10. À la maison tout est bon

Mi abuelo belga pasa tantas horas delante del ordenador que se ha doblado hacia adelante y se mueve en ángulo recto. Cuando sale a la calle, se ayuda con un bastón que tiene una cabeza de perro tallada en la empuñadura. Es un perro de caza y está tan bien tallado que parece de verdad. Sus ojos brillan con una inteligencia fiel y animal.

Cada mañana, mi abuelo se levanta antes que Agnes, le prepara el desayuno y se lo lleva a la cama en una bandeja. Lo hace desde que se casaron, hace más de sesenta años. Mientras mi abuela desayuna y mira hacia el jardín, donde los rosales atraen a las abejas, Georges se mete en el baño y se encierra un par de horas. Sale rigurosamente afeitado, el pelo peinado hacia atrás, unos pantalones de pinzas que se cambia a diario, jersey encima de la camisa limpia. Lleva la bandeja a la cocina y pone las cosas en su sitio: los platos en el lavaplatos, coloca los botes de confitura en el armario de los botes de confitura. Mi abuela entra entonces en su propio baño, que es distinto al de mi abuelo, e inicia su aseo. Mientras, mi abuelo sale a la calle y silba como hacía su madre y va al banco, o aprovecha para hacer la compra en el supermercado, acompañado por la cabeza de perro de su bastón.

Un día, el año pasado, antes de ir al súper, mi abuelo tenía que hacerse una revisión. Mi abuela se había roto un tobillo y esperaba en el sofá con el pie en alto, mientras jugaba al Scrabble online en el ordenador portátil que se había puesto sobre las rodillas, encima de un cojín para no quemarse las piernas. A mi abuela le encanta el Scrabble, es uno de esos juegos en los que sabe que puede ganar. A mi abuelo le comunicaron que tendrían que intervenirle urgentemente para ponerle un marcapasos. Dijo: «Pero es que tengo que hacer la compra, si no mi mujer se morirá de hambre».

Los alojaron en la misma habitación de la Policlínica Miramar. Con un pequeño recibidor para las visitas, la ventana se asomaba al parking descubierto, donde los coches lucían al sol. Mi madre pasaba las tardes con ellos al salir del trabajo. Yo también fui a verlos. Me sentaba y hablábamos de cosas como aquel viaje que haría a Nueva York.

Mi abuelo me contó la vez que estuvo en la Gran Manzana, en los cincuenta. Lo que más le impactó fue un negro de casi dos metros que llevaba puesto un abrigo de piel de chinchilla pintado de color fucsia. Me recomendó que atrancara la habitación del hotel con el escritorio para que no me entraran a robar mientras dormía. Le contesté que las cosas habían cambiado mucho, que Nueva York ya no es una ciudad peligrosa.

Después contó que, aquella mañana en el hospital, lo habían tenido en pelota, cubierto solo por una sábana. Las enfermeras le dijeron que era para no perder el tiempo desnudándolo en caso de que tuvieran que hacerle una intervención urgente. La gente lo veía en pelota desde el pasillo, a través de una pared de cristal. Me hizo gracia que dijera que lo habían tenido en «pelota», así en singular. No en «pelota picada» ni en «pelotas».

Vestida sobre la colcha, y un poco harta de quedarse en un segundo plano con la pata en alto, mi abuela escuchaba distraídamente y acariciaba con la yema de su pulgar las uñas de la otra mano, primero una, después otra. También recorría el extremo de cada uña con la punta del dedo. Es un gesto que he visto hacer a mi madre mientras está pensando en otra cosa. Es un gesto que me recuerda las maquinaciones de una mantis religiosa que degusta mentalmente a su presa.

Cuando llevaban tres días ingresados, mi abuelo le pidió a mi madre que fuera al banco y sacara cierto dinero de la caja fuerte para meterlo en una cuenta corriente. Iba poniendo parte de sus ahorros en la cuenta para pagar los recibos. Mi madre le preguntó qué pasaría cuando se le acabara el dinero. Mi abuelo respondió que había calculado que el dinero se acabaría más o menos al mismo tiempo que su vida.

En cada uno de los baños de mis abuelos, colgada con celo en el espejo, hay una gran nota de color amarillo desvaído en la que pone: «Éteint chauffage?».[5]

Tras lavarme las manos, oigo que mi abuela le está diciendo a mi madre:

—Si hace más de veinticinco años que estás casado, no puedes divorciarte.

Las ayudo a sacar las quiches del horno.

—Por lo visto, en Bélgica no puedes divorciarte si llevas más de veinticinco años de matrimonio —se ríe mi madre. Pregunto si también sirve para quienes se hayan casado por lo civil.

—Es la ley —resuelve mi abuela.

—Lo que no entiendo es que un país sin gobierno tenga unas leyes tan raras.

—No te esfuerces, nadie entiende a los belgas —dice mi madre.

—Los belgas no se entienden ni entre ellos, precisamente por eso hace más de un año que no tienen gobierno —suspira mi abuela.

Habla en tercera persona, como si ese no fuera su país. Mi madre cambió de nacionalidad en 1983 porque no podía tener la belga y la española a la vez, y tenía que renovar los permisos de residencia y trabajo. De todos modos, igual que hago yo, mi abuela se inventa lo que no sabe.

À table! —anuncia. Y a mí me viene a la cabeza una canción que escuchaba de pequeña y decía: à table, à table, à la maison tout est bon.

Entonces mis abuelos vivían en Madrid, en un chalet en el parque Conde de Orgaz. De aquella casa recuerdo sobre todo el invernadero, en un rincón del jardín, donde solía esconderme, un mundo aparte en el que solo cabía yo. Y a veces, también mi abuelo. Me gustaba el olor de las plantas. Me imaginaba viviendo en una cabaña en medio de la selva, donde tendría que cazar para sobrevivir, y un día conocía a un niño que, como yo, también tenía una casa en lo alto de un árbol.

Luego me regalarían El barón rampante, de Italo Calvino, pero era un libro para adultos que creían recordar cómo piensan los niños.

Una noche, leía un cuento con mi abuela, acurrucada en sus rodillas. El chalet era enorme y me inquietaba, especialmente el cuadro de una gitana colgado al final del pasillo que veía siempre que iba al baño. La gitana se apoyaba en la esquina de un callejón, bajo una farola que emitía esa luz mortuoria de las pesadillas. En los brazos llevaba una cesta llena de frutas, entre las que se dibujaba, en rojo oscuro, la redondez de una manzana. Bajaba coqueta los párpados, pero yo sabía que, si los levantaba, su mirada me traspasaría partiéndome por la mitad.

Al despertarme por las noches, me aguantaba el pipí todo lo que podía para no tener que salir al maldito pasillo. Solo cuando mi vejiga estaba a punto de reventar, tomaba aire y corría al baño sin respirar. No sé por qué no respiraba. Cerraba la puerta rápidamente con el pestillo y me sentaba en el váter. Pero entonces tenía que volver a mi cuarto, y aquel segundo trayecto era aún más terrorífico que el anterior porque el cuadro de la gitana quedaba a mis espaldas y yo notaba que me perseguía hasta la cama. Solo cuando me tapaba la cabeza con las sábanas me sentía fuera de peligro.

Mis hermanos y yo alternábamos las Navidades: pasábamos una en Mallorca y la siguiente en Madrid, donde también íbamos casi todos los meses de junio. Viajábamos solos en el avión con los billetes colgados del cuello y la atención exagerada de las azafatas. Madrid me daba miedo, creía que cualquier coche aparcado podría explotar a mi paso, lo había visto en las noticias.

Aquella tarde, mi abuelo se llevó a mis hermanos al parque de atracciones. Yo había alegado dolor de barriga, que era la excusa que ponía siempre que quería evitar los lugares llenos de desconocidos. Tendría unos cinco o seis años y me sentaba en el regazo de mi abuela, que me contaba un cuento. Creo que era Le petit indien, un niño indio que cabalgaba con el torso desnudo y unos pantalones de flecos, tres plumas en la cabeza —el pelo recogido en una trenza— encima de un caballo gris con manchas blancas. El niño indio levantaba los brazos y gritaba en letras mayúsculas de color amarillo: «¡Yipeeeeeee!».

Mi abuela cerró el libro y nos pusimos a hablar. Supongo que dije alguna inconveniencia, porque me advirtió: «Shhht, les murs ont des oreilles!». Tuve miedo. ¿Qué significaba eso de que las paredes tenían orejas? Las paredes siempre me habían parecido objetos inanimados sin autonomía ni mucho menos propiedades humanas o animales. Estoy sobre sus rodillas, en la mecedora, ella huele a Eau de Rochas (lo sé porque veo el frasco de perfume en el estante cada vez que entro en su baño), hay tres lámparas de pie tras dos sofás junto a una cómoda donde se guarda el papel de cartas, los bolígrafos en un bote, cuatro huevos de mármol, un gallo portugués y un objeto de cristal con forma de reloj de arena cuyo líquido en la base sube al compartimento de arriba si lo calientas con las manos.

Miro las puertas que dan al porche, el jardín y la piscina. Veo nuestro reflejo, el reflejo de la sala en el cristal, el pasillo que da a las habitaciones y el cuadro de la gitana; los retratos de Grand-papa y Grand-maman colgados en las paredes que tienen orejas. ¿Y por dónde oyen? ¿Dónde están las orejas de las paredes? ¿Son los enchufes?

—¿Y qué oyen? —le pregunté a mi abuela.

—Lo oyen todo —respondió en un susurro.

Estamos rodeadas de paredes y solo podríamos huir de las paredes si saliéramos al porche donde las polillas vuelan desordenadas alrededor de una bombilla, a la oscuridad del césped bajo el cielo, al abismo de la piscina sin luz. Las piscinas también tienen paredes. Paredes que lo oyen todo.

Mi foto preferida de la boda de mis padres es una en la que los invitados le empujan, vestido, a la piscina. Mi padre tiene tiempo para tirarse de cabeza y alguien inmortaliza el momento. Por lo visto, a mi abuela Agnes no le hizo ni pizca de gracia.

À table —dice mi abuela Agnes. À la maison tout est bon. Mi abuelo, sentado bajo un flexo y con las gafas en la punta de la nariz, intenta poner la fecha correcta en el reloj que su mujer le regaló por Navidad. Han pasado cuatro meses y no lo consigue. Parece Geppetto. Se ajusta el reloj a la muñeca y se levanta muy despacio. Mi madre y yo le esperamos tras las sillas, muy erguidas, con las manos en el respaldo. Ahora mi abuelo lo hace todo muy despacio.

Moi, je ne t’attends plus! —suelta insolente mi abuela, como diciéndole: no eres el único viejo aquí, mi cuerpo también está cansado y entre nosotros hay sesenta años de confianza, soy la señora de la casa y no me lo reprocharás, hein? Se sienta.

Mi abuelo se acerca con pasos cortos mientras mi abuela se disculpa porque, al comprar la carne, creyó que era ternera.

—¿Y qué? —pregunto.

—Pues que es cerdo —contesta—, y tu madre solo puede comer carne roja. Por la dieta.

Mi abuelo ha llegado a la mesa y nos sentamos. Es curioso que mi abuela necesite ampararse en una especie de soberanía doméstica con él y, en cambio, se disculpe con su hija porque no puede ofrecerle, en su propia casa, la comida que ella quiere.

—¿Y puedes comer cordero? —le pregunto a mi madre. Responde que no está a régimen.

Con sus padres se vuelve dócil, está atenta a cualquier cosa que puedan necesitar y se adelanta, presta. Es una estrategia que utiliza desde pequeña: la disposición hacia sus mayores la excluía de cualquier sospecha. Era una hija ejemplar y nunca intuyeron que se escapaba por la cocina para encontrarse con alguno de sus cuarenta y tres novios, o ponía jabón en la fuente de la plaza de Salinas con la complicidad de las cocineras, que le abrían la puerta silenciosamente cuando volvía.

—Lo único que no hay que comer es atún rojo —apostilla—. Está en peligro de extinción.

En el comedor de mis abuelos se acumulan muebles antiguos, estilo Lorraine, del siglo XIX, que les han acompañado toda la vida en casas mucho más grandes que esta, una planta baja en el municipio de Calvià próxima al mar. Encima de la cómoda donde se apilan el papel de cartas y los gallos portugueses, hay un cuadro en el que unas ovejas pastan bajo un algarrobo. Al lado, han encajonado una butaca Luis XV con un pequeño reposapiés, junto a las lámparas y un secreter. Bajo la ventana está uno de aquellos sofás del parque Conde de Orgaz y, en el suelo, la misma alfombra cara. El viejo espejo de marco dorado refleja nuevas paredes más estrechas que las de antaño. El pasado le queda grande a este apartamento embaldosado, donde viven desde que mi abuelo se jubiló.

—Yo ya paso de dietas. Lo he intentado todo y no hay manera —resopla mi abuela mientras se sirve un vaso de vino rosado—. Me doy por vencida. Engordaré y engordaré, me convertiré en una vieja gorda y explotaré.

De afuera nos llega el arrullo monótono de las tórtolas que viven en el pinar. Mi abuela cierra los ojos como si le doliera la cabeza:

—Veinte años soportándolas...

Pregunto:

—¿Y el pollo qué es? ¿Carne blanca?

—El pollo es ave —dice mi abuela.

—Me parece que el avestruz es carne roja —interviene mi abuelo. Mi abuelo come más despacio que nosotras. Hace unos años, siempre acababa el primero y se servía un segundo plato. Percibo con una angustia delicada lo mayor que está.

—¿El avestruz no sería ave? —pregunto.

—La carne de avestruz es negra, está dura y no sabe a nada —dice mi abuela mientras se sirve otro vaso de vino.

—A mí no me pareció tan mala —responde mi abuelo. La probaron en un viaje a Marruecos.

No hace mucho, en Mallorca había campos de avestruces en la carretera de Valldemossa. De repente, desaparecieron.

—Querían hacer negocio —cuenta mi madre—. Con los kiwis les salió bien. Es curioso que una fruta china acabe cultivándose en el Mediterráneo. Pero la carne de avestruz es como un trozo de cartón y no vale nada.

—Una suela de zapato —contribuye mi abuela.

—No me pareció tan mala —insiste mi abuelo.

—Es que tú te lo comes todo —le contesta mi abuela—. Te comes el corazón de las peras y la cola de las gambas. ¡No entiendo cómo estás tan flaco!

Mi abuelo come y calla. Mi abuela se sirve más vino.

—Eso depende de la complexión de cada uno —le defiende mi madre.

A las ocho, si mis padres no han ido a visitarles, mi abuelo va a misa en taxi. Cuando acaba, un feligrés lo acompaña de vuelta a casa. Mi abuela ha dejado de ir a misa. Dice que Dios la ha decepcionado.

Para la familia de mi madre, mis abuelos son el Jefe y la Jefa. En Nochebuena, al acabar la cena, mi abuelo levanta la copa y dice: «Esto es champagne, yo soy el Jefe. Feliz Navidad». Así hemos brindado en casa toda la vida.

El horror adolescente cuando descubrí que la frase, repetitiva, onírica, terrorífica, pertenece a la película del soldado mutilado Johnny cogió su fusil.

El día que conocieron a mi padre, mis abuelos le invitaron al teatro. Fueron a ver The Rocky Horror Show, habían salido buenas críticas en el ABC. El periódico decía: «En la sala Cerebro de Madrid se presenta actualmente un divertido espectáculo horror-musical original de R.O. Brien, según dirección de Gil Carretero y dirección musical de T. Bautista. El espectáculo tiene el título inglés The Rocky Horror Show. Sobre estas líneas, una de las escenas más regocijantes de la obra». La foto muestra a un hombre cantando en bóxers.

La angustia de mi padre al pensar lo mal que lo estarían pasando sus futuros suegros al pensar qué estaría pensando de ellos mientras veían el «regocijante espectáculo».

Al poner la mesa, el tenedor de mi abuelo belga tiene que ir a la derecha. Es zurdo y de pequeño los curas del colegio le ataban la mano al banco para corregirle. Por lo visto, los zurdos son creativos y paradójicamente diestros en las manualidades. Mi abuelo y yo ilustrábamos cuentos. Doblábamos dos folios por la mitad, como si fueran un libro, y dibujábamos viñetas, una cada uno.

Recuerdo que, cuando ilustramos Caperucita Roja, a él le tocó la casa de la abuela. Dibujó el moño de la abuela, sus gafas y le puso un chal sobre los hombros. Dibujó la cama, una cómoda en la que había un jarrón con flores y, en una jaula, un pájaro. Pero cuando trazó los barrotes, en lugar de pasar el lápiz por encima del canario, mi abuelo se interrumpía al llegar a su contorno. Parecía que la jaula estuviera agujereada. Pensé que así el pájaro se escaparía. También pensé que mi abuelo no sabía dibujar.