2. El minero, el diamante y el cuello de Grand-maman

En una carta fechada en Bruselas el 5 de mayo de 1903, dirigida al que entonces era director de la Real Transmontana de Minas, mi tatarabuelo Louis Nagelmacker prohíbe terminantemente que su padre Jules, que entonces tenía noventa y cuatro años y era el presidente honorífico de la compañía, entre en las galerías. Las minas de Arnao estaban construidas bajo el Cantábrico y, a principios de siglo, se detectaron unas filtraciones de agua que ponían en peligro el negocio, las instalaciones y la vida de los trabajadores, en este orden de importancia según los empresarios.

Los primeros mineros asturianos provenían de familias de campesinos y pescadores. Trabajar bajo tierra y —aún más— en el fondo de aquel mar que engullía a los marineros, en un agujero húmedo y oscuro, a una temperatura que superaba los cuarenta grados, era como descender al mismísimo infierno. No era natural, nada que conocieran o hubieran aprendido a hacer, todo era nuevo, carecían de referentes.

Habían transcurrido doscientos años desde que, a finales del siglo XVII, se perforó otra galería de explotación en Arnao para competir estratégicamente con el carbón de Flandes. Los que se estrenaban como mineros en 1840 lo hacían a ciegas. Picaban la piedra con las mismas herramientas con las que trabajaban el campo. Combatían el miedo, el cansancio y la desorientación de no saber cuándo salía y se ocultaba el sol, a cambio de una casa, el economato, una escuela para sus hijos y un centro recreativo cuyo objetivo era mantenerlos narcotizados en el limbo de la producción. ¿Quién muerde la mano que le da de comer?

Las cosas iban más o menos bien y nadie se quejaba. Pero en 1903, el paternalismo con el que la empresa hispanobelga trataba a sus trabajadores se convirtió en mano dura. Al detectar las primeras filtraciones de agua, los mineros se plantaron: no volverían a bajar a la antesala de aquel hogar de Satanás. Eran fuertes y rudos, y harían cualquier cosa por los suyos, pero ¿morir? ¿De qué servirían muertos? «Esto está a punto de inundarse, ¡no dejaremos que nos pille dentro!», gritaban. Por encima de sus cabezas, la arrogancia de quienes no se manchan y no respiran veneno, la codicia de quienes pretenden sacar de donde sea. Y, sobre todo, la cobardía de los señores.

Las represalias fueron terribles, dignas de los que mandan sin saber (sin querer saber) qué están exigiendo en realidad, porque quienes mandan están arriba, en la superficie, y no sudan, no se angustian y dan órdenes que deben cumplirse para que el mecanismo funcione. A los de abajo los enterraron en vida: las familias de los ciento cincuenta mineros rebeldes despedidos tuvieron que emigrar, la mayoría a Estados Unidos.

¿Cómo actuaban los belgas ante las situaciones críticas? La carta de mi tatarabuelo Louis Nagelmacker atestigua que su padre, el hombre que había descubierto que el zinc sería un buen negocio en 1833 y que, tras fundar la Real Transmontana de Minas en Arnao, se había quedado a vivir en el pueblo asturiano de Salinas, enamorado de sus paisajes, quería echar un vistazo a las galerías pese a sus noventa y cuatro años. Pero ¿cuál era su propósito? ¿Estudiar las grietas y calibrar sus riesgos? ¿O convencer a los mineros de que no corrían peligro? ¿Pretendía presionarlos, como hizo su socio español? ¿O planeaba engañarles? Si la mano de obra no responde, el sistema se derrumba.

A través de la correspondencia archivada entre mi tatarabuelo y el director español de las minas —que he venido a revisar este verano porque quiero averiguarlo todo sobre mi familia—, deduzco que quien tenía plenos poderes era el socio español. Este mantenía informado al consejo de administración belga, disperso entre Bruselas y París. Por eso, cuando los belgas daban su opinión (y no siempre lo hacían), eran prudentes, se limitaban a transmitir sugerencias.

Jules Nagelmacker no llegó a bajar a las galerías por orden expresa de su hijo Louis, entonces presidente de la Real Transmontana. Quizá porque bajar era rebajarse, o simplemente porque no había motivo alguno por el que tuviera que arriesgar su vida, tal vez porque nunca se hubiera manchado las manos; la cuestión es que, aunque conocía el problema, ni lo vio ni lo tocó. Murió cinco años después, y en 1912 las minas se inundaron junto a la empresa y el negocio.

Los trabajadores reafirmaban sus derechos y las protestas. El conflicto apareció en los periódicos y se fundó el sindicato. Y el director de la Real Transmontana de Minas, aquel español que los trataba como si fueran esclavos, ante la fuerza de la nueva asociación que defendía los intereses de los trabajadores, presionó a las familias, infiltró espías entre los rebeldes y utilizó la prensa local y a la guardia civil para amenazarlos.

Su actitud fue tan dura como poco inteligente: estas medidas provocaron importantes pérdidas en la producción. En 1915, las minas se cerraron definitivamente, cuando el carbón se encarecía por culpa de la primera guerra mundial. A partir de entonces, solo quedó en pie la fundición, la Transmontana de Zinc, que mi familia aún presidiría hasta 1983: por lógica hereditaria, mi bisabuelo sería su presidente, mi abuelo el contable y el padre de oncle Claude, el ingeniero.

Aunque mi tatarabuelo Nagelmacker no desautorizó a aquel director español, en cuanto hubo pasado todo y en algunas cartas privadas, le dio a entender que quizás él, en su lugar, se lo habría pensado dos veces, antes de tomar medidas tan drásticas como llevar esquiroles gallegos a las minas. Medidas que fracasaron de todos modos.

Mientras tanto, y como triunfo de la superficie empresarial por encima de la profundidad infernal —ahogada, enterrada y devuelta a su hábitat natural—, todo lo que rodeaba a las minas se mantuvo para los trabajadores de la fundición: los antiguos talleres se reconvirtieron en centros de ocio para los obreros, crearon salones de billar y una biblioteca. En otro local abrieron un cine. En la playa de Salinas, sobre la arena, construyeron cinco bloques de pisos para que vivieran allí. Mañana iré a verlos.

En las naves de la antigua fábrica aún se conserva toda la documentación de su historia que, solo en la inofensiva burocracia de los papeles, también es, en parte, mi propia historia. Una historia perfectamente ordenada en las estanterías. Vida de mentira, decía mi madre. Letra pulcra que cualquiera puede consultar en los archivos.

Un minero se pasa la vida extrayendo carbón de las entrañas de la tierra, hasta que un día se encuentra un diamante. Entonces no sabe qué hacer con él. Acabará adornando el cuello de alguna señora burguesa, provocadora e impertinente, vestida de Chanel, que lleve puestos unos minúsculos zapatos de lujo; será mi bisabuela, la mujer del presidente de la Transmontana, madre de mi abuelo Georges, a quien llamábamos Grand-maman.

Si consultamos la definición de «minar», leemos: 1. Abrir caminos o galerías por debajo de la tierra. 2. Hacer grandes diligencias para conseguir algo. 3. Consumir, destruir poco a poco. 4. Hacer minas cavando la tierra y poniendo artificios explosivos para derribar muros, edificios. 5. Enterrar artificios explosivos para contener el avance del enemigo.