Prefacio[1]

Hace muchos años que está al servicio de mi arte —pero como si fuera ayer— una doncella esbeltísima, pero no por eso nueva en el oficio.

Se llama Fantasía.

Un poco despechada y burlona, si le gusta vestirse de negro, nadie me negará que también muchas veces se viste de colorines, y nadie crea que siempre lo hace todo en serio y de una sola manera. Mete la mano en el bolsillo, saca un gorro de cascabeles, se lo planta en la cabeza, rojo como una cresta, y sale corriendo. Hoy, aquí; mañana, allí. Y se divierte en traerme a casa, para que yo saque cuentos, novelas y comedias, a la gente más descontenta del mundo, hombres, mujeres, niños, envueltos en extraños casos de los que no encuentran la manera de salir; contrariados en sus proyectos, defraudados en sus esperanzas, y con los cuales, en suma, a menudo es una pena tratar.

Ahora bien: esta mi doncella Fantasía, hace ya muchos años, tuvo la mala inspiración y el malhadado capricho de traerme a casa a toda una familia, que no sé dónde ni cuándo habría pescado, pero de la cual —si hemos de creerla— habría podido yo sacar el argumento para una magnífica novela.

Me encontré ante un hombre de unos cincuenta años, con chaqueta negra y pantalón claro, que fruncía el ceño, con ojos huidizos, por mortificación; una pobre mujer enlutada, viuda reciente, que traía de la mano a una niña de cuatro años, a un lado, y a un muchacho de poco más de diez, al otro; una jovencita descocada y procaz, vestida también de negro, pero con un lujo equívoco y descarado, llena de alegre y mordaz desprecio contra aquel viejo mortificado y contra un joven de unos veinte años, que estaba allí retraído y encerrado en sí mismo, como rencoroso con todos.

En una palabra: los seis personajes, tal y como se los ve ahora en el escenario, al principio de la comedia. Y tan pronto uno como otro, incluso a veces quitándose la palabra, se ponían a contarme sus tristes casos, a gritarme cada uno sus propias razones, a exhibir ante mis barbas sus desatadas pasiones, poco más o menos, como lo hacen en la comedia al desventurado director.

¿Qué autor podrá decir jamás cómo y por qué un personaje le nació en la fantasía? El misterio de la creación artística es el misterio mismo de la creación natural. Una mujer, amando, puede desear llegar a ser madre; pero el deseo solo, por intenso que sea, no bastará. Un buen día se encontrará con que es madre, sin saber exactamente lo que ha pasado. Así, un artista, viviendo, acoge en sí tantos gérmenes de vida, y jamás puede decir cómo y por qué, en un momento dado, uno de esos gérmenes vitales se le inserta en la fantasía para convertirse en una criatura viva en un plano de vida superior a la existencia cotidiana.

Sólo puedo decir que, sin haberlos buscado, me los encontré delante de mí, vivos y tangibles, tan vivos que hasta oía su respiración, aquellos seis personajes que ahora se ven en la escena. Y allí presentes, cada uno con su secreto tormento y todos unidos por el origen y desarrollo de sus recíprocas vicisitudes, esperaban que yo los hiciera entrar en el mundo del arte, componiendo con sus personas, con sus pasiones y con sus casos una novela, un drama o, por lo menos, un cuento.

Como habían nacido vivos, querían vivir.

Tengo que decir que a mí no me ha bastado nunca representar un personaje de hombre o de mujer, por especial y característico que sea, por el solo placer de narrarla; describir un paisaje por el solo placer de describirlo.

Hay escritores —y no pocos— que tienen ese gusto, y, satisfechos, no buscan otro. Son escritores de naturaleza más propiamente histórica.

Pero hay otros que, además de ese gusto, sienten una necesidad espiritual más profunda, por lo que no admiten personajes, vivencias, paisajes, que no estén embebidos, por decirlo así, de un sentido particular de la vida y no adquieran un valor universal. Son escritores de naturaleza más propiamente filosófica.

Yo tengo la desgracia de pertenecer a estos últimos.

Odio el arte simbólico, en el cual la representación pierde todo movimiento espontáneo para convertirse en máquina, en alegoría; esfuerzo vano y equivocado, porque el solo hecho de dar sentido alegórico a una representación muestra claramente que ya se la tiene por fábula, que por sí misma no tiene la menor verdad, ni fantástica ni real, y que está hecha para la demostración de una verdad moral cualquiera. La necesidad espiritual de que yo hablo no se puede satisfacer sino algunas veces, y con un fin de superior ironía —como en el caso de Ariosto—, con tal simbolismo alegórico. Esta necesidad parte de un concepto, y de un concepto que se hace o trata de hacerse imagen; aquélla, en cambio, busca en la imagen, que debe quedar viva y libre de sí misma en toda su expresión, un sentido que le dé valor.

Ahora bien: por más que yo busqué, no conseguí descubrir ese sentido en aquellos seis personajes. Y por eso estimé que no valía la pena hacerlos vivir.

Yo pensaba: «He afligido ya tanto a mis lectores con centenares y centenares de cuentos… ¿Para qué voy a afligirlos otra vez con la narración de los tristes casos de estos seis desgraciados?»…

Y, pensando así, los alejaba de mí. Mejor dicho, intentaba por todos los medios alejarlos.

Pero a un personaje no se le da vida en vano.

Criaturas de mi espíritu, aquellos seis vivían ya una vida que era la suya propia, que había dejado de ser una vida que ya no estaba en mi poder negársela.

Tanto es así que, persistiendo yo en mi decisión de arrojarlos de mi espíritu, ellos, ya casi separados de todo apoyo narrativo, personajes de una novela desprendidos por prodigio de las páginas del libro que los contenía, seguían viviendo por su cuenta; aprovechaban ciertos momentos de mi jornada para presentarse ante mí, en la soledad de mi despacho, y unas veces uno, otras otro —otras, los dos a la vez—, venían a tentarme, a proponerme tal o cual escena para que la representara o la escribiera, los efectos que podrían sacarse de ella, el nuevo interés que podría suscitar cierta situación insólita…, ¡y qué sé yo!

Yo me dejaba vencer un momento, y cada vez aquella condescendencia mía de dejarme coger un poco bastaba para que ellos sacaran un nuevo provecho de mi vida, un aumento de evidencia, y por eso mismo también un poco más de eficacia persuasiva sobre mí. Y así, poco a poco, cada vez se me hacía más difícil volver a librarme de ellos, y a ellos más fácil volver a tentarme. Llegó un momento en que fueron para mí una verdadera obsesión. Hasta que se me ocurrió la manera de salir de aquella situación.

«¿Por qué —me dije— no presento este novísimo caso de un autor que se niega a dar vida a algunos de sus personajes, nacidos vivos en su fantasía, y el caso de estos personajes que, teniendo infusa ya en ellos la vida, no se resignan a permanecer excluidos del mundo del arte? Ellos se han separado ya de mí, viven por su cuenta; han adquirido voz y movimiento; en esta lucha que han tenido que sostener conmigo por su vida se han convertido, pues, por sí solos, en personajes dramáticos, personajes que pueden hablar y moverse solos; se ven ya a sí mismos como tales; han aprendido a defenderse de mí, y sabrán defenderse de los demás. De manera que voy a dejarlos ir a donde suelen ir los personajes dramáticos para tener vida: a un escenario. Y a ver qué pasa.»

Así lo hice. Y ocurrió, naturalmente, lo que tenía que ocurrir: una mezcla de lo trágico y lo cómico, de lo fantástico y de lo real, en una situación humorística completamente nueva y sumamente complicada; un drama que —por sí solo y por medio de sus personajes, que respiran, hablan y se mueven, que lo llevan y lo sufren dentro de sí mismos— quiere encontrar a toda costa la manera de ser representado, y la comedia de la inútil tentativa de su representación improvisada. Primero, la sorpresa de aquellos pobres actores de una compañía dramática que están ensayando, de día, una comedia en un escenario lleno de bastidores y decorados; sorpresa e incredulidad cuando ven aparecer ante ellos a seis personajes que se anuncian como tales en busca de autor; luego, inmediatamente después, por aquel imprevisto desfallecimiento de la Madre, con su rostro cubierto por un velo negro, su instintivo interés por el drama que adivinan en ella y en los otros componentes de aquella extraña familia, drama oscuro, ambiguo, que viene a caer tan impensadamente sobre aquel escenario vacío, que no estaba preparado para recibirlo; y, poco a poco, el aumento de este interés al irrumpir las pasiones que contrastaban, ya en el Padre, o en la Hijastra, o en el Hijo, o en aquella pobre Madre; pasiones que intentan, como he dicho, convertirse en hechos vívidos, con una trágica furia desgarradora.

Y he aquí que aquel sentido universal, buscado primero inútilmente en aquellos seis personajes, lo encuentran ahora ellos, después de haber ido solos al escenario; consiguen encontrarlo en sí mismos, en la excitación de la lucha desesperada que cada uno tiene contra el otro, y todos contra el Director de la compañía y los actores, que no los comprenden.

Sin querer, sin saberlo, en la agitación de su estado de ánimo, cada uno de ellos, para defenderse de las acusaciones del otro, expresa como suyos la viva pasión y el tormento que durante tantos años fueron el trabajo de mi espíritu: el engaño de la comprensión recíproca, fundado irremediablemente en la vacua abstracción de las palabras; la múltiple personalidad de cada uno, según todas las posibilidades de ser que se encuentran en cada uno de nosotros, y, en fin, el trágico conflicto inmanente entre la vida que se mueve continuamente y la forma que la fija, inmutable.

Sobre todo, dos personajes de los seis, el Padre y la Hijastra, hablan de esta atroz e inderogable fijeza de su forma, en la cual el uno y la otra ven expresada para siempre, inmutablemente, su esencia, que para el uno significa castigo y para la otra venganza; y la defienden contra las afectadas muecas y la inconsciente volubilidad de los actores, e intentan imponérsela al Director, que quisiera alterarla o acomodarla a las llamadas exigencias del teatro.

En apariencia, los seis personajes no están todos en el mismo grado de formación; pero no porque se encuentren entre ellos figuras de primero y de segundo plano, esto es, «protagonistas» y «personajes secundarios» —lo que sería una elemental perspectiva, necesaria en toda arquitectura escénica o narrativa—, ni porque estén todos completamente formados para lo que han de servir. Todos ellos, los seis, están en el mismo punto de realización artística, y todos en el mismo plano de realidad, que es el fantástico de la comedia. Sólo que el Padre, la Hijastra, y también el Hijo, están realizados como espíritu; la Madre lo está como naturaleza; como «presencia», el Muchacho, que mira y realiza un gesto, y la Niña, completamente inerte. Este hecho crea entre ellos una perspectiva de un género nuevo. Inconscientemente había tenido yo la impresión de que necesitaría hacer aparecer a algunos de ellos más destacados —artísticamente—; a otros, menos, y a otros, apenas dibujados como elementos de un hecho que hay que narrar o representar: los más vivos, los más completamente creados, el Padre y la Hijastra, que llegan, naturalmente, más adelante y guían y arrastran tras ellos el peso casi muerto de los otros: uno, el Hijo, reacio; otro, la Madre, como una víctima resignada entre aquellas dos criaturas que apenas si tienen otra consistencia que la de su apariencia.

¡Y en efecto! En efecto, tenían que aparecer precisamente cada uno en aquel estadio de creación lograda en la fantasía del autor en el momento en que éste quiso arrojarlos de su mente.

Ahora, cuando lo pienso, el haber intuido esta necesidad, el haber encontrado inconscientemente la manera de resolverla con una nueva perspectiva y el modo como la encontré, todo me parece un milagro. El hecho es que la comedia fue verdaderamente concebida en una iluminación espontánea de la fantasía, cuando, por prodigio, todos los elementos del espíritu se responden y trabajan en un divino acuerdo. Trabajándolos en frío, por mucho que los hubiera trabajado, ningún cerebro humano hubiera conseguido nunca penetrar y poder satisfacer todas las necesidades de su forma. Por eso, las razones que voy a dar para aclarar sus valores no deben entenderse como preconcebidas por mí cuando me dispuse a su creación —ni se crea que ahora me toca defenderlas—, sino únicamente como descubrimientos que yo mismo he podido hacer después con la mente reposada.

He querido representar seis personajes que buscan un autor. El drama no consigue ser representado precisamente porque falta el autor que ellos buscan; y, en cambio, se representa la comedia de esa inútil tentativa, con todo lo que tiene de trágico por el hecho de que esos seis personajes han sido rechazados.

Pero ¿se puede representar un personaje rechazándolo? Evidentemente, para representarlo, es preciso, al contrario, acogerlo en la fantasía y después expresarlo. Y yo, en efecto, he acogido y realizado esos seis personajes; pero los he acogido y realizado como rechazados: en busca de otro autor.

Es preciso entender ahora qué es lo que he rechazado de ellos; no a ellos mismos, evidentemente; pero sí su drama, que, sin duda, les interesa, sobre todo a ellos, pero a mí no me interesa en modo alguno, por las razones ya indicadas.

Y ¿qué es el propio drama para un personaje?

Todo fantasma, toda criatura de arte, para existir, debe tener su drama; es decir, un drama del cual es personaje y para el cual es personaje. El drama es la razón de ser del personaje, es su función vital, necesaria para existir.

Yo, de aquellos seis, acogí, pues, la existencia, rechazando la razón de existir; tomé el organismo, confiándole, en lugar de su función propia, otra función más compleja, y en la cual la suya propia apenas si participaba como circunstancia. Situación terrible y desesperada, especialmente para los dos —Padre e Hijastra— que tienen más interés que los otros en vivir y tienen más conciencia de ser personajes que los otros, es decir, absoluta necesidad de un drama, del propio drama, que es el único que pueden imaginarse en sí mismos y que ven rechazado; situación «imposible», de la que sienten que deben salir a toda costa, porque es cuestión de vida o muerte. Es muy cierto que yo, como razón de existir, como función, les he dado otra, que es precisamente esa situación «imposible», el drama de estar en busca de autor, rechazados; pero que ésa sea una razón de ser, que se haya convertido para ellos, que ya tenían vida propia, en la verdadera función necesaria y suficiente para existir, ni siquiera pueden sospecharlo. Si alguien se lo dijera no lo creerían, porque no es posible creer que la única razón de nuestra vida esté toda en un tormento que nos parece injusto e inexplicable.

Por eso no puedo imaginarme por qué se me reprochó que el personaje del Padre no era lo que debía haber sido, porque salía a veces de su cualidad y posición de personaje, invadiendo y haciendo suya la actividad del autor. Yo que entiendo a los que no me entienden, comprendo que el reproche viene del hecho de que ese personaje expresa como propio un trabajo del espíritu que está reconocido como mío. Lo que es muy natural y no significa absolutamente nada. Aparte de que ese trabajo del espíritu en el personaje del Padre deriva, y es sufrido y vivido, de causas y por razones que nada tienen que ver con mi experiencia personal, consideración que por sí misma dejaría sin consistencia a la crítica, quiero aclarar que una cosa es el trabajo inmanente de mi espíritu, trabajo que yo puedo legítimamente —porque lo hago orgánico— reflejar en un personaje, y otra cosa es la actividad de mi espíritu desarrollada en la realización de esta obra; es decir, la actividad que consigue formar el drama de esos seis personajes en busca de autor. Si el Padre fuera partícipe de esa actividad, si contribuyera a formar el drama de estar esos seis personajes sin autor, entonces sí, y sólo entonces, estaría justificado decir que a veces era el mismo autor, y por eso no era el que debía ser. Pero el Padre, eso de ser «personaje en busca de autor» lo sufre y no lo crea, lo sufre como una fatalidad inexplicable y como una situación que con todas sus fuerzas trata de remediar y de rebelarse contra ella: auténtico «personaje en busca de autor», y nada más, aunque exprese como suyo el trabajo de mi espíritu. Si él fuera partícipe de la actividad del autor, se explicaría perfectamente aquella fatalidad; se vería acogido, después de todo, en la matriz fantástica de un poeta, y ya no tendría razón para padecer aquella desesperación de no encontrar quien afirme y componga su vida de personaje; quiero decir, que aceptaría de bastante buen grado la razón de ser que le da el autor, y, sin pesar, renunciaría a la propia, enviando a paseo al Director y a los actores, a los cuales —¡al contrario!— ha recurrido como a una tabla de salvación.

En cambio, hay un personaje, el de la Madre, al que no le importa en absoluto no tener vida, si se considera el tener vida como un fin en sí. Ella no tiene la menor duda de que ya está viva; ni le ha pasado jamás por la imaginación preguntarse cómo, por qué, ni de qué manera lo esté. En suma: no tiene conciencia de ser personaje; por eso ni por un momento se sale de su «papel». No sabe que tiene un «papel».

Esto hace al personaje completamente orgánico. En efecto, su papel de Madre no tolera por sí mismo, en su «naturalidad», movimientos espirituales; y ella no vive como espíritu: vive en una continuidad de sentimiento que nunca tiene solución, y por eso no puede adquirir conciencia de su vida, que es tanto como decir de su «ser personaje». Pero, con todo y eso, también ella busca, a su modo y para sus fines, un autor; hasta cierto punto, parece contenta de haber sido llevada delante del Director de la compañía. ¿Quizá porque también ella espera tener vida por medio de él? No; porque espera que el Director le haga representar una escena con el Hijo, en la que ella pondría tanto de su propia vida; pero es una escena que no existe, que nunca tuvo lugar ni podría tenerlo. ¡Tan ajena está ella de ser personaje, es decir, tan inconsciente de la vida que puede tener, fijada y determinada toda, momento por momento, en cada gesto y en cada palabra!

Ella se presenta con los otros personajes en el escenario, pero sin comprender lo que ellos le obligan a hacer. Evidentemente, se imagina que la manía de tener vida que les ha entrado al marido y a la hija, y por la cual se encuentra ella también en un escenario, no es otra cosa que una de las acostumbradas extravagancias de aquel hombre atormentado y atormentador y —horrible, horrible— una nueva cabezonada de aquella pobre muchacha descarriada. Los casos de su vida y el valor que han adquirido ante sus ojos, su mismo carácter, son todo cosas que dicen los otros, y que ella sólo una vez contradice, porque el instinto maternal se subleva y se rebela en ella para aclarar que ella no quería de ninguna manera abandonar ni al hijo ni al marido; porque al hijo se lo quitaron, y el marido la obligó al abandono. Pero rectifica circunstancias. No sabe ni se explica nada.

Es, en suma, naturaleza. Una naturaleza fijada en una figura de madre.

Este personaje me ha dado una satisfacción completamente nueva, que no va callada. Casi todos mis críticos, en lugar de calificarlo, como acostumbran, de «nada humano» —que parece ser el peculiar e incorregible carácter de todos mis personajes, sin distinción—, han tenido la bondad de consignar, «con verdadera complacencia», que por fin había salido de mi fantasía una figura humanísima. El elogio me lo explico así: que estando mi pobre Madre completamente ligada a su actitud natural de madre, sin posibilidad de libres movimientos espirituales, esto es, casi como un tronco de carne enteramente viva en todas sus funciones de procrear, amamantar, cuidar y amar a su prole, sin necesidad alguna por eso de hacer actuar al cerebro, ella realiza en sí el verdadero y perfecto «tipo humano». Y es cierto, porque parece ser que en un organismo humano nada es más superfluo que la inteligencia.

Pero los críticos, con ese elogio, han querido despachar a la Madre, sin cuidados de penetrar en el núcleo de valores poéticos que ese personaje significa en la comedia. Humanísima figura, sí, porque está privada de espíritu, esto es, inconsciente de ser lo que es, o despreocupada de explicárselo. Pero el hecho de ignorar que es personaje no la libra de serlo. Y ése es su drama en mi comedia. Y su más viva expresión salta en aquel su grito al Director, cuando él trata de convencerla de que todo ha ocurrido en el pasado, y que, por consiguiente, no puede ser motivo de nuevo llanto: «¡No! ¡Ocurre ahora, ocurre siempre! ¡Mi dolor no ha terminado, señor! ¡Yo estoy viva y presente siempre, en cada momento de mi dolor, que se renueva vivo y presente en cada instante!». Esto lo siente ella, sin conciencia y, por eso, como algo inexplicable; pero lo siente de modo tan terrible, que ni siquiera piensa que sea algo que ella pueda explicarse a sí misma o a los demás. Lo siente, y basta. Lo siente como dolor, y este dolor, inmediato, grita. Así se refleja en ella la fijeza de su vida en una forma que, de otra manera, atormenta al Padre y a la Hijastra. Éstos, espíritu; ella, naturaleza; el espíritu se rebela contra ello, o trata de aprovecharlo como puede; la naturaleza, si no está animada por el estímulo del sentido, solamente llora.

El conflicto inmanente entre el movimiento vital y la forma es condición inexorable no sólo del orden espiritual, sino también del natural. La vida que se ha fijado, para existir, en nuestra forma corporal, poco a poco va matando su forma. El llanto de esta naturaleza fijada es el irreparable y continuo envejecer de nuestro cuerpo. Del mismo modo, el llanto de la Madre es pasivo y perpetuo. Mostrado a través de tres facetas, valorado en tres dramas diversos y contemporáneos, aquel inmanente conflicto encuentra así en la comedia su más completa expresión. Y, además, la Madre declara también el particular valor de la forma artística —forma que no comprende y no mata su vida, y que la vida no consume— en aquel su grito al Director. Si el Padre y la Hijastra volvieran a empezar su escena cien mil veces seguidas, siempre, en el momento fijado, en el punto en que la vida de la obra de arte debe ser expresada con aquel su grito, éste resonaría siempre, inalterado e inalterable en su forma, pero no como una repetición mecánica, no como un retorno obligado por necesidades externas, sino cada vez más vivo y como nuevo, nacido de improviso así para siempre, embalsamado vivo en su forma inmarcesible. Lo mismo que, siempre que abramos el libro, encontraremos a Francesca viva confesando a Dante su dulce pecado; y si volvamos a leer aquel pasaje cien mil veces seguidas, otras tantas volverá a decir Francesca sus palabras, no repitiéndolas mecánicamente, sino diciéndolas por primera vez cada vez, con tan viva e improvisada pasión, que Dante se desmayará al oírlas cada vez. Todo lo que vive, por el hecho de vivir, tiene forma, y por eso mismo tiene que morir; excepto la obra de arte, que vive para siempre, precisamente porque tiene forma.

El nacimiento de una criatura de la fantasía humana, nacimiento que es el paso por el umbral entre la nada y la eternidad, puede ocurrir también improvisadamente, teniendo por gestación una necesidad. En un drama imaginado hace falta un personaje que diga o haga cierta cosa necesaria; y he aquí que el personaje ha nacido, y es precisamente aquel que debía ser. Así nace Madame Paz entre los seis personajes, y parece un milagro, más bien un truco sobre aquel escenario preparado realísticamente. El nacimiento es real, el nuevo personaje está vivo, no porque ya lo estuviera, sino porque ha nacido felizmente, como implica precisamente su naturaleza de personaje que podemos llamar «obligado». Por eso ha ocurrido una rotura, un cambio imprevisto en el plano de la realidad de la escena, porque un personaje puede nacer así en la fantasía del poeta, no en las tablas de un escenario. Sin que nadie se haya dado cuenta, ha cambiado de repente la escena: he vuelto a recogerla en mi fantasía, sin retirarla, sin embargo, de los ojos de los espectadores; les he mostrado a éstos, en lugar del escenario, mi fantasía en el acto de crear, bajo la especie de aquel mismo escenario. La improvisada e incontrolable mutación de un plano de realidad a otro es un milagro de la especie de los que realiza el santo que hace mover su imagen, que en aquel momento ya no es de madera ni de piedra; pero no es un milagro arbitrario. Aquel escenario, aun acogiendo la realidad fantástica de los seis personajes, no existe en sí mismo como dato fijo e inmutable, como no existe nada establecido ni preconcebido en esta comedia: todo se hace, todo se mueve, todo se intenta improvisadamente. Incluso el plano de realidad del lugar en el cual se cambia y vuelve a cambiarse esa informe vida que anhela tener su forma, llega así a alejarse orgánicamente. Cuando yo concebí la idea de hacer nacer de repente a Madame Paz en el escenario, sentí que podía hacerlo, y lo hice; si hubiera advertido que ese nacimiento iba a mermar y a reformar silenciosa y casi inadvertidamente, en un instante, el plano de realidad de la escena, seguramente no la habría hecho, paralizado por su aparente falta de lógica. Y habría cometido una desventurada mortificación contra la belleza de mi obra, de lo cual me salvó el fervor de mi espíritu; porque, contra una engañosa apariencia lógica, aquel fantástico nacimiento es sostenido por una verdadera necesidad en misteriosa y orgánica correlación con toda la vida de la obra.

Y el que alguien me diga ahora que la comedia no tiene todo el valor que podría tener, porque su expresión no está compuesta, sino que es caótica, porque peca de romanticismo, me hace sonreír.

Comprendo por qué me ha sido hecha esa observación. Porque en mi obra la representación del drama en que se ven envueltos los seis personajes aparece tumultuosa y no procede nunca ordenadamente: no hay desarrollo lógico, no hay concatenación de los acontecimientos. Es muy cierto. Ni buscándolo con candil habría podido encontrar un modo más desordenado, más extravagante, más arbitrario y complicado, de representar el drama «en que están envueltos los seis personajes». Es muy cierto; pero yo no he representado ese drama, en absoluto. He representado otro —¡no voy a repetir cuál!— en el que, entre las demás cosas bonitas que cada uno puede encontrar, según sus gustos, hay precisamente una discreta sátira contra los procedimientos románticos. En esos mis seis personajes, tan acalorados todos por superarse en el papel que cada uno de ellos tiene en cierto drama, mientras yo los presento como personajes de otra comedia que ellos no conocen ni sospechan, así como en aquella agitación pasional suya, tan propia de los procedimientos románticos, está expuesta humorísticamente, subrayada en el vacío, esta sátira. Y el drama de los personajes, presentado no como se hubiera organizado en mi fantasía, sí lo hubiera acogido, sino así, como drama rechazado, no podía subsistir en mi obra sino como «situación», y en cualquier forma de desarrollo no podía manifestarse sino por ligeros indicios, tumultuosa y desordenadamente, en trozos violentos, de un modo caótico; continuamente interrumpido, desviado, contradicho, e incluso negado por uno de los personajes, y ni siquiera vivido por otros dos de ellos.

En efecto, hay un personaje —el que «niega» el drama que lo hace personaje, el Hijo— que saca todo su valor y su relieve del hecho de ser personaje, no de la «comedia todavía no escrita» —en la que apenas si aparece—, sino de la representación que yo he hecho de ella. En suma: es el único que vive solamente como «personaje en busca de autor»; tanto, que el autor que él busca no es un autor dramático. Esto tampoco podía ser de otro modo; cuanto más orgánica sea la actitud del personaje en mi concepción, más lógico es que determine una mayor confusión y desorden en la situación y otro motivo de mayor contraste romántico.

Pero este caos, orgánico y natural, era precisamente lo que yo tenía que representar; y representar un caos no significa en absoluto representar caóticamente, esto es, románticamente. Y que mi representación no tiene nada de confusa, sino que está perfectamente clara, sencilla y ordenada, lo demuestra la evidencia con que, a los ojos de todos los públicos del mundo, resaltan la trama, los caracteres, los planos fantásticos y realísticos, dramáticos y cómicos de la obra, y cómo, para el que tiene ojos más penetrantes, se destacan los valores insólitos que contiene.

Grande es la confusión de las lenguas entre los hombres, cuando críticos así llegan a encontrar la palabra para expresarse. Confusión tan grande, como perfecta, es la íntima ley de orden, que, en todo obedecida, hace típica y clásica mi obra y pone el veto a toda palabra encaminada a su hundimiento. En efecto, cuando comprendí —antes que nadie— que no se crea vida artificialmente, y que el drama de los seis personajes no podrá representarse nunca, por falta de autor que lo valorice en el espíritu, por instigación del Director, vulgarmente ansioso de conocer cómo ocurrió el hecho, este hecho es recordado por el Hijo[2] en la sucesión material de sus momentos, privado de todos los sentidos, y por eso sin necesidad siquiera de la voz humana, cuando aparentemente desasistido por el poeta cae inerte sobre la escena, tras la detonación de un arma de fuego, y estropea la inútil tentativa de los personajes y de los actores.

El poeta, sin que ellos lo supieran, casi mirando de lejos, estuvo esperando, durante todo el tiempo de aquella tentativa suya, para con ella y de ella sacar su obra.

Obras completas
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