20
Un contenedor entero de bótox
Sonó la alarma. Desorientada, Andy se dio la vuelta para echar un vistazo a su reloj y a punto estuvo de caerse de la cama: ¡las once! ¿Cómo podían ser ya las once?
—Relájate —le dijo Max mientras le apoyaba una mano cálida en el brazo desnudo—. No llegamos tarde. Tenemos mucho tiempo.
—¿Tarde?, ¿adónde?
—Te digo que no llegamos tarde.
—Pero… ¿adónde vamos? ¿Dónde está Clementine?
Max se echó a reír. Estaba completamente vestido, con camisa y vaqueros, y leía en su iPad tumbado sobre las mantas.
—Clem está durmiendo, pero no creo que tarde en despertarse. Llevas no sé cuántas horas durmiendo como un tronco. Y tu grupo de mamis nos espera para un almuerzo-comida en un lugar que aún no me has revelado. ¿Te suena algo de todo eso?
Andy dejó escapar un gemido y los recuerdos de la noche anterior regresaron de golpe.
¿En serio la había amenazado Miranda Priestly? Lo del grupo de mamis era genial, pero levantarse, despertar a Clem y vestirse para ir a un almuerzo-comida en la otra punta de la ciudad le apetecía tanto en ese momento como hacerle una visita al ginecólogo.
—Por desgracia, sí. El almuerzo-comida con los maridos. Llevamos tres meses y pico desvelando los detalles más íntimos de nuestras vidas y de las vuestras. Es hora de ir conociendo a los sujetos de nuestro análisis colectivo.
—Suena aterrador. ¿Y dices que empieza a las doce y media?
Andy asintió. Estaba a punto de hablarle a Max sobre la cena con Miranda cuando le sonó el teléfono.
—Tengo que contestar —dijo él saliendo de la habitación.
Andy se quitó el camisón y se desperezó bajo las mantas. Las sábanas, en contacto con la piel desnuda, tenían un roce sedoso y fresco. Durante un par de minutos consiguió apartar de la mente la imagen de Miranda Priestly que la asaltaba una y otra vez. Aunque en la cama se estaba muy bien, la ducha le sentó aún mejor y le proporcionó unos cuantos minutos más de calma. Como le sucedía por lo menos una vez al día, le maravilló que la excelente presión del agua del edificio y las reservas al parecer inagotables de agua caliente consiguieran restar importancia a casi todos los otros inconvenientes de la vida en la ciudad, como la suciedad, la falta de espacio, las multitudes, el alto coste de la vida y otros problemas en general.
Salió de la ducha y se secó con una toalla. Max apareció en el cuarto de baño y rodeó por detrás el cuerpo cálido y desnudo de su mujer. Le apoyó la cara en la nuca y cogió aire con fuerza.
—Anoche me moría de ganas de despertarte —le dijo con voz ronca.
—¿Y por qué no lo hiciste? —murmuró ella.
No quiso admitir que había sentido más alivio que decepción al llegar a casa y descubrir que Max aún no había regresado de su cena con un cliente, porque no habría tenido fuerzas para nada.
—Porque llevas dos semanas de locos y te hacía falta dormir —dijo él mientras aclaraba su cuchilla de afeitar bajo el agua caliente—. Bueno, ¿cómo fue?
Andy se dirigió a su armario y cogió lo primero que vio. Llevó la ropa al cuarto de baño y empezó a vestirse.
—Fue… interesante.
Max arqueó las cejas y la miró a través del espejo.
—¿No me vas a dar más detalles?
—Miranda hizo un auténtico esfuerzo sobrehumano por mostrarse encantadora. Resulta casi halagador lo mucho que desea hacerse con The Plunge, pero no tardó en convertirse en el ser inhumano de siempre.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que ni siquiera se molestó en disimular sus planes de controlar por completo la revista y todo lo que tenga que ver con ella. Admito que me sorprendió su descaro en ese sentido.
Algo en la expresión de Max la irritó.
—¿Qué? —le preguntó.
Su marido parecía decidido a no mantener contacto visual con ella. Se estudió minuciosamente los pelos de la mejilla y luego se encogió de hombros.
—Nada. No he dicho nada.
—Ya, pero esa mirada significa algo, ¿no? —le preguntó Andy.
Él dejó la cuchilla y se volvió para mirarla.
—Andy, ya sé que piensas que en realidad no entiendo lo duro que te resultó trabajar para Miranda y, si he de serte sincero, probablemente no lo entiendo. Nadie lo entiende. Pero… ¿no crees que podrías dejar eso atrás y tomar la decisión correcta?
De repente, Andy sintió vergüenza por estar desnuda de cintura hacia arriba y cogió un albornoz.
—Lo único que digo —prosiguió él— es que dudo que Miranda pretenda arruinaros la vida, ¿no?
Lo observó fijamente.
—Eso ya lo sé. Y no es así como trabaja Miranda. El hecho de que arruine la vida a las personas es una consecuencia involuntaria, aunque no estoy convencida de que eso mejore las cosas.
—Tú sabes defenderte de los bravucones, Andy. Y, en el fondo, Miranda no es más que eso: la típica bravucona de patio de colegio.
—Sólo alguien que no ha trabajado jamás para ella podría decir algo así —afirmó en el tono más suave que fue capaz de adoptar, a pesar de la rabia que sentía.
En parte, Andy quería dejar esa conversación, pero se daba cuenta de que a lo largo de los años se había esforzado tanto por borrar a Miranda de su vida, que en realidad nunca se la había descrito adecuadamente a Max. Él sabía que Miranda era una persona seca, muy dada a llevar la contraria y que tenía un «carácter difícil». Conocía su fama de jefa exigente y dura. Había coincidido con ella en bastantes ocasiones a lo largo de los años como para poder comprobar de primera mano lo brusca y distante que podía llegar a ser. Más que distante, en realidad, pues Max la había descrito como «antipática» cuando su madre, Barbara, se la había presentado. No obstante, por algún motivo —o tal vez porque Andy no soportaba hablar de ello—, Max no parecía comprender a la auténtica Miranda. La Miranda diabólica, repugnante e incluso sádica que hasta ese día acosaba a su esposa.
Ella cogió aire con fuerza y se sentó en el borde de la bañera.
—No es una bravucona y ya está, Max. Tienes razón, si fuera sólo eso podría enfrentarme a ella. Es mucho peor, tanto que me cuesta hacerle frente. Está absolutamente centrada en su propio interés, lo que excluye todo lo demás y a todos los demás. Sus asistentes, sus editores, sus teóricos amigos, porque dudo que tenga amigos de verdad, sólo conocidos de los cuales necesita o quiere algo… Todas esas personas, decía, no son más que jugadores en el videojuego a tiempo real que es la vida de Miranda y cuyo único objetivo es garantizar que ella gane. Cueste lo que cueste. Si alguien llega tarde a una comida con Miranda Priestly, da igual que ese alguien sea un diseñador, que sea Irv Ravitz o el director de la versión italiana de Runway…, vale, no se pondrá a chillar, ni a reñir ni a dar sermones sobre el respeto y la buena educación. Lo que hará es pedir justo en el momento en que considere que debe pedir, haya llegado o no la otra persona. Luego comerá y se marchará. ¿Le importa que el hijo de la otra persona se haya puesto enfermo, o que la otra persona haya tenido un accidente con el taxi? No, no le importa lo más mínimo. ¿Le importa que la otra persona aún esté comiéndose la sopa mientras ella ya está llamando a su chófer para que la recoja? No, en absoluto. Porque la otra persona no le importa en lo más mínimo, su radar ni siquiera la detecta como alguien que tiene sentimientos o necesidades. Miranda no sigue las mismas reglas sociales que tú o que yo. Ya hace mucho que entendió que el camino más rápido de conseguir lo que quiere pasa a menudo por humillar, criticar, denigrar o intimidar a otras personas para que hagan lo que ella quiere. Y en las raras ocasiones en que eso no le funciona, como, por ejemplo, que nosotras hayamos rechazado venderle The Plunge, pone en marcha de inmediato una arrolladora ofensiva de simpatía: regalos extravagantes, atentas llamadas telefónicas, codiciadas invitaciones… Y eso, claro está, no es más que otra forma de manipular a los jugadores de su gigantesco videojuego.
Max dejó la cuchilla y se dio unos golpecitos en la cara con una toalla de mano.
—Cuando la describes así, parece una sociópata.
—Yo no soy psiquiatra, pero te aseguro que Miranda es así de espantosa.
Él la envolvió en un abrazo, la besó en la mejilla y dijo:
—Comprendo lo que dices. La verdad es que parece bastante espantosa, sí. Y no soporto la idea de que alguien te haga infeliz. Pero me gustaría que tuvieras visión de conjunto, Andy, hay mucho…
Los berridos de Clementine lo interrumpieron a media frase.
—Ya voy yo —dijo ella.
Dejó caer el albornoz al suelo y se puso el sujetador y el jersey. Max no parecía haber entendido gran cosa, por lo que Andy sintió alivio al tener una excusa para cambiar de tema.
Media hora más tarde, habían conseguido milagrosamente llegar al apartamento de Stacy en la calle Doce con la Quinta Avenida. Entre la cena con Miranda la noche anterior y la incapacidad de Max para entenderla esa mañana, Andy se sintió como si le fuera a estallar la cabeza. ¿Cómo iba a sobrevivir a un encuentro social durante las dos próximas dos horas?
—A ver, dime otra vez con quién hemos quedado —dijo él mientras esperaban a que el conserje los dejara pasar.
—Stacy es una de las mamis del grupo. Su marido se llama Mark, pero no me acuerdo de qué trabaja. Su hija se llama Sylvie y es unas semanas más pequeña que Clementine. Es todo lo que sé.
El conserje uniformado les indicó el ascensor, en el cual subieron hasta el ático, donde una doncella con sobrepeso y zuecos ortopédicos los recibió en la puerta, aparcó el cochecito de Clementine en un gigantesco recibidor y luego los acompañó al salón. La pareja intercambió una mirada mientras seguía a la mujer, que los abandonó en un elegante comedor por el cual pululaban unas cuantas personas. Andy no se fijó en nada, absolutamente en nada que no fuera la cristalera, de más de siete metros de altura, que ocupaba tres de los cuatro lados de la estancia y ofrecía las vistas más espectaculares del Bajo Manhattan que había visto en toda su vida. Sus nuevas amigas se estaban saludando y presentando a sus maridos, mientras aparcaban a sus bebés en diversos balancines y hamaquitas, pero Andy no pudo concentrarse en nada que no fuera el apartamento. Después de mirar de reojo a Max, se dio cuenta de que él también estaba fascinado.
Las claraboyas del altísimo techo, combinadas con la espectacular cristalera, hacían que la estancia pareciera flotar en el aire. A su izquierda se encontraba una chimenea de piedra bruñida, del tamaño de una fachada pequeña; sobre el elegante fuego de gas, una descomunal pantalla plana que colgaba de la inmensa pared de piedra gris reflejaba tanto el fuego como el sol otoñal, lo que otorgaba a la sala entera un aura casi espectral de hermosa luz blanca. Los sofás bajos, muy modernos, estaban tapizados en una elegante mezcla de tonos grises y marfil, lo mismo que el rincón de lectura con estanterías de obra. La mesilla baja de café, de tosca madera reciclada, hacía juego con la mesa de comedor situada a un lado. La mesa, por su parte, tenía capacidad para al menos dieciséis personas y estaba flanqueada por preciosas sillas de alto respaldo cromado y asiento tapizado en piel de color marfil. El único toque de color de la habitación procedía de una gruesa alfombra, escandalosamente lujosa, confeccionada en tonos azul cobalto, rojo y violeta, y lo que parecía una araña de luz soplada a mano que descendía un piso entero desde el techo, repleta de bombillas de todas las formas posibles —óvalos, siluetas retorcidas, espirales y tubos—, resplandecía cual explosión de azul locura. Hasta el perro, un spaniel del rey Carlos en cuyo collar de piel podía leerse Harley, se reclinaba en una minúscula chaise longue estilo años cincuenta, con patas cromadas y mullida tapicería de cuero.
—Caray —murmuró Andy, al tiempo que trataba de no quedarse boquiabierta—. Esto no es exactamente lo que me esperaba.
—Es de escándalo —dijo Max al tiempo que le ponía un brazo sobre los hombros—. No se puede ni comparar con la guarida de los Harrison —le susurró al oído—. Pero increíble, de todas formas. Es la clase de apartamento que tendremos algún día, cuando mi esposa se convierta en una magnate de los medios.
Lo dijo en tono de broma, pero aun así Andy se estremeció.
—¡Andy! ¿Qué queréis tomar, chicos? Ah, tú debes de ser Max. Es todo un placer conocerte —dijo Stacy.
Se les acercó como si se deslizara, muy estilo Runway, con su precioso poncho de cachemira, sus tacones altos, su alisado perfecto y su maquillaje impecable. Adiós a los leggings y a las sudaderas con capucha, la piel reseca y el pelo sin lavar que Andy estaba acostumbrada a ver en las sesiones del grupo. La transformación era de dimensiones épicas.
—Hola —dijo ella tratando de no quedarse embobada—. Tienes un apartamento precioso. Y tú estás fantástica.
Stacy le restó importancia al comentario con un gesto de la mano.
—Eres un encanto. ¿Os traigo algo de beber, chicos? ¿Un mimosa? Max, a lo mejor tú prefieres un bloody mary. Nuestra ama de llaves prepara unos bloody marys increíbles.
Stacy besó a Clem en la frente y desapareció para pedir las bebidas. Al ver que las otras madres también lo hacían, Andy dejó a Clem en el círculo de bebés tumbados sobre la alfombra de diseño.
—A mí no me parece muy buena idea —murmuró mientras dejaba un babero debajo de la cabecita de su bebé.
—Qué me vas a contar —dijo Bethany—. Micah ya ha vomitado sobre la alfombra. Puré de espinacas, además. Y he oído por ahí que a Tucker se le ha salido la caca del pañal justo encima de esa franja de color de ahí.
—A lo mejor tendría que tapar la alfombra con una manta o algo así…
Bethany se encogió de hombros.
—No creo que le importe. Cuando pasa algo, enseguida viene alguien vestido de uniforme a limpiar, o a traer más comida y bebida. No exagero, tienen una flota de empleados.
—¿Tú te lo imaginabas? —preguntó Andy en un tono lo más bajo posible.
Theo rodó hasta quedar tumbado boca abajo y Andy le dio una palmadita en la espalda. De reojo vio a otra mujer, también uniformada pero con un traje distinto del de la doncella que les había abierto la puerta. La mujer le ofreció un bloody mary a Max, tan lleno, tan rojo y tan apetitoso que era digno de aparecer en una revista. Él lo aceptó educadamente, pero Andy sabía que acabaría buscando un sitio para dejarlo, intacto. Tomó nota mental de llevarle cuanto antes un vaso de zumo de naranja.
—Ni idea. Stacy parecía más una vagabunda que una millonaria. Aunque lo cierto es que en nuestro grupo todas parecemos unas vagabundas.
En cuestión de minutos, ya estaba reunido todo el grupo de madres primerizas y todo el mundo charlaba animadamente mientras los bebés jugaban en el suelo. En casi todos los casos, los maridos eran exactamente como Andy esperaba, es decir, bastante parecidos al suyo: de treinta y pocos años; vestidos con la camisa por fuera o sudadera de capucha encima de una camiseta y vaqueros firmados por algún diseñador que sus esposas les habían comprado, por mucho que ellos hubieran protestado y argumentado que sus Levi’s de la universidad no tenían nada de malo; pelo muy corto; reloj caro, y expresión que denotaba claramente que habrían preferido estar leyendo el periódico, viendo un partido de fútbol, haciendo ejercicio en el gimnasio o descansando en el sofá…, cualquier cosa antes que estar pululando por una habitación repleta de desconocidos mientras sus bebés berreaban y sus esposas debatían animadamente acerca del mejor momento para introducir los purés.
Sólo unos pocos de los presentes sorprendían de verdad. El marido de Stacy, Mark, era por lo menos quince años mayor que ella: tenía el pelo cano y llevaba unas gafas de montura metálica que le daban un aire distinguido y más adulto que los demás, pero la alegría que demostraba al jugar con su hija Sylvie y la calidez con que saludaba a todos y cada uno de los presentes hicieron que a Andy le cayera bien de inmediato. Los padres de Lola, pediatras los dos, aparecieron en público por primera vez: se los veía extremadamente incómodos, para ser dos personas que pasaban más de doce horas al día entre niños. Llevaban pantalones de vestir negros, a juego, y camisas azules almidonadas, como si estuvieran a punto de ponerse batas blancas en cualquier momento y empezar las rondas de visitas. Lola se retorcía cada vez que su madre la cogía en brazos, mientras que el padre parecía nervioso, poco interesado y más preocupado que los otros maridos por consultar su teléfono constantemente. Ambos parecían ansiosos por marcharse de aquella extraña reunión, en la cual no conocían a nadie pero todo el mundo conocía a su hija.
También llamaba la atención el marido de Anita, Dean, una especie de roquero de veintipocos años que llevaba la cartera sujeta con una cadena, zapatillas de deporte altas tipo skater y bigotillo encerado. Era un tipo alegre y extrovertido y no parecía tímido en absoluto, lo cual producía un inesperado contraste con su esposa, siempre tan poquita cosa, tan tímida y tan callada. Andy se sorprendió cuando Dean sacó una guitarra de su estuche, se sentó entre los bebés y empezó a interpretar versiones rock de Twinkle-Twinkle Little Star y The Itsy-Bitsy Spider. Más aún, creyó que iba a desmayarse cuando Anita se puso a hacer los coros y el acompañamiento musical con una pandereta, unos platillos y unas maracas que parecían muy profesionales. Los bebés que sabían aplaudir lo hicieron, encantados, mientras los otros gritaban o chillaban. Al menos una docena de papis y mamis sacaron su iPhone para grabar aquella improvisada actuación, mientras algunas madres se ponían a bailar.
—¿Lo ves? —le dijo Andy a su marido al tiempo que le clavaba un dedo en el hombro—. Sólo te llevo a los mejores sitios.
Max estaba contemplando fijamente su teléfono, tratando de filmar más de cerca el momento en que Clementine agitaba una maraca.
—Ya lo veo, ya. Tendrían que cobrar por esto.
En ese momento sonó el timbre y al instante apareció una doncella que le comunicó a Stacy que habían llegado más invitados.
Rachel echó un vistazo a su alrededor y contó a los presentes.
—Pero si ya estamos todos. ¿Quién más viene?
—A lo mejor son otros amigos suyos —sugirió Sandrine.
—Ay, madre, no habréis invitado a Lori, ¿verdad? —exclamó Bethany—. Como vea esa guitarra, se pondrá de inmediato a formar un círculo de amistad. No podré soportar una sesión de coaching de vida en sábado.
Stacy se echó a reír, mientras todos los maridos parecían confusos al principio y desinteresados después.
—No, son Sophie y Xander —dijo al tiempo que se volvía hacia los pediatras para que lo confirmaran—. Habéis dicho que se pasarían un momento, ¿no?
La madre asintió.
—Sophie se siente muy unida a todas vosotras, porque os ve todas las semanas y eso… Así que me dijo que quería pasar a saludar. Espero que no os importe.
Hubo algo, en la forma en que había hablado aquella mujer, que obligó a Andy a compadecerla. Desde luego, no tenía que ser nada fácil cumplir con los exigentes horarios de un médico teniendo un bebé tan pequeño y, por muy importante que fuera para aquella mujer su trabajo, sin duda no debía de resultarle divertido ver a su cuñada y a la niña tan encariñadas, dejar que la llevara a las sesiones del grupo, que jugara con ella antes de la siesta y que la viera disfrutar con sus juguetes y hamaquitas. Andy se prometió hacer un esfuerzo con ella, presentarse e invitarla a tomar un café algún día.
Como de costumbre, Sophie estaba guapísima. Su larga y espesa melena resplandeció cuando saludó con la mano a todo el mundo, mientras una sonrisa le iluminaba las encantadoras mejillas, enrojecidas por el viento.
—Bueno, ya tenía ganas de conocer al novio —dijo Rachel entre dientes.
Andy asintió.
—Y yo. Tengo mucha curiosidad. Aunque lo mejor habría sido traer al nuevo. ¿Cómo se llama?
—Tomás —susurró alguien, con un exagerado acento—. Tomás, el artista sexy.
—¡¿Dónde está tu novio?! —gritó Bethany, que no sabía lo que era la timidez, desde el brazo del sofá en el que estaba sentada.
—Ah, está hablando por teléfono. Enseguida sube. Tiene muchas ganas de conoceros a todas —dijo Sophie con una risa que parecía forzada.
La chica tenía un aire preocupado: sin duda, el novio había insistido en acompañarla y, lógicamente, ella se sentía incómoda después de todo lo que había contado durante los dos últimos meses. La aventurilla con Tomás había subido de tono y se enrollaban apasionadamente. No se habían visto aún desnudos ni habían «consumado nada», en palabras de la propia Sophie, por lo que ésta trataba de convencerse a sí misma y a todas las demás de que, técnicamente, no había hecho nada malo. Pero estaba muy claro, por su mirada distante y por la forma angustiosa en que se retorcía los dedos, que Sophie se estaba enamorando de su encantador alumno del curso de fotografía, de modo que la atormentaban la culpa, el miedo y la incertidumbre sobre lo que debía hacer con su actual novio. El grupo de mamis primerizas se había convertido en una especie de lugar seguro para ella, en un espacio repleto de confidentes que no tenían absolutamente nada que ver con su vida, por lo que se sentía libre para divulgar detalles que ni siquiera se había atrevido a contarles a sus amigas. Así pues, Andy imaginó que debía de estar histérica ante la perspectiva de que esos dos mundos se encontraran. Sintió deseos de acercarse a ella para tranquilizarla, para decirle: «No te preocupes, tu secreto está a salvo con nosotras; nadie le va a decir ni mu a tu novio».
La atmósfera de la habitación cambió de repente, pero Andy se distrajo momentáneamente con Clementine, que había empezado a llorar en un tono tan imperioso como histérico. Le dio un vuelco el corazón, cogió de inmediato en brazos a su hija y la miró de arriba abajo: la cara, las manos regordetas y la cabeza cubierta de pelusa, en busca de alguna herida o causa potencial de dolor. Al no encontrar nada, enterró el rostro en el cuello de Clementine, le cantó al oído y la meció suavemente, apoyada en el hombro. El llanto de Clem se fue apagando mientras ella repasaba mentalmente la lista materna: hambre, cansancio, pañal mojado, calor, cólicos, dolor por los dientes, sobreexcitación, miedo o soledad. Estaba a punto de preguntarle a Stacy si podía irse con Clem a una habitación más tranquila para calmarla cuando notó el aliento de Max junto al oído.
—¿Ése no es tu Alex? —le preguntó al tiempo que le apoyaba una mano en el hombro.
Andy tardó por lo menos veinte o treinta segundos en procesar lo que Max le estaba preguntando. «Su Alex» no podía ser nadie más que Alex Fineman y, si bien eso lo había asimilado, no conseguía entender por qué Max sacaba el tema en ese momento.
—¿Mi Alex? —preguntó, perpleja.
Su marido la obligó, físicamente, a volverse hacia el vestíbulo, donde se estaba quitando el abrigo y la bufanda un hombre que en ese momento le daba la espalda. Le bastó un segundo para fijarse en el pelo oscuro del desconocido, en sus zapatillas New Balance de color gris y en sus gestos mientras bromeaba con la doncella para saber sin el menor rastro de duda que aquel hombre era, efectivamente, «su Alex».
En apenas un segundo, todo se evaporó: Clementine, Max, Stacy y el grupo al completo, con todos los bebés que armaban jaleo y todos los padres que charlaban. El campo visual de Andy se estrechó hasta centrarse en Alex y sólo en Alex y, aun así, no consiguió encontrar un solo motivo plausible que justificara su presencia en el almuerzo-comida del grupo de madres primerizas.
—¡Xander! —exclamó Sophie en un tono sorprendente, muy poco habitual en ella—. Ven, cariño, quiero presentarte a mis nuevas amigas.
«Xander.» Aquella palabra la arrolló como si de un camión se tratase. Conocía a Alex desde hacía más de una década y en todo ese tiempo nadie —ni ella, ni los amigos de la universidad, ni la madre ni el hermano de Alex, nadie— lo había llamado por otro nombre que no fuera Alex. Ni siquiera Alexander. ¿Xander? Le sonaba ridículo sólo de oírlo.
Y, sin embargo, allí estaba, justo delante de ellos, besando en los labios a su guapísima novia, tan joven, y ofreciendo al resto de los presentes aquella sonrisa pícara que desarmaba a cualquiera. Aún no había visto a Andy, aún no había visto a nadie excepto a Sophie, a Stacy y a Mark. Andy agradeció mentalmente esos pocos segundos de que disponía para recobrar la compostura.
—Ése es Alex, ¿no? —preguntó Max mientras cogía a Clementine, que se retorcía en los brazos de Andy—. Parece que hayas visto a un muerto.
—Es que no me había dado cuenta de que, cuando Sophie nos hablaba de su novio, estaba hablando de él —susurró Andy con la esperanza de que nadie los oyera—. Ay, Señor.
—¿Qué?
—Ay, Señor.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras bien?
«Xander. Novio desde hace años. Lo quiero pero. Las cosas han cambiado. Parece que lo aburro. Piensa que soy un mueble. Acabamos de irnos a vivir juntos. Recién llegado a Nueva York. Tomás. Mi alumno. Mucho más joven. Coqueteo inocente. Nos enrollamos apasionadamente. Nos lo montamos. Creo que me estoy colgando de él…»
Andy no sabía por qué había tardado en encajar todas las piezas, pero una vez completo el rompecabezas, tuvo la sensación de que le costaba respirar. No le quedó tiempo para asimilar la situación, ni para considerar todas las repercusiones ni para organizar una videoconferencia con Emily y Lily a la vez y ofrecerles hasta el más sórdido detalle…, pues un instante más tarde Alex ya estaba a su lado.
—¡Y ésta es mi amiga Andy! —dijo Sophie en un tono agudo, eufórico—. Y éste es su marido. Perdona, creo que no recuerdo…
—Éste es mi marido, Max —dijo Andy.
Sintió alivio al comprobar que su voz sonaba tan firme y normal como de costumbre, a pesar de que tenía ganas de vomitar. Pensó fugazmente que ésa era la segunda vez que Max y Alex se veían —la primera había tenido lugar años antes, cuando habían compartido aquella incómoda conversación en Whole Foods—, pero en realidad no llegó a registrar la información.
—Éste es Xander, mi novio. Ya le he dicho que se iba a aburrir, pero no ha querido quedarse en casa solo.
—¿En serio, tío? Pues eso es lo que me habría gustado hacer a mí —dijo Max al tiempo que le daba una palmada en la espalda—. Me alegro de verte.
—Lo mismo digo —respondió Alex, que parecía tan perplejo como la propia Andy.
—¿Ya os conocéis? —preguntó Sophie con el ceño fruncido en un gesto de preocupación.
«Si supieras toda la historia —pensó Andy—, necesitarías un contenedor entero de bótox para eliminar ese ceño.»
Confiaba en que su marido mintiera y se inventara alguna historia sobre el trabajo o una fiesta de hacía mil años, así que casi le dio un ataque cuando lo oyó decir:
—Pues sí. Aquí el amigo Alex salía con mi mujer.
Sophie se quedó boquiabierta y ella supo exactamente lo que estaba pensando y cómo se sentía. Sin duda estaba repasando mentalmente la lista de explícitos detalles que había revelado en la última sesión del grupo de madres primerizas, ninguno de los cuales era apto para oídos de alguien que conociera a su novio, a quien estaba poniendo los cuernos. Observó cómo la expresión de sorpresa de la chica se transformaba en otra de pánico.
Sophie volvió la cabeza de Alex a Andy.
—¿Salíais juntos?
Ellos se limitaron a asentir, pero Max se lo estaba pasando en grande. Se echó a reír y subió a Clementine por encima de su cabeza para luego bajarla, darle un besito en la nariz y volverla a subir. La niña no dejaba de reír.
—Bueno, no creo que «salir» sea la palabra exacta. Estuvieron juntos seis años. Durante toda la universidad. ¿Te lo puedes creer? Tengo suerte de que no acabaran casándose.
—¿Tú eres Andy? ¿Andy, Andy? ¿La Andy de Brown? ¿La Andy exnovia? Ay, Señor… —dijo Sophie, tapándose la boca con una mano.
—Ahora todo el mundo me llama Andrea, que tiene un aire más profesional —repuso ella, pero dejó que se le fuera apagando la voz.
¿Qué más podía decir? No sabía si preocuparse o sentirse halagada por el hecho de que Alex le hubiera hablado tanto de ella a Sophie. ¿Qué le había contado exactamente y con cuánto detalle? Pensó en su ruptura, que había sido una decisión unilateral de Alex; en el día que le había comunicado que se iba a Mississippi sin ella; en lo mucho que se quejaba Alex porque ella siempre le daba prioridad al trabajo y no a él; en las peleas, que habían empezado prácticamente cuando ella había entrado en Runway. En las discusiones, el rencor, el resentimiento, el descuido y la consiguiente ausencia de sexo y cariño. ¿Le había contado todo eso?
—Vaya, ya veo que no sabíais que teníais un…, eh, que conocíais a alguien en común —dijo Alex con una expresión tan incómoda como la de ella.
—Pues no, la verdad es que no —respondió su novia, cuya euforia anterior se había esfumado por completo.
—¿Y cómo íbamos a saberlo? —intervino Andy en un tono lo más casual posible—. Yo siempre lo he conocido como Alex y, vale, sabía que tenía novia, pero no sabía su nombre.
—Y yo no sabía que la famosa Andy tenía un bebé —replicó Sophie, aunque Andy no había pronunciado su comentario como si fuera una indirecta. La chica se volvió hacia Alex y lo fulminó con la mirada—: No me habías contado que Andy estaba casada, y menos aún que tuviera una hija.
—Y hablando de dicha hija —dijo Alex. Se tiró del cuello de la camisa, que no parecía apretarle en lo más mínimo, y señaló con un gesto a Clementine—. Aún no he tenido ocasión de conocer a tu niña.
Max, que todavía tenía en brazos a la pequeña, le dio la vuelta de forma que quedara mirando hacia los demás. Justo en ese momento, la niña ofreció una amplia sonrisa desdentada.
—Ésta es Clementine Rose Harrison. Clem, tengo el placer de presentarte a nuestros amigos Sophie y… Xander.
—Es guapísima —musitó Alex.
Su sinceridad hizo aún más incómoda una situación ya de por sí imposible.
—Es una monada —asintió Sophie, mientras echaba un vistazo a su alrededor en busca de una vía de escape—. Aún no he saludado a mi hermano ni a Lola. ¿Me disculpáis?
Y antes de que ninguno de los tres tuviera tiempo de responder, ya se había marchado.
—Bueno, ha sido todo muy raro —dijo Max con una mirada maliciosa—. Espero no haber dicho nada inconveniente.
—Pues claro que no —respondió Andy, que sabía exactamente lo que estaba haciendo Max.
—Creo que sólo se ha llevado una sorpresa al relacionarnos —intervino Alex, sin mucha convicción.
Anita y su marido roquero reanudaron el concierto para bebés sobre la alfombra, mientras una doncella anunciaba que se estaba sirviendo el almuerzo en el comedor.
—Bueno, os dejo que os pongáis al día —dijo Max, colocándose a Clem de nuevo sobre el hombro—. Esta pequeñaja quiere volver al concierto, ¿verdad, preciosa?
Se produjo un momento de silencio después de que Max se alejara. Alex bajó la mirada hacia los pies, mientras Andy se retorcía con gesto nervioso un mechón de pelo. Una única palabra le daba vueltas en la mente: «Díselo, díselo, díselo».
—Es guapísima, Andy.
Durante una fracción de segundo, ella creyó que estaba hablando de Sophie.
—¿Clem? Gracias. Sí, nos la quedamos.
Él se echó a reír y ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. La carcajada de Alex sonaba tan natural, tan poco cohibida…
—Es raro que Soph y tú os conozcáis, ¿no? Siempre me hablaba de ese grupo de mamás al que llevaba a Lola y…, bueno, supongo que no era exactamente lo que ella esperaba. En fin, no lo relacioné.
—Ni yo. ¿Cómo íbamos a relacionarlo? Debe de haber miles de grupos de madres primerizas en Manhattan, no existía motivo alguno para pensar que pudiéramos estar en el mismo. Sobre todo porque Sophie ni siquiera es mamá…
Andy se dio cuenta de que aquella última parte sonaba agresiva, o acusatoria o demasiado directa, o probablemente las tres cosas a la vez.
—Eso no se lo digas —rió él—. Se le olvida todo el rato que sólo es la tía de Lola. Y no habla más que de bebés… Si sigue así, no tardará en ser madre también ella.
En esa ocasión fue Andy quien se quedó mirando al suelo. De pronto, le habría gustado desesperadamente estar en cualquier otro lugar menos allí.
—Lo siento —dijo Alex al tiempo que le apoyaba una mano en el hombro—. ¿Te ha sonado raro? ¿He hablado demasiado? Es que todo esto es tan nuevo para mí…
Ella le quitó importancia al asunto con un gesto.
—Ahora somos adultos. Hacía años que no manteníamos el contacto, es normal que cada uno haya hecho su vida.
La música cesó de repente y las últimas palabras de Andy resonaron en la estancia, aunque sólo Sophie y Max se volvieron para mirar.
—Creo que voy a comer algo —dijo Andy.
—Buena idea. Yo me marcho. Sólo he pasado un momento a conocer a todo el mundo, pero tengo, eh…, cosas que hacer.
Ambos asintieron, aceptando así la excusa de Alex, y se besaron remilgadamente en la mejilla. Andy consiguió mantener la boca cerrada: si apenas podían hablar, sin sentirse extremadamente incómodos, acerca del hecho de que ella tuviera una hija, ¿cómo diablos iba ella a anunciarle gentilmente que su novia le estaba poniendo los cuernos con un alumno de su curso de fotografía?
Se fue derechita al comedor y se distrajo momentáneamente por el formidable despliegue de comida. Aquel «almuerzo-comida» no tenía nada que envidiar a un banquete de boda en el Ritz-Carlton, incluida la escultura de hielo en forma de rana. Había bandejas de plata sobre quemadores de gas en las que se ofrecían huevos revueltos, beicon, patatas fritas, crepes y gofres. Andy vio por lo menos media docena de clases de cereales, además de jarras de cristal rebosantes de leche desnatada, leche de soja y leche entera, más una fuente de fruta que incluía rodajas de sandía, racimos de uva, plátanos, kiwis, piña, pomelos cortados por la mitad, cerezas, melón troceado y frutos del bosque. A un lado se encontraba el bufet de los bebés, repleto de minúsculos platitos de fruta cortada en trozos pequeños, yogures adaptados de todos los gustos imaginables con cucharillas a juego, paquetes de galletas Baby Mum-Mum y varios tazones de cereales orgánicos Puffs. A la izquierda, en una mesa aparte, un camarero preparaba mimosas, bloody marys y bellinis con néctar fresco de melocotón. Una mujer uniformada le ofreció a Andy un plato con un juego de cubiertos de plata, mientras otro empleado le preguntaba si deseaba pedirle al chef una tortilla francesa o una frittata. Fue entonces cuando Andy comprendió que los anfitriones habían encargado a un servicio de catering el informal almuerzo-comida para conocer a los padres.
—Caray, qué pasada —dijo Max mientras se acercaba a su esposa y echaba un vistazo a la comida—. Podríamos acostumbrarnos a vivir así, ¿no crees?
Andy decidió ignorar la segunda parte de su comentario.
—Vale la pena perderse el inicio del partido de los Jets por esto, ¿no? —le preguntó.
—Casi.
Ninguno de los dos volvió a mencionar a Alex ni a Sophie. Andy no sabía muy bien si en el caso de Max era porque no quería hablar de ello o porque en realidad no le importaba, pero ella no tenía la menor intención de volver a sacar el tema. Se turnaron para tener en brazos a Clementine y para comer, atiborrándose sin vergüenza alguna mientras intentaban mantener conversaciones con el resto de los padres y de las madres. Cuando, media hora más tarde, él le lanzó aquella mirada que decía «¿Nos vamos?», ella no se molestó en discutir.
Ya en su apartamento, Max se ofreció gentilmente a acostar a Clementine para la segunda siesta del día y a quedarse en casa viendo el partido, por si Andy quería ir a hacerse esa manicura que llevaba persiguiendo desde hacía varios días. Daba igual que Andy se hubiera hecho la manicura precisamente el día anterior (los hombres nunca se fijan en esas cosas): sí, quería salir. En menos de diez minutos, ya estaba instalada en una mesa del café Grumpy, hablando por teléfono con Lily.
—He hecho mal en no contárselo, ¿verdad? Tendría que haberle dicho algo.
—¡Has hecho bien en no decirle nada! —exclamó su amiga, elevando varias octavas el tono de voz—. ¿De dónde sacas esa idea?
—Conozco a Alex desde la universidad. Fue mi primer amor. Y siempre lo querré, supongo. Ya hace unos meses que veo a Sophie una vez por semana. No creo que sea una persona odiosa, créeme, pero realmente tampoco siento ninguna lealtad hacia ella.
—Todo eso no viene al caso. No es asunto tuyo.
—¿Cómo que no es asunto mío?
Se oyó llorar, de fondo, al pequeño Skye. Lily le pidió a Andy que esperara un momento, dejó el teléfono y regresó un minuto más tarde.
—Quiero decir que lo que pase o deje de pasar entre Alex y su novia no te concierne. Eres una mujer casada, con una hija. No es asunto tuyo si ella le está poniendo los cuernos.
Andy suspiró.
—Si Bodhi tuviera una aventura, ¿no te gustaría saberlo? Eres mi amiga y no vacilaría a la hora de contártelo.
—Ya, pero la diferencia es que yo soy tu amiga. Alex no es tu amigo, es tu exnovio. Y lo que pase o deje de pasar en su cama no es asunto tuyo.
—Eres la monda, Lily, ¿lo sabías?
—Lo siento. Sólo te digo la verdad.
Le preguntó por Bodhi, por Bear y por Skye, y luego colgó lo más rápidamente que pudo. Emily no le cogía el móvil, así que marcó el número de Miles. Sabía que su marido la había acompañado a Chicago para una reunión con un posible anunciante y que luego, cuando Emily volviera a casa, él seguiría viaje hasta Los Ángeles.
Respondió tras el primer tono.
—Hola, Miles. Perdona que te moleste, pero es que no localizo a Emily. ¿Tú sabes dónde está?
—Está aquí, sentada a mi lado. Dice que ya ha visto tus llamadas. Ahora mismo estamos recogiendo el coche de alquiler.
—¿Tan mal ha ido el vuelo?
—Yo sólo te digo lo que ella me ha dicho.
—Vale, pues dile que la novia de Alex está en mi grupo de mamis y que se acuesta con un alumno suyo que no debe de tener más de veinte años.
Andy oyó a Miles trasladarle el mensaje a Emily y, tal y como esperaba, ella se puso al teléfono de inmediato. Dejando a un lado la tensión entre ambas por el tema Elias-Clark, su amiga no podía resistirse a un cotilleo semejante.
—Explícate, por favor. No me habías contado que Alex tuviera un hijo. Teniendo en cuenta lo obsesionada que aún estás con él, me sorprende que hayas omitido ese dato.
Andy no sabía qué la irritaba más, si el tono de acusación de Emily o el hecho de que Miles estuviera junto a ella, escuchándolo todo.
—¿Miles te está oyendo?
—No, me he alejado. Ya puedes empezar a hablar.
—No tiene ningún hijo. Su novia se llama Sophie y, casualmente, es guapísima. Va al grupo con la hija de su hermano y su cuñada, una niña monísima que se llama Lola. Bueno, resulta que como su cuñada tiene un horario de locos, es Sophie quien lleva a la pequeña al grupo de madres primerizas. Supongo que ella creía que iba a ser más bien algo pensado para que jugaran los críos y no un grupo de apoyo para madres primerizas, pero sigue…
—Lo pillo. ¿Y cómo sabes que se está tirando a su alumno?
—Ella me lo contó. Bueno, nos lo contó a todas. Según ella, técnicamente no se han acostado, pero desde luego ha habido comportamientos poco apropiados…
—¿Qué me estás contando? ¿Que lo sabes a ciencia cierta porque ella misma te lo ha contado… y no le has dicho a él ni una palabra?
—Exacto.
—Vale, ¿y por qué no?
—¿Cómo que por qué no?
—¿No crees que se trata de una información relevante?
—Sí. Pero es que no sé muy bien si es asunto mío o no.
Emily dejó escapar un grito.
—¿Que no es asunto tuyo? Por el amor de Dios, Andy, déjate de ser una santa y coge el teléfono ahora mismo. Te lo agradecerá eternamente, tenlo por seguro.
—No sé. ¿De verdad crees que…?
—Sí, lo creo. Y ahora te voy a colgar porque me quedan dos horas en coche después de mi tercer vuelo de esta semana, así que estoy que muerdo, como puedes imaginar.
—Mantenme informada —dijo Andy, pero su amiga ya había colgado.
Pidió un vaso de agua con hielo y se quedó contemplando el vacío. ¿Debía llamarlo y contárselo? ¿Y qué pensaría él exactamente? Se quedaría perplejo, dolido, humillado. ¿Por qué debía ser ella quien le anunciara tan devastadora noticia? O, peor aún, ¿y si en realidad ya lo sabía? ¿Quién decía que no lo sabía ya, que no había descubierto por casualidad el sórdido asunto o que no había tenido que escuchar una llorosa confesión por parte de Sophie? ¿Y si, peor todavía, tenían una especie de relación abierta y, si bien Sophie se sentía culpable, en realidad no había hecho nada malo? En ese caso, se convertiría en la exnovia entrometida, siempre acechando sigilosamente, por lo que cualquier paso que ella y Alex hubieran podido dar para mantener de nuevo el contacto y, posiblemente, recuperar la amistad, se perdería definitivamente, para siempre.
Estaba tremendamente mal, en todos los sentidos, pero Andy decidió mantener la boca cerrada. Cada vez se le daba mejor.