19
Ceviche y piel de serpiente: una noche terrorífica
Andy estaba junto a la encimera de su cocina, diluyendo un sobrecito de suero oral en agua, cuando sonó su teléfono.
—¿Agatha? —dijo al tiempo que se colocaba el teléfono entre la mejilla y el hombro—. ¿Va todo bien?
Como siempre, su asistente sonó cansada y harta nada más abrir la boca:
—Emily ha llamado desde Santa Bárbara. Creo que no tenía mucha cobertura en las montañas o en el valle, o donde esté, pero me ha dicho que te informe de que Olive y Clint están discutiendo. La ceremonia ya se ha aplazado una hora, pero Emily teme que vayan a cancelarla definitivamente.
—No —murmuró Andy, sujetando el teléfono con tanta fuerza contra la cara que le empezó a doler la mejilla.
—De momento no tengo más detalles, porque se cortaba todo el rato —dijo Agatha en tono de intenso fastidio, como si Andy le hubiera formulado decenas de preguntas.
¿Tan horrible le había resultado el día, teniendo en cuenta que ninguna de las dos jefas estaba y que lo único que tenía que hacer era beber café y contestar alguna que otra llamada?
En ese instante oyó a Clem llorar en su cuarto.
—¿Agatha? Tengo que dejarte. Te vuelvo a llamar dentro de un rato.
—¿Sabes cuánto rato exactamente? Porque ya son más de las cinco y…
¿Cuántas veces había deseado decirle lo mismo a Miranda, pero en lugar de ello se había mordido la lengua y se había quedado allí otras dos, tres e incluso cinco horas? Su antigua jefa, sin embargo, nunca se había sentido culpable. Andy había esperado en muchas ocasiones hasta las diez o las once de la noche, a veces incluso hasta la doce, si el departamento de diseño no tenía el Libro a punto. ¿Y ahora resulta que su asistente se enfadaba porque eran las cinco de la tarde?
—Tú no te muevas de ahí, ¿vale?
Colgó sin dar más explicaciones, aunque en realidad le entraron ganas de ponerse a gritar y decirle que estaba encerrada en casa con un bebé que llevaba veinticuatro horas vomitando, mientras su socia intentaba enviarles información desde una boda de famosos que debía celebrarse a los pies de las colinas de Santa Bárbara, un lugar en el que era imposible establecer comunicaciones. Tampoco se iba a morir por quedarse sentada a su mesa, cotilleando en Facebook, otra media horita.
Cogió a Clem en brazos y la besó en la cara y en la cabeza. Estaba un poco caliente, pero no parecía tener mucha fiebre.
—¿Cómo está mi niña? —murmuró.
El bebé empezó a llorar.
En algún lugar del apartamento sonó el teléfono fijo. Le dieron ganas de ignorarlo, pero corrió en busca de un supletorio por si acaso era el pediatra que devolvía la llamada o Emily tratando de localizarla.
—¡¿Andy? ¿Me oyes?! —aulló la voz de su amiga al otro lado de la línea.
—Alto y claro. No hace falta que grites —respondió Andy mientras intentaba limpiarse sin éxito el pegote de vómito que tenía en el hombro.
—Eso me lo dices cuando te cuente que la boda se ha cancelado. Adiós. ¡Se acabó! ¡Aquí me tienes, sentada en el Biltmore con unos ochocientos invitados por lo menos y ni rastro de la novia!
El volumen de la voz de Emily iba aumentando a cada palabra.
—¿Qué significa eso de «ni rastro de la novia»?
—¡Ya ha retrasado dos veces la boda! No está. ¡Nadie la ha visto! —dijo Emily entre dientes.
Andy cogió aire con fuerza. Aquello no era bueno. Nada bueno.
—Es Olive Chase —dijo con una tranquilidad que no sentía—. Ha encontrado al hombre perfecto. Quizá es que sólo se ha retrasado un poquito, ¿no?
—¡Joder, que han pasado dos horas, Andy! Y ya circulaban rumores antes, no sé qué de una pelea anoche que se ha alargado hasta esta mañana. No tengo detalles concretos, pero el marido de no sé quién cogió una avioneta ayer a última hora desde Los Ángeles y asegura haber visto a Olive, a su madre y su maquilladora en el aeropuerto de Santa Bárbara, esperando un vuelo a Los Ángeles de American Airlines. Se acabó, Andy. Aún no lo han anunciado oficialmente, pero ya te digo yo que Olive se ha largado y, con ella, nuestro próximo número.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurró Andy, incapaz de disimular el pánico.
—Pues yo vuelvo a Nueva York cagando leches y nos replanteamos el número entero. Aquellos dos cantantes de country que se conocieron en Nashville, ¿cómo se llamaban? Sí, que él está mucho más bueno que ella… Se casaron hace seis meses, pero podemos dedicar la portada a la boda, eso no me preocupa. Lo que me pone de los nervios es que toda la planificación editorial giraba en torno a Olive.
Recordó que todos y cada uno de los artículos del número trataban un tema relacionado con la boda de la actriz: cómo elegir maquillaje adecuado para las novias «maduras», dónde disfrutar de una luna de miel a salvo de curiosos, guías turísticas de Santa Bárbara y Louisville, entrevistas con comerciantes, organizadores de eventos y restauradores de ambas ciudades…
—Ay, Dios mío, es demasiado —gimió Andy—. No lo conseguiremos.
—Y no quiero ni pensar en la publicidad. Me atrevería a decir que el sesenta por ciento de los anunciantes compraron espacio publicitario sólo porque publicábamos la boda de Olive Chase. Puede que más. Y al menos la mitad de esos anunciantes son nuevos clientes que tenemos que conservar como sea.
Andy oyó un ruido en el recibidor y luego un portazo.
—¿Hola? ¿Quién es? —exclamó, tratando de disimular el pánico.
No esperaba a nadie, pero había oído claramente el ruido de la puerta al abrirse y después al cerrarse. Isla tenía el día libre porque debía presentarse a las pruebas de acceso a la escuela de posgrado. Max, por su parte, ya había salido hacia el aeropuerto para un viaje de negocios y no regresaría hasta el día siguiente.
Entonces oyó pasos en el pasillo. Sujetó a Clem con fuerza y pegó la boca al teléfono.
—¡Emily, ha entrado alguien en casa! ¡Llama al 911! ¿Qué hago…?
—Tranquilízate —le dijo Emily en tono de fastidio—. Es la niñera. Le he dicho que fuera a tu casa cuanto antes.
—¿Isla? —preguntó ella, confusa—. Pero si hoy…
—Pues ya hará las puñeteras pruebas otro día, Andy. ¡Te necesitamos en la oficina ahora mismo!
—Pero… ¿cómo sabías tú que…?
—¿Es que no sabes con quién estás hablando? Si soy capaz de encontrar a Miuccia Prada el día de Año Nuevo, cuando está viajando en trineo de perros por las Rocosas canadienses, un sitio donde no hay cobertura, también puedo localizar a tu niñera, ¿no crees? Y ahora, ¡vístete y ve al despacho!
Emily colgó y, muy a su pesar, a Andy se le escapó una sonrisa.
Isla apareció entonces en el cuarto del bebé.
—Hola —dijo—. ¿Cómo está Clementine?
—¡Lamento muchísimo todo esto! —se disculpó Andy—. No tenía ni idea de que Emily iba a llamarte. No tenía derecho a contactar contigo, sin pedirme permiso antes, para decirte que vinieras. A mí jamás se me habría…
La chica sonrió.
—No pasa nada, lo entiendo perfectamente. Además, las dos semanas de sobresueldo que según Emily me vas a pagar me irán muy bien para los gastos de la universidad. Te lo agradezco de verdad.
—Ah… Bueno, ya conoces a Emily, siempre tiene ideas brillantes —dijo ella alegremente mientras pensaba en distintas formas de asesinar a su amiga y de disfrutar del momento.
Le dio un beso en la mejilla a la pequeña y se la pasó a Isla.
—Le ha bajado la fiebre, pero vuélvesela a controlar dentro de un par de horas, por favor. Llámame si pasa de 37,5°. Puedes darle todos los biberones de leche materna que quiera y un poco de suero mezclado con agua. Lo importante es que beba. Volveré cuanto antes, pero imagino que será tarde.
Isla abrazó a Clem y se despidió de ella con una mano.
—Emily ya me ha dicho que tengo que quedarme a pasar la noche, así que me he traído la bolsa. Tú no te preocupes, lo tengo todo controlado.
—Típico de ella —murmuró Andy.
Se moría de ganas de darse una ducha, pero sabía que no tenía tiempo. Así pues, se limitó a cambiarse la blusa manchada de vómito por otra limpia, se recogió el pelo en una cola de caballo y se puso unas zapatillas de deporte que en condiciones normales nunca se habría puesto para ir a trabajar. En menos de diez minutos ya había salido de casa. Su móvil sonó justo cuando se dejaba caer en el asiento trasero de un taxi.
—¿Es que me has puesto un chip o algo así? Estoy en un taxi.
—¿Y por qué has tardado tanto? —le preguntó Emily, claramente molesta.
—¿Lo dices en serio, Em? Tranquilízate, ¿vale? —respondió Andy en el tono más jovial que pudo, aunque no le gustó nada de nada la brusquedad de su amiga, que le recordaba demasiado a Runway.
—Salgo disparada para pillar el último vuelo nocturno que sale de Los Ángeles y, lógicamente, mañana por la mañana iré directamente al despacho desde el aeropuerto. Ya he contactado con todo el mundo y todos van de camino a la oficina, o irán enseguida. Le he pedido a Agatha que encargue cena para todos. Comida china, que es más rápido. Os la llevarán a la oficina dentro de unos veinte minutos. Ah, y también le he pedido que esconda todas las cápsulas de café descafeinado. Quiero que todo el mundo beba café normal, porque la noche va a ser larga.
—Caray. ¿Nos vas a decir también cada cuánto podemos ir al baño o lo decidimos nosotros mismos?
Emily suspiró.
—Tú ríete todo lo que quieras, pero las dos sabemos que no nos queda otra opción. Te vuelvo a llamar dentro de cinco horas.
Colgó sin despedirse una vez más, cosa que de nuevo le recordó a Andy los días de Runway. Sabía que tendría que pasarse toda la noche en la oficina y que, en realidad, Emily la había ayudado mucho al ocuparse de los preparativos, pero no podía sacudirse de encima la sensación de que la exprimera asistente de Miranda la estaba intimidando y mandoneando.
Le pagó al taxista y subió a la oficina. Agatha, no muy contenta, le lanzó una mirada desde su mesa.
—Lo siento, Agatha, pero esta noche…
Su asistente levantó una mano.
—Ya lo sé, Emily me ha informado. He pedido la comida, he encendido la cafetera y he llamado a todo el mundo.
Lo dijo en un tono tan apático y tan amargo que Andy casi la compadeció. Pero entonces recordó que ella había dejado a su niña enferma con una canguro, que Emily se disponía a subir a un vuelo nocturno y que tenían por delante una noche larguísima, así que se limitó a darle las gracias y cerró la puerta de su despacho.
Andy trabajó sin interrupción durante casi dos horas: revisó el texto sobre los cantantes de country y tomó notas sobre detalles que había que desarrollar o comprobar. Se disponía a ir al departamento de diseño para elegir las fotografías cuando la llamó Max. Consultó su reloj: las ocho de la tarde. Su marido acababa de aterrizar en Londres.
—Acabo de ver tu correo. Madre mía, parece una pesadilla —dijo.
—Lo es. ¿Dónde estás? —le preguntó Andy.
—Aún estoy en el aeropuerto. Espera, ahora llega mi coche. Tengo que reunirme con la gente de Kirby dentro de media hora, en el centro. —Max saludó al conductor, le dio instrucciones y luego siguió hablando—: Acabo de hablar con Isla. Me ha dicho que Clem no tiene fiebre y que ahora mismo le estaba preparando un biberón.
—¿Ha dormido bien?
—No lo sé, hemos hablado poco. Ha dicho no sé qué de quedarse a dormir en casa…
—Sí, Emily lo ha organizado todo. Yo voy a estar aquí toda la noche.
—¿Que Emily lo ha organizado, dices?
—Mejor no preguntes.
Max se echó a reír.
—Sí, mejor. Bueno, ¿y no me cuentas qué ha pasado? Parece grave.
—No sé más que lo que te contaba en el correo, que Olive ha cancelado la boda en el último momento. La verdad es que ni me lo imaginaba. Menos mal que tenemos otra boda que podemos colar, pero nos fastidia el número en muchos sentidos.
—Joder. Lo siento, Andy. ¿Crees que eso afectará a la venta potencial? —le preguntó él en el tono que usaba cuando quería andarse con pies de plomo.
—¿Venta potencial?
—La oferta de Elias-Clark —añadió él muy despacio—. Me suena que Emily dijo no sé qué de que se acercaba la fecha límite. Bueno, no conozco todos los detalles, pero supongo que es mejor aceptar la oferta antes de que surjan problemas con el siguiente número.
A Andy se le pusieron los pelos de punta.
—Elias-Clark es lo que menos me preocupa ahora —mintió, mientras pensaba que el día se estaba convirtiendo en una auténtica pesadilla al estilo Elias-Clark—. De todas formas, ya sabes lo que pienso acerca de la oferta.
—Lo sé, pero en mi opinión…
—Lo siento, Max, pero estoy muy liada. Me quedan muchas horas de trabajo por delante y se me está haciendo tarde.
Se hizo un momento de silencio, tras lo cual él dijo:
—Llámame luego, ¿vale?
Andy le dijo que sí y colgó. Contempló el mar de páginas que tenía delante —lanzados esparcidos por el suelo; asistentes, redactores y diseñadores correteando de un lado a otro delante de su despacho— y supo que iba a necesitar hasta sus últimas reservas de energía para superar aquella noche.
Cuando le sonó de nuevo el teléfono, ni siquiera esperó a que Agatha cogiera la llamada.
—¿Qué? —dijo en un tono más brusco de lo que pretendía.
—¿Podría hablar con Andrea Sachs, por favor? —le preguntó una voz, amable pero de acento indeterminado.
—Yo misma. ¿Con quién hablo, por favor? —inquirió, molesta.
¿Quién, aparte de Max o Emily, podía llamarla al trabajo a las ocho de la tarde?
—Andrea, soy Charla, la asistente de Miranda Priestly.
El enfado de Andy no tardó en transformarse en nerviosismo. ¿Llamaban de la oficina de Miranda Priestly? Empezó a repasar mentalmente todas las posibilidades, pero ninguna se le antojó atractiva.
—Hola, Charla, ¿cómo estás?
Se hizo una pausa, y Andy supo que el silencio de la chica se debía a la sorpresa de que alguien se hubiera preocupado por su bienestar. Recordó de forma vívida que, cuando trabajaba en Runway, la mayoría de las personas con las que hablaba a diario, en algunos casos incluso hora tras hora, ni siquiera se habrían dado cuenta —menos aún lamentarlo— si Andy hubiera dejado de existir de repente.
—Muy bien, gracias —mintió la chica—. Te llamo de parte de Miranda.
Al oír ese nombre, Andy se encogió involuntariamente.
—¿Sí? —consiguió farfullar.
—Miranda se complace en invitarte a una cena este viernes por la noche.
—¿Una cena? —preguntó ella, incapaz de ocultar su incredulidad—. ¿Este viernes?
—Sí, se celebrará en su casa. Supongo que recuerdas la dirección, ¿verdad?
—¿En su casa?
Charla no dijo nada. Andy se echó a temblar, en mitad de un silencio glacial, y al cabo de un largo instante repuso:
—Sí, desde luego que la recuerdo.
—Genial, entonces quedamos así. Aperitivo a las siete, cena a las ocho.
Ella abrió la boca para contestar, pero no le salieron las palabras.
—Lo siento —dijo tras un silencio que pareció eterno—, pero creo que este viernes no voy a poder.
—¿No? Vaya, la señora Priestly lo va a lamentar muchísimo. Se lo comunicaré.
Se interrumpió la llamada y Andy sacudió la cabeza de un lado a otro, sorprendida por lo extraño de la conversación.
No tenía sentido. ¿Miranda quería invitarla a una cena? ¿Por qué motivo? ¿Con quién? A medida que su nerviosismo iba en aumento, cayó en la cuenta de que aquella invitación sólo podía obedecer a un motivo. Marcó el número de Emily.
—¿Sí? —respondió ella casi sin aliento.
—¿Dónde estás? ¿No tenías que coger un vuelo nocturno?
—¿Y dónde te crees que estoy ahora mismo? El tráfico desde Santa Bárbara ha sido un caos, y acabo de llegar al aeropuerto de Los Ángeles. ¿Qué pasa?
—Bueno, no te lo vas a creer, pero es que acabo de recibir una llamada del despacho de Miranda.
—¿Ah, sí? —respondió Emily, que no parecía en absoluto sorprendida. Eufórica, puede, pero sorprendida no, desde luego—. ¿Te han llamado para invitarte a una cena? —prosiguió.
—Sí. ¿Y tú cómo lo sabes?
Andy oyó una voz que anunciaba, a través de la megafonía, el último aviso de embarque para los pasajeros de un vuelo con destino Charlotte.
—Pero, señora, usted no va a Charlotte —dijo un hombre.
—Es que llego tarde, joder, ¿que no lo ve? ¿De verdad tengo que quitarme los zapatos de cuña para el control de seguridad? ¿En serio? Porque a mí me parece una solemne estupidez.
—Señora, permítame recordarle que insultar a un agente de la TSA se considera…
Emily emitió un ruido que sonó a gruñido y dijo, entre dientes:
—Vale, aquí tiene las putas sandalias.
—No entiendo cómo no te arrestan ahí mismo —comentó Andy.
—Bueno, yo he recibido la misma llamada de la asistente de Miranda —dijo Emily, casi sin inmutarse.
A Andy casi se le cayó el teléfono al suelo.
—¿Y qué le has dicho?
—¿Cómo que qué le he dicho? Pues le he dicho que tú y yo estaremos encantadas de asistir a la cena. Me ha dicho que, en opinión de Miranda, es una oportunidad inmejorable para ver si estamos en la misma onda, editorialmente hablando. Es una cena de trabajo, Andy. No podemos decir que no.
—Pues yo ya lo he hecho. Decir que no, me refiero. Le he dicho que no podía ir.
Se oyeron unos cuantos ruidos más y Andy se preparó para escuchar la respuesta airada de Emily, pero ésta no llegó.
—No te preocupes —repuso su amiga—, yo ya le he dicho que iríamos las dos y que teníamos muchas ganas de hablar sobre el futuro de The Plunge.
—Ya, pero yo le he dicho que…
—Charla me ha enviado un mensaje hace diez segundos, supongo que acabas de hablar con ella, ¿no? Me ha dicho que tú no podías ir y yo le he contestado que desde luego que puedes. Vamos, Andy, estábamos de acuerdo en escucharlos al menos… Y piensa en la experiencia que vamos a vivir: ¡una cena en casa de Miranda!
Agatha asomó la cabeza al despacho de Andy, pero ésta la despidió con un gesto de la mano.
—¿Que le has contestado en mi nombre, dices? ¿Y le has dicho que sí?
—Oh, deja de comportarte como una perdedora. Yo creo que es un gesto muy amable por parte de Miranda invitarnos a cenar en su casa. Sólo lo hace con las personas a las que más respeta y aprecia.
Andy no pudo evitarlo y resopló.
—Sabes tan bien como yo que Miranda no aprecia a nadie. Quiere algo de nosotras, así de claro. Quiere The Plunge, y la cena sólo forma parte de su estrategia para conseguirlo.
Emily se echó a reír.
—Pues claro. ¿Y qué? ¿Tan terrible te parece disfrutar de una cena preparada personalmente por un chef de categoría en un espectacular ático de la Quinta Avenida con vistas a Central Park, en compañía de un montón de invitados tan interesantes como creativos? Venga ya, Andy. Irás.
—Me da ganas de vomitar, pero tampoco puedo llamar y dejarte en evidencia, supongo. ¿Tenemos que ir con Max y Miles? ¿Qué nos ponemos? ¿Estaremos sólo nosotras o habrá otras personas? Todo esto me supera, Emily, en serio.
—Mira, ahora tengo que embarcar. Deja ya de preocuparte. Te buscaré algo que ponerte y todo saldrá bien, ¿vale? Ahora concéntrate en salvar el número, ¿de acuerdo? Te llamaré en cuanto aterrice, o antes, si el avión tiene wifi.
Y, tras esas palabras, colgó.
La plantilla al completo de The Plunge trabajó toda esa noche y todo el día y la noche siguientes. Se turnaron para dormir en un colchón hinchable instalado en el almacén y ducharse en un gimnasio Equinox cercano. Emily se dedicó en cuerpo y alma a las llamadas, para rogar, suplicar y convencer a los anunciantes que habían comprado espacio publicitario atraídos únicamente por el nombre de Olive Chase de que valía la pena mantener los anuncios. El departamento de arte trabajó a marchas forzadas para diseñar una portada y un reportaje nuevos en menos de un día, y Andy se pasó horas enteras redactando un editorial en el que explicaba la situación a los lectores en términos claros y sencillos, pero sin acusar en ningún momento a Olive ni mostrarse insensible con la novia a la que habían elegido dedicar el nuevo número. Estaban todos agotados, exhaustos y no muy convencidos de que el gran esfuerzo realizado pudiera traducirse en un número decente.
La salvación llegó a la una de la madrugada de la segunda noche —las diez de la noche, según el horario de Los Ángeles—, en forma de llamada de la relaciones públicas de Olive Chase, quien les prometió con plenas garantías que la boda se iba a celebrar. Ni Andy ni Emily se la creyeron al principio, pero la chica, que parecía tan nerviosa y agotada como ellas, les juró por su vida y la de su primogénito que todo, hasta las palomas que se lanzarían al vuelo cuando los novios se dieran el sí, estaba a punto para la tarde siguiente.
—¿Y cómo estás tan segura?
—Si tú le hubieras visto la cara a Olive cuando regresaron a Santa Bárbara en su helicóptero, tú también lo estarías. Peinado y maquillaje a partir de las nueve. Después de eso, desayuno-comida de las damas de honor a las once, fotos a las dos, ceremonia a las cinco, aperitivo a las seis, banquete de las siete hasta la medianoche y luego fiesta hasta las tantas. Confiad en mí, estoy segurísima.
Andy y Emily intercambiaron una mirada por encima del teléfono. Emily arqueó las cejas en un gesto interrogante y Andy sacudió vigorosamente la cabeza para decir que no.
—Allí estaré —aseguró Emily con un profundo suspiro.
Le gritó a una Agatha muerta de sueño que le reservara plaza en el primer avión de la mañana y que contactara con el fotógrafo de Los Ángeles para que se dirigiera de nuevo a Santa Bárbara. Andy intentó darle las gracias, pero su amiga se limitó a levantar una mano.
—Lo harías si no tuvieras una hija —dijo Emily mientras recogía sus cosas y se disponía a marcharse a casa para preparar las maletas.
—Desde luego —repuso ella, aunque en realidad no estaba muy segura.
Los días y las noches que había pasado en la oficina se habían convertido en un infierno para ella, y ni siquiera se imaginaba a sí misma subiendo a un avión. No estaba dispuesta a admitirlo en voz alta, pero si la decisión hubiera sido suya, se habría limitado a hacer lo más fácil, es decir, publicar el número que acababan de reescribir. Emily estaba haciendo lo correcto, sin embargo, de modo que Andy agradeció que al menos ella fuera tan perseverante como para encargarse de todo.
El caos de desechar un número, replantearlo y, en última instancia, recuperar la edición dedicada a Olive había sido lo único capaz de hacer que Andy no pensara en la inminente cena con Miranda. Pero en cuanto Emily confirmó que en aquella ocasión Olive había recorrido de verdad el pasillo, Andy se dio cuenta de que no podía pensar en nada que no fuera esa cena. Miranda. Su apartamento. ¿Quién más estaría allí? ¿De qué hablarían? ¿Qué comerían? ¿Qué se pondría? Después de tantas noches entrando y saliendo a escondidas del apartamento de su antigua jefa durante su período de aprendizaje en Runway, le resultaba incomprensible la idea de «cenar sentada a la mesa de Miranda». Lo más inteligente sería cancelarlo, pero finalmente decidió respirar hondo, aceptar el vestido que Emily le prestaba y comportarse como una adulta durante toda la velada. Era una noche, sólo una noche.
Y eso exactamente fue lo que se repitió una y otra vez hasta que el taxi se detuvo ante la puerta del opulento edificio del Upper East Side en el que vivía Miranda y el conserje uniformado las acompañó al ascensor.
—Han venido a ver a la señora Priestly —dijo en un tono a medio camino entre una orden y una pregunta.
—Exactamente —le respondió Andy—. Gracias.
Miró a Emily, quien le dedicó la misma mirada de advertencia que dedicaría una madre exasperada a su insoportable hija pequeña.
—¿Qué? —dijo ella en voz baja. Emily hizo un gesto de impaciencia.
El conserje las hizo salir del ascensor en la última planta y desapareció antes de que Andy tuviera tiempo de agarrársele a la pierna y suplicarle que la llevara de nuevo a la planta baja. Sin embargo, se dio cuenta de que Emily estaba tan asustada como ella, aunque parecía decidida a aparentar calma y serenidad. Se detuvieron apenas un instante ante la puerta —la misma puerta que ellas mismas habían abierto en incontables ocasiones— y, finalmente, Emily llamó con suavidad.
La puerta se abrió y Andy advirtió dos cosas casi al mismo tiempo: la primera, que Miranda había redecorado de arriba abajo el apartamento, el cual era ahora mucho más bonito de lo que jamás habría imaginado; la segunda, que la jovencita delgada que les había abierto y que en ese momento les daba la espalda mientras se alejaba hacia la amplia escalera interior del apartamento era sin duda una de las gemelas. Sus sospechas se confirmaron instantes después, cuando Cassidy giró sobre un delicado pie descalzo y, con la mano apoyada en la barandilla y el pelo de la mitad no rapada de la cabeza flotando tras ella, dijo:
—Mi madre bajará enseguida. Pónganse cómodas.
Y, sin molestarse en mirarlas de nuevo, Cassidy subió la escalera sin aparentar en absoluto los dieciocho años que tenía. Andy se preguntó por qué estaba en casa a principios de octubre y no en la universidad.
—¿Y ahora qué hacemos? —le susurró a Emily.
Se fijó en la lujosa alfombra de color peltre; en la araña de luz de la que colgaban por lo menos un centenar de bombillas en forma de lágrimas de diferentes tamaños y longitudes; en las fotografías a tamaño real, en blanco y negro, de famosas modelos de los años cincuenta y sesenta; en las distintas mantas de piel auténtica que cubrían los sofás de estilo victoriano, y finalmente, lo que era más sorprendente conociendo los gustos de Miranda (o creyendo conocerlos), en las cortinas de terciopelo, de un intenso tono violeta y tantas capas que Andy sintió deseos de enterrar el rostro en ellas. La habitación resultaba elegante pero desenfadada: lógicamente, la decoración de aquel vestíbulo y de aquella sala de estar había costado más de lo que una familia normal y corriente ganaba en cuatro años, pero aun así la estancia tenía un aire asequible, cómodo y, lo más extraño de todo, claramente original.
Siguió a su amiga hasta la sala de estar y se sentó junto a ella en un confidente. Cruzó y descruzó las piernas y deseó con desesperación que le ofrecieran un vaso de agua. Echó un discreto vistazo a su alrededor: por allí pululaba más personal uniformado que en la serie «Downton Abbey», pero nadie les había ofrecido nada para picar ni para beber. Andy estaba pensando en hacer una visita al cuarto de baño para colocarse bien las medias, que se le retorcían y se le enrollaban, cuando oyó una voz que le resultaba muy familiar.
—Bienvenidas, chicas —dijo Miranda, casi poniéndose a dar palmas como una cría—. Me alegro mucho de que finalmente hayáis podido venir.
Andy y Emily intercambiaron una mirada durante una fracción de segundo —¿«chicas»?— antes de concentrarse en Miranda, que tenía un aire tan… tan impropio de Miranda. Era la primera vez, al menos que ella recordara, que Andy veía a la mujer vestida con algo que no estuviera hecho a medida, ni abrochado hasta el cuello ni superentallado. Lucía un maxivestido de color bermellón que le quedaba perfecto: estaba confeccionado con la mejor seda, y decorado con exquisitos bordados, pero tenía vuelo a la altura de los tobillos, donde formaba una delicada onda. El vestido le dejaba los brazos al descubierto: de nuevo, era la primera vez que Andy recordaba haberle visto los hombros con otro atuendo que no fuera de etiqueta, pues tendía a mostrarse conservadora hasta con la ropa de tenis. Lucía, además, unos espectaculares pendientes candelabro de diamantes que emitían brillantes destellos al reflejar la luz. Lógicamente, llevaba unos cuantos brazaletes de Hermès en el brazo izquierdo, pero aparte de eso el único accesorio de su atuendo era una cinta de suave piel que le daba dos, puede que tres vueltas a la esbelta cintura, sobreponiéndose dichas vueltas de una forma que parecía a la vez estudiada e informal. Hasta su clásica melena tenía un aspecto más desenfadado: no era que la llevara revuelta, ni mucho menos, pero sí tenía un aire sofisticadamente despeinado. Más sorprendente aún que el vestido, el pelo y las joyas, sin embargo, era el único complemento que Andy no habría esperado ver jamás de los jamases en Miranda Priestly: una sonrisa que parecía completamente humana. De hecho, rayaba en la calidez.
Emily se puso en pie de un salto y se fue derechita hacia la mujer, con la que intercambió toda clase de besos al aire, cumplidos y exclamaciones de admiración. Si Miranda fingía o no que estaba encantada de ver a su amiga —y Andy estaba convencida de que fingía—, lo cierto era que lo hacía rematadamente bien. Se mostró humilde y agradecida mientras Emily alababa sin descanso las fabulosas cortinas, las impresionantes vistas y las espectaculares fotografías. Y, justo cuando pensaba que la situación ya no podía ser más rara, Miranda les indicó el comedor y dijo:
—¿Cenamos?
Andy miró a Emily, quien pareció momentáneamente aterrorizada. ¿No esperaban a nadie más? ¿No iban a tomar ni un cóctel antes de sentarse a cenar? A ese ritmo, Miranda las mandaría de vuelta a casita dentro de una hora. Andy dedujo que ella era la única a la que esa perspectiva animaba.
Siguieron a la mujer hasta el comedor y Andy respiró aliviada al darse cuenta de que la inmensa mesa estaba preparada para cinco personas. ¡Otras dos personas las iban a acompañar! No era un grupo lo bastante numeroso como para pasar desapercibida, pero siempre era mejor que tener a Miranda concentrada en ellas dos durante toda la velada.
Cassidy apareció justo cuando se estaban sentando.
—¿Dónde está Jonas? ¿No iba a cenar con nosotras? —preguntó Miranda con los labios fruncidos en un mohín de disgusto.
Estaba claro que Jonas no formaba parte de la lista de favoritos de Miranda.
—No, madre. Y yo tampoco. En la cocina me han dicho que vas a cenar filete otra vez. ¿Lo dices en serio?
Cassidy cogió un panecillo de multicereales de un cuenco de madera que estaba sobre la mesa y empezó a mordisquearlo como si fuera una manzana. La mitad afeitada de la cabeza le confería un aire a la vez salvaje y moderno.
Miranda parecía a punto de matar a su hija.
—Siéntate, Cassidy —dijo con un gruñido autoritario. Toda la dulzura de antes se había evaporado—. Estás siendo descortés con nuestras invitadas.
Por primera vez desde que habían llegado, Cassidy se tomó la molestia de dirigir la mirada a Andy y a Emily.
—Lo siento —dijo sin hablarle a nadie en concreto—. Ya hace más de un año que soy vegetariana, pero la verdad es que el hecho de que te niegues a aceptarlo…
Su madre alzó una mano en el aire.
—Perfecto. Le diré a Damien que te sirva la cena en tu habitación. Es todo.
La chica la fulminó con la mirada y pareció a punto de gritarle algo, pero finalmente cogió otro panecillo y se dirigió a su cuarto.
Se quedaron solas.
Para sorpresa de Andy, sin embargo, Miranda se recobró enseguida y volvió a mostrarse encantadora. Durante los entrantes —delicados cuencos de cristal repletos de ceviche mezclado con aguacate y pomelo—, la mujer las obsequió con anécdotas sobre la Semana de la Moda celebrada en otoño y sus divertidos percances, meteduras de pata y desastres varios.
—Bueno, y resulta que allí estábamos todos, parloteando entusiasmados, y de repente se va la luz. Bum. Oscuridad total. No os puedo ni contar lo que llegan a hacer un montón de modelos en la más absoluta oscuridad. ¿Os lo imagináis? —rió.
Emily se echó a reír con ella, mientras que Andy se preguntaba qué era exactamente lo que hacían las modelos.
Mientras los camareros les servían platos de exquisita carne de wagyu, Miranda se volvió hacia ella:
—¿Tienes algún viaje planeado? —le preguntó.
Parecía no sólo atenta, sino también interesada.
—Únicamente para la revista —respondió Andy con cautela mientras cortaba un trozo de carne y luego lo apartaba a un lado, demasiado nerviosa para comer y hablar a la vez—. Creo que el mes que viene tendré que ir a Hawái para cubrir la boda de Miraflores.
Miranda masticó y tragó con delicadeza. Después bebió un sorbito de vino blanco y asintió.
—Caramba, siempre me he preguntado cómo será Hawái en temporada media. Ya me contarás qué te parece —dijo, y luego añadió—: Y recuérdame que te dé el nombre de nuestro chófer en Maui, si vas allí. Es el mejor, sin duda.
Ella le dio las gracias y observó de reojo a Emily, quien de inmediato le devolvió una mirada que decía «¿Lo ves?». Tuvo que darle la razón. Nunca lo habría creído posible, pero a lo mejor era cierto que Miranda se había ablandado un poco durante la última década.
La mujer le estaba recomendando que visitara un determinado complejo turístico en Tryall cuando Andy oyó un ruido en el vestíbulo, aunque nadie más pareció advertirlo. Miranda siguió describiendo la hermosa piscina infinita del complejo, las ultramodernas habitaciones y las espectaculares vistas del océano. Luego concentró toda la atención en Andy y se interesó por Clementine.
—Es un nombre precioso —gorjeó—. ¿Tienes alguna foto?
«¿Tienes alguna foto?» Andy creyó conveniente no sacar su teléfono móvil, así que se limitó a negar con la cabeza.
—No, lo siento —dijo—. No llevo ninguna encima.
Miranda se estaba comportando como una persona… normal. Andy estaba a punto de preguntarle por Cassidy y Caroline cuando algo le llamó la atención junto a la puerta de entrada del apartamento. Tanto Miranda como Emily siguieron su mirada y las tres contemplaron a una agotada Charla que, en ese momento, cruzaba de puntillas el recibidor. La pobrecilla llevaba el Libro y varias bolsas procedentes de la tintorería, tan llenas que con ellas se podría haber vestido a todo el East Side. No se dio cuenta de que la estaban observando hasta que dejó la colada en el primer armario de su izquierda y el Libro —el valiosísimo y tan venerado Libro— en la pequeña consola que se hallaba bajo un imponente espejo de estilo chevron.
—Lo siento muchísimo, Miranda —susurró Charla.
Andy sintió deseos de abandonar su silla de un salto para ir a abrazar a la chica. No era que hubiera sido especialmente simpática con ella, ni por teléfono ni en persona, pero lo entendía. Y, por otro lado, se la veía tan aterrorizada…
—¿Qué es lo que sientes, si me permites la pregunta?
Miranda había arqueado las cejas, pero no parecía tan escandalizada por la interrupción como Andy habría esperado.
Charla lanzó una mirada en dirección a la puerta.
—¡Mi presencia! —exclamó alegremente una voz—. Ha intentado impedirme que viniera, en serio, pero es que necesito una respuesta esta misma noche.
Era Nigel, que aparentemente se había hecho llevar hasta allí aprovechando la poca fuerza de voluntad de Charla.
—¡Charla, es todo! —exclamó Miranda, visiblemente irritada.
La chica se escabulló hacia el pasillo y cerró la puerta al salir.
—¿Dónde estás, querida? ¡Nunca te encuentro en esta tenebrosa morada!
Miranda unió ambas manos.
—Nigel, deja de gritar. Estamos aquí, sentadas a la mesa.
Decir que Nigel había aparecido en el comedor era una especie de eufemismo: oculto bajo varias capas de llamativa tela de cuadros escoceses, incluido un kilt y unos calcetines a juego que le llegaban hasta la rodilla, más bien parecía haberse teletransportado desde alguna nube celta hasta el centro mismo del apartamento de Miranda. La música parecía haber subido de volumen. La atmósfera de la estancia se había vuelto eléctrica. E incluso el aire, que hasta ese momento no olía a nada, despedía de pronto un extraño pero agradable perfume a pino y suavizante. ¿O tal vez fuera laca? Andy no habría sabido decirlo.
Miranda suspiró, aunque ella se dio cuenta de que no estaba tan molesta como pretendía aparentar.
—¿A qué debemos este placer?
—Lamento muchísimo interrumpir, ya sabes que es verdad, pero es que no paro de dar vueltas y más vueltas tratando de decidir si debemos publicar la doble página con el vestido de De la Renta o el de McQueen. Son muy distintos, ya lo sé, pero no hago más que cambiar de idea. Necesito tu opinión —dijo él mientras sacaba dos maquetas de un bolso de piel de serpiente.
Si a Miranda le sorprendía el hecho de que Nigel hubiera llegado con Charla, que se hubiera presentado en plena cena sin avisar y que le hubiera plantado dos maquetas justo encima de su plato aún no del todo vacío, lo cierto fue que no lo demostró. Se limitó a señalar con una larga uña roja la doble página de la izquierda, en la que aparecía un vaporoso vestido de color rosa que, según la inexperta opinión de Andy, no parecía obra de ninguno de los dos diseñadores.
—Éste, obviamente —dijo ella al tiempo que le devolvía las maquetas a Nigel—. Creo que a nuestras lectoras les gustará ver un diseño de Óscar que se aparta de lo habitual.
Nigel asintió.
—Es justo lo que yo pensaba.
Como si estuviera planeado, un camarero que más bien parecía un ninja se llevó en ese momento el plato de Miranda y dejó en su lugar un café con leche caliente.
La mujer echó delicadamente un poco de azúcar en su taza y bebió un sorbo. Ni le ofreció asiento a Nigel ni le dio a entender que debía marcharse. Se produjo un incómodo silencio, hasta que él dijo:
—Pero bueno, ¿a quién tenemos aquí? ¡Qué modales, los míos! ¡El dream team de las bodas! Hola, Emily. Hola, Andrea. ¿Qué se siente al sentarse a este lado de la mesa?
«Es rarísimo de cojones», quiso decir Andy, pero en lugar de eso se limitó a sonreír.
—Hola, Nigel. Me alegro de verte.
Él observó el rostro de las dos chicas unos pocos segundos más de lo imprescindible, para después reparar en las joyas que llevaban, en el pelo y en la ropa. No se molestó para nada en disimular que las estaba repasando de arriba abajo.
—Me alegro muchísimo de volver a verlas, señoras. ¿Y bien?, ¿ya lo estamos celebrando, o aún estamos discutiendo la aburridísima logística?
Andy se dio cuenta de que Miranda había bajado la vista hacia su plato de postre vacío con una expresión incómoda.
—Estamos disfrutando mutuamente de la compañía —dijo en tono remilgado, tras lo cual añadió—: Marietta, tráele un plato a Nigel, por favor.
Al parecer, Nigel no captó la indirecta.
—¡Señoras! —chilló—. ¿No os parece maravilloso que The Plunge vaya a formar parte de la familia Elias-Clark? ¡A mí sí me lo parece!
En vista de que nadie decía nada, Nigel prosiguió:
—Andy, ¿por qué no le cuentas a Miranda tu idea para el próximo reportaje de portada?
Ella se lo quedó mirando sin entender nada, de modo que él se lo aclaró.
—Sobre moi y mi amado. Te acuerdas, ¿no?
—Ah, sí —murmuró Andy.
No sabía muy bien cómo proceder, pero estaba tan nerviosa que habría dicho lo que fuera para llenar el silencio.
—Se me ocurrió que sería una gran idea publicar la boda de Nigel y Neil en The Plunge, en el número de abril. —Se volvió hacia él—. Te casas más o menos en Navidad, ¿no? Eso nos deja el tiempo necesario.
A Nigel se le iluminó el rostro. Emily, por su parte, se dedicó a volver la cabeza de Nigel a Andy y luego hacia Miranda, como si estuviera viendo un partido a cinco sets del Open de Estados Unidos.
Miranda bebió un sorbito de vino y asintió.
—Sí, Nigel me contó tu idea, y la verdad es que me parece fantástica. Lógicamente, el primer reportaje sobre una boda entre personas del mismo sexo merece el número de junio. El número de abril no es lo bastante interesante. Pero me encanta la idea.
Andy se dio cuenta de que se había ruborizado. Emily se apresuró a intervenir.
—Bueno, va a ser un exitazo, se publique cuando se publique. Andy y yo estábamos pensando que sería genial organizar una sesión fotográfica de la feliz pareja en el momento de solicitar el certificado de matrimonio en el ayuntamiento. Queríamos darle un aire más periodístico, para reflejar un momento histórico.
Miranda dirigió la atención hacia Emily, con la consabida expresión de enojo.
—El ayuntamiento evoca imágenes de delincuentes, detectores de metal y personas deprimentes que solicitan ayudas. Nigel y Neil son todo glamour y sofisticación. No encajan en un sitio así.
—¡Estoy de acuerdo! —chilló Nigel.
—Ya entiendo lo que quieres decir —dijo Emily, que al parecer estaba siendo sincera.
Andy contempló la mesa y se odió a sí misma por no decir nada.
—Estoy a favor del matrimonio gay —aclaró Miranda—, desde luego, pero un reportaje inadecuado no beneficiaría a nadie. Conozco bien a las lectoras de The Plunge y, si bien no tienen ningún problema en aceptar que los gais se casen, no quieren saber nada de política. ¡Lo que quieren son trajes preciosos! Flores bonitas, joyas caras, romanticismo… —Tras esas palabras, se volvió hacia Andy—. No lo olvides nunca: tu única misión es dar a tus lectoras lo que quieren. Y todo ese rollo sobre los derechos de los gais sería un imperdonable error de cálculo.
—Bien dicho —murmuró Nigel.
Emily parecía incómoda —seguramente, le preocupaba la reacción de Andy—, pero también asintió.
—Tienes toda la razón, Miranda. Andy y yo siempre intentamos dar a nuestras lectoras lo que quieren. No podría estar más de acuerdo contigo. ¿No es verdad, Andy?
Y, tras decir eso, se volvió hacia su amiga y le lanzó una mirada de advertencia.
Andy tenía en la punta de la lengua lo que quería decir, pero se contuvo. ¿En qué le iba a beneficiar un enfrentamiento directo con Miranda Priestly? En cierta manera, sintió alivio al comprobar que Miranda volvía a ser la de siempre. Dos platos era un tiempo extraordinariamente largo para que alguien que carecía de cualquier virtud humana pudiera fingirlas, pero Miranda acababa de hacerlo. El encanto, la cortesía y la hospitalidad le habían resultado enervantes y perturbadores, pero ahora al menos se encontraba en territorio familiar.
Andy dejó su taza de café. Se había mostrado muy prudente hasta entonces, pero no tenía intención de mostrarse de acuerdo con todo el mundo sólo para que la cena resultara tranquila. Además, tal vez fuera bueno dejar que Miranda se pusiera la soga al cuello ella solita, porque así Emily se daría cuenta de una vez por todas de que tendrían que soportar a aquella mujer y sus ideas durante mucho, mucho tiempo.
—Entiendo lo que quieres decir y, lógicamente, nos esforzamos por ofrecer a nuestras lectoras reportajes tan espectaculares como interesantes —repuso—. Basándonos en las opiniones que recibimos, a las lectoras de The Plunge les gusta conocer otras culturas y tradiciones, sobre todo si son muy distintas de las suyas. Y precisamente por eso se me ocurrió que podría ser fascinante publicar una sección sobre matrimonios gais en distintos países. Las cosas están cambiando muy deprisa, no sólo en Estados Unidos. Hablo de Europa, claro, pero también se están dando pasos en ese sentido en lugares sorprendentes como Asia o Latinoamérica. No están al mismo nivel que nosotros, pero por primera vez se impone el optimismo. Sería un estupendo reportaje de portada, algo que podría ayudarnos a establecer…
Miranda se echó a reír, con una carcajada estridente y por completo desprovista de alegría. Una vez más, sus finos labios dejaron al descubierto los dientes, y Andy se estremeció sin poder evitarlo.
—Qué mona —dijo mientras dejaba el tenedor sobre el plato del postre para indicar que había terminado.
De inmediato se materializaron tres personas en el comedor, que retiraron todos los platos, a pesar de que dos de los invitados aún seguían masticando.
—¿Mona? —exclamó Andy con voz aguda, cosa que la hizo odiarse una vez más.
—Publicas bodas, An-dre-a, no una revista intelectual. Ni una revista informativa. Un reportaje así sería totalmente inadecuado, y no pienso permitirlo.
«No pienso permitirlo.»
Ella volvió bruscamente la cabeza, como si acabaran de abofetearla, pero nadie más pareció advertir ni dar importancia al hecho de que Miranda acabara de confirmar, sin dejar el menor rastro de duda, que estaba dispuesta a aprobar, corregir, borrar, aceptar, prohibir y retocar toda palabra que se publicara en The Plunge. Y no sólo eso, sino que ni siquiera se molestaba en fingir, antes de la venta en sí, que las cosas iban a ser de otra forma.
—Ya, pero es nuestra revista —dijo en un tono que apenas pasaba del susurro.
Se atrevió a mirar de reojo a Miranda, que parecía sorprendida. Una vez más, Emily y Nigel permanecieron en silencio.
—Desde luego que lo es —asintió Miranda mientras se recostaba en su silla y cruzaba las piernas como si se lo estuviera pasando en grande—. Pero… ¿hace falta que te recuerde que aún os queda un largo camino por recorrer?
—Bueno, claro, siempre se puede mejorar. Andy y yo sólo estábamos…
Miranda interrumpió a Emily como si ésta ni siquiera hubiera abierto la boca:
—Se puede juzgar cualquier revista por su número de septiembre, y el vuestro era…, ¿cómo lo diría?…, poco convincente. Pensad en todas las empresas que sin duda se pelearían por comprar espacio publicitario en cuanto descubrieran que The Plunge está relacionada con Runway, respaldada por todo el peso, la experiencia y el prestigio de Elias-Clark. Entonces sí que podríais dejar caer mi nombre con credibilidad.
Emily pareció a punto de ir a esconderse bajo la mesa, y Andy carraspeó al tiempo que se ruborizaba.
—Lo siento —dijo, sorprendida de que Miranda conociera la auténtica historia—. Sólo recurríamos al nombre de Runway para abrirnos puertas, pero todo lo demás nos lo hemos ganado.
—Oh, por favor, no te pongas así. Pues claro que os lo habéis ganado. Habéis triunfado, porque de lo contrario no estaríais aquí. Pero ya va siendo hora de dar un paso más. ¿Quién aparecía en la portada de vuestro último número? Unos griegos, ¿no?
Emily le contó que era la pareja más famosa de Grecia: el hijo del primer ministro y su esposa, la heredera de uno de los hombres más ricos del mundo. Los dos se habían graduado en Cambridge y eran amigos del príncipe Guillermo y de la princesa Catalina.
—Bueno, son prescindibles —sentenció la mujer—. Ya basta de extranjeros, a menos que pertenezcan a alguna casa real. Queremos gente que inspire a las lectoras. Y, sinceramente, el número en que salía tu propia boda, An-dre-a, fue muy forzado. Sí, de acuerdo, Max Harrison procede de una familia con solera, pero no es lo bastante cautivador como para ocupar un número entero. ¿Quién va al quiosco a comprar una revista en cuya portada aparece un don nadie?
—Ese mes subieron mucho las ventas en quioscos —se atrevió a decir ella.
En cierta manera, sin embargo, estaba de acuerdo con el planteamiento de Miranda. Aun así, ¿no podría haberlo expresado con un poco más de delicadeza?
Emily parecía dispuesta a saltar de su silla.
—Estoy de acuerdo con lo que dices, Miranda. Yo estaba convencida de que tendríamos que haber planteado la portada de otra manera, pero St. Germain fue todo un golpe de…
La risa de Miranda sonó más bien como un ladrido.
—Ya, bueno, cuando trabajéis para mí, recurriremos sólo a los mejores fotógrafos. Con el respaldo de Runway, podréis imponer vuestras propias condiciones.
—Quieres decir tus propias condiciones —replicó Andy en voz baja.
—Quiero decir condiciones que incluyan a los mejores y más famosos diseñadores, fotógrafos, estilistas, celebridades… Sólo tendréis que nombrarlos y estarán a vuestra disposición.
Nigel soltó un silbido.
—¡Es la mejor, señoras! Prestadle mucha atención, porque no todos los días se consigue que Miranda Priestly dé consejos como ése.
Andrea y Emily intercambiaron una mirada, pero la mujer aún no había terminado:
—Y tendréis que cambiar la plantilla. Yo sólo trabajo con el mejor equipo, por eso os quiero a vosotras. La transición, sin embargo, nos permitirá quitarnos de encima unos cuantos parásitos. Ah, y se acabó la historia esa del «horario de trabajo flexible». Y lo de «trabajar desde casa». En Runway lo prohibimos hace tiempo y las cosas cambiaron muchísimo.
En lo primero que pensó Andy fue en Carmella Tindale, su querida directora ejecutiva, la que siempre llevaba zuecos. Sin duda, Miranda la pondría de patitas en la calle. Peor aún, sin embargo, sería tener que renunciar a su horario flexible. Nada de quedarse en casa con Clem los martes o los jueves por la mañana. Nada de ir a las visitas con el pediatra. Nada de organizarse el tiempo y trabajar cuando le conviniera.
Emily se aclaró la garganta.
—No estoy segura de que podamos permitirnos perder a muchos de nuestros empleados.
Andy la fulminó con la mirada.
—Tenemos una plantilla muy eficiente y entregada, que trabaja muchísimas horas y renuncia a muchas cosas por la revista. No estoy dispuesta a despedir a ninguno de ellos.
Miranda hizo un gesto de impaciencia, como si todo aquello le resultara muy aburrido.
—Trabajan muchas horas para poder atracar el armario de vestidos y hablar por teléfono con las celebridades. En Elias-Clark dispondrán de muchísimas más oportunidades para hacer todo eso y, por ese motivo, tienen que ser presentables. Y recibir la clásica formación de Runway. Ya me aseguraré yo de que así sea.
—Sí, yo creo que… —empezó a decir Emily, pero Miranda la interrumpió.
—Y, volviendo al tema de la boda de nuestro amigo Nigel —dijo haciendo una brevísima pausa para asegurarse de que todos la estaban mirando—, os garantizo personalmente que sería vuestro mejor número hasta ahora. Con diferencia.
—Sé que hablo tanto en nombre de Emily como en el mío al afirmar que tenemos unas ideas bastante claras acerca de cómo queremos que el número…
—¡Amigas mías! —exclamó Nigel—. No discutamos por los detalles. Supongo que entendéis que en lo referente a la boda más importante del siglo, o sea, la mía, seré yo quien tome las decisiones. Consideradme vuestro rey intrépido; vosotras dos seréis mis damas de compañía.
A continuación, apartó su silla de la mesa, se puso en pie y se echó la capa sobre los hombros.
Emily fue la primera en echarse a reír, seguida de inmediato por Andy. Miranda se limitó a ofrecer una sonrisa forzada y tensa.
Nigel hizo una reverencia.
—¡Por la unidad en las bodas! —canturreó, ya muy lanzado—. Os prometo que el fabuloso Nigel tiene cuerda para rato. Y ahora, ¿qué os parece si brindamos?
Como por arte de magia, en ese momento salió un camarero de la cocina con una bandeja en la que llevaba cuatro copas de champán y una botella de Moët.
—No, no, eso no sirve —murmuró Nigel.
Desapareció en la cocina y volvió al poco con cuatro elegantes vasos bajos de cristal. En realidad, parecían más bien tazas de café, aunque a Nigel no pareció importarle.
—¿Qué es eso? —preguntó Emily mientras cogía su vaso delicadamente con el pulgar y el índice.
—Nigel, en serio —dijo Miranda en un tono de falsa exasperación. Sin embargo, ella también aceptó el vaso.
—¡Por las colaboraciones brillantes entre mujeres brillantes! —exclamó él levantando su propio vaso—. ¡The Plunge es una dama muy afortunada de tener tantos pretendientes!
—Bien dicho, Nigel —afirmó Emily, inclinándose hacia adelante para entrechocar su vaso con el de él.
Juntos, Nigel y Emily brindaron con Andy y Miranda antes de beberse de un trago el chupito, aunque con la mayor elegancia.
—¡Bebed! —ordenó Nigel.
Emily se echó a reír. Andy, por su parte, observó con incredulidad a Miranda mientras ésta bebía un sorbito, con delicadeza, y luego otro. Puesto que no quería ser la única que aún tenía el vaso lleno, reunió el valor de su época universitaria, cogió aire con fuerza y se bebió el alcohol de un solo trago. El líquido le abrasó la garganta y enseguida le empezaron a escocer los ojos, pero no habría sabido decir si era vodka, whisky, ginebra u otra cosa completamente distinta.
—Es repugnante —afirmó Miranda mientras examinaba el resto del chupito—. Me horroriza que hayas encontrado esto en mi casa.
Nigel sonrió diabólicamente. Luego se metió la mano bajo la camisa y sacó una petaca plateada, forrada en cuero, con un enorme y recargado monograma en forma de «N».
—No lo he encontrado aquí —dijo con una sonrisa.
El resto de la velada transcurrió sin más incidentes, pero Andy aún no se había recuperado de la conversación anterior. Miranda los acompañó a todos al vestíbulo y ella tuvo que hacer un esfuerzo para coger su abrigo muy despacio y no salir corriendo de aquel terrorífico escenario.
—Muchísimas gracias por esta noche tan maravillosa —dijo Emily en tono adulador, al tiempo que le daba un besito a Miranda en cada mejilla, como si en otros tiempos hubieran frecuentado la misma hermandad de estudiantes.
—Sí, querida, la verdad es que te has superado a ti misma —afirmó Nigel.
Aunque no hacía nada de frío en la calle, Nigel se puso un par de mitones y se cubrió la cabeza y el cuello con un pañuelo de cachemira del tamaño de una manta.
Sólo Andy se dio cuenta de que Miranda se había puesto tiesa como un palo y de que apretaba los labios con fuerza.
—Muchas gracias por invitarnos, Miranda. Ha sido una cena muy agradable —dijo en voz baja mientras se peleaba con los botones de su chaqueta.
—An-dre-a.
La mujer también habló en voz baja, pero en un tono duro, determinado. Andy levantó la vista y a punto estuvo de perder el equilibrio: Miranda la estaba observando con una mirada tan descarnada, tan cargada de odio, que casi la dejó sin aliento.
Nigel y Emily estaban charlando acerca de si era mejor compartir un taxi o que cada uno cogiera el suyo, de modo que no advirtieron el gesto de Miranda cuando ésta apoyó sus largos y delgados dedos en el hombro de Andy, la obligó a acercarse a ella y se inclinó para susurrarle algo al oído. Andy jamás había estado tan cerca de ella, por lo que se le erizó el vello de la nuca y de los brazos.
—Firmarás esos papeles esta misma semana —dijo lanzando su gélido aliento hacia su mejilla—. Y dejarás de causar problemas a todo el mundo.
Luego, con el mismo gesto rápido con que la había obligado a acercarse, le dio un ligero empujoncito en el brazo, como si quisiera decir «No tengo nada más que añadir. Largo de aquí».
Antes de que se le ocurriera qué responder, el ascensorista apareció en la puerta y se despidieron unos de otros. Nadie advirtió, sin embargo, que Andy había entrado medio aturdida en el ascensor, sin decir ni una sola palabra.
Salieron a la calle. Nigel y Emily, un poco achispados, se reían cogidos de la mano.
—Adiós, queridas —les dijo él cuando entró en un taxi sin ofrecerse a compartirlo con ellas, o al menos a cedérselo—. ¡Qué ganas tengo de que volvamos a trabajar juntos!
Emily había extendido un brazo para parar otro taxi cuando una limusina se detuvo a su lado en la calzada. El conductor, un hombre de mediana edad con el pelo cano y una expresión cordial, les dijo:
—¿Son ustedes las invitadas de la señora Priestly? Me ha pedido que las lleve a casa, o a donde tengan que ir.
Emily le lanzó a Andy una mirada triunfal y se dejó caer alegremente en el asiento trasero.
—¿No es todo un detalle que Miranda se ocupe de que nos lleven a casa?
Andy aún estaba conmocionada. ¿De verdad la había amenazado Miranda? ¿Había ocurrido realmente? Ni siquiera encontraba las palabras para contárselo a su amiga.
—¡Qué cena tan estupenda! Me encanta cómo ha redecorado el apartamento y, bueno, la comida estaba de infarto —siguió parloteando Emily—. Pensándolo bien, creo que ha sido mejor que Cassidy y su novio no nos hayan acompañado, porque así Miranda ha tenido la oportunidad de concentrarse exclusivamente en nosotras, de contarnos lo que piensa de verdad acerca de The Plunge. Ya sé que algunas de las cosas que ha dicho han sonado un poco… fuertes, pero ¿no te parece increíble que una de las personas más importantes del mundo de la moda y la edición quiera ayudarnos a elevar The Plunge hasta el siguiente nivel? ¡Es casi inconcebible!
¿Por qué Emily no parecía más preocupada? ¿Acaso no se daba cuenta de que Miranda acababa de admitir que pensaba dirigir The Plunge como si fuera su propio feudo? ¿Que ella en persona se encargaría de contratar o despedir al personal, que tomaría todas las decisiones tanto editoriales como publicitarias y que pensaba imponer horarios draconianos y normas en el vestir? ¿Que se convertirían de nuevo en meras asistentes, que no tendrían voz ni voto, que no serían más que peones en el despótico reino de Miranda?
—Tengo la sensación de que no hemos asistido a la misma cena —señaló Andy.
—Pues yo creo que Miranda ha cambiado para bien. La verdad es que esta noche ha estado amabilísima —dijo Emily con una sonrisa beatífica, como si acabaran de hacerle un masaje de cuerpo entero.
—¡Emily! ¿Es que no la has oído cuando ha dicho «No pienso permitirlo»? ¿Como si la revista fuera suya? ¿Y lo de insistir en que la boda de Nigel y Neil salga en la portada de junio? No iba a decirte nada esta noche, pero es posible que consiga a Angelina y a Brad. ¿A quién le damos la portada de junio, a ver? ¿A Nigel, extravagante editor de una revista y musa de Priestly, o a Brangelina? ¡Venga ya, Emily!
Su amiga cerró los ojos y expulsó aire con un gesto exagerado.
—Ay, ¿no has deseado que te tragara la tierra cuando ha entrado la asistente? —preguntó.
—Ya, pobrecilla. Seguro que estaba aterrorizada. ¿Es que no te das cuenta? Miranda sigue siendo la de siempre y sigue tratando a sus asistentes como esclavas. Apenas se ha fijado en la chica, excepto para echarla. Seguro que la despide por haber permitido que Nigel la siguiera.
—Sí, ya, pero ¿qué imbécil deja que alguien, por mucho que sea Nigel, la acompañe a llevar el Libro? Es una solemne estupidez. Nosotras jamás habríamos hecho algo así. Bueno, tú seguramente sí, pero yo te lo habría impedido de inmediato. Si Miranda sabe lo que le conviene, despedirá a la chica mañana a primerísima hora.
A través de la ventanilla del coche, Andy contempló los preciosos escaparates iluminados de la Quinta Avenida mientras el coche se dirigía hacia el centro. Eran tantas las cosas que habían cambiado desde que se había marchado de Runway. Le había costado años, mucho trabajo y muchos dolores de cabeza, pero finalmente se sentía en paz: tenía amigos con los que compartía cosas, una hermana y unos padres que la adoraban, un trabajo estimulante que la llenaba y, lo más importante de todo, su propia familia. Un marido. Una hija. Las cosas no habían salido tal y como ella tenía planeado, pero… ¿acaso importaba ahora?
—¿No crees que ha sido una noche fabulosa? —suspiró Emily.
Aún tenía los ojos cerrados y las mejillas arreboladas de placer. Andy no dijo nada.
—Creo que Miranda ha intentado un gran acercamiento esta noche. Y estoy convencida de que no es sólo por nosotras. Ha cambiado para mejor, no hay duda, ¿verdad?
—Em, yo…
Se interrumpió, demasiado cansada para enfrentarse al conflicto que sin duda provocaría cuando pronunciara las palabras que debía pronunciar.
—Vamos a comer juntas un día de esta semana para tomar de una vez por todas una decisión sobre la oferta de Elias-Clark —dijo finalmente—. La última vez que supuestamente debíamos hablarlo nos desviamos del tema. Está claro que tenemos posturas diferentes en esta cuestión, pero debemos tomar una decisión, por nosotras y por los demás. ¿Vale?
Emily abrió los ojos, sonrió y le dio un golpecito a Andy en el brazo.
—Por mí, perfecto, vamos a comer. Soy la primera en admitir que Miranda estaba chiflada en aquella época y puede que aún esté un poco loca, pero podemos manejarla, Andy. Te lo digo en serio, somos un equipo de cojones, y en Elias-Clark podríamos hacer grandes cosas.
—Pues quedamos para comer —asintió Andy.
Empezaba a notar la conocida sensación de pánico. La velada de esa noche había acabado con cualquier posibilidad de negociación en lo que a ella respectaba. Tema cerrado, se acabó definitivamente. Había trabajado demasiado tiempo y con demasiado ahínco para llegar a donde estaba, de modo que no pensaba volver a entregarle su vida a Miranda Priestly. Se lo diría a Emily esa misma semana. No existía ninguna otra posibilidad.