17
Una mezcla de James Bond y Pretty woman con un toque de Mary Poppins
—¿Aún no estás lista? —llamó Max desde la sala, donde Andy sabía que se estaba tomando tranquilamente una cerveza de raíz.
Se lo imaginó despatarrado sobre el sofá, con su oscuro traje de corte europeo y sus carísimos mocasines, bebiendo despacio la cerveza y jugueteando con su iPhone. Acababa de cortarse el pelo, iba recién afeitado y seguramente olía a champú, a loción para el afeitado al perfume de menta e, inexplicablemente, también a chocolate. Seguramente, estaba ansioso por ir a la fiesta, impaciente por llegar allí y comenzar a saludar a las personas que conocía y apreciaba. Tal vez estuviera golpeando el suelo con el pie, nervioso. Mientras, al otro lado del pasillo, Clementine se tomaba su biberón en brazos de Isla, una canguro australiana de veintidós años que Andy había contratado basándose en una recomendación obtenida en el grupo de madres primerizas y en unas cuantas comprobaciones en Google. Una completa desconocida, vamos.
Sonó el timbre. Durante un segundo, Andy creyó que el sonido procedía de la televisión, pero cuando Stanley empezó a ladrar y, tras un rápido vistazo a la pantalla del monitor de bebés, vio a Isla y a Clem acurrucadas en la mecedora, supuso que era algún repartidor de comida a domicilio. Para Isla, seguramente. Sonó el fijo y Andy lo cogió al instante.
—No pasa nada, déjelo subir —se apresuró a decir.
—¿Andrea? Disculpe, sólo quería comunicarle que…
El portero se vio interrumpido por una voz estridente que procedía del vestíbulo de Andy.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? ¿Hola?
—… que la señora Harrison está subiendo. Ha dicho que la esperaban ustedes.
—Sí, por supuesto. Gracias —dijo Andy mientras contemplaba su propia desnudez.
Oyó a Max saludar a su madre en el pasillo, delante del dormitorio. Un segundo después, él asomó la cabeza.
—Eh, mi madre está aquí —anunció casi como si se lo estuviera preguntando—. La han invitado esta noche a la inauguración de una galería que está justo aquí al lado, así que ha pasado un momentito a ver a la niña.
Andy se volvió para mirarlo y reparó en su sonrisa algo avergonzada.
—¿De verdad? —dijo.
«Justo lo que me faltaba, que tu madre llegue precisamente ahora», pensó.
—Lo siento, nena. Es que estaba justo aquí al lado, literalmente. Y luego tiene que ir a no sé qué otro acto en la parte alta, dentro de una media hora, así que saluda a la niña y se va. He pensado que podríamos tomar algo antes de que todos tengamos que marcharnos.
—No estoy ni vestida, Max —dijo Andy mientras señalaba el revoltijo de toallas, vestidos negros y fajas varias que se amontonaban sobre la cama de matrimonio.
—No te preocupes, sólo ha venido a ver a Clem. Tómate tu tiempo, mientras yo voy sirviendo un poco de champán. Ya saldrás cuando estés lista.
Sintió ganas de pegarle un grito a su marido por no haberle consultado antes aquella desagradable sorpresa, pero se limitó a asentir y a indicarle con un gesto que cerrara la puerta. Oyó que Max presentaba a su madre y a Isla —«Oh, ¿de Australia, dices? Qué sitio tan interesante»—, pero las voces se fueron alejando mientras se dirigían al salón. Andy se concentró en un par de pantaloncitos de elastano de la talla S, no premamá. Se los fue subiendo por los muslos centímetro a centímetro, pero la prenda se resistió durante todo el proceso. Haber superado la parte más ancha de las piernas fue para ella motivo de celebración, pero la alegría le duró poco, pues aún le quedaba el trasero y la barriga. Se le clavaban y le apretaban por toda la parte inferior del cuerpo, y cuando finalmente consiguió colocárselos en el lugar correcto, le corrían desagradables gotas de sudor por la espalda y entre los pechos. El pelo, que se había hecho alisar por un profesional por primera vez desde que había nacido Clementine, se le había pegado a la cara y el cuello. Cogió una revista para darse un poco de aire y se echó a reír, al verse vestida tan sólo con unos pantaloncitos faja de color carne, demasiado ceñidos, y un resistente sujetador de lactancia, prendas ambas de las cuales le sobresalían las chichas. Si aquello no era sexy…
Le sonó el móvil, que estaba sobre la mesilla de noche, y rodó como un cochinillo engrasado sobre la cama para cogerlo.
—No es buen momento —dijo automáticamente, como sólo se permite a las madres primerizas.
—Sólo he llamado para desearte buena suerte esta noche.
La voz de Jill se le antojó cálida y próxima, de modo que Andy se tranquilizó un poco al instante.
—¿Buena suerte en una fiesta repleta de invitados guapísimos a esta vaca gorda que acaba de parir, aún tiene pérdidas y rezuma leche? ¿O buena suerte en lo de dejar a mi hija con una desconocida que básicamente he encontrado en internet?
—¡Ambas cosas! —dijo Jill alegremente.
—¿Qué hago? —gimoteó Andy, dándose cuenta de que se le estaba haciendo tarde.
—Pues lo que hacemos todas: vestirte de negro, comprobar el móvil cada cinco segundos y beber todo lo que te permitan las circunstancias.
—Buen consejo. Beber, hecho. Comprobar el móvil, hecho. Ahora sólo me queda meter el culo en el vestido negro de manga larga. ¿Sabes cuál te digo? El que tiene el corte en la parte de atrás, el que me ponía siempre antes de tener a la niña…
Jill se echó a reír. No demasiado amablemente.
—Andy, no hace ni cuatro meses que has parido. No esperes milagros.
Andy se quedó mirando el vestido, extendido junto a ella sobre la cama. En función de si se gastaba una 34 o una 36, el vestido quedaba discreto y elegante o ceñía sensualmente las curvas, y en función de los accesorios, era perfecto para cualquier ocasión, ya fuera para salir a tomar algo o para una boda de salón. Esa noche, sin embargo, le parecía más apropiado para una muñeca, o como mucho para una adolescente.
—Porque no los va a haber, ¿verdad? —dijo con una voz que era apenas un susurro.
—Pues seguramente no, pero… ¿a quién le importa? Recuperarás la figura dentro de un par de meses, ¿qué diferencia hay?
—¡La diferencia es que no tengo nada que ponerme! —exclamó.
No quería parecer histérica, pero cada vez sudaba más copiosamente, mientras los minutos iban pasando. Y en lo tocante al atuendo, no disponía de ningún plan B.
—Pues claro que tienes algo —le dijo Jill, en el mismo tono que usaba con Jonah cuando el crío se ponía de lo más impertinente—. Tienes aquel vestido negro, el de las mangas tres cuartos. El que te pusiste para el almuerzo-comida de la abuela, en marzo.
—¡Pero si es premamá! —aulló Andy—. Por no decir que era apropiado sólo para celebrar el ochenta y nueve cumpleaños de una abuela.
—Pues piensa en lo delgada que se te verá ahora con ese vestido.
Andy suspiró.
—Tengo que darme prisa. Perdona que no te pregunte nada acerca de tu vida, pero es que además Barbara ha venido a ver a Clementine. Estoy convencida de que lo ha hecho a propósito, precisamente la noche en que lo último que necesito es cabrearme porque ya me veo hecha un asco y… —Andy se interrumpió—. ¿Tú estás bien?
—Perfectamente. Líbrate de Barbara y sal a divertirte. Es la primera noche que sales desde hace siglos, por no decir que es una noche muy emocionante desde el punto de vista profesional, así que te lo mereces.
—Gracias.
—Pero recuerda… bebe todo lo que puedas.
—Lo pillo. Vestido negro, móvil, alcohol. Adiós.
Andy colgó y le sonrió al teléfono. Echaba terriblemente de menos a su hermana, sobre todo en noches como ésa.
Max apareció entonces junto a la puerta.
—¿Aún no te has vestido? ¿Qué pasa, Andy?
Cogió una toalla húmeda del suelo y se cubrió el pecho con ella.
—¡No me mires!
Max se le acercó y le acarició el pelo sudado.
—¿Qué te pasa? Si te veo desnuda todos los días…
En vista de que Andy no decía nada, él señaló el vestido que estaba sobre la cama.
—Ése me parece demasiado serio —dijo en tono amable.
Estaba convencida de que Max había oído al menos una parte de la conversación y que probablemente había dicho «serio» por no decir «pequeño». Abrió el armario y rebuscó en la parte de los vestidos hasta encontrar exactamente el mismo vestido que había sugerido Jill.
—Toma —le dijo al tiempo que se lo entregaba—. Siempre me ha gustado mucho cómo te queda éste.
Andy resopló, a punto de echarse a llorar, y sujetó la toalla con más fuerza. Su marido sacó el vestido de la percha y lo dejó sobre la cama.
—¿Por qué no te lo pones y te maquillas un poco? El coche nos está esperando abajo, pero aún es pronto. Ven a saludar a mi madre y luego nos vamos.
—Buena idea —murmuró, mientras Max le secaba una gotita de espuma moldeadora del pelo y le colocaba bien un mechón rebelde.
Andy se puso el vestido premamá. Jill y Max tenían razón, era la única opción posible y tampoco le quedaba tan mal. ¿Estaba elegante? No. ¿Sexy? Tampoco. Pero el vestido le tapaba el enorme sujetador de lactancia, le ocultaba la barriguita fofa y le disimulaba un trasero que aún no había recuperado las dimensiones normales. Sinceramente, era más de lo que se podía esperar, dadas las circunstancias. Lo combinó con unas medias superfinas, de las que tenían costura en la parte trasera, y unos zapatos de Chloé con tacón de nueve centímetros, que ya le hacían un daño considerable antes de quedarse embarazada y que en ese momento la hicieron sentir como si llevara los pies vendados y metidos en unas zapatillas chinas. Haciendo caso omiso del leve dolor que notaba en las pantorrillas, el cual sin duda le resultaría insoportable antes de que acabara la noche, Andy se pintó los labios con una barra nueva, de intenso color rojo, que había comprado para la ocasión, se alisó el pelo lo mejor que pudo y echó los hombros hacia atrás. ¿Era la misma que antes de quedarse embarazada? No exactamente, pero tampoco estaba tan mal, teniendo en cuenta que acababa de dar a luz.
Max se colocó tras ella ante el espejo y silbó de admiración.
—Qué mami tan sexy —dijo mientras la rodeaba con los brazos por detrás.
Durante apenas unos instantes, Andy se dejó acariciar la barriguita fofa.
—Estas chichas te ponen, ¿eh? —bromeó, echándose a reír—. Venga, reconócelo.
Él también rió.
—Estás guapísima —dijo al tiempo que le cogía un pecho con la mano—. Éstas sí que me chiflan.
Andy sonrió.
—Sólo por esta delantera vale la pena, ¿no?
—Por eso y por la niña. Entre las tetas y el bebé, soy de lo más feliz.
Max la acompañó al pasillo, la ayudó a ponerse el chal de seda y le apretó la mano con fuerza cuando Isla salió del cuarto del bebé, con una Clementine medio dormida. Barbara le pisaba los talones, espectacular con un vestido de tubo hecho a medida, chaqueta a juego y zapatos de tacón en tono crudo.
—Hola, Barbara —la saludó Andy, que de repente se sentía como un enorme y torpe carro de combate al lado de su elegante y perfectamente peinada suegra—. Es todo un detalle que hayas venido a vernos.
—Sí, querida, bueno, espero no molestar, pero es que ya hacía semanas que no veía a mi nieta, y como estaba en el barrio…
Barbara hizo una pausa y echó un vistazo a su alrededor.
—¿Habéis cambiado algo aquí? ¿El color de la pintura? ¿O el espejo? ¡Qué alivio! He de admitir que nunca me ha gustado mucho ese… ese collage que habíais colgado tan a la vista.
—Madre, ese collage, como tú lo llamas, es una técnica mixta de un artista muy aclamado cuya obra se ha expuesto por toda Europa —dijo Max—. Andy y yo lo compramos juntos en Ámsterdam y nos encanta.
—Ajá, bueno, ya sabéis lo que dicen, que sobre gustos no hay nada escrito, ¿no? —canturreó Barbara.
Max le lanzó a su mujer una mirada de circunstancias, a la cual ella respondió encogiéndose de hombros. Llevaban poco más de un año casados y, si bien Andy aún no había olvidado la carta que Barbara le había escrito a su hijo en la que le decía lo que pensaba de la esposa que había elegido y si bien tampoco podía decirse exactamente que se hubiera acostumbrado a su suegra —estaba convencida de que no lo lograría jamás—, ya no se dejaba sorprender por ella.
Una vez en el salón, Barbara se sentó justo en el borde de un sillón, como si creyera que estaba repleto de chinches. Andy no pudo resistir la tentación:
—Ah, Max, recuérdame que llame a los de control de plagas el lunes a primera hora. Hace mucho tiempo que no vienen, ya va siendo hora.
Él le lanzó una mirada interrogante, mientras Barbara se ponía en pie de un salto. Andy hizo un esfuerzo para no echarse a reír.
—¿Se ha terminado el biberón? —le preguntó entonces a Isla.
Lo único que deseaba era coger a su hija y apartarla de aquellos brazos extraños.
—Todo, los 150 mililitros. Le he cambiado el pañal y ahora mismo la pongo a dormir. Pero antes quería darle las buenas noches a su mami.
—Ven aquí, preciosa mía —dijo Andy, feliz de poder coger a su hija una vez más sin parecer una psicótica, que era exactamente como se sentía. Quiso darle las gracias a Isla—. Bueno, pórtate bien con tu nueva niñera, ¿vale? —le dijo a su pequeña mientras le besaba las mejillas regordetas una, dos y hasta tres veces antes de devolvérsela a Isla.
La niñera se colocó a Clementine junto al hombro y asintió.
—Le voy a leer Buenas noches, luna y a mecerla hasta que se duerma. Luego…
—No te olvides de ponerla en la manta saco —la interrumpió Andy.
Max le apretó de nuevo la mano.
—¿Qué pasa? —dijo ella, volviéndose para mirarlo—. Es importante.
Isla intervino rápidamente.
—Por supuesto. Ponerla en la manta saco, leerle Buenas noches, luna y mecerla hasta que se duerma. Luego atenuar las luces sin apagarlas del todo y conectar la musiquita. Se despertará hacia las nueve y media o diez para comer, pero si no se despierta, tengo que darle igualmente el biberón de 150 que está en la nevera, ¿verdad?
Andy asintió.
—Si no te aclaras con el calientabiberones, pon la leche en una taza y caliéntala al baño María durante unos minutos. Pero, por favor, acuérdate de comprobar que no queme antes de dárselo.
—Bueno, Andy, yo creo que lo tiene todo controlado —dijo Max, al tiempo que le daba un besito a Clem en la frente—. Ven, siéntate un minuto y luego nos vamos.
—Tienes nuestros móviles por si acaso, ¿verdad? Y acuérdate de la hoja que está sobre la encimera, con todos los números de contacto en caso de emergencia. Mi madre está en Texas ahora mismo, así que no te resultará muy útil… —dijo. Le lanzó una mirada a Barbara, que estaba leyendo algo con gran interés—. Mejor aún, llama al 911 lo más rápidamente que…
—Te prometo que cuidaré perfectamente de ella —repuso Isla con una sonrisa muy tranquila y conciliadora, aunque no por ello Andy dejó de querer observarla a través de una cámara.
De repente se quedó inmóvil, perpleja, mientras pensaba en cómo había llegado hasta ahí. Siempre se había jurado a sí misma que sería la clásica mami enrollada, la clásica mami tranquila, la clásica mami que no se obsesiona con los gérmenes ni las canguros ni lo quiere todo orgánico. Una mami capaz de dejarse llevar y no ponerse histérica. Pero una sola mirada a aquella criaturita minúscula y vulnerable que dependía de ella absolutamente para todo había cambiado por completo su forma de pensar. Andy sólo había dejado a Clementine con su madre, y en una ocasión, por pura necesidad, con la hermana de Max, pero sólo porque tenía que ir al médico y no quería exponer a Clementine a los gérmenes de las salas de espera. Había devuelto todos los bodis y peúcos que le habían regalado, a menos que pudiera confirmar que no contenían tejidos retardantes del fuego, muy tóxicos. También había devuelto todos los juguetes de plástico que incluyeran la leyenda «Fabricado en China» o bien algún compuesto como el BPA, el PVC o los ftalatos. En contra de lo que se había prometido a sí misma, a su esposo y a cualquiera que se dignara escucharla, había removido cielo y tierra para respetar los horarios de Clem, una rutina cuidadosamente elaborada de tomas, siestas, juegos y paseos, que tenía prioridad absoluta. No era que quisiera convertirse en una madre histérica, pero no podía controlarlo.
Cogió aire con fuerza, lo expulsó lentamente por la boca y se obligó a devolver la sonrisa.
—Lo sé. Gracias —dijo mientras Isla se alejaba con Clem hacia el cuarto de la niña.
El sonido de la voz de Barbara la devolvió a la realidad.
—Andrea, querida… ¿Qué es esto? —le preguntó su suegra mientras sostenía en alto un pliego de papeles.
Andy se sentó en el sofá y cogió su copa de champán, coraje en estado líquido. Al parecer, Barbara había decidido que el sofá tenía menos posibilidades de estar infestado de bichos, pues se sentó junto a Andy y cruzó las piernas.
—Mira, aquí. Dice: «Lista básica del bebé. Miranda». No será de Miranda Priestly, ¿verdad?
Andy tenía aquella lista sujeta a un tablero, justo encima de su escritorio. Resultaba curioso que Barbara hubiera estado husmeando por allí, pero no tuvo la energía suficiente para sacar el tema a colación.
—Ah, sí, la lista de Miranda. Me la envió justo después de que naciera Clementine. Parece que a Miranda no le gusta mucho la gente per se, pero siente debilidad por los bebés.
—¿De verdad? —murmuró Barbara mientras echaba un vistazo a la lista con cierto interés—. Vaya, vaya, es muy completa.
—Pues sí —convino ella al tiempo que miraba por encima del hombro de su suegra.
Casi se había desmayado del susto al recibir la lista, un par de semanas después de que naciera Clem, acompañada por una caja envuelta en papel rosa y decorada con lazos blancos y un sonajero de plata de la casa Tiffany. Dentro de la caja había encontrado una nota, con el membrete de Miranda, que decía así: «¡Felicidades por el nuevo miembro de la familia!». Bajo la nota, oculta tras media docena de capas de papel de seda, se hallaba la manta de visón más hermosa que Andy había visto en toda su vida. O, mejor dicho, la única manta de visón que había visto en toda su vida. Era suave como la seda e inmensa, de modo que Andy la dobló al instante y la extendió a los pies de su cama. Junto a ella se acurrucaba todas las noches. Clem aún no la había ensuciado de vómito, caca o baba y, mientras Andy pudiera evitarlo, no lo haría jamás. ¡Visón! ¡Para una bebé! Andy sonrió para sus adentros y recordó lo que Emily había comentado: era obvio que la mismísima Miranda había elegido aquel regalo, porque a ninguna asistente personal se le ocurriría jamás enviar una manta de visón, tamaño grande, como regalo para un bebé. Para nadie. Nunca. Y, por si la manta no resultara ya lo bastante fabulosa, también estaba la «Lista básica del bebé».
Veintidós páginas, a un solo espacio. Un índice que incluía temas como «Artículos imprescindibles en el hospital», «Artículos imprescindibles en casa: las dos primeras semanas», «Aseo del bebé», «Necesidades médicas del bebé» o «Cuestiones de seguridad». Lógicamente, Miranda ofrecía sus consejos para confeccionar la canastilla perfecta (preferiblemente, de Jacadi, Bonpoint y Ralph Lauren): bodis de manga corta, bodis de manga larga, pijamas enteros, calcetines, botitas, gorritos de lana, manoplas, conjuntos de parte de arriba y parte de abajo para niños, vestiditos o peleles y leggings para niñas… Manoplas de baño, toallas, ropa de cuna… Mantas saco, mantas para el cochecito, mantas con monograma. Miranda hasta tenía su marca favorita de accesorios para el pelo. Pero la cosa no acababa ahí: la lista incluía también sus sugerencias en cuanto a pediatras, grupos de lactancia, nutricionistas infantiles, alergólogos, dentistas pediátricos y médicos dispuestos a realizar visitas a domicilio. Había enumerado todos los recursos necesarios para organizar una ceremonia de circuncisión, un bautizo o una ceremonia de imposición de nombre: sinagogas decentes, iglesias, moheles, servicios de catering, floristas… Decoradores especializados en diseño de cuartos infantiles. Un contacto en Tiffany que podía grabar el monograma del bebé en cucharas de plata, tazas o platos de recuerdo. Una tienda especializada en diamantes donde papi podía comprarle a mami el regalo perfecto para animarla. Y, lo más importante de todo, una lista de personas expertas en el cuidado de los bebés en cuestión: enfermeras de noche, niñeras, canguros, profesores particulares, logopedas, terapeutas ocupacionales, asesores pedagógicos y al menos media docena de agencias, todas ellas elegidas y supervisadas por la mismísima Miranda, que proporcionaban la «clase adecuada» de cuidadores infantiles.
Barbara terminó de leer la lista y la dejó sobre la mesa.
—Es todo un detalle que la señora Priestly haya querido compartir su lista contigo —dijo. Ladeó ligeramente la cabeza para mirarla—. Supongo que debe de haber visto algo en ti.
—Ya —murmuró Andy, que no quería echar por tierra el respeto que su suegra acababa de demostrarle.
En realidad, sabía que la lista la habían elaborado y organizado las asistentes de Miranda. Lo único halagador era que ella se hubiera tomado la molestia de ordenar que se la enviaran. Eso y la manta de visón, que Andy le mostró sin el menor pudor a su suegra.
—¡Espectacular! —exclamó Barbara mientras ella le colocaba la manta sobre las rodillas. La mujer la acarició con gesto reverencial—. Qué regalo tan excepcional y considerado para un bebé. Estoy convencida de que a Clementine le encanta.
Max vertió las últimas gotas de champán en la copa de Andy y volvió a llenar la suya y la de su madre con San Pellegrino.
—Madre, me encantaría que te quedaras, pero es que Andy y yo tenemos que irnos. El coche lleva veinte minutos esperándonos en la puerta y ya llegamos tarde.
Barbara asintió.
—Lo entiendo, hijo. Es que no quería dejar pasar la oportunidad de ver a mi nieta.
Andy sonrió con aire magnánimo.
—Clem también se ha alegrado de verte —mintió—. Ven cuando quieras.
Evitó comentar que Barbara ni siquiera había cogido en brazos a su adorada nieta, ni tan sólo se había dignado acariciarle la cabecita. Por lo que Andy había visto, su suegra se había limitado a admirar a su nieta mientras ésta permanecía en brazos de la canguro. Por primera vez, comprendió en parte cómo debía de haber sido la infancia de Max con una madre así.
Se pusieron las dos en pie. Andy le dio a su suegra el consabido beso en la mejilla y se volvió para coger su bolso, pero Barbara le sujetó con fuerza la mano.
—Andrea, hay algo que quiero decirte —declaró con su acento de Park Avenue.
A Andy le entró el pánico. Max ya estaba a mitad de pasillo, recogiendo los abrigos. No recordaba la última vez que se había quedado a solas con Barbara Harrison y no se encontraba en situación de…
Barbara le sujetó con más fuerza ambas manos y obligó a Andy a acercarse más a ella. Tanto, que Andy pudo oler su delicado perfume y ver las profundas marcas que tenía en torno a la boca, tan incrustadas que ni el mejor rellenador de arrugas podría disimularlas. Contuvo la respiración.
—Querida, me gustaría decirte, si es que te interesa mi opinión, que eres una madre estupenda.
Andy se quedó boquiabierta. Nada podría haberla sorprendido más, ni siquiera que Barbara le hubiera dicho que era adicta a las metanfetaminas.
¿Se lo había dicho únicamente porque Miranda la había considerado una persona lo bastante importante como para compartir con ella su lista? Probablemente, pero en el fondo le daba igual. Y le daba igual porque no dejaba de ser agradable oírselo decir a su suegra, la misma mujer que había considerado a Andy indigna de su hijo, y porque sabía que Barbara tenía razón: Andy tenía sus defectos, como todo el mundo, pero era una mami excelente.
—Gracias, Barbara —dijo apretándole las manos a su suegra—. Significa mucho para mí, especialmente viniendo de ti.
La señora Harrison retiró las manos y se apartó del ojo un imaginario mechón de pelo. Fin del momento. Andy, sin embargo, sonrió.
—Sí, ya, bueno, será mejor que me vaya —gorjeó Barbara—. No puedo llegar tarde esta noche, estará todo el mundo.
Aceptó la ayuda de su hijo para ponerse el abrigo y luego le ofreció la mejilla para que le diera un beso.
—Adiós, mamá. Gracias por la visita —dijo él.
Por su expresión, Andy supo que había oído la conversación. Esperó a que se hubiera cerrado la puerta, después de que Barbara hubo salido.
—Vaya, la vida nunca deja de sorprenderte —comentó mientras se echaba un chal de cachemira sobre los hombros—. Prácticamente me ha dicho que me quiere.
Max se echó a reír.
—Bueno, no nos emocionemos —dijo, pero Andy se dio cuenta de que él también estaba satisfecho.
—¡Me quiere! —exclamó Andy, entre risas—. La todopoderosa Barbara Harrison adora a Andy Sachs, madre sin igual.
Su marido la besó.
—Tiene razón, ¿sabes?
—Lo sé —sonrió Andy.
Isla se despidió de ellos en el pasillo.
—Prometo que cuidaré muy bien de ella —dijo.
Y antes de que Andy pudiera decir nada o darle otro beso a su bebé, Max la llevó hacia el vestíbulo, la obligó a entrar en el ascensor y finalmente a sentarse en el asiento trasero de la limusina Lincoln, que olía a cuero nuevo y que, como todas las limusinas, a Andy le recordó su año en Runway.
—Estará perfectamente —le dijo Max, al tiempo que le apretaba la mano una vez más.
Cuando se detuvieron en Skylight West, entre la calle Treinta y seis y la Décima Avenida, lo hicieron al final de una larga cola de limusinas con chófer. En algunas de ellas, los conductores pasaban el rato; de otras, en cambio, emergían atractivas parejas o grupos de amigos, todos de veintiún botones. Andy abrió su puerta antes incluso de que el coche se detuviera del todo.
—¿Te puedes creer que Emily haya sido capaz de organizar todo esto tan deprisa? —le preguntó a Max en voz baja mientras éste la ayudaba a bajar del coche—. Organizar una fiesta para celebrar nuestro tercer aniversario ya es de por sí una gran idea, pero conseguir además que Vera Wang y Laura Mercier la patrocinen es un detalle absolutamente genial.
Max asintió.
—Es muy bueno en términos de publicidad. Conociendo a Emily, habrá reunido aquí a todo el que es alguien, y ya sabes quién adora las fiestas de esta clase…
Andy observó a Max, perpleja.
—¿Quién?
—¡Elias-Clark! Los eventos como éste forman parte de su estrategia. Organizar una fiesta ostentosa, reunir a un montón de caras conocidas y que al día siguiente se hable del tema en todas las revistas de cotilleos. Es perfecto para el perfil de la revista, y no sólo en términos de lectores. Emily sabe muy bien que la fiesta de esta noche servirá para elevar la categoría de The Plunge y hacérsela aún más deseable a Miranda.
Max lo dijo tan tranquilo, igual que haría un empresario familiarizado con ese mundillo, pero Andy se sintió dolida. Si bien entendía las ventajas, en términos de publicidad y relieve social, de una alegre velada patrocinada por los anunciantes, no se había parado a pensar en cómo afectaba todo eso a la cuestión de la compra. Qué típico de Emily. Pero lo que más le molestaba era darse cuenta de que Max no comprendía por qué le molestaba.
Llegaron al ascensor que debía catapultarlos a la azotea, pero Andy tiró de la mano de Max e hizo un gesto al resto de los invitados —todos ellos de aspecto fabuloso, pero ninguno conocido— para que no los esperaran.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
A ella se le hizo un nudo en la garganta. Su móvil vibró y al instante apareció un mensaje en la pantalla.
—Emily quiere saber dónde estamos —dijo.
—Venga, subamos a disfrutar de la fiesta, ¿vale?
Max le tendió una mano y ella se dejó arrastrar hacia el ascensor. Una mujer muy joven, que llevaba un vestido rojo muy sexy, se coló en el ascensor justo antes de que se cerraran las puertas.
—¿Vais a la azotea? —preguntó.
—¿A la fiesta de The Plunge? —le preguntó a su vez Max.
La chica sonrió.
—Ni siquiera me habían invitado —dijo—. Mi jefa sí estaba invitada, pero como ella no podía venir, le supliqué que me dejara hacerlo a mí en su lugar. Es que todo el mundo está aquí esta noche. —De repente, reconoció a Max—. Espera, tú eres Max Harrison, ¿no? Caray, es un placer conocerte.
La chica y él se estrecharon la mano. Por la expresión de la joven, parecía como si acabara de encontrarse con Ryan Gosling.
Las puertas del ascensor se abrieron y Max miró a su esposa con una ceja arqueada y una sonrisa maliciosa. Ella tomó nota mental de buscar inmediatamente a Emily para contarle aquel jugoso cotilleo, pero se olvidó nada más poner los pies en la azotea. La atmósfera allí era mágica, absolutamente mágica. Aquel espacio abierto se extendía, aparentemente, kilómetros y más kilómetros en todas direcciones: las luces titilantes de los rascacielos creaban una especie de frontera dinámica entre la fiesta y el resto de la isla de Manhattan. Justo delante de ellos resplandecía en tonos azules y plateados el Empire State, elevándose por encima del letrero de neón rojo del New Yorker. A la derecha, el sol se había ocultado ya tras el Hudson y proyectaba sobre el río sombras de intensos tonos morados y anaranjados. Más allá se veían las luces resplandecientes de New Jersey. Mirara a donde mirase, Andy veía las luces que se iban apagando en tiendas y edificios de oficinas y se iban encendiendo en apartamentos, bares y restaurantes, a medida que la ciudad entera efectuaba su transición diaria del trabajo al relax. Desde la calle les llegaba la habitual cacofonía de sirenas, bocinas de taxi, música y gente, mucha gente. La ciudad estaba viva y palpitaba aquella noche cálida de principios de octubre, y Andy pensó que ningún otro lugar del mundo se le podía comparar.
—Joder, ¿no estás flipando?
Emily se materializó de repente a su lado y le cogió el brazo. Su espectacular tipazo resaltaba más que nunca gracias a un ceñidísimo vestido de Hervé, de color rosa fosforescente. Llevaba la melena peinada en perfectas ondas cobrizas que le caían sobre los hombros desnudos.
—Este sitio es absolutamente increíble —dijo.
No era de extrañar que Emily no le preguntara por Clementine, ni se interesara por saber cómo estaba Andy. Había ido a verla a su casa después de que le dieran el alta en la clínica, y le había llevado a Clementine un vestidito de cachemira carísimo y muy poco práctico, a juego con gorrito y mitones (en pleno mes de junio), pero desde entonces apenas se habían visto. Andy y Emily se comunicaban por videoconferencia con distintos empleados para hablar de trabajo y se enviaban varios correos electrónicos a lo largo del día, pero la amistad entre ambas se había enfriado considerablemente. Andy no sabía muy bien si era por el bebé, por su negativa a discutir la oferta de Elias-Clark o simplemente porque estaba más sensible de lo normal, pero las cosas entre ellas habían cambiado.
Max le indicó con un gesto que iba al bar, pero que regresaría enseguida.
Ella se volvió hacia Emily y trató de bromear.
—¿Te has acortado y estrechado el vestido? ¿Es que ese vestido tipo corsé no te parecía lo bastante ceñido? —le preguntó.
Emily se apartó un instante y se contempló el vientre.
—¿Es demasiado ceñido? ¿Me ha engañado el espejo? ¡Porque yo pensaba que me quedaba bien!
Andy le dio un golpecito en el brazo.
—Calla, mujer. Estás estupenda. No son más que celos de esta ballena vestida con una cortina de ducha.
—¿De verdad? Vale, es lo que yo pensaba, pero nunca se sabe. —Emily hizo un gesto vago con la mano—. Tú también tienes mejor aspecto.
—Gracias, qué generosa.
—No, en serio. Es verdad. Tienes las tetas más…, no sé, más normales. Y me encantan esos zapatos de Chloé. —Emily señaló en dirección a los invitados—. ¿Has visto cuánta gente?
Andy giró lentamente sobre sí misma y contempló la azotea. Alegres llamas bailoteaban en pequeños recipientes de hierro fundido, e hileras de lucecitas blancas colgaban de un lado a otro. Había montones de atractivos invitados, que se reían y bebían el cóctel especial de la noche, una exquisita mezcla de tequila Patrón, sirope concentrado, cilantro y zumo de limón. Se desplazaban sin aparente esfuerzo entre el bar tenuemente iluminado y los conjuntos de sofás bajos de cuero blanco y mesillas de acrílico, dispuestos como si fueran pequeñas salas de estar. Otros invitados permanecían en pie, junto a las barandillas, contemplando las vistas infinitas que se extendían en todas direcciones.
Emily le dio una calada a su cigarrillo y expulsó lentamente el humo. Andy ya no estaba embarazada, así que no le iba a pasar nada por fumarse un cigarrillo. Señaló el paquete.
—¿Quieres uno? —le preguntó Emily.
Ella asintió. La primera calada le abrasó la garganta y le supo fatal, pero la cosa mejoró después.
—Ay, cómo me gusta.
Emily se inclinó hacia ella.
—Patrick McMullan ha venido a hacer fotos. Supuestamente, también andan por aquí Matt Damon y esa esposa tan guapa que tiene, pero aún no los he visto. Han venido un montón de modelos de Victoria’s Secret, que tienen muy contentos a los tíos. Y Agatha acaba de recibir un mensaje de la relaciones públicas de Olive Chase. Dice que ella y Clint a lo mejor se pasan, después de no sé que otra historia en TriBeCa. No sé muy bien cómo ha ocurrido, pero esto se está convirtiendo en la fiesta del año.
Max volvió en ese momento y le entregó a Andy uno de los cócteles de tequila y cilantro. Llevaba también una botella de agua para él.
—Perdona, Emily, no sabía qué querías beber.
Emily se marchó apresuradamente hacia el bar antes de que Andy tuviera tiempo de decir nada.
—Hace años que no te veo fumar —dijo Max mientras miraba de reojo el cigarrillo de su esposa.
Ella le dio otra calada. Estaba disfrutando muchísimo, tanto del cigarrillo como de la expresión de sorpresa de Max.
En unos sofás cercanos, Miles hablaba con unos cuantos empleados de The Plunge. Más exactamente, con Agatha, que llevaba un mono corto de crepé, sin mangas, que le ceñía el inexistente talle con un cinturón dorado en forma de serpiente. Remataba el conjunto con unos zapatos de lamé dorado y vertiginoso tacón que a cualquier otra mujer le habrían dado un aire cutre y hortera, pero a ella la hacían parecer aún más fiera. A Andy no le gustó que se mostraran tan cariñosos, pero antes de que tuviera tiempo de pararse a pensar, Miles la vio y se puso en pie de un salto.
—Propongo un brindis —dijo mientras sostenía en alto su jarra de cerveza—. Por Andy y por Emily, esté donde esté. Han conseguido convertir las bodas en algo tan hermoso como interesante. En algo con mucho estilo. Y, al parecer, no somos los únicos que pensamos así.
Todos los que estaban en la mesa aplaudieron esas palabras. Miles acercó su jarra a la copa de Andy y luego a la de Agatha.
—Feliz cumpleaños, The Plunge. Tres años muy bien llevados.
Andy hizo un esfuerzo por sonreír y brindar con los demás. Tras unos cuantos minutos de cháchara trivial, se excusó para ir en busca de Emily y asegurarse de que el inmenso pastel de Sylvia Weinstock —un pastel de bodas que Andy había encargado especialmente para la ocasión y que se había convertido en su única contribución a la velada— estuviera ya preparado para hacer su entrada triunfal.
Pasaba junto a la barra pequeña cuando oyó que la llamaba una voz familiar.
«No puede ser —pensó para sus adentros. Se negó a volverse—. Vive en Londres. Casi nunca viene a Nueva York. Y no estaba en la lista de invitados.» Sin embargo, ya no le cupo la menor duda cuando notó una mano cálida sobre el antebrazo desnudo.
—¿Qué pasa? ¿Es que no saludas? —dijo la voz en cuestión, obligándola a acercarse.
Como siempre, vestía un traje europeo hecho a medida —es decir, muy ajustado— y una inmaculada camisa blanca desabrochada un botón más de la cuenta, sin corbata. Lucía barba de uno o dos días y puede que alguna que otra arruguita en torno a los ojos, cosa que no le restaba ni un ápice de atractivo. Y la estaba observando con aquella mirada que decía que lo sabía perfectamente.
Andy sólo podía hacer una cosa: olvidarse de su alisado imperfecto, de la ausencia de complementos y de los kilos que aún tenía repartidos por ahí (trasero, muslos y tetas), y sentirse orgullosa de sí misma. Sacó su delantera de considerable tamaño mientras Christian Collinsworth la repasaba de arriba abajo con la mirada.
—Christian —murmuró—, ¿qué haces tú aquí?
Él se echó a reír y bebió un trago de su copa, un gin-tonic elaborado con ginebra seca.
—¿Crees que me iba a perder esta fiesta, estando en Nueva York? ¿Especialmente cuando todo el mundo ha venido a celebrar los logros de mi Andy?
Trató de imitar la risa informal de Christian, pero le salió más bien una especie de rebuzno, demasiado gutural, ronco y estentóreo.
—¿«Tu Andy»? —dijo al tiempo que levantaba la mano izquierda—. Ahora estoy casada, Christian. ¿Te acuerdas de la boda a la que fuiste hace un año? Ah, y tenemos una hija.
Los hoyuelos de Christian irrumpieron con fuerza: la sonrisa que los había provocado tenía un aire satisfecho y tal vez un poco condescendiente.
—Eso he oído, pero no sabía si creérmelo o no. Felicidades, Andy.
«¿Que no sabía si creérselo o no? ¿Por qué?, ¿porque la idea de que yo sea madre le parece demasiado rocambolesca?»
En menos de un segundo, él había puesto la mano justo en el punto donde se unían la parte baja de la espalda y la cadera de Andy, el lugar preciso en que la faja trataba de contener los michelines de la espalda y de la cintura que tan testarudos se habían mostrado antes. Christian le dio un pellizco y Andy se volvió hacia él, escandalizada.
Él levantó de inmediato ambas manos.
—¿Qué pasa? ¿Que además de estar casada te has hecho mormona? ¿O es que tu marido va a aparecer como por arte de magia y me va a dar un puñetazo en plena cara por haber tocado lo que es suyo? —De nuevo, aquella sonrisa—. Venga, vamos a tomar una copa y me pones al día.
En algún rincón de su mente, Andy sabía que tenía que excusarse para ir a ayudar a Emily, llamar a la canguro, buscar el cuarto de baño o lo que fuera, cualquier cosa menos seguir como un corderito a Christian Collinsworth hacia el bar, pero no consiguió apartarse de él. Aceptó el cóctel de tequila que Christian le ofrecía e hizo todo lo que pudo para apoyarse en la barra del bar con una pose que denotara seguridad en sí misma, actitud distante y sensualidad, todo a la vez. A esas alturas, sin embargo, lo único que podía esperar era no perder la posición vertical y no empezar a supurar leche, pues ya se le habían vuelto a llenar los pechos.
—¿Cómo se llama tu hija? —le preguntó él.
Miró a Andy directamente a los ojos y, aun así, se las arregló para dar a entender que no podría haberle importado menos.
—Clementine Rose Harrison. Nació en junio.
—Bonito nombre. ¿Y qué tal te has adaptado a tu papel de madre?
Las cosas estaban yendo demasiado lejos, de modo que Andy se alegró al comprobar que había recuperado la voz.
—Venga ya, Christian, ahórrate ese rollo. ¿De verdad quieres que te hable de horas de sueño y mantitas? ¿Por qué no hablamos de tu tema favorito? ¿Qué tal te ha ido a ti desde la última vez que nos vimos?
Él bebió un trago de su copa y fingió reflexionar.
—Pues he de decir que muy bien. ¿Sabes que ahora vivo en Londres? —dijo, pero prosiguió sin esperar la respuesta de Andy—: Y la verdad es que me va muy bien. Tengo mucho tiempo para escribir, muchas oportunidades de viajar por Europa, he conocido a mucha gente. Nueva York ya me estaba empezando a… cansar.
—Ya.
—¿No? Quiero decir…, ¿tú no estás en esa fase en que te gustaría estar en cualquier lugar menos aquí?
—Pues la verdad es que…
—Andy, Andy, Andy. —Se inclinó hacia ella, bajó un poco la barbilla y parpadeó con aquellas pestañas suyas inmerecidamente largas—. Nos iba muy bien juntos, ¿verdad? ¿Qué nos pasó?
Ella no pudo evitar echarse a reír una vez más.
—¿Que qué nos pasó? ¿Te refieres a aquella mañana en que nos despertamos en tu suite de Villa d’Este y me preguntaste si quería conocer a tu novia? La cual, casualmente, llegaba más tarde ese mismo día. No te importó mucho que para entonces lleváramos seis meses saliendo juntos.
—En realidad, yo no diría…
—Perdona. Acostándonos juntos durante casi seis meses.
—Las cosas nunca son tan sencillas. De hecho, no era mi novia. Era una situación complicada.
Andy captó un destello de verde chartreuse.
—¿Andy?
Christian se le acercó aún más, pero ella apenas le prestó atención. Se dio cuenta de que el destello de verde chartreuse era en realidad un poncho —un poncho de piel— que cada vez se le acercaba más y más. Antes de que tuviera tiempo de serenarse, Nigel ya la estaba abrazando y restregándole por la cara la peluda prenda.
—¡Cariño! Esperaba encontrarte por aquí. Menuda fiestecita habéis organizado esta noche, guapa. Estoy más que impresionado.
Christian se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Quizá deberías saludarlo.
Andy se quedó mirando aquella sonrisa y aquellos hoyuelos y, durante un segundo, sintió deseos de meterle la lengua en la boca a Christian.
Nigel no pareció advertir la sorpresa de Andy, pues la sujetó por ambos hombros, la apartó un poco y la besó en las mejillas.
—Esta noche ha venido el equipo al completo. ¡Nadie quería perderse esta maravillosa fiesta!
Al oír esas palabras, creyó que le iba a dar algo. ¿Era ése el precio del éxito? ¿El hecho de que Miranda apareciera una y otra vez para amargarle la existencia? En su primera aparición en público desde que había dado a luz, ¿de verdad tenía que vérselas con Miranda Priestly, además de con una amiga decepcionada, un exnovio mujeriego y unos pechos a punto de supurar?
Por suerte, Christian intervino y saludó a Nigel. Casi al momento, se pusieron a hablar del programa de la Semana de la Moda, que debía celebrarse en breve, cosa que le permitió a Andy echar un vistazo al equipo de Runway: Serena, Jessica y otras tres o cuatro asistentes de moda, a cuál más fabulosa, todas ellas con metros y más metros de saludables, relucientes y perfectamente alisadas melenas; minúsculos vestidos; altísimos tacones; torneados brazos; lisos estómagos; bronceadas piernas y centelleantes joyas. Todo en ellas era perfecto. Por separado, eran todas guapísimas, pero juntas formaban un grupo tan atractivo que quitaba el hipo.
—¿Miranda no ha venido? —soltó Andy, sin darse cuenta siquiera de que acababa de interrumpir a Nigel y a Christian.
Los dos se volvieron para observarla. La mirada de Christian era de compasión, la clase de gesto que se le dedica a algún chalado que habla solo en el metro. La de Nigel, sin embargo, era risueña.
—Caray, pues no, cariño. ¿Tú crees que Miranda no tiene nada mejor que hacer esta noche que venir aquí? Si no fuera un comentario tan interesado, casi resultaría encantador… —dijo sonriendo con gesto magnánimo.
Ella lo observó, escandalizada.
—No, no es que yo quiera que venga…
Nigel asintió despacio y se volvió hacia Christian, quien no se molestó siquiera en aliviar la incomodidad de Andy. La llegada de Max, sin embargo, y un trago de su copa le sirvieron para salir del apuro.
—Hola, cariño —dijo ella.
El saludo fue un poco gratuito, pero le gustó la expresión que cruzó rápidamente por el rostro de Christian.
—Max, ¿te acuerdas de Christian Collinsworth? Y a Nigel ya lo conoces, claro.
—Me alegro de verte —dijeron Max y Christian al unísono al tiempo que se estrechaban la mano.
Andy se alegró de ver que Max, mucho más alto y varonil que Christian, se acercaba a su ex y le daba una palmadita en la espalda.
Nigel cogió al vuelo, de una bandeja que pasaba por allí, un cóctel con una sombrillita rosa. Antes de beber un trago, acercó un segundo la copa hacia Max.
—Encantado de volver a verlo, señor Harrison —canturreó.
—Una fiesta genial, ¿verdad? —preguntó Max mientras bebía un trago de soda—. ¿Quién iba a decir que una revista que sólo tiene tres años podría congregar a una multitud así?
Andy se ruborizó, al darse cuenta de que Max sólo intentaba venderle la moto a Nigel, pero éste no pareció darse cuenta.
—A todas las chicas les gustan las bodas, ¿verdad? ¡Incluso a una servidora! —exclamó señalándose a sí mismo.
Max y Christian se limitaron a contemplar a Nigel, pero Andy lo entendió de inmediato.
—¿Neil y tú lo vais a hacer oficial? —preguntó.
Nigel sonrió.
—Ya tengo a Karl trabajando en mi vestido. Imagínate una mezcla de James Bond y Pretty woman con un toque de Mary Poppins.
Los tres asintieron con entusiasmo. Christian aprovechó el momento para excusarse y Andy se dio cuenta de que Max lo seguía con la mirada.
—Suena la mar de bien —le dijo Andy a Nigel, aunque no tenía ni la más remota idea de lo que quería decir.
—Va a ser la boda del año —declaró Nigel, sin rastro alguno de ironía o modestia.
Andy tuvo un momento de genialidad. La idea que se le acababa de ocurrir era tan perfecta que ni siquiera sabía bien cómo expresarla.
—Mira, me da vergüenza admitirlo, pero The Plunge jamás ha cubierto una boda entre personas del mismo sexo. Primero tendría que hablarlo con Emily, pero estoy segura de que a ella también le encantaría que nos permitieras hacer un reportaje sobre tu boda. Te garantizaríamos la portada, por supuesto, y una entrevista a fondo sobre cómo os conocisteis, cuándo empezasteis a salir, cuándo os comprometisteis y todo eso. Aún no puedo confirmarte nada, pero a lo mejor podríamos conseguir que St. Germain, o incluso Testino, hicieran las fotos de…
Algo en la forma en que Nigel le estaba sonriendo —con un aire pícaro y cómplice, pero también con cierta compasión— la obligó a dejar la frase a medias.
—Es increíble, de verdad —dijo sacudiendo la cabeza de un lado a otro—. ¡Parece el destino!
—Entonces… ¿te gusta la idea? —le preguntó Andy, esperanzada, mientras imaginaba la entusiasta reacción de Emily cuando le diera la noticia.
—Me encanta, cariño. Miranda y yo lo hemos comentado esta mañana y los dos estamos de acuerdo en que sería una gran portada. Aunque ella prefiere a Demarchelier, yo sigo pensando que Mario lo haría muy bien. Independientemente de eso, va a ser un bombazo. ¡Me encanta cuando una idea cuaja!
—¿Que Miranda y tú lo habéis comentado? —le preguntó Andy, buscando una explicación. No tardó en llevarse una decepción—. No pensaba que fuera la clase de reportaje que Runway…
Nigel soltó una risotada.
—¡Ay, qué mona! ¡Pues claro que no es una historia para Runway, pero es perfecta para The Plunge!
Ella lo observó, confusa.
—O sea, ¿que te apetece que hablemos de ello? Porque nosotras estaríamos encantadas de…
De nuevo, la expresión de Nigel la obligó a guardar silencio.
—No hace falta que hablemos de nada, cariño. Ya está todo decidido.
Andy le lanzó una mirada a Max, que tenía la vista clavada en el suelo.
—Ah, supongo que te refieres a la oferta que ha hecho Elias-Clark para comprar The Plunge, ¿no? —dijo Andy, sinceramente confundida y tratando, al mismo tiempo, de recuperar un mínimo de control.
Nadie dijo una palabra. Nigel se la quedó mirando como si acabara de proponerle un viaje de prueba en su nave espacial.
—Ya sé que la oferta está sobre la mesa y estamos considerando la idea —mintió de nuevo—, pero aún no hay nada decidido.
Se produjo otro largo y angustioso silencio, hasta que Nigel sonrió con aire condescendiente.
—Lo que tú digas, cariño.
Max se aclaró la garganta.
—Bueno, pase lo que pase, creo que estamos todos de acuerdo en que sería un gran reportaje. ¡Felicidades de nuevo! Y ahora, ¿me disculpas si te robo a Andy un momentito?
Nigel ya había vuelto a reunirse con el equipo de Runway antes incluso de que Max tuviera tiempo de alejarse con Andy en dirección a la barra.
—¿Acaba de pasar lo que creo que acaba de pasar? —preguntó ella al tiempo que aceptaba casi sin darse cuenta la copa de vino que le ofrecía Max.
—¿El qué? ¿Que Nigel se ha mostrado excesivamente entusiasmado? Es muy buena señal que le haga tanta ilusión que The Plunge cubra su boda, ¿no crees?
—Claro que lo creo. Pero, tal y como lo ha dicho, parecía que ya estaba todo decidido, como si ya le perteneciéramos a Miranda y sólo nos necesitara para hacer las llamadas. ¿Es que no sabe que de momento hemos aplazado las negociaciones?
«Y con “aplazado” —pensó Andy—, me refiero a “terminado para siempre”.»
—Yo no le daría más importancia —dijo Max—. Siempre dices que Nigel es una persona muy excitable.
Su esposa asintió, aunque no podía ignorar la sensación de pánico que se había apoderado de ella. La simple idea de que Miranda pudiera decidir qué bodas debían cubrir y quién iba a ser el fotógrafo bastaba para hacerla sudar de miedo y angustia. En ese momento supo, con más certeza si cabía que hasta entonces, que jamás iba a permitir tal cosa.
—Eh, preciosa, me marcho —le dijo al oído Christian, que de repente había aparecido tras ella.
Sintió una inesperada timidez cuando él le puso las manos en las caderas y la besó en ambas mejillas. Christian se volvió entonces hacia Max, que lo estaba fulminando con la mirada, y dijo:
—Me alegro de volver a verte, tío. Y felicidades por esta encantadora mujercita que tienes. Es la mejor.
Max le sujetó el hombro con fuerza a Andy y se limitó a asentir, para después alejarse con ella hacia la mesa.
—Tampoco hacía falta ser maleducado —dijo Andy, aunque en realidad le complacía la silenciosa reacción de Max, que más o menos venía a decir «aparta las manos de mi mujer y lárgate con tu traje ajustado y tus hoyuelos».
—Venga ya. De mala educación habría sido decirle a ese gilipollas que dejara de tirarle los trastos a mi mujer y que se largara de una puta vez. Me cuesta creer que salieras con ese tío.
Andy tomó la sabia decisión de no corregir la idea que tenía Max de que entre ella y Christian había existido algo más que sexo puro y duro. Así, se limitó a cogerle la mano a su marido y se unió al resto de los invitados para felicitar a The Plunge con una vehemente interpretación del Cumpleaños feliz. Todo el mundo aplaudió.
Las siguientes tres horas transcurrieron en una borrosa mezcla de entremeses, música, conversaciones y hasta un poco de baile. Andy habló con decenas, tal vez cientos de personas, y aunque no estaba borracha ni mucho menos —había dejado de beber temprano porque cuando llegara a casa tendría que darle el pecho a Clem—, más tarde apenas recordaría ni una sola palabra, excepto las que había intercambiado con Nigel. ¿Por qué estaba tan convencido de que la adquisición era inminente? Quería preguntarle a Emily, pero al verla comer de verdad un trozo del pastel de Sylvia Weinstock, supo que podría pasar una noche más sin mantener una conversación sobre Elias-Clark. Andy tenía que admitir que aún esperaba, por irracional que ello pareciera, que al final la cosa quedara en agua de borrajas. Así pues, le dio un beso de buenas noches a su amiga, la felicitó por el éxito de la fiesta y siguió a Max hasta el asiento trasero de un taxi.
Cuando el vehículo paró delante de su edificio, Andy prácticamente salió disparada hacia el vestíbulo. Desde que Clem había nacido, ésa era la vez que más tiempo había pasado lejos de su hija, y ya no resistía ni un segundo más. Cogió en brazos a su niña, que acababa de despertarse, y le cubrió de besos las mejillas rojas y calentitas. Estaba para comérsela, pensó sonriendo, mientras Clem arrugaba el rostro y se preparaba para berrear.
—¿Cómo está? —le preguntó Max después de haberle pagado a Isla y haberla acompañado a coger un taxi.
—Guapísima, como siempre. Hemos llegado justo a tiempo. Se acaba de despertar para la toma de medianoche.
Max cogió a la pequeña mientras Andy se quitaba los zapatos y se despojaba del vestido y de la tremendamente incómoda faja, que arrojó directamente a la basura. Se metió desnuda bajo las suaves mantas y se dejó caer sobre una pila de almohadas al tiempo que se le escapaba un suspiro de placer.
—Dame a mi niña —dijo tendiendo los brazos.
Max le entregó aquella cosita que no paraba de gimotear y, de repente, el mundo de Emily, Nigel, The Plunge y Miranda Priestly desapareció en una gozosa nada. Tendida de lado, Andy le desabrochó el pijama a Clem y le puso la mano directamente sobre la piel calentita de la barriga. Le acarició el pecho y la espalda y le susurró dulces palabras al oído, al tiempo que acercaba el pecho a la boquita de la niña. Cuando ésta empezó a mamar, suspiró de alivio. Max las tapó a las dos con la manta mientras ella besaba la cabecita de su hija y seguía acariciándole la espalda en suaves círculos.
—Es tan bonito —dijo él con la voz cargada de emoción.
Ella le sonrió y él se tendió en la cama junto a ellas, completamente vestido.
Andy observó a su hija mamar durante un par de minutos más y luego vio a Max cerrar los ojos, con una leve sonrisa en los labios. Sin pensar en lo que hacía, extendió una mano y le acarició la parte superior del brazo. Max no abrió los ojos, pero Andy sabía que estaba despierto. Se sintió invadida por una oleada de paz, esperanza y tranquilidad. Había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que se lo había dicho espontáneamente, y quería que lo supiera.
—Te quiero, Max —le susurró.