4. Todos los hombres del mundo
Cada jueves, mi padre come con la abuela en su piso de Palma. Hemos comprado un pollo asado y la abuela nos ha contado que hace algunos años alimentaban los pollos con pienso de pescado y por eso sabían a pescado, y de hecho, ha dicho, los huevos también sabían a pescado. Y hace más años aún, compraban los pollos vivos en Felanitx y un payés se los llevaba a casa. Una vez, uno de sus hijos advirtió a la abuela de que en el cesto, además del pollo, había otro animal. Pero ella no le hizo caso y dejó el cesto dos días en la galería hasta que el hedor se volvió insoportable. Entonces fue a mirar y efectivamente, junto al pollo vivo, en el cesto había un conejo muerto infestado de moscas. Entregaban los conejos muertos porque si no, se meaban encima. Sus hijos aborrecieron el conejo para siempre.
—Segur que a més degueres bollir-lo per veure si encara era bo. Llavò sempre ho bollies tot per si un cas [1]—dice mi padre.
—En aquell entonses deien que no era bo menjar-se sa pell des pollastre perquè podies tenir no sé quina malaltia, tenies un mal de panxa horrorós o una cosa així [2]—cuenta la abuela.
Y mi padre:
—Decían que te volvías maricón.
La abuela tiene una voz áspera y grave, rota por el tabaco, y la capacidad sorprendente de hablar sin parar ni un segundo, enlazando unos temas con otros, repitiéndose inconscientemente como si no quisiera olvidar la correcta estructura de la narración. Y uno no sabe cómo, de la piel de pollo y el conejo muerto, ha llegado hasta un viaje de cuatro días que hizo a Galicia con su marido, «en aquel entonces valía lo mismo ir cuatro días que irte ocho, como si dijésemos». Lo que más le impactó fueron los arbustos de hortensias, más altos que ella, y también que el abuelito le comentara en un viaje tan breve: «¿Y ahora tenemos que salir, si en este hotel se está tan bien?». Le gustaba la moqueta de la habitación porque podía ir descalzo.
Cómo podríamos registrar con su misma precisión las cien mil anécdotas que sabe de los Stein, los Villalonga, los Alomar; nuestras raíces nobles (que solo ella recuerda y se encarga de recordarnos), las hermanas de Nosequién; el padre Casasnovas, que un día se sorprendió confesando a su propia madre, con el perro recostado a sus pies y al que acabaría disecando; las bien casadas; los que tuvieron tuberculosis; qué apellidos son xuetes, qué familias arruinó la filoxera y tantos refranes que suelta impetuosa cuando mi padre la provoca, como: «mentira pura, pecado eterno, quien dice mentiras se va al infierno».
La abuela imparte valiosas lecciones de amor. «Las personas inteligentes sois muy difíciles y tú debes ser insoportable. Solo podrías estar con un tontaina que te tratara como a una reina, pero tú no vas de tontainas. Tendrías que salir con alguno que fuera tan listo como tú, siempre y cuando cada uno hiciera su vida y no os molestarais. Hazte la tonta, que si no te quedarás sola.»
Y también: «En fer vint-i-un anys, ses al·lotes casau-les, que en fer-ne vint-i-tres prenen es cap avall».[3] Joder, abuela, entonces yo debo tener la cabeza a la altura de los tobillos.
Cuando le comunicas una ruptura (y mis primas y yo es casi a la primera persona a quien se lo contamos), la abuela nos recuerda lo que aprendió de su padre. Tras un desengaño amoroso aún de soltera, él la llevó a dar un paseo en barca. En medio del mar con el que tal vez se mezclaban las gotas saladas que brotaban de sus ojos, su padre le dijo unas palabras que en casa son como una oración: «Todos los hombres del mundo no valen la lágrima de una mujer».
Los abuelos no fueron novios hasta que el abuelo le pidió a la abuela que se casaran, pero se conocían desde pequeños. La abuela jugaba a baloncesto y lanzaba la pelota hacia donde estaba el abuelo fingiendo que lo hacía sin querer, para que él se la devolviera. Un día, regresaban de la playa de Cala Marçal con su pandilla de adolescencia por los caminos de tierra y el abuelo tropezó, apoyándose en la abuela, que le espetó:
—¿Tú qué haces? ¿Te caes para agarrarte o te agarras para no caerte?
Ahora la abuela dice:
—Yo puedo morirme tranquila porque ya lo he hecho todo, el abuelito ya no está y nadie me necesita.
Le contesto:
—A mí tampoco me necesita nadie porque no tengo hijos ni pareja ni nada.
La abuela resuelve:
—Pues entonces, también te puedes morir bien tranquila.
El abuelo de la abuela era tan puntual que, según ella, sale en un libro de Llorenç Villalonga. No sé qué libro será. Alguien dice algo parecido a: «Joana, ya puedes echar el arroz porque son las doce en punto, oigo el bastón de don Manuel, que pasa por la calle».
Si llegabas tarde a comer, el abuelo de la abuela te dejaba el reloj en el plato. Si te encontrabas su reloj en el plato, ese día no probabas bocado.
La abuela ha oído contar que, cuando era cadete, su padre, un hombre robusto de piernas largas, le llevaba la mochila a Franco porque este era demasiado esmirriado para cargar con ella. Como era de Ferrol, a Franco le hubiera gustado entrar en la Marina, pero no le admitieron. Según sus biografías, el Generalísimo fue el primero de su promoción, pero no es cierto. En el anuario de la Academia de Infantería de mi bisabuelo, oficial el mismo año, Franco aparece en un número de escalafón posterior al cien. Incluso mi bisabuelo estaba por delante suyo.
La abuela vive en el mismo piso de Palma donde vivía mi padre de pequeño. Tiene un salón enorme que no utiliza nunca y en el que nos escondían los regalos de Reyes, que buscábamos entre todos los primos al volver de la cabalgata, a Baltasar el negro se le desteñía tras las orejas. El piso también tiene una habitación llena de cosas, un baño con baldosas viejas, una cocina que da al patio de luces y un trastero donde, apilados en el suelo, hay números del Reader’s Digest ajados y, en cajas de cartón, libros y estampitas de santos.
La abuela duerme en la misma cama que compartió con su marido durante cincuenta años. Ahora ella tiene noventa y dos. Un día el abuelo confesó que lo que más añoraba de su mujer, cada vez que ella se iba de viaje, era que le calentara los pies con los suyos bajo las sábanas. En aquella época, la abuela no viajaba mucho. Desde que el abuelo murió, lo hace a menudo. Va con esos viejos cascarrabias a los que soporta como le toca soportar los juanetes, y con alguna amiga a quien no le importe que fume en la habitación del hotel.
La abuela fuma un paquete diario de tabaco negro. Antes fumaba el Record de caja verde, pero la marca ya no existe. Últimamente le ha dado por fumar puritos y no le hace ascos al Winston largo, aunque prefiere los Maryland y, de vez en cuando, un mentolado. Dice que empezó a fumar un verano porque se aburría. Su marido se había ido de campamento, sus hijos también, y ella no sabía qué hacer sola todo el día en la casa del puerto. Comenta que es una viciosa, pero que eso de chupar y soplar es una tontería, menuda estupidez. Gastas dinero y encima es malo para la salud, y apesta.
Mi padre dejó de fumar a la edad en la que ella empezó a hacerlo. Lo dejó porque mis hermanos y yo le escondíamos los paquetes de tabaco y pintábamos calaveras en los cigarrillos, apuntábamos la palabra «veneno» con un punta fina o los agujereábamos con un punzón. Cuando dejó de fumar, empezó a mascar chicles de nicotina, que se sacaba de la boca cada vez que tenía que concentrarse. Por ejemplo, al toquetear las entrañas de su ordenador. En casa los ordenadores se estropeaban con frecuencia. Mi padre se agachaba para ver qué demonios le pasaba al disco duro, giraba la cabeza como un búho y se quitaba el chicle de la boca. Luego lo olvidaba en la mesa, o pegado a un cajón; encontrábamos chicles de mi padre por todas partes.
Mi padre y la abuela han discutido un rato sobre política. «Tus amigos», dice mi padre. Y ella: «No son amigos míos. De joven creía que los políticos eran como misioneros que trabajaban para ayudar a la gente».
—Esta es su estrategia —dice mi padre—, le hacen la rosca al ejército y a la Iglesia, y así la gente como tú les vota porque pensáis que son buenos. Te han comido la cabeza, son peores que Franco.
—¿Y Franco qué tiene que ver?
Susurro:
—Papá...
—Que nos harán volver a la dictadura y la opresión, como en la guerra. ¡Son una pandilla de fachas!
—Papá... si dices «fachas» desacreditas el argumento que...
—¡Qué!
—El fascismo es otra cosa.
—Alemanes, italianos y españoles eran fascistas. Y mataban a todo aquel que no pensara como ellos.
—Tu saps què li feien a ses monges, durant sa guerra? —dice la abuela.
—¿Y tú sabes qué les hacían a todos los que tuvieran ideas propias? ¿Sabes qué les hacían a los demócratas?
—Pero si siempre dices que muchos iban primero con unos y luego con los otros sin plantearse nada, porque les obligaban. Además, tu padre estaba con los nacionales —le digo—. ¿También era fascista?
—Mumpare no va matar ningú. Él tenía veinte años durante la guerra, y mi madre trece. No decidieron nada. Pero hubo unos responsables que dieron un golpe de estado porque no soportaban que la izquierda ganara democráticamente, y ahora esos mismos hijos de puta vuelven a estar en el poder porque mumareta les ha votado.
Cuando habla de la izquierda, lo hace en primera persona del plural; al referirse a la derecha, utiliza la segunda, incluyéndonos a ambas.
—Izquierdas y derechas son conceptos obsoletos —intento.
—Y los capitalistas como tú, pitusina, no veis la diferencia entre izquierda y derecha, por eso estamos donde estamos. Este es el problema: vivimos en una sociedad de consumo feroz.
—Porque, claro, Franco era supercapitalista...
—Es el único fascista al que protegieron los americanos, por algo sería.
—¿Y es preferible un Stalin a un Bush?
—¡Es preferible un Lenin! ¿A cuántas personas inocentes mató Aznar en la guerra de Iraq? ¿A cuántos matará de hambre este presidente que tenemos ahora? De momento, tú ya te has quedado sin trabajo.
—Gracias por recordármelo.
La abuela dice:
—Que una chica tan preparada como tú, con estudios, después de trabajar tantos años en Barcelona, tenga que volver a casa de sus padres...
Y mi padre:
—Mumareta, haz el favor de no atizar el fuego, que todo esto es por tu culpa.
—¿Qué quieres decir por mi culpa? —pregunta.
—Claro, porque les has votado.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¡El voto es secreto!
Mi padre es creyente. Aún tiene fe en el PSOE aunque ya no sea un partido socialista, si es que lo fue alguna vez. Piensa que los «amigos» de la abuela son el Mal y así pasan el rato, provocándose.
—¡Milagro! —grita la abuela cuando mi padre menciona a Aznar, a Matas o al PP.
—¿Milagro de qué?
—Que hace casi una hora que hablamos y aún no le habías nombrado, empezaba a preocuparme. Creía que te pasaba algo. ¿Seguro que te encuentras bien?
—Mumareta, no sé a qué viene esto. Si tus amigos y tú queréis destrozar Mallorca, tú misma.
—Es terrible este palacio de congresos que nos han puesto.
—Es lo que nos merecemos: un mastodonte que dé la bienvenida a todos los que llegan a la ciudad. Tendríamos que echarlo abajo. Poner una bomba, como en Córcega. Tendríamos que hacernos terroristas.
—Pero debe de haber costado un dineral. Lo que no tenían que haber hecho es construirlo. Total, ahora que ya está...
—Ahora que ya está, tendremos que seguir pagando hasta que lo acaben y para mantenerlo.
La abuela:
—No sé qué necesidad tenían de construir un palacio de congresos tan cerca del mar. Bueno, ni en Mallorca. No necesitamos que venga tanta gente. Y no sé qué oí decir sobre no sé qué de traer basura del extranjero para quemarla aquí.
—Claro que sí, ¡porque esto es un vertedero gigante! Parece que no tengas memoria. Cada vez que ganan estos hijos de la gran puta mafiosos, nos destrozan la isla.
—Repunyetes, oh, quin vocabulari!
—Es exactamente lo que son: unos hijos de puta corruptos y ladrones.
—Pero están contra el aborto —suspira la abuela.
—Y qué.
—Que yo no puedo votar a un partido que defienda el asesinato de niños inocentes.
Las discusiones en casa se desvanecen como las tormentas de verano. Todo queda en calma, sin resaca. El aire es fresco y agradable, y el cielo tan luminoso que nadie diría que ha llovido.
Desde que se jubiló, mi padre pasa muchas horas escaneando fotos antiguas de la familia. Las hacía su tío Joan. Después de comer, me ha enseñado algunas mientras la abuela se ha quedado dormida en el sillón con la boca abierta.
La abuela vive con un periquito enamorado de un pequeño espejo que hay colgado en la jaula y un canario que necesita que le corten las uñas.
Hemos mirado fotos en blanco y negro de lugares que han dejado de existir y de niños que ya no lo son. En una salía el padre de la abuela, el hombre que le llevaba la mochila a Franco y el primero que tuvo coche en Felanitx. Era militar. Le hubiera gustado estar en caballería porque era buen jinete. Era teniente coronel de infantería y pasaba largas temporadas en África. Durante la República, se quedó en la reserva y se alistó con los nacionales al estallar la guerra. Su mujer, fuerte y poco maternal, con quien había tenido largas conversaciones a través de la ventana en la puerta de s’Almudaina, donde ella vivía mientras él la cortejaba, fue a verle un par de veces. Viajaba sola. Jamás hubiera derramado una lágrima por un hombre.
El hermano mayor de la abuela era aviador. La abuela cuenta que volaba a ras de mar, en el puerto de Felanitx, y se acercaba planeando hasta su balcón para saludarla con la mano. El puerto de Felanitx se llama Portocolom. Para nosotros, Es Port. Mi padre recuerda que el hermano mayor de la abuela pasaba con la avioneta entre los mástiles de los llaüts, que se balanceaban, y les lanzaba caramelos al balcón, pero no me lo creo.
Mi padre también recuerda que un rayo entró por el garaje de esa casa y subió por el agujero de las escaleras convertido en una bola de fuego, y quemó las paredes y salió por la ventana de la cocina. Él y sus hermanos pasaron tanto miedo que se escondieron bajo la cama. Uno de mis tíos se hizo pis encima. Esto tampoco me lo acabo de creer del todo. La historia del rayo, digo; que mi tío se meara encima, sí.
El hermano mayor de la abuela conducía como pilotaba y murió en un accidente de moto. Durante la guerra, los nacionales sospechaban que los republicanos atacarían desde el mar, creían que desembarcarían en Portocolom. Se les ocurrió una idea: por la noche, los pocos que tuvieran vehículos de motor, irían hasta el faro con las luces encendidas. Después retrocederían con las luces apagadas un trecho de carretera para volver hacia el faro de nuevo con las luces encendidas, siguiendo una procesión infinita. Así, desde el mar, parecería que eran muchos.
Los republicanos desembarcaron en Porto Cristo.
Tío Joan tenía un Fiat. Los pocos que tenían coche en Felanitx debían llevar a los demás hasta el frente de Manacor. A tío Tomeu, cuñado del tío Joan, le daba miedo ir al frente, por eso se ofreció a hacerle de acompañante. Para que nadie se quejara de que ocupaba un asiento en balde, de ida se agarraba a la puerta, de pie en el estribo. De vuelta, se sentaba al lado del tío Joan.
En uno de los trayectos hacia Manacor, un avión pasó por encima de sus cabezas y tío Tomeu se asustó tanto que saltó a la cuneta para cubrirse. ¡Cuerpo a tierra! Cayó encima de unos zarzales y se llenó de arañazos y sangre. Cuando regresó a Felanitx, todos le preguntaron si eran heridas de guerra.
Hemos hecho café. He dicho que tenía que irme y les he besado. La abuela tiene las mejillas hundidas. Me ha dicho que, aunque sea por culpa de los problemas laborales, se alegra de que haya vuelto a Mallorca, así me siente más cerca. De todos modos, qué pintaba yo entre tanto catalán.
Mi padre le ha dicho a la abuela: «Tu te’n recordes quan cordàvem cadires de corda?».