ACTO PRIMERO

Una sala de la Pensión Zonchi, vasta habitación de casa vieja en la que el enjalbegado nuevo no consigue ocultar la vetustez. En el foro, una ancha y alta puerta de cristales deja adivinar el oscuro vestíbulo de entrada que tiene en el fondo; a su vez, una puertecilla se abre sobre la escalerilla del huerto, de la cual se ve el rellano con la barandilla de madera descolorida. El fondo, tras esta barandilla, es un cielo luminoso, porque la casa se eleva en lo alto de una colina; desde el rellano se goza de una bonita vista sobre el valle y se domina la carretera que sube a la colina, dándole dos veces la vuelta.

La puerta de cristales, una vez cerrada, no deja ver el vestíbulo de entrada, porque a cierta altura tiene sobre los cristales unos visillos de muselina azul celeste, nuevos, colgados torpemente con unas varillas.

En la sala, el acostumbrado moblaje de las viejas pensiones de provincia, dispuesto con meticulosa simetría. Una estufa de porcelana; un canapé de estilo antiguo, sillones y sillas acolchadas, adornados con almohadones y bordados hechos en casa; una mesita no menos antigua, con un gran espejo de ancho marco, rameado y dorado, recubierto por un trozo de tul, de un azul amarillento, para preservarlo de las moscas; jarritos con flores de papel; una rinconera con figuras de vieja mayólica; oleografías vulgares, un poco ennegrecidas, en las paredes, y un reloj antiguo que da las horas y las medias horas con lánguido sonido de campana lejana.

Puertas laterales a derecha e izquierda.

Es una clara mañana de finales de abril.

(Al levantarse el telón, están en escena don CAMILLO ZONCHI, el propietario ROGHI, la viuda NÁCCHERI y su hija GIUDITTA. Estas dos, de pie, en el rellano de la escalera del huerto, miran hacia el valle, la NÁCCHERI con unos gemelos, la hija, GIUDITTA, haciendo pantalla con la mano, tratando de ver si a lo lejos, en la carretera que sube hacia la colina, se ven los coches que regresan de la estación ferroviaria. Don CAMILLO ZONCHI y ROGHI están en la sala; el primero, sentado en una silla cerca de canapé; el otro, de pie. La viuda NÁCCHERI, que cuenta unos cincuenta años, lleva una curiosa peluca ondulada con unos ricitos que le caen sobre la frente, todo ello sujeto dentro de una redecilla. El rostro, demacrado, anguloso, con los ojos de color claro y hundidos, da la impresión de una máscara blanca de polvos torpemente pintada; produce el horrible efecto de un cráneo maquillado. Viste juvenilmente, y quiere disfrazar su edad moviéndose con ridícula ligereza y embelleciéndose grotescamente. Habla a su cuñado en tono casi legítimamente imperioso; a su hija, con constante malhumor, pues se siente celosa de ella, y a los demás con lánguida importancia de señora venida a menos. Su hija, GIUDITTA, tiene veintiocho años; abandonada por su marido, es humilde y tolerante; tiene cabellos lacios, rostro amarillento y demacrado, y el aire asustadizo de una pobre bestia recogida por caridad. Don CAMILLO ZONCHI tiene cincuenta y cuatro años, es canónigo de la Colegiata y maestro de escuela. Es un hombrecillo moreno, ictérico, nervioso, con ojillos maliciosos. Soporta el escandaloso dominio de su cuñada bullendo interiormente de cólera. Dueño de la pensión, figura como huésped de la NÁCCHERI, a quien, por lo menos en apariencia, deja la dirección. Va sin sotana, con una larga chaqueta de sarga negra, cuello de clérigo cosido al chaleco, calzones, medias de lana y zapatos con hebillas de plata. El propietario ROGHI, que cuenta unos cuarenta años, es un hombretón pesado, triste, con barba de varios días. Lleva una cazadora, un viejo sombrero blanco y gruesas botas de campo con espuelas.)

DON CAMILLO. —(A la espera, dirigiéndose a las dos mujeres que miran desde la escalera del huerto.) ¿No, eh?

ROGHI. —(Después de una breve pausa.) Será un poco temprano aún.

NÁCCHERI. —(Avanzando desde la escalera, furiosa y echando veneno.) Puedes estar seguro de que si estuviesen a la vista, entre yo y la Giuditta, es a mí a quien deberías preguntar, porque con esto (muestra los grandes gemelos y subrayando las palabras), si estuviesen a la vista, vería mejor yo que ella.

DON CAMILLO. —¡Ah, no! Ten paciencia, Marianna. Incluso con esto (muestra los lentes y se los pone en la punta de la nariz), entre el señor Roghi y yo, veo menos yo que él.

ROGHI. —¡Ah, sí, gracias a Dios, la vista…!

NÁCCHERI. —¡Yo también, señor Roghi, yo también! No tengo necesidad de usar lentes, ¿sabe usted…? Ni para leer, ni para coser, ni para ver aquí ciertas cosas que sabe Dios si tendrían que verse…

DON CAMILLO. —¡Vamos, vamos, Marianna! No se trata ahora de las cosas que puedan verse aquí dentro, sino de ver si vienen los coches por el valle, de regreso de la estación.

GIUDITTA. —(Que ha seguido mirando.) ¡Ahí están! ¡Ahí están! ¡Los dos! Pero van hacia abajo… (NÁCCHERI corre a mirar con los gemelos.)

DON CAMILLO. —¿Hacia abajo? ¿Cómo es posible, hacia abajo?

GIUDITTA. —¡Sí, sí! ¡Y ahí va otro! El coche de Dodo.

NÁCCHERI. —¿De Dodo? ¡Cómo! ¡Si el de Dodo es el primero!

GIUDITTA. —No, mamá, fíjate bien; es el tercero.

NÁCCHERI. —¡El primero, te digo!

DON CAMILLO. —El primero o el tercero, si van hacia abajo…

NÁCCHERI. —(Volviéndose hacia su cuñado, viperina.) ¡Os digo que es el primero!

ROGHI. —Me parece difícil que puedan distinguirse uno de otro a tanta distancia. Desde aquí arriba tienen que verse pequeños, así de pequeños. (Señala la punta del índice.) Y a Dodo, perdóneme, señora, le he visto yo salir de la plaza después que los demás.

NÁCCHERI. —Esto no quiere decir nada, porque Dodo tiene un caballo que es un demonio. Aunque salga el último, llega siempre el primero.

GIUDITTA —(A su madre, sin dejar de mirar.) Y es verdad, mira, mira; ha pasado ya delante del segundo y está a punto de pasar al primero. ¡Es él, sin ninguna duda! (NÁCCHERI se encoge de hombros y entra en la sala.)

DON CAMILLO. —No sé, seguramente llevaría retraso esta mañana. A esta hora, de costumbre… (el reloj toca las once) mira, son las once; los demás días, a las once, están de regreso y se ven en la segunda revuelta de la carretera. A propósito, Giudi… (Se interrumpe, con cierto embarazo, tratando de volverse atrás), es decir…, quería…

NÁCCHERI. —(De nuevo viperina, llamándola.) ¡Giuditta! ¡Ven, corre, que tu tío quiere preguntarte otra cosa!

DON CAMILLO. —(Como antes.) ¡Oh, nada, nada…! Quería saber algo que… (esforzándose en dar a su rostro expresión enérgica), algo que me parecía mejor preguntarle a ella que a ti.

NÁCCHERI. —(Con expresión de desafío.) ¡Pues bien, díselo! ¡Sepamos de qué se trata!

DON CAMILLO. —(Volviéndose a ROGHI.) He mostrado al señor profesor, antes de que se marchase, la conveniencia de hacer parar al regreso el coche debajo de nuestro huerto, para tomar el atajo, en lugar de tener que hacer, con el coche al paso, toda la vuelta hasta aquí, hasta la cima.

NÁCCHERI. —(Como antes.) ¿Y qué más?

DON CAMILLO. —Quería preguntar a Giuditta si se ha acordado de ir a abrir el portillo de allá abajo, del huerto.

NÁCCHERI. —¿Nada más? (Volviéndose a su hija, que se mantiene aparte, mortificada.) ¡Vamos, contesta a tu tío! ¿Te has acordado?

GIUDITTA. —(Mirando hacia otro lado, contrariada.) ¡Claro que sí! ¡Está abierto!

NÁCCHERI. —(Con una reverencia irónica a su cuñado, como si lo hiciese por cuenta de su hija.) Está abierto. ¡Orden del tío! ¡Me extrañaría que no se hubiese acordado! ¡Si hubiera obedecido así a su marido! No me hubiera tocado tenerla ahora en casa, a mi cargo, ni verde ni madura…

ROGHI. —Pero… ¿es seguro que regresará el profesor esta mañana? No quisiera esperarle inútilmente…

DON CAMILLO. —¡Oh, en cuanto a volver, con seguridad que vuelve!

NÁCCHERI. —¡Pues me gustaría ver que no volviese! ¡Ah!, ya estoy harta, ¿sabes?

DON CAMILLO. —¡Por Dios, Marianna!

NÁCCHERI. —¡Harta! ¡Harta! ¡Harta!

DON CAMILLO. —Quédate tranquila, que regresará… Pero… no le oculto, querido Roghi, que me parece difícil (difícil, por no decir imposible), que quiera aceptar su invitación.

ROGHI. —¿Ni siquiera para una simple consulta?

DON CAMILLO. —Ni… siquiera para eso…

ROGHI. —A mí me bastaría con que viese a mi pobre hijita…

DON CAMILLO. —¡Oh, si consigue usted que vaya a verla…! ¡Dicho y hecho, la opera y la salva!

ROGHI. —¡Ojalá lo quisiera Dios! Vendría a buscarlo en seguida con el automóvil.

GIUDITTA. —¡Como ser, es la caridad en persona!

DON CAMILLO. —Pero no puede. Comprenderá, después del milagro, que…

NÁCCHERI. —(Interrumpiéndolo.) Y a fe que era necesario ese milagro.

DON CAMILLO. —(Con una mirada a su cuñada, pasando por alto la interrupción.) ¡Una vez extendida la fama, todos querrían tenerle!

ROGHI. —Pero como ayer, ante una necesidad, fue a Sarteano, ¿no podría hoy…?

DON CAMILLO. —No podrá. Tendrá más de veinte peticiones, por no decir más.

NÁCCHERI. —¡Y no faltaría más sino que, por caridad hacia los demás, nos tuvieses aquí a nosotros en este desorden un mes todavía!

DON CAMILLO. —Además, tiene allí, en Merate, a su hija…, tendrá sus asuntos. Había venido sólo para un día…

NÁCCHERI. —¡Y han transcurrido cuarenta y cinco!

GIUDITTA. —Parece que la muchacha no sabe todavía nada.

ROGHI. —¿Ah, sí? ¿De que la madre está aquí?

DON CAMILLO. —(Guiñando el ojo y señalando con la mano la puerta de la derecha.) Cuidado…, cuidado… Se ha levantado ya de la cama. (Misteriosamente, a ROGHI.) ¡Ah, querido Roghi, no sé cómo no hemos perdido todos el seso!

ROGHI. —¿Con aquel juez, verdad?

DON CAMILLO. —¡Pero qué juez, ni qué…! ¡No le llamemos juez, por caridad!

GIUDITTA. —(Muy bajo, afligida.) ¡Loco, hay que llamarle!

DON CAMILLO. —(Enérgicamente.) ¡Sí, loco de atar!

GIUDITTA. —(Tristemente.) ¡Las que nos hizo ver!

DON CAMILLO. —(Colérico, con más energía aún.) ¡El diablo era! ¡Todos los diablos del infierno! ¡No me hagan pensar en ello!

NÁCCHERI. —(Que ha estado mirando al tío y a la sobrina.) Fíjese, fíjese, señor Roghi, cómo hablan ahora los dos…

DON CAMILLO. —¿Y cómo hablamos?

NÁCCHERI. —Una, con suavidad, con gran suavidad (imitando a su hija, con voz nasal): «¡Las que nos hizo ver!». Y el otro, como el ron que da sabor al pastel (imitándole también a él): «¡El diablo! ¡Todos los diablos del infierno!».

ROGHI. —(No pudiendo contener la risa.) ¡Tiene usted ganas de bromear, señora Marianna!

DON CAMILLO. —¡Ya! ¡Como si fuese el momento oportuno…! ¿O es que no es verdad que aquí se ha visto al diablo?

NÁCCHERI. —¡No! ¡No está bien el diablo en casa de un sacerdote como tú! ¡El terremoto, se dice! Y crea, señor Roghi, que me hubiera divertido mucho verlos en danza a los dos, al tío y a la sobrina, si por causa suya no me hubiese tocado danzar a mí también…

DON CAMILLO. —Si se pudiesen saber las cosas con antelación…

NÁCCHERI. —¡Gran mérito, saberlas después…!

DON CAMILLO. —¿Podría jamás suponer que el marido vendría aquí?

NÁCCHERI. —¡Claro que podía, si le llamaste tú mismo!

DON CAMILLO. —¡No, señor! ¡Nada de esto! Si le escribí a Merate fue a causa de mi ministerio sacerdotal; apenas recibida la confesión…

ROGHI. —¡Ah! ¿Cuando la señora…?

DON CAMILLO. —Precisamente. Cuando quiso confesarse. Para morir en paz con todos, pidió al marido, por mi intervención, perdón de sus errores. El profesor podía contestar a mi carta con otra carta. Pues, no, señor. Por su bondad, quiso venir a conceder el perdón con su presencia.

ROGHI. —¿Y encontró aquí al otro?

DON CAMILLO. —Sí, al otro, que se había dejado caer en Perugia al amanecer, pocas horas después de que la señora se hubiese herido. Con la confusión, al principio, no nos habíamos dado siquiera cuenta.

GIUDITTA. —No sabíamos quién era la señora…

DON CAMILLO. —Le vimos a él al lado de la cama, llorando; lloraba como no he visto nunca llorar a nadie.

ROGHI. —¡Vaya! ¡Era el amante!

NÁCCHERI. —¡Sí, sí, el amante! ¡Qué amante, ni qué…! Uno de tantos… El último.

ROGHI. —¡Ah…! ¿Porque la señora… había acabado mal?

NÁCCHERI. —¡Bah…, cosas…, cosas de la guerra!

GIUDITTA. —¡Bajo, por caridad!

NÁCCHERI. —¡Cuántos escrúpulos! ¡No vale la pena de tener tantas consideraciones…!

DON CAMILLO. —Al menos por el profesor.

NÁCCHERI. —Sí…, que pagará el gasto. Las molestias, entretanto, seguro que no las paga. Ya van dos meses, por ahora.

DON CAMILLO. —¡Oh, cuántas palabras! (Después, hipócritamente, a ROGHI) Ella abandonó el lecho conyugal hace trece años, y… (No termina la frase, y entorna los ojos, haciendo con las manos un gesto de indulgencia.)

NÁCCHERI. —(Imitando con una mueca el gesto de su cuñado, con aire compungido.) Y…, y… (Súbitamente, recalcando las palabras:) Aquí, para dar el ejemplo, amigo mío, todos tenemos buena voluntad, pero una buena voluntad para hacernos daño con la indulgencia y la tolerancia que Dios, esperémoslo, no nos tendrá en cuenta allá arriba; porque aquí abajo, no hacemos más que reírnos unos de otros, te lo aseguro…

DON CAMILLO. —¡Eso no es verdad!

NÁCCHERI. —(Recalcando aún las palabras.) ¡Ah, me parece que no faltan sitios a propósito en Valdichiana! ¡Y en cuanto a pensiones para la cura de aguas, me parece que no hay sólo la mía! Pues bien…, ¡esta señora tenía que venir a caer aquí, en nuestra casa! Pero es culpa suya, ¿sabe usted? (Señalando a su cuñado.) Suya y de ésta. (Señala a su hija.)

GIUDITTA. —Yo tengo siempre la culpa de todo…

NÁCCHERI. —¡Si para ti no fuese siempre el Evangelio todo lo que hace y dice tu tío…! Y así, ¿comprendes?, todas las calamidades se me acumulan aquí… ¡Ah, no madurará nunca nada aquí… (canturreando), hay demasiada palabrería…!

DON CAMILLO. —La vi llegar por la noche, en el coche de Dodo… Sola, triste, melancólica, con una maletita… Yo regresaba de la escuela…

NÁCCHERI. —¡Yo no estaba!

GIUDITTA. —Se lo dijimos muy claramente, mamá, que la pensión no estaba abierta todavía a los forasteros.

NÁCCHERI. —¡Entonces no se la debía haber admitido!

DON CAMILLO. —Una señora sola, de noche… Insistió, pidiéndonos albergue al menos hasta el día siguiente…

GIUDITTA. —(Levantando las manos al cielo.) Y por la noche…

NÁCCHERI. —Un disparo, amigo mío, que me hizo pegar un salto de a palmo sobre la cama. En el silencio de la casa…

ROGHI. —¿Apuntó al vientre?

DON CAMILLO. —¡Qué va! Al corazón había querido apuntar…

NÁCCHERI. —¡Eso lo supones tú!

DON CAMILLO. —¡Claro que sí! Manos de mujer, ¿comprende usted? Al apretar el gatillo, el cañón se inclinó. Se hirió en el vientre.

GIUDITTA. —Acudimos todos. La pobre…, sobre la cama…

NÁCCHERI. —¡La pobre…, sí, claro!

ROGHI. —¡Vamos, en aquel estado…!

DON CAMILLO. —Blanca como un papel, sonreía como para pedirnos perdón y decía que no era nada. Ésta salió en busca de un médico… (Señala a GIUDITTA.)

ROGHI. —¿Del doctor Baila?

DON CAMILLO. —Sí. ¿Sabe usted cómo es?

ROGHI. —¡Que si lo sé…! ¡Está dejando que mi pobre hijita se acabe…!

DON CAMILLO. —Y también aquí dijo, en efecto, que no había nada que hacer; cuando, en cambio, una vez hubo venido el profesor, se vio que de operarla a tiempo no hubiera habido peligro; mientras que, cuando la operó él, el marido; cuatro días después, había ya infección, estaba casi agonizante, era un caso ya desesperado.

GIUDITTA. —¡Y aquel loco que no quería! ¡No quería…!

ROGHI. —¿Ah, sí…? ¿El amante? ¡Vaya! ¿No quería que el marido la operase?

DON CAMILLO. —¡Qué va! ¡La que armó! Quería llevársela en brazos, tal como estaba, moribunda, para que no pudiese tocarla…

ROGHI. —¡Qué horror!

DON CAMILLO. —Porque decía que si el marido la salvaba estaba perdida para él.

GIUDITTA. —¡Y prefería que se muriese!

ROGHI. —¿Y el marido? ¿Cómo pudo soportar su presencia, junto a su mujer?

DON CAMILLO. —¡La tomó conmigo!

NÁCCHERI. —¡Qué gusto!

DON CAMILLO. —¡Ya! ¡Como si yo no hubiese hecho todo lo posible para que se marchara antes de que él llegase! ¡No hubo manera! No quiso marcharse ni siquiera cuando llegó el profesor, que, al fin y al cabo, era el marido.

(En este momento GIUDITTA saldrá de nuevo a ver si se ven llegar los coches de regreso.)

NÁCCHERI. —¡Y cómo le hizo frente! ¡Había que verle!

ROGHI. —¿De veras?

DON CAMILLO. —Con el pretexto, ¿comprende usted?, de que delante de la muerte no hay celos que valgan y que el marido no podía meterse con él después de trece años, y de todo lo que había pasado. ¡Tuvo que venir la policía a sacarle de allí!

GIUDITTA. —(Desde el rellano de la escalera del fondo, anunciando:) ¡Aquí están los coches! ¡Ya regresan! (NÁCCHERI acude contoneándose patosamente.)

DON CAMILLO. —¡Por fin!

GIUDITTA. —(Con un grito de espanto.) ¡Oh, Dios mío! ¡Pero si es él! ¡Él que viene de nuevo!

ROGHI. —¿Quién?

DON CAMILLO. —¿El loco? ¿Viene de nuevo?

NÁCCHERI. —¡Él, sí, él, él! ¡Volvemos a empezar otra vez!

DON CAMILLO. —¡Cómo! ¿Y qué querrá ahora?

GIUDITTA. —(Retirándose, asustada.) ¡Viene corriendo! Ha saltado por el muro de la huerta.

ROGHI. —¡Vaya desfachatez!

DON CAMILLO. —¡Y de nuevo en ausencia del profesor! Se lo encontrará aquí entre pies.

NÁCCHERI. —¡Y qué contento viene! Hace unos ademanes… Así… Así… (Agita los brazos en el aire.)

DON CAMILLO. —¡Ayúdenos, querido Roghi! ¡No hay que dejar que vea a la señora…! ¡Vámonos, vámonos todos allí! (Señala el vestíbulo exterior y sale empujando a todos los demás.) Cerremos esta puerta. Cerremos esta puerta… (Vuelve a cerrar la puerta de cristales, saliendo con ROGHI, NÁCCHERI y GIUDITTA.)

(Casi en el mismo momento se abre la puerta de la derecha y aparece FULVIA GELLI, vacilante, asustada, palidísima, como una persona que acaba de ser arrancada a las garras de la muerte. Hay aún en sus ojos algo hosco, sombrío. Tiene el rostro endurecido, petrificado, y hay en él una especie de desesperación triste e indiferente a todo. Habiendo venido a Valdichiana solamente a morir, y hallándose, al levantarse ahora del lecho, desprovista de todo, se ha puesto, a falta de otra cosa, su traje de aventurera y de perdida, que contrasta violentamente con la expresión de su rostro. Contrasta aún más con esa expresión el magnífico y abundante cabello que lleva en desorden, descaradamente teñido de un color rojo encendido que enmarca en una llamarada fulgurante el rostro desesperado. No ha tenido fuerzas para abrocharse el traje sobre el pecho, que está casi al descubierto y aparece provocativo, aunque involuntariamente, porque hay en ella un evidente desdén y un verdadero odio íntimo hacia su bella persona, como si fuese algo que desde hace tiempo ya no le pertenece y no supiese siquiera cómo es, no habiendo nunca compartido el placer que los demás han encontrado en ella y no habiendo hallado, por el contrario, sino hastío en su vida anterior.

Avanza algunos pasos por la sala en dirección a la puerta de cristales cerrada, a través de la cual llegan las voces apagadas de las dos mujeres, de don CAMILLO y de ROGHI, que tratan de cerrar el paso a MARCO MAURI. En un momento dado, sin embargo, éste, escapando a todos con gesto violento, irrumpe en la estancia abriendo de par en par la puerta y se precipita sobre FULVIAa quien él llama Flora—, abrazándola, estrechándola frenéticamente contra su pecho. Tiene unos cuarenta años, es moreno, flaco, con ojos luminosos y huidizos, de loco; casi alegres, sin embargo, en su feroz exageración, alegres y elocuentes. Su cabello es negro y abundante, pero ya en parte gris, peinado con raya en medio. Sus cejas, sumamente pobladas. Habla y gesticula con aquella especie de teatralidad propia de las pasiones exaltadas; teatralidad ardiente y sincera, pero que, por momentos, parece darse cuenta de sí misma y manifiesta entonces sus remordimientos, con gestos iracundos o adoptando improvisadamente, casi como una compensación, tonos confidenciales, que producen, por contraste y sin transición, un curiosísimo efecto.

FULVIA, al principio, trata de rechazar, casi con odio, el abrazo; después, subyugada, sofocada por aquel frenesí, en el extravío de la debilidad que el mal reciente le ha dejado, cede y se abandona como una muerta en sus brazos.)

MAURI. —(Escapando al grupo y abriendo la puerta.) ¡Fuera de aquí todos, os digo! (Precipitándose sobre FULVIA y abrazándola.) ¡Flora! ¡Flora mía! ¡Flora! ¡Flora! ¡Libre! ¡Estoy libre! ¡Vuelvo a ti libre…! ¡Me he liberado de todo y de todos! (Notando que ella se abandona en sus brazos, desfalleciendo.) ¡Flora mía! (A este grito, don CAMILLO, ROGHI, NÁCCHERI y GIUDITTA, que han entrado en la sala detrás de MAURI y que, aturdidos ante aquella violencia, han quedado asustados y suspensos mirando el frenético abrazo, acuden apresuradamente, amenazadores, gritando todos a la vez.)

ROGHI. —¡Pero no ve usted, por Dios, que no se sostiene en pie!

DON CAMILLO. —¿Qué violencias son éstas?

GIUDITTA. —¡Se ha desmayado! ¡Se ha desmayado!

MAURI. —¿Desmayado? ¡No…! ¡Flora! ¡Flora!

DON CAMILLO. —(Agresivo.) ¡Vamos, déjela! ¡Déjela y salga inmediatamente de aquí!

MAURI. —(Sin escucharle, sosteniendo a FLORA.) ¡Flora mía…! Flora… Flora…

DON CAMILLO. —(A las mujeres.) Pero… ¡quitádsela de las manos! (GIUDITTA y NÁCCHERI avanzan un paso.)

MAURI. —(Gritando, amenazador.) ¡Que nadie me la toque!

DON CAMILLO. —¡No pertenece a usted!

MAURI. —¡Sí, me pertenece! ¡A mí solo!

DON CAMILLO. —¡No, señor! ¡No, señor! ¡Está aquí el marido!

MAURI. —¡Pues que venga! ¿Dónde está…? ¡Que me la arranque de los brazos, si se atreve!

ROGHI. —(Viendo a FULVIA en los brazos de MAURI, tan desfallecida que está a punto de caer.) Pero ¡tiéndala aquí, por lo menos, de momento! ¡En nombre de Dios! (Señala el canapé.)

GIUDITTA. —(Corriendo a ayudarle a transportar a FULVIA) ¡Venga, venga, yo le ayudo…!

MAURI. —(Transportando a FULVIA sobre el canapé.) ¡Les digo que no es nada! Ahora volverá en sí…

GIUDITTA. —Voy a buscar las sales… (Sale corriendo por la puerta de la izquierda y regresa al poco rato.)

NÁCCHERI. —(A su cuñado.) ¿Pero quién eres tú, aquí? ¿Eres el dueño, sí o no?

ROGHI. —(A don CAMILLO.) ¡Ésta es su casa al fin y al cabo!

MAURI. —(Alzándose súbitamente, con los ojos saliéndose de sus órbitas, grita, recalcando sílaba por sílaba:) ¡No, señor! ¡Ho-tel!

DON CAMILLO. —(Encarándose con él.) ¿Eh? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Quién le ha dicho que esto es un hotel? ¿Dónde está escrito?

MAURI. —Allí, sobre la puerta: «Pensión Zonchi»…

DON CAMILLO. —¡Sí, señor…, pero en verano! Ahora no es época, ¿comprende? ¡Es mi casa y recibo en ella a quien me place y me parece!

MAURI. —(Gritando.) ¡No chille así!

DON CAMILLO. —(Extrañado, casi sorprendido.) ¿Eh, soy yo el que chilla?

MAURI. —Además, es inútil. No me voy.

DON CAMILLO. —Usted se marchará, se marchará, porque…

NÁCCHERI. —(Interviniendo y terminando la frase.) …¡porque ésta no es su casa!

DON CAMILLO. —(Continuando.) …y no tiene nada que hacer aquí, ¿comprende? (MAURI, por toda respuesta, al ver a GIUDITTA regresar con las sales, se inclina sobre FULVIA para hacérselas respirar.)

MAURI. —(A GIUDITTA) ¡Déme…! ¡Déme…!

DON CAMILLO. —(A ROGHI, indicándoselo.) ¿Ve cómo entiende cuando quiere?

MAURI. —(Inclinado sobre FULVIA) ¡Flora mía, estoy aquí…! ¡Vamos! ¡Vamos! Estás salvada, curada… Y yo libre…, ¡libre!, ¿comprendes? ¡Y ahora te voy a llevar conmigo!

DON CAMILLO. —(Avanzando un paso, resuelto.) ¡Ah, no!, ¿sabe usted? ¡De esto puede estar seguro! ¡Usted no se lleva a nadie!

MAURI. —¿Me lo impedirá usted?

ROGHI. —(Avanzando.) Podría, en rigor, impedírselo yo también…

DON CAMILLO. —¡No, no, querido Roghi, ya lo hará el marido, que estará aquí dentro de un momento!

MAURI. —¡Y yo he venido para hablar con él…!

DON CAMILLO. —Le echaré otra vez de aquí.

MAURI. —¡Me gustaría verlo! ¡No se había querido matar por él, esta mujer! ¡Por mí, por mí se había querido matar! ¡Y yo, por ella… yo, Marco Mauri… he abandonado mi cargo, a mi familia, a mi mujer y a mis hijos! (Mirando a todos, en mirada circular; después, decidido, a ROGHI) Vea si es posible que alguien me separe ahora de ella…

DON CAMILLO. —(Viendo que FULVIA, socorrida por GIUDITTA, empieza a volver en sí y mira, como extraviada.) Ella misma lo hará… sí, ella misma, la señora…

MAURI. —(Volviéndose súbitamente y acercándose a ella.) ¿Tú, Flora? ¿Me rechazas tú también? (FULVIA levanta una mano para mantenerle alejado y se vuelve hacia DON CAMILLO, aún aturdida, pero de nuevo sombría.)

DON CAMILLO. —Le ruego que crea, señora, que ha entrado a la fuerza, aprovechando la ausencia del profesor.

FULVIA. —(Levantándose.) ¿Qué quiere… usted, todavía de mí?

DON CAMILLO. —¡Eso es! ¡Eso es! ¡Tal como yo le he dicho!

MAURI. —(Casi trastornado.) ¡Flora…! ¡Dios mío…! ¿Me tratas de usted?

FULVIA. —(Con sequedad.) ¡Pero si casi no le conozco!

DON CAMILLO. —¡Y usted la ha engañado, a esta señora! ¡Lo sé!

MAURI. —(Violentísimo.) ¡Cállese usted!

DON CAMILLO. —¡La ha engañado! ¡La ha engañado! ¡Me lo ha dicho ella!

MAURI. —(A FULVIA) ¡Cómo! ¿Apenas me conoces? ¿A mí, Flora? ¿A mí, que te he dado toda mi vida?

FULVIA. —(Con náuseas.) ¡Acabe ya de una vez de hablar en este tono!

MAURI. —(Como antes, desfalleciendo.) ¡Ah, Dios mío! ¿Cómo hablo…? Si eres tú, Flora…

FULVIA. —Yo no me llamo Flora.

MAURI. —¡Fulvia, sí, Fulvia, lo sé! ¡Pero tú misma quisiste que te llamase Flora…!

FULVIA. —(Con crudeza desdeñosa.) ¿Y va a decir también delante de estos señores en qué circunstancias ocurrió eso?

MAURI. —(Herido.) ¡No…! ¿Yo…? ¡Ah…! Entonces, ¿es verdad que me desprecias?

FULVIA. —(Volviendo a sentarse, absorta, concentrada en sí misma, murmura, con sequedad.) Yo no desprecio a nadie.

MAURI. —(Insistiendo.) ¿Es porque te engañé?

FULVIA. —(Exasperada.) ¡Le digo que no!

MAURI. —(Volviéndose hacia DON CAMILLO.) ¿Me lo echa en cara? ¡Pero si yo mismo grité aquí, delante de todos, que llevaba dentro de mí el dolor de un doble remordimiento! ¡Incluso lo grité delante de tu marido! ¡Todos éstos son testigos de ello! ¡Díganlo, digan si no le grité que era un impostor! ¡Impostor, sí, impostor! ¡Porque había «venido a perdonar»! ¡Él… a perdonar! ¡Cuando hubiera debido caer de rodillas delante de ti y pedirte perdón! ¡Como yo! ¡Como yo! ¡Así! (Cae delante de ella de rodillas y grita:) ¡Porque a esta mujer la hemos engañado todos!

FULVIA. —(Se incorpora para sentarse, lentamente, y dice con desesperada fatiga.) ¡Dios mío, todavía esta comedia…! ¡Qué asco!

MAURI. —(Como si se viese con los ojos de ella; de rodillas, sin conseguir todavía levantarse.) ¡Ah, sí, asco, tienes razón! ¡Me veo, me doy cuenta yo mismo…! (Se cubre el rostro con las manos y dice, llorando:) Pero no soy yo, es mi pasión, Flora… No soy yo quien grita, es ella. Me da asco de mí mismo al oírme gritar así, pero no puedo evitarlo. ¡No quisiera gritar y grito! (Se levanta al fin resueltamente, como si de improviso, a la fuerza, reaccionase.) He venido aquí para demostrarte que, a pesar de todo, no te he mentido, ¿sabes? Te dije la verdad, lo que era la verdad para mí; porque… en toda mi vida he tenido nunca a nadie que fuese verdaderamente mío, excepto a ti… ¡y, por pocos días…! Veinte… ¿cuántos fueron? Sólo veinte, en toda una vida…

FULVIA. —Sí, está bien. Veinte y ya han terminado. Por lo tanto, basta ya.

MAURI. —¡No! ¿Cómo, basta? ¡No…! ¿Ahora, que ha terminado precisamente el engaño?

FULVIA. —Pero ¿qué engaño? ¿De qué engaño me habla?

MAURI. —¡Del mío! ¡Del que te hice…! ¡Ha terminado… terminado! ¡Me he liberado! ¡Ahora soy libre!

FULVIA. —(Fijando en él una mirada hosca, como si empezase sólo ahora a prestarle atención, por alguna idea que se maduraba dentro.) ¿De qué es libre?

MAURI. —¡De disponer de mí mismo! ¡Lo he abandonado todo! He dimitido mi cargo. Y mi mujer, ¿sabes?, me ha abierto ella misma la puerta… «¡Vete!…» me ha dicho.

NÁCCHERI. —¡Qué escándalo!

MAURI. —(Volviéndose hacia ella, rápido.) ¡No me ha querido nunca! ¡No ha sabido nunca qué hacer de mí! Vive por sus propios medios; es rica; posee casas y bienes… Sólo por un malvado instinto fue a encontrarla… (señala a FULVIA) allá, en Perugia, y le dijo… (se vuelve hacia FULVIA, que se ha sentado de nuevo, como ausente, siempre absorta en sus pensamientos) ¿Qué te dijo? ¿Qué te dijo…? ¡Aún no lo sé! (Y viendo que FULVIA no responde, prosigue, dirigiéndose a los demás.) Quizá ella, ¿comprenden?, con la ilusión de devolver la paz a una familia, vino aquí decidida a quitarse de en medio. (Acercándose nuevamente a FULVIA, alegre, lanzándose a decirle una cosa que en un momento dado no le parece tan fácil de decir; sin embargo, la dice, dándose ánimos, con una osadía que da un poco de pena y un poco de risa.) ¡Pero ahora el engaño ha terminado! ¡Figúrate que… sí, sí, no me da vergüenza decirlo… ella misma, con sus manos, me dio… un poco de dinero para que me marchase…!

FULVIA. —(Levantando la cabeza, rápida, para impedir que los otros se extrañen.) ¿Y después?

MAURI. —(Aturdido por la inesperada pregunta.) ¿Después? ¿Qué quieres decir?

FULVIA. —¿Qué hará después?

MAURI. —¿Qué haré…? ¡Oh…! ¿No ves que si te tengo a ti, lo tengo todo? ¡Haré cualquier cosa! Empezaré a dar conciertos… Puedo hacerlo… no en las grandes ciudades, se entiende…

FULVIA. —(Fría y extrañamente, levantándose.) Todo esto, me hará el favor de decírselo a él, en cuanto esté de regreso.

MAURI. —(Con júbilo impetuoso, mientras los otros permanecen atónitos.) ¿Yo? ¿A él? ¿Quieres que le diga todo esto?

FULVIA. —(Para cortar en seco, más fría que nunca, volviéndose hacia DON CAMILLO.) Debería estar aquí ya…

DON CAMILLO. —Sí, no sé… este retraso…

MAURI. —¡Y alegremente!, ¿sabes?, ¡se lo diré alegremente…! Y ahora que tú… ¡Soy feliz!

FULVIA. —(Fastidiada.) ¡Por favor… por favor…!

MAURI. —¡Pero no he sido nunca yo, Flora! Tú, en cambio… debes convenir en ello… ¡Has sido tú quien ha querido tomar la cosa en serio! ¡Hacer esto que has hecho…! ¡Vamos…! ¡Por aquel viejo camello!

ROGHI. —(Sin poder contener la risa.) ¡Vaya!

NÁCCHERI. —(Al mismo tiempo, gargarizando.) ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¿Su mujer, un camello?

DON CAMILLO. —(Al mismo tiempo.) ¿No se lo digo yo, que está loco?

MAURI. —(Con perfecta seriedad.) Un camello viejo, se lo aseguro, señores. Tiene nueve años más que yo. Es huraña, pueblerina… Ella la ha visto. (Indicando a FULVIA.) Me casé con ella porque tenía piano.

NÁCCHERI. —(Como antes, más fuerte, sin poder contenerse.) ¡Ja, ja, ja, ja! (La risa se contagia a ROGHI y a GIUDITTA.)

MAURI. —(Como antes, pero un poco irritado.) Permita que le diga, señora, que todo esto no tiene nada de risible.

ROGHI. —(Siempre riendo.) ¡Cómo que no! ¡Tenga un poco de paciencia!

MAURI. —Porque no comprenden ustedes lo que significa caer a los veinticinco años, lleno de ilusiones, en un poblado de mala muerte, más pequeño, más feo, con perdón, que éste suyo, y vegetar en él durante cuatro, cinco, diez eternos años…, haciendo de juez.

ROGHI. —(A DON CAMILLO) ¡Ah, entonces, es de veras juez!

DON CAMILLO. —(Con convicción.) ¡Está loco!

MAURI. —(Súbitamente serio.) He dimitido. ¡Una vida como no pueden imaginar! Una vida como ninguno de ustedes, que se consumen aquí, puede conocer. Ni siquiera tú, Flora, que, no obstante, has conocido todos los horrores de la vida. Pero, Dios mío… ¡son horrores, por lo menos! No una vida hecha de nada. ¡De nada! ¡Todo eran sombras! ¡Silencio de un tiempo que no pasa nunca! No había ni agua para beber. Agua de cisterna, amarga, fangosa… ¡Pero esto no era aún nada! ¡Aquel silencio! ¡Aquel silencio! Figúrense que se notaba hasta un soplo de aire cuando sacudía la cuerda del pozo, allá abajo, en la plaza y la polea chirriaba; mientras que dentro de casa… ¡Ah, una mesa vieja, grasienta, polvorienta, llena de papeles judiciales… y una mosca que se pasea por encima de ellos! Y toda la vida allí, delante de aquella mosca que uno pasa horas y horas mirando… Pues bien, imaginen oír un día, en medio de aquel silencio, el sonido de un piano; el único del pueblo. ¡Corrí a verlo como una flecha! ¡Y sí, señores, me casé con aquella mujer, que tenía más años que yo y me parecía bellísima e inteligentísima, sólo porque tenía un piano! Porque yo he estudiado música, ¿comprenden? ¡No he estudiado nunca leyes! ¡Soy músico! Y aquélla, aquélla con quien me casé, me ha llamado siempre juez. ¡Sí, incluso los hijos me han llamado así! Cuatro, han crecido con ella, en el campo… Son… an-al-fa-betos. ¡También ellos, también ellos, me llaman juez, no me llaman nunca papá! ¡Como su madre, sí, señor! «¿Está en casa el juez?» «¡No, el juez está en el juzgado!». ¡El juez…! (Todos se echan a reír, menos FULVIA.)

ROGHI. —(Entre risas.) ¡Muy bueno! ¡Muy bueno!

MAURI. —¡Ríanse, sí, ríanse! ¡Quiero reírme yo también, ahora! ¡Me he liberado de todo, gracias, a Dios! ¡Con muchísimo gusto! ¡Sí, y con algunas caricias, además…! ¡Yo la habría destrozado, se lo aseguro!

DON CAMILLO. —(Consternado, viendo aparecer por la puertecilla del huerto, en el fondo, a SILVIO GELLI, que avanza hacia aquellas risas.) ¡Oh, bendito sea Dios! ¡Aquí está, por fin, el señor profesor…!

(SILVIO GELLI es de alta estatura, cuenta unos cincuenta años, es huesudo, robusto y lleva lentes de oro. No tiene barba ni bigote. Es casi calvo en la parte superior de la cabeza, pero unos mechones de pelo, rubios y descoloridos, le caen sobre la frente y las sienes. De vez en cuando se los levanta y entonces permanece un momento con la mano en la cabeza, como si reflexionara, con gesto que le es habitual. Tiene el aire, entre aturdido y preocupado, del hombre que atraviesa una gran crisis de conciencia. Pero quiere disimularla. Para lo cual, con frecuencia permanece casi obtusamente impávido, los labios distendidos en una sonrisa fría y vana, expresión involuntaria de un no sé qué burlón que está en su naturaleza y que casi roza, sin que él se dé cuenta de ello, antiguas y malignas pasiones, todavía no apagadas en él, pero sí ya desde hace tiempo domeñadas. Si se hurga un poco en estas «ausencias» de obtusa inercia, que son en él como ambiguos arrestos de defensa moral, se turba y aquella sonrisa vana se convierte en una contraída mueca de dolor, como si tuviese necesidad de que el dolor fuese también físico y de poder sentirlo en sus huesos y en su carne. Después de estas contracciones su fisonomía vuelve a quedar en calma, o mejor dicho, aparece en ella una grave y cansada expresión de probidad, que quisiera mostrarse aparentemente serena, como alejadísima desde hace mucho tiempo de aquellas pasiones que acaban de alterar tempestuosamente su ánimo.

A su entrada, FULVIA se pone en pie con movimiento felino y en el mismo estado de ánimo que trece años antes la llevó a la perdición. Es aquél, posa ella, el momento de la prueba suprema. Y en todo su aspecto habrá, por lo tanto, la firme resolución de afrontar aquella prueba ya meditada y preparada oscuramente durante la escena precedente; la hará a costa de alguna crudeza, poniendo al desnudo, como una llaga viva, su conciencia y la de su marido, con la más brutal sinceridad, valiéndose incluso de la presencia de su alocado amante.)

SILVIO. —(Notando la presencia de MAURI, jovial entre la hilaridad de los demás y el aire de reto de su mujer.) ¿Ah, de nuevo aquí?

MAURI. —(Interrumpiendo.) Sí, señor. Y he venido para…

FULVIA. —(Rápida, interrumpiendo, imperativa.) ¡Déjeme hablar a mí! (Al marido, escuetamente:) Sí, de nuevo aquí. Ruega a todos estos señores que nos dejen solos.

DON CAMILLO. —¡Oh, en seguida, señora! Quisiera tan sólo decir al señor profesor…

FULVIA. —(Interrumpiendo de nuevo, para cortar.) Que este señor ha entrado a la fuerza ¡Está bien!

MAURI. —(A DON CAMILLO, señalando a FULVIA) ¡Pero si estamos ya de acuerdo!

NÁCCHERI. —(A su cuñado.) ¡Si están de acuerdo! ¡Qué historias!

SILVIO. —(A FULVIA.) ¿Le has llamado acaso tú?

FULVIA. —No le he llamado yo. Ya hablaremos de esto.

SILVIO. —Oigo decir que hay un acuerdo.

FULVIA. —¡No hay ningún acuerdo! ¡No es verdad!

MAURI. —Yo he venido por mi voluntad.

FULVIA. —(Como antes.) ¡Espere, para hablar!

DON CAMILLO. —¡Bueno, bueno! ¡Vámonos, vámonos! (Haciendo signo de salir a ROGHI, la NÁCCHERI y GIUDITTA.)

NÁCCHERI. —(Volviéndose.) Eso, eso. Pero digamos nosotros también al señor y a la señora, que nosotros, aquí…

DON CAMILLO. —(Sobre ascuas.) Pero, Marianna, ¿qué dices?

NÁCCHERI. —Digo que estamos a fines de abril, ¡eh!, y que en mayo, lo sabe usted muy bien, empiezan a venir los forasteros para las curas de aguas.

SILVIO. —Cuento, por mi parte, marcharme muy pronto, señora.

NÁCCHERI. —Espero que se acordará de ordenar a sus enfermos esa cura de aguas, señor profesor. Pero, ahora, nosotros tenemos todavía que poner en orden la pensión, compréndalo usted, y…

DON CAMILLO. —Pero no quisiera que el señor profesor creyese…

SILVIO. —Ya sabe usted que tengo razones imperiosas para marcharme cuanto antes.

ROGHI. —Pero si no tuviese que marcharse hoy, señor profesor, yo quisiera…

SILVIO. —(Señalando a su mujer.) Les ruego que…

ROGHI. —Sí, sí, desde luego, atienda a su comodidad, señor profesor… yo puedo esperar…; esperaré, volveré otro día…

DON CAMILLO. —Retirémonos… retirémonos, ahora. (Empuja hacia fuera a ROGHI, a la NÁCCHERI y a GIUDITTA y sale el último, cerrando tras sí la puerta de cristales.)

FULVIA. —(Rápida, nerviosamente.) Mira, Silvio. Este señor, a quien conozco apenas…

MAURI. —(Ofendido, protestando.) ¡Oh, no, Flora!

FULVIA. —¡Le he dicho que me deje hablar a mí!

MAURI. —Sí, pero si dices estas cosas…

FULVIA. —¿Qué quiere que signifique, para una mujer como yo, conocer a alguien mucho o poco? (Volviéndose hacia su marido.) «Flora», ¿has oído? ¡Me llama Flora!

MAURI. —(En tono de reproche.) ¡Fulvia!

FULVIA. —(Precipitadamente.) ¡No, no, Flora, Flora…! ¡Soy Flora! (De nuevo al marido.) A mí se me llama pronto por el nombre y se me trata de tú.

SILVIO. —Yo quisiera saber cuanto antes, cómo y por qué, después de todo lo ocurrido… se encuentra de nuevo aquí este señor.

FULVIA. —Eso es, sí… Este señor, Silvio, cree sinceramente que yo he querido matarme por él. ¡Y no es verdad!

MAURI. —¿Ah, no es verdad?

FULVIA. —No, no es verdad. Lo he hecho por mí. Dígale cómo y dónde me ha conocido. Bastará para hacérselo comprender.

SILVIO. —¡Pero yo no quiero saberlo!

FULVIA. —Estaba detenida.

MAURI. —(Protestando.) ¡No! ¡Nada de eso! ¡Qué dices!

FULVIA. —Sí. Con una citación del juzgado. Complicada en un vulgarísimo delito.

MAURI. —(Como antes.) ¡No lo crea! ¡No lo crea! ¡Fue absuelta libremente!

SILVIO. —¡Le digo que no quiero saberlo!

MAURI. —(Prosiguiendo con ardor.) Vino solamente a declarar. ¡Lo sé muy bien! Fue en Perugia, fíjese bien, apenas un mes después de mi traslado allí. Yo estaba en el despacho del juez, mi colega. Fue en el proceso del asesinato de un tal Gamba.

FULVIA. —Con el cual había ido a Perugia.

MAURI. —Sí, un pintor…

FULVIA. —¿Un pintor? ¡Un miserable obrero de la fábrica de mosaico de Murano!

MAURI. —Sí… había ido allí a restaurar no sé qué mosaico…

FULVIA. —Un granuja que se emborrachaba todos los días.

MAURI. —¡Y le pegaba! ¡Le pegaba!

FULVIA. —Fue encontrado muerto, una noche, en la calle, con la cabeza aplastada. (SILVIO GELLI, con gesto de horror, se pasa la mano por la cabeza.)

MAURI. —(Viendo el gesto de SILVIO GELLI.) ¡Qué horror, eh! «¡Hasta donde había caído!», está pensando, ¿verdad? ¡Vamos, por favor…!

FULVIA. —(Rápida, con energía.) ¡No declame, como de costumbre!

MAURI. —(Sin hacerle caso, prosiguiendo, pero en tono más bajo, dirigiéndose a SILVIO.) Usted se imagina que todo consiste en quitarse de encima, por primera vez, ante los ojos de todo el mundo, el hábito que nos ha impuesto la sociedad. Pruebe de hacerlo, usted que sonríe…

SILVIO. —Yo no sonrío.

MAURI. —¡Ha sonreído…! Pruebe, pruebe de robar una vez cinco liras y de ser descubierto en el momento de robarlas. ¡Ya sabrá usted decirme algo! Pero usted no roba… ¡Claro! Y esta desgraciada no hubiera hecho lo que hizo si usted, su marido…

FULVIA. —(Cortando, con fiereza.) ¡Basta! ¡Le prohíbo que prosiga!

SILVIO. —(Con calma, lentamente.) Yo he venido aquí…

MAURI. —Para perdonar, ya lo sabemos…

SILVIO. —(Rápido, firme, grave.) ¡No! Para reconocer mis antiguos errores para con esta mujer. No esperaba sin embargo que otros aquí, aparte de ella, pudiesen arrogarse el derecho de reprochármelos.

MAURI. —(Rápido, retador.) ¿Y reparar?

FULVIA. —(Como antes.) ¡Espere usted! ¡No sabe lo que está diciendo!

MAURI. —¡No, si digo reparar, Flora! ¡Y lo digo delante de él! Porque también yo tengo mis culpas contra ti. Tú me has perdonado, pero yo estoy aquí para reparar, para reparar…

FULVIA. —(Con gesto de quien no quiere discutir.) Sí, sí, está bien…; eso es…, quería decirte esto, Silvio… Él está dispuesto…

MAURI. —(Insistiendo, retador.) ¡A reparar, sí, a reparar!

FULVIA. —(Exasperada, indignada, gritando.) ¡No tiene usted que reparar nada si yo no le reconozco la falta de que quiere acusarse…! ¡Ésta sí que es buena! Me ha mentido usted…, como tantos… ¿Qué quiere que me importe? (Volviéndose de pronto hacia su marido.) ¿Crees acaso que tienes algún deber hacia mí por haberme salvado? ¡No, ninguno, querido! ¡Gracias!

SILVIO. —(Sorprendido.) ¡Cómo! Yo…

FULVIA. —(Rápida, suplicante, pero en el tono de quien quiere razonar.) ¿Has venido acaso aquí en calidad de médico para operarme?

SILVIO. —No.

FULVIA. —(Como antes.) Pero incluso operándome… cosa que sin embargo nadie te pidió que hicieses…

MAURI. —¡Yo me opuse! ¡Yo me opuse!

FULVIA. —(Como antes, sin hacer caso a MAURI.) Yo, en todo caso, no te lo pedí, ¿verdad?

SILVIO. —(Azorado, abrumado por aquella escena, no sabiendo a qué viene todo aquel interrogatorio.) No, lo hice por…

FULVIA. —(Súbitamente, acudiendo en su ayuda, con un brillo extraño en los ojos.) Por algo irresistible, ¿no es verdad?

SILVIO. —Viéndote en aquel estado…

FULVIA. —Estaba como muerta. Fue un milagro incluso para ti. ¡Si supieses cuánto creo ahora en los milagros…!

SILVIO. —¿A qué conclusión quieres llegar, en resumen?

FULVIA. —A ninguna. A esto. Que no debes creer tampoco tú tener para conmigo ningún deber por haberme… digamos «restituido a la vida», de esa manera. Ningún deber, ningún deber… ¡No los reconozco! ¡Ni de ti ni de nadie! ¡No quiero deberes ni reparaciones!

SILVIO. —¿Y qué piensas hacer, entonces?

MAURI. —Se viene conmigo.

FULVIA. —Vedlo vosotros mismos… Puesto que me encuentro entre un deber que reconozco inexistente y un remordimiento que declaro imaginario…

SILVIO. —¡Tú siempre serás la misma!

FULVIA. —¡Ah, esto sí! ¿Ves? ¡Esto sí, me produce un verdadero placer! Que mi cabello pintado, que este rostro mío de ahora, no te impidan verme aún, frente a ti, la de antes…

SILVIO. —Así te veo ahora… en este momento… No te he visto así durante todos estos días.

MAURI. —¡Ahora estoy yo aquí!

FULVIA. —(Rápida, volviéndose hacia él.) ¡Usted no entra para nada en esto! ¡Ya le he dicho que se callase! (Volviéndose de nuevo hacia su marido.) ¿Me has visto como en otro tiempo? Por esto te has quedado… no sé… como suspenso…

SILVIO. —¿Yo?

FULVIA. —Sí, turbado, vacilante, arrepentido en tu interior… ¡estoy segura!

SILVIO. —Arrepentido, ¿de qué?

FULVIA. —De haber hecho aquí, inconscientemente, más de lo que te habías propuesto.

SILVIO. —¡No, no es verdad…! ¡No es por esto!

FULVIA. —Y, en serio, ¿te crees muy cambiado?

SILVIO. —Podrías deducirlo del hecho de que me encuentres aquí.

FULVIA. —¡Ah…! No esperabas esto, al venir aquí, ¿verdad?

SILVIO. —No, esto no… ¡De veras! No hubiera venido.

FULVIA. —(Rápida, con desprecio.) ¡Entonces puedes marcharte!

SILVIO. —(Conteniéndose.) Me refiero a… tener que verme ante ti, en estas circunstancias… (Señala a MAURI.)

MAURI. —¡De usted, lo sé todo!, ¿sabe? ¡Todo!

SILVIO. —¿Qué es lo que sabe? ¡Lo que le habrá dicho ella! Sólo mis errores. No de lo que he sufrido a causa de ellos.

FULVIA. —¿Has sufrido mucho?

SILVIO. —Mucho… Desde el momento que me han traído aquí… No me obligarás a confesarlo delante de un extraño.

FULVIA. —¡Ah, no, querido, eso no! Porque este extraño está aquí más por ti que por mí.

MAURI. —Y para ella no soy un extraño. (Indica a FULVIA.)

SILVIO. —(Respondiendo a su mujer.) ¿Por mí? ¿Qué quieres decir?

FULVIA. —¡Oh! ¡De un gran profesor como eres ahora, nadie se lo imaginaría, ciertamente! Casi me cuesta a mí misma, decirlo. Pero estoy aquí… así… con éste al lado, o con otro… ¡vamos!, sabes muy bien que es por causa tuya… por ti, como eras antes. ¿Qué quieres? Yo sólo puedo acordarme de entonces… De cuando jugabas conmigo, que tenía apenas dieciocho años, como un gato con un ratón… por el placer de ver hasta dónde habría llegado… Ya lo ves, dónde he llegado. ¿Y tú has sufrido mucho? Me gustaría, por simple curiosidad, saber cómo.

SILVIO. —Ya te he dicho cómo.

FULVIA. —No, perdona; me has dicho más bien que no aciertas a sufrir.

SILVIO. —Te he dicho… que no siento… ni sufrimiento: en mí, en ti… ¡Esto es lo que te he dicho!

FULVIA. —¡Ah, ya! ¡El vacío, vamos!

SILVIO. —Tú no puedes entenderlo. Hay ciertas cosas que no se explican.

FULVIA. —¿No has traído a nadie contigo? (Alude con esto a su hija, y su expresión se hace más sombría que nunca.)

SILVIO. —Me consideraba incapaz de…

FULVIA. —Indigno, ¿no?

SILVIO. —Incluso indigno. Porque he reconocido que habías huido de casa por culpa mía. Y por esto precisamente no he conseguido llenar el vacío que dejaste.

FULVIA. —(Con desprecio.) Pero ¡puesto que dices que has sufrido por mí…!

SILVIO. —No, no como tú crees. Ni aún en este momento. ¡No! He sufrido por la vida, que es así…

MAURI. —¡Ah, esto es verdad! ¡Tiene razón! Yo también, ¿sabe usted?

SILVIO. —(Sin hacerle caso.) Tú, aquí, te matas… otro, allá, enloquece… Hay quien cree razonar y no llega a ninguna conclusión…

MAURI. —(Casi para sí mismo.) ¡La vida es brutal! ¡Si lo sabré yo!

SILVIO. —(Como antes.) Vengo aquí y me digo: «Se muere; quiere morir en paz; ve, ve, acude…». Y mi sentimiento se quiebra, al llegar, contra una realidad que no podía suponer.

FULVIA. —¿Qué quieres hacer, ahora?

SILVIO. —Me has arrojado a la cara, apenas he entrado, a este señor… No sé… Te veo decidida… no sé a qué.

FULVIA. —(Con voz improvisa, como ante un inesperado descubrimiento.) No sabes, querido, cuánta malicia tienes todavía en la mirada, cuando… como sin querer… miras a hurtadillas.

SILVIO. —(Asombrado.) ¿Yo?

FULVIA. —Tú, sí, tú.

SILVIO. —¿Malicia?

FULVIA. —¡Malicia, malicia! ¡Me he dado perfectamente cuenta! Ahora, sí, ahora… cuando te has vuelto a mirar así… (Imita el modo de mirar.)

SILVIO. —Eso es fastidio, quizá… o cansancio.

FULVIA. —No. Es malicia, malicia. ¡La de antes! Incluso ahora tienes que adoptar delante de mí, forzosamente, una actitud estudiada. Ésta u otra. ¡Todos los hombres la adoptáis! Pero olvidáis que las mujeres os han visto en ciertos momentos, cuando no la adoptáis. ¿Me explico? Y por esto se ríen luego para sus adentros, al ver la actitud de los hombres… O sienten despecho, o fastidio. Pero esto ahora no importa…

SILVIO. —¿Quieres liberarme de todo deber hacia ti, para probar si de veras he cambiado o no?

FULVIA. —No, no, no es por esto. Pero… ¿ves tu malicia, la malicia que te decía?

SILVIO. —¡No, Fulvia, créeme! Lo que pasa es que no podría darte prueba alguna de esto, si fuera esto lo que quieres saber.

FULVIA. —¡Ni yo quiero esa prueba! ¿No comprendes que no quiero ahora ligarte a ninguna obligación? Yo soy ahora… la que soy. No quiero aprovecharme de tu venida, atándote a mí por la vida que me has devuelto. De esta vida mía de ahora, de lo que soy ahora, de todo lo que puede ocurrirme en adelante, no me importa nada… ¡absolutamente nada! Y tú serías muy tonto si te dejaras llevar de algún escrúpulo. Has venido aquí porque creías que no iba a sobrevivir. ¡Peor para mí, si no he muerto!

MAURI. —(Con fuerza.) ¡Pero estoy aquí yo, Flora!

FULVIA. —(Con ligereza despreciativa, mostrándolo al marido.) ¿Ves…? aquí lo tienes… está él… Quería decirte esto.

MAURI. —¡Yo…! ¡Yo, que soy todo tuyo!

FULVIA. —(Casi aterrada.) ¡Por caridad… no hable usted de amor! (A su marido.) Como te decía, está aquí, dispuesto a llevárseme con él de nuevo.

MAURI. —¡Sí, conmigo! ¡Y para siempre!

FULVIA. —¡Bravo, querido! Como dicen los novios.

MAURI. —(Con fuerza.) ¡No! ¡Como puedo decírtelo yo!

FULVIA. —(Explicando, como antes, al marido.) Ha dejado por mí a la esposa y a los hijos… Incluso su cargo… ¿no es verdad?

MAURI. —¡Todo!

FULVIA. —¡Y me ofrecerá una bellísima posición! Dará conciertos en provincias. ¡Lástima que la voz, con la vida que he llevado, se me haya enronquecido! Trabajaríamos juntos; él tocaría y yo cantaría. (Se echa a reír, con risa estridente.)

MAURI. —(Ofendido.) ¿Te ríes de mí?

FULVIA. —(Rápida.) ¡No, no, creo en sus dotes de pianista!

SILVIO. —(Desdeñoso.) ¡Vamos, vamos, todo esto es poco serio!

FULVIA. —¿Y te impresiona mucho? A mí, nada. En resumen, os ruego que ninguno de los dos os preocupéis por mí. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Convengámoslo así por las buenas. He vivido así años enteros, querido, día tras día. He carecido de las cosas más necesarias; y el mañana incierto no me asusta ya. El destino puede gastar todos sus caprichos en mí… Soy cosa suya. (Se acerca al marido y le hace un extraño guiño de mujer perdida.) Incluso los tuyos…

SILVIO. —(Palideciendo.) ¿Mis qué?

FULVIA. —(Riendo, pero con una mezcla de llanto, en una convulsión que se irá haciendo cada vez más fuerte, para vencer la cual se atormentará diciendo de sí misma las cosas más crudas.) ¡Pues… los que te pasaste, caprichos que tenías cuando yo era casi una chiquilla y me enseñabas cosas que parecían horribles!

SILVIO. —(Para hacerla reaccionar.) ¡Fulvia!

FULVIA. —Ahora han llegado a serme familiares.

SILVIO. —(Como antes.) ¡Fulvia! ¡Fulvia!

FULVIA. —¡Oh, era algo digno de verse!

SILVIO. —¿Quieres desgarrarte el corazón?

FULVIA. —¡Con tus manos! Se lo he hecho saber a él, ¿comprendes? Por esto suspira tanto por mí. (Súbitamente, recalcando las palabras, en el colmo de la excitación, grita tres veces:) ¡Qué asco! ¡Qué asco! ¡Qué asco! (Suelta una especie de relincho y añade, tras un largo estremecimiento de repulsión, agarrándose el cabello con las dos manos y escondiendo el rostro entre los brazos:) ¡Dios mío, qué asco!

(SILVIO y MAURI se acercan a ella rápidamente, solícitos e impresionados, y mientras la excitación de FULVIA parece ir convirtiéndose en un temblor convulsivo, de frío, hablan al unísono, excitados a su vez:)

SILVIO. —¡No es posible seguir así!

MAURI. —(Suplicante.) Pero ¡cómo, Flora! ¡Si te he considerado siempre una santa! ¡Una santa!

FULVIA. —(De improvisto, levantándose, aún convulsa, pero de nuevo resuelta, poniendo las manos sobre los hombros de MAURI.) ¡Sí, es verdad! ¡Usted, sí! (Corrigiéndose súbitamente.) ¡Tú, sí…! ¡Pero… por favor…, calla!

MAURI. —(Feliz, intentando cogerle una mano para besarla.) ¡Oh, Flora! ¡Gracias!

FULVIA. —(Retirando súbitamente la mano, con asco.) ¡No… no… no!

MAURI. —Me bastará que sientas sólo… pena… esta pena que sientes ante mi amor, y nada más… ¡Nada! Es tan dulce, que me bastará…

FULVIA. —(De prisa.) ¡Sí, sí, está bien! (Volviéndose al marido.) Por lo tanto, será así. Me voy con él… Puedes volver a marcharte, querido, con la conciencia tranquila por haber realizado una buena acción.

SILVIO. —(La mira con expresión de atroz sufrimiento; después, conteniéndose a duras penas, dice): Te ruego, Fulvia, que me saques de esta situación.

FULVIA. —Te lo digo sinceramente, Silvio. El haber venido ha sido una buena acción. De la otra que has realizado, casi sin quererlo, y que no entraba seguramente en tus intenciones al venir aquí, aunque para mí se reduzca a un mal servicio, te digo en conciencia que no puedo ni quiero hacerte responsable; puedes, pues, volver a marcharte con la conciencia tranquila. Mejor dicho, espera… si quieres, (como no me queda nada mío) —¿ves…? soy una mujer del todo vulgar— puedes darme un poco de dinero… como a él le dio su mujer… (Se echa a reír señalando a MAURI.)

MAURI. —(Fuera de sí.) ¡No! ¡Nada de dinero! ¡No aceptes dinero de él, Flora!

FULVIA. —¡Estúpido! ¿No comprendes que no lo hago por nosotros? ¡Lo hago por él! Cuanto más da, mejor para él… Se ve tan claro que (recalcando con intención las palabras) a pesar de que yo haga toda clase de cosas… le queda un cierto remordimiento… Le propongo que lo liquide en dinero contante y sonante.

SILVIO. —(No pudiendo más, firmemente decidido.) ¡Basta ya, Fulvia! ¡Tengo que hablar contigo!

FULVIA. —(Con furor apenas contenido y tono de amenaza.) ¡Ah, no, no! ¡No te arriesgues a hablarme de esto que leo en tus ojos!

MAURI. —(Para sí, sonriendo levemente.) De la hija… de la hija…

SILVIO. —¡Y sin embargo, he de hablarte de ella!

FULVIA. —¡Ay de ti si lo haces! Pero ¿no ves que hace una hora que estoy cubriéndome de fango para impedirte hablarme de esto?

SILVIO. —¿No quieres, pues, que te hable?

FULVIA. —¡No!

SILVIO. —¡Me provocas!

FULVIA. —¡Si incluso has rehuido hablar de ella hace poco!

SILVIO. —Pero te hablo ahora.

FULVIA. —Te desafío a hacerlo, estando tan decidida como estoy (pasa un brazo por el cuello de MAURI) a marcharme con él.

SILVIO. —Está bien. Me voy… Pero, fíjate bien, pierdes todo derecho a acusarme…

FULVIA. —¿Yo? (Volviéndose a MAURI.) ¿Le he acusado de algo? (A su marido.) Te he alabado, te he dado las gracias…, te he dicho que te marchases tranquilo. Eres tú quien sigue aquí, impertérrito. Quieres hablar para encontrar unas excusas que no te pido.

MAURI. —(Como antes.) ¡Ah…, el espejo, el espejo!

SILVIO. —(Desafiante.) ¿Qué espejo es ése?

MAURI. —(Plácido, casi sonriente.) Aquél, mi querido señor, que nosotros mismos nos ponemos delante sin saberlo. Nos lo encontramos delante; nos parece que nos habla otro y somos nosotros mismos… Lo sé muy bien.

SILVIO. —¡Lo sabrá por usted!

MAURI. —Y por ella también, por ella también…

SILVIO. —(A FULVIA.) ¿Por qué me echas en cara un remordimiento que yo mismo te he declarado?

FULVIA. —No, perdona: lo que quiero es quitártelo.

SILVIO. —¿Y cómo? ¿«Cubriéndote de fango», como dices, para aumentármelo?

FULVIA. —(Con otra voz, en tono de desesperada sinceridad, casi humillada, como si hubiese llegado al punto de no poder ya desempeñar su papel.) ¡Dios mío! He pasado tantos días aquí con él… y él mismo ha dicho… como la que yo era antes… con todo el corazón en suspenso… mi corazón de otros tiempos… de cuando estaba en mi casa… mi corazón de madre… ha estado todo estos días esperando que me hablase de la hija… diciéndome: «No te muevas… no te muevas…, ahora es bueno… ha venido… ahora te hablará, ahora te hablará de ella…».

SILVIO. —(Fuerte, vibrante, para cortar la emoción de FULVIA.) ¡Pero si no podía hablarte de ella!

FULVIA. —(Súbita, violenta, cambiando de tono también.) ¿Y por qué quieres hablarme ahora?

SILVIO. —Precisamente para decirte por qué no te he hablado antes.

FULVIA. —¡Ahora no quiero saberlo! ¡Son motivos tuyos!

SILVIO. —¡No, no es por mí! ¡Es por tu hija!

FULVIA. —¿Por causa de ella?

SILVIO. —¡Únicamente a causa de ella!

FULVIA. —Porque me cree muerta, es verdad… Lo sé. Es una vieja historia. ¿Quién se lo ha dicho? ¿Se lo has dicho tú, que había muerto?

SILVIO. —No se lo he dicho yo…

FULVIA. —¿Lo ha creído sola y tú se lo has dejado creer…? Está bien. Basta. Lo suponía. ¿Quieres decir que te es imposible hacer el milagro de hacerme revivir también para ella?

SILVIO. —¡Dime si lo crees, si lo ves posible! No hago más que pensar en esto desde hace un mes. Lo pensé en seguida, en cuanto vi la posibilidad de que te salvases. Tú esperabas que te hablase de ello. ¡Pues no te he hablado por esto! ¿Cómo hacerlo? ¡Dímelo tú! ¿Regresar a casa, ahora… así?

FULVIA. —(Con horror.) ¡No, no!

SILVIO. —(Prosiguiendo.) ¿Cómo decirle dónde has estado todo este tiempo? ¿Y por qué se le ha dejado creer que estabas muerta sin estarlo?

FULVIA. —¡No es posible… no!

SILVIO. —Ya lo ves tú misma…

FULVIA. —¿Y crees que me importa? Si estuviese muerta de veras… ¡Pero no lo estoy! No lo digo por mí, fíjate bien. No sabes todavía, querido mío, la intensidad del milagro que has realizado… ¡Nunca lo hubiera imaginado! ¡He vuelto a ser, por un momento, como entonces…! Querido, si no puedes hacerme revivir para tu hija, ella puede, en cambio, revivir para mí.

SILVIO. —(Aturdido, consternado.) ¿Qué dices? ¿Para ti? ¿Y cómo?

FULVIA. —Ella… u otra… si la tengo ya en mí, para mí es la misma.

SILVIO. —¡Fulvia…!, ¿qué dices?

MAURI. —Entonces… tú…

FULVIA. —¿Y por qué me ves tan indiferente a todo…? ¡Por esto…! ¿No ves que ya nada me importa?

MAURI. —¿Te has dejado volver a coger por él?

SILVIO. —(Abandonando ya toda angustia, toda duda, con ánimo firmísimamente resuelto.) ¡Ah… si es así… entonces…!

FULVIA. —¿Qué?

MAURI. —(Casi para sí mismo.) ¡Pero esto es una traición!

SILVIO. —Había ya pensado… antes de que dijeses esto… que había quizá un medio… uno solo… de repararlo todo.

FULVIA. —¿Qué medio? ¡Si me has matado para ella!

SILVIO. —¡No…, lo hay… lo hay! Y ahora, sin más, es necesario que lo aceptes por muy duro que pueda ser para ti.

FULVIA. —¿Y se trata…?

SILVIO. —Vendrás conmigo.

MAURI. —¡No, Flora! ¡No lo hagas! ¡No lo hagas!

SILVIO. —¡Pues lo hará!

FULVIA. —(A MAURI, para tranquilizarle.) ¡Espere! (A su marido, con aire de reto.) Contigo… ¿dónde?

SILVIO. —¿Dónde? ¡A casa!

FULVIA. —¿Y en calidad de qué?

SILVIO. —(Súbito, con fuerza.) ¡De esposa! ¡En calidad de esposa!

FULVIA. —¿Y qué pensará ella, que me cree muerta?

SILVIO. —Pues… sí, esto es duro… irreparable. Pero hay que superarlo de la única manera posible.

FULVIA. —No comprendo como…

SILVIO. —¡Pues que tú seas mi esposa, aunque en apariencia no puedas ser su madre!

FULVIA. —¿Esposa sin ser madre? ¡Ah, quieres decir otra esposa!

MAURI. —(Rápido.) ¡Es una barbaridad!

FULVIA. —¡Pero yo no soy otra!

SILVIO. —Es cierto. Será sólo en apariencia. Serás sin embargo, la madre.

FULVIA. —¿Y ella me creerá la madrastra?

MAURI. —¡No aceptes, Flora! ¡No aceptes! ¡Es una barbaridad!

SILVIO. —No hay otro remedio. Si esto es una barbaridad… ¿qué es mejor?, ¿las condiciones que le ofrece usted?

MAURI. —¡Mejor! ¡Sí, son mejores! ¡Cien mil veces mejores! ¡El hambre, Flora… conmigo! ¡Piensa qué afrenta sería para ti que tu hija te creyera otra!

SILVIO. —Si puedes soportarlo…

FULVIA. —(Súbitamente, con desprecio, pero reflexionando.) ¡No es esto! ¡Yo lo soporto todo! Si la hija es mía… yo no soy otra… ¡soy su madre! (Se levanta y como si sólo entonces empezase a comprender:) ¿Me tomarías, pues, de nuevo contigo?

MAURI. —(Asombrado.) ¿Aceptas?

FULVIA. —(Sin hacerle caso, volviéndose a su marido, o, más bien, hablando casi para sí.) Pero… ¿cómo…? ¡Ah, ya, el matrimonio existe…! No habría necesidad de nada…

SILVIO. —Es sólo para ella. Para guardar las apariencias.

MAURI. —(Para sí mismo.) ¡Ah, qué traición…! ¡Dejarse coger de nuevo!

FULVIA. —(Como antes.) Tiene ya dieciséis años… Es cierto, no puede conservar ningún recuerdo de mí…

SILVIO. —Tenía poco más de tres…

FULVIA. —(De súbito, con desdén.) ¡Cuándo me morí…! (Cambiando de tono:) Pero… ¿y los demás? Pueden reconocerme…

SILVIO. —Donde vivo ahora, no. Casi en el campo. ¡Pero no importa! Nos iremos a otra parte.

MAURI. —(Resuelto.) Entonces, para mí, Flora, ¿todo ha terminado? ¡No es posible!, ¿oyes? ¡No es posible!

FULVIA. —(Reaccionando, fastidiada.) ¿Qué quiere usted?

MAURI. —(Terrible.) ¿Cómo que qué quiero? ¿Y qué hago ahora yo? ¿Cómo me quedo sin ti?

SILVIO. —(Avanzando un poco.) ¡Debería comprender que no es ya el momento de hablar así!

MAURI. —(Como antes.) ¡Yo he destrozado, destruido mi vida por ella!

FULVIA. —(Interrumpiéndole, volviéndose hacia su marido.) Deja, espera. Le hablaré yo…

MAURI. —(Abrazándola, frenético.) ¡No quiero saber nada! ¡Eres mía! ¡No te suelto más!

SILVIO. —(Acercándose para arrebatársela.) ¡Ah…!, ¿conque violencias?

FULVIA. —(Retorciéndose.) ¡Suélteme!

MAURI. —(Como antes.) ¡No te suelto! ¡No te suelto!

FULVIA. —(Consiguiendo liberarse y rechazándolo.) ¡Suélteme, le digo!

SILVIO. —¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Vamos, fuera!

MAURI. —(Rompiendo en desesperados sollozos.) ¡Por piedad…, al menos!

FULVIA. —(Vibrante.) ¿Qué piedad pretende si había ya roto todo vínculo con usted?

MAURI. —¡Pero yo, no! ¡Pero yo, no!

FULVIA. —Estas lágrimas están verdaderamente fuera de lugar aquí.

MAURI. —Una vida tronchada… ¡Como si yo no fuese nadie…! Dice que estoy fuera de lugar aquí. (Cae sentado, como verdaderamente tronchado, siempre sollozando.)

SILVIO. —¡Vamos, vamos! ¡Basta!

FULVIA. —(Haciendo una señal a SILVIO y acercándose a MAURI.) Un poco de caridad, un poco de caridad… ¡Hay que despedirse por las buenas…! ¡No por las malas!

TELÓN

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