17. El pájaro y la jaula
Ocultar los recuerdos como si fueran guerreros de juguete que perdieron la vida en una batalla ficticia. Los enterramos a los pies de un árbol, rezamos un par de oraciones y los olvidamos al cabo de unos días. Una tormenta y el tiempo remueven la tierra. Del lodo resurgen, maltrechos y descoloridos, aquellos guerreros infantiles que dábamos por desaparecidos.
Mi madre recuerda una frase que mi abuelo le dijo cuando vivía en París. La frase es: «Para que el pájaro vuelva a la jaula, hay que dejar la puerta abierta». Mi madre no se ha atrevido a pensar en ello hasta ahora, pero sabe quién era ese hombre por el que mi abuela estuvo a punto de abandonar a su familia.
En los cócteles y fiestas que frecuentaban Agnes y Georges, los jóvenes belgas del parque Conde de Orgaz, flotaban sobre las copas las risas y los sobrentendidos. Un par de gemelas pelirrojas impresionaron a mi abuelo hasta el punto de que llegó a hablarme de ellas, tal vez harto de guardar silencio. En las familias burguesas, los secretos no se gangrenan, se disuelven como una gota de vermut en el Martini. Pero, a veces, aquellos viejos humores etílicos transportan el aliento de anécdotas que uno tiene ganas de contarle a su nieta, quién sabe si para corroborar su superficialidad, pasado el tiempo.
La vida frívola de mis abuelos («vida de mentira», dice mi madre) consistía en reunirse cada semana con aquellos amigos ricos del parque residencial de Madrid, casi todos franceses y suizos. Lejos quedaba el eco de unas guerras que vivieron de soslayo. Si la reunión se hacía en casa, los niños tenían que saludar a los invitados antes de meterse en la cama. Se presentaban en pijama, perfectamente peinados y perfumados con agua de colonia tras salir del baño, para que todos vieran qué educados y encantadores eran.
Mi madre y sus hermanos fingían retirarse a su cuarto, pero se reunían en la escalera desde la que podían ver cómo se desarrollaba la fiesta; se reían de los vestidos de las señoras y sus peinados, y de los señores incapaces de apartar la mirada de una delantera generosa. Emma es la segunda de cinco hermanos, captó antes que ellos el doble sentido de algunas frases, la coquetería de algunas miradas, y esas risas maliciosas que se dedicaban con una lascivia que entonces creyó malinterpretar. ¿Cómo podían ser tan descarados? La autocensura de los niños, que creen tener más imaginación adulta incluso que los propios adultos. Que se consideran a sí mismos unos malpensados porque aún no dominan las correcciones que les inculcan, y sus altibajos emocionales los llevan más allá de los límites que uno debe imponerse cuando intuye. Deducen que estas ideas tan raras son fruto de una malicia que se pasará con los años. Santa inocencia.
La libertad sexual era un símbolo de modernidad. Aquellos jóvenes ricos lo tenían todo: dinero, salud, familias, amigos y la vida por delante. No solo tenían que aprovecharlo, ¡tenían que celebrarlo! Habían sobrevivido a una guerra y mantenían una situación privilegiada, no siempre estuvo claro que lo conseguirían. Contaban con empresas rentables y qué demonios, ¡se lo merecían! La euforia existencial estallaba con una nueva botella de champán, levantaban las copas, brindaban bajo la dorada luz del triunfo. Organizaban concursos para adivinar clásicos franceses y americanos a partir de la versión instrumental que sonaba en el tocadiscos, por ejemplo Somewhere Beyond the Sea, Frank Sinatra, Charles Aznavour, Jacques Brel, Gilbert Bécaud. Cantaban por encima de la música, siguiendo la melodía. Luego las risas derivaban hacia las conversaciones a media voz, los niños se aburrían de espiar y se iban a la cama.
Llegaba el momento de dar una vuelta por el jardín, que el aire apacigüe el estupor de las burbujas. Un hombre de ascendencia húngara acompaña a Agnes por el césped hasta el invernadero. En una película veríamos cómo mueven los labios, relajados y contentos, pero solo oiríamos la música cursi de los instantes bonitos y difíciles. No están haciendo nada malo. Georges finge que no se ha dado cuenta y rellena la copa de aquellas gemelas pelirrojas que le impresionaron tanto. Ellas le dicen que es muy atractivo y le proponen un encuentro fortuito, cualquier noche de estas. Las insinuaciones se detienen en los puntos suspensivos. Sin duda le toman el pelo, piensa mi abuelo, que, de reojo, vigila el paseo que su mujer da con aquel hombre húngaro por el jardín.
Pasan por detrás de un árbol, un tilo que le tapa la vista, y Georges tiene la impresión de que permanecen demasiado tiempo ocultos por la sombra del tronco. No cambia de expresión, pero los músculos de su rostro se contraen. Apura la copa quizás excesivamente rápido. La pareja regresa al final del paseo y mi abuelo descubre en las mejillas de mi abuela un rubor que no sabe interpretar: ¿es la prueba de un acto del que se siente avergonzada o la muestra irrefutable de una felicidad prohibida?
Los invitados se despiden, comentan que ha estado muy bien, hay que repetirlo, se verán la semana que viene. Intentan no levantar la voz para no despertar a los niños, pero no pueden reprimir las últimas carcajadas agradecidas. A Georges no se le escapa que Agnes se ha despedido de todo el mundo antes que de su amigo; apenas le dedica un segundo, le besa levemente en la mejilla sin ni siquiera mirarle, mientras habla con otra señora que comenta qué platos más bonitos. Agnes declara tan ufana como cuando ha presentado a sus hijos: los he pintado yo.
Se quedan solos. Ha estado bien, repite ella, y fuerza un bostezo para demostrar que está cansada, se pone una mano en la nuca e inclina la cabeza hacia atrás como si le dolieran las cervicales. Georges gira la llave en la puerta. Ella va hacia su habitación y le tiende una mano desde la escalera: «¿No vienes?». «No», contesta él, «me quedaré un rato en el jardín, hace una noche agradable.» Ella enarca las cejas y sube sin decir nada. Él sale a mirar las estrellas.
Por las mañanas, se despertaba con la ilusión de verle. Se hacía la dormida bajo las sábanas hasta que su marido salía de casa, y dedicaba aquellos minutos a mezclar episodios reales con sus fantasías. Repasaba emocionada los detalles que evidenciaban una correspondencia: conversaciones infinitas y no ver el momento de separarse. Aquel era un hombre atento, no se cansaba de adularla y se turbaba cuando Agnes le dedicaba una sonrisa brillante o le sorprendía con una idea algo cínica. Entonces él la sujetaba por el antebrazo y sacudía la cabeza mientras decía: «Querida, ¡cómo eres!», un dedo furtivo le acariciaba la piel. De pronto, temían el exceso y seguían hablando sin tocarse.
En el piso de abajo, el alboroto habitual. Blanquita intenta que los niños se acaben el desayuno, uno se queja porque la leche no le gusta, otro tiene sueño, queréis daros prisa, llegaremos tarde. Por fin salen corriendo. El silencio sube por la escalera de puntillas y se recuesta junto a Agnes igual que aquel amante que, de momento, es tan fuerte y tan perfecto y tan irreal como su deseo. Tras un último minuto de prórroga, Agnes se levanta de buen humor y se da un baño que prolonga el sueño y recorta la espera. La espera, ¡qué lujo! Echar de menos a alguien, llenar los minutos inventándolo, hacer de la impaciencia un ejercicio de perfección. Elegir el vestido que más te favorece, pintarte los labios como si hoy fuera a besarte. Y te pones el pequeño reloj de oro en la muñeca, y miras qué hora es, y aún falta un rato que puedes dedicar a tomar un café y preparar vuestro encuentro. Todo esto le recuerda a Belle du Seigneur, publicada este mismo año y que acaba de leer.
Huyamos, dice él, iniciemos una nueva vida juntos, muy lejos, ven conmigo y te haré feliz.
Se agotan los años sesenta y a nadie le escandalizan ya estos números apasionados. Y ellos son extranjeros, caramba, todo el mundo les justificaría porque provienen de una cultura reconocidamente liberal. Además, qué más da, ¡están enamorados! Agnes sueña con la taza humeante entre las manos. Viajan a Viena, a Estocolmo, a América. Se siente como hacía mucho tiempo que no se sentía. Si es que ha llegado a sentirse así alguna vez. No lo sabe.
O tal vez no fue así. Tal vez sus noches se volvían infinitas por culpa de un insomnio histérico que provocaban el desorden y la culpa. Tenía un buen marido, una familia ideal. ¿Quién era aquel intruso que osaba poner en peligro la felicidad suspendida en el frágil equilibrio de la cotidianidad? El deseo era como la oscuridad de su cuarto cuando intuía que mi abuelo se hacía el dormido y ella también fingía, ambos en silencio sobre la cama, a unos centímetros íntimos de distancia.
Agnes es una mujer correcta y la teoría, susurrada por el mismo diablo al oído, suena maravillosa, pero prácticamente no tiene nada más allá de esta familia que Dios le ha dado. Sabe que se está dejando engañar por falsas ilusiones. Su familia es sólida. Sin embargo, tiende a recordar todos los sacrificios que ha hecho por su marido: vivir en España, meterse en la casona de unos desconocidos cuando estaba esperando al tercero de sus cinco hijos, dedicarse a los niños mientras Georges trabajaba sin parar, trasladarse de Asturias a Madrid... ¿No merecía algo más de atención? ¿Acaso no tenía derecho a sentirse protagonista? Qué horror, qué ideas terroríficas, quería a aquellas criaturas; quería a su marido.
Y Georges, al otro lado de la cama, separado de ella por el abismo de un silencio que tensó los días de aquellos meses (¿o fueron años?), quizá se preguntaba qué podía hacer para recuperarla. ¿Qué fallaba? ¿Por qué le trataba con aquella indiferencia? ¿Por qué coqueteaba con un hombre que, se veía de lejos, solo le daría disgustos? Un hombre desordenado que lo desordenaba todo a su paso.
El silencio es tan denso como la oscuridad, un agujero negro que se traga la energía de veinte años de matrimonio, la confianza desaparece por el desagüe del miedo. Así transcurren las noches. Se preguntan qué es peor, si resolver esta situación a las bravas —un nudo que se desataría con lágrimas— o aguantar un poco para que todo permanezca en armonía.
Mi madre ve un nombre impreso en la esquela de un periódico y entonces le asalta aquella frase: «Para que el pájaro vuelva a la jaula, hay que dejar la puerta abierta». Una frase olvidada que pertenece a una época olvidada, aquella en la que Emma empezó Sciences Po en la Sorbona, y de la que no recuerda ni a los compañeros ni a sus profesores. Cuando ve aquel nombre, Emma entiende por qué se arrancó aquel pedazo de memoria.
Tras aquellas incómodas conversaciones por el parque del Retiro cuando mi madre tenía catorce años, de todas las personas que conocía, mi abuelo fue a hablar precisamente con ella. No sabemos cómo fue la conversación, pero es probable que, mientras su padre le decía cosas que ella prefería ignorar, Emma tomara conciencia de aquello en lo que se convertiría su vida si continuaba estudiando políticas. Entendió qué tipo de gente conocería y se vio reflejada en su propia madre, que a punto estuvo de abandonar a su padre por un aventurero de ascendencia húngara. O quizá lo que la amedrentó fue lo contrario, que Agnes finalmente no huyera y se quedara con un hombre y una familia que no la hacían feliz. Quién sabe si Emma no se vio reflejada en su padre, que fue a París para explicarle la situación y que comparaba a su propia esposa con un pájaro, pese a que nunca habían hablado de aquella manera tan íntima.
Ahora que por fin se atreve a pensar en aquel episodio, la única explicación es que aquel pobre hombre, su padre, no tenía a quién recurrir. Tal vez fuera el heredero de una empresa próspera, fundada por una saga poderosa. Tal vez hubiera viajado por medio mundo. Tenía muchos amigos en Asturias y el parque Conde de Orgaz con quienes celebrar fiestas y cócteles; pero Georges Nagelmacker había ido a París para contarle su propio drama porque estaba solo. Y se dio cuenta de que, quizá por esos simples paseos que dieron juntos cuando tenía catorce años, ella, Emma, era la única persona con la que sería capaz de hablar.
¿Cuáles fueron sus palabras? «Llevábamos una temporada mal y tu madre ha pensado irse de casa»; «Tu madre ha conocido a otro hombre»; «Tu madre nunca ha sabido lo que quiere, ya se le pasará, y para que el pájaro vuelva a la jaula...». Emma no las recuerda. Pero lo que entendió fue tan escalofriante que metió aquella época en una caja y la enterró en el olvido. Quizá por eso cambió de carrera. O quizá no, lo importante son los hechos, no tanto sus razones.
Mi madre vuelve a mirar el nombre de la esquela, y corrobora que es él. La edad y la profesión coinciden. Fallecido en Madrid, sus familiares y amigos (una viuda, dos hijos) ruegan por su alma y piden una oración, etcétera.
Es como desenterrar aquel soldado de juguete que ya no es tan inofensivo. Recupera imágenes que la conciencia acumula sin apenas tiempo para observarlas. Sabe que, cuando reflexione sobre ello, todo encajará. Era más bien enjuto, piel olivácea. Solía mirarla receloso, como si fuera capaz de intuir algo. ¡Claro que lo intuía! Pero nunca se atrevió a pensar en él, como si el solo hecho de recordarlo lo hiciera real.
Ha resucitado porque ha muerto, desenterrado sin permiso. El primer impulso de mi madre es llamar. Pero ¿qué noticia pretende dar, si la única prueba que conserva es aquella frase que mi abuelo le dijo en París? ¿Cuánto le contó? ¿Y hasta dónde llegó mi abuela? ¿Trascendió el amor platónico? ¿Huyeron juntos y, con el tiempo, el pájaro volvió a la jaula? Mi madre no lo sabe. Es más: mi madre no quiere saberlo. La memoria no llega a descubrir qué sabía y la imaginación va mucho más allá. Comprende que pronunciar aquel nombre en voz alta a través del teléfono despertaría resentimientos y una tristeza injustificables. Mi abuelo no se quedaría más tranquilo si supiera que ha sobrevivido a su rival. Porque de todos modos, mi abuela volvería a preguntarse, aunque solo fuera por una noche, qué hubiera pasado si.