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La mitad de un albornoz para dos

¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se habían besado? Andy trató de hacer memoria. Parecía imposible, pero no recordaba haber besado a Max más de unas pocas veces desde que habían intercambiado los votos y se habían dado un beso delante de los trescientos invitados a la boda. El contacto le resultó conocido pero excitante a la vez, y cuando Max pasó en taxi a recogerla del trabajo, sin previo aviso, también le pareció muy sencillo: se alegraba de verlo y ya estaba. Asimismo, se alegraba de haber vuelto de Anguila, de haber perdido de vista a Nigel y al equipo de Runway. Se sintió segura entre los brazos de su esposo, en el asiento trasero del taxi, disfrutando de la fragancia que despedía y de sus expertos besos. Se sintió como debería sentirse una al volver a casa, al menos hasta que en Taxi TV pusieron un anuncio de los vuelos a las Bermudas de la compañía JetBlue.

Max siguió la mirada de ella hasta la pantalla y supo exactamente lo que estaba pensando, por lo que trató de distraerla con más besos apasionados. Andy intentó corresponder, pero de repente sólo podía pensar en la carta.

—Andy…

Él se había dado cuenta de que su esposa se había enfriado y trató de cogerle una mano, pero ella la apartó. Sin duda, las hormonas del embarazo no la ayudaban mucho a superar aquella situación, pues había leído en algún sitio que, en algunos casos, la futura mamá empezaba a detestar el olor de su marido. ¿Acaso le estaba ocurriendo también a ella?

Max pasó por el lector la tarjeta de crédito cuando el taxi se detuvo delante de su apartamento entre la calle Dieciséis y la Octava Avenida. Le sujetó la puerta abierta a Andy e intercambió algún que otro comentario cortés con el portero de la noche. Andy fue la primera en entrar en el apartamento y Stanley, frenético, se les echó encima. Los siguió hasta la habitación principal, con su enorme cama con dosel y su sillón de lectura. Andy le lanzó unos cuantos besos a su perrito, y el chucho, agradecido, la siguió hasta el cuarto de baño. Una vez allí, ella cerró la puerta, abrió el grifo de la bañera y cogió en brazos a Stanley.

—Puaj, apestas —le susurró junto a la suave orejita al tiempo que hundía la cara en el cuello cálido del animal.

Stanley era adicto a las golosinas para perros, una especie de palitos supuestamente hechos de vergajo de toro, cosa que le daba arcadas a Andy cada vez que lo pensaba, independientemente de que estuviera embarazada.

El perro le lamió el rostro e incluso consiguió meterle la punta de la lengua en la boca, lo que hizo que le entraran ganas de vomitar. A modo de disculpa, Stanley ladró.

—No pasa nada, chico. Últimamente, tú no eres lo único que me provoca náuseas.

Se quitó el vestido cruzado, las medias negras, el sujetador y la ropa interior y se volvió para mirarse en el espejo. Aparte de la marca roja en el estómago que le habían dejado las medias, que llevaban todo el día apretándole, tuvo que admitir que su vientre tenía más o menos el mismo aspecto de siempre. No era totalmente liso, se fijó mientras se lo acariciaba con la mano, pero la ligera curva que se apreciaba tampoco le resultaba nueva. Tal vez se le hubiera ensanchado un pelín la cintura, tal vez ya no la tuviera tan marcada como uno o dos meses antes. No tardaría en desaparecer por completo. Lo sabía, pero aun así le resultaba imposible imaginárselo…, tan difícil de imaginar como la semillita cuyo corazón latía allí dentro.

Con las luces atenuadas y Stanley tumbado sobre una toalla en la plataforma lateral de la bañera (desde donde de vez en cuando introducía el hocico en el agua para beber un poco), Andy se metió en el agua y suspiró. Max llamó a la puerta para preguntarle si se encontraba bien.

—Sí, perfectamente, me estoy dando un baño.

—¿Por qué has cerrado la puerta? Quiero entrar.

Ella miró a Stanley, que jadeaba con la cabeza suspendida justo encima del agua caliente.

—No me he dado cuenta —dijo.

Oyó los pasos de Max al alejarse.

Mojó una manopla y se la puso sobre el pecho. Cogió aire con fuerza y luego lo expulsó despacio. Se permitió flotar en el agua, ingrávida, durante apenas unos minutos. Según el correo que recibía de Baby-Center, en el que se destacaban semana a semana los principales cambios en el desarrollo de su bebé, lo mejor para las embarazadas era tomar baños de agua templada, no demasiado caliente. Pero dado que Andy no soportaba bañarse si el agua no estaba prácticamente hirviendo, había decidido permanecer en remojo sólo cinco minutos al día. No era la larga y despreocupada sesión de relax que normalmente se permitía antes de acostarse, pero tendría que conformarse con eso.

Mientras el agua abandonaba ruidosamente la bañera, se puso el suave albornoz. Era la mitad de un regalo de los abuelos maternos de Max: el de ella era rojo manzana y tenía un bordado blanco en la parte izquierda del pecho que decía «Señora Harrison»; el de él, en cambio, era blanco y tenía bordado en rojo «Señor Harrison». Mientras se anudaba el cinturón recordó la discusión que había mantenido con Max al enseñarle el regalo.

—Mola —había dicho él mientras dejaba el infame petate que ya por entonces llevaba a todas partes.

—Es un detalle muy bonito, pero ni siquiera me han preguntado si tengo intención de cambiarme de apellido —dijo Andy.

—¿Y qué? —repuso él mientras la abrazaba para darle un beso—. Mi abuela lo da por hecho. Tiene noventa y un años, no le pidas tanto.

—No, eso lo entiendo. Lo que pasa es que… no me voy a cambiar el apellido.

Max se echó a reír.

—Claro que te lo vas a cambiar.

La confianza y la chulería de Max la molestaron más que cualquier otra cosa que él pudiera haber dicho o hecho.

—Me llamo Andrea Sachs desde hace más de tres décadas y quiero que siga siendo así. ¿Cómo te sentirías tú si alguien te pidiera que te cambiaras el apellido a estas alturas de tu vida?

—Pero es diferente…

—No, no lo es.

Max la observó fijamente, a conciencia.

—¿Y por qué no quieres llevar mi apellido? —dijo en un tono tan dolido que ella estuvo a punto de cambiar de opinión en aquel preciso instante.

Le apretó la mano.

—No es una declaración política, Max, ni tampoco es nada personal. Sachs es el apellido con el que me he criado, al que estoy acostumbrada. He trabajado muy duro para hacerme un hueco en la profesión y Andrea Sachs es el nombre que siempre he usado. ¿Tanto te cuesta entenderlo?

Max guardó silencio, pero finalmente se encogió de hombros y suspiró. Andy entendió entonces que aquélla era, probablemente, la primera de las muchas conversaciones difíciles que tendría que mantener. En eso consistía el matrimonio, ¿no? En discutir y ceder. Abrazó a Max, le dio un beso en el cuello y, al parecer, los dos se olvidaron enseguida del tema, aunque no tardó en convertirse en una de esas discusiones que acababan por dar paso a otras cuestiones más importantes. «¿Quién es la que no quiere llevar el apellido de su esposo?», preguntaba Max una y otra vez en tono de incredulidad. Jugaba la baza de los padres («Mi madre te quiere como a una hija»), cosa que ahora sacaba de quicio a Andrea; la baza de los abuelos («Ese apellido lleva muchas generaciones en mi familia»), y la baza de los remordimientos («Creía que estabas orgullosa de que yo fuera tu marido…, igual que yo lo estoy de que tú vayas a ser mi esposa»). Pero después de que todas esas tretas fracasaran, Max lo intentó a medias con una amenaza: «Si tú no quieres llevar mi apellido ante todo el mundo, a lo mejor yo no quiero llevar un anillo de casado ante todo el mundo». Pero cuando ella se encogió de hombros y le dijo que no llevara el anillo si no quería, Max le pidió disculpas. Admitió que estaba un poco decepcionado, pero que intentaría respetar su decisión. Andy se sintió ridícula de inmediato por negarse a ceder en algo que, obviamente, era tan importante para él, sobre todo porque para ella tampoco lo era tanto. Cuando Andy le echó los brazos al cuello y le dijo que conservaría el apellido de Sachs en el terreno profesional pero que para todo lo demás le parecía bien cambiarlo por Harrison, Max pareció a punto de desmayarse de alivio y agradecimiento. En el fondo, a ella también le había alegrado aceptar: sí, tal vez fuera una tradición antifeminista y chapada a la antigua, pero le gustaba la idea de compartir un apellido con su esposo. Y cuando naciera su bebé, también sería un Harrison.

—Hola —dijo Max, apartando la mirada de su ejemplar de GQ cuando Andy se acercó a la cama.

Sólo llevaba unos bóxeres Calvin Klein. Tenía la piel aceitunada, de un tono perfecto que siempre parecía ligeramente bronceado; el estómago, liso y musculoso, pero sin resultar detestable, y los hombros anchos y acogedores. Muy a su pesar, Andy sintió una poderosa atracción.

—¿Ha ido bien el baño?

—Eso siempre va bien —repuso ella.

Se sirvió un vaso de agua de la botella que siempre tenía sobre la mesilla de noche y bebió un sorbo. Deseaba darse la vuelta y admirar el cuerpo de Max, pero se obligó a coger el libro que estaba leyendo.

Él se le acercó y tensó los bíceps al rodearla desde atrás. Le dio un beso en el cuello y Andy experimentó un familiar cosquilleo en el vientre.

—Tienes la piel muy caliente. Te has estado cociendo ahí dentro… —murmuró mientras Andy pensaba de inmediato en el bebé.

La besó de nuevo en el cuello y, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, ya le había abierto el albornoz y se lo había dejado caer por los hombros hasta la cintura. Desplazó las manos hacia adelante para acariciarle muy despacio los pechos, pero Andy se apartó y volvió a subirse el albornoz.

—No puedo —declaró, desviando la mirada.

—Andy —dijo él en un tono grave, decepcionado, derrotado.

—Lo siento.

—Cariño, ven aquí, mírame.

Le cogió la barbilla con una mano y la obligó suavemente a volver la cara hacia él. Luego la besó con ternura en los labios.

—Ya sé que te hice daño y eso me está matando. Esta situación —dijo mientras trazaba círculos con una mano—, mi madre, el hecho de que no confíes en mí, de que no quieras estar conmigo…, es culpa mía y entiendo que te sientas así. Pero no era más que una carta y no pasó nada. Nada. Lo siento, pero por no habértelo contado, sólo por eso. —Hizo una pausa, algo molesto—. Tienes que olvidarlo de una vez. Creo que el castigo es excesivo.

Andy notó un nudo en la garganta y supo que no tardaría en echarse a llorar.

—Estoy embarazada —dijo con una voz que era apenas un susurro.

Max se quedó de piedra y ella supo que la estaba mirando fijamente.

—¿Qué? ¿Lo he…?

—Sí, estoy embarazada.

—Dios mío, Andy, eso es absolutamente increíble. —Max se puso en pie de un salto y empezó a recorrer la estancia con una expresión en la que se mezclaban los nervios y el entusiasmo—. ¿Cuándo te has enterado? ¿Cómo lo sabes? ¿Has ido al médico? ¿De cuánto estás?

Se dejó caer de rodillas junto a la cama y le cogió las dos manos. La evidente alegría de su esposo le resultó reconfortante. La situación ya era de por sí complicada, por lo que no era capaz de imaginarse cómo sería si él no hubiera reaccionado (o hubiera reaccionado mal) al recibir la noticia. Notó que él le apretaba las manos y le agradeció el gesto.

—¿Recuerdas que la semana pasada fui a ver al doctor Palmer? ¿Antes de irme a Anguila? Me hicieron un análisis de orina y esa misma noche me llamaron para darme la noticia.

Andy decidió que era mejor no contarle que ella misma había pedido que le hicieran un análisis completo de ETS.

—¿Lo sabes desde la semana pasada… y no me lo habías contado?

—Lo siento —repitió ella—, necesitaba un poco de tiempo para pensar.

Max la observó con una expresión inescrutable.

—De todas formas —prosiguió ella—, me han dicho que no es un embarazo «muy reciente», aunque no sé qué significa eso. No podrán decirme exactamente de cuántas semanas estoy hasta que me hagan una ecografía, pero para mí que fue aquella vez en Hilton Head…

Observó a Max mientras éste trataba de recordar. La casa que habían alquilado con Miles y Emily para pasar una semana durante el veranillo de San Martín. Aquella noche en la ducha exterior, justo antes de cenar, cuando se habían escabullido como dos adolescentes. Andy le había jurado a Max que no pasaba nada, que la semana anterior le había venido la regla, y se habían dejado llevar.

—¿La ducha? ¿Crees que fue esa noche?

Ella asintió.

—Ese mes había cambiado de pastillas y dejé de tomarlas durante un par de semanas. Supongo que calculé mal.

—Sabes lo que eso significa, ¿no? Que estaba escrito. Estaba escrito que tendríamos un bebé.

Ésa era la frase preferida de Max. Que se hubieran conocido… estaba escrito. Que la revista triunfara… estaba escrito. Que se casaran… estaba escrito. Y ahora el bebé.

—Bueno, la verdad es que no lo sé —dijo Andy, aunque no pudo evitar una sonrisa—. Creo que lo que significa es que ahora tenemos una prueba fehaciente de que el método Ogino no funciona, pero sí, supongo que en parte tienes razón.

—¿Cuándo te hacen la ecografía para saber cuándo nacerá el bebé?

—Mañana tengo visita con mi ginecóloga.

—¿A qué hora? —preguntó él, casi sin darle tiempo a terminar la frase.

—A las nueve y media. Yo quería ir antes, pero no les quedaban más horas libres.

Max cogió de inmediato su teléfono y Andy sintió deseos de abrazarlo cuando lo oyó hablar con su secretaria y darle instrucciones para que cancelara o cambiara de hora todas sus reuniones de la mañana siguiente.

—¿Puedo invitarte a desayunar mañana por la mañana, antes de nuestra visita?

¿Por qué habría esperado tanto para contárselo? Era su Max, el hombre con el que se había casado. Pues claro que estaba entusiasmado con la idea de tener un bebé. Pues claro que lo había cancelado todo sin vacilar ni un segundo para ir a la primera —y seguramente a todas, intuía Andy— visita. Pues claro que había pasado de inmediato, instintivamente, a la primera persona del plural y, sin duda, pronunciaría frases como «Estamos embarazados» y «Nuestro bebé». No había pensado en ningún momento que él pudiera actuar de otra manera, pero aun así suponía un profundo alivio experimentarlo de primera mano. No estaba sola.

—Bueno, había pensado escaparme una horita o dos a la oficina antes de la visita —dijo—. Últimamente se me ha acumulado el trabajo. Primero la boda, luego las náuseas y ahora el asunto ese de Elias-Clark…

—Andy —repuso él, apretándole la mano—. Por favor.

—Vale. Me parece bien lo del desayuno.

De repente le entraron náuseas. Max debió de notarlo porque le preguntó si se encontraba bien. Ella asintió, incapaz de hablar, y se dirigió rápidamente al cuarto de baño. Mientras ella vomitaba, él llamó por teléfono al colmado de la esquina y pidió que le subieran a casa ginger-ale, galletas saladas, plátanos y compota de manzanas. Cuando ella volvió a la cama, le dedicó una mirada solidaria.

—Pobrecita mía. Te voy a cuidar mucho.

Le palpitaba la cabeza, debido al esfuerzo de haber vomitado, pero curiosamente se sentía mejor que en las últimas semanas.

—Gracias.

—Ven aquí, dame los pies.

Le indicó por señas que se sentara junto a él y se puso sobre el regazo las piernas de Andy. El masaje le pareció divino y cerró los ojos.

—Adiós a nuestra luna de miel en las Fiji —dijo acordándose por primera vez—. Aunque tampoco creo que pase nada si vamos en diciembre, mientras todo esté bien.

Él dejó de masajearle los pies y se la quedó mirando.

—Tu médico está aquí, nada de irse a la otra punta del mundo en avión. ¿Quieres someter tu cuerpo al estrés del jet lag y del viaje? Ni hablar. Ya tendremos tiempo de ir a las Fiji.

—¿No te da rabia perdértelo?

Max negó con la cabeza.

—Se lo daremos todo a nuestro bebé, Andy, ya lo verás. Tú decorarás su cuarto y lo dejarás perfecto, lleno de animalitos de peluche y encantadora ropita y montones de libros. Y yo aprenderé todo lo que hay que aprender sobre bebés para saber exactamente desde el primer día lo que tengo que hacer. Le cambiaré el pañal, le daré biberones, la llevaré a pasear en su cochecito… Le leeremos cuentos todos los días y le contaremos cómo nos conocimos. Y nos la llevaremos de vacaciones a la playa, para que juegue con la arena y aprenda a nadar. Y todo el mundo querrá mucho a nuestra niña, tu familia y la mía.

—Niña, ¿eh?

Andy había relajado todo el cuerpo y, por primera vez en varias semanas, ya no notaba el estómago revuelto.

—Pues claro que niña. Será una preciosa niña rubita. Está escrito.

Cuando abrió los ojos de nuevo, el reloj marcaba las seis y cuarenta. Estaba debajo del edredón, vestida aún con el albornoz, y Max roncaba suavemente a su lado. Las luces estaban atenuadas, pero no apagadas. Sin duda, se habían quedado dormidos mientras hablaban.

Cuando se hubieron duchado y vestido, Max paró un taxi y le dijo al conductor que los llevara a Sarabeth’s, en el Upper East Side. Era una encantadora cafetería que estaba muy cerca de la consulta de la ginecóloga, pero por lo demás no tenía nada especial. Andy apenas consiguió comerse una tostada con mermelada casera y beberse una taza de manzanilla, pero disfrutó viendo comer a Max, que devoró una tortilla de queso con patatas fritas y beicon crujiente, dos vasos de zumo de naranja y un generoso café con leche. No dejó de charlar animadamente mientras comía, entusiasmado por la visita, y mencionó posibles fechas de parto, preguntas que debían formular a la doctora e ideas para dar la noticia a sus respectivas familias.

Pagaron la cuenta y recorrieron seis manzanas por Madison Avenue. La sala de espera estaba llena: Andy contó al menos tres mujeres claramente embarazadas, dos de ellas con el marido, y unas cuantas más que en principio parecían demasiado jóvenes o demasiado mayores para estar esperando un bebé. ¿Cómo era que nunca se había fijado? Qué extraño le resultaba estar allí con Max, cogidos de la mano y dando sus nombres en recepción. Se quedó muy sorprendida cuando la recepcionista ni siquiera la miró. Acababa de decirle que iba a hacerse una ecografía, ¡la primera! ¿Acaso no era una noticia de interés para todo el mundo?

Quince minutos más tarde, una enfermera pronunció su nombre y le entregó un vasito de plástico para recoger una muestra de orina.

—El lavabo está al final del pasillo, a la derecha. Por favor, lleve la muestra a la sala de exploración 5, su marido puede esperarla allí.

Max le sonrió, le deseó buena suerte con la mirada y siguió a la enfermera hacia la sala de exploración. Cuando Andy se reunió con él, tres minutos más tarde, Max estaba caminando de un lado a otro del minúsculo cubículo.

—¿Qué tal? —le preguntó mientras se pasaba una mano por el pelo.

—Me he mojado la mano de pipí. Como siempre.

—¿Tan difícil es? —se echó a reír Max, agradeciendo ese momento de distracción.

—Ni te lo imaginas.

Llegó otra enfermera, una mujer grandota con el pelo cano y una afable sonrisa. Después de introducir una tira de papel en la orina y anunciar que estaba todo perfecto, le controló la tensión (perfecta, también) y le preguntó cuándo había tenido la última regla (cosa que Andy sólo supo decirle aproximadamente).

—Muy bien, guapa. La doctora Kramer vendrá enseguida. Pésate, y no te olvides de descontar medio kilo por la ropa, y luego desnúdate de cintura para abajo y tápate con esto.

Le entregó una bata de papel y le señaló la mesa de exploración. Max y Andy observaron, asqueados y fascinados a la vez, mientras la mujer cubría una sonda conectada al ecógrafo con algo que parecía literalmente un condón, sobre el cual echaba después una buena cantidad de lubricante K-Y. Luego les dio los buenos días y cerró la puerta al salir.

—Vale, entonces así es como lo hacen —bromeó Max, contemplando la sonda de aspecto claramente fálico.

—He de admitir que creía que la ecografía me la hacían en la barriga. Por lo menos, así es como sale siempre en la tele…

Se abrió la puerta y entró la doctora Kramer. Sin duda había oído la conversación, pues sonrió y dijo:

—Me temo que aún es un poco pronto para la ecografía abdominal. El feto es todavía muy pequeño y sólo podemos verlo con la eco transvaginal.

La doctora saludó a Max y empezó a preparar la máquina. Era una mujer menuda y atractiva de treinta y tantos años, que se movía con seguridad y rapidez.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó por encima del hombro—. ¿Tienes náuseas o vómitos?

—Las dos cosas.

—Es completamente normal. En el caso de la mayoría de las mujeres, desaparecen hacia las doce o catorce semanas. ¿Toleras al menos zumos, galletas y cosas así?

—Más o menos —dijo Andy.

—No te preocupes mucho por lo que comes ahora mismo, pues el bebé ya obtiene de tu organismo todo lo que necesita. Intenta comer poco pero con frecuencia y descansa todo lo que puedas, ¿de acuerdo?

Andy asintió, mientras la doctora le subía un poco el papel y le pedía que colocara el trasero en el borde de la camilla y las piernas en los estribos. Notó un poco de presión y una breve sensación de frío entre las piernas y luego, nada. La prueba era menos invasiva que un examen pélvico, pensó con alivio.

—Vamos allá —dijo la mujer, moviendo muy despacio la sonda.

En la pantalla apareció la consabida imagen en blanco y negro, como habían visto tantas veces en las películas. La doctora señaló un punto concreto en el centro de lo que parecía un vacío oscuro.

—Ahí está, ¿lo veis? Eso que parpadea justo ahí. Es el latido del corazón de vuestro bebé.

Max se levantó de su silla y le cogió la mano a Andy.

—¿Dónde? ¿Eso de ahí?

—Sí, exacto. —La doctora hizo una pausa para analizar la pantalla—. Y parece un corazón sano que late con fuerza. A ver, un segundo…, ya está.

La doctora movió un poco la sonda y subió el volumen del ecógrafo. El corazón emitía un latido rítmico, submarino, desbocado como el galope de un caballo, cuyo sonido llenó la habitación.

Andy estaba tendida de espaldas y apenas podía levantar el cuello unos centímetros de la mesa de exploración, pero veía perfectamente la pantalla, el punto y el corazoncito parpadeante: su bebé. Era de verdad y estaba vivo y crecía en su interior. Se le escaparon unas lágrimas silenciosas y dejó el cuerpo inmóvil, pero no pudo contener el llanto. Cuando miró a Max, que aún le sujetaba la mano con fuerza y contemplaba fijamente la pantalla, vio que a él también se le habían humedecido los ojos.

—Estás de diez semanas y cinco días, y todo parece completamente normal.

La doctora cogió una rueda de cartón plastificado y empezó a girar los dos discos de los que se componía.

—Como no estás segura de la fecha de la última regla, nos basaremos en las ecografías para calcular las semanas de embarazo. Según lo que hemos visto hoy, la fecha probable de parto es el 1 de junio. ¡Felicidades!

—El 1 de junio —dijo Max en tono reverencial, como si fuera el mejor día del mundo—. Un bebé nacido en primavera. Es perfecto.

Ni las dudas, ni el miedo ni la rabia por la carta desaparecieron —Andy no estaba del todo segura de que llegaran a desaparecer—, pero ver aquella semillita viva en su vientre, saber que Max y ella la habían creado juntos, que pronto conocerían a su bebé y, Dios mediante, serían siempre sus padres, desdibujó aquellos pensamientos y los relegó a un rincón. Cuando la doctora les dijo que los esperaba en su consulta y los dejó a solas, cuando Max prácticamente subió junto a ella a la camilla, feliz y entusiasmado, y le gritó «¡Te quiero!», esos pensamientos se desdibujaron un poco más. Arreglaría las cosas con él. Lo perdonaría y dejaría a un lado todas sus dudas. Era la única posibilidad. Lo haría por su bebé.