9. Casad a vuestras hijas

Desde que cumplió los dieciocho y durante cuatro años, mi madre vivió en la avenue Gabriel, junto a los Campos Elíseos, allí donde ahora está el Hotel Maxim’s. Aquella era la casa de sus abuelos paternos, el presidente de la Transmontana de Zinc y su mujer, una señora menuda, frágil solo en apariencia, cuyos labios finísimos y ojos hundidos soltaban chispas llenas de sarcasmo. Llevaba collares de perlas y se pasó la infancia de sus hijos postrada por culpa de un reuma extraño. Había ordenado poner un espejo a los pies de su cama y así controlaba lo que hacían sin moverse. Un día se curó de repente.

Grand-maman Bernadette siempre iba vestida de Chanel, tenía unos pies minúsculos y un armario lleno de zapatos preciosos que, por el número tan pequeño que calzaba, nadie pudo heredar. Era una provocadora y silbaba por las calles de París cuando eso no estaba bien visto en una dama. Hablaba sin parar, igual que la abuela, un poco para demostrar su agilidad verbal y su pericia gamberra.

Cuando mi padre la conoció, le deslumbró su elegancia. A veces la acompañaba a misa y, aunque entonces él no acababa de dominar bien el francés, percibió que ella solía repetir las mismas anécdotas y tenía por costumbre acabar las frases con un «hein?» condescendiente. Aquel hein podría traducirse por un: «Me sigues, ¿verdad?».

En uno de esos paseos que mi padre y Grand-maman daban por las calles de París mientras mi madre estudiaba en la universidad, ella le contó que una noche, años atrás, sonó el teléfono en la casa de la avenue Gabriel. Eran pasadas las once, no eran horas de llamar. Contestó:

Allô?

Un desconocido susurró:

Bonsoir.

Ella repitió con una educación impaciente:

Bonsoir.

¿Quién importunaba aquel hogar respetable? ¿Quién osaba interrumpir el descanso familiar? ¡Y a esas horas indecentes! El hombre le preguntó:

C’est toi?

Gran pregunta existencial que solo obtendrá una respuesta:

Oui.

El hombre vaciló y mi bisabuela pudo oír con absoluta claridad cómo tragaba saliva antes de preguntarle:

Est-ce que tu es seule?

Mi bisabuelo estaba en España, en uno de sus viajes de negocios, de manera que mi bisabuela le dijo que sí, que estaba sola, coqueteando con un tono seductor. El hombre se aventuró:

Où es-tu?

¿Y dónde pretendía que estuviera? Si había descolgado el teléfono solo podía estar en un sitio:

Dans mon lit.

El desconocido fue incapaz de reprimir un lujurioso:

Mmmmmh.

Luego permaneció en silencio unos segundos. Grand-maman oyó como si estuvieran friendo huevos en la línea. Por fin, el desconocido soltó de golpe y muy rápido para que ya estuviera dicho:

Je peux y aller?

Mi bisabuela contestó:

Oui, si tu veux.

A Grand-maman le encantaba contar esta historia. La contaba con una inocencia malvada. Ignoraba a casa de qué adúltera desprevenida había mandado a aquel desgraciado. No había mentido. Había contestado tal cual: era ella y estaba sola en la cama.

Mi madre vivió cuatro años en aquella casa señorial, en un apartamento en el segundo piso. Grand-papa y Grand-maman vivían abajo, y en el tercero estaban los padres de oncle Claude. Cada domingo, mi madre comía con sus abuelos, y un mayordomo impecable atendía rígido junto a la puerta. A veces, Grand-maman le preguntaba qué opinión tenía sobre algo, solo entonces el mayordomo hablaba. Después de comer, mis bisabuelos invitaban a mi madre al teatro.

Emma hubiera querido estudiar Políticas en Madrid, pero sus padres tenían entendido que aquella facultad, en los setenta, estaba llena de comunistas y anarquistas, y por eso la enviaron a París. Se matriculó en Sciences Po, pero la carrera no le gustaba. Tampoco le gustaba que Grand-papa hiciera que el chófer la llevase a la universidad. El chófer era tan elegante y anticuado como aquel Daimler-Benz que Emma le pedía que detuviera dos calles antes de llegar a la Sorbona para bajarse y fingir que había ido a pie. Se pasaba aquellos viajes hundida en el asiento para que nadie la viera.

De los tres meses que mi madre hizo Políticas no recuerda nada. Sus compañeros llevaban corbata y maletín, la mayoría de las alumnas buscaba marido. Tiene un agujero en la memoria. Cuenta que comía mucho queso y mucha mantequilla. Tuvo colesterol y después, anemia.

Aunque sacó unas notas excelentes —y ante el disgusto de sus profesores, que intentaron que recapacitara—, Emma cambió de carrera y se apuntó a Psicopedagogía. Con aquel gesto, reorientó su vida.

Mientras realizaba las prácticas en un hogar infantil, conoció a Margot, que tenía un viejo 4L blanco, y así pudo rechazar amablemente los servicios del chófer de su abuelo. Margot era pequeña, tenía el pelo rizado, unos dientes que parecían de juguete y siempre caminaba como si fuera de puntillas. Se reía por cualquier cosa, de todo el mundo, y a Emma le cautivó su desparpajo. Defendía la libertad de la mujer y los delfines, igual que Charlotte, su mejor amiga que, por el contrario, nunca creyó en la igualdad. Liberté, oui; fraternité, ça dépend; égalité, jamais!

Charlotte pertenecía a una de las familias más ricas de París. Era una sinvergüenza irreverente y miraba al resto del mundo por encima del hombro. Decía siempre lo que pensaba y se divertía humillando a cualquiera que acabara de conocer.

Es 1975, Emma ha engordado siete kilos por culpa del queso y la mantequilla que conforman su dieta, pero sigue siendo muy guapa. El sol ha aclarado su pelo y bronceado su piel. Su sobrepeso la hace voluptuosa y, bajo la tela de un vestido sencillo, se marcan los lazos del biquini. Emma, Margot y Charlotte tienen veinte años, dinero y ganas de comerse el mundo. El verano anterior conquistaron Portugal. Esta vez recorrerán Andalucía.

Llegan a Huelva durante las fiestas y en todas las pensiones está colgado el cartel de completo. No pasa nada, dormirán en la playa. Aparcan junto a la arena y, en lo que tardan en sacar los sacos del maletero, una nube de mosquitos les pica por todo el cuerpo. Margot es la más práctica y propone volver a la plaza:

—¡Salgamos de juerga toda la noche y ya dormiremos mañana mientras tomamos el sol!

La terraza del bar está llena. La brisa cansada remueve el humo de los cigarrillos. Las tres amigas agitan sus coletas y se sientan en la única mesa que queda libre. Al cabo de un rato llegan ellos. También son tres y, por el modo en que las miran, Emma sabe que se acercarán.

Son un madrileño, un andaluz y un mallorquín que se han conocido en un curso de Humanismo y Comunidad organizado por la Falange, al que también se han apuntado unos cuantos comunistas. Viven juntos en la misma residencia mixta y el madrileño, al enterarse, escribió en la pizarra: «Esto está lleno de pececitos», por el juego de palabras con el PC. Sus compañeras de residencia gritan consignas que escandalizan al mallorquín, que está allí obligado por su padre. Aquellas chicas que le escandalizan dicen cosas como: «A mi casa no quiero que vengas, siempre me follas, nunca me preñas».

Tras una ruptura que le está dando más dolores de cabeza que de corazón, el mallorquín no quiere saber nada de mujeres, de sexo ni de tonterías, y esta es la primera noche que sus amigos han logrado convencerle para que salga. Durante la cena han iniciado una discusión que aún arrastran cuando llegan al bar de la plaza. No hay mesas libres.

—Tenemos dos opciones —dice el mallorquín—, o nos vamos a dormir, o nos sentamos con aquellas tres.

El andaluz le envidia en secreto porque es un seductor que fuma igual que los personajes de Godard. «¿Serías capaz de pedírselo?», pregunta maravillado. El mallorquín se acerca a la mesa y pide permiso para sentarse.

—Haced lo que queráis —contesta Charlotte con su desprecio habitual.

Cogen tres sillas que se han quedado huérfanas en otras mesas y retoman aquella discusión infinita sobre la sociedad de consumo. El mallorquín sostiene que compramos más de lo que necesitamos y que el capitalismo se basa en la obsolescencia y en provocar deseos vacuos, caprichos y adicciones que nos impulsan a seguir consumiendo. El madrileño responde que no hay alternativa: la producción es esencial para conseguir puestos de trabajo y solo así habrá igualdad de oportunidades para todo el mundo. ¡Pero qué dices!, salta el mallorquín, habrá oportunidades para los que puedan pagárselas. ¿Qué tipo de riqueza pretendes conseguir si gastamos todos los recursos? ¿Qué haremos con los residuos?

Entonces, la chica sentada a su lado se vuelve para ponerse de su parte. No se ha fijado mucho en ella. Sí se ha fijado en la del pelo rizado, que tiene más pinta de francesita. La otra tiene pinta de francesota y le asusta un poco. Mi madre no tiene pinta de francesa, habla un castellano perfecto y acaba de darle la razón.

Se da por acabada la discusión. Ellas dicen que no tienen dónde pasar la noche y ellos se ofrecen a hacer un segundo intento en todas las pensiones, a ver si esta vez hay más suerte. Todos menos el mallorquín, que prefiere volver a la residencia. Se ha propuesto pasar un año sabático de mujeres y se va a dormir.

Leo un fragmento al azar de una libreta antigua que he encontrado en mi cuarto. También yo escribí diarios, como mi madre. En la cubierta pone: Cuaderno Mildós. No es que escribiera tantos, pero a partir de un momento dado, empecé a contarlos desde mil. El fragmento dice:

28 de octubre de 1996

Felicidades, papá. Que cumplas cincuenta más. He venido por sorpresa y estás contento. Mañana saldré. Hoy comemos pastel de chocolate y vemos Canal Plus.

Mañana, ya verás, Jaume se pondrá enfermo. No, no será mañana; mañana irá a cenar pizza con los amigos. Será el sábado. El sábado yo también estaré medio enferma, pero porque habré llegado de madrugada (pasadas las cinco) con un buen nivel de alcohol en las venas. LM me habrá besado. LM era mi amor platónico en el instituto. Ya sé que nunca te lo he dicho. Tampoco te dije que salía con mi catequista y acabó siendo mi padrino de confirmación.

La primera vez que el catequista y yo lo dejamos fue por culpa del tal LM. Me gustaba mucho. Me decía gilipolleces por los pasillos, hacía comentarios sobre mi pelo. Le volvía loco mi pelo largo. Pero el viernes, aunque tendré muchas ganas de enrollarme con alguien, no haremos nada. Acabaremos como siempre, papá, con las ganas. Pero cómo puedo contarte esto.

El domingo iremos a Orient con la abuela para celebrar tu cumpleaños y tú, hasta que no llegué, estabas triste porque no ibais a ser seis, iba a faltar yo. He venido y sigues estando triste porque quien no podrá venir al final es Jaume, que tiene fiebre.

Hemos comido sopas mallorquinas y conejo. Te quiero, papá, y tengo que irme a Barcelona. Vendrás el próximo sábado con la excusa de que tienes que ayudarme a instalar el ordenador.