14. Pecado eterno
Mirar las estrellas. Preguntar: mamá, ¿qué hay detrás de las estrellas? Mi madre dice: más estrellas. ¿Y detrás? Mi madre repite: más estrellas. Y detrás, más estrellas. El cielo es infinito.
Sentir el mismo vértigo que cuando estoy a oscuras. No hay límites. Ni siquiera una luz en el pasillo que me dé aire. Aire de color azul que me llena los pulmones y, cuando lo expulso, es aire de color rosa.
La vida, breve interrupción del infinito que comporta no ser. No estar.
La vida, burla breve de la nada. La única escisión de la eternidad.
Mi madre dejó de creer en Dios dos veces. La primera, que no viene al caso, dudó. La segunda fue definitiva.
¿Por qué recibimos una educación católica practicante? Mis padres dejaron de ir a misa mucho antes de casarse, pero cuando mis hermanos y yo hicimos la primera comunión, recuperaron la ceremonia dominical, tal vez para no quedar como unos hipócritas ante el cura que nos daba catequesis, o porque no querían contrariar a sus padres. La cuestión es que cada domingo a las doce, si no habíamos ido el sábado a las ocho de la tarde, asistíamos aburridos a la liturgia. Y lo cierto es que la única manera de tener fe era escuchando la homilía y creerse aquellas historias contadas con una solemnidad tan soporífera que contradecía el principal objetivo de la verosimilitud: convencer.
Sentado en una butaca que ponía en el pasillo para que pudiéramos oírle desde nuestras habitaciones, mi padre nos leía cada noche rondallas mallorquinas y cuentos de los hermanos Grimm. Luego empezó con el Antiguo Testamento: Adán y Eva, Sansón y Dalila, David y Goliat, Sodoma y Gomorra, y otras gestas brutales de moral enrevesada que mi curiosidad cuestionaba con tantas preguntas como las que después me plantearían el sexo anal y la trigonometría. Papá, si Eva es la madre de la Humanidad y solo tuvo cuatro hijos, tenía que hacer el amor con ellos para seguir procreando. ¿Eso no sería incesto? ¿La Iglesia admite el incesto? ¿Es más pecado comerse una manzana que tener relaciones sexuales con los hijos? ¿Por qué el pecado original provoca la vergüenza? Si la vergüenza ha dejado de existir, ¿significa que ya no pecamos? Lo digo porque tú siempre dices que los políticos no tienen vergüenza.
La bondat i l’amor del Senyor duren per sempre, duren per sempre, cantan mis abuelos belgas en misa, casi las únicas palabras que han aprendido en mallorquín. Ella lo hace tan fuerte que me da vergüenza. Mi abuelo ha dedicado su vida a los pobres y los ancianos. Cada semana pasa con ellos una tarde en la parroquia, también visita a enfermos terminales. La primera vez, se presentó en el hospital con una libreta. La enfermera le preguntó para qué la llevaba y él respondió que para apuntar sus nombres y recordar cómo se llamaban cuando volviera el lunes siguiente. La enfermera lo miró con franco asombro y respondió: «Señor, el próximo lunes ya habrán muerto».
Nada más reconfortante para el Jefe que acariciar la mano de aquellas personas que yacen en un aséptico lecho de muerte, en una habitación de hospital. No tienen familia, tienen miedo. Si no fuera por él, morirían solos. Siente cómo sus dedos crispados van relajándose mientras les habla, se cuentan las vidas como en una confesión. Se despiden en paz. Vuelve a casa en un autobús de línea con el corazón más lleno, el tacto de la compañía en los dedos. La felicidad de ser útil; el sentido de la vida.
Mi abuelo ha donado siempre parte de sus ingresos a varias ONG y organizaciones eclesiásticas. A raíz de una operación financiera, se entera de que San Vicente de Paúl quiere comprar el edificio en el que vive su hija Tantalia, en la plaza de Chueca de Madrid. Echarán a todos los arrendatarios para dividir los pisos y revenderlos a un precio mayor, pura especulación. Georges no lo entiende. Habla con uno de sus amigos. Si no pueden llegar a un acuerdo, al menos le darán una explicación: no es justo que el dinero que ha donado durante tantos años a la congregación de la Misión y las monjas de la Caridad sirva para desahuciar a una de sus hijas, sacar a la gente de sus hogares y que estos se encarezcan; hay personas mayores alojadas allí y no tienen adonde ir, no podrán pagarse un nuevo apartamento. No le hacen caso.
Se siente traicionado, vulgar Job del siglo XX soportando las inescrutables pruebas de Dios. Mi abuelo deja de hacer donaciones a San Vicente de Paúl, pero sigue yendo a misa. Nosotros no. Mi madre, que ya dudó años atrás, dice que se acabó, la Iglesia hace trampas y roba a los feligreses de buena fe, se aprovecha de los pobres hombres ricos como mi abuelo y también de los que no tienen un duro. Se me ocurre una idea perversa y troyana: boicotearé la institución desde dentro.
Tengo catorce años y me apunto a la catequesis de confirmación. El cura dice que soy demasiado joven, pero me ve tan entusiasta que le convenzo. De pequeña estaba segura de haber sido elegida por Dios; hasta tal extremo llegaba mi soberbia existencial. Sé cómo hacerme pasar por una especie de santa Catalina Tomás, ruega por nosotros pecadores, que se enfrenta a las tentaciones del demonio desde los azulejos en las puertas de Valldemossa: cara de buena niña, siempre risueña y con un punto de misticismo que sabría demostrar en las convivencias.
En la Colonia de Sant Jordi o el Monasterio de Santa Llúcia, sentarme con la mirada perdida en la sala donde suenan a través de un magnetófono canciones de Enya y Madredeus; escribir mis pensamientos, pasear sola por el campo escuchando el canto de los pájaros y los cencerros, hasta que me encuentro al cura y le digo: «Padre, creo que soy mala, me considero incapacitada para amar». Oh, esta frase le hace alcanzar el éxtasis, hija mía, yo te bendigo, siéntate en esta roca. Me pregunta qué imágenes hacen que mi corazón brinque, me pide que recuerde los mejores momentos que he pasado con mi familia, las veces que he ayudado al prójimo, los detalles que me llenan. Todo eso es amor.
Es cierto, amo. Tengo el pecho tan rebosante de gozo que, el segundo año de confirmación, me enamoro de mi catequista. Estudia Historia en la universidad, tiene veinte años, éxito entre las mujeres y me cuenta que un minero se pasa la vida en las galerías, a oscuras; encuentra carbón y más carbón, de mejor o peor calidad, pero carbón, al fin y al cabo; hasta que, de repente, cuando menos se lo espera, en sus manos aparece un diamante.
—Entonces no sabe qué hacer con él —dice. Estamos en la plaza de la parroquia, celebran una fiesta a nuestro alrededor.
—Yo me lo llevaría y me haría rica —le contesto.
—No, porque entonces lo pulirían, y el minero no está seguro de que una piedra preciosa manufacturada le gustara tanto. La joya solo sirve para adornar los escotes de las ricas; el diamante lo es por sí mismo.
Nos abrazamos. Aún pasarán un par de semanas antes de que nos besemos por primera vez. Lo haremos en el patio trasero de un colegio, en la Colonia de Sant Jordi, durante unas convivencias, a la hora de cenar. Sentados en un banco, nos rodeará el silencio de los pinos. Yo miraré las estrellas, mi catequista mirará al suelo. Entonces todavía era así: yo soñaba, él estudiaba dónde poner los pies. Acabo de cumplir quince años y no he besado nunca a nadie, solo el dorso de mi mano para ensayar. Mi catequista lleva gafas y, cada vez que sonríe, noto un nudo en el estómago. ¿Cuánto tiempo pasa? Nuestros corazones laten con tanta fuerza que podríamos oír el del otro si no fuera porque el nuestro no nos deja hacerlo. Me pasa una mano por los hombros y ya está. Su olor, como de heno o hierba recién cortada. Ni piedras en el suelo ni estrellas en el cielo. Cerramos los ojos. Nuestras lenguas se acarician con mucho cuidado, sus labios rozan los míos, le paso una mano por la nuca y me pongo a horcajadas sobre él, le cheval du catéchiste va au pas, au pas, au pas, la presión de las entrepiernas a través de la lona basta de los tejanos hasta que oímos un ruido y, al volvernos, vemos al cura que ha salido de la cocina y nos ha pillado.
He aquí una imagen que hace brincar tu corazón.
No dice nada. Se da media vuelta y entra.
Encore une fois, encore une fois.
Aquí empieza la más bella historia de cuantas recordamos: el descubrimiento de emociones desconocidas, conversaciones íntimas sobre temas de los que no nos atrevíamos a hablar, las miradas que lo dicen todo cuando no hace falta decir nada; en el buzón, cartas escritas en la biblioteca, donde se supone que tendríamos que estar estudiando. Las palabras «te quiero» apuntadas de mil maneras distintas para demostrar que es un sentimiento inédito, aunque solo hay uno y es universal: en cambio, nunca pronunciaremos esas palabras que son tan fáciles de escribir, como si, al decirlas, se esfumara el encantamiento.
Él asegura que existen dos yos: la que actúa, tímida y pudorosa y un poco fría y tan arisca, y la otra, que llega sobre el papel allí donde nunca llegará con el cuerpo. Las manos se acarician, besos en los bancos, en su coche naranja matrícula 0707, contra la pared, bajo las farolas. Minutos pensándonos mutuamente que son horas y noches enteras y días bobalicones. Cintas grabadas de Eric Clapton, Simon & Garfunkel, Led Zeppelin. Educación sentimental de «Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan» y La insoportable levedad del ser. Las ganas de verle. Las ganas de que nos vean, muchos nervios por mi parte, su calma cuando me abraza. Pasamos así, pegados, casi todo el tiempo que pasamos juntos.
Los domingos tomamos cerveza después de misa de doce.
En las rocas, delante de la catedral, las luces de los barcos y la ciudad, con la compañía de las ratas:
—¿Crees en Dios?
Y él:
—Creo en ti.
El Monasterio de Santa Llúcia, en Mancor de la Vall, está en lo alto de un monte, rodeado de encinas y estepa. De día nos hacen meditar. Por las noches, los confirmandos nos reunimos en la sobria celda de alguien que ha escondido botellas de licor bajo el colchón. Bebemos a morro, fumamos, los chicos mean por la ventana apuntando a la cabeza de las ovejas y huele a romero. Después, burlando la vigilancia de un seminarista que hace guardia en el pasillo, voy a la celda de mi catequista. Nos rozamos desnudos sin traspasar nunca la débil frontera dolorosa de las sábanas. La irritación de los sexos. La incorruptibilidad del deseo.
Fue mi padrino de confirmación, quién mejor que él para ratificar que había alcanzado el Cielo. Luego le dije al cura que yo también quería ser catequista. Me miró alucinado, sin duda con la imagen de aquella escena que había presenciado en el patio trasero de la Colonia de Sant Jordi incrustada en su cerebro, yo rozando mi sexo con el sexo del catequista, a horcajadas sobre el banco.
—¿Estás segura?
—Padre, aquí he encontrado a mi familia —¿o dije «mi sagrada familia»?—. Los jóvenes están muy perdidos, yo también lo estaba antes de llegar. Es una edad difícil. Creo que necesitan el testimonio de alguien cercano que haya pasado por lo mismo que ellos, se sentirán más identificados. Usted sabe a qué me refiero —mentira, nunca le hablé de usted, ni a los curas ni a nadie, siempre de tú, pero así queda más maquiavélico.
Tras una cabezada que pretendía despejar todas sus dudas y pensando que tal vez hacía mucho tiempo que ya no tenía ni la edad ni la formación para entender a los jóvenes, con un gesto que significaba Dios-me-ampare, aceptó que fuera ayudante.
En mi grupo había diez confirmandos, casi todos un par de años mayores que yo. Cuando el catequista al que ayudaba no estaba, en un aula mal iluminada por un tubo fluorescente, donde siempre hacía frío, les explicaba en qué consistía la confirmación:
—Aquí no se trata de averiguar si creéis en Dios, sino de si queréis continuar formando parte de la Iglesia, una institución que nos controla desde que nacemos hasta que nos morimos mediante los Sacramentos y necesita nuestro dinero. ¿Os resulta útil ir a misa? ¿Queréis prolongar una tradición de papas, curas y monjas? Si es así, continuad formando parte de esta comunidad y sed consecuentes. Si lo hacéis solo para dar una alegría a vuestras abuelas o para emborracharos en las convivencias, mejor que lo dejéis, ya basta de hipocresía: niños bautizados porque sí, niñas que comulgan para vestirse de princesas, parejas que se casan en las catedrales porque queda más bonito, gente que recibe la extremaunción por si acaso. A Dios lo encontraréis en la piel, detrás de las estrellas donde hay más estrellas; lo encontraréis en las comidas familiares, la música que os gusta, el arte, en muchos libros. Cada noche, antes de meteros en la cama, pensad como mínimo en una cosa que haya hecho que el día haya valido la pena. Ahí está Dios. Si además tenéis fe en la Iglesia y creéis que cumpliréis con vuestros compromisos, iréis a misa los domingos, educaréis a vuestros hijos en la fe católica apostólica y etcétera, entonces confirmaos.
El primer año, de diez confirmandos, se fueron tres. El segundo, cinco. Había logrado mi cometido, mi pequeña contribución a la justicia universal. Cuando me llamó a su despacho, el cura me preguntó, más dolido que enfadado:
—¿Qué has hecho?
—He dicho la verdad, padre, he cumplido el octavo mandamiento.
Contestó:
—El octavo mandamiento dice: «No dirás falso testimonio ni mentirás». No es exactamente lo mismo.
Mentira pura, pecado eterno, quien dice mentiras se va al infierno.
Una tarde, muchos años después, pasaba por delante del bar Bosch, en el centro de Palma, cuando un hombre me hizo gestos desde una de las mesas que hay en la terraza. Me había reconocido, pero no recordaba mi nombre y agitaba las manos para que le viera. Era el cura. Estaba sentado con un grupo de hombres y mujeres que le ayudaban a decir lo que intentaba contarme, porque él se hacía un lío. Estaba entusiasmado:
—¡Tú venías a la parroquia!
—Sí, padre, ¿cómo está?
—Vivo en la residencia, ya no puedo oficiar, y te veo en la televisión. Y cada vez que te veo, les digo: esta niña venía a la parroquia.
En aquella época yo presentaba un programa en el canal autonómico que emitían los domingos por la mañana, justo antes de la misa televisada. Debían verme todos los clérigos jubilados, algo tocados, definitivamente chochos. Entendí su alegría: podía demostrar que me conocía, que la cabeza no se le iba tanto como creían los demás.
Me recordaba. Ha olvidado el resto. A lo mejor a Dios le ha pasado lo mismo.
Pero no, esto no es del todo cierto. No fue exactamente así. Quiero decir que, antes del catequista, yo estaba en la habitación de un chico que tenía diecisiete años y nombre de profeta. Yo no había cumplido los quince. Ambos llevábamos corrector dental y sonaba el Dangerous de Michael Jackson. Cerró la puerta con llave. Su lengua estaba fría. No se creía que nunca me hubiera enrollado con nadie.
Recuerdo su pelo grasiento en una cola de caballo, su boca asquerosa. Pero sobre todo recuerdo su olor. Se había duchado con un perfume que debía de considerar muy macho, demasiado dulzón. Su padre era taxista. Una compañera del instituto me había dado su teléfono y nunca sabré por qué le llamé. Puso mi mano alrededor de su polla, dura y gorda. Me enseñó cómo tenía que masturbarle, sentados en la cama mientras su lengua de serpiente me llenaba de baba los labios y la barbilla. Soltó una frase lapidaria: no intentarlo por miedo al fracaso es como suicidarse por miedo a morir. Añadió: ¿por qué no lo hacemos? «Hacerlo» era un eufemismo.
Aquella era la primera vez que nos veíamos, una tarde de marzo después de clase, y no sabía qué contestar. Quiero decir que contesté que no, pero su polla estaba en mi mano y le estaba haciendo una paja. ¿Por qué no?, preguntaba él. Y a mí lo que me confundía era por qué se la estaba pelando, si me daba tanto asco, por qué no salía corriendo; por qué no sabía contestar a esa pregunta.
Pues porque no, resolví (porque soy una niña, acabamos de conocernos, no pienso desvirgarme con el primer desconocido que me lo proponga, me arrepiento de haber venido y los tipos como tú deberían extinguirse, cerdo miserable de mierda. No era tan difícil).
Siempre la vergüenza. No saber decir las cosas. Balbuceé algo sobre un embarazo —¿y por qué coño tenía que darle explicaciones a ese malnacido hijodelagranputa?—, y él contestó muy feliz que no pasaba nada. Que podría tomar la pastilla del día después y se quedó tan ancho.
Su perfume penetrante, su polla en mi mano, las ganas de vomitar.
Una habitación pequeña en un barrio del extrarradio, cama adolescente con sábanas de color madre, un póster de Madonna medio desnuda en la pared; yo percibo la clase media-baja —¿por qué se notan estas cosas?—, las paredes oyen y se estrechan a mi alrededor. También hay un balón de fútbol, botas de tacos, y el escritorio ordenado porque me esperaba.
Se levanta. Se ha metido el pene en el pantalón. Desata de la estantería un pañuelo de estética rocker —mis primas y yo nos poníamos pañuelos como ese en la muñeca para ir a los conciertos de Loquillo, en las verbenas de Felanitx, después escuchábamos discos de los Ramones en casa de nuestro amigo Sebastià mientras salía el sol—, es un pañuelo azul —también los había de color rojo— y el cabrón hijodeperra apestoso con nombre de profeta amenaza:
—Si no quieres que lo hagamos, te violaré.
Es una tarde plácida de principios de primavera, cantan los canarios, cantan los gorriones y flota en el aire una alegría que debilita nuestros sentidos. Es el primer tío que ha tocado mi lengua con la suya, el primero a quien se la he machacado, y esta situación no tiene nada que ver con los deseos que apuntaba tiernamente en mis cuadernos. Me preguntaré muchas veces: ¿qué hago aquí? Mi cuerpo dice: grita. Y mi cabeza espera. Mi cabeza siempre espera, está demasiado avergonzada para hacer lo que le pide el cuerpo.
Violaron a una compañera de clase cuando teníamos once años. Bajó al colmado para comprar leche y, al volver, un hombre entró con ella en el ascensor. Subieron a la azotea y allí la tumbó en el suelo, le metió la polla en la boca. Al contárnoslo unos meses más tarde, le preguntamos por qué no se la había mordido. Apolonia había pasado de ser una pueblerina con acento y nombre hortera que escuchaba a José Luis Perales (nos metíamos un poco con ella por eso y también porque llevaba jerséis hechos por su madre), a ser una tía guay a la que le pasaban cosas interesantes, de adultos, graves de verdad.
Recuerdo que llegué a casa chillando: «¡Han violado a Apolonia, han violado a Apolonia!», como si fuera una gran noticia. Mi madre se agachó delante de mí, los labios agrietados y los ojos muy abiertos, y me explicó con una pedagogía excesiva que aquello era un drama, que Apolonia tendría un trauma el resto de su vida, y que no podía ir por ahí contándoselo a todo el mundo.
Oh, mamá, ya sé que es un drama, ya sé que Apolonia tendrá un trauma. Pero ¿no lo ves? ¡Le ha pasado algo importante! ¡Mucho más importante de lo que les pasa a las dos Martas! Solo había dos hijas de divorciados en mi colegio, y las dos se llamaban Marta. Ser hijo de divorciados era cojonudo porque celebrabas tu cumpleaños dos veces, te hacían regalos mejores y te dejaban ver la tele hasta tarde. Además, te daban una paga semanal generosa. En teoría, todos queríamos que nuestros padres se divorciaran y rompernos un brazo para no tener que ir a clase y que nos pusieran una escayola. En teoría, todos queríamos tener una amiga a la que hubieran violado y preguntarle por qué no se había defendido.
En la práctica, estoy en la habitación de un desconocido que me amenaza con un pañuelo. ¿Qué piensa hacer con él? ¿Amordazarme? ¿Atarme? No tengo miedo, no creo que vaya a hacerme nada. Estoy sentada en la cama con el pelo revuelto, mirándole junto a la puerta cerrada con llave. Supongo que intenta asustarme, seriedad impostada, las cejas —en la memoria— cómicamente fruncidas, como si quisiera poner cara de malo. Ni por un segundo pienso que podría violarme. Bromea. Es una broma sin gracia, una broma de niño al que se le han hinchado las pelotas, semen retentum venenum est, la rabia del dolor de huevos. No hay nadie en casa; si gritara, nadie me oiría. Nadie sabe que estoy aquí.
Pero esto tampoco lo pienso. Es él quien lo dice:
—Si gritaras no te oiría nadie, mis padres no están. Nadie sabe que estás aquí.
Lleva puesta una camisa fea que imita la seda. Es ancho de espaldas, supongo que está bueno. Por eso mi amiga me pasó su teléfono, porque estaba bueno y yo tenía ganas de enrollarme con alguien de una puta vez. Se acerca mientras tira de los extremos del pañuelo con los puños cerrados, imagino que lo ha visto en las películas. ¿Cuántos gestos hemos aprendido en la televisión? ¿Cuántas expresiones? ¿Sabríamos besar, follar, si no lo hubiéramos visto hacer antes? Me pregunta de qué me río. No me había dado cuenta de que me estoy riendo.
—¿Qué te hace tanta gracia, puta? ¿Crees que estoy de coña o qué?
Es patético. Tan patético que no puedo parar de reír. Él, en cambio, está cada vez más cabreado.
Entonces, de repente, supongo que por un acto reflejo, sin que yo sea consciente del todo, me levanto de un salto y le reviento la cabeza con la lámpara de la mesilla de noche. Le he pegado con todas mis fuerzas. Él se tambalea hacia atrás con una expresión incrédula en la cara y un hilo de sangre le resbala desde la ceja por la mejilla y le mancha la camisa fea. Quiere insultarme, decirme que estoy loca, pero no puede porque se cae de espaldas, golpeándose la nuca con el pomo de la puerta.
Lo miro tendido en el suelo. Se crea una quietud onírica. Dejo la lámpara en su sitio y paso por encima de su cuerpo, con cuidado para no pisarle. Giro el pomo, pero me cuesta abrir porque su cabeza atranca la puerta. Tengo que forzarla un poco. Me basta con un pequeño hueco. Cierro tras de mí y voy hacia el recibidor. La nevera murmura en la cocina. Salgo a la escalera y bajo a pie. Vuelvo caminando a casa.