7. Formentor
La recuerdo delante de todos nosotros, niños de guardería. Yo no hablaba con nadie, decían que era tímida, de mayor dirían que soy borde. Ella movía la cabeza curiosamente mientras tocaba la flauta de izquierda a derecha, siguiendo la música, y yo me fijaba en la partitura apoyada en el atril. Entonces pensé que la maestra movía la cabeza así porque estaba dibujando en el papel aquellas notas con el aire que salía de la flauta, como si fuera tinta.
El temor de escribir en un tono bajo, con el riesgo de que la melodía sea demasiado grave y tener que mantenerla desafinada hasta el final.
Oncle Claude está nervioso. Va hasta la esquina invadida por la madreselva y mira si llega el autobús. Sus hijos pelirrojos se ríen de él. No recordaba la plaza así, aunque él diga que está igual que en su adolescencia, cuando mi madre, él y sus amigos se sentaban en los bancos pintados de blanco, con el culo en el respaldo, mientras se reían y comían pipas. En el centro aún está la fuente donde metían jabón para que se llenara de espuma. Delante, el bar La Toldilla.
Hace veinte años que mi madre nos trajo aquí y entonces era Semana Santa. No había tantos coches como ahora, que pasan junto a la rotonda inmersos en una agitación de neopreno, alegres toallas y sombrillas que van en procesión hacia la playa. El perfume del mar se mezcla con el de algunas flores que no había olido antes.
Arnao está a veinticinco minutos a pie, pero oncle Claude no tiene fuerzas para caminar o le puede la impaciencia. Dice que no conoce a los conductores de los autobuses y que antes todo el mundo les saludaba. No había vecino de Salinas que no supiera que eran los Nagelmacker.
Mi madre vivió en Salinas hasta los seis años, ella y sus hermanos tenían un profesor particular. Luego, en Madrid, estudió en el Saint Dominique y más tarde en el Liceo francés. Seguía veraneando en Asturias. Hizo la carrera en la Sorbona y, un año después de casarse, se fue a vivir a Mallorca. Oncle Claude vivió en Asturias hasta los diecisiete, e iba al colegio de Salinas. Después vivió en París, donde coincidió con mi madre, que es un par de años mayor que él. Ahora oncle Claude vive en Bruselas. Viene cada mes de agosto, a la misma casa en la que nació y que se cae a pedazos, como nuestro linaje. «Teníamos una gran pandilla de amigos», comenta, «éramos más de cien.» Creo que exagera.
Mi abuelo no quiere saber nada del norte. Tampoco sus hijos han vuelto a pisarlo si no es haciendo turismo y, aun así, les parece una traición: a él no se lo dicen. De todos modos, no les gusta venir porque solo se fijan en los cambios, en lo que ha dejado de ser más que en aquello que era.
Subimos al autobús. Pasamos por delante del túnel que este verano debería haberse abierto al público. La crisis ha retrasado las obras, como todo. Enfrente se expone una de las locomotoras que se utilizaban para transportar el mineral. Tiene ciento treinta y un años, está restaurada y se llama Eleonora.
—Bautizaban a las locomotoras con los nombres de las tías de tu abuelo —me explica oncle Claude—. Mi padre y tu abuelo solían decir que sabían más de su familia a través de las locomotoras que por lo que les contaban en casa.
Mis abuelos belgas también se conocieron de pequeños. Después la guerra los separó, pero ellos no hablan nunca de la guerra. Lo único que sé es que sonaron las sirenas, y mi abuela corrió al refugio del internado en el que estudiaba y, cuando salió de aquel sótano, todos los cristales se habían roto. La vajilla también, y las veintisiete alumnas y las ocho monjas que vivían en el colegio tuvieron que comer directamente de una olla de barro, bebían en vasos de latón, dormían con el abrigo puesto.
Mi abuelo, mientras tanto, huyó de Bélgica con su madre, se refugiaron en una granja francesa durante la Ocupación. Tenía catorce años y la primera noche, de camino, durmieron en la cama gigante de una habitación llena de espejos y tenues luces rojas, en una casa extraña donde vivían unas señoras muy simpáticas y perfumadas. Estos son los únicos testimonios directos que tengo de la segunda guerra mundial.
Mis abuelos se casaron el 7 de septiembre de 1950. Fueron de viaje de novios a Formentor, donde tal vez coincidieron con Grace Kelly y el príncipe Rainiero, que se alojaron en aquel hotel el mismo año. En cualquier caso, no les consta.
Para llegar a Mallorca, tuvieron que ir a París, donde cogieron un tren con destino a Montpellier, y de allí otro a Barcelona. En el puerto, descubrieron que solo habían reservado una plaza individual. Agnes, una mujer audaz, caprichosa y secretamente resentida por no haber cursado estudios superiores, intentó convencer a la tripulación diciéndoles que aquel era su viaje de novios. Tenía por costumbre tratar a todo el mundo como si fuera inútil y se escandalizaba por la incompetencia de aquellos que supuestamente tenían que servirla. Para ella era inadmisible pasar la primera noche de su matrimonio separada de su marido y, con un tono de voz que dejaba bastante clara su indignación, exigía en un inglés poco diplomático que los responsables interviniesen para resolver aquel contratiempo que (esto lo omitía) solo podía ser fruto de la típica pereza española, tan tercermundista.
La he visto adoptando esta actitud otras veces, en la cola del súper, por ejemplo: mientras esperábamos nuestro turno, se quejaba de que la cajera fuera tan lenta, sacudía la cabeza y resoplaba ostentosamente para que todos supieran que estaba a punto de perder la paciencia. Cuando por fin nos tocaba pagar —y se resistía a sacar la cartera porque no estaba del todo segura de que aquella jovencita tan inepta lo mereciera—, mi abuela decía: «¡No tenemos toda la mañana!». Y si era discreta, la cajera miraba hacia otro lado mientras reprimía un insulto; si era descarada, hacía un globo con el chicle que reventaba en las narices de mi abuela, plop, y tal vez contestaba insolente: «Hacemos lo que podemos, señora». Yo me moría de vergüenza.
También me moría de vergüenza cuando, en misa, cantaba más fuerte que los demás.
Tutea a todo el mundo y exige que le hablen de usted. De nada le sirvió la altivez en el gris puerto de Barcelona, aún triste por una posguerra que parecía que no iba a acabarse nunca. Y aquella fue la primera de las dieciséis únicas noches que mis abuelos han dormido separados desde que se casaron. Ella lo hizo en la litera de un camarote rodeada de desconocidas que roncaban, tras quitarse de la cabeza que su marido era un blandengue porque durante la escena había permanecido en silencio sin apoyarla. Se había casado con un calzonazos. Lo que no sabía es que mi abuelo Georges, un hombre bonachón y educado que suplía la falta de inteligencia práctica con una imaginación controlada, era a su vez muy despistado, y en secreto tenía la sospecha de que aquel error en la reserva había sido culpa suya.
Georges se pasó la noche paseando por la cubierta. Se tomó un coñac en el bar sin más compañía que la del camarero; a través de las ventanas sucias de salitre, no se veía nada. Intentó leer en una butaca de mimbre, colocada bajo un pequeño ventilador junto a un ficus, pero apagaron las luces. Quiso acceder a la sala de máquinas y la de mandos, sin éxito.
Mi abuelo pierde la mirada a menudo, gesto que mi madre y yo hemos heredado para gran hilaridad de nuestros conocidos, que se ríen de nosotras mientras nos reiniciamos. Me imagino a mi abuelo sentado en alguna de esas sillas incómodas del bar, pensando en cosas que olvidará enseguida mientras espera que amanezca. Me lo imagino caminando con las manos enlazadas tras la espalda, como suele hacer todavía.
Al alba, sale al exterior y, abstraído por haber pasado la noche en vela, se deja abrazar por una humedad que le estremece como el paisaje. Ve la isla por primera vez mientras sale el sol y esparce la luz más bonita del mundo sobre el puerto de Palma. Emocionado, se agarra a la barandilla empapada. Recuerda fascinado la catedral como un barco más, soberbio y poderoso, quieto, que les esperaba. Las gaviotas gimen bajo un cielo infinito, las murallas estallan en colores de piedra antigua. Y un castillo solitario y redondo levita sobre los árboles oscuros de un bosque.
El olor de la sal y el pescado se mezcla con los del óxido y el fuel. Los demás viajeros van saliendo poco a poco, admiran el espectáculo con comentarios de aprobación y, desde el comedor, se filtra el aroma de los desayunos recién servidos. Mi abuelo no lo sabe —no puede sospecharlo—, pero dentro de cuarenta años vivirá en esta isla. Más tarde, también morirá aquí.
Mi padre lo niega, pero mi abuela belga asegura que, al salir del barco, se subieron a uno de los tres únicos taxis que entonces había en Mallorca. En 1950 mi padre tenía cuatro años, dos hermanos menores (llegarían a ser seis), se había empachado con un cesto de higos chumbos y su madre aún hacía la compra con cartillas de racionamiento. Sostiene que había más de tres taxis, en la isla. Da lo mismo. Mis abuelos belgas salieron de la ciudad y fueron por carreteras de olivos retorcidos y algarrobos cansados hasta un camino tortuoso entre las montañas hacia una península estrecha en el norte.
Por las ventanas abiertas entra el polen perfumado de los pinos y el zumbido monótono y escandaloso de las cigarras. Agnes y Georges, que no lo han oído antes, creen que el motor se ha estropeado. Intentan advertir al conductor, pero él no les entiende. Les llega como un secreto el susurro de las olas que lamen la arena. El taxista detiene el coche y les explica con gestos que han llegado a su destino.
Mis abuelos forman la típica pareja de extranjeros. Él es alto, tiene un bigote oscuro, los ojos muy azules y una nariz aguileña que le otorga un cierto porte aristocrático. Ella, delicada y esbelta, se ha puesto una pamela que sostiene con la mano sobre la cabeza más por estética que porque haga viento. Van por un camino de grava hasta el hotel, sonríen con labios encarnados y un brillo en las pupilas delata su amor. Observan curiosos el recibidor, cuyos ventanales se asoman a los jardines donde hay unas escaleras que descienden hasta el mar. Hace un calor que atonta a las moscas y las palas de los ventiladores intentan apartar, sin ganas, los restos del verano.
Un botones los acompaña a su habitación, de la que casi no saldrán durante un mes. Por las mañanas desayunan en el porche, junto al jazmín y las buganvilias. Van a la playa, se refugian del sol bajo los pinos. Presencian las primeras tormentas breves del otoño. El cielo se oscurece de repente, cae un chaparrón que dobla la copa de los árboles, aúlla el viento. Hay que cerrar las ventanas; en el piso de arriba, un portazo. Después, silencio. Las nubes deshilachadas se reflejan en un mar afónico.
Murmuran las tórtolas. Mi abuela lo ignora, pero dentro de cuarenta años odiará el rumor lúgubre de las tórtolas que anidarán en el pinar junto a su casa. Su insistencia sin descanso se convertirá en el susurro incansable de la locura.
Una noche, Georges va a recepción para preguntar a qué hora sale al día siguiente la barca que va a Pollença. Dice que quieren ir a misa de doce, como cada domingo. El recepcionista le mira con ojos como platos y le contesta con toda la educación de la que es capaz:
—Señor, lamento comunicarle que hoy es lunes.
Mi padre preguntaba: «¿Quién me quiere máaaaas?», y alargaba mucho la e para que todos tuviéramos tiempo de contestar «¡yoooo!», alargando mucho la o. El último, perdía. Luego fue acortando la frase y solo decía: «¿quienme?». Y todos gritábamos: «¡yo!». También amenazaba con comerse a un hijo, igual que Saturno.
Cuando mi madre llegaba a casa, silbaba como un pájaro, do-do-sol-mi. Entonces todos dejábamos lo que estuviéramos haciendo —los deberes, ver la tele, programar el ordenador con una cinta de cassette— e íbamos corriendo hasta la puerta para abrazarla. Nos abrazábamos los cinco muy fuerte en el recibidor, y mi hermano Nico gritaba: «¡El amor, el amor, hacemos el amor!».
A veces nos abrazábamos en el ascensor, y entonces los vecinos oían a un renacuajo desde la escalera gritando: «¡Hacemos el amor!». Pero si subíamos con un vecino, la cosa cambiaba. Mis hermanos y yo éramos tímidos, nunca hablábamos con nadie y nos limitábamos a mirar el suelo mientras esperábamos llegar al tercer piso. La gente decía que éramos «educados» y «buenos niños», pero lo que ocurría en realidad era que todo el mundo nos daba miedo. De hecho, no: lo que nos asustaba era nuestra representación ante la gente.
Los dos años que pasé en la guardería, no dije ni una palabra, ni siquiera a las maestras que tocaban la flauta y dibujaban notas sobre el papel. Llegaron a creer que no las entendía porque en casa debíamos hablar en francés. Por mí, perfecto. Que lo creyeran. Así no me obligaban a decir todo el rato cómo me llamaba, quién era mi mejor amiga, a quién quería más, si a mi papá o a mi mamá. Esta pregunta me la hacían mucho en misa esas viejas con el pelo lila que me retorcían las mejillas y me daban unos caramelos asquerosos y enormes de anís. Y yo, por dentro, contestaba: «Señora, yo la quiero a usted». O si no: «¿Usted a quién quiere más? ¿A su marido muerto y enterrado que está pudriéndose bajo tierra, o a su hija yonqui y prostituta?». Miento, era demasiado joven para pensar en estos términos, pero el sentimiento se corresponde.
Mis padres nos motivaban para que aprendiéramos a relacionarnos, y nos daban un punto cada vez que saludábamos a un vecino en el ascensor. Dos puntos si les preguntábamos algo para iniciar una conversación. A partir de diez o quince puntos, nos hacían un regalo: un Superhumor de Mortadelo, cinco paquetes de cromos, un clic de Playmobil que incorporábamos a la granja que montábamos los sábados por la mañana en nuestro cuarto y no volvíamos a tocar hasta el domingo por la noche a la hora de recoger los juguetes. Nico era ahorrador y reunía muchos puntos antes de decidirse por un buen regalo, que elegía con cuidado. Mi hermano pequeño, Jaume, era impaciente, pero no caprichoso. Invertía bien y sabía cómo sacar partido a su capital. Yo era tremendamente indecisa y nunca estaba segura de saber lo que quería, porque tal vez luego aparecería algo que me gustara más. Tenía la impresión de equivocarme cada vez. Lo quería todo.
Todo no se puede tener, suele decir mi madre.
Aún hoy, cuando tengo que hablar con alguien, pienso: dos puntos.