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Aprendiendo a amar los Hamptons: 2009
Durante mucho tiempo, Andy se había enorgullecido de no ir prácticamente nunca a los Hamptons. El tráfico, el gentío, la necesidad de ir siempre muy elegante y de estar en el lugar indicado…, nada de todo eso le parecía especialmente relajante. Y, desde luego, como escapada de la ciudad tampoco era nada del otro mundo. Prefería quedarse sola en la ciudad, pasear por los mercadillos callejeros que se organizaban en verano, tumbarse a tomar el sol en el Sheep Meadow o pasear en bicicleta junto al río Hudson. Podía ir a comer al restaurante que quisiera sin tener que hacer reserva, o explorar barrios desconocidos y poco concurridos. Le encantaba pasar los fines de semana en la ciudad, leyendo y tomando café con hielo en cualquier terraza, y no se sentía en absoluto marginada, cosa que Emily sencillamente se negaba a aceptar. Todas las temporadas, Emily se llevaba a Andy durante un fin de semana a la casa que los padres de su esposo tenían en los Hamptons. Insistía en que su amiga conociera las maravillas de las fiestas de blanco y de los partidos de polo, y que viera suficientes modelitos de Tory Burch como para vestir a la mitad de las mujeres de Long Island. Todos los años, Andy se juraba a sí misma que no volvería jamás, pero al llegar el verano hacía diligentemente la maleta, se subía al Jitney y trataba de fingir que se lo estaba pasando en grande mientras se codeaba con las mismas personas a las que veía en los eventos del mundo de la moda que se celebraban en la ciudad. Ese fin de semana, sin embargo, era distinto, porque ese fin de semana en concreto podía decidir su futuro profesional.
Llamaron brevemente a la puerta y, un segundo después, Emily entró de forma precipitada. A juzgar por su expresión, le desagradó encontrar a Andy medio derrumbada sobre el lujoso edredón, con la cabeza envuelta en una toalla y el cuerpo en otra mientras contemplaba impotente una maleta repleta de ropa.
—¿Por qué no te has vestido aún? ¡La gente empezará a llegar de un momento a otro!
—¡Es que no tengo nada que ponerme! —exclamó ella—. No entiendo los Hamptons. Yo no encajo aquí. Nada de lo que me he traído sirve.
—Andy…
A Emily se le marcaban las caderas bajo el vestido de seda de color magenta, justo por debajo del punto donde un cinturón formado por tres cadenas doradas —que a muchas mujeres ni siquiera les habría alcanzado para rodear un muslo— ceñía el vaporoso tejido. Lucía unas piernas esbeltas y bronceadas, rematadas por unas sandalias doradas de estilo gladiador, y llevaba las uñas de los pies pintadas del mismo tono rosa satinado que el vestido.
Andy se fijó en el pelo perfectamente alisado de su amiga, en el discreto colorete de los pómulos y en el brillo de labios rosa pálido.
—Espero que todo eso sean polvos iluminadores y no tu exuberancia natural —dijo cruelmente al tiempo que señalaba el rostro de Emily—. Nadie se merece estar tan radiante.
—Andy, ¡ya sabes lo importante que es esta noche! Miles ha pedido un montón de favores que le debían para conseguir que viniera todo el mundo, y yo llevo un mes peleándome con los floristas, los del catering y la puñetera suegra. ¿Sabes lo mucho que nos ha costado convencerlos para que nos dejaran celebrar aquí la cena? Por la cantidad de normas que nos ha puesto, cualquiera diría que tenemos diecisiete años y estamos organizando una fiesta de la cerveza. Lo único que tenías que hacer tú era venir, ponerte presentable y ser simpática con todo el mundo… ¡y mírate!
—Bueno, pero he venido, ¿no? Y me esforzaré por ser muy simpática… ¿No te vale con dos de las tres cosas?
Emily suspiró y ella no pudo evitar sonreír.
—¡Ayúdame! Ayuda a tu pobre amiga, tan negada para el estilo, a encontrar algún trapito ni que sea remotamente adecuado para la ocasión…, y así tu pobre amiga tendrá un aspecto decente mientras mendiga dinero a un montón de desconocidos.
Lo dijo para apaciguar a Emily, aunque lo cierto era que durante los últimos siete años ella también había hecho algún que otro progreso en la cuestión del estilo. ¿Llegaría algún día a tener el fabuloso aspecto de su amiga? Desde luego que no, pero no por ello era un desastre absoluto.
Emily cogió una pila de ropa del centro de la cama y arrugó la nariz al ver todas aquellas prendas.
—¿Qué es, exactamente, lo que pensabas ponerte?
Andy metió la mano entre la ropa y cogió un vestido camisero de lino de color azul marino, con un cinturón de cuerda y alpargatas de plataforma a juego. Un atuendo sencillo, elegante, atemporal. Tal vez un pelín arrugado, pero adecuado para la ocasión, sin duda.
Emily palideció.
—Será una broma, ¿no?
—Pero mira qué botones tan bonitos. Este vestido no me costó precisamente barato.
—¡A la mierda los botones! —chilló Emily mientras arrojaba el vestido a la otra punta de la habitación.
—¡Pero si es de Michael Kors! ¿Es que eso no cuenta?
—Es de Michael Kors, Andy, pero de la línea de baño. Es lo que llevan las modelos encima del bañador. ¿Qué?, ¿lo compraste online a través de la página de Nordstrom?
Al ver que Andy no respondía, Emily alzó ambas manos en un gesto de frustración.
Su amiga suspiró.
—¿Podrías ayudarme, por favor? Corro un razonable riesgo de volver a meterme debajo de esas mantas ahora mismo…
Al oír esas palabras, Emily se puso manos a la obra de inmediato, al tiempo que murmuraba lo negada que era Andy, por mucho que ella se esforzara constantemente en instruirla sobre cortes, talles, telas y estilos…, por no hablar ya de zapatos. Los zapatos lo eran todo. Andy observó a su amiga mientras ésta hurgaba entre la maraña de prendas. Cogió unas cuantas y las sostuvo en alto, pero no tardó en fruncir el ceño ante todas y cada una de ellas para luego descartarlas sin miramiento alguno. Tras cinco frustrantes minutos así, desapareció pasillo abajo sin decir palabra y regresó instantes después con un precioso maxivestido azul claro, acompañado de unos exquisitos pendientes de roseta en turquesa y plata.
—Toma. Tienes unas sandalias plateadas, ¿no? Porque las mías no te caben.
—Lo que no me cabe es eso —dijo ella, contemplando con recelo el hermoso vestido.
—Claro que te cabe. Lo compré una talla más grande que la que uso normalmente para cuando me siento hinchada. Además, tiene ese drapeado en la zona de las caderas. Seguro que consigues meterte dentro.
Andy se echó a reír. Hacía tantos años que Emily y ella eran amigas que ya ni siquiera reparaba en esa clase de comentarios.
—¿Qué? —dijo Emily, un tanto confusa.
—Nada. Es perfecto. Gracias.
—Vale. Pues vístete.
Y, como para hacer hincapié en la orden, les llegó desde abajo el sonido del timbre.
—¡Los primeros invitados! Voy corriendo abajo. Muéstrate encantadora, pregúntales a los hombres por su trabajo y a las mujeres por sus obras benéficas. No hables explícitamente de la revista a menos que alguien te pregunte, ya que en realidad esto no es una cena de negocios.
—¿Que en realidad no es una cena de negocios? ¿Acaso no vamos a sablear a todos los invitados?
Emily suspiró con aire de exasperación.
—Sí, pero eso será más tarde. Antes tenemos que fingir que nos estamos socializando y pasando un buen rato. Ahora lo importante es que vean que somos mujeres inteligentes y responsables con una idea espléndida. La mayoría de los invitados son amigos de Miles, compañeros de Princeton. Tipos con fondos de inversión libre muy aficionados a invertir en proyectos relacionados con los medios de comunicación. Tú hazme caso, Andy: sonríe mucho, muestra interés por esos tipos, sé tan encantadora como siempre, ponte ese vestido… y ya lo tenemos.
—Sonreír, demostrar interés, ser encantadora. Lo pillo.
Andy se quitó la toalla que llevaba en la cabeza y empezó a peinarse.
—Y recuerda que te he sentado entre Farooq Hamid, cuyo fondo de inversiones ha entrado este año en la lista de los cincuenta más lucrativos, y Max Harrison, de Harrison Media Holdings, que es el nuevo director ejecutivo del grupo.
—Su padre murió hace poco, ¿verdad? O sea, hace unos meses, ¿no?
Andy recordaba el funeral, que se había retransmitido por televisión. Durante dos días, los periódicos habían publicado innumerables artículos, panegíricos y homenajes dedicados al hombre que había levantado uno de los mayores imperios mediáticos de la historia, antes de cometer una serie de errores de inversión justo antes de la recesión de 2008 —Madoff, yacimientos petrolíferos en países políticamente inestables—, lo que había propiciado que su compañía entrara prácticamente en fallida. Nadie conocía con certeza la gravedad de la situación.
—Sí, ahora es Max el que está al mando y, según he oído decir, hasta el momento ha realizado un excelente trabajo. Y lo único que a Max le gusta más que invertir en nuevas empresas de comunicación es invertir en nuevas empresas de comunicación dirigidas por mujeres atractivas.
—Oh, Em, ¿me estás calificando de «atractiva»? No, en serio, me voy a poner roja…
Emily resopló.
—En realidad, estaba hablando de mí… Oye, ¿podrías bajar dentro de cinco minutos? ¡Te necesito! —dijo mientras cruzaba la puerta.
—¡Yo también te quiero! —repuso Andy, al tiempo que buscaba su sujetador sin tirantes.
La cena resultó inesperadamente relajada, mucho más de lo que hacía presagiar la histeria de Emily. Desde la carpa, instalada en el jardín trasero de los Everett, se veía el mar. Los laterales descubiertos dejaban pasar la brisa salobre procedente del mar, mientras que cientos de minúsculas lámparas votivas le otorgaban a la noche un aire de sobria elegancia. El espectacular menú consistía en una mariscada: langostas preabiertas de más de un kilo cada una; almejas en salsa de mantequilla y limón; mejillones cocidos en vino blanco; patatas asadas con ajo y romero; mazorcas de maíz espolvoreadas con queso cotija; una inmensa cantidad de cerveza helada con rodajas de lima; copas de pinot grigio y los margaritas más deliciosos y salados que Andy había probado en su vida.
Después de que todo el mundo se hubo atiborrado de tarta casera de manzana y helado de crema, los invitados se dirigieron a la hoguera que uno de los camareros había encendido en un rincón del jardín. Junto al fuego se había dispuesto una fuente de galletas con malvavisco y chocolate, y tazas de chocolate caliente, así como ligeras mantas tejidas con una mezcla increíblemente suave de bambú y cachemira. Los invitados siguieron charlando y bebiendo. No tardaron en empezar a circular unos cuantos porros entre el grupo y Andy se dio cuenta de que ella y Max Harrison eran los únicos que no los probaban, que pasaban el porro al de al lado cada vez que les llegaba. Cuando él se excusó y se encaminó a la casa, ella no pudo evitar seguirlo.
—Ah, hola —dijo, víctima de un repentino ataque de timidez cuando se encontró con él en la amplia terraza del salón—. Estaba, eh…, estaba buscando el baño de las chicas —mintió.
—Andrea, ¿no? —le preguntó él, a pesar de que habían permanecido sentados el uno al lado de la otra durante las casi tres horas que había durado la cena.
Max había pasado todo ese tiempo inmerso en una conversación con la mujer que estaba sentada a su izquierda, una modelo rusa que era la esposa de alguien y que no parecía saber mucho inglés, aunque eso no le había impedido reír tontamente y hacerle ojitos a Max para que éste no perdiera el interés. Andy había estado charlando con Farooq o, mejor dicho, se había limitado a escucharlo mientras éste alardeaba de todo lo habido y por haber, desde el yate que acababa de encargar en Grecia hasta la reseña que sobre su persona había publicado recientemente The Wall Street Journal.
—Llámame Andy, por favor.
—Andy, entonces —dijo él.
Se llevó una mano al bolsillo y sacó un paquete de Marlboro Lights, que le ofreció. Y, si bien Andy llevaba años sin fumar, cogió un cigarrillo sin pararse siquiera a pensar.
Max los encendió los dos en silencio, primero el de ella y luego el suyo, y una vez que ambos hubieron exhalado una larga columna de humo, dijo:
—Ha estado muy bien la fiesta. Habéis hecho un gran trabajo.
Ella no pudo contener una sonrisa.
—Gracias —dijo—, pero en realidad lo ha hecho casi todo Emily.
—¿Cómo es que no fumas? No me refiero a tabaco, claro.
Andy lo observó detenidamente.
—Me he dado cuenta —prosiguió Max— de que tú y yo hemos sido los únicos que no han… participado.
De acuerdo, sólo estaban hablando de fumar porros, pero Andy se sintió halagada al saber que Max había reparado en algo que tuviera que ver con ella. Sabía muchas cosas acerca de él: sabía que era uno de los mejores amigos que Miles conservaba del internado, sabía que era muy popular en las páginas de sociedad y en los blogs sobre medios de comunicación. Pero, por si acaso, Emily le había hablado a Andy del pasado como playboy de Max, de su afición a salir con montones de jovencitas tan guapas como tontas y de su incapacidad de comprometerse con alguien «de verdad», a pesar de ser un tipo afable y extremadamente inteligente, leal a sus amigos y a su familia. Emily y Miles estaban convencidos de que Max seguiría soltero hasta los cuarenta y pico, momento en el que su dominante madre lo presionaría para que le diera un nieto. Entonces se casaría con alguna despampanante muchacha de veintitrés años que bebería los vientos por él y no le cuestionaría nunca nada de lo que hiciera o dijera. Andy ya sabía todo eso —había estado atenta e incluso había investigado por su cuenta para confirmar que todo lo que le había contado Emily era cierto— pero, por algún motivo que se le escapaba, no acababa de creerse que Max fuera realmente así.
—La verdad es que no es una historia muy interesante. En la universidad fumaba, como todo el mundo, pero no me gustaba. Después de fumar, me escabullía a mi habitación, me contemplaba en el espejo y hacía inventario de todas las decisiones equivocadas que había tomado y de todos los aspectos en los que dejaba mucho que desear como persona.
Max sonrió.
—Suena a desmadre.
—Llegué a la conclusión de que la vida ya era bastante dura de por sí. Quiero decir que no es necesario que el uso recreativo de las drogas me haga más desgraciada.
—Tienes toda la razón —dijo él mientras le daba una calada a su cigarrillo.
—¿Y tú?
Max pareció reflexionar durante un minuto, casi como si estuviera tratando de decidir qué versión de su historia contarle. Ella se fijó en su angulosa mandíbula, típica de los Harrison, y en sus espesas cejas oscuras. Se parecía mucho a las fotos de su padre que Andy había visto en la prensa. Cuando intercambiaron una mirada, él sonrió de nuevo, pero en esta ocasión se adivinaba cierta tristeza tras ese gesto.
—Mi padre murió hace poco. De puertas afuera, se dijo que la causa fue un cáncer hepático, pero en realidad era cirrosis. Fue alcohólico durante casi toda su vida. Extraordinariamente funcional durante muchos años, si es que puede ser funcional alguien que se emborracha todas las noches, pero en los últimos tiempos dejó de serlo, por culpa de la crisis financiera y de unos cuantos reveses muy duros en los negocios. Cuando empecé la universidad, yo también bebía mucho. Al cabo de cinco años empecé a perder el control, así que lo dejé radicalmente. Ni alcohol, ni drogas, sólo estos bastoncitos cancerígenos que no consigo dejar…
Al mencionarlo Max, Andy recordó que sólo lo había visto beber agua con gas durante la cena. No le había dado mayor importancia, pero ahora que conocía la historia, sintió el deseo de acercarse a él y abrazarlo. Sin duda debió de quedarse absorta en sus pensamientos, pues Max siguió hablando.
—Como puedes imaginar, últimamente soy el alma de las fiestas.
Ella se echó a reír.
—Yo soy famosa por desaparecer sin despedirme y volver a casa para ver pelis en chándal. Tanto si bebes como si no, seguramente eres mucho más divertido que yo.
Siguieron charlando cordialmente durante unos minutos mientras terminaban de fumar. Después, Max la acompañó junto a los demás invitados. Durante el resto de la velada, Andy se descubrió a sí misma tratando de llamar la atención de él y pensando, al mismo tiempo, que en realidad aquel chico sólo era un seductor. Lo cierto era que resultaba muy atractivo, eso no podía negarlo. Por lo general era alérgica a los chicos malos, pero esa noche había creído ver en Max un aire de vulnerabilidad y honradez. No tenía ninguna necesidad de hablarle de su padre, ni de confesarle su problema con la bebida, pero se había mostrado sorprendentemente franco y muy realista, cualidades que a Andy se le antojaban sumamente atractivas. «Pero hasta Emily dice que este chico no trae más que problemas», se recordó. Y, considerando que su amiga estaba casada con uno de los mayores juerguistas de Manhattan, era una opinión que debía tener muy en cuenta. Cuando, pasada la medianoche, él se despidió con un casto beso en la mejilla y un mecánico «Encantado de conocerte», Andy se dijo que era mejor así. El mundo estaba lleno de tipos que valían la pena, así que… ¿para qué aguantar a un cretino? Aunque ese cretino fuera adorable y pareciera absolutamente encantador y sincero.
Emily se presentó en su habitación a las nueve de la mañana del día siguiente, espectacular con sus minúsculos shorts blancos, su blusa de estampado batik y sus sandalias de altísima plataforma.
—¿Puedo pedirte un favor? —preguntó.
Andy se tapó la cara con un brazo.
—¿Me voy a tener que levantar? Porque los margaritas de anoche me dejaron hecha polvo.
—¿Recuerdas haber hablado con Max Harrison?
Ella abrió un ojo.
—Claro.
—Acaba de llamar. Quiere que tú, Miles y yo vayamos a comer a su casa y hablemos de números para The Plunge. Creo que está decidido a invertir.
—¡Eso es genial! —exclamó, aunque ni siquiera ella tenía claro si lo decía por la invitación o por la noticia de la posible financiación.
—Lo que pasa es que Miles y yo tenemos un almuerzo con sus padres en el club. Acaban de volver, pero ya se mueren de ganas de ir al club. Tenemos que salir dentro de quince minutos y no me puedo escaquear… Pero te juro que lo he intentado. ¿Crees que podrás tú sola con Max?
Andy fingió reflexionar.
—Sí, supongo. Si quieres que lo haga…
—Genial, entonces está decidido. Pasará a buscarte dentro de una hora. Y ha dicho que lleves traje de baño.
—¿Traje de baño? Entonces también tendré que…
Emily le tendió un enorme bolso de paja de DVF.
—Biquini… de tiro alto para ti, claro; este vestidito playero de Milly, monísimo; pamela; crema para el sol factor 30, sin agentes grasos. Y para después, ponte los shorts blancos con cinturón que llevabas ayer, combinados con esta túnica de lino y esas Toms blancas tan monas. ¿Alguna pregunta?
Andy se echó a reír y se despidió de su amiga con un gesto de la mano antes de vaciar el contenido del bolso sobre la cama. Cogió la pamela y la crema solar y las volvió a meter en el bolso, tras lo cual añadió también su propio biquini, sus vaqueros cortos y una camiseta de tirantes. Estaba dispuesta a aceptar las directrices de Emily en cuanto a vestuario, pero todo tenía un límite. Y si a Max no le gustaba cómo vestía, bueno, pues era problema suyo.
El día resultó perfecto. Max y Andy se dedicaron a pasear en la pequeña lancha motora de él, se bañaron para refrescarse y devoraron un picnic a base de pollo frito, rodajas de sandía, galletas de mantequilla de cacahuete y limonada. Estuvieron casi dos horas paseando por la playa, sin reparar apenas en el sol de mediodía, y se quedaron dormidos en cómodos sillones junto a la centelleante y desierta piscina de los Harrison. Cuando finalmente ella abrió los ojos, convencida de que habían transcurrido varias horas, él la estaba mirando.
—¿Te gustan las almejas? —le preguntó con una sonrisa traviesa.
—¿A quién no le gustan las almejas?
Se pusieron cada uno una sudadera de Max encima del bañador y subieron al Jeep Wrangler de él. La brisa salada enredaba el pelo de Andy, pero hacía años que no se sentía tan libre. Cuando finalmente pararon junto al chiringuito de playa en Amagansett, Andy ya estaba convencida: los Hamptons era el mejor sitio del mundo, siempre y cuando estuviera con Max y tuviera al lado un cubo lleno de almejas y tazas de mantequilla fundida. A la mierda los fines de semana en la ciudad. Aquello era el paraíso.
—Están riquísimas, ¿verdad? —le preguntó Max mientras succionaba una almeja y dejaba la concha vacía en un cubo de plástico para los desperdicios.
—Son tan frescas que algunas aún tienen arena y todo —repuso ella con la boca llena.
Luego le dio un mordisco a su mazorca de maíz con la mayor naturalidad, sin reparar en el hilillo de mantequilla que le resbalaba por el mentón.
—Quiero invertir en vuestra nueva revista, Andy —dijo él, mirándola directamente a los ojos.
—¿De verdad? Es genial. Quiero decir, mejor que genial, es fantástico. Emily me ha dicho que tal vez estuvieras interesado, pero no quería…
—Estoy muy impresionado por todo lo que has hecho.
Andy se dio cuenta de que se había ruborizado.
—Bueno, si he de serte sincera, lo ha hecho casi todo Emily. Es increíble lo organizada que puede llegar a ser esa chica. Por no hablar de la cantidad de contactos que tiene. Quiero decir que yo no soy capaz de desarrollar un plan de negocios, mucho menos un…
—Sí, es fantástica, pero me refería a todo lo que tú has hecho. Cuando Emily se puso en contacto conmigo, hace unas cuantas semanas, leí prácticamente todo lo que has escrito.
Ella se lo quedó mirando fijamente.
—Ese blog de bodas en el que escribes, Happily Ever After. Si te soy sincero, no leo mucho sobre bodas y esas cosas, pero tus entrevistas me parecen excelentes. El artículo que publicaste sobre Chelsea Clinton, justo cuando se casó…, estaba muy bien.
—Gracias —dijo Andy, apenas en un susurro.
—Y también leí aquel reportaje de investigación que publicaste en la revista New York, el que hablaba de la puntuación de los restaurantes según un código alfabético. Y me encantó el artículo de viajes sobre aquel retiro espiritual de yoga que estaba…, ¿dónde?, ¿en Brasil?
Ella asintió.
—La verdad es que me entraron ganas de ir. Y te aseguro que no me va mucho el rollo del yoga.
—Gracias. Es, eh… —Andy carraspeó e hizo esfuerzos por reprimir una sonrisa—. Significa mucho oírte decir todo eso.
—Pues no te lo digo para que te sientas mejor, Andy. Te lo digo porque es verdad. Además, Emily me ha pasado un primer borrador de tus propuestas para The Plunge, que también me parecen estupendas.
En esa ocasión, Andy se permitió una amplia sonrisa.
—Mira —empezó a decir—, tengo que admitir que me mostré un poco escéptica cuando Emily me planteó la idea para The Plunge. No creía que el mundo necesitara otra revista de bodas, y tampoco me parecía que hubiera espacio en el mercado para otro producto así. Pero a medida que lo íbamos hablando, me di cuenta de que no existía ninguna revista de bodas al estilo Runway: una sofisticada revista de papel cuché, con fotografías muy cuidadas, alejada del cutrerío. Una publicación que hablara de famosos, celebridades y bodas que económicamente no están al alcance de la mayoría de las lectoras pero, aun así, siguen formando parte de sus sueños y anhelos. Una publicación que ofreciera a las mujeres sofisticadas, sensatas e interesadas por la moda páginas y más páginas de inspiración para diseñar su propia boda. Ahora mismo, todas las revistas hablan de gipsófilas, de zapatos de novia que se pueden teñir y de diademas, pero no hay ninguna publicación que proponga ideas a una novia más sofisticada. Estoy convencida de que The Plunge puede llenar ese hueco en el mercado.
Él la observaba fijamente, con una botella de refresco en la mano derecha.
—Perdona, no quería soltarte todo este rollo. Es que me emociono cuando hablo de la revista.
Andy bebió un trago de su Coronita y se preguntó si era descortés por su parte beber alcohol delante de Max.
—Estaba decidido a invertir porque me parece una idea sólida, porque Emily es muy convincente y tú increíblemente atractiva, pero no sabía que pudieras llegar a ser tan persuasiva como Emily.
—Me he pasado, ¿no? —dijo ella, apoyando la frente en las manos—. Lo siento.
Mientras pronunciaba esas palabras, no podía dejar de pensar lo que Max acababa de decir sobre ella: que era increíblemente atractiva.
—No sólo escribes muy bien, Andy. Me gustaría que nos viéramos todos en la ciudad la semana que viene para comentar los detalles, pero lo que puedo decirte es que Harrison Media Holdings quiere convertirse en el principal inversor de The Plunge.
—Sé que hablo tanto por mí como por Emily si te digo que nos encanta la idea —respondió ella, aunque se arrepintió de inmediato de haber adoptado un tono tan formal.
—Vamos a ganar un montón de dinero juntos —dijo Max al tiempo que alzaba su botella.
Andy brindó con él.
—Chinchín. Por los socios en los negocios.
Max la observó de forma un tanto extraña, aunque volvió a brindar y bebió un trago de su botella.
Ella se sintió algo incómoda, pero pronto se convenció de que había dicho lo correcto. Al fin y al cabo, Max era un seductor, siempre rodeado de modelos y monigotes de la alta sociedad. Pero ahí se trataba de negocios, y la expresión «socios en los negocios» era apropiada e inteligente.
Se dio cuenta, sin embargo, de que la atmósfera se había enrarecido, así que no se sorprendió cuando Max la acompañó a casa de los suegros de Emily, justo después de su excursión de última hora de la tarde para ir a comer almejas. La besó en la mejilla, le dio las gracias por un día genial y no habló de volver a verse, excepto en la sala de reuniones de su compañía, con Emily y un equipo de contables y abogados.
«Y ¿por qué iba a decirme nada?», pensó. ¿Sólo porque había coqueteado un poco con ella y le había dicho que era atractiva? ¿Sólo porque habían pasado juntos un día perfecto? Todo eso no era más que una muestra de exquisita diligencia por parte de él: estaba tanteando las posibilidades de su inversión, mostrándose tan encantador y adorable como de costumbre y, de paso, coqueteando un poco para divertirse. Que era exactamente, según Emily y según todo lo que había leído Andy en internet, lo que Max hacía con gran habilidad y frecuencia. Lógicamente, nada de todo eso significaba que sintiera el menor interés por ella.
Emily se puso muy contenta al saber que el día había sido un éxito. Y la reunión del martes siguiente en la ciudad aún fue mejor. Max se comprometió a que Harrison Media Holdings aportara una asombrosa cantidad de seis cifras para poner en marcha The Plunge, lo cual era mucho más de lo que ninguna de las dos había imaginado. Y lo mejor de todo fue que, cuando Max propuso espontáneamente que se fueran los tres a comer para celebrarlo, Emily dijo que no podía acompañarlos.
—Si supierais lo mucho que me ha costado conseguir que me dieran hora, ni se os ocurriría pedirme que lo cancelara —comentó justo antes de salir corriendo a la consulta de cierta dermatóloga de los famosos, cosa que llevaba esperando desde hacía casi cinco meses—. Es más difícil conseguir una audiencia con ella que con el dalái lama, pero es que estas arrugas que tengo en la frente se vuelven más profundas por segundos.
Así, Max y Andy salieron solos una vez más y, una vez más, dos horas se convirtieron en cinco, hasta que finalmente el maître les pidió educadamente que se marcharan porque tenía la mesa reservada para una cena. Él le cogió la mano mientras la acompañaba a casa, para lo cual tuvo que desviarse unas treinta manzanas de su camino, y a ella le encantó la sensación que le producía caminar junto a él. Sabía que formaban una pareja muy mona, y la atracción que sentían el uno por la otra arrancó más de una sonrisa a los transeúntes. Cuando llegaron al edificio de Andy, Max le dio un beso increíble. Duró apenas unos segundos, pero fue un beso dulce y perfecto. Ella se sintió feliz y, al mismo tiempo, aterrada de que él no intentara ir más allá del beso. Una vez más, se marchó sin hablar de volver a verse y, si bien ella sabía que él iba por ahí besando a chicas cuando y donde le apetecía, algo intangible le dijo que no tardaría en volver a tener noticias de él.
Y así fue, justo a la mañana siguiente. Aquella misma noche volvieron a verse. Cinco días más tarde, Andy y Max sólo se separaban a regañadientes para ir a trabajar y se turnaban para quedarse a dormir en el apartamento del otro y para elegir actividades divertidas. Él la llevó a su restaurante italiano preferido, un local al más puro estilo mafioso donde todo el mundo lo llamaba por su nombre de pila. Cuando Andy arqueó las cejas, sorprendida, él le aseguró que era únicamente porque de pequeño solía comer o cenar allí con su familia al menos un par de veces por semana. Andy, por su parte, llevó a Max a su local de monólogos preferido en el West Village. Se rieron tanto con el espectáculo de medianoche que incluso derramaron sus copas sobre la mesa. Después recorrieron paseando medio Manhattan para disfrutar de la noche veraniega y no regresaron al apartamento de ella casi hasta el amanecer. También alquilaron bicicletas, cogieron el teleférico de Roosevelt Island y localizaron al menos media docena de camionetas gourmet, donde probaron toda clase de delicias, desde helados artesanales hasta tacos o rollitos de langosta. Hicieron el amor de manera apasionada. Cuando finalmente llegó el domingo, estaban agotados, satisfechos y, al menos en opinión de ella, muy enamorados. Durmieron hasta las once de la mañana, luego pidieron una inmensa cantidad de rosquillas y organizaron un picnic sobre la moqueta del salón de Max, mientras veían a ratos el reality show de reformas en el hogar que emitían en la cadena HGTV y a ratos el Open de Tenis de Estados Unidos.
—Creo que ha llegado el momento de contárselo a Emily —dijo Max mientras le ofrecía un café con leche que había preparado con su cafetera exprés profesional—. Pero prométeme que no te vas a creer ni una sola palabra de lo que diga.
—¿Como, por ejemplo, que eres un seductor incorregible con problemas para comprometerse y debilidad por las chicas cada vez más jóvenes? ¿Y por qué iba a creerme tal cosa?
Él le revolvió el pelo.
—No son más que exageraciones.
—Ya, ya, claro.
Andy lo dijo en un tono superficial, aunque lo cierto era que le preocupaba la reputación de Max. Aquello era distinto, desde luego —¿qué playboy se dedica a ver los programas de la HGTV?—, pero ¿acaso no habrían pensado lo mismo las otras chicas?
—Eres cuatro años más joven que yo. ¿No cuenta?
Ella se echó a reír.
—Supongo que sí. Me anima saber que apenas llego a los treinta, vamos, que soy una cría a todos los efectos, mientras que tú eres mucho más viejo. Sí, esa parte me gusta.
—¿Quieres que le diga algo a Miles? No me importa en absoluto.
—No, no es necesario. Em viene esta noche a casa: pediremos sushi y veremos reposiciones de «House». Aprovecharé para decírselo.
Andy estaba tan preocupada pensando en cómo reaccionaría Emily —¿se ofendería por el hecho de que no se lo hubiera contado antes? ¿O se enfadaría porque su socia en los negocios se había liado con el financiero de ambas? ¿Quizá la incomodaría el hecho de que Miles y Max fueran tan buenos amigos?— que ni siquiera se le pasó por la cabeza la posibilidad de que su amiga ya sospechara lo que había ocurrido.
—¿En serio? ¿Lo sabías? —dijo Andy mientras estiraba el pie, cubierto sólo por un calcetín, sobre su sofá de segunda mano.
Emily mojó en salsa de soja un trozo de sashimi de salmón y se lo metió en la boca.
—¿Tú te crees que soy tonta o qué? Mejor dicho, ¿que soy tonta y estoy cegata? Pues claro que lo sabía.
—¿Y cuándo… lo supiste?
—Ah, pues no sé. Puede que la tarde en que llegaste a casa de los padres de Miles, después de haber pasado el día con Max, con cara de haber echado el polvo de tu vida. O a lo mejor fue después de la reunión en la oficina de Max, durante la cual, por cierto, no hicisteis más que miraros embobados… ¿Por qué crees que no fui a comer con vosotros? O quizá haya sido el hecho de que hayas desaparecido por completo durante toda la semana, que no me hayas devuelto las llamadas ni los mensajes o que te hayas mostrado menos dispuesta a decirme dónde te habías escondido que una cría que intenta engañar a sus padres. Vamos, Andy, venga ya.
—Para tu información, te diré que aquel día en los Hamptons no nos acostamos. Ni siquiera nos…
Emily levantó una mano.
—Ahórrame los detalles, por favor. Además, no tienes que darme ninguna explicación. Me alegro por los dos: Max es muy buen tío.
Ella la observó, extrañada.
—Pero si me has dicho por lo menos cien veces que es un mujeriego.
—Bueno, lo es, pero a lo mejor eso ya forma parte del pasado. La gente cambia, ¿sabes? Bueno, mi marido no, eso está claro… ¿Te conté que había encontrado mensajes de texto de una tal Rae? No es nada descarado, pero tendré que investigar más a fondo… En fin, el hecho de que a Miles se le vayan los ojos detrás de las otras no significa que Max no pueda sentar la cabeza. A lo mejor eres justamente lo que está buscando.
—O a lo mejor soy la chica de la semana…
—Eso lo averiguaremos con el tiempo. Y te lo digo por experiencia.
—Ya veo —dijo Andy, básicamente porque no sabía qué más decir.
Miles tenía exactamente la misma reputación que Max, pero sin el lado tierno. Era un tipo afable, desde luego, y muy sociable. Al parecer, él y Emily tenían muchas cosas en común, como su afición compartida por las fiestas, las vacaciones de lujo y la ropa cara. Pero a pesar de que ya llevaban muchos años juntos, Andy seguía teniendo la sensación de que apenas conocía al marido de su mejor amiga. Emily solía hacer algún que otro comentario casual sobre el hecho de que a Miles «se le fueran los ojos detrás de las otras», como ella misma lo definía, pero se cerraba en banda cuando Andy intentaba escarbar un poco más. Por lo que ella sabía, no existían pruebas concretas de infidelidad —al menos en público, de eso estaba segura—, pero eso tampoco significaba nada. Miles era sensato y discreto, y su trabajo como productor de televisión lo obligaba a marcharse de Nueva York con mucha frecuencia, así que todo era posible. Era probable que la engañara. Y era probable que Emily supiera que la engañaba. Pero… ¿le importaba? ¿La hacía enloquecer de rabia y celos, o más bien era de esas mujeres dispuestas a hacer la vista gorda siempre y cuando su marido no la avergonzara en público? Andy se hacía esas preguntas a menudo, pero era el único tema sobre el que nunca hablaban, según un acuerdo tácito.
Emily sacudió la cabeza de un lado a otro.
—La verdad es que me cuesta creerlo. Tú y Max Harrison. Jamás se me habría ocurrido intentar liaros, pero mira tú por dónde… Qué locura.
—Tampoco es que vayamos a casarnos, Em. Sólo estamos saliendo —dijo Andy.
Sin embargo, ya había fantaseado con la idea de casarse con Max Harrison. Una idea loca, desde luego, pues no hacía ni dos semanas que se conocían, pero la verdad era que la sensación que tenía era muy distinta de la que había tenido con los otros chicos a los que había conocido hasta entonces, con la posible excepción de Alex. Ya hacía mucho tiempo que no se sentía tan enamorada de alguien. Max era sexy, inteligente, encantador y, sí, vale, de buena familia. Andy nunca había pensado en la posibilidad de casarse con alguien como él, pero lo cierto era que la idea tampoco le parecía tan terrible.
—Mira, lo entiendo. Disfruta, pásatelo bien. Y mantenme informada, ¿vale? Y si finalmente os casáis, quiero llevarme todo el mérito.
Emily fue la primera persona a la que Andy llamó cuando, una semana después, Max le pidió que lo acompañara a una presentación editorial que su compañía había organizado en honor de una de sus editoras, Gloria, quien acababa de publicar unas memorias en las que relataba su infancia como hija de dos célebres músicos.
—¿Qué me pongo? —le preguntó Andy, presa del pánico.
—Bueno, oficialmente eres la coanfitriona, así que tendrás que ponerte algo espectacular. Por tanto, tu armario «clásico» queda prácticamente descartado en su totalidad. ¿Quieres que te preste algo o prefieres ir de compras?
—¿Coanfitriona? —repitió ella, pronunciando la palabra en un susurro.
—Bueno, si Max es el anfitrión y tú eres su acompañante…
—Ay, Señor, todo esto es demasiado para mí. Max ha dicho que asistirá un montón de gente porque es la Semana de la Moda. No estoy preparada.
—Pues tendrás que echar mano de tu época en Runway, porque ella seguramente estará allí. Miranda y Gloria se conocen, sin la menor duda.
—No puedo hacerlo…
La noche de la fiesta, Andy se presentó en el hotel Carlyle una hora antes para ayudar a Max a supervisar la organización. La expresión de Max, cuando ella entró en la sala con un vestido de Céline que le había prestado Emily, combinado con vistosas joyas doradas y unos altísimos tacones, hizo que el esfuerzo hubiera valido la pena. Sabía que estaba fantástica y se sentía orgullosa de sí misma.
Él la había tomado entre sus brazos y le había susurrado al oído que estaba guapísima. Esa noche, cuando la presentó a todo el mundo —colegas, empleados, editores, escritores, fotógrafos, anunciantes y ejecutivos de relaciones públicas— como su novia, Andy se sintió absolutamente feliz. Charló afablemente con los compañeros de trabajo de Max y trató de encandilarlos por todos los medios, lo que le resultó —no podía negarlo— un agradable pasatiempo. Pero cuando apareció la madre de Max y se acercó a ella cual tiburón nadando en círculos en torno a su presa, empezó a ponerse nerviosa.
—Me moría de ganas de conocer a la chica de la que tanto habla mi hijo —dijo la señora Harrison en un tono algo arisco y no muy británico, más propio de quien ya lleva muchos años en Park Avenue—. Tú debes de ser Andrea.
Andy echó un rápido vistazo a su alrededor en busca de Max —quien, por cierto, ni siquiera le había dicho que su madre asistiría al evento—, antes de centrar toda su atención en aquella altísima mujer vestida con un clásico traje chaqueta de tweed de la casa Chanel.
—¿Señora Harrison? Es un placer conocerla —dijo obligándose a controlar la calma.
Nada de «Por favor, llámame Barbara», o «Estás guapísima, querida», ni siquiera «Encantada de conocerte». La madre de Max se limitó a estudiarla con el mayor descaro y a decir:
—Estás más delgada de lo que imaginaba.
«¿Cómo? ¿Según la descripción de Max, o basándose en sus propios criterios?», se preguntó Andy. Carraspeó y sintió la necesidad de echar a correr y esconderse, pero Barbara siguió hablando.
—Ay, Señor. Recuerdo cuando tenía tu edad. Qué fácil era perder peso entonces. Ojalá le ocurriera lo mismo a mi Elizabeth. Por cierto, ¿conoces a la hermana de Max? Ya tendría que haber llegado. En fin, la pobre tiene la constitución de su padre. Fornida, atlética… No está gorda, supongo, pero tampoco resulta muy femenina.
¿Así era como aquella mujer hablaba de su propia hija? Andy sintió compasión por la hermana de Max, estuviera donde estuviese, y miró a Barbara Harrison directamente a los ojos.
—Aún no la conozco, pero he visto una foto y ¡a mí me parece muy guapa!
—Ya —murmuró Barbara, que no parecía en absoluto convencida.
Aferró la muñeca desnuda de Andy con una mano un tanto áspera, quizá con más fuerza de la estrictamente necesaria, y tiró de ella.
—Ven, vamos a sentarnos y a conocernos un poco mejor.
Andy hizo todo lo posible para impresionar a la madre de Max y convencerla de que era digna de su hijo. Sí, de acuerdo, la señora Harrison había arrugado un poco la nariz cuando le había hablado de su trabajo en The Plunge, y también había comentado, con cierto desdén, que el pueblo natal de Andy no estaba precisamente cerca de Litchfield County, donde los Harrison tenían un viejo rancho de caballos. Pero una vez terminada la conversación, Andy no tuvo la sensación de que hubiera sido un desastre. Había demostrado interés por Barbara y le había hecho las preguntas adecuadas; le había contado una divertida anécdota sobre Max, y le había hablado también de cómo se habían conocido en los Hamptons, detalle que al parecer fue del agrado de Barbara. Finalmente, ya a la desesperada, había mencionado su paso por Runway, a las órdenes de Miranda Priestly. Justo entonces, la señora Harrison se había erguido un poco y luego se había inclinado hacia ella para hacerle más preguntas. ¿Había disfrutado de su empleo en la revista? ¿Acaso trabajar para Miranda Priestly no era la mejor forma de aprender que pudiera imaginarse? Barbara no había olvidado mencionar que todas las muchachas con las que se había criado Max habrían dado cualquier cosa por trabajar allí, que todas idolatraban a Miranda y soñaban con aparecer algún día en las páginas de su revista. Si la «nueva empresa» de Andy no terminaba de cuajar, ¿tenía pensado regresar en el futuro a Runway? De repente, la mujer se había mostrado de lo más animada, por lo que a ella no le había quedado más remedio que sonreír y asentir con el mayor entusiasmo posible.
—Estoy seguro de que se ha encariñado contigo, Andy —le dijo Max más tarde.
Estaban sentados en una cafetería del Upper East Side, abierta las veinticuatro horas, y aún se sentían eufóricos tras la fiesta.
—No sé, a mí no me ha parecido precisamente cariñosa —respondió ella mientras bebía su batido de chocolate.
—Todo el mundo se ha encariñado contigo, Andy. Mi director financiero me ha repetido una y otra vez lo divertida que eres. Supongo que le habrás contado alguna anécdota de Hanover, New Hampshire…
—Es la anécdota que cuento siempre a la gente de Dartmouth.
—Y todas las asistentes iban por ahí comentando lo guapa que eres y lo amable que has sido con ellas. Supongo que la mayoría de las personas ni siquiera se toman la molestia de hablar con ellas en esta clase de eventos. Te doy las gracias por ello.
Max le ofreció entonces una patata fría cubierta de kétchup, pero se la metió en la boca después de que Andy la rechazara.
—Todo el mundo ha sido simpatiquísimo, la verdad es que me lo he pasado muy bien con ellos —señaló ella mientras pensaba en lo agradable que le había resultado conocer a todas aquellas personas… excepto a la madre de Max.
Por otro lado, debía mostrarse agradecida, pues Miranda no se había presentado. Toda una suerte, aunque teniendo en cuenta su historia con Max y los círculos en los que se movía la familia Harrison, sabía que tarde o temprano llegaría el momento.
Le cogió una mano a Max por encima de la mesa.
—Esta noche me lo he pasado genial. Gracias por invitarme.
—Gracias a usted, señora Sachs —le respondió él al tiempo que le besaba la mano y le lanzaba una mirada que le provocó un revelador nudo en el estómago—. ¿Vamos a mi casa? Creo que la noche acaba de empezar.