periodistas, qué ensayistas, qué críticos, sobre todo, existen hoy en España que pueden influir para que renazca, pueda haber o aparecer alguna luz fidedigna que oriente a algunos jóvenes escritores? ¿O es que tenemos que decidir que no los hay, de hecho, comparados con las literaturas alemana, inglesa, norteamericana, francesa o italiana?

—Desgraciadamente, desafortunadamente, no existen en España críticos que estén a la altura y al nivel de los tiempos que corren. No existen, en este sentido, guías directores que puedan no sólo informar, sino que puedan también trazar o aventurar, sugerir caminos por los que debería deslizarse la cultura en general en España. Yo creo que la pobreza de nuestros ensayistas, la pobreza de nuestra crítica, la pobreza en general de nuestra misma prensa, en las pocas páginas que dedica a la cultura, es verdaderamente aterradora. Pero, en ese sentido y, para terminar —porque ya está bien— ¿hasta qué punto la cultura española, surgida después de la guerra civil, es una cultura realmente africana? Me da lo mismo el Congo que otra cosa. Yo repetiría, como he dicho al principio al hablar en líneas generales, que es producto de la degradación en que han caído los mismos intelectuales en general; porque realmente si se dijera o si nos preguntáramos: ¿cuántos escritores españoles viven, hoy día, de su pluma, de su trabajo? Podríamos contarlos con los dedos de la mano y, seguramente, nos sobrarían. No obstante esto, hay muchos escritores que dicen que viven de escribir, pero eso es absolutamente falso. El gobierno español durante estos años, a través del Ministerio de Información y Turismo, de una manera a veces muy sutil, ha hecho todo lo posible para comprender también a todos los intelectuales españoles; quien más, quien menos, dependen en cierto modo de conferencias, de invitaciones, de poder publicar en revistas y, en realidad, unos más, otros menos, en general los escritores españoles, casi todos, son malgré tout funcionarios de un régimen. Y no se atreven a atacarlo frontalmente, y no gozan de la suficiente libertad de expresión para poder, por lo menos, intentar una obra realmente independiente y realmente sincera y verdadera. Esto también, muy en general.

—En general te diría que no estoy totalmente —ni mucho menos— de acuerdo contigo… Es un panorama visto, como es natural, desde dentro. Desde fuera, la literatura española no presenta un aspecto tan desolado. Y cuando leas el Don Julián de Juan Goytisolo cambiarás, tal vez, de opinión referente a lo que escriben hoy los que están «fuera». Por otra parte resentís, sin razón, el éxito de los suramericanos —de los que no hemos hablado—. ¿Qué son, en el fondo, sino españoles? Eso del indigenismo es un cuento o una realidad no mayor que el gallego enfrentado al vasco o al murciano, el valenciano frente al montañés. Ninguna variante americana del español lo es tanto como el andaluz, el castellano o el aragonés. Y en cuanto a Camilo José Cela son… celos. Nadie mejor que él representa lo que fue —aunque no queráis— el intelectual inconforme del régimen, habiéndole cogido el toro en edad incierta. Ninguno de vosotros tuvisteis su éxito, ninguno su estilo (no su estilo, entiéndeme: un estilo, como el de los del 98 —con los que tan directamente está emparentado—), una manera de expresarse que le hace inconfundible. Y, por otra parte, yo no podría aunque quisiera —que no quiero— hablar mal de Camilo José porque fue el primero que me escribió recordándome tiempos pasados —en casa de María Zambrano—. Miento, el primero fue Gerardo. Y lo mandé a paseo, con una mala educación que no suelo dejar salir a flote. La sangre injusta estaba todavía demasiado cerca.

—Por lo visto tus juicios literarios dependen de la amistad que te une a los autores.

—Desde luego. Y como son los mejores, no me equivoco.

El mar. Peñíscola, adivinado. ¡Qué recuerdos!

—Voy a preguntarte algo que no debiera: ¿nuestra generación tiene todavía… (está mal dicho: creo que nunca la tuvo) alguna influencia en los jóvenes —vosotros incluidos—? Guillén, Aleixandre, Dámaso, Alberti, Bergamín, Larrea, Ayala todavía están vivos…

—Yo creo que esta influencia, por citar los nombres de dos grandes maestros: de Vicente Aleixandre y Dámaso Alonso, es una influencia casi más de carácter personal, en la medida en que ellos no han querido desconectarse de la juventud y quieren estar cerca de ella, que no una influencia literaria. Qué duda cabe de que Dámaso Alonso, con su libro Hijos de la ira, fue precisamente uno de los poetas que más pudo influir en la trayectoria, en el rumbo social que tomó determinada poesía. Y también, no sólo social sino incluso existencial. Vicente Aleixandre, por otra parte, influyó ¡qué duda cabe!, en esta misma generación, la generación de Valverde y de toda una serie de poetas. Pero yo creo que, en la actualidad, esta influencia de tipo literario no existe. Y sí sigue existiendo sin embargo una influencia de tipo personal, en la medida en que muchos escritores jóvenes de hoy admiran las posturas de estos escritores de tu generación, la postura ética, la postura humana e, incluso, se ven en ellos como en una especie de ideal de escritores, entendiendo al escritor como un profesional. Yo creo que ésa es la influencia.

—Otro problema —y para mí gravísimo— de la actual literatura no es la compra de cerebros —como se dice— sino la venta. Es decir, yo estoy viendo que la mayoría de los jóvenes universitarios españoles de cierta capacidad y calidad, lo único que desean es irse a los Estados Unidos a dar clases, a lo sumo, a Francia si no hablan bien inglés. Pero esto hace que la mayoría de ellos, como la de los hijos de los exiliados, se vayan a Estados Unidos a dar clases, donde tienen mucho trabajo, lo que impide escribir a la mayoría, dar de sí lo que darían si tuvieran posibilidades de trabajar en España.

—Yo creo que este fenómeno es una consecuencia muy directa de la desesperanza que ha cundido entre una serie de intelectuales que hace años creyeron que en realidad el ambiente en España, para la cultura, se iba a hacer por fin respirable. Esta desesperanza ha sido la que ha hecho que muchísimos intelectuales hayan elegido el camino de un segundo exilio: en la medida en que el ejercicio intelectual, el ejercicio cultural dentro de España realmente está por completo proscrito, puesto que no existen las condiciones necesarias de libertad. Esto, en cuanto pudiéramos decir a la posición realmente de la censura y del régimen. Pero es que además, incluso, la sociedad española —que la estamos olvidando un poco en esta conversación—, es una sociedad que viene a ser el resultado de estos treinta y tantos años de vacío cultural. Entonces realmente, un intelectual serio, grave, con una conciencia ética desarrollada, no puede operar dentro de un país en el que, de una parte, el régimen suele perseguirlo y trata de masacrarlo. Y, por otra parte, cuando consigue burlar las aduanas, las barreras de la censura, entonces se encuentra con una sociedad totalmente ciega y sorda, que realmente no le hace ni el más mínimo caso. Éste es el fenómeno por el cual yo comprendo que muchos intelectuales, desesperados, tengan que abandonar el país.

—Esto me lleva a preguntar por un novelista que citaste antes: Antonio Ferres. Y que, efectivamente, representa bastante bien este problema. Ferres escribió unos cuantos libros sociales, de evidente interés. Luego, se fue a América —está actualmente en Norteamérica— y acaba de publicar una novela que puede ligarse con el nouveau roman, por lo menos con los nuevos conceptos apolíticos de la novela.

—Realmente Ferres, antes de salir ya para Estados Unidos, estaba viviendo un momento de crisis a título personal, una crisis ideológica. Ferres había comenzado con una novelística realista social. Me parece que su primera novela, La piqueta, se desarrollaba en una especie de suburbio de Madrid, o algo así, siguió con alguna otra novela de este signo; pero él mismo se dio cuenta de hasta qué punto, a través de toda esta novelística, estaba haciendo lo que podríamos llamar una literatura plausible, desde un punto de vista civil, pero quizá no una literatura más profunda en donde en realidad no se idealizara, como se trataba de idealizar a través de esta literatura, a las clases desposeídas, simplemente porque eran clases desposeídas. Entonces Ferres vivió una época bastante crítica y no quería seguir trabajando en la línea en que había trabajado hasta ese momento, más por una serie de convicciones éticas y políticas que estéticas. Y, entonces, coincide su marcha a Estados Unidos con el deseo de romper con todo un pasado que él consideraba totalmente pobre, totalmente provinciano en la medida en que esa literatura que estaba apareciendo era una literatura para andar por casa, una literatura en zapatillas, con una visión degradada de la propia realidad del país y degradada en la medida en que surgía de un ambiente ya de por sí degradado. Otro caso es el de Jesús López Pacheco que marchó al Canadá, y yo no sé qué estará haciendo en estos momentos, pero es muy probable también que López Pacheco rompa con toda una literatura anterior, para hacer una literatura quizá más amplia, más universalista.

—¿Y tú crees que esto es un beneficio o, al contrario, es de nuevo otra carga en contra de la cultura española?

—Yo creo que es totalmente perjudicial para la literatura española, para la cultura española; en la medida en que creo, sobre todo, que un novelista, por el hecho de salir del país, procede —aun sin querer— a desarraigarse de ese propio país y entonces puede caer en la creación de una literatura, pudiéramos decir, casi cosmopolita; una literatura que no acaba de estar enraizada, arraigada a algo concreto. Evidentemente, hablo en un sentido muy general; pero qué duda cabe de que se puede producir también una literatura más montada en el vacío y, sin embargo, de grandes y positivos valores.

—Mucho tiene que ver la edad del hombre, que no es la del tiempo. Hablamos, y nos separan más de veinte años.

—Yo tenía diez años cuando la guerra. En Madrid. En Madrid y partidario de Franco. Como comprenderás, no por mí sino por la familia. No sólo mis padres; mi abuelo, tradicionalista, participó en la última guerra civil carlista. Estuvimos a punto de podernos marchar, a los pocos meses, el 36, por las relaciones que tenía no sé quién con no sé quién. Vino la policía, normalmente, a informarse; pero mi abuelo —que era de armas tomar— cuando le preguntaron algo contestó en forma altiva y totalmente inadecuada, con la certeza de que los republicanos perderían la guerra. (Algo así como: —No tardaremos en volver a poner las cosas en su punto. Pero con más punta). Debieron de tener en cuenta su edad y lo dejaron estar; pero, claro, no nos dieron la salida y pasamos toda la guerra en Madrid. Fui de los que se lanzó a la calle, con el mayor entusiasmo, los últimos días de marzo del 39 —siendo un niño todavía, claro— para aclamar la entrada de los nacionales.

—Has cambiado un poco de ideas.

—Sí. Pertenezco a la generación de Sánchez Ferlosio, de Benet, de Martín Santos, los que leían y discutían a Heidegger, en la traducción de Gaos, en el Gambrinus.

—Allí cené, un par de noches, con Benet.

—Eran los aristócratas. Nosotros teníamos otra manera de vivir menos «intelectual», más amigos de la parranda. O íbamos allí cuando teníamos los bolsillos vacíos y ellos nos podían pagar la cerveza.

—Vosotros, ¿quiénes?

—Pues el propio Sánchez Ferlosio, su hermano Miguel. Habíamos sido de las juventudes falangistas.

—Como tantos otros izquierdófilos de hoy, que no quiero nombrar, ni falta que hace.

—Claro. Mira: eso de las generaciones, cuando hay guerras civiles, se reducen mucho. Hay la generación de los arrepentidos, encabezados por Ruiz Giménez, con Ridruejo, Laín, etc. La de los que estuvieron en la cárcel, como Hierro. Luego la nuestra y después la de los que ni la conocieron de niño —la guerra— y que están totalmente despolitizados. Lo puedes ver por los críticos, que siguen las modas. Fueron los que lanzaron a los novelistas y poetas sociales y que ahora no saben qué hacer con ellos. Luego, los objetivistas, hijos espurios —como se dice, creo— de Robbe-Grillet y compañía. Ahora, los más jovencitos, más o menos anarquistoides, todos ellos bañados en erotomanía; que es una salida, una evasión como otra cualquiera…

—No creo que nada de eso sea muy nuevo. En ninguna parte.

—No, pero a mi edad, molesta. No digo que fuéramos buenos. Pero tampoco tan malos como dicen los Azúa y compañía. La generación anterior a la nuestra —los Rosales y cómplices— vivió la guerra. Para ellos hubo buenos y malos, según fueran de un bando u otro, o, aun dentro de los bandos, también, buenos y malos. A esa generación sucedimos nosotros, donde se impuso una idea política totalmente distinta: no era cuestión de buenos ni malos sino de justicia.

—Que también es un punto de vista moral.

—Nos ha sucedido otra, amoral, para la que nada vale ni le importa. Para ellos sólo cuenta la música tamtamesca, el baile, hacer el amor sin cuidado.

—Las enfermedades venéreas acaban con mi generación.

—Pero no los posibles embarazos. Para los de mi edad la vida sexual era una cosa muy seria. Los más nos casamos relativamente jóvenes y por las buenas. La generación siguiente es la de la separación. La que está subiendo, probando sus armas, todavía no se sabe.

—No veo novedad.

—Ellos sí, aunque no sea novedad el que una generación desprecie a la anterior.

—No comprenden vuestra ética. Les tiene sin cuidado. No parecen españoles sino europeos. Es curioso darse cuenta de que ha sido el actual régimen el que ha llegado a este resultado —triste por esta parte— de la europeización, en este aspecto basado en la ignorancia. No saben de aspectos políticos y nada del pasado, pero están al tanto, al día, en discos, grabaciones, cine; en el ocio…

—Nos han enterrado muy jóvenes.

—Todavía estáis en edad de imitar a Simón o a Beckett. A la mía sería ridículo… Uno ya fue.

—Te haces ilusiones, hasta en eso.

—Después de darle este palo a la literatura, que no sabes hasta qué punto repercute tristemente en mí, dime rápidamente —porque estamos en Ametlla— cuál es tu idea acerca del futuro político de España.

—Entiendo que, cuando muera Franco, funcionarán a la perfección los mecanismos de la sucesión. Estos mecanismos artificiales y que han sido creados de arriba abajo, pero que, en realidad, el pueblo ni los entiende ni le interesa conocerlos, estos mecanismos creo que funcionarán porque el ejército, que es el que tiene la última palabra, hará que funcionen. Sin embargo, el futuro a más largo plazo, el de España, yo lo veo dentro de un régimen socialista, socialista democrático, entiendo por socialista en este caso concreto y lo veo en la mentalidad cada vez más socialista y (en la medida en que vaya organizándose, dentro de las dificultades, la clase obrera y los partidos de la clandestinidad puedan llegar a tener una cierta vida política) se volverá por supuesto a una democracia. Que esta democracia vaya a seguir una especie de fórmula de monarquía inglesa dependerá, por supuesto, de si el Príncipe cede el puesto, abdica, en favor de su padre, donjuán, y éste decide venir a España como pacificador, como moderador, para liquidar algo que no está todavía liquidado que es, desgraciadamente, la guerra civil. De esto se ha encargado Franco: de que no se haya liquidado nunca, porque todavía vivimos en un mundo de vencedores y vencidos con la particularidad de que en España hay muchos vencidos que ni siquiera hicieron la guerra civil puesto que la persecución se mantiene y se perpetúa hasta estos momentos. O sea, gentes que no hicimos la guerra civil somos tan vencidos como quienes la hicieron.

—¡Tortosa! ¡Un minuto!

¿Por qué escribo más fácilmente de Madrid que de Barcelona cuando viví —¡tantos años!— el mismo tiempo en una y otra ciudad, cuando tuve tantos amigos o más en Barcelona que en la capital? Tal vez porque éste es un libro de gentes y quedan más en Madrid, por aquello de «la centralización borbónica», que no ha cambiado.

Madrid viejo es mayor que la Barcelona gótica, en el Madrid agrupado alrededor de la Plaza Mayor, de la calle de Atocha, del puente de Segovia se sigue viviendo donde se vivía. La Vía Layetana cambió la vida de Barcelona sin contar que la vida literaria era catalana y ahora es castellana. Riba ha muerto; López Picó está enterrado hace siglos. Algunos sobrevivientes viven a la europea, en los alrededores o en el campo. En Madrid, mis amigos todavía vivos se conservan bien en las Academias o en los Ministerios. En Madrid existe algo de teatro, no en Barcelona. Leía El Sol, poco La Vanguardia (los buenos periodistas catalanes de mi época escribían en Mirador; El Bé Negre). Quieras que no, en Madrid ha renacido la Revista de Occidente. Ahora parece que es al revés, y que los escritores de aquí son más ágiles, en castellano. Aunque sólo por eso, mi libro es un libro de viejo.

Sí, no por el Prado ni el Pardo ni Toledo escribo mejor de Madrid que de Barcelona. Que nadie se engañe: no prefiero Madrid a Barcelona, tal vez sería lo contrario, pero si trato de escribir, hoy, «me sale» mejor la capital porque el pasado (el mío, tan corto) está en Madrid, a veces, más a mano. Barcelona, siendo más vieja, es más joven, sigue de más cerca las modas (el mar lo explica todo). Pero me duele no haber vuelto a Ripoll, a Vich, a San Juan de las Abadesas…

Barcelona. Carmen, Luis en el andén.

—Es sencillo: antes había una literatura española bien o mal conocida por los hispanoamericanos: la literatura hispanoamericana, desconocida de los españoles y mal leída entre los propios americanos; ahora, hay que añadir la literatura española-americana, la americana-española; la de los emigrados españoles generalmente desconocida por los americanos y los españoles y la de los trasterrados voluntarios iberoamericanos, regularmente conocida, además, por europeos y norteamericanos. No es de hoy ni siquiera de ayer, viene de más lejos, con sus excepciones, claro está, confirmando la regla: Rubén y García Lorca, Neruda y Pereda, García Márquez y Benavente, Amado Nervo y Miguel Hernández… Ahora, con la televisión, se llevan la palma los cubanos y no hablo de Alejo Carpentier ni de Nicolás Guillén sino de Félix B. Caignet, el portaestandarte; de Caridad Bravo Adams, esos Ponson du Terrail de nuestro tiempo multiplicados por la demografía y la imbecilidad.

4 de noviembre

—Vivo en Murcia, maestro.

—No me llames maestro. Ya no estoy en edad de ser albañil.

—¿Cómo le llamo?

—Ni don Max, que no casa; ni señor Aub. No. No me llames de ninguna manera: habla de Murcia. Conocí muy bien Murcia, de 1920 a 1930. A Juan Guerrero, a Jorge Guillén, a Pedro Flores, a Garay, a Ramón Gaya —creo que fui el primero que le compré una acuarela, la pagué veinticinco pesetas. La tenía en casa, en Valencia, entre un Ucelay cubista y un Obiols—. Me acuerdo muy bien de Murcia. El hotel Patrón…

—Ahora Murcia es un desierto, intelectualmente.

—Lo contrario sería ininteligible, hoy. ¿Y de política?

—Hablan de un cuartelazo.

—El viejo soy yo, no tú.

—Sí, de un cuartelazo inminente para bien de una «neounión patriótica».

—No lo creo. Las cosas, si vienen, no tomarán el camino de la violencia. Digo, me parece.

—¿Sabe que Santiago Carrillo ha rectificado la línea del Partido pactando con los partidos burgueses de aquí, constituyendo un frente común, con la venia de Moscú, a cambio de retractarse en su condena de la invasión de Checoslovaquia?

—Aunque te desengañe, no soy comunista y aunque lo fuera no creo que estuviese en los secretos del Comité Central. Por otra parte no soy adivino. Pero tú ¿cómo ves el futuro, es decir: el presente?

—Los obreros, por lo menos los de la construcción, se mueven. Se negocian contratos colectivos, se declaran huelgas. Se culpa a los sacerdotes de armar «a las masas». Los activistas de la ETA no son ninguna tontería. Hay atracos. Aunque digan que las huelgas son con fines económicos no hay duda que alguna tiene un fondo político. Hay algo que no ha podido ver en el poco tiempo que lleva aquí: la progresiva toma de conciencia de los trabajadores, en particular, los femeninos.

Se da cuenta de mi sorpresa y dudas.

—Sí; no se sorprenda, las trabajadoras tienen una lucida actuación. Bienvenida sea: sólo con su progresión la mezquina clase media liberal se atreverá masivamente a hacerse patente, ayudando su orgullo, cada vez más herido al aumentar su frustración [sic].

—No es ésta, desgraciadamente, la impresión que me llevo. Y ya que eres maestro, ¿qué hay de esa futura Ley de Educación?

—La aprobarán las Cortes, a bombo y platillo; sus mejoras técnicas son bien pocas, habida cuenta que su única renovación ideológica es suprimir los principios nacional-sindicalistas que, hasta la fecha, la han venido inspirando: la mecánica alentadora del sistema cultural amplía su sujeto pasivo, y refina —tecnocráticamente— sus métodos de acción.

—¿No pasa de ser una trampa?

—Su eficacia dependerá, en gran parte, de los cuadros medios e inferiores que la apliquen prácticamente, sobre todo los de mi generación. Y volveremos así a la mezquina clase de antes. (¿Qué tendrá el mozo? ¿23, 24 años?). Por otro lado, la Ley —en la que algo trabajé— es una cortina de humo. Lo que les importa ahora, para dentro de unos meses, son las de «Peligrosidad Social» que, bajo su apariencia liberal, es más represiva que la de «Vagos y Maleantes» que vendrá a abolir, cómodo instrumento para quitarse de encima a quien les plazca, por las buenas, y conforme al «Estado de Derecho».

—Menos mal que me voy.

—No se haga ilusiones. Saben muy bien que sus libros no se pueden encontrar fácilmente. Y aunque pudieran hacerlo no los comprarían, o tan poco que ¿para qué se van a preocupar? Y no escribe para obreros.

—Nadie escribe para obreros o para patrones.

—Ni va a influir en el acuerdo con la Comunidad Económica Europea que —ésa sí— es una incógnita para nuestra inestable economía y, sobre todo, un «farol» político del Opus.

—¿Qué me dices del asunto Matesa?

—Nada. Hay y hubo otros fraudes y corrupciones que constituyen el pan nuestro de cada día. Somos más papistas que el Papa —Francia y Portugal nos van a la zaga—; cuando desaparezca Franco la línea que seguirá la tan cacareada —por falangista y sindical— «Monarquía Social» no es difícil de prever.

—Sigue.

—La parcial, pero insistentemente solicitada amnistía para los presos políticos tal vez llegue con la Coronación, pero…, más futuro tiene Barrabás.

—No acabo de entender…

—Se va desvelando y reconociendo, cada vez más claramente, la escisión entre dos concepciones opuestas de la vida española; sin posturas conciliadoras sólidas en el centro que, por otro lado, pudieran, de ser dinámicas, facultar una transición pacífica…

—¿A qué?

—A un socialismo decente. Pero la timidez de las clases medias (a pesar de que influirá, sin lugar a dudas), la nueva tendencia más cristiana de la Iglesia —tibia aún—, e hipotéticamente, algún sector desgajado de la actual confluencia de derechas…

—Que están a matar entre sí.

—Desde luego, pero fraternalmente unidas para controlar la situación y esconder los respectivos trapos sucios.

Calla un momento. Sigue:

—A pesar de todo, de su actitud dependerán los términos del pacto que, tarde o temprano, habrán de suscribir los de arriba y los de abajo; máxime con la Restauración en ciernes.

—Me parece un buen resumen. Me asombra un poco tu confianza en el elemento femenino.

—Así es, se lo aseguro. Y como el pacto seguirá siendo leonino, habremos todos —los de fuera y los de dentro— de no cejar en nuestra lucha hasta la victoria final.

Procuro no sonreír con el remate de la frase, tan acorde con el aspecto toroso del joven, y su presunción. Tanto montan…

—Me ha dado mucho gusto oírte, aunque sea con el pie en el estribo. Me reconforta. Ojalá hubiese hablado contigo al llegar. Tal vez hubiese visto las cosas de otra manera.

Hago una corta pausa.

—Otra vez será.

Lo he dicho sin querer, con la triste ironía que entraña, a mis años. No da con el matiz; remata:

—Pronto.

Hablamos de dos mundos distintos. Al fin, yo soy la gallina muerta, desplumada, colgada en el mercado común. Uno de esos pollos colgados, desplumados que me horrorizaban cuando niño y que ya aparecen en Fábula verde. Mi idea era que La gallina ciega era España no por el juego, no por el cartón de Goya, sino por haber empollado huevos de otra especie…

—Sí, ya lo sé, ese libro no le importará a nadie, o a casi nadie; pero me es imposible hacerlo de otra manera y no se ha inventado todavía el cómo cambiar a los hombres, vivos. Muertos, sí; no suelen protestar aunque, a veces, les conviniera.

—Parecerá otro libro tuyo de los de la guerra —me dijo uno de los que los conoce cuando le anuncié éste.

—¿Qué remedio? Para eso no tengo la memoria corta o no soy como Pemán —pongo por buen ejemplo—, que es capaz de reunirse hace muchos años con Alberti y Bergamín después de haber escrito, y en verso, lo que fue capaz de parir lanzándoles al Infierno.

—Tienes razón: «rojo» todavía es un insulto y, ahí no cuentan edades, hayan dejado o venido a serlo, son sospechosos. No hablo de los galanes opositores, porque son indispensables para respirar. Sino de los que auténticamente están en contra —los que cuentan— y aun los que de hecho lo estuvieron —que ya cuentan poco.

—La gente olvida pronto; menos los vencedores de causas injustas, siempre alertas, sin darse cuenta de la impotencia del enemigo. Lo curioso es que ni los unos ni los otros se acuerdan hoy de los poemas heroicos de don José María Pemán para mayor gloria de la «causa nacional». Te lo puedo asegurar. Bien están los periódicos, los partes oficiales y oficiosos, las notas, las arengas, los discursos para darse tono y mentir; pero los poemas, los cuentos, las novelas —lo que, quieras o no, tiene que ver con la literatura— son otra cosa. Están escritos a cierta distancia: sabiendo lo que quieren aunque a veces parezca lo contrario. Aquí, ya nadie se acuerda de Pemán, tan desconocido como vosotros, aunque su nombre suene y resuene. No por eso deja de haber escrito el «gran poema heroico» de la guerra, de este lado vencedor. Nadie le lee hoy, pero no importa. Con echarle un vistazo bastará para dejar en buen lugar vuestra memoria. Dicen que es buena persona. Sí: de las que atiborran el infierno, en el que cree. ¡Qué posaderas para el porvenir! Dan hasta ganas de convertirse si me lo hicieran bueno.

Desvelo

Se puede estar solo sin desesperanza. El existencialismo —de Camus o de Sartre— era demasiado melodramático. El ser y la nada fue parecido a aquella disyuntiva romántica de los bandidos con trabuco: —La bolsa o la vida. El todo o la nada. El anarquismo del que decanta ese estoicismo no tiene por qué ser pesimista. El Nobel para Beckett. Bien. Tarde, porque después de Oh, les beaux jours!, ya no tuvo qué decir. Y debió de escribirlo en 1962 o 63. De eso, Malraux ha dicho cosas nuevas, aunque no lo parezcan, en sus Antimemorias, que no es un buen título, aunque tal vez no sea malo para la venta: llama la atención; pero malo por falso. Además nada tienen que ver uno con otro: a Beckett la política le tiene sin cuidado, y de allí su anarquismo; en Malraux es consubstancial con su inteligencia. Esa anarquía se podría considerar según el patrón antiguo, pasado de moda, casi como de derechas (no lo es): la del que acepta, heroico, lo que le toca y no se hace ilusiones; la del que halla signos en el titilar de las estrellas, por si acaso; en la literatura, porque es la única manera de expresar su olfato. ¿Para qué? Como cae de su propio peso: nadie lo sabe. Literatura de pobre, de hombre pobre, del pobre hombre sin esperanzas, literatura cerrada, hostil, manca manque et passe, en la que se confunden ferozmente los límites de las entendederas más peregrinas. Literatura para viudos inconsolables, literatura de medio luto, de alivio; y es chiste; triste pero empeñadamente dramática y empeñadamente limitada para seres limitados voluntariamente. Después de las raciones de absurdo político-literario a las que hemos estado sometidos este siglo —sin duda todos pero jamás tan bien enterados, tan rápidamente informados— temo mucho que esta literatura desengañada y desengañante pase pronto de moda. ¿Lo temo? No, de ninguna manera, tampoco me alegro porque —de hecho— es un aspecto normal de mi manera de ver y entender el mundo aunque no de expresarlo y temo que un día me lleguen a descubrir agazapado detrás, diciendo lo mismo, peor y descaradamente, y me dejen en cueros, lleno de vergüenza, irremediablemente perdido, tapándome las partes como pueda, transido de frío, en la llanura castellana, pía de campos de nieve. ¿Quién me traerá entonces una manta para taparme y alcanzar un remedo de calor mientras esperamos a que se haga de día?

Las obras de arte no serán nunca lo que fueron ni lo que serán. No quedan, varían o desaparecen. No sonríe la Gioconda a Leonardo como pudo hacerlo a Baudelaire o a Duchamp y Picabia, al alimón, y nadie sabe cómo salió don Quijote del caletre de Cervantes.

Sólo yo te quiero como ayer…

Al concurso de miss Europa, celebrado ayer en Londres, no han invitado a miss España sino a miss Gibraltar. No invento.

5 de noviembre

Regresé y me voy. En ningún momento tuve la sensación de formar parte de este nuevo país que ha usurpado su lugar al que estuvo aquí antes; no que le haya heredado. Hablo de hurto, no de robo. Estos españoles de hoy se quedaron con lo que aquí había, pero son otros. Entiéndaseme: claro que son otros, por el tiempo, pero no sólo por él; es eso y algo más: lo noto por lo que me separa de su manera de hablar y encararse con la vida. No es el progreso, no es el turismo sino algo más profundo. «Nos los han cambiado». No han variado, no los han alterado, los trocaron. ¿Veo molinos en vez de gigantes? No sólo el español es variable, lo sé; pero no hay camaleón que cambie así de colores; en treinta años vinieron a otro uso y cambiaron su natural inclinación; su cortesía fue cambiada por otra, casi todo tomó otro semblante. Sé que sería mucho más fácil decir que el trocado fui yo. Tampoco me cabe duda, pero por eso vuelvo a lo mío —así no lo sea—. Los años de emigración me han forjado una coraza que me permite —creo— juzgar con cierta imparcialidad. Y ni siquiera juzgo, doy cuenta. Dejemos aparte a los que «pueblan su vileza de ilustres genealogías», hablemos del «pueblo» y para muestra, como siempre, baste un botón: lo más revolucionario de hoy, aquí, es parte de la Iglesia. Al español a quien le predijeran eso hace treinta años, ¿de qué no se le hubiese tildado?

Porque lo terrible de Cataluña es que ya no hablan catalán —lo farfullan— y todavía no «pronuncian» el castellano (¿llegarán a hacerlo?) —escribirlo es otra cosa, como siempre—. Valencia no ha conquistado a la «gran» Cataluña. Y la gente, aquí, no hablando como antes, es otra y —ahora que vamos a tomar el avión de partida— lo que más ha variado en y a España. Los de la España «grande, única, sola» o como se diga (¡una, grande, libre!) asesinaron a la que conocí y —como en cualquier película— la reemplazaron por un doble que puede engañar a quien sea, menos a un lingüista. Quedan rescoldos, quedan bienes. Cela, ¡en Mallorca!, se pierde por lo perdido. Basta leer los periódicos —de aquí y de Madrid— y compararlos con los de antes —los de 1897 o 1932, pongamos por caso y al azar—. Vaya cualquiera a una hemeroteca y pida el tomo que sea del Diario de Barcelona o del Imparcial o de El Sol (de la última fecha, que antes no lo había) y compare con La Vanguardia o Arriba de ayer mismo; y muérase y resucite: es otro mundo: la lengua es más importante —aunque no quieran— que la economía para conocer un país.

Dejo constancia que en Madrid ya no se oyen piropos (las razones, creo, son económicas: los albañiles trabajan en el «interior» de las obras, los peones en el fondo de las zanjas, etc). Ya no hay casi tabernas —lo he repetido demasiadas veces— y en consecuencia (por influencia del régimen y la Iglesia cuando estaban a partir de un piñón) ya no se habla tan bien —es decir, mal— como antes. Los españoles se han vuelto atildados y mejor educados de lengua. La única campaña que dio resultado fue la iniciada contra la blasfemia. Rozagantes los moradores trasvasan una lengua anémica. Quizá es una explicación muy académica del resultado —inesperado— de la Cruzada.

—Sí, España no ha muerto: es otra. También es cierto que será otra. ¿Cuándo? Ni Dios lo sabe.

—No me andéis dando la razón por cortesía.

Protestan.

—No os hago caso. Si no por ella, por la inconsciencia que representa: tengo 66 años. Ellos, de 20 a 30. No han leído los libros de los mejores de mi generación ni de la anterior. Conste que su ignorancia no es mayor que la nuestra, si no referente a la generación de Ortega o de la del 98, sí a la de Galdós —Galdós, tal vez, aparte—. Las ideas políticas de los jóvenes son tan distintas como las nuestras frente a los que nos precedieron. No es particular. No nos dan importancia. Si me duele, seguramente les dolía igual a los mayores de nuestro tiempo. Palacio Valdés tenía su clientela. Unamuno, también. Hoy la perdieron, por lo menos don Miguel —que eso tiene la política—. La única diferencia es que nosotros no tuvimos clientela. Hicimos lo posible por cobrarla. Salimos con el rabo entre las piernas. ¿Quién es indispensable? ¿Bergamín? ¿Guillén? ¿Sender? ¡Bah! Los jóvenes leen lo de los jóvenes, como nosotros procuramos hacerlo. La única diferencia sería que los nacidos hacia 1900 tuviéramos más talento.

Callo. Espero.

—¿No protestáis? De piedra quedo. ¿O creéis que pueda ser verdad?

—Es más complejo —dice el crítico barbón, lo que le sitúa cerca de los veinticinco años—. No hay cosa en Europa que… De ahí el éxito de los americanos, del sur y del norte. En el norte hay que contar con los alemanes y los judíos. En el sur con la alfabetización; sin contar la tradicional ignorancia europea. Carpentier publicó su primera novela al mismo tiempo y en la misma editorial madrileña que Remarque —hablo de Sin novedad en el frente.

—No te sabía tan enterado.

—No hago más que repetir la lección que me diste hace mes y medio.

—Eso no quita para que los jóvenes escritores, recalco «escritores», no manifiesten ningún entusiasmo por nuestra reaparición.

—Ni el público tampoco —apunta el editor.

—Es normal. Leer es cosa de tiempo. De tenerlo. La mayoría de la gente puede, apenas, enterarse de lo que «trae» el periódico. Leen los críticos —en principio—. Leen los amigos del autor. Quedan las noches y los fines de semana. Antes había ricos ociosos que —queráis o no— formaban una clientela. Ahora se lee a trozos. De ahí el éxito de los libros que pueden empezarse lo mismo en la página uno que en la 200. Aquí los fines de semana todavía son muy movidos. Cuando sea como en Inglaterra o como los desean los franceses (pero ésos todavía tienen que acabar de pintar sus casas); entonces, sí, quizá se leerá más. Por hoy, pon tres mil ejemplares y date por satisfecho. ¿Te das cuenta? Tres mil igual a treinta millones. Un lector por diez mil personas. Eso, si llegas a agotar la edición en tres o cuatro años.

—Yo he publicado, años y años, mis libros a mil ejemplares, regalado doscientos y aún quedan.

—No presumas.

—Ni presumo ni dejo de hacerlo: lo siento. Ahora, eso sí, la gloria. Gratis.

—Mueren por ella.

—Para eso se inventó.

—¿Entonces?

—Estamos en mal tiempo: la edición, en español, se está convirtiendo en industria, mutación dolorosa y larga. No os dais cuenta de que toda generación —mejor dicho, hoy, de nuevo, cada individuo— va a lo suyo; que le es imposible abarcar lo que ignora, que tiene que juzgar con lo que sabe, a partir de lo que sabe. Y que si no logra más es porque no puede. Saber lo pasado, entender lo presente, adivinar el futuro es cada día más difícil y necesita gran inteligencia para acertar. ¿Quién resplandece hoy con ideas como no sean especialistas? ¿Quién entiende cabalmente? No seré yo.

—Pues presumes de entendido.

—Oyes mal. No es cuestión de entender sino de comprender.

—Muy sutil te pones.

—Es que confundís comprendre con comprender. Los galicismos deforman el entendimiento, por lo menos aquí.

—Comprender —totalmente— sólo Dios.

—¡Muy bien dicho, joven! ¿Qué estudias?

—Lingüística.

—¿No os decía…?

—Entonces, ¿te parece bien que el «éste qué se ha creído» que oíste y tanto te dolió, digas lo que digas…?

—Ni bien ni mal. Reconozco ahora la razón del hablanchín.

—Pronto cambiaste de parecer.

—No le hagas caso.

—Hacedme casa. Todos queréis ser jueces. Se rinde sentencia según el entender de cada quien.

—Antes, al entender se le adjetivaba «leal».

—Nadie lo niega.

—Ahora la lealtad tiene más que ver con la propia conveniencia.

—¿Cómo lo sabe?

—Adivino. No es cierto: no hago sino repetir y dar razón al joven poeta al que le preguntaron ayer qué pensaba de la reincorporación de los escritores del exilio y contestó: «A un cambio de actitud del régimen». Y remató airosamente: «Sin más trascendencia». Tiene razón. Desagradecido pero sincero.

—¿Y por qué desagradecido?

—No nos quedamos atrás para sacarle de la cárcel. De entonces acá ha aprendido.

—Es una lástima.

—Quién sabe.

Despedida agria de este grupo de jóvenes. Siento la marcha (mucho), por multitud de razones, entre otras por no poder seguir discutiendo con ellos. No andan torcidos sino errados. Creo. No solí mentir. Menos ahora: nos separan demasiadas cosas empezando por los años. La culpa, de todos. No somos bastante inteligentes para digerir los lustros; «traigo el seso en los calcañares» —dice no sé quién.

Me ha dolido tanto, que ni un solo día me he sentido suficientemente alejado de las piedras, el cielo o las personas para juzgarlos con buen humor. Nunca pude sentirme dueño de mí mismo como para darle paso a la ironía, como lo requería a gritos la realidad. Nadie juzgue por lo que asiento, demasiado de veras.

Viene Pepe a darme un abrazo de despedida.

—¿Entonces?

—Nada. Mientras el ejército esté con Franco nada. Pase lo que pase. Los que sueñan con los fines de la Dictadura de Primo de Rivera están en la luna. ¿Dónde Cuatro Vientos? ¿Dónde el Rey? ¿Dónde Galán? ¿Dónde nuestro partido de antaño? Hubo Besteiro, Prieto, Largo, Asúa. ¿Hoy quién? Pero, sobre todo, los traidores: Queipo, Cabanellas, y otros que no lo fueron. Lejanas nieves… Los obreros no son tontos. Carne de cañón, bueno; pero cuando tengan algunos de su parte.

—¿Lo crees posible?

—No. Hoy, no. Pero no soy —pese a mis mejores deseos— adivino ni alzo figuras astrológicas. ¿Volverás?

—Si puedo, sí.

Carmen y Luis Miguel nos llevan al aeropuerto. Allí, de pronto, inesperadamente, como el día de la llegada, fuerte, rozagante, alegre, los brazos en aspa: Gabo García Márquez.

—Nos vemos. Saluda a todos.

Macizo.

En el hall, R., el famoso historiador del arte, corto, sonriente, de buen peso, y su mujer, gran poeta; alemanes. Sorpresa, sentimiento, abrazos: se van. Cuentan cómo al pasar por Úbeda preguntaron al sacristán que les guiaba, en la iglesia, dónde y cómo murió San Juan de la Cruz.

El joven, sin titubeo, al instante, contesta:

—Lo fusilaron los rojos.

Inconcebiblemente, reímos.

Notas escritas en el avión, todavía sobre territorio español

No puedo ser pesimista porque de esta general ignorancia petulante saldrá siempre una minoría que se dé cuenta de lo que sucede en el mundo y escriba, aun en español, poemas como los mejores nacidos en otros idiomas. La inteligencia no tiene remedio.

España está mal. Ya se le pasará. No hay razón en contra, ni en pro; pero si basta para la Historia, para mí, no.

¿Quién dijo que ya no había Pirineos? ¡Qué vuele de día, de Francia a España, o al revés, y conteste! De noche, claro, es otra cosa.