12
Falsas acusaciones de acoso más alguna que otra camisa de fuerza
Andy entró en el Starbucks que estaba más cerca de Elias-Clark y tuvo que apoyarse en el mostrador para mantener el equilibrio. Llevaba diez años sin entrar allí, pero los recuerdos la asaltaron de forma tan vívida y desagradable que a punto estuvo de desmayarse. Un rápido vistazo a su alrededor le sirvió para confirmar que no le sonaba la cara de ninguno de los empleados que en ese momento estaban tras las cajas registradoras o usando las cafeteras exprés. Vislumbró a Emily, que la saludaba con la mano desde una mesa situada en un rincón.
—Menos mal que ya has llegado —dijo ésta mientras bebía un sorbito de su café con leche y hielo, tratando de no estropearse el carmín.
Andy consultó su reloj.
—Llego casi quince minutos antes de la hora. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—No quieras saberlo. Llevo desde las cuatro de la mañana cambiándome de ropa.
—Qué relajante.
Emily hizo un gesto de impaciencia.
—No obstante, ha valido la pena —añadió Andy, mientras admiraba la falda de tubo, de bouclé, que lucía Emily, su ceñido suéter de cuello alto, de cachemira, y sus botas de altísimo tacón—. Estás impresionante.
—Gracias, tú también —respondió automáticamente su amiga sin apartar la mirada del teléfono.
—Sí, he pensado que este vestido prestado me quedaría bastante bien. No está mal para ser premamá, ¿verdad?
Emily levantó de golpe la cabeza con una mirada aterrorizada.
—Ja, era broma. Llevo el vestido que tú me dijiste, y no es premamá.
—Qué simpática.
Andy contuvo una sonrisa.
—¿Cuándo crees que deberíamos ir para allá?
—¿Dentro de cinco minutos? ¿O ya? Ya sabes lo mucho que le gusta que la gente llegue tarde.
Andy cogió el café de Emily y bebió un sorbito. Estaba espeso de tanto azúcar, hasta el punto de que apenas subía por la cañita.
—¿Cómo te puedes beber esta porquería?
Su amiga se encogió de hombros.
—Bien, esto es lo que no tenemos que olvidar —dijo Andy—: no le debemos nada a Miranda. Hemos venido a escuchar y sólo a escuchar. Ya no está en situación de arruinarnos la vida con un simple toque de su varita.
Sonaba muy bien, pero ni ella misma se lo acababa de creer.
—Venga ya, Andy, no te engañes. Es la directora editorial de todo el grupo Elias-Clark. Sigue siendo la dama más poderosa tanto de la moda como del mundo editorial. Podría arruinarnos la vida simplemente porque sí, y estoy convencida de que tú también llevas despierta desde las tres de la madrugada.
Andy se puso en pie y se abrochó el plumón. Le habría gustado ponerse algo más elegante, pero hacía un día gélido y no se sentía preparada para pasar frío además de miedo. Había dedicado sus habituales treinta minutos a arreglarse esa mañana y se había puesto el vestido de las hombreras doradas, tal y como Emily le había aconsejado. No le iban a dar el premio al mejor atuendo, desde luego, pero su aspecto era más que aceptable.
—Venga, vámonos. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
—Una actitud muy positiva —repuso Emily sacudiendo la cabeza de un lado a otro. Aun así, se puso en pie y se subió la cremallera de su preciosa chaqueta de piel.
No cruzaron ni una sola palabra en el trayecto hasta Elias-Clark, y Andy se sintió considerablemente bien hasta que entraron en el vestíbulo y se dirigieron al mostrador de recepción para registrarse, algo que ninguna de las dos había hecho desde la primera vez que las habían entrevistado allí.
—Esto es surrealista —comentó Emily al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor. Le temblaban las manos.
—No veo a Eduardo en los torniquetes. Ni a Ahmed en el quiosco. No reconozco a nadie…
—Pero a ella sí, ¿verdad? —dijo Emily lanzando una mirada por encima del hombro mientras se guardaba la placa de visitante en el bolso.
Andy siguió la dirección de su mirada y vio de inmediato a Jocelyn, niña mimada de la sociedad y flamante nueva directora de la sección de moda en Runway, que en ese momento cruzaba el vestíbulo. Andy sabía, gracias a los blogs de cotilleos, que Jocelyn había estado muy atareada durante la última década: dos hijos con su esposo, un banquero millonario, tras lo cual se había divorciado y se había casado en segundas nupcias con un multimillonario, con el que había tenido otros dos hijos. Pero, al verla, nadie lo habría dicho: estaba tan joven, delgada y lozana como cuando Andy vagaba por aquellos pasillos. Es más, podría decirse que llevaba muy bien los treinta y pocos años, pues demostraba una serenidad, una majestuosidad y una confianza en sí misma que no había poseído de más joven. No pudo evitar quedársela mirando.
—Creo que no puedo hacerlo —murmuró.
Se sintió invadida de repente por una oleada de nerviosismo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Acaso creía que podía presentarse allí después de todo lo que había ocurrido y entrar tan tranquila en el despacho de Miranda Priestly? Era una idea espantosa, un completo desastre. Sintió una necesidad apremiante de huir.
No obstante, Emily la cogió del brazo y prácticamente la arrastró para obligarla a cruzar los torniquetes y llegar hasta el ascensor. Por suerte, no había nadie más. Emily pulsó el botón de la planta dieciocho y se volvió hacia ella.
—Vamos a hacerlo juntas, ¿de acuerdo? —dijo con la voz ligeramente temblorosa—. Intenta ver el lado bueno: por lo menos, no tenemos que ir a la planta de Runway.
Andy no tuvo tiempo de responder, pues las puertas del ascensor se abrieron y se encontraron cara a cara con la consabida austeridad blanca de todas las recepciones de Elias-Clark. Después de su espectacular ascenso, Miranda se había trasladado a un amplio despacho en la planta de empresa, aunque seguía conservando intacta su guarida de Runway. Según se decía, era capaz de ir de un despacho a otro sin que nadie la viera, con lo que conseguía aterrorizar al doble de personal en la mitad de tiempo.
—Parece que no se han molestado en redecorar todo esto —murmuró Andy.
La recepcionista, una morenita menuda que llevaba la melena recogida en una cola quizá demasiado tiesa y los labios pintados de un llamativo tono carmín, les ofreció una sonrisa forzada que más bien parecía una mueca.
—¿Andrea Sachs y Emily Charlton? Por aquí.
Antes de que ninguna de las dos tuviera tiempo de confirmar su identidad, o de quitarse la bufanda, la joven acercó su tarjeta al teclado, abrió las inmensas puertas de cristal y las cruzó apresuradamente, sin que los tacones de diez centímetros la obligaran en absoluto a aminorar la marcha. Emily y Andy tuvieron que corretear para seguirla.
Intercambiaron alguna que otra mirada mientras seguían a la recepcionista por un laberinto de pasillos, espléndidos despachos revestidos de cristal con espectaculares vistas al Empire State y ejecutivos en distintas fases de ejecución, todos ellos vestidos con carísimos trajes. ¡Todo aquello iba demasiado deprisa! No iban a tener ni un solo momento para sentarse, recobrar el aliento o tranquilizarse la una a la otra con palabras reconfortantes. La recepcionista ni siquiera les había ofrecido un vaso de agua, ni tampoco les había cogido el abrigo. Por primera vez, Andy entendió —lo entendió de verdad— cómo debían de haberse sentido todos los editores, redactores, modelos, diseñadores, anunciantes, fotógrafos y empleados en general de Runway cada vez que abandonaban la relativa seguridad de sus propios despachos para ir a visitar a Miranda. No era de extrañar que en su momento le hubiesen parecido muertos vivientes.
Instantes más tarde llegaron a una suite parecida al espacio que Miranda había ocupado en Runway: una pequeña antesala con dos inmaculadas mesas para las asistentes, justo delante de una cristalera tras la cual se apreciaba un despacho inmenso de espectaculares vistas, decorado en discretos tonos grises y blancos con algún que otro toque de amarillo claro o azul turquesa, lo que le confería a la estancia el aspecto de una soleada casa en la playa. En las paredes se veían cuadros enmarcados en madera que tenían un aire a la vez antiguo y moderno, con fotos de Caroline y Cassidy. A sus dieciocho años, las gemelas aparecían muy guapas en las imágenes, aunque también transmitían, cada una a su manera, cierto aire hostil. La moqueta, de un blanco sorprendente, iba de una pared a la otra: el único toque de color era una irregular veta de hilo azul turquesa. Andy acababa de fijarse en el enorme tapiz que colgaba de la pared del fondo, un diseño en tela bordada que parecía un cuadro, cuando se abrió una puerta en el despacho de Miranda y apareció la susodicha en persona. Sin molestarse siquiera en mirar a Andy o a Emily, ni a sus propias asistentes, se dirigió a su mesa y empezó a emitir las consabidas órdenes.
—¿Charla? ¿Me oyes? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
La tal Charla en cuestión se disponía en ese momento a saludar a Andy y a Emily, pero les hizo un gesto con el dedo índice para que esperaran, cogió una tablilla con sujetapapeles —el Boletín, sin duda— y entró a toda prisa en el despacho de Miranda.
—Sí, Miranda, aquí estoy. ¿En qué puedo…?
—Llama a Cassidy y dile que le pregunte a su entrenadora de tenis si quiere acompañarnos este fin de semana; luego llama a la entrenadora y pregúntaselo tú misma. No acepto un no por respuesta. Haz saber a mi marido que saldremos mañana del apartamento a las cinco en punto. Informa al garaje y al personal de Connecticut de nuestra hora de llegada. Antes de que nos marchemos, envía por mensajero a mi apartamento un ejemplar de ese libro nuevo, el que reseñaron el domingo pasado, y programa una llamada telefónica al autor para el lunes a primerísima hora. Reserva mesa para comer hoy a la una e informa a la plantilla de Karl en Nueva York. Averigua dónde se hospeda la gente de Bulgari y envía flores, muchas flores. Dile a Nigel que estaré lista para la prueba de ropa a las tres en punto, ni un minuto más tarde, y asegúrate de que el vestido y todos los accesorios estén a punto. Ya sé que los zapatos aún no estarán terminados, porque me los están haciendo en Milán, pero averigua las medidas exactas y asegúrate de que tenga una réplica idéntica para el repaso general. —Fue precisamente aquí donde Miranda cogió aire por fin y dirigió la mirada al techo, como si estuviera esforzándose por recordar la última orden—. Ah, sí, y contacta con la gente de Planificación Familiar y programa una reunión para acordar los detalles del acto benéfico de primavera. ¿Ya ha llegado mi cita de las once?
Andy estaba tan absorta en las minucias de las peticiones de Miranda, tan concentrada automática e instintivamente en recordar y asimilar toda aquella información, que a duras penas oyó la última frase. Fue un codazo de Emily en las costillas lo que la devolvió a la realidad.
—Prepárate —le susurró su amiga mientras se quitaba el abrigo y lo dejaba caer junto a la mesa de una de las asistentes.
Andy la imitó.
—¿Y cómo quieres que me prepare? —le preguntó entre dientes.
—Miranda ya puede recibirlas —dijo Charla.
La ausencia de sonrisa en su rostro era sin duda un mal presagio. La joven no se molestó en acompañarlas al despacho de su jefa, tal vez porque suponía que ya conocían el protocolo, o porque no las consideraba lo bastante importantes, o porque el sistema había cambiado en los últimos años. Fuera como fuese, cuando les indicó por señas que entraran, Andy respiró profundamente al mismo tiempo que Emily cogía aire y, juntas, entraron en el despacho de Miranda lo más tranquilas que pudieron.
Por suerte, o por milagro, Miranda no las repasó de arriba abajo. De hecho, ni siquiera se molestó en mirarlas. Tampoco las invitó a sentarse, ni las saludó ni pareció reconocer de ningún otro modo su existencia. Andy tuvo que controlar la necesidad de comunicar alguna especie de progreso o logro, de hacerle saber a Miranda que su comida estaba perfectamente programada o la profesora particular convenientemente regañada. Percibió el nerviosismo que también emanaba de Emily. Sin saber muy bien qué hacer ni qué decir, las dos se limitaron a quedarse allí, durante los cuarenta y cinco segundos más incómodos que nadie había tenido que soportar jamás, donde fuera y por el motivo que fuera. Andy miró de reojo a su amiga, pero ésta parecía paralizada por el terror y la incertidumbre, de modo que siguieron allí plantadas.
Miranda estaba sentada en el borde de su gélida silla metálica, con la espalda tiesa como una vara y su clásica melena tan impecable que casi parecía una peluca. Llevaba una falda plisada de color gris marengo, de lana o tal vez de cachemira, y una blusa de seda estampada en llamativos tonos rojos y anaranjados. Se cubría los hombros con un elegante bolero blanco de pelo de conejo y llevaba colgada del cuello una cadena con un rubí grande, del tamaño de una peladilla. Se había pintado las uñas y los labios a conjunto, del mismo tono rojo vino. Andy contempló, fascinada, aquellos finos labios pintados, y se fijó en cómo Miranda los apoyaba en el borde de la taza de papel, bebía un sorbito de café y luego los retiraba. La vio pasarse la lengua muy despacio, con gesto deliberado, primero por el labio superior y luego por el labio inferior. Era igual que observar a una boa en el acto de devorar a un ratón.
Finalmente —¡finalmente!— Miranda apartó la mirada de los papeles que estaba revisando y la dirigió hacia ellas, aunque en ningún momento dio la más mínima muestra de haberlas reconocido. Se limitó a ladear ligeramente la cabeza, a desplazar la mirada de Emily a Andy y luego de Andy a Emily, hasta que dijo:
—¿Sí?
«¿Sí?» «¿Sí?» «Sí», como si en realidad quisiera decir «¿En qué puedo ayudaros, intrusas?». Andy notó cómo el corazón empezaba a latirle aún más deprisa. ¿Es que Miranda no había asimilado aún que ella las había convocado? Casi le dio un ataque al comprenderlo, pero Emily abrió la boca, dispuesta a hablar.
—Hola, Miranda —dijo aparentando una tranquilidad que no sentía, con una sonrisa tan amplia como falsa en el rostro—. Me alegro de volver a verte.
Andy, a su vez, le ofreció a Miranda otra sonrisa tan amplia como falsa y asintió con entusiasmo. ¿No tenía que mostrarse serena, fría y compuesta? Se había ido al garete la idea de que aquella mujer ya no podía hacerles daño, de que ya no la necesitaban para nada, de que el dominio que había ejercido sobre ellas se había esfumado hacía mucho tiempo. Lo único que hacían era estar allí plantadas, sonriendo las dos como chimpancés.
Miranda las observó, todavía sin dar muestras de haberlas reconocido, ni tampoco pareció entender que era precisamente ella quien había convocado la reunión.
Emily lo intentó de nuevo.
—Nos alegramos mucho cuando solicitaste esta reunión. ¿Hay algo en lo que podamos ayudarte?
Andy oyó a Charla coger aire con fuerza, en la antesala. Aquello amenazaba con acabar muy, pero que muy mal.
Miranda, sin embargo, se limitó a adoptar una expresión de sorpresa.
—Sí, claro, os he convocado para hablar de vuestra revista, The Plunge. El grupo Elias-Clark está interesado en adquirirla. Pero… ¿a qué te referías cuando has dicho que te alegras de volver a verme?
Andy se volvió de inmediato para observar a Emily, pero su amiga estaba paralizada en ese momento, con la mirada clavada en Miranda. Cuando Andy se atrevió a contemplar de reojo a la mujer, se dio cuenta de que aquella bruja estaba fulminando a Emily con la mirada.
No tuvo elección.
—Ah, creo que Emily se refiere simplemente al hecho de que ya ha pasado mucho tiempo desde que trabajábamos juntas. ¡Casi diez años! Emily fue tu primera asistente durante dos años, y yo…
—¡Dos y medio! —exclamó Emily.
—Y yo estuve trabajando aquí durante un año.
Miranda se rozó el labio rojo, desagradablemente húmedo, con una uña del mismo tono y entornó los ojos, como si se estuviera concentrando. Tras otro incómodo silencio, dijo:
—No me acuerdo. Supongo que imaginaréis que desde entonces he tenido muchas asistentes…
Emily parecía a punto de querer asesinar a alguien. Angustiada por lo que su amiga pudiera decir, Andy intervino rápidamente. Soltó una risilla forzada, que incluso a ella le sonó ridícula y amarga.
—Sí, me alivia que no te acuerdes, pues mi… eh… estancia aquí no terminó precisamente bien. Era tan joven por entonces… Y París, aunque es una ciudad maravillosa, me resultaba abrumadora…
Andy se dio cuenta de que Emily la estaba fulminando con la mirada, que deseaba que se callara de una vez, pero fue Miranda quien la interrumpió.
—¿Alguna de vosotras dos es aquella pobre desgraciada que se quedó completamente catatónica, hasta el punto de que tuvieron que llevársela a un hospital psiquiátrico?
Las dos chicas negaron con la cabeza.
—¿O tal vez alguna de vosotras dos es aquella lunática que amenazaba una y otra vez con pegarle fuego a mi apartamento…?
Más que una pregunta parecía una afirmación, aunque Miranda las observó para ver si sus palabras provocaban algún tipo de reacción.
De nuevo, las dos chicas negaron con la cabeza. Miranda frunció el ceño.
—Y luego estaba aquella chica feúcha, la de los zapatos tan horrendos, que se inventó no sé qué historia de acoso laboral e intentó denunciarme. Pero aquélla era rubia.
—No éramos nosotras —dijo Andy.
Se dio cuenta de que Miranda estaba observando fijamente sus botines, que no era que fueran del todo horrendos, pero tampoco llevaban la firma de ningún diseñador.
—Bueno, pues entonces no creo que fuerais demasiado interesantes.
Andy sonrió, esta vez de verdad. «Supongo que tienes razón —pensó—. Mandarte a la mierda en una calle de París y dejarte plantada en mitad de los desfiles no es algo digno de ser recordado. Tomo nota.»
Su sorpresa se vio interrumpida entonces por un agudo chillido de Miranda, cuya voz no había cambiado con los años y seguía teniendo el mismo tono y tesitura que aún atormentaba a Andy en sus recuerdos y pesadillas.
—¡Charla! ¡Holaaaa! ¿Hay alguien ahí? ¡Holaaaa!
Una joven que obviamente no era Charla, sino una versión más joven y aún más guapa, se materializó junto a la puerta.
—¿Sí, Miranda?
—Charla, dile a Rinaldo que venga. Necesito a alguien que se ocupe de los números.
La petición aterrorizó claramente a la joven.
—Eh, pues, a ver… Creo que Rinaldo no está. Tiene fiesta. ¿Hay alguien más a quien pueda avisar?
Miranda suspiró tan profundamente y con un gesto de tamaña decepción que Andy se preguntó si se proponía despedir de forma inminente a la versión light de Charla. Volvió a mirar de reojo a Emily, ansiosa por establecer algún tipo de contacto, pero su amiga estaba junto a ella con las manos enlazadas en una especie de llave mortal y cara de estar a punto de desmayarse.
—Pues Stanley. Que venga aquí de inmediato. Es todo.
La chica que no era Charla salió apresuradamente del despacho con una expresión de inquietud y miedo en el rostro, y Andy sintió deseos de abrazarla. En lugar de eso, sin embargo, pensó en su Stanley, a salvo y calentito en esos momentos, probablemente royendo un palito de vergajo de toro, y lo echó muchísimo de menos. O tal vez lo que echó de menos fue estar en cualquier otro lugar que no fuera aquella oficina.
Instantes más tarde se materializó en el despacho de Miranda un hombre de mediana edad, vestido con un traje nada moderno, y sin que nadie lo saludara ni lo invitara, pasó frente a las presentes y se sentó a la mesa redonda.
—¿Miranda? ¿Te importaría presentarme a las visitas?
Emily se quedó boquiabierta y Andy se llevó tal sorpresa que a punto estuvo de echarse a reír en voz alta. ¿Quién era aquel valiente vestido con un traje ordinario que se atrevía a hablarle a Miranda como si no fuera más que una simple mortal?
La mujer pareció momentáneamente alterada, pero hizo una seña a Andy y a Emily para que la siguieran hacia la mesa, donde se sentaron las tres.
—Stanley, te presento a Andrea Sachs y a Emily Charlton. Son, respectivamente, la redactora jefa y la directora de publicidad de The Plunge, la última incorporación al mercado de las revistas de bodas, tal y como te hice saber hace unas cuantas semanas. Señoras, les presento a Stanley Grogin.
Andy aguardó una explicación acerca de las funciones de Stanley Grogin, pero Miranda no les proporcionó más datos.
El hombre rebuscó entre algunas carpetas mientras murmuraba en voz baja, y finalmente sacó tres pliegos grapados de un portafolios de piel y se los entregó, respectivamente, a Andy, a Emily y a Miranda.
—Nuestra oferta —dijo.
—¿Oferta? —exclamó Emily.
Era la primera palabra que pronunciaba en varios minutos, pero sonó más bien como si estuviera suplicando ayuda.
Stanley observó a Miranda.
—¿Es que no las has puesto al corriente?
Ella se limitó a fulminarlo con la mirada.
—Miranda ha comentado que ella, es decir, usted…, o sea, Elias-Clark, estaba interesado en adquirirnos —terció Emily.
—The Plunge ha demostrado tener una sólida expansión, tanto en suscriptores como en anunciantes, desde que se fundó hace tres años. Me ha impresionado su nivel de elegancia y sofisticación, dos cualidades que por lo general no se dan en las revistas de bodas. El reportaje principal que se publica en cada número es especialmente interesante. Merecéis que se os felicite por lo que habéis logrado —dijo Miranda, tras lo cual unió ambas manos sobre sus papeles y observó fijamente a Andy.
—Gracias —graznó ésta, con voz ronca. Ni siquiera se atrevía a mirar a Emily.
—Por favor, tomaos vuestro tiempo para considerar la oferta —dijo Stanley—. Supongo que querréis que vuestro equipo le eche un vistazo.
Fue en ese momento cuando Andy se dio cuenta de lo pardillas que debían de parecer, presentándose allí sin su propio «equipo». Cogió su pliego de papeles y empezó a hojearlo. A su lado, Emily hizo lo mismo. A medida que iba captando alguna que otra frase —«actual plantilla editorial», «transición», «traslado de la redacción»—, dejó de prestar atención y las palabras se le empezaron a mezclar. Hasta que llegó a la penúltima página, cuando la mirada se le quedó clavada en el precio de compra: una cifra astronómica, tan alta que la devolvió de golpe a la realidad. Millones. Le resultó difícil pasar de la palabra «millones».
Stanley aclaró algunos puntos que Andy no había entendido del todo y les dio copias de la oferta para que se la pasaran a su equipo de asesores legales («Nota —pensó ella—: conseguir equipo de asesores legales») y propuso que programaran otra reunión al cabo de unas dos semanas para comentar cualquier duda que pudieran tener. Hablaba como si considerara que la operación era un hecho consumado, que desde luego estarían las dos locas si no aceptaban una oferta tan generosa de un grupo editorial tan prestigioso. Simplemente era cuestión de decidir cuándo se cerraba el trato.
La chica que no era Charla apareció entonces en la puerta de la oficina y comunicó que el coche que debía llevar a Miranda a comer ya había llegado y estaba abajo, esperando. Andy sintió la imperiosa necesidad de preguntar si el conductor seguía siendo Igor y, si ése era el caso, cómo se encontraba, pero se obligó a mantener la boca cerrada. Miranda le ordenó a la chica que le llevara agua San Pellegrino helada con una rodaja de lima, sin dar a entender en ningún momento que hubiera oído lo del coche, y se puso en pie.
—Emily, An-dre-aaa… —anunció.
Andy esperó algo más, por ejemplo, «Encantada de conoceros», o «Me alegro de volver a veros», o «Que paséis una buena tarde» o «Esperamos noticias vuestras», pero los segundos de silencio que siguieron le dieron a entender que no pensaba añadir nada más. Miranda hizo un gesto de asentimiento dirigido a las dos, murmuró entre dientes algo de que no podía pasarse todo el día esperando su respuesta y salió del despacho. Andy observó a la joven que no era Charla mientras le tendía a Miranda un espléndido abrigo de visón y una copa de cristal llena de agua San Pellegrino. Ella le arrebató ambos objetos sin ni siquiera aminorar el paso. Sólo cuando hubo desaparecido pasillo abajo, Andy se dio cuenta de que llevaba casi un minuto sin respirar.
—Bueno, siempre es una aventura, ¿no? —dijo Stanley mientras recogía sus papeles y entregaba una tarjeta de visita a cada una de las chicas—. Esperamos noticias vuestras cuanto antes. Llamadme si tenéis alguna pregunta. Os será más fácil dar conmigo que con ella, pero bueno, eso ya lo sabéis, ¿no?
Les tendió la mano, se la estrechó maquinalmente a ambas y desapareció pasillo abajo sin pronunciar una sola palabra más.
—Todo un personaje —murmuró Emily entre dientes.
—¿Crees que sabe quiénes somos? —preguntó Andy.
—Pues claro que lo sabe. Hasta sabrá cuál es nuestro puto signo del zodíaco, me juego lo que quieras. Trabaja para Miranda.
—Pues los dos juntos forman un verdadero dream team —susurró Andy—. ¿Cuánto habrá durado en total la reunión? ¿Siete minutos? ¿Nueve? Anda que nos han agasajado mucho…
Emily agarró a Andy de la muñeca y se la apretó hasta hacerle daño.
—¿Te puedes creer lo que acaba de pasar? Larguémonos de aquí. Tenemos que hablar.
Les dieron las gracias a Charla y a la joven que no era Charla y Andy pensó, durante un instante, lo increíble que resultaba que Miranda no le hubiera cambiado el nombre ni una sola vez durante toda la reunión. Le entraron ganas de sentarse con aquellas dos pobres muchachas (Charla sólo parecía ligeramente oprimida, como si le hubieran pisoteado pero no aplastado del todo el alma, pero la joven que no era Charla tenía la mirada apagada y la expresión vacía de quien sufre una depresión clínica) y tranquilizarlas diciéndoles que, si decidían luchar, existía una vida después de Miranda Priestly. Que un día volverían la vista atrás para contemplar aquel año de esclavitud y, a pesar de algún que otro momento de estrés postraumático, se sentirían orgullosas de haber sobrevivido al más duro trabajo de asistente del mundo entero. Sin embargo, se limitó a sonreír amablemente, a darles las gracias a las dos por su ayuda y a aceptar su abrigo, tras lo cual tanto ella como Emily huyeron de allí todo lo deprisa que pudieron, aunque sin perder la dignidad en ningún momento.
—¿Vamos al Shake Shack de la parte alta o al de toda la vida? —preguntó Andy nada más llegar a la acera, famélica de repente.
—Venga ya —suspiró Emily—. ¿En serio estás pensando ahora en hamburguesas?
—¡Hicimos un trato! Hamburguesas, patatas fritas y batidos. Y un bodi para mi bebé. ¡Era la condición para venir a esta reunión!
Emily se dirigió correteando al Starbucks en el que se habían encontrado apenas una hora antes.
—¿Puedes concentrarte durante un segundo en algo que no sea comida? Te lo debo, ¿vale? Toma, bébete esto.
Emily pidió té helado para Andy y una taza de café solo para ella. Cogieron sus bebidas y Andy, molesta pero con pocas ganas de montar una escena, la siguió a regañadientes hasta una mesa del fondo.
A Emily le centelleaban los ojos de entusiasmo y le temblaban las manos.
—Es que no me puedo creer lo que acaba de pasar —exclamó—. O sea, lo deseaba. Miles estaba convencido de que sería así, pero yo no. ¡Quieren comprarnos! Miranda Priestly está impresionada con nuestra revista. Elias-Clark quiere adquirirla. ¿Te lo imaginas?
Andy asintió.
—¿Te puedes creer que ni siquiera nos ha reconocido? Nosotras preocupadas por lo que iba a decir y resulta que ella no tenía ni la más remota idea de que las dos habíamos…
—¡Andy! ¡La puta Miranda Priestly quiere comprar nuestra revista! ¡Nuestra revista! ¡Comprarla! ¿Es que no lo pillas o qué?
Al beber su té, Andy se dio cuenta de que a ella también le temblaban las manos.
—Oh, sí que lo pillo. ¡Es lo más loco que he oído jamás! Halagador, claro, pero básicamente una locura.
Su amiga se quedó boquiabierta, en un gesto muy poco elegante. Permaneció allí, mirándola fijamente, con la mandíbula inferior casi rozando la mesa, durante lo que pareció una eternidad. Finalmente meneó la cabeza de un lado a otro.
—Dios mío, ni siquiera se me había ocurrido pensarlo…
—¿El qué?
—Pero es perfectamente lógico, claro.
—¿El qué?
Emily curvó la boca hacia abajo y frunció el ceño en un gesto de… ¿qué? ¿Decepción? ¿Desesperación? ¿Rabia?
—¿Emily?
—No quieres vender a Elias-Clark, ¿verdad? Tienes tus reservas.
A Andy se le hizo un nudo en la garganta. La cosa no iba bien. Por un lado, se sentía muy orgullosa. Habían alcanzado el suficiente éxito como para despertar el interés de uno de los principales grupos editoriales del mundo: Elias-Clark quería incluirlas en su cartera de publicaciones. ¿Acaso existía un aval mejor para su producto? Pero… Elias-Clark era sinónimo de Miranda Priestly. ¿Realmente Emily quería venderle The Plunge a Elias-Clark? Sin apenas haber pronunciado palabra, la atmósfera entre ambas había cambiado de repente.
—¿Reservas? —carraspeó Andy—. Sí, bueno, podríamos expresarlo así.
—Pero ¿es que no te das cuenta de que esto es precisamente lo que estábamos buscando desde que empezamos? Vender la revista. ¿Y no entiendes que ahora tenemos una oferta, años antes de lo que imaginábamos? ¿Una oferta espléndida de la mejor, literalmente, editorial de revistas del planeta? ¿Qué es lo que no te gusta de todo eso?
—Me gusta todo —dijo Andy hablando muy despacio, con cautela.
Su amiga le dedicó una amplia sonrisa.
—Yo me siento tan halagada como tú, Em —prosiguió ella—. El hecho de que Elias-Clark quiera comprar nuestra revistita es absolutamente abrumador, increíble en todos los sentidos. ¿Y has visto el precio de compra? —añadió dándose una palmada en la frente—. Jamás me había imaginado que algún día llegaría a ver una nómina así.
—Entonces… ¿por qué parece que se te ha muerto el perro? —le preguntó Emily mientras pulsaba la tecla «Ignorar» al ver el rostro de Miles en la pantalla de su móvil.
—Ya sabes por qué. Tú también lo has visto.
Emily fingió no entenderla.
—No he tenido oportunidad de analizar la oferta palabra por palabra, pero en general me ha…
Andy sacó su pliego de papeles y se fue directamente a la página 7.
—¿Te acuerdas de esta pequeña cláusula de aquí? La que dice que todo el equipo editorial sénior debe permanecer en la redacción durante al menos un año natural para colaborar en la transición.
Emily le quitó importancia con un gesto de la mano.
—Sólo es un año.
—¿Que sólo es un año? Ja, no sé dónde he oído eso antes.
—Oh, por favor. Puedes hacer lo que sea durante un año.
Andy se quedó mirando a su amiga.
—Pues la verdad es que eso no es cierto. Lo único que no puedo hacer durante un año es trabajar para Miranda Priestly. Me temo que lo he demostrado sobradamente.
Emily la observó con fijeza.
—Pero no se trata únicamente de ti. Somos socias, y esto es un sueño hecho realidad.
La oferta en sí era gratificante, de eso no cabía duda, pero… ¿cómo iba a aceptar la idea de vender su ojito derecho precisamente a Elias-Clark, por no hablar ya de volver a trabajar allí durante un año? Le resultaba inconcebible. Si ni siquiera habían tenido la oportunidad de cotillear o despotricar acerca de lo que acababan de presenciar: el regreso de Miranda Priestly, su despacho, sus traumatizadas ayudantes, etcétera.
Andy se frotó los ojos.
—Bueno, a lo mejor estamos exagerando las dos. ¿Por qué no contactamos con algún abogado del mundo editorial para que nos represente en la negociación? A lo mejor nos podemos quitar de encima esa cláusula sobre la transición de un año… O a lo mejor aparece alguien más que quiera adquirirnos, ahora que tenemos una oferta sobre la mesa. Si Elias-Clark está tan interesado, es posible que otras editoriales también lo estén, ¿no?
Emily se limitó a mover la cabeza de un lado a otro.
—Es Elias-Clark. Es Miranda Priestly, por el amor de Dios. Es como si nos hubieran ungido.
—Me estoy esforzando, Em.
—¿Que te estás esforzando? Lo que no entiendo es por qué no te lanzas de cabeza ante esta oportunidad.
Ella guardó silencio.
—¿Qué prisa tenemos? —dijo al fin—. Es la primera oferta que nos llega, años antes de lo que pensábamos. ¿Por qué precipitarse? Concedámonos un tiempo, pensémoslo bien y tomemos la mejor decisión para las dos.
—¿Hablas en serio? Estaríamos completamente locas si no aceptáramos esta oferta, lo sabes tan bien como yo.
—Me encanta The Plunge —dijo Andy en voz baja—. Me encanta lo que hemos construido juntas. Me encanta nuestra redacción y nuestro personal, y poder pasar el día contigo. Me encanta no tener a nadie que me diga lo que tengo que hacer o cómo tengo que hacerlo. Y no estoy segura de querer renunciar a todo eso tan pronto.
—Sé que te encanta todo eso, y a mí también. Pero ésta es una oportunidad por la que millones de personas matarían. Sobre todo, cualquiera que haya creado un negocio partiendo de cero. Tienes que tener visión de conjunto.
Andy se puso en pie y recogió sus cosas. Se inclinó hacia Emily y le apretó el brazo.
—Bueno, no hace ni cinco minutos que nos hemos enterado. Démonos un poco de tiempo para pensarlo, ¿de acuerdo? Ya se nos ocurrirá algo.
Emily dejó caer automáticamente la mano sobre la mesa en un gesto de frustración. No fue un golpe violento, pero sí lo bastante como para que su amiga se quedara inmóvil.
—Espero que así sea, Andy. Quiero que sigamos hablando de esto, pero te digo una cosa: no podemos dejar pasar esta oportunidad. No voy a permitir que nos pongamos obstáculos en el camino hacia el éxito.
Ella se echó el bolso al hombro.
—Quieres decir que no vas a permitir que yo ponga obstáculos en tu camino hacia el éxito, ¿no es así?
—Yo no he dicho eso —repuso Emily.
—Pero es exactamente lo que querías decir.
Su amiga se encogió de hombros.
—Puede que odies a Elias-Clark, pero son los mejores y nos han ofrecido la posibilidad de ser ricas. ¿Es que no puedes, ni que sea para variar, hacerte una idea general de lo que significa?
—¿Cómo? ¿Te refieres a esa idea idolatrada que tú siempre has tenido de Elias-Clark? Y, seamos sinceras, también de Miranda.
Emily la fulminó con la mirada. Andy sabía que era mejor dejar el tema, pero no pudo evitarlo.
—¿Qué? Me juego lo que quieras a que aún te culpas a ti misma por el hecho de que te despidieran. Que, aunque fuiste la mejor asistente que Miranda había tenido en su puñetera vida, sigues pensando que Miranda tenía parte de razón cuando te echó a la calle a patadas.
Un destello de ira cruzó el rostro de Emily y Andy supo que se había pasado de la raya.
—Ahora no es el momento, ¿vale? —se limitó a decir su amiga.
—Perfecto. Me voy a hacer unos cuantos recados durante la hora de la comida. Nos vemos en el despacho —dijo Andy.
Y se marchó sin decir ni una sola palabra más. Iba a ser un día muy largo.