12. Mi madre y la foto de Franco

Aquella noche de agosto de 1975, mi madre y sus amigas acabaron durmiendo en el vestíbulo de la residencia donde se hospedaban los tres chicos que habían conocido en el bar de la plaza de Huelva. Charlotte se acurrucó en una butaca, Margot se tendió en el suelo. Mi madre durmió en un pequeño sofá bajo una fotografía inmensa de Franco que amenazaba con caérsele encima. Mi madre pensó que Franco la mataría.

Al día siguiente se levantaron antes de que los estudiantes se despertaran y fueron a la playa. Al volver, vieron al madrileño, el andaluz y el mallorquín que iban a saludarlas. Mi madre corrió hacia mi padre y saltó a sus brazos. Olía a crema solar, a arena y a sal, y su cuerpo estaba caliente. En aquel abrazo espontáneo se condensaban las más de tres décadas que compartirían, se fusionaban dos existencias que habían permanecido ajenas y se iniciaba el mundo que yo conocí. Un mundo en el que ella dejaba atrás los cuarenta y tres chicos con los que había salido y él, su año sabático de mujeres.

Pasaron juntos cinco días que las fotografías retratan con una precisión en blanco y negro. Mi madre y sus amigas posan sentadas en bañador sobre las toallas, los pies enterrados en la arena, y miran a cámara con los ojos entornados; sus sonrisas encantadas transmiten la despreocupación estival. En otra instantánea mi padre, cuerpo estrecho y un bañador aún más estrecho, muestra un libro de Marcuse.

El tiempo pasa con la lentitud de los días largos y la velocidad de las emociones recién estrenadas. Nos imaginamos las excursiones en aquel 4L, mi madre se sienta en el regazo de mi padre en el asiento de atrás y él, que tiene las piernas largas, apenas cabe. Ignoramos dónde pasan las noches aquellas tres turistas que buscaban una pensión. Podemos degustar la amargura fresca de la cerveza en las terrazas cuando se oculta el sol y los murciélagos se dejan caer casi hasta el suelo.

Pero mi madre y sus amigas tienen que seguir con su viaje y el curso sobre Humanismo y Comunidad acabará en un par de días. Y es en este punto donde la narración cambia dependiendo de quién la relate. Si lo hacen Margot o Charlotte, dirán que en Cádiz mi madre se aburría. Si cuenta la historia mi madre, las que se quejaban fueron ellas, porque los chicos que habían conocido eran muy majos y Cádiz era una mierda. Lo que importa es que volvieron a Huelva.

Mientras tanto, mi padre coge un tren y va tras ellas.

Esta es la parte romántica de la historia: dos enamorados se cruzan porque van a buscarse mutuamente, ellas en aquel cuatro latas agotado que echa humo por el capó, él en un tren que llega demasiado tarde. Son las nueve pasadas cuando mi padre entra en el hotel y pregunta por las tres francesas que llegaron el día anterior. Sabe que una de ellas no es francesa, sino belga, pero también sabe que el recepcionista no las distingue y le da igual.

El recepcionista es un hombre gordo que trabaja más horas que un reloj y se dispone a pasar una noche aburrida pegado a su transistor. Dice que las francesas se han ido. Adónde, pregunta mi padre. A Huelva, contesta el recepcionista. Mi padre pregunta a qué hora sale el próximo tren a Huelva y el recepcionista le responde que a las siete de la mañana siguiente. Se pasan la noche jugando a las damas.

El final de la historia es tan peliculero como prometía, digno de una comedia romántica. Mi padre llega a la playa, coge a mi madre en brazos, ella va en bañador, él sigue vestido. Entran juntos en el agua como entran los novios en la casa que estrenan, y la gente aplaude. Y aquí podrían salir los créditos del happy end y los stingers con las impresiones de la familia cuando mi madre llega a Madrid y, justo al salir del coche, anuncia: «¡Me caso!».

La Jefa exclama enfadada: «Qu’est-ce que c’est cette bêtise!». Margot y Charlotte contestan: «Si los hubieras visto juntos, lo entenderías». El Jefe no sabe qué cara poner. La madre de mi abuela, una viuda moderna que iba siempre en pantalón, resuelve: «Me parece muy bien». Etcétera.

13. Des teu pa faràs sopes[6]

Lo primero que me consta haber apuntado es una fecha. En la esquina superior de una libreta, en un pupitre de colegio a la medida de los alumnos, de espaldas a la ventana del aula por donde se cuelan los rayos de sol que hacen danzar las partículas de tiza en el aire. Huele a escuela por la tarde. El olor de las escuelas por la mañana es distinto. No recuerdo la fecha completa, pero sí el año, escrito a lápiz en letra redonda y pequeña. Pone: 1983.

La primera mentira que me consta haber descubierto la urdió mi abuelo belga. Era la mañana de Reyes en el piso de Concha Espina. En casa nos habían dicho que mis abuelos vendieron el chalet de Conde de Orgaz porque se les había quedado grande al independizarse sus hijos. Mucho más tarde supe la verdad: la Transmontana de Zinc despidió a mi abuelo cuando tenía cincuenta y cinco años, y por eso se trasladaron a un piso de alquiler. En cualquier caso, la primera mentira que descubrí es otra.

Un año pasábamos la Navidad en Mallorca y el siguiente en Madrid. En Palma, la tarde de Reyes íbamos de la cabalgata a casa de los abuelos, y allí abríamos los regalos entre todos los primos. En Madrid no teníamos primos. Antes de meternos en la cama, poníamos lechuga en un bol y llenábamos un cubo de agua para que los camellos bebieran. En la mesa de la cocina dejábamos un poco de turrón y cava para Sus Majestades, que estarían cansados de repartir tantos regalos. Después teníamos que dormirnos pronto porque si no, no vendrían. ¿Y si pasaban de largo? Era injusto haberse portado bien durante un año entero para jugárselo todo en una noche de insomnio.

Nos acurrucábamos bajo las mantas en silencio para fingir que dormíamos y, por alguna razón misteriosa, siempre acabábamos dormidos de verdad. Al despertarnos por la mañana, corríamos al árbol y chillábamos histéricos ante aquellos paquetes tan bien envueltos que se acumulaban bajo las bombillas de colores y los ángeles de papel. Los Reyes, cuando pasaban por el piso de mis abuelos, lo dejaban todo hecho un desastre. Había trozos de lechuga por el suelo y también agua esparcida en la que podían adivinarse las huellas de los animales, que habían continuado su camino después de visitarnos. A Sus Majestades el turrón no les gustaba tanto como las copas, de las que apuraban hasta la última gota. En casa decían que era porque estaban hartos de comer dulces en todas las casas a las que iban.

Aquel año, los de Oriente dejaron una nota. La cogí para ver qué ponía, pero estaba escrita en árabe. Mi abuelo aseguró que él tenía algunas nociones porque había viajado a Siria tiempo atrás, donde había pasado mil y una noches. La tradujo.

Mi abuelo ya tiene el bigote gris y se ajusta las gafas sobre la nariz, carraspea y empieza a leer. Mientras mis hermanos le escuchan con atención, sentados como yo sobre la alfombra, me doy cuenta de que el Jefe no está leyendo realmente, sino que finge hacerlo. El árabe no es una lengua fácil y si él la conociera, yo lo sabría. Él simula que no entiende algunas palabras y vuelve atrás para corregirse. «Como habéis sido buenos chacales... ah, no, ¡chavales!... os hemos traído estos pasados... no, no, ¡presentes, presentes!». Se está inventando los agradecimientos que el rey Baltasar nos ha dejado. Dice: «Muchas gracias por los turrones y la lechuga, estaban de rechupete». Me extraña que el rey Baltasar utilice estas expresiones, chavales, de rechupete, no son expresiones orientales. ¿Y cómo es posible que sepa las anécdotas a las que acaba de referirse, por muy mago que sea?

Durante unos minutos, estoy convencida de que mi abuelo solo finge que sabe lo que dice la nota, pero en realidad se lo está inventando y no tiene ni idea porque nunca aprendió árabe. Se cree muy listo, simulando entender lo que nos dicen los Reyes.

De repente, un ardor que no sé si es furia o vergüenza me revienta en la cara cuando entiendo que esta carta no la ha escrito ningún Rey Mago. La ha escrito mi abuelo haciéndose pasar por él. La lechuga por el suelo, los cubos vacíos, las huellas. Es un montaje.

Me mareo. Observo a mi abuelo con más atención, su cabeza se mueve acompasadamente mientras sigue con el dedo las líneas del texto, de derecha a izquierda. Tiemblo. Y entonces, cuando estoy a punto de ponerme a llorar de pura impotencia porque me han estafado, cuando crece en mi vientre el primer desengaño de todos cuantos me darán implacables lecciones de vida, le doy la vuelta a mis sospechas y me digo que tal vez sí esté leyendo. Puede que estas palabras en una lengua y caligrafía extrañas las haya escrito uno de los tres Reyes que vienen cada año y hacen que este sea un día mágico. Quizás es verdad y mi abuelo sabe árabe. Tengo que convencerme, tengo que creerle. La alternativa es demasiado cruel.

Finjo creer para que nadie pierda la fe. Lo hago para no desmontar la ilusión de mi abuelo, que nos hace soñar, y para no quebrar los sueños de mis hermanos. Y porque, si me convenzo, volveré a ser capaz de ilusionarme.

Los adultos intentan preservar la inocencia de los niños, y los niños jugamos a que la preservan: son ellos quienes hacen el ridículo. Después, su inocencia, y a ellos la nuestra, nos parece, de repente, inadmisible.

Nací un sábado de abril a las diez menos diez de la mañana. Mi padre bajó un momento a la Rambla para comprar flores. Cuando volvió a la Policlínica Miramar, ya estaba en brazos de mi madre. Aquel, dice, fue mi primer acto de rebeldía.

Grand-papa y Grand-maman vinieron a verme desde París. Se alojaron en el Meliá del paseo marítimo, uno de los mejores hoteles que entonces había en Mallorca. Mi padre fue a buscarlos al aeropuerto en el Seiscientos que había logrado comprar a duras penas con su parco sueldo de profesor en una escuela de gitanos. Por suerte, al verme, Grand-maman no exclamó lo mismo que cuando le pusieron en brazos a un nieto suyo recién nacido: «¡Tan feo como su padre!». Estuvieron muy poco tiempo porque les angustiaba la sensación de encontrarse en una isla que —según mi bisabuela— se movía bajo sus pies. Si prestas atención, aseguraba, notas cómo flota a la deriva.

Mamita también vino, ella de Bélgica. Mamita era la madre de la madre de mi madre y en algunas fotografías aparecemos las cuatro juntas, vestidas de colores pálidos.

Mamita era una viuda moderna que salía a la calle en pantalón. Tenía un descapotable y le gustaba correr en la carretera. Imaginémosla vestida de blanco, con un pañuelo en el cuello que se agita al viento y unas grandes gafas de sol que le cubren media cara. También tenía pájaros sueltos por la casa que volaban por encima de su cabeza, y una cotorra a la que le habían cortado las alas. Ella le había puesto rampas para que se moviera libremente.

Guardaba el televisor bajo los faldones de una mesa camilla y lo destapaba solo cuando ponían fútbol. Entonces veía el partido sentada en el suelo mientras comía pipas junto a la cotorra, llamada Monsieur Perroquet. Fumaba con boquilla y cada noche, antes de meterse en la cama, se servía un whisky con hielo.

Murió cuando yo tenía cinco años. Tenía problemas de corazón y no soportaba estar enferma. Creen que dejó de tomar la medicación a propósito, porque la semana anterior a su muerte telefoneó a sus hijos y habló con ellos como si se estuviera despidiendo. El único recuerdo que guardo de ella es sentada en su regazo, como si fuera a caballo, sus manos me hacen de rienda. Me dice: «Sur le cheval de Mamita, quand il marche va au pas, au pas, au pas. Quand il trotte, trotte, trotte. Quand il galope, au galop, au galop, au galop». En cada estrofa, levanta las rodillas un poco más alto y va más deprisa. Yo me río y río y río.

Y digo: encore une fois, encore une fois.[7]

Cuando mis abuelos estuvieron ingresados en la Policlínica, el año pasado, un día que fui a verlos —ella con el tobillo roto, él estrenaba marcapasos—, bajé con mi madre a la planta de Maternidad. Fuimos a la habitación 213, pero no entramos. Como si, al hacerlo, pudiéramos alterar las coordenadas espacio-temporales y rompiéramos el orden que nos había llevado hasta allí. O como si temiéramos que, al ver en aquella primera cama que compartimos a otra mujer y su hija, dos desconocidas iniciando una nueva vida juntas, pudiéramos sentirnos como las piezas anónimas de una cadena de montaje.

Mi padre se sentaba cada noche a los pies de mi cama y me ayudaba a hacer aquellos ejercicios de relajación. Concéntrate en los dedos de tu mano derecha, pesan. Pesan mucho. Siente cómo pesa tu dedo pulgar, ahora el índice. Siente cómo pesa la mano entera, el brazo.

Aspira e imagina que el aire que inhalas es de color azul. Métete el aire azul en los pulmones profundamente. Ahora exhálalo muy despacio, el aire sale de color rosa. Así conseguimos combatir mi insomnio. Nunca descubrimos qué me quitaba el sueño.

Los hermanos pequeños de mi madre pasaron de los brazos de la nodriza a los de Blanquita, una joven educadísima de padre mexicano y piel tersa que se frotaba los codos con medio limón aliñado con una gota de aceite para tenerlos suaves. Tenía unos codos magníficos. En casa de mi madre también trabajaban Benilde, encargada de las tareas domésticas, y Maurina, la cocinera. Durante cuatro años, vivieron en Salinas. En 1959 se mudarían a Madrid y continuarían veraneando en aquella casa hasta que Emma cumplió los dieciocho.

Después de bañarlos, Blanquita se sentaba a cenar con Emma y sus hermanos. Si no estaban en uno de esos cócteles con franceses y diplomáticos que les ocupaban hasta la madrugada, mis abuelos pasaban la tarde en el gran salón, comprobando de reojo que sus hijos se portaran bien en la mesa. Blanquita dedicaba todo su afán a que cumplieran disciplinadamente las normas: la espalda bien recta; no comáis con la boca abierta ni juguéis con la comida; si vas a beber, utiliza antes la servilleta. Años más tarde, cuando el servicio era un concepto propio de las anécdotas familiares y las películas de Gracita Morales —la sombra ostentosa de un pasado ajeno—, soporté muchas veces que la Jefa me dijera severa: «Es la comida la que va a la boca, no la boca a la comida». Mi abuelo nos pasaba el canto de la mano por la espalda, como si fuera una guillotina y tuviera que rebanárnosla de arriba abajo para evitar que nos echáramos hacia atrás.

Cuando mi madre era pequeña, las escasas noches en que Agnes y Georges cenaban con sus hijos eran un honor que merecía ser celebrado. Entonces los niños se exaltaban y Blanquita disimulaba los nervios mediante la pose resuelta de quienes saben que no se les podrá reprochar nada. Otras veces, mi abuela dejaba el jersey de punto que estaba haciendo para ir al comedor y observaba cómo sus hijos, tan limpitos y educados, comían con los pijamas puestos y la perfecta compostura de un examen. Todo estaba en orden, qué sensación maravillosa, la seguridad de la disciplina: los hábitos encajan y forman parte de un lenguaje adquirido que se transmitirá con la certeza de las cosas que deben ser así: los modales.

Todo estaba en orden siempre que no hubiera carne. Mi madre odiaba la carne. Sufría al ver el bistec en el plato porque sabía que no podría comérselo y, también, que no le permitirían levantarse hasta que no se lo hubiese acabado. Empezaba por las patatas, tras advertirle Blanquita: «Pas couper les frites». Luego la ensalada. Cuando atacaba el trozo de ternera, ya estaba duro y frío. Lo cortaba rabiosa y se lo metía en la boca asqueada. Masticaba —los ojos anegados por las lágrimas— bajo la mirada inquisitiva de mi abuela, que Blanquita procuraba neutralizar con un gesto cómplice desde el otro lado de la mesa. La bola de carne bailoteaba en su boca, llena de saliva. El bistec seco, casi intacto, le esperaba en el plato, recordándole las horas que le quedaban por delante.

Como era tan rubia y angelical, en las representaciones navideñas del colegio a mi madre siempre le tocaba encarnar a la Madre del Buen Jesús. Una tarde, cuando acababan de comunicarle que aquel año volvería a hacerlo, llegó a casa gritando: «¡Estoy harta de ser Virgen!». Tenían invitados.

Cuando Emma cumplió los catorce, mi abuelo creyó oportuno conocer un poco a su hija. Así que, de vez en cuando, la llevaba a dar una vuelta por la Casa de Campo o el parque del Retiro. No sabían qué decirse. Caminaban bajo los árboles, un poco violentos por una situación que, aun cargada de buenas intenciones, era forzada. Mi abuelo le preguntaba: «¿Va todo bien?», y mi madre contestaba: «Sí, muy bien». Continuaban en silencio, rodeados por el desordenado aleteo de una mariposa. El corazón de mi madre late muy deprisa, se pregunta cuánto tiempo durará este paseo absurdo, tiene ganas de volver a casa y llamar a una amiga, o escribir en su diario, o incluso estudiar un poco. Quizá sueña brevemente con alguno de sus amores. Georges debe de sentirse muy moderno porque sus padres nunca le invitaron a pasear: Grand-maman Bernadette tenía aquel reuma extraño que la postró en la cama y unos ojos de hielo que te atravesaban al mirarte y eran capaces de leerte el pensamiento. Grand-papa Michel, imponente, como mucho te daba unos golpecitos en la cabeza.

A Georges le gustaría tener una relación más íntima con sus hijos, pero se da cuenta con cierta resignación de que la adolescente que camina a su lado es una desconocida. Sabe que él también lo es para ella. Se pregunta si está enamorada, le parece demasiado joven para que salga con un chico. Se pregunta si le quiere, pero descarta esta cuestión, tan poco adecuada en una educación basada en la discreción y la preservación férrea de la intimidad. Le pregunta: «Y en el colegio, ¿va todo bien?».

—Muy bien —repite mi madre.

Y más adelante, cuando mi madre ya tenía dieciséis, harto de que lo persiguieran unos pesados del Opus Dei, mi abuelo la llevó al Club Puerta de Hierro. Aquella noche mi madre iba vestida de mujer, se puso falda y tacones, rímel por primera vez. Mi abuelo estaba considerado un hombre respetable, buen padre de familia, era evidente que tenía dinero e iba a misa cada domingo. Entró en el club del brazo de mi madre, como si fueran amantes. Nadie les saludó; «pretenden ser discretos», le susurró mientras se sentaban en una mesa con una vela.

Durante toda la cena, mi madre y mi abuelo se rieron mucho fijándose en las amonestadoras miradas de reojo que les dedicaban los demás comensales. Al acabar, él llevó a su hija a un bar y le dejó probar el pastis. Los del Opus Dei no volvieron a molestarle.

Mi padre y yo también íbamos a pasear, normalmente para reconciliarnos tras una discusión fuerte. Mi padre y yo discutimos desde siempre, pero en aquella época casi todas las peleas eran por culpa de las Matemáticas. Él intentaba explicarme la trigonometría, que estaba a punto de hacerme suspender por primera vez, y yo me ponía nerviosa porque no entendía nada. A él le ponía nervioso que yo me pusiera nerviosa y nos disparábamos a matar, sin tener en cuenta lo que nos decíamos. Yo había afilado mi discurso en las batallas dialécticas que tenía con mis hermanos, a quienes ya no podía pegar porque eran más fuertes que yo. Todo acababa con un portazo fenomenal al encerrarme en mi cuarto. Transcurridos unos minutos de lloro desconsolado sobre la cama, durante los que me sentía la persona más desgraciada e incomprendida del mundo, no tenía más remedio que tragarme el orgullo. Iba a la sala, donde mi padre se sentaba frente al ordenador en su gran mesa de nogal y fingía que no me había visto entrar; me acercaba disimulando la cólera provocada por su aparente indiferencia y solo cuando, con un hilo de voz y una sonrisa temerosa, muestra de mi arrepentimiento, le pedía perdón, él levantaba el rostro con una seriedad pétrea y me decía que estaba muy triste porque le había faltado al respeto. Su dolor me martirizaba.

A mí me daba miedo que pensara que no le quería, pero no sabía cómo decírselo. Él creía que lo que me avergonzaba era lo que había hecho, pero lo que realmente me parecía ridículo era aquella situación tan patética. Apoyaba el peso de mi cuerpo en una pierna, luego en la otra. «Pero es que tú...», empezaba testaruda, hasta que recordaba que no tenía más remedio que ceder. Tal vez aquel hombre no tuviera razón o tal vez no había entendido las mías, pero era mi padre. Bueno, esto es lo que él pretendía que pensara; lo cierto es que yo le hubiera llevado la contraria hasta convencerle de que se equivocaba, el problema es que nos podríamos haber pasado así toda la vida y el examen era al día siguiente. Mi claudicación era estratégica.

Entonces él me señalaba su mejilla con el índice y yo le daba un beso fugaz. Me rodeaba la cintura y me atraía hacia él, besándome con mucho más cariño que yo. Me sentía tan culpable y tan miserable y tan mala persona que los ojos se me llenaban de lágrimas otra vez, y él decía con una suavidad sobrecogedora: «No llores». Volvíamos a la mesa del comedor para acabar los ejercicios y estudiar unas reglas que servirían para aprobar los exámenes del instituto, pero no para resolver aquel problema complicadísimo y sin fórmulas que plantea la relación entre padres e hijos.

A veces íbamos a pasear por Valldemossa. No recuerdo las conversaciones, seguramente sobre todas esas anécdotas que me sé de memoria, aventuras de la mili en Tenerife, veranos en Portocolom y la bodega Vins d’Or. Conversaciones sobre Noé borracho, que baila desnudo, su hijo Cam se mofa, mirad: papá va en pelotas; Sem y Jafet se apiadan de él y lo cubren con una manta. La falta de respeto, la burla. La tristeza del progenitor —¡traición!—, al descubrir la maldad de su delfín.

Sí me acuerdo, en cambio, de la tensión en el coche durante el viaje de ida entre las montañas. No me atrevía a poner música en la radio porque se suponía que teníamos que hablar, pero el caso es que no nos decíamos nada y aquel trayecto, que no supera la media hora, se hacía eterno: la universidad, los campos de avestruces, las primeras curvas y el bosque sobre las rocas, que van cerrándose hasta ocultar el cielo, la sombra húmeda en la carretera. Aparcábamos y dábamos una vuelta por los laberintos de cipreses que hay junto a la cartuja y donde, de niños, jugaba al pilla-pilla con mis hermanos.

Pero mis hermanos no estaban. Y mi madre tampoco. Y aquella exclusividad, la oportunidad de disfrutar de mi padre a solas, hacía que me sintiera importante. Hablábamos como dos adultos sobre temas que habíamos visto en la prensa, me daba lecciones de política, y sobre todo de ética, hablaba del respeto a las libertades individuales, siempre que no perjudicaran la convivencia social. Es un romántico. Un intelectual utópico convencido de que solo nos salvaríamos eliminando el capitalismo. Un humanista.

La muerte de Franco le pilló en Francia, el año que vivió junto a los Campos Elíseos con mi madre antes de casarse y, aunque lo nieguen, la celebraron con una botella de Moët & Chandon. Ellos aseguran que nunca celebrarían una muerte, que estaban brindando por la democracia.

Mi padre tiene tres consignas: «Sé feliz para hacer felices a los demás. No hagas nada que no te gustaría que te hicieran, ni dejes que te hagan daño. No hagas nada antinatural». En mi preadolescencia quise saber a qué se refería mi padre con eso de «antinatural». Fue explícito:

—El pene tiene una forma muy concreta que se adapta a la forma de la vagina; si te penetran por otro sitio, pueden provocarte heridas porque aquel no es su receptáculo natural.

Según su teoría, un pene no cabía naturalmente en un ano y el culo estaba diseñado para expulsar, no para recibir. Me quedé unos segundos dramáticamente pensativa y, con toda la mala leche del mundo, le pregunté:

—Entonces, ¿hay que descartar la felación?

Un lacaniano diría que mi padre me cerró el culo.

—Bueno, la felación puede formar parte del juego sexual. De los preámbulos.

—Pero el pene no tiene la forma de la boca. ¿Por qué si te la meten por el culo es antinatural, pero si te la meten por la boca no? No lo entiendo.

—Son cosas distintas.

—Ya sé que son cosas distintas, distingo perfectamente un culo de una boca. Pero ¿por qué la penetración anal no puede formar parte del juego sexual?

—En cualquier caso, debes hacerlo siempre con protección.

—No me estás contestando. Además, los condones también son antinaturales, ¿no?

—Los preservativos evitan situaciones que podrían hacerte daño. Es un invento útil para mejorar tu vida, como las medicinas.

—Vale, quieres decir que «nada antinatural», salvo los medicamentos, chuparla y los condones. Porque chupar una polla tampoco debe ser muy natural, ¿o sí?

—¡Una penetración anal puede hacerte sangrar!

—Y cuando me desvirguen también sangraré. ¿O es preferible morir virgen?

«Ahora bien, tú haz lo que quieras», apostillaba mi padre todos sus consejos.

«Des teu pa faràs sopes», el refrán de nuestra casa.

Una educación represiva provoca que te rebeles. En cambio, con una educación permisiva obedeces precisamente cuando haces lo que quieres. O: me duele que no quieras lo mismo que yo.

La única lacra social eran los capitalistas liberales, panda de ladrones corruptos, responsables del mal universal, mentirosos capaces de cualquier cosa aunque fuera ilegal para enriquecerse a costa de los demás, grandísimos hijos de Satán. El resto, intuí que eran los frágiles y los inteligentes. Nunca me lo dijo, pero por mi arrogancia deduje que éramos de los ilustrados y, como tales, teníamos la suerte de poder ayudar a los débiles; si les ayudábamos, conseguiríamos un mundo más justo y armónico. También descubriríamos a los estafadores y, aunque seguirían atacando a los débiles a quienes podíamos proteger, al menos los habríamos delatado.

La herencia de Rousseau y su hombre bueno por naturaleza. La revolución, el nacionalismo, la libertad, la capacidad de distinguir el bien del mal, la felicidad colectiva. Todo esto sería posible si los que estamos educados conducíamos por el buen camino a quienes anduvieran perdidos, si les ayudábamos a sortear las circunstancias que les corrompían. Mi padre es psicólogo. Un romántico, sí.

El padre del abuelo era republicano. El abuelo era franquista. Mi padre es progresista y temía que el eterno movimiento pendular me empujara hacia el otro lado.

La necesidad de sentirse necesario, la obligación moral. Las buenas personas.

Antes de volver a casa, comprábamos cocas de patata para mi madre y mis hermanos. El perfume de las chimeneas. De camino al coche hablábamos de los azulejos que hay junto a las puertas de las casas, donde el dibujo de la joven santa Catalina Tomás rechaza las tentaciones del diablo.

Aquel segundo viaje no tenía nada que ver con el de ida. Mi padre y yo nos idolatrábamos, éramos íntimos, teníamos una complicidad que no compartiríamos con nadie, porque éramos idénticos y jamás nos traicionaríamos. Ayudaríamos a todo el mundo. La piedad, peligroso estímulo.

Durante aquel viaje de vuelta en el que el amor era capaz de todo, siempre me contaba la misma anécdota: una vez, aún soltero, su Seiscientos se quedó sin gasolina; bajó de Valldemossa a Palma con el motor apagado.

Durante un permiso de la mili, mi padre viaja solo por las Canarias con una cámara y un trípode. Posa teatralmente en las fotos mirando al cielo o en posturas raras, como si fuera un modelo, delante de paisajes de postal en los que no aparece nadie más.

También durante la mili, mi padre convence a dos amigos catalanes para que se alisten en la Legión. Total, esto es un coñazo, les dice, aquí nunca pasa nada, si nos alistamos en la Legión saltaremos de los camiones en marcha y podremos llevar el uniforme desabrochado hasta el ombligo. A sus amigos les entusiasma la idea. Por la noche, mi padre llama a los suyos y les anuncia su decisión. El abuelo casi lo mata: «Ni loco, ¿me has oído? ¡Cómo se te ocurre semejante estupidez!». Días más tarde, los catalanes llegan felices con el uniforme desabrochado hasta el ombligo: «Colau, tío, que nos hemos alistado por ti. ¡Nos vamos a África!». No ha vuelto a saber nada de ellos.

Mi padre se palpa la barrigota y dice que no es que haya engordado, este bulto que le ha salido desde el pecho hasta el ombligo no es grasa, sino un cáncer. Mi padre pone cara de afectado y exclama en inglés: «I’m dead!».

Mi padre recoge dátiles del suelo, en el passeig de les Palmeres, los planta en un vaso de plástico. Contra todo pronóstico, los dátiles germinan y los trasplanta en el campo. Dice que llegaremos a ver las palmeras más altas que nosotros.

Persigue a mi hermano, que ha salido despedido de la bicicleta por culpa de un derrape, para darle unos azotes en el culo porque se ha llevado un buen susto. Mi hermano no entiende nada. Ya ha tenido suficiente con la hostia que se ha dado al caerse de la bici.

Mientras conduce, mi padre suspira profundamente un par de veces, como si se estuviera ahogando y necesitara hiperventilarse. Abro la ventana y dice: «No es que tenga calor, es que estoy espantando infartos».

Tengo seis o siete años. Voy con mi padre por la playa, los dos en bañador junto a la orilla, y una señora le saluda: «Uep, Colau, com va?». Le dice: «Ya veo que te tratan bien, ¿eh? Has echado barriguita», y le toca la barrigota que, en la intimidad, él asegura que es un tumor cancerígeno. Yo miro a mi padre muy seria y le suelto: «Se lo diré a mamá». La señora exclama: «¡Ups! Habrá que ir con cuidado, con esta hija tuya. ¡Qué controladora!».

Mi padre corta la cinta de plástico que une las latas de cerveza porque ha visto en los documentales que, cuando llega al mar, las tortugas meten la cabeza en los agujeros y mueren ahogadas. Mientras corta el plástico, hace una mueca con la boca cada vez que cierra las tijeras, como si mentalmente se estuviera ayudando con los dientes, concentrado.

Mis padres salen a pasear de la cintura o de la mano; van al cine cada semana. Por las noches, tras dedicarle unas horas a la lectura o al taichi, ella mira una película y él completa los diálogos aunque esté frente al ordenador, en la mesa de nogal, haciendo caso omiso a la televisión. Sabe cuándo toca un «te quiero», un «¡Jack, vuelve!», un «no, no vale la pena», y suelta estas frases lapidarias sin un ápice de pasión, de espaldas a la tele, sin darse cuenta ni saber de qué va la historia. Lo dice unas centésimas antes de que lo hagan los actores, como si hubiera visto todas las películas del mundo y se las supiera de memoria.