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Recorre ese pasillo, hermana

—No te preocupes, cariño, todas las mujeres se ponen nerviosas el día de su boda, pero seguro que eso ya lo sabes. A estas alturas, ya lo habrás visto todo, ¿verdad? Entre tú y yo, hija mía, ¡podríamos escribir un libro!

Nina acompañó a Andy hasta la suite nupcial con una mano firmemente apoyada en la zona baja de su espalda. A través de la ventana panorámica que ocupaba toda una pared de la habitación se veían los espectaculares tonos rojos, anaranjados y amarillos de los árboles, que se extendían a lo largo de kilómetros y más kilómetros. El follaje del otoño en Rhinebeck era, sin duda, el más espectacular del mundo. Apenas unos minutos antes, aquella imagen le había evocado felices recuerdos de su infancia en Connecticut: imágenes de radiantes días de otoño que presagiaban partidos de fútbol, excursiones para ir a recoger manzanas y, más tarde, el regreso al campus para iniciar un nuevo semestre. Pero, en ese momento, los colores le parecieron apagados a Andy, y el cielo se le antojó un mal augurio. Se apoyó en el antiguo escritorio para no caer.

—¿Me das un poco de agua? —le pidió a Nina, pues el regusto ácido que notaba en la boca le estaba dando náuseas.

—Claro, guapa. Ten cuidado.

Nina le abrió una botella y se la pasó. El agua tenía un sabor metálico.

—Lydia y su equipo ya casi han terminado de arreglar a tu madre y a las damas de honor. Enseguida llegarán para retocarte.

Ella asintió.

—No sufras, cariño, ¡todo saldrá bien! Es perfectamente normal ponerse nerviosa. Pero cuando se abran las puertas y veas a tu apuesto novio esperándote al final del pasillo… lo único que querrás será echarte en sus brazos.

Andy se estremeció. La madre de su futuro esposo la odiaba. O, como mínimo, no estaba de acuerdo con la boda. Sí, era cierto que muchas novias tenían problemas con la suegra, pero lo suyo era mucho peor. Era, como mínimo, un mal presagio y, en el peor de los casos, una pesadilla en potencia. Lógicamente, podía intentar mejorar la relación con Barbara, poner en ello todo su empeño…, pero nunca sería Katherine. ¿Y lo de Katherine en las Bermudas? ¿Por qué a Max se le había olvidado mencionar ese detalle? Si no tenía nada que ocultar, ¿por qué lo ocultaba? Independientemente de lo que había sucedido, aquello exigía una explicación.

—Lo que me recuerda… ¿Te he contado alguna vez la historia de aquella novia mía que se iba a casar con un magnate catarí del petróleo? Era una chica bastante quisquillosa, sin pelos en la lengua. Tenían casi mil invitados, a los cuales llevaron en avión a la isla Necker, en las islas Vírgenes Británicas, que habían alquilado para la boda. Total, que los novios llevaban toda la semana peleándose, discutiendo por cualquier detalle, desde la distribución de los invitados en las mesas hasta cuál de las dos madres, la de él o la de ella, sería la primera en bailar con el novio. Lo normal, vamos. Pero entonces, el día de la boda, va la novia y le hace un comentario a su prima sobre su futuro como presentadora en la tele. «Fulanito de tal cree que, cuando lleve otros seis meses, un año como mucho, en el canal local, seguro que alguna cadena nacional me hace una oferta», le dijo. Y el catarí flipó. Le preguntó a la novia, en un tono bajísimo pero cargado de rabia, de qué estaba hablando, que si acaso no habían decidido ya que ella dejaría de trabajar después de la boda. Y yo pensé: «¡Toma ya! Ésa sí que es una cuestión importantísima que tendrían que haber aclarado antes…».

Andy no podía concentrarse en nada que no fuera la tensión que se le había acumulado en la frente y que estaba dando paso a un intenso dolor de cabeza. Sólo deseaba que aquella mujer se callara de una vez.

—Nina, la verdad es que…

—Espera, que ahora viene lo mejor. Total, que los dejo solos para que hablen y, cuando vuelvo, media hora más tarde, parecen los dos muy tranquilos. Arreglado, ¿no? Así que tachán, tachán, el novio recorre el pasillo, las damas de honor recorren el pasillo, la niña de las flores recorre el pasillo, y ya sólo quedamos la novia, su padre y yo. Todo está saliendo según lo previsto. Empieza a sonar la música, el salón entero se vuelve para ver a la novia y ella, con una sonrisa radiante, se acerca para susurrarme algo al oído. Y ¿sabes qué me dice?

Andy negó con la cabeza.

—Pues me dice: «Gracias por hacer que todo resulte perfecto, Nina. Esto es exactamente lo que quería y, sin la menor duda, te contrataré para mi próxima boda». Y, entonces, le coge el brazo a su padre y, con la cabeza bien alta, ¡recorre el pasillo! ¿Te lo puedes creer? ¡Recorrió el pasillo!

A pesar de que notaba un incómodo calor, como si tuviera fiebre, a Andy se le puso la carne de gallina.

—Y ¿volviste a saber algo de ella? —preguntó.

—Desde luego —repuso Nina—. Se divorció dos meses más tarde, y al cabo de un año ya estaba prometida de nuevo. La segunda boda fue algo menos multitudinaria, pero igual de bonita. Sin embargo, lo entiendo. Una cosa es cancelar un compromiso, o incluso una boda cuando ya se han enviado las invitaciones, pero… ¿el mismo día de la celebración? Recorre ese pasillo, hermana. Tú recorre ese pasillo y luego ya harás lo que tengas que hacer, ¿vale?

Nina se echó a reír y bebió un largo trago de su botella de agua. Su cola de caballo cabeceó alegremente.

Andy asintió dócilmente. Ella y Emily habían hablado muchas veces de ese tema. En los casi tres años que habían transcurrido desde el lanzamiento de The Plunge, habían visto cancelar varias bodas en las semanas previas al gran día, pero… ¿el mismo día? Ni una.

—Venga, siéntate en la silla y ponte la capa, así estarás lista para cuando llegue Lydia. Es una experta en atenuar el maquillaje una vez que han terminado de hacer los retratos. ¡Ay, tengo tantas ganas de ver esta boda en la revista! ¡Se van a vender millones de copias!

Nina fue lo bastante diplomática como para no decir lo que ambas estaban pensando en ese momento: que esa boda iba a vender millones de copias no porque Andy fuera la cofundadora de la revista en la que se publicarían las fotos, ni tampoco porque Monique Lhuillier en persona hubiera diseñado el exclusivo vestido de boda, ni porque Barbara Harrison hubiera seleccionado hábilmente a la mejor organizadora de bodas, las mejores floristerías y las mejores empresas de catering del mercado, sino porque Max era el tercer Harrison que asumía la presidencia y la dirección ejecutiva de uno de los más exitosos grupos mediáticos de todo Estados Unidos. Daba igual que la crisis económica, sumada a unas cuantas inversiones financieras erróneas, hubiera obligado a Max a ir vendiendo una a una las propiedades inmobiliarias de los Harrison. De hecho, que él se preocupara sin descanso por la viabilidad financiera de su compañía le importaba muy poco al público en general, pero el apellido Harrison, unido a la innegable elegancia de la familia, sus exquisitos modales y su excelente educación, alimentaba la creencia de que Max, su hermana y la madre de ambos eran mucho más ricos de lo que en realidad eran. Ya hacía bastantes años que no aparecían en la lista Forbes de los estadounidenses más ricos, pero al parecer la idea de que eran millonarios había calado hondo.

—Desde luego que sí —oyó una voz que canturreaba tras ella—. Gracias a esta boda, no va a quedar ni un solo ejemplar en los quioscos —dijo Emily al tiempo que daba una vuelta y hacía una reverencia—. ¿Os dais cuenta de que éste es el primer vestido de dama de honor en la historia de las bodas que no resulta horroroso? Ya que has insistido en tener damas de honor, cosa que a mí me parece de lo más hortera, al menos que los vestidos no sean espantosos.

Andy hizo girar su silla para ver mejor a su amiga. Con el pelo recogido, lo que dejaba su largo y esbelto cuello a la vista, parecía una exquisita y delicada muñeca de porcelana. El tono ciruela del vestido de seda resaltaba sus mejillas sonrosadas y acentuaba el azul de sus ojos. La tela formaba lánguidos pliegues sobre el pecho y las caderas, para luego caer con elegancia hasta los tobillos. Típico de Emily querer dejarla en evidencia el día de su propia boda, y embutida en un vestido de dama de honor, para más inri.

—Estás fantástica, Em. Me alegra que te guste el vestido —dijo Andy, que agradecía esa distracción momentánea.

—Bueno, tampoco hay que pasarse. «Gustar» es un poco excesivo, pero no me desagrada. A ver, date la vuelta, déjame que te vea. ¡Caray!

Se acercó tanto a ella que Andy olió en su aliento una mezcla de cigarrillos y caramelos de menta, cosa que le provocó arcadas de inmediato. Por suerte, desaparecieron enseguida.

—Joder, estás guapísima. ¿Cómo has conseguido que te queden así las tetas? ¿Te las has operado sin decírmelo? ¿Qué pretendes?, ¿tomarme el pelo ocultándome esa clase de información?

—Es sorprendente lo que una buena modista puede hacer con un par de pechugas de pollo como éstas —repuso Andy.

De pronto, Nina se puso a gritar desde el otro lado de la habitación.

—¡No la toques!

Emily, sin embargo, fue más rápida.

—Ajá, muy bonito. Me gusta que aquí se vea tan rellenito —dijo apretándole un poco el escote—. ¿Y este pedrusco ridículo que llevas sobre esas tetas de muerte? Hum… A Max le va a gustar.

En ese momento, Nina hizo pasar a la madre, a la hermana y a la abuela de Andy, y dio órdenes a todo el mundo de que le dejaran espacio a la novia, que estaba un poco mareada, y de que, por favor, se quedaran sólo un momentito. Después se marchó para supervisar algún que otro detalle de última hora.

—¿Qué se ha creído?, ¿que estamos en las horas de visita de un hospital? —dijo la abuela de Andy—. ¿Qué te pasa, cariño? ¿Estás nerviosa por la noche de bodas? Es natural. Recuerda, nadie dice que tenga que gustarte, pero sí tienes que…

—Mamá, ¿no puedes decirle nada? —murmuró ella, frotándose las sienes con los pulgares.

La señora Sachs se volvió hacia la anciana.

—Madre, por favor.

—¿Qué? ¿Las chicas de hoy en día se creen unas expertas sólo porque se van a la cama con el primero que se pone a tiro?

Emily aplaudió, entusiasmada, mientras Andy le lanzaba una mirada suplicante a su hermana.

—Abuela, ¿no crees que Andy está preciosa? —terció Jill—. Y qué detalle tan bonito que se haya puesto unos pendientes parecidos a los que tú llevaste el día de tu boda, ¿verdad? Los pendientes de lágrima nunca pasan de moda.

—Tenía diecinueve años, era virgen e inocente cuando me casé con vuestro abuelo. Y me quedé embarazada en la luna de miel, como todas. Nada de congelar óvulos y esas estupideces, como tienen que hacer las chicas de hoy en día. ¿Tú ya lo has hecho, Andy? He leído no sé dónde que todas las chicas, tengan pareja o no, deberían congelar sus óvulos.

—Tengo treinta y tres años, abuelita —susurró Andy—. Y Max tiene treinta y siete. Espero que en algún momento tengamos hijos, pero te aseguro que no tenemos pensado empezar esta misma noche.

—¿Hola? ¿Dónde está todo el mundo?

—¿Lily? ¡Estamos aquí! Pasa —exclamó Andy.

Lily, su amiga de toda la vida, entró en la habitación. Estaba guapísima con el vestido sin espalda ni mangas que había elegido, confeccionado en la misma seda de color ciruela que los trajes de las otras damas de honor. Junto a ella, con otro vestido de la misma tela y color, estaba la hermana pequeña de Max, Elizabeth, que rondaba los treinta años. Max y ella tenían más o menos la misma constitución de piernas robustas y hombros anchos, tal vez excesivo en una chica. Pero las arrugas que se le formaban alrededor de los ojos cuando reía y las pecas le conferían un aire más dulce y femenino a sus facciones. Y la melena rubia, completamente natural, que le caía en gruesas y relucientes ondas espalda abajo resultaba espectacular. Elizabeth salía desde hacía poco con Holden Tipper White, un antiguo compañero de la Universidad de Colgate. Habían coincidido en un torneo benéfico de tenis que se celebraba anualmente en honor del padre de Tipper, que había fallecido al estrellarse su avión contra una montaña en Chile cuando el chico tenía doce años. A Andy se le ocurrió una idea inquietante: ¿también pensaría Elizabeth que ella no era lo bastante buena para Max? ¿Lo habrían hablado entre ellas, habrían deseado que Katherine, con su impresionante hándicap en golf y su cantarín acento aristocrático, ocupara su lugar?

En ese momento, Nina interrumpió sus pensamientos.

—¿Señoras? ¿Me escuchan un momento, por favor? —dijo. Estaba junto a la puerta y parecía nerviosa—. Es hora de que empecemos a reunirnos frente al gran salón. La ceremonia dará comienzo dentro de unos diez minutos. Los miembros de mi equipo tienen sus ramos y las esperan abajo para indicarles el sitio que les corresponde. Jill, ¿tus hijos están listos?

Andy se obligó a sonreír. Su madre, su abuela y sus amigas se despidieron de ella, le desearon suerte, le apretaron la mano. Ya era demasiado tarde para contarles nada a Jill o a Lily, seguramente le dirían que estaba exagerando…

El sol estaba a punto de ocultarse, pues en octubre los días empezaban a ser más cortos, y los doce altos candelabros de plata proporcionaban exactamente la atmósfera teatral que Nina había prometido. Andy sabía que todo el mundo estaba empezando a sentarse, y se imaginó que los invitados ya estaban bebiendo champán en altas copas y disfrutando de la suave música de clavicémbalo que uno de los muchísimos y atentos organizadores de la boda había previsto para los momentos previos a la ceremonia.

—Andy, cariño, tengo algo para ti —dijo Nina, recorriendo en tres zancadas la distancia entre la puerta y la silla que ocupaba ella.

Le tendió un papel doblado y Andy lo cogió con una mirada interrogante.

—Lo tenías antes, cuando has vomitado. Supongo que me lo he guardado sin querer en el bolsillo.

Sin duda, Andy debió de observarla aterrorizada, pues la mujer se apresuró a tranquilizarla.

—No te preocupes, no lo he leído. Leer una carta de amor el día de la boda trae muy mala suerte a todo el mundo, excepto a la novia. ¿No lo sabías?

Andy notó de nuevo un nudo en el estómago.

—¿Me das un momento, por favor?

—Claro, querida. ¡Pero sólo uno! Volveré para acompañarte abajo dentro de…

Andy cerró la puerta y no oyó el resto de la frase. Desdobló el papel y leyó de nuevo las palabras que contenía la carta, aunque de hecho ya se le habían quedado grabadas en la mente. Sin pararse a pensar, se dirigió al cuarto de baño todo lo deprisa que el vestido le permitía. Una vez allí, rompió la carta y arrojó los fragmentos al váter.

—¿Andy? ¿Estás ahí, cariño? ¿Necesitas ayuda? Por favor, no intentes ir al baño tú sola, por lo menos no ahora.

Ella salió del cuarto de baño.

—Nina, yo…

—Lo siento, preciosa, pero es que es la hora, ¿sabes? Todo lo que llevamos diez meses planeando se va a desarrollar a la perfección desde este mismo instante. ¿Te he dicho que he visto al novio? Dios mío, está impresionante con su esmoquin. ¡Y ya está al final del pasillo, Andy! ¡Ya está allí esperándote!

«Ya está al final del pasillo.»

Tuvo la sensación de que le flaqueaban las piernas mientras Nina la acompañaba hacia el salón. Y allí, junto a la puerta doble, la esperaba radiante su padre.

Se acercó a ella, le cogió una mano al tiempo que la besaba en la mejilla y le dijo que estaba muy hermosa.

—Max es un tipo con suerte —añadió mientras le ofrecía el brazo izquierdo.

Esas sencillas palabras provocaron un auténtico tsunami en su interior, pero Andy consiguió tragarse el nudo que se le había formado en la garganta. ¿Max era de verdad un tipo «con suerte», o más bien, como insinuaba su madre, estaba cometiendo un error garrafal? Le bastaba con decirle una sola palabra a su padre para que él acabara de inmediato con todo aquello. Deseó con todas sus fuerzas acercarse a él y susurrarle: «Papá, aún no estoy preparada para esto», como hacía cuando tenía cinco años y él la animaba a saltar desde el trampolín a las profundidades de la piscina municipal. Pero justo en el momento en que comenzó a oír la música, se dio cuenta —casi como si se tratara de una experiencia extracorporal— de que los encargados de acompañar a los invitados habían abierto la puerta doble y de que el salón entero se había puesto en pie para recibirla. Trescientos rostros se habían vuelto para mirarla, sonreírle e infundirle ánimos.

—¿Lista? —le susurró su padre al oído, lo que la hizo regresar de golpe a la realidad.

Cogió aire con fuerza. «Max me quiere —se dijo—. Y yo lo quiero a él.» Habían esperado tres años para casarse porque ella había insistido. ¿Y qué, si no le caía bien a su futura suegra? ¿Y qué, si la ex de su futuro marido proyectaba una sombra alargada? No eran esas cuestiones las que definían su relación, ¿no?

Andy contempló a sus amigos y a su familia, a colegas y a conocidos. Y después, concentrándose en la mirada risueña de Max, que la esperaba orgulloso al final del pasillo, se dijo que todo saldría bien. Cogió aire con fuerza por la nariz, echó los hombros hacia atrás y se repitió una vez más que estaba haciendo lo correcto. Y entonces empezó a recorrer el pasillo.