5
Yo a eso no lo llamaría salir
Abrió la puerta, cerrada con llave, del loft de West Chelsea que ocupaba la redacción de The Plunge y contuvo el aliento. Estaba a salvo. Hasta entonces, no había visto a nadie trabajando antes de las nueve —siguiendo la costumbre del mundo artístico de Nueva York, ningún trabajador se presentaba antes de las diez, por lo general las diez y media—, y se alegró de que ese día no fuera distinto. Las dos o tres horas que faltaban hasta que empezaran a llegar los demás eran, con diferencia, las más productivas del día, aunque a veces se sentía un poco Miranda al enviar correos electrónicos o dejar mensajes de voz a personas que ni siquiera se habían despertado aún…
Nadie, ni siquiera Max, se había inmutado cuando Andy había propuesto acortar el viaje de después de la boda a los montes Adirondack. Después de que ella se pasara dos días vomitando —y, por desgracia para su flamante esposo, de que no pudieran consumar el matrimonio—, Max no protestó cuando su esposa le dijo que estarían mucho mejor en casa. Además, ya tenía organizada una luna de miel como era debido: dos semanas en las Fiji durante las vacaciones del mes de diciembre. Era un regalo de los mejores amigos de los padres de Max y, si bien Andy no conocía a fondo todos los detalles, había oído mencionar tantas veces las palabras «helicóptero», «isla privada» y «chef» que estaba de lo más entusiasmada. Además, tampoco era que fuera nada del otro mundo dejar colgada una escapadita de tres días al norte del estado de Nueva York cuando ya empezaba a hacer demasiado frío para las excursiones.
Andy y Max habían establecido una rutina cuando se habían ido a vivir juntos el año anterior, justo después de que él le propusiera matrimonio. Entre semana se levantaban a las seis de la mañana. Él preparaba café para los dos mientras ella se ocupaba de las tortitas de avena o los batidos de fruta. Luego se iban juntos al Equinox de la calle Diecisiete con la Décima Avenida y pasaban allí exactamente cuarenta y cinco minutos. Max dedicaba ese tiempo a una combinación de pesas libres y bicicleta elíptica, mientras que Andy se concentraba en la cinta de correr a una velocidad fija de nueve kilómetros por hora, con la mirada clavada en la comedia romántica que se hubiera descargado al iPad y el deseo ferviente de que el tiempo pasara lo más rápidamente posible. Luego se duchaban y se vestían juntos en casa, tras lo cual Max la dejaba en la redacción de The Plunge, en la calle Veinticuatro con la Once, antes de salir disparado en su coche de empresa por West Side Highway en dirección a su propio despacho, al oeste de la ciudad. A las ocho en punto de la mañana, ya estaban los dos sentados a sus respectivas mesas. Y, excepto en caso de enfermedad o muy mal tiempo, esa rutina era inalterable. Esa mañana, sin embargo, Andy había programado el despertador del teléfono, en modo vibración, veinte minutos antes de la hora habitual y se había levantado sigilosamente en el instante preciso en que su almohada había empezado a temblar. Había renunciado a la ducha y al café, y se había puesto los pantalones más cómodos que tenía, de color gris marengo, una blusa blanca que combinaba con todo y un soso chaquetón negro. Tras vestirse, había salido de casa en el mismo momento en que empezaba a sonar la alarma de Max. Le había enviado un mensaje de texto para decirle que tenía que ir a trabajar muy temprano y que se verían esa noche en la Fiesta del Yate, aunque aún notaba el estómago revuelto y se sentía exhausta, con todo el cuerpo dolorido. La noche anterior se había puesto el termómetro y estaba casi a 38 ºC.
Su móvil sonó antes incluso de que tuviera tiempo de quitarse el abrigo.
—¿Emily? ¿Qué haces despierta a estas horas? —había dicho ella mientras consultaba su delicado reloj de oro, regalo de compromiso de su padre—. Es…, eh, dos horas demasiado pronto para ti.
—¿Por qué has contestado? —le preguntó Emily, que parecía perpleja.
—Porque tú has llamado.
—Pero sólo he llamado para dejarte un mensaje, no esperaba que contestaras.
Andy se echó a reír.
—Gracias. ¿Quieres que cuelgue? Podemos volver a intentarlo.
—¿No se supone que tendrías que estar descansando y preparándote para una agotadora cata de vinos o no sé qué?
—En realidad, hoy tocaba fotografiar los colores de las hojas en otoño y luego un masaje.
—No, en serio, ¿qué haces despierta? ¿Aún estás al norte del estado?
Pulsó la tecla del altavoz y aprovechó el momento para quitarse el abrigo y dejarse caer en su silla. Se sentía como si llevara semanas enteras sin dormir.
—Al final hemos vuelto a la ciudad porque yo me encontraba fatal. Dolor de cabeza, vómitos, fiebre… No sé si es que comí algo que me sentó mal, si he pillado la gripe o si es un virus de esos de veinticuatro horas. Además, Max no quería perderse la Fiesta del Yate de esta noche, y yo también tengo que pasarme, así que lo hemos cancelado.
Echó un vistazo a su atroz atuendo y se recordó que debía salir antes del trabajo para ir a casa a cambiarse.
—¿La Fiesta del Yate es esta noche? ¿Y por qué no se me ha invitado?
—No se te ha invitado porque yo tampoco iba a ir. No obstante, ahora que hemos vuelto pienso quedarme exactamente una hora en la fiesta. Luego me largaré a casa a darme un baño de Vicks VapoRub y a ver un maratón de «Toddlers and tiaras»[1].
—¿De quién es el barco este año?
—No recuerdo su nombre. El clásico tipo que se ha hecho millonario con los fondos de inversión y tiene más casas que nosotras pares de zapatos. Y seguramente, también más esposas. Según parece, era amigo del padre de Max, pero Barbara creía que era una mala influencia y le prohibió a su difunto esposo que se relacionara con él. Creo que también tiene varios casinos.
—Bueno, parece la clase de persona capaz de ofrecer una gran fiesta…
—Pero si ni siquiera va a estar allí. Sólo cede su yate para hacerle un favor a Max. No te preocupes, que no te vas a perder nada del otro mundo.
—Ya, ya. Eso dijiste el año pasado y se presentó en la fiesta el equipo entero de «Saturday night live».
La revista Yacht Life no había obtenido ni un solo céntimo de beneficios durante sus diez años de andadura, pero eso no impedía que Max la considerara uno de los activos de más valor de todo el grupo Harrison Media. Les confería prestigio y elegancia, pues todo el que era alguien quería que su yate apareciera en las páginas de la revista. Cada mes de octubre, Yacht Life organizaba la Fiesta del Yate para celebrar el Premio Yate del Año. Y cada mes de octubre, el evento atraía a un impresionante cartel de famosos, que pululaban por la cubierta de alguna espectacular embarcación. El barco en cuestión navegaba alrededor de Manhattan mientras los invitados bebían champán Cristal, mordisqueaban bombones rellenos de trufa y pasaban por alto el hecho de que estaban navegando por el contaminado Hudson a finales de otoño, en lugar de estar surcando las cálidas aguas de Cap d’Antibes.
—Fue divertido, ¿no? —preguntó Andy.
Emily guardó silencio durante un instante.
—¿Eso es todo? ¿Es porque estás enferma y esta noche se celebra la Fiesta del Yate, o ha pasado algo más?
De Emily se podían decir muchas cosas —por ejemplo, que era muy descarada, agresiva y, a veces, directamente maleducada—, pero también era la persona más perspicaz que Andy había conocido en toda su vida.
—¿Algo más? ¿Como qué? —dijo ella en el tono ligeramente chillón que le salía cuando mentía o se sentía incómoda.
—No lo sé. Por eso te he llamado. Has representado muy bien tu papel durante todo el fin de semana, pero me da la sensación de que te asusta algo. ¿Son los típicos remordimientos del comprador? Mira, yo tuve verdaderos ataques de pánico durante una semana después de que Miles y yo nos casáramos. Me pasé días llorando. No podía asimilar que, teóricamente, él era el último hombre con el que me iba a acostar en mi vida. ¡El último hombre al que iba a besar! Pero luego la cosa mejora, Andy, créeme.
El corazón de Andy empezó a latir un poco más deprisa de lo normal. Durante los dos días transcurridos desde que había encontrado la carta, no había dicho una sola palabra a nadie.
—Encontré una carta de Barbara en el petate de Max. Básicamente le decía que estaba cometiendo un error garrafal al casarse conmigo… si es que decidía seguir adelante con los planes.
Se produjo un silencio al otro lado de la línea.
—Ay, Señor, yo pensaba que se trataba de algo mucho peor —repuso Emily.
—¿Se supone que eso lo dices para que me sienta mejor?
—Venga ya, ¿qué esperabas? Los Harrison son gente muy chapada a la antigua. Y, además, ¿a qué suegra le gusta su nuera? No existe una chica lo bastante buena.
—Pues Katherine sí lo es, al parecer. ¿Te contó Miles que Max la había visto en las Bermudas?
—¿Qué? —exclamó Emily, que parecía sorprendida.
—Barbara decía en su carta que Katherine era estupenda y que sin duda era una «señal» que se hubieran encontrado en las Bermudas. ¡Y que Max se había puesto muy «contento» al verla!
—¿Katherine? Por favor. No puede preocuparte esa chica. Antes de cada cumpleaños o aniversario, le enviaba a Max enlaces de internet con las joyas que más le gustaban. Llevaba conjuntitos de suéter y chaqueta de punto. Vale, de Prada…, pero seguían siendo conjuntitos de suéter y chaqueta de punto. De todas las novias de Max, era la que menos nos gustaba.
Andy se apretó la frente con las yemas de los dedos. Emily y Miles conocían a Max desde mucho antes que ella, sabían con quién había salido y, a lo largo de los años, habían conocido a todas sus novias. Más detalles que ella en realidad no quería escuchar.
—Me alegra oír eso —dijo mientras empezaba a notar un leve dolor de cabeza.
—Si no lo mencionó es porque no tiene importancia —prosiguió su amiga—. Porque está loco por ti.
—Em, yo…
—Está completamente enamorado de ti, y eso por no decir que es un tipo estupendo, a pesar de que no siempre ha acertado al elegir a sus amiguitas. Bueno, ¿y qué si Katherine estuvo en las Bermudas? ¿Qué más da? Max no te engañaría con ella. ¡No te engañaría con nadie! Las dos lo sabemos.
Dos días antes, Andy habría jurado que Emily tenía razón. Max no era ningún santo, pero ella se había enamorado de un hombre que, en el fondo de su corazón, era una persona auténticamente honesta. Pararse a considerar lo contrario le resultaba espantoso, aunque no podía negar que el hecho de que le hubiera ocultado algo así la ponía de los nervios…
—¡Es su exnovia, Emily! ¡Su primer amor! La chica con la que perdió la virginidad. La chica con la que supuestamente no se casó porque no lo «estimulaba» lo suficiente. Siempre habla de ella en términos positivos, así que no puedo evitar preguntarme si Max decidió tantear el terreno una vez más. Por los viejos tiempos, ¿no? No sería el primero que comete una estupidez semejante en su despedida de soltero. Tal vez tampoco estaba tan mal una vida como la de su padre, con una esposa encantadora y hogareña. Pero… ¿resulta que él decide rebelarse y me encuentra a mí? Qué afortunado.
—Te estás poniendo melodramática —replicó entonces su amiga.
Sin embargo, había algo en su tono de voz que obligó a Andy a reflexionar. Además, Emily había sido la primera en mencionar el término «engañar». Ella ni siquiera se había permitido considerar tal posibilidad hasta que su amiga lo había dicho abiertamente…
—Y entonces…, ¿qué hago? ¿Y si me engañó?
—Andy, no seas ridícula. Ni te pongas histérica. Habla con Max y que él te cuente la verdad.
Se le hizo un nudo en la garganta. No solía llorar —y, cuando lo hacía, normalmente era por culpa del estrés, no de la tristeza—, pero en ese momento se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Ya lo sé. Es que no me puedo creer lo que está pasando. Si es verdad, ¿cómo voy a perdonarlo? Por lo que yo sé, ¡sigue enamorado de ella! Creía que pasaríamos juntos el resto de nuestra vida, y ahora…
—¡Andy! Habla con él —insistió Emily—. Deja ya de llorar como una magdalena y habla con él, ¿vale? Hoy llegaré tarde, tengo un desayuno de trabajo con la gente de Kate Spade. Pero puedes encontrarme en el móvil…
Sabía que tenía que serenarse antes de que llegaran sus compañeros de trabajo. Cogió aire con fuerza, temblando aún, y se prometió que hablaría con Max, aunque también sabía que iba a postergar ese momento tanto como pudiera. De repente no se le ocurrían más que preguntas inquietantes: ¿quién se marcharía del apartamento? ¿Cómo que quién? Pues ella, claro. Para empezar, el apartamento lo había comprado la familia de Max… ¿Y quién se quedaría con Stanley, su bichón maltés? ¿Qué le diría a todo el mundo? A los amigos, a sus padres, a la hermana de Max… ¿Cómo pasarían de ser los mejores amigos, de dormir juntos, de apoyarse mutuamente en sus sueños y aspiraciones… a convertirse en completos extraños? Habían entrelazado sus vidas: el hogar, las respectivas familias, el trabajo, los horarios, los planes de futuro, la revista… Todo. ¿Cómo iba a sobrevivir si perdía a Max? Lo amaba.
En ese mismo momento apareció en la bandeja de entrada un correo de él, como si en cierta manera hubiera intuido todo aquello a cuarenta manzanas de distancia.
Querida esposa:
Espero que el hecho de que esta mañana te hayas marchado tan temprano signifique que te encuentras mejor. No puedo dejar de pensar en nuestro maravilloso fin de semana, y espero que tú tampoco hayas podido dejar de sonreír todavía. He recibido un centenar de correos de gente que me dice lo bien que lo pasó. Tengo reuniones hasta las dos de la tarde, pero te llamaré a esa hora para hablar de esta noche. Quiero que vengas, pero sólo si te apetece. Dime algo.
Con cariño,
TU MARIDO
«Esposa»… Era la esposa de Max. La palabra reverberó en el interior de su cabeza y le sonó extraña pero, al mismo tiempo, maravillosamente familiar. Cogió aire con fuerza y se dijo que debía tranquilizarse. No se estaba muriendo nadie. No padecía un cáncer terminal. No tenían tres críos y una hipoteca asfixiante. Y, a pesar de que él tenía una madre insoportable, Andy lo amaba. ¿Cómo no amar al hombre que el último San Valentín —una festividad que Andy no podía evitar odiar por su saturación de tarjetas de Hallmark llenas de corazoncitos de color rosa— había decorado el pequeño balcón de su apartamento con una mesa para dos y sábanas negras en las que había pegado pequeñas estrellas fosforescentes? ¿Cómo no amar al hombre que le había servido sus sándwiches preferidos (de queso caliente con anchoas), y no un filet mignon, acompañados de bloody marys muy picantes, en lugar de un cabernet, y un Häagen-Dazs gigante de café en vez de una elegante caja de bombones? Se habían quedado en el balcón hasta pasada la medianoche, contemplando el cielo nocturno a través del telescopio de gran alcance que él había alquilado porque, unos cuantos meses antes, Andy se había lamentado de que lo único que odiaba de vivir en la ciudad era que no podía ver las estrellas.
Lo superarían.
Le resultó fácil repetir esa frase en silencio durante las dos horas siguientes, mientras todo permanecía en calma y tenía la oficina entera para ella. Pero el pánico empezó a aumentar a las diez, cuando todo el mundo llegó ansioso por conocer hasta el último detalle del fin de semana, y se disparó cuando Daniel, el director de arte, se presentó a esa misma hora con una tarjeta de memoria llena de imágenes digitales que se moría por enseñarle.
—Son preciosas, Andy. Absolutamente arrebatadoras. Hiciste muy bien en contratar a St. Germain para el reportaje fotográfico. Es un divo, lo sé, pero la verdad es que es buenísimo. Mira, mira éstas.
—¿Ya tienes las fotos del fin de semana? —preguntó ella.
—Sin retocar. No preguntes cuánto hemos pagado para tenerlas tan rápido.
Daniel, a quien Andy había contratado el año anterior después de entrevistar a no menos de diez posibles candidatos, introdujo la tarjeta de memoria en el iMac de ella. Se abrió una ventanita en la que el ordenador preguntaba si deseaba importar las fotos y Daniel pulsó «Sí».
—Mira, mira ésta.
Hizo clic con el ratón y, al instante, una imagen de Andy y Max ocupó las veintisiete pulgadas de la pantalla. Ella miraba directamente a la cámara, con unos ojos intensamente azules y una piel impecable. Él tenía los labios pegados a su mejilla: la forma de la mandíbula quedaba perfectamente definida y el perfil resultaba espectacular. A su espalda, las hojas de los árboles se perdían en el fondo: los tonos anaranjados, rojos y amarillos marcaban un claro contraste con el negro del esmoquin de él y el blanco del vestido de ella. Parecía una imagen sacada de una revista, una de las más hermosas que había visto jamás.
—Espectacular, ¿no? Y mira ésta.
Un par de clics más y apareció en la pantalla una imagen en blanco y negro de la recepción. Docenas de invitados se congregaban en torno al perímetro de la pista, sonriendo y aplaudiendo, mientras Max la abrazaba para el primer baile, al son de Warm love. El ángulo de la fotografía lo mostraba a él algo inclinado para besarle la frente a Andy, sujetándola por la cintura. La melena castaña le caía por la espalda. El detalle en forma de botón, que habían decidido añadir a la cola del vestido tras la última prueba, quedaba perfecto, pensó. Y le alegraba haber elegido finalmente los tacones bajos, porque hacía que la diferencia de estatura entre ambos resultara más marcada, lo que quedaba muy elegante en las imágenes.
—Aquí, mira las fotos en las que estás sola. Son fantásticas —señaló Daniel.
Desplazó el cursor hacia una carpeta con el nombre de «Retratos» y la abrió en vista de miniaturas. Buscó durante un minuto y finalmente hizo clic sobre una de las fotografías. En la pantalla aparecieron entonces el rostro y los hombros de Andy, cubiertos por una ligerísima capa de polvos iluminadores que le daban un aspecto resplandeciente. En la mayoría de las imágenes lucía una sonrisa deliberadamente discreta (según el fotógrafo, las líneas de expresión y las arrugas eran más difíciles de retocar con una sonrisa muy pronunciada), pero ésa era la única imagen en la que sonreía sin reservas y, aunque se le marcaban más las patas de gallo y las líneas de expresión, era sin duda la más auténtica de todas las fotografías. Era obvio que se la habían tomado antes de su incursión a la suite de Max.
Todo el mundo le había dicho que sería imposible conseguir a St. Germain, pero ella no había renunciado a intentarlo. Le había llevado más de un mes y no menos de doce llamadas lograr que el agente de St. Germain se dignara tomar nota, aunque repitiéndole una y otra vez a Andy que The Plunge era una publicación demasiado insignificante como para que su internacionalmente famoso cliente la tuviera en cuenta. Aun así, había accedido a pasar la información, siempre y cuando Andy dejara de llamar. Al cabo de una semana, y en vista de que no había tenido noticias, Andy le escribió una carta a St. Germain y la envió por mensajero a su estudio de Chinatown. En dicha carta le prometía dos portadas en la revista, eligiendo él las fotos, y todos los gastos pagados a cualquier destino remoto. Además, ofrecía The Plunge como copatrocinador de la próxima campaña de recaudación de fondos a beneficio de las víctimas del terremoto de Haití, que era la organización benéfica favorita de St. Germain. Esa jugada había propiciado la llamada telefónica de una mujer que se había identificado únicamente como «amiga» del fotógrafo. Cuando Andy accedió a la petición de la mujer, a saber, que The Plunge sacara en portada a la adorada sobrina de St. Germain, la cual tenía previsto casarse el próximo otoño, el inalcanzable fotógrafo firmó sobre la línea de puntos. Se había convertido en una de las mejores jugadas de su trabajo, y Andy no podía evitar sonreír cuando lo recordaba.
La idea de que la retratara un fotógrafo tan célebre —especializado en desnudos, además— le resultaba aterradora, pero St. Germain había conseguido enseguida que se sintiera cómoda. Andy no había tardado en adivinar por qué era tan bueno.
—¡Qué alivio! —había graznado, nada más entrar en la suite de ella seguido de dos ayudantes.
Cuando el fotógrafo y sus asistentes habían llegado a la finca, Andy se había sentido inexplicablemente agradecida por el simple hecho de que se hubieran presentado. Aunque en aquel momento no llevaba más que un sujetador sin tirantes y una faja reductora Spanx que le cubría desde el pecho hasta las rodillas, lo único que había experimentado al ver al fotógrafo era alegría y agradecimiento.
—¿Por qué? ¿Porque sólo tienes que fotografiar a una novia normalita, en lugar de a un ejército entero de modelos en bañador? Hola, soy Andy. Me alegra muchísimo conocerte finalmente en persona.
St. Germain no medía más de metro sesenta y cinco, era de complexión delgada y de piel blanquísima, pero hablaba como un jugador de fútbol. Ni siquiera su acento indeterminado (¿francés?, ¿inglés?, ¿tal vez australiano?) encajaba con su aspecto.
—¡Ja, ja! Sí, exactamente. ¡Esas chicas están locas, son de lo más aberrant! Pero en serio, ma chérie, me alegra tanto que no necesitemos maquillaje de cuerpo entero. ¡Es tan tedioso!
—Nada de maquillaje de cuerpo entero, prometido. Si todo sale como está previsto, ni siquiera tendrás la oportunidad de comprobar si me he hecho las ingles —dijo ella, echándose a reír.
El proceso de contratar al fotógrafo había resultado tan melodramático que Andy estaba más que dispuesta a odiarlo, pero el hombre había resultado irresistiblemente encantador. Andy sabía, gracias a la «amiga» de St. Germain, que éste había volado directamente desde Río, donde había estado haciendo las fotos para el último especial de baño de Sports Illustrated. Cinco días, dos docenas de modelos, cientos o incluso miles de centímetros de piernas torneadas y bronceadas…
St. Germain asintió, como si ella hubiera dicho algo muy importante.
—Eso está bien. Ay, estoy tan cansado de ver chicas delgadas en biquinis de colores. Sí, ya sé que es el sueño de la mayoría de los hombres, pero ya sabes lo que dicen…, muéstrame a una mujer guapa y yo te mostraré a un hombre que está harto de… Bueno, supongo que el resto ya lo sabes —dijo con una sonrisa perversa.
—La verdad es que no parece que te lo hayas pasado tan mal —repuso Andy, sonriendo a su vez.
—Sí, a lo mejor no ha estado tan mal.
El fotógrafo extendió una mano y le obligó a girar la barbilla hacia la luz.
—No te muevas.
Antes de que tuviera tiempo de saber qué estaba ocurriendo, uno de los ayudantes le entregó a St. Germain una cámara cuyo objetivo era tan grande como un tronco de leña, y el fotógrafo disparó veinte o treinta veces.
Andy se llevó una mano al rostro.
—¡Basta! Aún no me han maquillado los ojos. ¡Si ni siquiera llevo el vestido!
—No, no, estás perfecta así tal cual. ¡Preciosa! ¿Tu novio te dice lo guapa que te pones cuando te enfadas?
—No.
St. Germain apartó la cámara hacia su izquierda. Un ayudante, vestido de negro, la cogió y le entregó otra de inmediato.
—¿No? Pues debería. Así, muy bien. Hazme una caída de ojos, preciosa.
Andy dejó caer los hombros y se volvió para mirarlo.
—¿Qué?
—Vamos, ¡hazme una caída de ojos!
—Pues es que no sé cómo hacer una caída de ojos.
—¡Raj! —ladró.
Uno de sus ayudantes, que estaba detrás del sofá sujetando un foco, se puso en pie de un salto. Sacó una cadera, frunció los labios, ladeó ligeramente la cabeza y, por último, dejó caer la mirada en un gesto que pretendía resultar insinuante y sensual.
St. Germain asintió.
—¿Ves? Eso es lo que les digo a todas las modelos. Caída de ojos.
En ese momento, al recordarlo, Andy se echó a reír. Señaló una de las miniaturas que Daniel iba pasando. Tenía los ojos prácticamente cerrados, hasta el punto de parecer medio drogada, y el morro fruncido como un pato.
—¿Ves? Ahí está mi caída de ojos.
—¿Tu qué?
—Da igual.
—Fíjate —dijo Daniel mientras ampliaba una imagen de los novios besándose durante la ceremonia—. Mira qué maravilla de foto.
Andy sólo recordaba la inquietante sensación extracorporal que había empezado nada más abrirse las puertas. Oír las primeras notas del Canon de Pachelbel le había servido para constatar que la única ventana por la que podría haber huido ya se había cerrado. Aferrada al brazo de su padre, vio a los padres de su cuñado, a unas primas lejanas de su madre y a la niñera caribeña de Max, la cual éste creyó que era su madre hasta los cuatro años. Su padre la guiaba con suavidad: tiraba de ella, en cierta manera, pero también la ayudaba a mantenerse erguida. Un grupo de amigas de la universidad, acompañadas de sus respectivos esposos, le sonrieron desde la derecha. Delante de ellas se hallaban los amigos del internado de Max —una pandilla de doce en total, todos ellos asquerosamente apuestos y acompañados de mujeres igualmente atractivas—, que la siguieron con la mirada al pasar. Andy se preguntó por qué los invitados de la novia no se habían sentado a un lado y los del novio al otro. ¿Ya no se estilaba esa costumbre? ¿Acaso no debería saberlo ella, la interna especialista en bodas? Pues no, no lo sabía.
Un fogonazo de verde chartreuse le llamó la atención desde el lado derecho: era Agatha, la experta en tendencias que ella y Emily compartían, a quien seguramente el gran hipster de los cielos había revelado que los tonos fosforescentes, además de las barbas y los sombreros fedora, eran el último grito. Los empleados de la oficina, veinte en total, rodeaban a Agatha por todos lados. Algunos de sus trabajadores, como la directora de fotografía y la directora ejecutiva, habían conseguido fingirse felices de poder pasar el fin de semana del Día de Colón en la boda de su jefa. El resto —auxiliares, redactores y comerciales de publicidad— no habían tenido tanto éxito. A Andy le había parecido cruel invitarlos a todos, obligarlos a perder tiempo en un acto social del trabajo, cuando ya dedicaban tantas horas a la revista. Pero Emily había insistido: su argumento se basaba en que era bueno para la moral que todos los empleados se reunieran para beber y bailar. Y Andy había acabado por ceder, lo mismo que en la cuestión de las flores, del catering y del número de invitados.
Mientras se acercaba a la parte delantera del salón, con las piernas fatigadas como si hubiera estado caminando sobre medio metro de nieve, un rostro en concreto le llamó la atención. El pelo rubio se le había oscurecido un poco, pero los hoyuelos eran inconfundibles. Llevaba un traje negro hecho a medida, perfectamente planchado. No era un esmoquin, claro estaba, porque habría preferido morir antes que dejarse ver en público con un atuendo tan pedestre. Siempre decía que las normas en el vestir eran para quienes carecían de estilo. De hecho, siempre decía muchas cosas: Andy se recordaba a sí misma oyéndolo pontificar, como si Dios mismo hablara a través de él. El error posterior a Alex y anterior a Max: Christian Collinsworth. Parecía tan guapo, petulante y seguro de sí mismo como la última vez que se había despertado a su lado, en una habitación de Villa d’Este, cinco años antes. Mientras ella aún estaba arrebujada entre las sábanas, desnuda, Christian le había dicho tan tranquilo que su novia se iba a reunir con él en el lago de Como al día siguiente, y le había preguntado si le apetecía conocerla. Cuando Emily le había pedido a Andy, como favor personal, que lo invitara a la boda, ésta se había opuesto con vehemencia. Pero cuando Barbara lo había colocado al principio de su lista de invitados junto a sus padres, que además eran íntimos amigos de los Harrison, Andy no había podido negarse. «¿Barbara? Disculpa, pero quizá no es muy correcto invitar a nuestra boda a un hombre con el que tuve una fabulosa aventura hace unos años… No me malinterpretes, era fantástico en la cama, pero me temo que la hora del cóctel resultaría un poco violenta… Lo entiendes, ¿verdad?» Y allí estaba Christian, con una mano apoyada en la espalda de su madre, observando a Andy con aquella mirada suya. Aquella mirada que no había cambiado ni un ápice en cinco años, que parecía decir: «Tú sabes y yo sé que compartimos un delicioso secretillo». Era exactamente la misma mirada que Christian dedicaba a la mitad de las mujeres de Manhattan.
—Seguro que cuando esté recorriendo el pasillo veré a algún hombre con el que me haya acostado.
Eso era lo que le había dicho Andy a Emily al ver por primera vez la lista de invitados de la señora Harrison. Daba igual que a Katherine la hubieran eliminado de la lista a instancias de Max. A Andy le habían entrado ganas de aplaudir cuando, en el transcurso de un almuerzo para planificar la boda, él le había dicho a su madre: «Katherine fuera. Nada de exnovias», por mucho que Katherine aún conservara su estatus de «amiga íntima de la familia». Cuando, más tarde, Andy le había confesado a Max que Christian Collinsworth también estaba en la lista de su madre, él la había mirado a los ojos y le había dicho: «Si a ti no te importa en absoluto Christian, a mí tampoco». Ella había asentido y se había mostrado de acuerdo: probablemente era mejor dejar las cosas tal como estaban y no irritar más a su futura suegra.
Emily había hecho un gesto de impaciencia.
—Eso te coloca en la misma posición que el noventa y nueve por ciento de las novias, dejando a un lado a las fanáticas religiosas y a las típicas frikis que conocieron a su novio en primaria y no se han acostado con nadie más. Supéralo. Te aseguro que Christian lo ha superado.
—Lo sé —había dicho Andy—. Seguramente fui la número ciento y pico para él, pero aun así me resulta raro que venga a nuestra boda.
—Eres una mujer de treinta y tantos años que lleva ocho viviendo en Nueva York. Lo que me preocuparía es que, el día de tu boda, no hubiera entre los invitados ningún hombre con el que te hubieras acostado, a excepción del novio.
Andy había dejado de corregir la maqueta que tenía delante y había mirado a Emily.
—Lo que hace inevitable preguntarte…
—Cuatro.
—¡No! ¿Quiénes? A mí sólo se me ocurren Jude y Grant.
—¿Te acuerdas de Austin? ¿El de los gatos?
—¡No me contaste que te hubieras acostado con él!
—Ya, bueno, es que tampoco fue nada del otro mundo —había dicho Emily mientras bebía un sorbito de café.
—Pero son sólo tres. ¿Quién era el otro?
—Felix, de Runway. Trabajaba en…
Su amiga estuvo a punto de caerse de su silla de escritorio.
—¡Pero si Felix es gay! Se casó con su novio el año pasado. ¿Cuándo te acostaste con él?
—Te preocupan demasiado las etiquetas, Andy. Fue cosa de una noche, después de la gala Fashion Rocks de hace unos cuantos años. En un momento determinado, Miranda nos dijo que fuéramos a llevar bebidas a la sala vip entre bastidores. La verdad es que los dos nos bebimos unos cuantos martinis. Fue divertido. Él acabó yendo a mi boda y yo a la suya, ¿qué más da? Relájate un poco.
Andy recordaba haberle dado la razón en aquel momento, pero aquella conversación la habían mantenido antes de que a ella la embutieran en un vestido de novia y la mandaran a recorrer el pasillo para casarse con alguien que posiblemente la había engañado, mientras el tipo con el que siempre había estado un poquito obsesionada le sonreía (con malicia, de eso no le cabía duda) desde la banda.
El resto de la ceremonia se había convertido en un recuerdo borroso. El ruido del cristal al hacerse añicos bajo el pie de Max la había devuelto a la realidad. ¡Crac! Ya estaba hecho. A partir de ese momento, ya nunca volvería a ser la misma Andy Sachs de toda la vida, ya nunca volvería a ser ella misma, significara lo que significase. Después de esa fracción de segundo, sólo existirían para ella dos posibles estados, ninguno de los cuales le parecía particularmente atractivo en ese momento: casada o divorciada. ¿Cómo había sucedido todo?
En ese instante, empezó a sonar el teléfono de su mesa. Le echó un vistazo al reloj: las diez y media. Oyó la voz de Agatha a través del intercomunicador.
—Buenos días, Andy. Max por la línea uno.
Agatha llegaba cada día más tarde pero, aun así, no se decidía a decirle nada. Se inclinó hacia adelante para pulsar el botón de su intercomunicador y decirle a Agatha que no podía atender la llamada de Max, pero lo que hizo fue derramar su café y pulsar al mismo tiempo la tecla de la línea uno.
—¿Andy? ¿Te encuentras bien? Me tienes preocupado, mi vida. ¿Cómo estás?
El café, ya lo bastante frío como para producir una sensación aún más desagradable que si hubiera estado caliente, se desplazó por el escritorio y fue a caer directamente sobre sus pantalones.
—Estoy bien —se apresuró a decir ella.
Buscó a su alrededor un clínex o un trozo de papel cualquiera para secar el café derramado, pero al no encontrar nada se limitó a observar cómo el líquido iba empapando lentamente su calendario de sobremesa y caía sobre su regazo. Se echó a llorar. Otra vez. Para ser alguien que no lloraba casi nunca, últimamente lloraba mucho.
—¿Estás llorando? ¿Qué te pasa, Andy? —le preguntó Max.
El rastro de preocupación en su voz hizo que las lágrimas brotaran aún con más fuerza.
—No, nada, estoy bien —mintió mientras contemplaba la mancha circular de café que iba aumentando de tamaño sobre su muslo izquierdo—. Oye, tengo que pasar por casa para cambiarme antes de la Fiesta del Yate, así que ya sacaré yo a Stanley. ¿Puedes llamar al paseador y decirle que no vaya? ¿Tú también irás antes a casa o prefieres que nos encontremos allí? Dime otra vez de qué muelle sale el yate…
Comentaron algunos detalles más acerca de la velada y Andy consiguió colgar sin que se volviera a mencionar su ataque de llanto. Se miró en un espejito de mano para arreglarse un poco la cara, se tomó un par de analgésicos con una coca-cola light, y siguió con su rutina diaria sin apenas darse un respiro y, afortunadamente, sin derramar una sola lágrima más. Incluso le sobró una media hora para pasar por Dream Dry y alisarse el pelo. Eso, sumado a un rápido cambio de ropa y un vaso helado de pinot grigio, hizo que volviera a sentirse relativamente humana.
Max se le acercó apresuradamente nada más verla salir de la pasarela, provista de alfombra roja, y entrar en el salón descubierto del yate. Experimentó una agradable sensación de placer cuando él la besó tiernamente y la envolvió en su fragancia, una mezcla de menta y especias. Y entonces, recordó todo lo demás.
—Estás fantástica —le dijo él al tiempo que la besaba en el cuello—. Me alegra mucho que ya te encuentres mejor.
Notó entonces una oleada de náuseas, como si fuera una palada de tierra que alguien le hubiera arrojado, y tuvo que taparse la boca.
Max arrugó la frente.
—El viento está levantando oleaje y el barco se mueve mucho. No te preocupes, enseguida encalmará. Vamos, quiero presumir de mi mujercita.
La fiesta se hallaba en todo su apogeo y, entre los dos, recibieron por lo menos un centenar de felicitaciones por la boda. ¿Era posible que sólo hubieran transcurrido cuatro días desde que había recorrido aquel pasillo? Se levantó una brisa helada y Andy se llevó una mano al pelo, mientras con la otra se ajustaba el chal de cachemira que llevaba sobre los hombros. Sobre todo, le alegraba el hecho de que su suegra esa noche ya tuviera un compromiso social en el Upper East Side y, por tanto, no pudiera acompañarlos.
—Diría que éste es el más espectacular hasta la fecha —comentó mientras contemplaba el salón de inspiración marroquí del yate. Señaló con la barbilla un tapiz delicadamente tejido y pasó la mano por la barra tallada a mano—. Muy buen gusto.
La esposa del director de la revista Yacht Life, una mujer cuyo nombre Andy jamás conseguía recordar, se inclinó hacia ella y dijo:
—He oído que le dieron un cheque en blanco para que lo decorara. En blanco, literalmente. Vamos, ilimitado.
—¿A quién?
La mujer la observó fijamente.
—¿Cómo que a quién? ¡Pues a Valentino! El dueño le encargó que decorara todo el yate. ¿Te lo puedes creer? ¿Cuánto debe de costar contratar a uno de los diseñadores de moda más célebres para que te elija las telas del sofá?
—Ni me lo imagino —murmuró ella.
Sin embargo, sí se lo imaginaba. Muy pocas cosas la sorprendían ya después de su año en Runway. Y las que aún la sorprendían no tenían nada que ver con los extremos a los que eran capaces de llegar los ricos más excéntricos a la hora de gastarse su dinero.
Una vez más, Andy contempló a la mujer (¿Molly? ¿Sadie? ¿Zoe?) mientras ésta se zampaba un minúsculo nacho con salsa tártara y fijaba la mirada más allá de ella sin dejar de masticar. De repente, la mujer abrió unos ojos como platos.
—Oh, Dios mío, está aquí. No puedo creer que haya venido —dijo con la boca aún medio llena, cosa que la mano que se había puesto delante no consiguió disimular.
—¿Quién ha venido? —le preguntó su marido, aparentemente sin el menor interés.
—¡Valentino! ¡Acaba de llegar! ¡Mira!
La mujer consiguió engullir el nacho y retocarse los labios con carmín en un único y casi grácil movimiento.
Max y Andy se volvieron hacia la alfombra roja y, efectivamente, allí estaba Valentino, bronceado, con la piel tersa y tirante, quitándose con cuidado sus mocasines y subiendo a bordo. Un lacayo que había justo a un lado le entregó un carlino de húmedo hocico que gruñía sin cesar. El diseñador lo cogió sin decir palabra y empezó a acariciarlo. Observó descaradamente a los presentes y, sin mostrar contento ni descontento, se volvió para ofrecerle la mano libre a su acompañante. No había ni rastro de su compañero de muchos años, Giancarlo, pero Andy observó horrorizada los cinco largos dedos con las uñas pintadas de rojo que surgían en ese momento de la escalera que conducía bajo cubierta y se enroscaban, cual garras, en torno al antebrazo de Valentino.
«¡Noooooo!»
Andy le lanzó una mirada a Max. ¿Había gritado en voz alta o sólo lo había pensado?
Como si se moviera a cámara lenta, la mujer se fue materializando de la forma más espantosa, centímetro a centímetro: primero la parte superior de su melena, seguida del flequillo, y luego el rostro, contraído en una expresión de desagrado que a Andy le resultaba demasiado conocida. Los pantalones blancos de corte recto, la blusa de seda y los zapatos azul cobalto de tacón eran de Prada, mientras que la chaqueta de estilo militar y el clásico bolso acolchado eran de Chanel. La única joya que llevaba era una gruesa pulsera esmaltada de Hermès, en un tono azul que combinaba a la perfección con el resto de su atuendo. Andy había leído ya hacía unos cuantos años que las pulseras habían sustituido a los pañuelos blancos de Hermès como objeto transicional —al parecer, había conseguido reunir alrededor de quinientas, de todos los colores y tamaños imaginables— y, en silencio, dio las gracias por no tener que encargarse personalmente de buscarlas. Absorta mientras observaba con una mezcla de terror y fascinación a Miranda, que se negaba a quitarse los zapatos, ni siquiera se dio cuenta de que Max le estaba apretando la mano.
—Miranda —susurró Andy, atragantándose.
—Lo siento —le dijo Max al oído—. No tenía ni idea de que iba a venir.
A Miranda no le gustaban las fiestas, no le gustaban los yates y, por lógica, tampoco le gustaban especialmente las fiestas en yates. Existían tres, tal vez cinco personas en el planeta capaces de convencerla de que subiera a bordo de un barco, y una de esas personas era Valentino. Si bien Andy sabía que Miranda no se dignaría permanecer allí más de diez o quince minutos, le entró el pánico sólo de pensar en la idea de compartir un espacio tan pequeño con la protagonista de sus terrores nocturnos. ¿De verdad habían transcurrido casi diez años desde que le había gritado «Vete a la M» en una calle de París y luego había huido de Francia? Porque a ella le parecía como si hubiera ocurrido el día anterior. Cogió su móvil, ansiosa por llamar a Emily, pero de repente se dio cuenta de que Max había dejado caer la mano y de que en ese momento se la tendía a Valentino para saludarlo.
—Me alegro de volver a verlo, señor —dijo Max en el tono formal que siempre reservaba para los amigos de sus padres.
—Espero que disculpes esta intrusión —respondió el diseñador, inclinando apenas la cabeza—. Giancarlo tenía que venir en mi lugar, pero de todas formas esta noche me encontraba en Nueva York para reunirme con la encantadora dama aquí presente y quería volver a visitar mi barco.
—Estamos encantados de que haya venido, señor.
—Deja ya lo de «señor», Maxwell. Tu padre era un buen amigo. He oído que te va bastante bien en los negocios, ¿verdad?
Max sonrió forzadamente, incapaz de discernir si Valentino lo había dicho simplemente por cortesía o si la pregunta era claramente malintencionada.
—Lo intento, desde luego. ¿Puedo traerles algo de beber a usted y a… la señora Priestly?
—Miranda, bonita, ven a saludar. Te presento a Maxwell Harrison, hijo del difunto Robert Harrison. Maxwell está en estos momentos al frente de Harrison Media Hold…
—Sí, ya lo sé —lo interrumpió ella con frialdad, al tiempo que observaba a Max con una expresión gélida y carente de interés.
Valentino pareció tan sorprendido como la propia Andy.
—¡Ah! No sabía que ya os conocierais… —exclamó el diseñador, dando a entender que esperaba una explicación.
—No nos conocemos —repuso Max.
—Pues sí que nos conocemos —dijo Miranda, exactamente en el mismo momento.
Se produjo un incómodo silencio, justo antes de que Valentino soltara una estentórea carcajada.
—Ah, ya veo que aquí pasa algo. Bueno, espero que me lo contéis algún día. ¡Ja, ja!
Andy se mordió la lengua y notó el sabor de la sangre. Habían regresado las náuseas, notaba la boca áspera como la tiza y no tenía ni la menor idea de lo que debía decirle a Miranda. Por suerte, Max era más ducho que ella en cuestiones sociales, de modo que le puso una mano en la espalda mientras decía:
—Y ésta es mi esposa, Andrea Harrison.
Casi por reflejo, Andy estuvo a punto de corregir a Max —«mi apellido profesional es Sachs»—, pero se dio cuenta de que él había evitado deliberadamente utilizar su apellido de soltera. Sin embargo, no importaba. Miranda ya había reconocido a alguien más interesante en la otra punta del salón y, cuando Max hubo terminado con las presentaciones, Miranda ya estaba a cinco o seis metros de allí. No le dio las gracias a Max, y menos aún se molestó en mirarla a ella.
Valentino les dedicó una mirada de circunstancias y, sujetando con fuerza a su carlino, se marchó apresuradamente en pos de Miranda.
Max se volvió entonces hacia ella.
—Lo siento muchísimo. No tenía ni la más remota idea de que…
Andy le apoyó una mano en el pecho con la palma abierta.
—No pasa nada. En serio. Oye, la cosa ha ido mejor de lo que se podría haber esperado. Ni siquiera me ha mirado a la cara. No hay ningún problema.
Él la besó en la mejilla y le dijo que estaba guapísima, que no debía dejarse intimidar por nadie, y menos aún por Miranda Priestly y su legendaria mala educación. Luego le pidió que lo esperara allí mientras iba a buscar un poco de agua para los dos. Ella le dedicó una débil sonrisa y se volvió a observar a la tripulación, que en ese momento levaba el ancla y empezaba a maniobrar la embarcación para salir del muelle. Apoyó el cuerpo con fuerza en la barandilla metálica del yate y trató de calmarse respirando profundamente el fresco aire de octubre. Le temblaban las manos, de modo que cruzó los brazos en torno al pecho y cerró los ojos. La noche acabaría pronto.