6. Estos días azules

Al abuelo le daba miedo que el gas de la cocina explotara o que el suelo de su piso, en Palma, cayera bajo nuestro peso. Por eso, cuando nos reuníamos el día de Reyes, teníamos que saludarle por turnos; no permitía que estuviéramos todos juntos en la misma habitación. Los primos nos repartíamos entre el comedor, la cocina, el salón y el recibidor. Y cuando uno que estaba en la sala quería servirse un vaso de agua, por ejemplo, otro de los que se encontraban en la cocina tenía que irse al comedor. No podían coincidir más de tres personas en el mismo cuarto.

El abuelo era un hombre pequeño, sus ojos eran del color del mar y, aunque hablaba en voz baja y muy despacio como mi padre, cuando decía algo, todo el mundo callaba para escucharle. Olía a pastillas Juanola, que tal vez se metía en la boca para disimular otro olor terrorífico: el de viejo. Nos prohibía que dijéramos que teníamos hambre, «hambre se pasa en la guerra». Lo que nosotros teníamos era apetito. Y ni siquiera.

Al abuelo no le dejaban ver los partidos de fútbol por la tele porque se ponía muy nervioso y yo creía que temían que le reventara la cabeza porque se le ponía muy roja, pero en realidad lo que la familia temía era que le reventara el corazón. Por eso, cuando había partido, el abuelo veía la primera parte con nosotros, pero luego se iba a otra habitación a escuchar la segunda parte con un transistor. Yo me quedaba dormida en el sofá con la voz de los locutores, que era para mí la eterna cantinela de los domingos de invierno. Después mis padres me despertaban para arrastrarme al coche que me conduciría a casa.

El abuelo, sobre la ropa, llevaba siempre puesta una bata marrón. En los pies, zapatillas de abuelo.

El abuelo, de repente, se hizo viejo. Yo lo recuerdo viejo desde pequeña, por las zapatillas que llevaba y el olor que ocultaban las pastillas Juanola. Pero cuando crecí, entendí que había confundido vejez con respeto o maneras de vestir, cosas que uno se pone en los pies o se mete en la boca; pertenecíamos a mundos distintos y no teníamos ningún interés recíproco. Al abuelo no le gustaban los niños y nunca jugaba con nosotros, no nos contaba cuentos, como sí lo hacía mi abuelo belga. El abuelo solo hablaba con nosotros para pedirnos que no hiciéramos tanto ruido y decirnos que no podíamos estar todos en la misma habitación. Y tampoco eso nos lo decía directamente: se lo comunicaba a un adulto, que en un santiamén se ocupaba de nosotros.

Durante el último año de su vida, la familia decía que estaba senil. Pero para mí no se trataba de eso. Simplemente estaba aburrido.

Cuando se jubiló, tras haber sido director de un colegio público toda la vida, el abuelo se puso a leer. Leía a los clásicos y también a Larra, ensayos políticos y de arte sobre la historia de España. Los jubilados suelen leer libros de historia para situar su propio anecdotario y el sentido de su existencia. El abuelo se pasaba el día leyendo en aquel sillón orejero junto a la mesa camilla, mientras la abuela le preparaba la comida, o remendaba o hacía ganchillo. En aquella época, la abuela era más vieja que ahora. Casi no la recuerdo. Es como si hubiera empezado a existir desde que su marido murió.

Los ojos del abuelo se fueron entelando y ya no eran del color del mar, eran dos gotas estancadas en las rocas. Dejó de leer y empezó a hacer crucigramas. Hacía los crucigramas de todos los periódicos, y mi padre y sus hermanos le regalaban cuadernos de crucigramas. Pero incluso eso le cansaba. Solo estaba a gusto con los ojos cerrados. Aquel hombre no se había aburrido nunca.

La abuela no podía soportar que su marido durmiera todo el tiempo. Ella se levantaba a las siete, él lo hacía a las diez, después a las once. Decía que no tenía nada que hacer en todo el día, quería que fuera de noche para poder volver a la cama. Ella bajaba a comprar naranjas al mercado, siempre compraba naranjas, en la cocina había una despensa a rebosar de naranjas. Poco a poco, la abuela fue alargando el paseo: también compraba patatas y manzanas y mandarinas. Compraba ajos y cebollas y pescado. En la despensa de la cocina de los abuelos no cabía nada que no fueran aquellos kilos y kilos de naranjas; cada vez que íbamos a visitarlos, volvíamos a casa cargados de naranjas que no se acababan nunca.

El abuelo seguía durmiendo.

Después de ir al mercado, mi abuela iba al banco, y luego, a dar una vuelta por la plaza y después hacía la comida. Y vale, se permitía una cabezadita en la butaca durante la serie de la sobremesa, pero después volvía a salir y se iba a ver a una amiga o a misa. No podía soportar a ese ser ajeno en el que se estaba convirtiendo el abuelo.

No es que tuviera el cerebro seco, es que siempre acababa de despertarse. Todos estamos aturdidos cuando acabamos de despertarnos.

Fui a verle un mediodía. La abuela no estaba. Yo tenía diecisiete años y él no pasaría de aquel diciembre. Estaba sentado en el sillón orejero, lo desperté y, en cuanto se espabiló, me miró con una cara de satisfacción que se había reservado hasta entonces. Lo interpreté como una suerte de orgullo que me hizo feliz.

Me contó que hubiera querido ser periodista, pero el día que debía presentarse a las pruebas llovía mucho y llegó tarde. Tan simple como eso. Hablamos de Unamuno, de Francisco Umbral y de Machado. Recitó los últimos versos que aparecieron en el bolsillo del poeta: «Estos días azules y este sol de la infancia». Y también aquellos otros: «Está el ayer alerta al mañana, mañana al infinito. Hombres de España, ni el pasado ha muerto ni está el mañana —ni el ayer— escrito».

El abuelo solía decir que, en política, la lealtad es licenciatura y la traición, doctorado. Respetaba que me considerara radicalmente de izquierdas sin resignación ni condescendencia. Le sugirieron que estudiara un idioma porque así te librabas de ir a Menorca para hacer el servicio militar, y él estudió rumano. Supongo que no llegó a aprenderlo. La abuela siempre dice que, si hubiera ido a Mahón, sin duda le habrían matado. Claro que también dice que el año que entrenó al Felanitx de fútbol, quedaron primeros, y me temo que el Mallorca y el Balears, como mínimo, debieron estar por delante. El año que mi abuelo entrenó al Felanitx —eso lo cuenta mi padre—, iba y volvía corriendo desde el campo des Torrentó hasta Portocolom. Doce kilómetros de distancia.

Al abuelo le dieron un fusil y lo llamaron a filas. Hasta que no llegó al ayuntamiento de Palma, no supo en qué bando lucharía. Le destinaron al Jarama y la Ciudad Universitaria, en Madrid. Creía que no había matado a nadie porque lo pusieron en comunicaciones, escribía mensajes en morse. Tenía como asistente a un chico de Zaragoza que lo acompañaba a todas partes cargando con su somier a la espalda. Dormían todos en el suelo, menos el abuelo, que dormía en el somier que le llevaba el asistente. El asistente también le hacía la comida. Al abuelo le encantaban los sesos; el asistente le preparaba unos sabrosos sesos fritos, pero cometía el error de poner los primeros y los segundos en el mismo plato. Al abuelo no le gustaba que los primeros y los segundos se mezclaran. «Pero qué mas da», le decía el asistente, «si se mezclarán en el estómago de todos modos.»

Lo he visto en algunas películas y también en los chistes de Gila, y debe ser cierto, porque el abuelo contaba lo mismo. Una noche, en las trincheras, se quedaron sin tabaco. Uno de los suyos gritó: «Eh, Gutiérrez, ¿tenéis tabaco?». Al otro lado, alguien contestó: «Sí, pero a cambio queremos papel de liar». Resolvieron: «Pues dos minutos de receso. Pero cuidado y esperad a que vuelva, cabrones, ¡que la última vez casi me disteis!».

El abuelo escribió una especie de memorias de guerra, pero imagino que serán muy patrióticas, porque mi padre no me deja leerlas.

—No hablaremos de política porque, total, no nos pondríamos de acuerdo —me dijo. Y también—: Nos equivocamos en muchas cosas.

De pronto, se le congeló en el rostro una expresión de pánico.

—¿Lo has oído? —preguntó—. Hay alguien en el cuarto de la abuela.

Él no decía «nuestro cuarto», ni «mi cuarto», siempre decía «el cuarto de la abuela», como si aquel fuera un espacio reservado al que tenía acceso porque su mujer se lo permitía. Agucé el oído, pero no oí nada.

—Son ladrones —decía—, han entrado por la ventana.

Los abuelos vivían en un segundo, en la concurrida plaza de las Columnas; nadie podía entrar por aquella ventana.

—Abuelo, en vuestro cuarto no hay nadie.

—Ve a ver —insistía él.

—¡Pero que no hay nadie, es absurdo!

—He dicho que vayas.

Dijera lo que dijera, obedecías inmediatamente. No por miedo, sino por una disciplina hipnótica que era la más pura representación del respeto. En su habitación, claro, no había ningún ladrón. La cajonera, el armario y una cama austera me devolvieron un silencio opaco. Ya me disponía a volver a la sala, cuando me sorprendió el aleteo nervioso de un canario; sus golpes contra las paredes habían asustado a mi abuelo. Solía apagarlo cuando le aburríamos, pero si no, su audífono tenía una potencia inhumana. Yo no lo había oído. Cerré la ventana para que no se escapara.

—¡Abuelo! ¡Era un pájaro! —anuncié triunfalmente desde el pasillo. Al llegar a la sala, él apoyaba la cabeza en una de las orejas del sillón con los ojos cerrados. No podía haberse dormido tan rápido. Dudé si despertarlo y decidí prepararle antes la comida. Eran las tres pasadas y la abuela no había vuelto aún de comprar naranjas.

Rompí dos huevos en un plato hondo, los batí e intenté encender el fuego con una cerilla, pero se apagó antes de que la cocina prendiera. Segundo intento. Cuando me disponía a encender una tercera cerilla, el abuelo me apartó de los fogones como si estuviera a punto de activar una bomba. Nos miramos asustados: él con la seguridad de haber evitado una tragedia y yo con la certeza de que nunca entendería su reacción. Me reí procurando suavizar la situación. «Solo quería hacerte la comida», dije, y noté que mi justificación parecía arrogante. No le hizo ni puta gracia que me riera. Respondió: «Ya la hará la abuela cuando llegue».

No volví a hablar con él como aquel día y no volvió a mirarme con orgullo. Cuando la abuela llegó del mercado, yo ya me había ido. Seguramente preparó una tortilla y el fuego se encendió a la primera. Luego atrapó al canario que se había colado por la ventana y lo metió en una jaula y le dio de comer.

Aquel pájaro sobreviviría a mi abuelo.

El día de Navidad, mientras sus hijos se reunían en el pasillo del hospital bajo los fluorescentes, el abuelo pidió que mi padre entrara en la habitación. Le agarró la mano fuertemente y, con la misma seguridad que sentía solo cuando la abuela se acercaba a los fogones, esperó.

Murió con la mirada puesta en el aire acondicionado, cruel evidencia de que le faltaba oxígeno. Las dos gotas de mar estancadas en su rostro se secaron. Y por una especie de simbiosis más cruel aún que la metáfora, aunque se resquebrajó por dentro, mi padre no derramó ni una lágrima.

A mí me gustaría que mi padre llorara, cuando está triste. O que gritara, nos insultara, rompiera un vaso, incluso que le diera un puñetazo a la puerta, bailara o cantara boleros. Mi padre, cuando está triste, no hace nada de eso.

El abuelo murió y al día siguiente, San Esteban, nos sentamos a la mesa para cenar. Mi padre se había pasado la mañana llamando a los conocidos del abuelo para darles la noticia. Primero a los familiares, primos lejanos, más tarde a compañeros del trabajo, antiguos profesores del colegio del que el abuelo fue director. De repente, se le ocurrió que tenía que llamar a los falangistas. El abuelo había sido monitor de los campamentos del Frente de Juventudes y profesor de Formación del Espíritu Nacional. Se había desligado años atrás y nunca perteneció a la Falange, pero era de los que creía que con Franco no se vivía tan mal. Y con Aznar tampoco. Mi madre le preguntó a mi padre si es que había perdido la cabeza.

—¿Has perdido la cabeza o qué? No permitiré que llames a esa gente. ¿Qué pretendes? ¿Que levanten el brazo en pleno funeral y se pongan a cantar el «Cara al Sol»?

Mi padre descolgaba el teléfono y mi madre se lo quitaba de las manos. Mi padre iba corriendo al supletorio y mi madre desconectaba el cable principal.

—Estuvo con ellos más de treinta años —decía mi padre—, merece que le condecoren, que le pongan una medalla al honor facha.

Mi padre enchufaba el cable de nuevo y mi madre corría a arrancarle el auricular para esconderlo en un cajón que cerraba con llave. Me metí en el baño para llorar. Mi madre tuvo la misma idea. No nos abrazábamos ni nada. Estábamos de pie, delante del lavabo, con los brazos cruzados, y nos secábamos la cara de vez en cuando. Hasta que vimos nuestro reflejo patético en el espejo, la estantería de los jabones y las cremas hidratantes a nuestra espalda, y mi madre preguntó:

—¿Por qué lo hace?

A la hora de cenar, nadie dijo nada. Teníamos los ojos rojos, las mejillas hinchadas, un agotamiento febril. Mi madre servía los restos de Navidad, crema de almendras y trozos de cochinillo que ya no sabían a cochinillo. El día anterior, mis abuelos belgas habían intentado mantener la tradición de ese menú para que ni mis hermanos ni yo estuviéramos pendientes de lo que ocurría en el hospital, por eso habían preparado el cochinillo y la crema de almendras siguiendo la receta de la abuela mallorquina. Mi madre acabó de servir y mi padre soltó:

Fes-te un poc cap a la dreta, que si no, no hi cap.

No le entendí. ¿El qué no cabía? ¿La fuente? ¿La jarra? ¿Mi hermano Jaume, sentado al otro lado de la mesa? ¿O Nico? Mi padre sacudió impaciente la cabeza y aclaró:

—Ahí tiene que sentarse el abuelo.

Lo miramos atónitos.

—Emma, cariño, no le has puesto plato —le decía a mi madre, de pie muy quieta junto a la encimera.

Tras unos segundos que congelaron el silencio, mi madre respondió:

—No tiene gracia.

Mi padre se cabreó:

—¡No querrás dejarlo sin cenar!

Mi madre se sentó. Entonces mi padre se levantó y llenó un plato de crema de almendras, lo dejó junto a mi plato y repitió que me desplazara un poco, porque si no, aplastaría al abuelo. Mis hermanos y yo no sabíamos qué hacer, hasta que a alguien se le ocurrió hablar sobre cualquier cosa. Sobre la nieve. Aquella mañana había nevado. En Palma no nieva nunca.

—¡Chsss! —chistó mi padre—, ¿no oís lo que dice el abuelo? Si el abuelo habla, tenemos que escucharle. Què deies, mumpare?

Pensé que se había vuelto loco. Una pelota de carne bailoteaba en mi boca y se iba haciendo cada vez más grande y dura, imposible de tragar.

Tomaba pastillas vasodilatadoras para evitar un infarto, nunca en su vida había estado tan triste. Decía que la sangre le iba muy deprisa y le llegaba muy rápido al cerebro. Decía que, mientras tomara esas pastillas, sería el hombre más inteligente del mundo.

Dos años después de que el abuelo muriera, el 25 de diciembre de 1998, escribí un texto recordándolo. La abuela dobló la hoja y la metió en su cartera. Aún la lleva siempre encima. Dice que está impaciente por saber qué escribiré cuando ella muera.