19. Mi madre y el mar
Origen de las islas: las islas pueden tener orígenes diversos. Pueden evolucionar y aumentar de tamaño a causa del depósito de sedimentos, o por la acumulación de material volcánico u orgánico. A veces se forman mediante procesos erosivos en los que una porción de tierra se separa de un continente. Una variación en el nivel del mar también puede provocar la aparición de islas: las tierras más bajas se sumergen y se quedan en el exterior las zonas más elevadas del relieve.
Al pisar una isla, el mar te cerca.
Cuando mi madre acabó la carrera, un año después de que se casaran, mis padres se mudaron de París a Palma, al piso que el abuelo les dio como regalo de bodas. Es el mismo piso en el que viven ahora puesto que, a diferencia de los belgas que acumulan casas sobre la arena, los mallorquines entierran sus raíces como un ancla para que las mareas no arrastren la isla a la deriva.
Mi madre creyó que así se liberaba. Alejada de sus padres y hermanos, que vivían en Madrid, en Palma creaba una familia propia. No se dio cuenta de que una isla es una trampa, sus límites se convierten en fronteras que probablemente nunca cruzarás. Hizo las prácticas en un centro de niños autistas. Luego se dedicó a sus propios hijos.
Durante seis años vivió para nosotros. Era una mujer discreta a la que hice llorar por primera vez cuando estaba embarazada de Jaume, y que sin duda debía aburrirse mientras mi padre daba clases en una escuela de gitanos. En el aula, colgada de la pared, había una jaula con dos palomas. Guardamos fotos de aquellos alumnos, de la barbota que llevaba mi padre entonces, su pelo largo, y de aquellas palomas. Mi padre siempre ha tenido una rara fascinación por las palomas. Le gustan las blancas y las torcaces; las tórtolas y las comunes, sin embargo, no le llaman la atención. Desde que tengo memoria nos cuenta que las zuritas son palomas ancestrales, de las que derivan las domésticas. En casa de los abuelos había un palomar doblado por el peso de la mierda.
Cuando tendría yo unos quince años, mi padre me explicó que, si los machos no conseguían emparejarse con una hembra —porque eran más débiles o tenían algún defecto—, cubrían a otro macho.
—Ahora entiendo qué querías decir con «antinatural» —le solté—. Tienes miedo de que seamos homosexuales.
—No sé por qué lo dices. Soy una persona tolerante, cada cual es libre de hacer lo que quiera.
—Ya, pero te daría un patatús si uno de los tres fuera gay.
—No me importa lo que seáis. Mientras seáis felices...
—¿Y qué significa ser feliz? Siempre dices que tenemos que ser felices, pero no nos cuentas cómo se logra eso. ¿Crees que los homosexuales no son felices? Porque yo les veo reírse mucho, a lo mejor les gusta que les den por culo. ¿Te imaginas? Y nosotros perdiéndonos este goce infinito porque la picha no tiene la forma adecuada.
—Qué hija más fina tengo. Pero no creo que los homosexuales lo pasen precisamente bien.
—Aún vives en el franquismo. Ahora los gays son lo más. No tienen ningún problema. Están de moda. ¡Todo dios quiere ser gay!
—Bueno, acabo de decirte que si lo fueras, no pasaría nada. Te ayudaría en lo que pudiera.
—¿Ayudarme? ¿Ves como crees que es una enfermedad? ¡Menudo psicólogo estás tú hecho!
—Ya sé que te harías lesbiana solo para provocarme.
—Este es el problema, papaíto. Que si fuera lesbiana, creerías que me gustan las chicas solo para retarte.
—Te has pasado la vida llevándome la contraria.
—Venga, papá. No me gustaría ser tu paciente.
—Ni a mí que lo fueras.
—Pues vaya manera de ayudarme.
—No, si ya sabemos que no necesitas ayuda.
—Genial, mi padre considera que no tiene que ayudarme, cojonudo.
—Mira, estimada, reina meva de sucre, deberías tener un poco de respeto por tu padre.
—¡Y tú también! ¡Tendrías que respetar nuestras libertades! ¡Te crees supermoderno, pero no tienes ni puta idea de nada, joder!
—Qué hija más educada. Lo debo de haber hecho muy mal.
—¡Sí, lo has hecho fatal! ¡Eres el peor padre del mundo!
Mi madre intentaba poner orden:
—Va, siempre acabáis diciendo cosas que no pensáis. Me encantaría encender una grabadora y que os escucharais.
—Emma, bonita, yo siempre pienso lo que digo, no me desacredites —contestaba mi padre—. Siempre te pones de su parte.
—No me pongo de parte de ninguno de los dos porque no decís más que chorradas. Sois aburridísimos. Me agotáis.
Tenía peleas fenomenales con mi hermano Nico. En el colegio le protegía, pero cuando llegábamos a casa, nos pegábamos hasta acabar hechos un ovillo por el suelo. El límite era la sangre, pero nunca llegábamos a la sangre. Luego se espabiló. Durante la cena, me daba patadas por debajo de la mesa y yo le respondía lanzándole lo que fuera —un trozo de pan, el tenedor—, así que las culpas siempre me las llevaba yo.
La misantropía me encerraba en mi habitación y en mi cabeza, donde le daba vueltas y más vueltas a todo, incapaz de salir, como aquella vez que mi madre entendió que vivía en una isla porque no pudo ir más allá de Formentor. Como volvería a entenderlo cuando sus padres, con quienes había puesto distancia voluntariamente, decidieran vivir, ellos también, en Mallorca. Recorrí obsesivamente la isla de mi ego hasta que descubrí sus rincones más oscuros. Repasaba cada conversación una y mil veces, buscando el error y su corrección, la próxima vez no digas eso, la próxima vez te callas.
Las cartas a mi catequista me ayudaban. Escribía aquellas cartas al igual que empecé a escribir los cuadernos, para desbrozar un poco la selva de la isla de mi cabeza. Si arrancaba el sotobosque, lograría pasearme sin tropezar, aprendería a ver el paisaje con un poco de perspectiva. Pero seguía siendo un ejercicio obsesivo. Empecé a darme importancia.
Mis hermanos se reían de mí. Ellos tenían las cosas claras, eran prácticos y se marcaban objetivos. Aceptaron mi soberbia, que al principio les irritaba, por costumbre. Tenían cosas más importantes de las que preocuparse.
A veces, para jugar, nos etiquetábamos según la estructura de la personalidad de Heymans y Le Senne. Mi madre y Nico son flemáticos, no emotivos activos secundarios, herencia directa de los belgas, que comunican cualquier acontecimiento familiar con una asepsia total, como si se tratara de una notificación. Un día que nos dejaron en el aeropuerto para que fuéramos a visitar a mis abuelos a Madrid, mi madre nos advirtió:
—Cuando lleguéis, no preguntéis por Tiwá. La sacrificaron el mes pasado.
¿Es esta la manera de decirle a una preadolescente que su compañera de juegos durante once años, a quien ella misma bautizó y con quien corría aventuras por los campos de Mallorca y el Retiro, una pastora de los Pirineos gorda que tenía un muñón en el lugar de la cola porque así lo determina la raza y que movía graciosamente el culo al caminar, de lo mucho que le pesaba, se ha muerto y no la verá más? Me pasé todo el viaje mirando el cielo por la ventanilla y pensando que mi madre era cruel. Pero mi madre no tenía la culpa. Simplemente repetía la fórmula que había aprendido en casa. Al fin y al cabo, Tiwá solo era una perra gorda que empezaba a oler mal.
Cuando un belga se da cuenta de que su padre ha dejado de respirar, no monta ningún drama. Le pregunta al doctor: «¿Y ahora qué tengo que hacer? Es la primera vez que se muere mi padre». Y si alguien le reprocha que haya tardado tanto en anunciar la defunción, suelta: «No hay prisa, de todos modos, a partir de ahora estará muerto siempre». Es como si los belgas pensaran que eso de llorar fuera cosa de la Europa del Sur, propio de personas melodramáticas incapaces de controlar sus emociones y que reclaman consuelo mediante el llanto.
Familia que no sabe llorar, que busca una alternativa para dirigir la tristeza hacia una emoción más productiva. Si tienes un nudo en la garganta o se te llenan los ojos de lágrimas, estás haciendo el ridículo. Preguntas con pesar: «¿Cómo estás?». Y te contestan: «Por lo visto, mejor que tú». Buscas tú también otra manera de desfogarte. Cuando me pongo triste, en lugar de llorar, me enfado. Supongo que quiero herir a quienes me rodean para que entiendan mi dolor.
Cada vez que contamos una historia, la simplificamos o exageramos según los intereses de aquello que queremos contar. Otros ya han puesto de su parte en la versión anterior, y cuando alguien cuente lo que hemos contado, volverá a alterar la narración. Al final el relato deviene caricatura grotesca o resumen amputado, muñón de cola de perro, o floritura cursi o informe belga.
De pequeño, Nico ceceaba. Me gustaba hacerle rabiar y, al volver de la playa, le pedía que dijera sopa. Él contestaba: «Zopa». Y yo: «¿Cómo dices? ¿Zopa?». Nico: «No, zopa no. Zopa». Me encantaba que hiciera eso, porque me lo ponía fácil: «Pues eso, zopa».
Mi madre entraba en el coche, mi padre se sacudía la arena de los pies con la alpargata.
—¡Zopa no! ¡Zopa! ¡Zopa! —chillaba Nico.
Poníamos las toallas en el asiento para no mojarlo y mi sonrisa era malvada:
—Es lo que estoy diciendo: zopa.
—¡No! ¡Con eze! ¡Zzzzzopa!
Mi madre suplicaba con un cansancio resignado que dejara a mi hermano en paz. Entonces, en voz muy baja para que ella no lo oyera, le pedía que dijera «espantoso».
La primera vez que se enrolló con una chica, Nico tuvo mononucleosis. La primera vez que se emborrachó, un coma etílico. Por eso quise que se fumara conmigo su primer porro. Fuimos a la plaza del Tubo, entre los institutos, una noche de invierno que salimos de marcha. Le enseñé cómo quemar el costo y mezclarlo con el tabaco, ahora arranca la punta del cigarrillo, que hará de filtro, lía el papel y asegúrate de que la banda adhesiva quede por la parte de dentro, lámela y... vale, ha quedado un poco trompetero, pero servirá.
Mi hermano no ha fumado nunca, ni siquiera cigarros, y no sabe tragarse el humo. Le digo que imagine que está en el campo y se llena los pulmones de aire. Tose. Sonríe como un idiota y ya está. Me lo da. Hace frío y nos estremecemos bajo el abrigo. El efecto se nos pasa enseguida.
Con respecto al amor, alguien protesta:
—Nunca me dices que me quieres.
El mallorquín contesta:
—Venga, va... si, total, ya lo sabes.
Los jueves mi madre llegaba tarde a casa y mi padre nos preparaba la cena. Siempre lo mismo: una tortilla, pamboli y, de postre, un batido de chocolate. Mis hermanos y yo protestábamos: «¿Otra vez?». Bajábamos los hombros y resoplábamos. Obviamente, aquellas noches forman parte de la nostalgia.
—Nos habéis educado para que seamos libres e independientes, pero ¿por qué no nos dijisteis que el precio de la libertad y la independencia era quedarnos solos?
—Porque no lo sabíamos.
Tuve mi primer susto de verdad cuando fuimos a buscar a mi hermano pequeño a la guardería. Mi madre pasaba primero por el colegio, nos recogía a Nico y a mí, y luego íbamos en coche a buscarle. Estábamos en el asiento trasero, un día de primavera, mi madre ya había desaparecido por el camino entre los árboles, cuando llegó un chico. Tenía el pelo oscuro y aún lo reconocería si lo viera. Nos preguntó a través de la ventanilla bajada:
—¿Dónde está vuestra mamá?
No sé si llegamos a contestar.
—¿Podéis ir a buscarla?
Nos desplazamos hacia la puerta de la derecha, para salir por el lado de la acera, cuando aquel chico metió la mano en el coche. Tenía pelos negros en el antebrazo. Cogió el bolso de mamá y se fue corriendo.
Tuve ganas de hacer pipí.
Unos años antes. Un camino entre los árboles serpenteaba hasta la guardería. Yo no quería ir.
Mi padre es muy alto. Yo podía estar rabiosa. Chillaba y lloraba, agarrada de su mano, y daba patadas.
Entonces se me ocurrió sentarme en el suelo, en aquel caminito entre los árboles. Me dejé caer, él no me soltó, y me disloqué el hombro. Me llevó volando a urgencias. Él se sintió culpable y yo logré lo que me había propuesto.
Tras haber dedicado seis años a sus hijos, mi madre estudió catalán y se puso a trabajar. Enseguida le ofrecieron la dirección de dos centros para indigentes. Mi padre, mientras tanto, preparaba las oposiciones de psicología.
Mis hermanos y yo comíamos en el colegio. Cuando cumplí nueve años, nos dejaban volver solos a casa con la mochila llena de libros cargada a la espalda, pero no podía soltar la mano de Jaume, que tenía cuatro. Íbamos con algunos compañeros que vivían en el barrio, y uno de ellos me levantaba la falda y me tiraba de la coleta. Mi madre trabajaba mucho, los jueves llegaba tarde. Mi padre trabajaba y estudiaba, y los jueves preparaba tortilla y pamboli para cenar.
Mi madre cobraba más que mi padre. Mi madre empezó a conocer a gente que mi padre no le había presentado. Cuando teníamos alguna duda con los deberes de catalán, se la consultábamos a mi madre, porque ella lo había estudiado y mi padre solo lo hablaba.
Mi padre estaba inquieto. No había encerrado a mi madre en la jaula que es una isla.
—¡Niños, niños! —gritó mi madre—. ¡Venid al despacho, rápido!
Estaba haciendo los deberes, fuimos corriendo a ver qué pasaba. Sentado, con la lámpara del escritorio encendida, mi padre sostenía un recibo del banco. Mi madre exclamó: «¡Tenemos un millón de pesetas! ¡Somos millonarios!».
Un millón de pesetas. Millonarios. Abrimos los ojos como platos y nos pusimos a saltar y a chillar mientras nos abrazábamos y repetíamos: «¡Hala, un millón de pesetas! ¡Un millón de pesetas!».