13

Es fácil que para entonces ya esté muerta

Andy apoyó la cabeza en el asiento del taxi y aspiró el no del todo desagradable aroma a vainilla del ambientador que colgaba del retrovisor. Si no recordaba mal, era la primera vez que olía algo y no le entraban ganas de vomitar. Estaba respirando profundamente cuando sonó su móvil.

—Hola —le dijo a Max, con la esperanza de que éste no sacara el tema de la reunión.

Ansiaba el momento de dar a sus respectivas familias, esa noche, la noticia del bebé, de modo que no le apetecía estar pensando en Miranda.

—¿Dónde te habías metido? Le he dejado por lo menos mil mensajes a Agatha. ¿Cómo ha ido la reunión? —le preguntó en tono apremiante.

—¿Yo? Muy bien, gracias por preguntar. ¡Seguro que estabas preocupadísimo! —respondió ella.

Había tenido a Max despierto casi toda la noche, hecha un manojo de nervios por la reunión.

—En serio, Andy, ¿cómo ha ido? Quieren compraros, ¿verdad?

Ese comentario la obligó a sentarse muy erguida.

—Sí, quieren comprarnos. ¿Cómo lo has sabido?

—¿Y qué otra cosa iban a querer? —graznó él en tono triunfal—. Lo sabía, ¡lo sabía! Miles y yo hemos hecho una apuesta sobre el precio de compra. Debéis de estar entusiasmadas.

—No estoy muy segura de que «entusiasmada» sea la palabra. Creo que «aterrorizada» se acerca un poco más.

—¡Pues tendrías que estar orgullosísima, Andy! Lo has conseguido. Tú y Emily, contra todos los pronósticos, habéis construido una revista partiendo de cero y ahora el grupo editorial más prestigioso de todo el planeta os la quiere comprar. ¡Es que mejor imposible!

—Es un honor —convino ella—, aunque quedan unos cuantos detalles que me preocupan.

—Nada que no se pueda negociar, seguro. Puedo recomendaros a un abogado fantástico, trabaja para una compañía de espectáculos que a veces contratamos. Seguro que resolverá cualquier problemilla.

Andy se retorció las manos. Max hablaba como si el trato ya estuviera cerrado, cuando en realidad habían recibido la oferta esa misma mañana.

—Bueno, ¿a qué hora llega todo el mundo? —preguntó—. ¿Crees que sospechan algo?

—Ya te lo he dicho, lo tengo todo controlado. Ahora mismo tenemos a un matrimonio de cocineros en casa preparando un festín. Llegarán todos dentro de una hora. Van a flipar cuando les digamos lo del bebé y, ahora, además, también tenemos otra noticia increíble que darles…

—No, no quiero decir nada acerca de…

—¿Andy? ¿Me oyes? Mira, tengo que hacer unas cuantas llamadas. Nos vemos dentro de un rato, ¿vale?

Oyó el clic de la línea al interrumpirse la llamada y, una vez más, se permitió apoyar la cabeza en el asiento. Claro, su marido era inversor, y de los importantes. Era completamente lógico que estuviera entusiasmado. La noticia de la compra lo hacía quedar como un auténtico genio, por no hablar ya de que era una gran ayuda a la hora de llenar las arcas de los Harrison. Pero aún no estaba preparada para compartir la noticia. Lo del bebé era una cosa —la clase de noticia que se comparte con los futuros abuelos, por mucho que entre ellos se encontrara Barbara Harrison—, pero… ¿pasarse toda una velada hablando sobre Miranda Priestly? No, gracias.

A pesar de sus reservas iniciales, no le quedó más remedio que admitir, a eso de las diez de la noche, que la velada había sido un éxito. Todo el mundo seguía muy animado. No era raro entre los miembros de su familia, que solían interpretar lo de «es hora de irse» como «es hora de empezar a despedirse, abrazarse, volverse a abrazar, hacer preguntas de última hora, ir al cuarto de baño, ofrecerse una vez más para recoger y besar a todos los presentes en la habitación», pero resultaba bastante inusual en Barbara, que nunca se quedaba más allá de lo que mandaba la buena educación —es decir, nunca hasta demasiado tarde—, siempre actuaba con discreción y consideración y no vacilaba a la hora de dar las gracias a los anfitriones y marcharse. Con la excepción de Eliza, que se había marchado una hora antes porque había quedado con unos amigos, todos y cada uno de los familiares más próximos de Max y Andy seguían plantificados en el salón, charlando animadamente, bebiendo copiosamente y riéndose como adolescentes.

—Me alegro tanto por los dos —dijo la señora Harrison en un tono de voz que no dejaba traslucir nada acerca de sus verdaderos sentimientos.

¿Estaría siendo sincera? ¿Bastaría un bebé —la promesa de un nuevo Harrison— para que Andy consiguiera el respeto y la aceptación de su suegra? Estaban las dos sentadas, una junto a la otra, en la chaise longue sin respaldo.

—Caramba, caramba… Un nieto. Lo deseaba, lógicamente, pero tan pronto… ¡Menuda sorpresa!

Andy trató de pasar por alto lo de «tan pronto». Max había insistido en que obviaran el detalle de que no habían planeado tener un hijo enseguida —no quería que nadie lo considerara una especie de patinazo—, pero ella no estaba muy convencida de que a su madre le gustara más la idea de que hubieran concebido deliberadamente aquel bebé dos meses antes de casarse. ¿No era eso típico de alguien con tan poca clase como su nuera?

—Supongo que, si es niño, lo llamaréis Robert, como su abuelo —dijo la señora Harrison.

Pronunció la frase más como una afirmación que como una pregunta, pero lo más irritante fue que dirigió su comentario sólo a Max, como si él fuera el único que podía decidir el nombre.

—Desde luego —respondió él, sin dignarse siquiera mirar a su esposa.

Andy tenía muy claro que, si era niño, le pondrían el nombre del padre de Max y, si era niña, a lo mejor también, pues le parecía lo más natural… pero, aun así, la irritó el hecho de que se diera por sentado.

Jill captó la mirada de Andy y carraspeó. Audiblemente.

—Nunca se sabe, pero yo creo que estos dos tendrán una niña. Una niña perfecta y monísima, todo lo cariñosa y vivaracha que no son mis tres chavales. O eso espero, al menos.

—Tener una niña será estupendo —convino la señora Harrison—. Pero en un momento u otro necesitaremos un chico que lleve la empresa familiar.

Andy tuvo que hacer un esfuerzo para no decir que ella, mujer, era perfectamente capaz de dirigir un negocio, y que también lo sería cualquier hija suya. Y tampoco mencionó que el padre de Max, hombre, no había demostrado precisamente mucha visión para los negocios a la hora de tomar ciertas decisiones en nombre de Harrison Media Holdings.

Max captó su mirada y le agradeció el detalle en silencio.

La abuela de Andy intervino en ese momento, desde el sofá que estaba situado enfrente del que ocupaba su nieta.

—El bebé no nacerá hasta dentro de seis meses. Es fácil que para entonces ya esté muerta, en cuyo caso insistiré en que le pongan mi nombre. Ida volverá a ponerse de moda, ¿no? Todos los nombres de antes han vuelto.

—Abuelita, sólo tienes ochenta y ocho años y estás hecha un toro. No te vas a ninguna parte —le dijo Andy.

—Dios te oiga —respondió su abuela, tras lo cual escupió tres veces en rápida sucesión.

—Bueno, dejemos el tema del nombre —intervino Jill al tiempo que daba unas palmadas—. ¿Alguien quiere un poco más de descafeinado? Si no, creo que deberíamos marcharnos para que los futuros padres puedan descansar.

Andy le dirigió a su hermana una mirada de agradecimiento.

—Sí, estoy bastante cansada, así que…

—En nuestra familia, nadie ha vivido más de ochenta años —le dijo la abuela a Andy—. Me voy a morir cualquier día de éstos, te lo digo yo.

—Mamá, déjalo ya —repuso la madre de Andy—. Estás muy bien de salud. Venga, vamos a recoger nuestras cosas.

La abuela hizo un gesto vago con la mano.

—He vivido el tiempo suficiente para ver casada a esta cría, cosa que ya no esperaba. Y no sólo casada, sino también embarazada. Ver para creer.

Se hizo un incómodo silencio, justo antes de que Andy se echara a reír. Era tan típico de su abuela… La abrazó y, luego, le susurró a Jill:

—Gracias por llevártelos a todos de aquí.

—Antes de que se vaya todo el mundo —dijo Max, poniéndose en pie para captar la atención de los presentes—, tenemos que daros otra emocionante noticia.

—Ay, Señor…, gemelos —se lamentó la abuela—. Dos renacuajos idénticos a la vez.

—¿Gemelos? —exclamó la señora Harrison con una voz al menos tres octavas más alta que de costumbre—. Madre mía…

Andy se dio cuenta de que Jill la observaba con aire interrogante, pero estaba demasiado ocupada lanzando a su esposo una mirada amenazadora, que éste no captó.

—No, no, no se trata de gemelos. Tiene que ver con The Plunge. Parece que Andy y Emily han recibido…

—Max, no, por favor —le dijo Andy en voz baja, para no montar una escena, aunque en un tono tan neutro como severo.

Él, sin embargo, no la oyó, o la oyó pero le dio igual.

—… una increíble oferta de Elias-Clark para adquirir The Plunge. Una oferta escandalosamente generosa, para ser más exactos. Estas dos jovencitas han conseguido lo imposible al lograr que una nueva empresa despierte interés y reciba ofertas en tan poco tiempo. Brindemos por lo mucho que ha trabajado Andy.

Nadie en absoluto levantó su copa. Lo que hicieron fue ponerse a hablar todos a la vez.

El padre de Andy:

—¿Elias-Clark? ¿Eso significa vérselas otra vez con ya sabes quién?

Barbara:

—Bueno, ¡pues la noticia no podría haber llegado en mejor momento! Así podrás olvidarte ya de ese egocéntrico proyecto y dedicarte a algo más gratificante, como pasar tiempo con tu bebé. A lo mejor hasta consigo implicarte en algún que otro consejo de…

Jill:

—Caray, ¡felicidades! Incluso aunque no quieras venderles la revista, la oferta en sí ya es todo un honor.

La madre de Andy:

—No soporto la idea de que vuelvas a trabajar para… para…, ay, ¿cómo se llamaba? La mujer esa que te torturó durante un año…

La abuela de Andy:

—¿Cómo? ¿Has trabajado durante todos estos años para levantar la dichosa revista y ahora vas y la vendes? Es que no entiendo a los jóvenes de hoy en día.

Andy fulminó a Max con la mirada, hasta que éste se levantó, cruzó el salón y la rodeó con los brazos.

—Maravilloso, ¿verdad? Estoy muy orgulloso de ella.

Jill debió de captar la expresión en el rostro de su hermana, pues se puso en pie de un salto y comunicó a todo el mundo que ya bastaba de noticias emocionantes por esa noche y que lo mejor era que se marcharan todos enseguida para que los futuros papás pudieran dormir.

—Te llamaré mañana desde el aeropuerto, ¿vale? —le dijo Jill al tiempo que se ponía de puntillas para echarle los brazos al cuello a su hermana—. Me alegro muchísimo por vosotros, es la mejor noticia que podíais darnos. Y no te preocupes, que no te voy a putear por el hecho de que me lo hayas contado al mismo tiempo que a tu suegra. No estoy ofendida, tranquila.

—Bien —sonrió Andy—. Porque las embarazadas nunca hacen nada malo, según estoy descubriendo.

Jill se puso su plumón —hacía un frío espantoso, a pesar de que sólo estaban en noviembre— y dijo:

—Disfrútalo mientras dure. La gente sólo te mima cuando es el primer embarazo. Ya puedes estar de nueve meses y a punto de soltar el segundo que nadie se dignará ofrecerte siquiera una silla. Y como sea el tercero —resopló—, vamos, te preguntan directamente si estaba planeado o no. Como si les resultara increíble que alguien quiera tenerlos voluntariamente…

Su hermana se echó a reír.

—Tampoco es que nosotros lo hayamos hecho voluntariamente…

—Detalles sin importancia.

Andy acercó una mano y le puso a su hermana el pelo detrás de la oreja. Ya casi no recordaba lo que significaba pasar un rato a solas con ella, en tranquilidad. Puesto que vivían cada una en una punta del país, se veían muy poco. Y cuando se veían, también pululaban por ahí los niños, Kyle, Max y la madre de Andy y Jill. Prácticamente no se habían criado juntas, pues se llevaban nueve años, lo que significaba que Jill se había marchado a la universidad cuando Andy aún era una cría… Desde hacía cinco o seis años, sin embargo, hablaban por teléfono con cierta regularidad e intentaban verse con más frecuencia. Cuando Andy se prometió, surgieron nuevos temas de conversación entre ellas, desde la planificación de la boda hasta lo exasperantes que eran todos los esposos y prometidos del mundo. Jill, por otro lado, se había convertido en una dama de honor afectuosa y servicial. Pero nada podría haberlas unido más que el hecho de que ella se hubiera quedado embarazada, pensó mientras observaba a su hermana ponerse unas botas marrones de estilo amazona. Durante la última década, la vida de Jill había girado en torno a su papel de madre de tres niños, algo que Andy entendía en términos intelectuales, pero con lo que no se identificaba en ningún sentido. Ahora que ella misma estaba a punto de ser madre, se daba cuenta de que ella y Jill no tardarían en tener en común mucho más que en cualquier otro período de sus respectivas vidas, por lo que no veía el momento de compartir esa experiencia con su hermana.

Fueron necesarios otros veinte minutos antes de que todo el mundo terminara de recuperar sus zapatos y abrigos, de que abrazaran a los anfitriones y se despidieran una vez más. Cuando la puerta finalmente se cerró, Andy estaba al borde del desmayo.

—¿Cansada? —le preguntó Max al tiempo que le daba un masaje en los hombros.

—Sí. Pero feliz.

—Yo diría que todos se han puesto muy contentos. Y tu abuela estaba especialmente en forma esta noche.

—No tan especialmente. Pero sí, parecían todos muy felices.

Se volvió para mirar a Max, que estaba detrás del sofá. Había tomado la determinación de no decirle nada por haber comunicado la noticia de Elias-Clark. Se había esforzado mucho por organizar una velada perfecta y era obvio que se alegraba mucho por ella, de modo que Andy se obligó a concentrarse en el lado positivo.

—Muchas gracias por esta noche. Para mí ha sido muy especial poder contárselo a todos a la vez.

—¿Te lo has pasado bien? ¿De verdad? —le preguntó él en un tono tan esperanzado que, de repente, Andy sintió una inexplicable tristeza.

—De verdad.

—Yo también. Y se han puesto todos muy contentos por lo de la revista. Vaya, es que es increíble. Apenas han pasado tres años y ya tenéis una oferta de…

Andy levantó una mano.

—Ya hablaremos de eso en otro momento, ¿vale? Sólo quiero disfrutar de esta noche.

Max se inclinó hacia adelante para besarla y la empujó con el cuerpo hacia la isla de la cocina. Ella sintió el conocido cosquilleo de la excitación, pero tardó unos momentos en darse cuenta de que, por primera vez desde el día de la boda, no se sentía agotada ni mareada. Max le mordisqueó el labio inferior, al principio con suavidad, pero luego con un gesto más apremiante. Ella miró hacia el matrimonio de cocineros, que en ese momento estaban recogiendo la cocina, y él siguió su mirada.

—Ven conmigo —dijo con voz ronca al tiempo que le rodeaba la cintura.

—¿No hay que pagarles? —repuso Andy entre risas mientras correteaba para seguir a Max hacia la habitación—. ¿No deberíamos despedirnos al menos?

Max la hizo entrar en la habitación y cerró suavemente la puerta. Sin pronunciar una palabra, le quitó la ropa y la rodeó con ambos brazos. Empezaron a besarse y cayeron abrazados sobre la cama, Andy encima de él. Le sujetó las manos junto a las orejas, lo besó en el cuello y le dijo:

—Esto me suena.

Max la obligó entonces a tumbarse de espaldas y se colocó sobre ella. La sensación era maravillosa: el peso del cuerpo de él, el olor de su piel, el roce de sus manos… Hicieron el amor muy despacio, con ternura. Cuando terminaron, Andy apoyó la cabeza sobre su pecho y se quedó allí, escuchando su respiración hasta que se volvió rítmica, regular. Oyó a Stanley ladrar cuando los cocineros se marcharon y, sin duda, debió de quedarse dormida, porque cuando volvió a abrir los ojos estaba temblando de frío sobre las mantas y Stanley se había acurrucado entre ella y Max.

Se metió bajo el edredón y se quedó allí diez o quince minutos. No pudo volver a conciliar el sueño, aunque estaba tan cansada que apenas tenía fuerzas para darse la vuelta. Y ése era otro de los suplicios que acompañaban el embarazo: el agotamiento combinado con el inexplicable insomnio. A su lado, la respiración de Max se volvió más sosegada: su pecho subía y bajaba con una regularidad previsible. Si durante el día se mostraba muy activo y enérgico, de noche dormía como un tronco tendido de espaldas, con las manos unidas sobre el pecho como si fuera un cadáver. Apenas se movía o cambiaba de postura en toda la noche. Si un Boeing 747 aterrizara en el dormitorio, Max se limitaría a suspirar y a volver unos milímetros la cabeza, para luego seguir respirando con la misma regularidad. Era de lo más irritante.

Andy salió despacio de la cama y se puso su albornoz de señora Harrison y los suaves calcetines de viaje que había comprado en un quiosco del JFK. Cogió en brazos a Stanley, que gruñía, y recorrió el pasillo hasta el sofá, donde se dejó caer como un saco. El grabador de vídeo digital le resultó decepcionante: sólo contenía antiguos partidos de fútbol que Max había grabado para después terminar viendo online; unos cuantos reportajes de actualidad de la NFL; un viejo episodio de «Sin cita previa»; un reportaje de «60 minutos» que ya había visto; un capítulo de «Modern family» que había prometido ver con Max, y la última hora de un especial de «Today» dedicado a las bodas y emitido dos semanas antes, tras el cual Andy y Emily habían analizado todos los vendedores y las tendencias que Hoda y Kathie Lee comentaban en el programa. La tele en directo tampoco era que fuera mucho mejor: los habituales programas de medianoche, la típica teletienda y una reposición de «Design star» en la HGTV. Andy estaba a punto de dejar correr la idea de ver la tele cuando algo le llamó la atención en la programación de medianoche: «La suma sacerdotisa de la moda: vida y milagros de Miranda Priestly».

«Mierda —pensó—. ¿Tengo que verlo?» A diferencia de todas las personas que conocía, Emily entre ellas, se había negado a ver el documental en los cines cuando se había estrenado, un año antes. ¿Para qué lo necesitaba? La voz, la cara, el inevitable tono de decepción, las broncas… Andy lo recordaba todo como si hubiera sucedido el día anterior…, ¿qué falta le hacía volver a verlo en vivo y a todo color?

Pero allí, en la seguridad de su propio salón, se dejó llevar por la curiosidad. «Sí, tengo que verlo.» Vaciló un solo instante antes de seleccionar el programa con el pulgar. Una Miranda de expresión airada, ataviada con un vestido de Prada de color crema, unos preciosos zapatos de tacón con una discreta hebilla dorada y la consabida pulsera de Hermès, la fulminó con la mirada desde la pantalla.

—No creo que sea el sitio ni el momento —dijo con voz glacial, dirigiéndose al pobre infeliz que estuviera manejando la cámara en ese instante.

—Lo siento, Miranda —respondió una voz incorpórea antes de que la pantalla se volviera momentáneamente negra.

Y luego, un segundo más tarde, de nuevo en su despacho pero vestida en esa ocasión con una falda de lana, probablemente de Chanel, y botines hasta el tobillo, apareció de nuevo Miranda, no mucho más contenta que en la última escena.

—¿Aliyah? ¿Me oyes?

La cámara enfocó a una muchacha alta y excesivamente delgada, de veintiún años como mucho, que vestía leggings de un blanco reluciente, botines hasta el tobillo sospechosamente parecidos a los de su jefa y un precioso chaleco de cachemira sobre una camisa de seda de corte masculino. La melena ondulada de la chica parecía revuelta y despeinada a lo Giselle, cosa que Andy jamás había logrado, y llevaba los ojos pintados con kohl. Daba la sensación de que Miranda la había interrumpido mientras practicaba sexo en su mesa de asistente, en la antesala, pues tenía un aspecto seductor, sensual, pícaro y, por supuesto, aterrorizado.

—Informa a todo el mundo de que estoy lista para el repaso general. Estaba programado para esta tarde, pero salgo de la oficina dentro de veinte minutos. Asegúrate de que el coche esté abajo esperando. Llama al móvil de Caroline y recuérdale la cita de esta tarde. ¿Qué ha pasado con el bolso que habías llevado a arreglar? Lo quiero a las tres en punto. Y también el vestido que me puse el año pasado, o el otro, para aquel acto en la Biblioteca de Nueva York. ¿O fue en la cena de la fundación contra el sida infantil? ¿O en la fiesta que se organizó en aquel espantoso loft de Varick después de los desfiles de otoño del año pasado? No me acuerdo, pero ya sabes a qué vestido me refiero. Lo quiero en mi apartamento a las cinco, con las sandalias adecuadas. Y unas cuantas opciones de pendientes. Haz una reserva para esta noche, temprano, en Nobu y otra para desayunar mañana en el Four Seasons. Asegúrate de que en esta ocasión tengan existencias de zumo de pomelo rojo, no de pomelo blanco, que es asqueroso. Dile a Nigel que se reúna conmigo en el estudio de James Holt a las dos en punto; cancela la cita con el peluquero, y confirma la cita para manicura y pedicura. —Se detuvo un instante para recuperar el aliento—. Y necesito el Libro esta noche, después de las once pero antes de medianoche. No se lo dejes, repito, no se lo dejes al inútil del portero y no lo lleves a mi apartamento a menos que yo esté allí. Tenemos… huéspedes que se quedan a dormir pero a los que no se puede confiar el Libro. Es todo.

La muchacha asintió con un gesto que no inspiraba mucha confianza. Andy se dio cuenta al momento de que era nueva y de que le quedaban horas, por no decir minutos, antes de que la echaran a la calle. No llevaba ni papel ni bolígrafo, ni tampoco poseía la capacidad de recordar todas aquellas órdenes o averiguar las respuestas. Mentalmente, Andy ya se estaba formulando un montón de preguntas: «¿Quién es exactamente “todo el mundo” al que hay que informar sobre el repaso general? ¿Dónde está el chófer ahora mismo? ¿Le da tiempo de volver? ¿Adónde va Miranda? ¿Cuál es la cita que tiene Caroline esta tarde? ¿Lo sabe ella? ¿Qué bolso? ¿Estará listo a las tres en punto y, en caso de que lo esté, cómo lo llevo al despacho? ¿Estará Miranda en su despacho o ya se habrá ido a casa? ¿Qué vestido? Me consta que llevó vestidos distintos en cada una de esas ocasiones, así que ¿cómo diantre voy a saber a qué vestido se refiere? ¿Me ha dado alguna pista sobre color/corte/diseñador para descartar posibilidades? ¿Qué sandalias? ¿Hay alguna redactora de complementos de moda en la oficina y, en ese caso, puede conseguirme los pendientes a tiempo? ¿Cuáles podrían combinar mejor con el misterioso vestido? ¿A qué hora exactamente debo reservar mesa en Nobu? ¿Y en cuál?, ¿el de TriBeCa o el de la calle Cincuenta y siete? Y lo del desayuno en el Four Seasons…, ¿a qué hora? ¿A las siete? ¿A las ocho? ¿A las diez? Enviar un obsequio de agradecimiento al director por tener en cuenta lo del zumo de pomelo. Buscar a Nigel, transmitirle información milagrosamente específica y seguir al pie de la letra las instrucciones sobre las citas de acicalamiento. Por si acaso, reservar una suite en el Península para cuando Miranda llame en plena noche para quejarse de sus huéspedes (amigos de su esposo, sin duda) y exija una escapatoria inmediata. Advertir al chófer de un probable viaje a altas horas desde el apartamento de Miranda hasta el hotel. Dejar en la suite agua San Pellegrino, el Libro y un atuendo adecuado para mañana, incluidos todos los complementos, zapatos y artículos de aseo. Hacerse a la idea de no pegar ojo en toda la noche para ayudar a Miranda a superar este difícil momento. Repetir».

La cámara dejó de enfocar a Miranda, siguió a la chica de nuevo hasta su mesa —la misma a la que se había sentado Andy diez años antes— y la grabó mientras garabateaba frenéticamente notas en minúsculos pósits. La enfocó más de cerca cuando se le escapó una lágrima y le rodó por la aterciopelada mejilla. A Andy se le hizo un nudo en la garganta y pulsó el botón «Pausa». «¡Espabila!», dijo para sus adentros al tiempo que se daba cuenta de que sostenía con tanta tensión el mando a distancia que incluso se había clavado las uñas en la palma de la mano. Le daba miedo volver a mirar la pantalla, a pesar de la imagen congelada, pues sentía prácticamente el mismo terror que cuando veía películas de jovencitas que deambulaban solas por espesos bosques, con los auriculares puestos, felizmente ajenas al asesino en serie que estaba a punto de aparecer tras un árbol y abalanzarse sobre ellas. Ése era el motivo de que Andy se hubiera negado a ver el documental cuando se había estrenado, a pesar de haberse ganado las burlas de todo el mundo. Se había sentido como la chica de la pantalla veinticuatro horas al día durante un año entero. ¿Qué necesidad tenía de volver a pasar por lo mismo?

Stanley le ladró a su propia imagen, reflejada en la ventana, y Andy lo cogió.

—¿Nos tomamos un té, amiguito? ¿De qué te apetece? ¿Menta?

El perro la observó sin entender, de modo que ella se puso en pie, se desperezó y se anudó bien el albornoz. Puesto que no le apetecía esperar a que hirviera la tetera, rebuscó en el gigantesco tarro de cápsulas de café y té que Max guardaba sobre la encimera hasta que encontró una infusión de hierbas. La introdujo en la máquina, añadió un sobrecito de azúcar de verdad (¡basta de edulcorantes artificiales!) mientras lo dejaba en infusión y, por último, vertió un chorrito de leche. Antes de un minuto, ya estaba de vuelta en el sofá.

Emily seguía en contacto con algunas personas de Runway, de modo que estaba al día de las innumerables y absurdas exigencias de Miranda, de sus indignantes despidos y de sus humillaciones públicas. Al parecer, la edad no había ablandado ni atenuado las iras de aquella mujer, que seguía devorando a sus asistentes como si fueran simples filetes. Seguía puntuando prácticamente cada una de sus órdenes con un «Es todo». Seguía llamando a sus empleados día y noche, reprendiéndolos a través del teléfono por no haberle leído la mente o no haber adivinado sus deseos, tras lo cual colgaba bruscamente y volvía a llamar. A Andy, desde luego, no le hacía falta ver aquel documental para recordarlo todo… Aun después de diez años, no podía oír cierto antiguo tono de Nokia, ya fuera en un autobús o en un concurrido bar, sin sufrir un ataque de pánico. Y la pantalla que tenía delante no hacía más que despertar esos recuerdos, pero a todo color.

Habían tenido que pasar varios meses desde aquella fatídica tarde en París para que pudiera volver a dormir una noche entera. Se despertaba jadeando, imaginando que había fracasado a la hora de completar alguna tarea: por ejemplo, que otra vez había perdido el Boletín o que había enviado a Miranda a un restaurante equivocado para una comida de negocios. No había vuelto a coger un solo ejemplar de Runway desde que se había marchado pero, lógicamente, la revista la hostigaba en tiendas, peluquerías, salas de espera en la consulta del médico, salones de manicura y pedicura… En todas partes. Cuando una joven que apenas le llevaba unos años le había ofrecido trabajo en Happily Ever After, prometiéndole «mucha libertad a la hora de escribir», siempre y cuando lo hiciera sobre los temas más o menos acordados y entregara a tiempo sus colaboraciones, Andy lo había considerado un nuevo comienzo. Lily se marchaba a Boulder. Alex la había dejado. Sus padres le habían dicho que se separaban. Andy había cumplido veinticuatro apenas hacía unos meses y vivía sola en una ciudad que, por primera vez en casi dos años, le parecía aterradoramente inmensa. Su única compañía era la tele y algún que otro amigo de la universidad. Hasta que, afortunadamente, llegó Emily.

El sonido de la voz estridente de Miranda la devolvió de golpe a la realidad. La pausa de la televisión en directo se había desactivado automáticamente y el documental había ocupado de nuevo la pantalla. Andy observó durante un instante, mientras la futura exasistente de Miranda trataba infructuosamente de recordar la larga lista de órdenes que le acababa de caer encima. Reparó en su expresión de sorpresa primero y de pánico después, seguida de otra de resignación y derrota, y no pudo evitar compadecer a la chica. El despido sólo la sorprendería a ella, probablemente porque estaba convencida de que ese empleo era su pasaporte a un mundo mejor y de horizontes más amplios. La pobre chica no podía entender en ese momento que, transcurridos ocho o diez años, estaría sentada en su propio salón, tal vez junto a un esposo y con un bebé en el vientre, y que incluso entonces le entrarían ganas de vomitar o de matar a alguien cada vez que oyera un determinado tono de teléfono, viera un pañuelo blanco o, sin querer, se topara con un documental en la tele en concreto.

Como si de una casualidad se tratara, en ese instante apareció una leyenda en la parte inferior de la pantalla en la que se decía que había transcurrido un día desde la escena anterior. Miranda apareció, vestida con un espectacular abrigo de Burberry y un bolso de Yves Saint Laurent al hombro, entrando en la antesala, de camino al restaurante o a alguna reunión.

Se quedó mirando fijamente a la primera asistente, otra muchacha a la que Andy no reconoció pero que supo situar porque ocupaba la silla de Emily, hasta que la chica se atrevió a levantar la mirada.

—Despídela —le ordenó Miranda sin molestarse en bajar la voz ni un solo decibelio.

—¿Cómo? —preguntó la asistente que ocupaba el lugar de Emily, pero no porque no la hubiera oído, sino por la sorpresa.

—A ésa —dijo Miranda, ladeando la cabeza en dirección a la segunda asistente—. Es una inútil. No la quiero aquí cuando vuelva. Empieza enseguida con las entrevistas, y espero que esta vez lo hagas mejor.

Miranda se anudó el cinturón de la gabardina en torno a su microscópica cintura y salió airadamente del despacho. La cámara enfocó entonces la mesa de la segunda asistente, en cuyo rostro se advertía la misma sorpresa que si la hubieran abofeteado. Antes de que los hermosos ojos de la muchacha se llenaran de lágrimas, Andy meneó la cabeza de un lado a otro y apagó la tele. Ya había visto suficiente.