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¡Ya es oficial!

Los timbrazos del teléfono la despertaron por la mañana. Se sentó sobresaltada, de nuevo con la sensación de no saber dónde estaba, hasta que los recuerdos regresaron confusamente. Los rostros que la observaban sonrientes mientras iba poniendo un pie delante del otro, recorriendo muy despacio el pasillo. La mirada tierna y enamorada de Max al acercarse a ella para cogerle la mano. La mezcla contradictoria de amor y miedo cuando él la besó, sellando así su unión delante de todas las personas a las que conocían. La sesión de fotos en la terraza mientras los invitados tomaban un cóctel. La banda de música, que los había anunciado como el señor y la señora Harrison. El primer baile, con una canción de Van Morrison. El sentido y lloroso brindis de su madre. Los colegas de la fraternidad de Max interpretando una versión un tanto picante, pero encantadora, del himno de su equipo en la universidad. El momento en que habían cortado juntos el pastel. La canción lenta que había bailado con su padre. Y sus sobrinos bailando el Thriller de Michael Jackson mientras todo el mundo los aplaudía.

Vista desde fuera, la noche había resultado de ensueño, de eso estaba segura. Nadie, y mucho menos su flamante esposo, parecía tener la más mínima idea de cómo se sentía Andy por dentro: de sus penas y su rabia; de la confusión que había experimentado cuando Barbara había ofrecido, con los dientes apretados, el brindis por la feliz pareja más desapasionado que Andy había oído jamás pronunciar a la madre de un novio, o las inevitables preguntas que se formulaba sobre si Miles y el resto de los amigos de Max sabrían algo acerca de Katherine y las Bermudas que ella no supiera. «¿Y ahora qué? —se preguntó—. ¿Saco el tema?» Jill, sus padres, Emily, Lily, todos sus amigos y familiares, todos los amigos y familiares de Max… En fin, todo el mundo la había felicitado afectuosamente a lo largo de la noche, la habían abrazado, habían elogiado su vestido y le habían dicho que era una novia guapísima. Resplandeciente. Afortunada. Perfecta. Incluso Max, la persona que supuestamente mejor la entendía en el mundo, había pasado por alto su inquietud, y durante toda la noche le había dedicado miradas de complicidad que parecían decir: «Sí, ya lo sé, yo también; todo esto es muy curioso y hasta un poco absurdo, pero disfrutémoslo porque sólo pasa una vez en la vida».

Finalmente, a la una de la madrugada, la banda había dejado de tocar y hasta el último de los invitados había recogido el obsequio de los novios, una elegante bolsa de lino repleta de vino, miel y nectarinas de la zona. Andy había seguido a Max hasta la suite nupcial. Sin duda, él la había oído vomitar en el cuarto de baño, porque cuando finalmente había salido, se había mostrado atento y solícito.

—Pobrecita mía —le había dicho con dulzura al tiempo que le acariciaba la mejilla sonrosada, como hacía siempre que ella se encontraba mal—. Me temo que alguien ha bebido demasiado champán en su noche de bodas.

Ella no lo había corregido. Se sentía mareada y le parecía que tenía fiebre, así que había dejado que la ayudara a quitarse el vestido y a meterse en la enorme cama con dosel, en cuya montaña de frescas almohadas había apoyado la cabeza con gratitud. Él había regresado enseguida con una manopla húmeda y se la había puesto sobre la frente, mientras iba hablando de las canciones que había interpretado la banda, del agudo brindis de Miles, del escandaloso vestido de Agatha y de que en el bar se había acabado su whisky favorito justo a medianoche. Andy había oído el grifo del lavabo, la cisterna del váter y la puerta del dormitorio al cerrarse. Y justo después, él también se había metido en la cama y se le había arrimado con el torso desnudo.

—Max, no puedo —le había dicho en un tono claramente áspero.

—No pasa nada —había dicho él, despacio—. Ya sé que te encuentras fatal.

Andy había cerrado los ojos.

—Eres mi esposa, Andy. Mi esposa. Tú y yo vamos a formar un equipo fantástico, mi vida. —Max le había acariciado el pelo en un gesto tan tierno que Andy casi había sentido ganas de llorar—. Juntos construiremos una vida maravillosa, y te prometo que siempre, pase lo que pase, cuidaré de ti. —La había besado en la mejilla y luego había apagado la lámpara de la mesilla de noche—. Ahora duerme y te sentirás mejor. Buenas noches, mi amor.

Andy había murmurado «Buenas noches» y, por enésima vez ese día, había intentado olvidar la carta. Por suerte, el sueño la había vencido a los pocos instantes.

Los rayos de sol que se colaban entre los listones de madera de las puertas correderas del balcón indicaban que ya era de día. El teléfono del hotel había dejado de sonar durante unos segundos, pero no tardó en empezar de nuevo. A su lado, Max gruñó y se dio la vuelta. Debía de ser Nina, que llamaba para anunciar que el día era lo bastante cálido como para celebrar fuera el almuerzo-comida. Era la última decisión que quedaba por tomar ese fin de semana. Se levantó de un salto, vestida tan sólo con la ropa interior que llevaba al acostarse, y se dirigió apresuradamente a la salita para contestar antes de que el teléfono despertara a Max. Aún no se sentía preparada para enfrentarse a él.

—¿Nina? —dijo, casi jadeando.

—¿Andy? Perdona, me parece que he interrumpido algo… —repuso Emily con una sonrisa que se adivinaba a través de la línea telefónica—. Te llamo luego, ahora ve a divertirte.

—¿Emily? ¿Qué hora es? —preguntó ella mientras recorría la habitación con la mirada en busca de un reloj.

—Lo siento, cariño, son las siete y media. Es que quería ser la primera en felicitarte. ¡El artículo del Times es fantástico! Sales en una foto preciosa, en la portada de la sección de «Bodas». ¿Es una foto de la sesión que os hicieron en la petición de mano? Me encanta el vestido que llevas. ¿Cómo es que no lo había visto hasta ahora?

El artículo del Times. Andy ni siquiera se acordaba de él. Habían enviado toda la información hacía ya muchos meses y, a pesar de que los habían llamado para verificar todos los datos, ella se había convencido a sí misma de que eso no garantizaba que se publicara nada. Una idea absurda, claro estaba. Teniendo en cuenta los orígenes de la familia de Max, lo único que cabía preguntarse era si la suya sería la boda destacada o tan sólo una reseña normal y corriente. Pero, por algún motivo, se había olvidado por completo del tema. Había mandado la información al periódico sólo porque Barbara así se lo había pedido, aunque ahora se daba cuenta de que en realidad no había sido una petición, sino más bien una orden: las bodas de los Harrison se anunciaban en el Times y punto. Andy se había consolado pensando que sería divertido poder enseñárselo a sus hijos algún día.

—Han colgado el periódico en tu puerta. Ve a buscarlo y llámame luego —le dijo Emily, tras lo cual colgó.

Andy se cubrió con el albornoz del hotel, puso en marcha la cafetera de la habitación y cogió la bolsa de terciopelo violeta que colgaba del tirador de la puerta. Luego dejó caer la voluminosa edición dominical del Times sobre el escritorio. En la primera página del suplemento dominical de «Estilo» aparecían un par de jóvenes propietarios de clubes nocturnos y, justo debajo, una reseña sobre la moda de incluir tubérculos en los platos de los restaurantes más sofisticados. Luego, tal y como le había prometido Emily, su pequeño rincón de gloria: la suya era la primera boda que se mencionaba.

Andrea Jane Sachs y Maxwell William Harrison se casaron ayer sábado ante la honorable Vivienne Whitney, jueza del tribunal de apelaciones del distrito, en la finca Astor Courts de Rhinebeck, Nueva York.

Andrea Sachs, de treinta y tres años, seguirá utilizando su nombre profesionalmente. Es cofundadora y redactora jefa de la revista de bodas The Plunge. Se graduó con mención especial en la Universidad de Brown.

Es hija de Roberta Sachs y del doctor Richard Sachs, ambos de Avon, Connecticut. La madre de la novia es agente de la propiedad inmobiliaria en Hartford County. Su padre es psiquiatra y tiene consulta privada en Avon.

Max Harrison, de treinta y siete años, es presidente y director ejecutivo de Harrison Media Holdings, el grupo mediático de propiedad familiar. Se licenció en la Universidad de Duke y obtuvo un máster en Administración de Empresas en Harvard.

Es hijo de Barbara Harrison y del difunto Robert Harrison, de Nueva York. La madre del novio forma parte del consejo de administración de la Fundación Susan G. Komen contra el cáncer de mama. Hasta su fallecimiento, Robert Harrison fue presidente y director ejecutivo de Harrison Media Holdings. Su autobiografía, titulada El tipógrafo, se convirtió en un éxito de ventas nacional e internacional.

Andy bebió un sorbo de café e imaginó el ejemplar dedicado de El tipógrafo que Max tenía en la mesilla de noche desde el día en que se habían conocido. Se lo había mostrado cuando ya llevaban seis, tal vez ocho meses saliendo y, si bien no le había dicho nada, Andy sabía que él consideraba ese libro su posesión más preciada. En la cubierta, Harrison padre se había limitado a escribir lo siguiente: «Querido Max, consulta documento adjunto. Con cariño, papá». Sujeta con un clip a la chaqueta se veía una carta, escrita en papel amarillo de cuaderno, que ocupaba cuatro páginas en total, dobladas al estilo clásico. La carta era en realidad un capítulo que el padre de Max había escrito pero no había llegado a incluir en el libro, por temor de que resultara demasiado íntimo, incomodara a Max o revelara excesivos detalles de sus vidas. Empezaba la noche en que había nacido Max (el verano de 1975, en plena ola de calor), y describía en detalle los siguientes treinta años, durante los cuales Max había crecido y se había convertido en el joven más honesto que su padre podía esperar. Si bien Max no había llorado al enseñarle la carta a Andy, ésta se había dado cuenta de que tenía los dientes apretados y hablaba con voz algo ronca. Y ahora, la fortuna familiar prácticamente había desaparecido debido a una serie de inversiones financieras fallidas que Robert Harrison había realizado durante los últimos años de su vida. Max se sentía personalmente responsable de recuperar el buen nombre de su padre y de asegurarse de que a su madre y a su hermana no les faltara nunca nada. Y ésa era, precisamente, una de las cosas que Andy más amaba en él, la entrega total a su familia. Estaba absolutamente convencida de que la muerte de su padre había sido para él un momento crucial. Se habían conocido muy poco después, y Andy siempre se había sentido afortunada por haberse convertido en la primera chica con la que él había salido tras la muerte de su padre. «Y la última chica con la que saldré», le gustaba añadir a Max.

Cogió de nuevo el periódico y siguió leyendo.

La pareja se conoció en el año 2009 a través de unos amigos comunes, que los presentaron sin previo aviso: «Acudí a lo que creía que era una cena de negocios —cuenta Max Harrison—, y cuando trajeron el postre, en lo único que podía pensar era en cuándo volvería a verla».

«Recuerdo que Max y yo nos escabullimos del resto de los invitados y empezamos a charlar. Bueno, él se puso en pie y yo lo seguí, mejor dicho. Digamos que lo acosé un poco», comenta Andrea Sachs, entre risas.

Empezaron a salir de inmediato y, además, establecieron una relación profesional, pues Max Harrison es el principal inversor de la revista de Andrea Sachs. Cuando hicieron oficial su compromiso y se fueron a vivir juntos en 2012, prometieron apoyarse mutuamente en sus respectivas carreras profesionales.

Tienen previsto repartir su tiempo entre Manhattan y la finca que posee la familia del novio en Washington, Connecticut.

«¿“Repartir su tiempo”? —se dijo Andy—. No exactamente.» Cuando la difícil situación económica de la familia había salido a la luz tras la muerte del padre de Max, éste se había visto obligado a tomar una serie de penosas decisiones en nombre de su madre, que estaba demasiado afectada para asumir ese papel y, según ella misma había dicho, «no tenía la misma cabeza para los negocios que los hombres». Andy no había tenido conocimiento de tales conversaciones, puesto que se habían producido muy al principio de su relación con Max, pero recordaba la angustia de su novio al tener que vender la casa de los Hamptons apenas un par de meses después del perfecto día de verano que allí habían pasado, y también recordaba varias noches en vela de Max cuando éste se había percatado de que no le quedaba más remedio que vender la casa de su infancia, una propiedad enorme en Madison Avenue. Durante los dos últimos años, Barbara había vivido en un encantador apartamento de dos habitaciones situado en un recio y respetable edificio de la calle Ochenta y cuatro con West End, rodeada de un buen número de hermosas alfombras, bonitos cuadros y exquisita ropa de cama, pero no había acabado de superar el golpe que suponía perder sus dos mejores casas, y aún se lamentaba por lo que ella definía como su «destierro» al West Side. El ático con vistas al mar de Florida lo habían vendido a los Dupont, amigos de los Harrison, quienes habían fingido creerse la farsa de que Barbara ya no tenía «tiempo ni energías» para Palm Beach. Un joven de veintitrés años que se había hecho millonario gracias a internet se había quedado por cuatro cuartos con el chalé que los Harrison tenían en las pistas de esquí de Jackson Hole. La única propiedad que les quedaba era la casa de campo de Connecticut. Constaba de casi seis hectáreas de espléndidas tierras de labranza, más un establo para cuatro caballos y un estanque lo bastante grande para navegar en bote de remos, pero la casa no se había reformado desde los años setenta, y los animales ya habían desaparecido hacía mucho tiempo, debido a lo caro que resultaba mantenerlos. Los Harrison tendrían que invertir mucho dinero para poner al día la finca, así que se limitaban a alquilarla tan a menudo como les resultaba posible, ya fuera por semanas, meses o, si era necesario, fines de semana. De las gestiones se encargaba siempre un agente inmobiliario discreto y de confianza, de manera que nadie supiera a qué legendaria familia le estaba alquilando la casa en realidad.

Andy se terminó el café y observó de nuevo el artículo. ¿Cuántos años había pasado leyendo esas páginas, devorando con los ojos las fotos de las felices novias y de los apuestos esposos, admirando los lugares en los que habían estudiado, sus empleos, sus perspectivas de futuro y sus orígenes? ¿Cuántas veces se había preguntado si ella también aparecería en esas páginas algún día, qué datos sobre su persona y qué fotos de ella publicarían? ¿Una docena de veces? ¿Más? En ese momento, sin embargo, qué extraño le parecía imaginarse a otras jóvenes hechas un ovillo en el sofá de sus minúsculos apartamentos, con el pelo recogido en una cola de caballo y vestidas con unos raídos pantalones de chándal, leyendo el artículo sobre la boda de Andy y pensando: «¡Hacen una pareja perfecta! Los dos han estudiado en buenos colegios, tienen buenos trabajos y en las fotos aparecen la mar de sonrientes, como si estuvieran locamente enamorados. ¿Dónde puedo encontrar yo a un chico así?».

Pero había algo más. Sí, la carta. No podía dejar de pensar en ella. Sin embargo, le pasó por la mente otro recuerdo que le causó cierta aprensión: recordó haber escrito su propia reseña de boda para el New York Times, pero con Alex en el papel de novio. Había escrito al menos una docena de versiones distintas mientras aún salían juntos. Andrea Sachs y Alexander Fineman, ambos licenciados en bla, bla, bla… Lo había practicado tantas veces que casi le resultaba extraño ver su nombre junto al de Max.

¿Por qué últimamente no conseguía desprenderse del pasado? Primero, la pesadilla en la que aparecía Miranda. Y ahora, el recuerdo de Alex.

Aún envuelta en el lujoso albornoz del hotel, con la alianza de diamantes en el dedo anular de la mano izquierda, se recordó a sí misma que no debía caer en el revisionismo histórico. Sí, Alex había sido un novio increíble. Es más, se había convertido en su confidente, compañero y mejor amigo. Pero también era terriblemente obstinado y bastante crítico. Había considerado que el empleo en Runway era indigno de Andy prácticamente desde que ella lo había aceptado, y no la había apoyado en su carrera todo lo que ella esperaba. Aunque Alex nunca le había dicho nada, no podía evitar tener la sensación de que lo había decepcionado al no elegir un camino más desinteresado, como la enseñanza, la medicina o algo sin fines de lucro.

Por otro lado, Max aceptaba su carrera profesional. Había invertido en The Plunge desde el primer día, y aseguraba que ésa era una de las decisiones más audaces y acertadas que había tomado en los negocios. Le encantaba el empuje de Andy, su curiosidad, y no dejaba de repetirle lo estimulante que era para él salir con una mujer interesada por algo más que el próximo acto benéfico o por averiguar quién iba a la isla de San Bartolomé en Navidad. Jamás estaba tan ocupado que no pudiera escuchar las ideas para sus reportajes, o presentarle a interesantes contactos u ofrecerle consejos para conseguir más anunciantes. Daba igual que no tuviera ni idea de vestidos de boda o tartas fondant: el proyecto de Andy y de Emily le había causado una más que grata impresión, y no hacía más que decirle a su novia lo orgulloso que estaba. Era comprensivo con las agendas ajetreadas y los horarios de locura: ni una sola vez, desde que se conocían, le había montado el número por quedarse trabajando hasta tarde, recibir llamadas fuera del horario laboral o acercarse a la redacción un sábado sólo para asegurarse de que la revista estaba perfectamente maquetada antes de mandarla a la rotativa. Lo más habitual era que él también estuviera trabajando, tratando de poner en marcha algún negocio nuevo, estudiando la cada vez más escasa cartera de valores que Harrison Media aún controlaba, o volando a alguna parte del mundo para apagar algún fuego o aplacar algún ego. Cada uno intentaba adaptarse a los horarios de trabajo del otro, se animaban mutuamente y se ofrecían consejo y apoyo. Ambos conocían las reglas y las respetaban: «Trabaja duro, diviértete todo lo que puedas». Y el trabajo era lo primero.

En ese instante sonó el timbre de la suite y Andy se vio de nuevo catapultada a la realidad. Puesto que no estaba preparada aún para hacer frente a su madre o a Nina, ni siquiera a su hermana Jill, se quedó muy quieta. «Largo —deseó en silencio—. Dejadme pensar.»

Pero el timbre no dejó de sonar. Quienquiera que fuese, llamó otras tres veces. Andy hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, se obligó a sonreír y abrió.

—¡Buenos días, señora Harrison! —canturreó el administrador de la finca, un hombre bastante corpulento de cierta edad, cuyo nombre Andy no conseguía recordar. Lo acompañaba una mujer uniformada que empujaba un carrito del servicio de habitaciones—. Por favor, acepte este pequeño desayuno para celebrar la boda, junto con nuestra más sincera enhorabuena. Hemos pensado que usted y el señor Harrison desearían comer algo antes del almuerzo-comida.

—Oh, sí, muchas gracias. Es todo un detalle.

Se ajustó el albornoz y retrocedió un poco para dejar paso a la mujer del carrito. En ese momento, vio en el suelo del pasillo el cartelito de «no molestar», que ella misma había colgado de la puerta la noche anterior. Suspirando, lo recogió y lo colocó de nuevo en la puerta.

La camarera llevó el carrito del desayuno, cubierto con una tela, hasta la salita y lo colocó justo delante de la ventana panorámica. Charlaron brevemente sobre la ceremonia y el banquete mientras la joven camarera servía zumo de naranja recién exprimido y destapaba los recipientes de mantequilla y mermelada. Finalmente, la joven la saludó con una torpe minirreverencia y se marchó.

Feliz de haber terminado oficialmente la obligada dieta previa a la boda, Andy agarró el cesto repleto de bollería y aspiró, a través de la servilleta, el delicioso aroma. Cogió un cruasán de mantequilla, aún caliente, y le dio un bocado. De repente, se sentía famélica.

—Vaya, veo que ya te encuentras mejor —dijo Max, que acababa de salir de la habitación con el pelo revuelto y los suaves pantalones de punto del pijama como único atuendo—. Ven aquí, borrachita mía. ¿Cómo va esa resaca?

Aún estaba masticando cuando él la rodeó con los brazos. El roce de sus labios en el cuello la hizo sonreír.

—No estaba borracha —murmuró con la boca aún llena de cruasán.

—¿Qué tenemos aquí?… —dijo Max al tiempo que cogía una magdalena de arándanos y se la metía en la boca.

A continuación sirvió dos tazas de café y preparó el de Andy justo como a ella le gustaba, con un poquito de leche y dos sacarinas. Después bebió un largo trago del suyo.

—Mmm, qué bien sienta.

Andy observó a Max mientras bebía café, con el pecho desnudo y un aire de lo más apetitoso. Deseó meterse de nuevo bajo las mantas con él y no volver a salir nunca. ¿Se lo había imaginado todo? ¿Había sido una pesadilla y nada más? Allí delante de ella, acercándole la silla, llamándola medio en broma señora Harrison mientras le colocaba la servilleta sobre el regazo con un gesto teatral, se hallaba el hombre al que —hasta hacía apenas trece horas— amaba más que a nada en el mundo, la persona en la que más confiaba. A la mierda la cartita de marras. ¿A quién le importaba lo que pensara la madre de Max? ¿Y qué, si Max se había encontrado casualmente con su ex? No le estaba ocultando nada. La amaba a ella, a Andy Sachs.

—Toma, mira la reseña de la boda —dijo mientras le ofrecía a Max el suplemento dominical de «Estilo». Sonrió cuando él se lo arrebató de las manos—. Está bien, ¿no?

Él leyó el texto en diagonal.

—¿Bien? —dijo al cabo de un minuto—. Es perfecto.

Rodeó la mesa y se arrodilló junto a ella igual que había hecho un año antes, cuando le había propuesto matrimonio.

—¿Andy? —dijo observándola con aquella mirada de infarto que a ella tanto le gustaba—. Sé que te ocurre algo. No sé por qué estás tan nerviosa, ni qué es lo que te preocupa, pero quiero que sepas que te amo más que a nada en esta vida y que estoy aquí, que podemos hablarlo cuando estés preparada. ¿De acuerdo?

«¿Lo veis? ¡Me entiende! —quiso gritar ella para que lo oyera todo el mundo—. Intuye que pasa algo. Y eso, en sí mismo, significa que no hay ningún problema, ¿no?» Tenía las palabras en la punta de la lengua: «Leí la carta de tu madre. Sé que viste a Katherine en las Bermudas. ¿Pasó algo? ¿Por qué no me contaste que la habías visto?», pero no consiguió pronunciarlas. Lo único que hizo fue apretarle la mano a Max y tratar de ahuyentar sus miedos. Ése era el único fin de semana en que celebraba su boda y no quería que la incertidumbre y las discusiones se lo estropearan.

Se odió un poquito a sí misma por escurrir el bulto, pero… todo se arreglaría, se dijo. Tenía que ser así.