V

DOÑA IGNACIA en un banco, con POMETTI y MANGINI, uno a cada lado

DOÑA IGNACIA. —¡Ah, ustedes podrían hacer grandes méritos, grandes méritos, amigos míos, en pro de la civilidad!

MANGINI. —¿Nosotros? ¿Y cómo, doña Ignacia?

DOÑA IGNACIA. —¿Cómo? ¡Poniéndose a dar lecciones, en su círculo!

POMETTI. —¿Lecciones? ¿A quién?

DOÑA IGNACIA. —¡A estos groseros palurdos del pueblo! Aunque sólo fuera una hora diaria.

MANGINI. —¿Lecciones de qué?

POMETTI. —¿De buena crianza?

DOÑA IGNACIA. —No, no, demostrativa. Una leccioncita al día, de una hora, que les informara de cómo se vive en las grandes ciudades del Continente. ¿Usted de dónde es, amigo Mangini?

MANGINI. —¿Yo? De Venecia, señora.

DOÑA IGNACIA. —¿De Venecia? ¡Oh, Venecia, mi sueño dorado! ¿Y usted, Pometti?

POMETTI. —De Milán.

DOÑA IGNACIA. —¡Oh, Milán! Milano… ¡Si estuviéramos allí! II nostro Milano… Y yo soy de Nápoles; de Nápoles, que… sin hacer de menos a Milán… digo… y salvando los méritos de Venecia… como paisaje, digo… ¡un paraíso! ¡Chiaja! ¡Posillipo! Me dan… me dan ganas de llorar, cuando me acuerdo… ¡tantas cosas!, ¡tantas cosas…! Aquel Vesubio, Capri… ¡ustedes tienen el Duomo, la Galería, la Scala… Y ustedes la Plaza de San Marcos, el Gran Canal…! ¡tantas cosas!, ¡tantas cosas! En cambio, aquí, toda esta mezquindad… ¡Y si sólo fuera en la calle!

MANGINI. —¡No lo diga usted tan fuerte, delante de ellos, por caridad!

DOÑA IGNACIA. —¿Cómo que no? Yo hablo fuerte. ¡Santa Clara de Nápoles, amigos míos! La tienen dentro, la mezquindad. En el corazón, en la sangre la llevan. ¡Comidos por la rabia! ¿No les da a ustedes esa impresión, como si estuvieran todos rabiosos?

MANGINI. —La verdad, a mí…

DOÑA IGNACIA. —… ¿No les parece…? ¡Claro que sí!, todos siempre quemados por una… ¿cómo diría yo?, sí, rabia instintiva, que los hace feroces a unos contra otros; basta que uno…, no sé…, mire para aquí, en lugar de mirar para allí, o se suene un poco fuerte, o se sonría porque se acuerda de algo… ¡Dios nos libre! «¡Se ha reído de mí!», «¡Se ha sonado tan fuerte para hacerme una afrenta a mí!» «¡Ha mirado para allí, por hacerme un desprecio a mí!» No puede una hacer nada sin que sospechen que hay doble intención, y quién sabe qué malicia; porque la malicia la tienen todos ellos dentro, al acecho. Mírenles ustedes a los ojos. Meten miedo. Ojos de lobo… ¡Bueno, vamos, que debe ser hora de entrar…! Vamos con esas pobres hijas.

(Medido el tiempo necesario para que los cuatro grupos reciten simultáneamente sus réplicas, cada uno en su puesto indicado, se hará de modo —incluso suprimiendo o añadiendo, cuando sea necesario, algunas frases— que todos, al final, se muevan al mismo tiempo para reunirse y salir juntos del vestíbulo. Pero esta simultaneidad deberá estar también cronometrada con el tiempo que necesite el DOCTOR HINKFUSS para hacer sus prodigios en el escenario.)

Tales prodigios podrían ser dejados al capricho del DOCTOR HINKFUSS; pues como él, y no el Autor del Cuento, ha querido que Rico VERRI y los otros JÓVENES OFICIALES fueran aviadores, es posible que también haya querido reservarse el placer de preparar delante del público que se haya quedado en la sala, un hermoso campo de aviación, escenificado con admirables efectos de perspectiva. De noche, bajo un magnífico cielo estrellado, con pocos elementos sintéticos: en tierra, todo pequeño, para dar la sensación del inmenso espacio con aquel cielo sembrado de estrellas; pequeñita, al fondo, la caseta blanca de los OFICIALES, con las ventanas iluminadas; pequeños los aparatos, dos o tres, esparcidos por el campo; y una gran sugestión de luces oscuras, y el ronquido de un aeroplano invisible, que vuela en la noche serena. Se le puede permitir ese gusto al DOCTOR HINKFUSS, aunque en la sala no haya quedado ni un sólo espectador. En ese caso —que hay que tener previsto— ya no se tendría la representación simultánea de este intermedio en el vestíbulo y en el escenario. Pero el mal sería fácilmente remediable. El DOCTOR HINKFUSS, mandando abrir el telón, y viendo que su celo no produce el efecto de retener en la sala a un pequeño sector del público, se retiraría entre bastidores, un poco contrariado, y se desahogaría, dando la prueba de su valer, al terminar la representación del vestíbulo, cuando los espectadores, llamados por el toque del timbre, vuelvan a la sala a ocupar sus localidades.

Lo que importa, sobre todo, es que el público soporte estas cosas que, si no superfluas, son ciertamente accesorias. Pero en vista de que hay tantos síntomas de que gustan, y de que estas cosas de relleno van saboteándose más que la auténtica pitanza, ¡que le aproveche! El DOCTOR HINKFUSS tiene razón, por lo tanto, después de este cuadro del campo de aviación, le sirve al público otra escena diciendo claramente, y con el desdén del gran señor que puede permitirse ciertos lujos, que, en realidad, del primero se puede prescindir, por no ser estrictamente necesario. Se habrá perdido un poco de tiempo para conseguir un bello efecto, pero se dará a entender lo contrario: que no se quiere perder el tiempo, tanto es así, que se ha cortado una escena que podía ser suprimida sin daño para la representación. Omitiremos también nosotros las órdenes que el DOCTOR HINKFUSS podrá concertar por sí mismo fácilmente con los tramoyistas y electricistas para la preparación de ese campo de aviación. Apenas montado, baja del escenario a la sala, se coloca en medio del pasillo para, con otras oportunas órdenes, regular bien los efectos de luces, y cuando los haya obtenido perfectos, vuelve a subir al escenario.)

DOCTOR HINKFUSS. —¡No, no! ¡Fuera todo! ¡Fuera todo! ¡Que cese ese zumbido! ¡Apaguen! ¡Apaguen! Estoy pensando que esta escena puede suprimirse también. Sí, el efecto es bonito, pero con los medios que tenemos a nuestra disposición, podemos obtener otros no menos bonitos, que llevarán la acción adelante más expeditamente. Por fortuna, esta noche estoy libre delante de ustedes y espero que no les desagradará ver cómo se monta un espectáculo, no sólo ante sus propios ojos, sino también —¿por qué no?— con la colaboración de ustedes.

El teatro, como ustedes ven, señores, es la boca abierta hasta atrás de una gran maquinaria que tiene hambre: un hambre que los señores poetas…

UN POETA, DESDE LOS SILLONES. —¡Por favor, no llame señores a los poetas; los poetas no son señores!

DOCTOR HINKFUSS. —(Rápido.) Tampoco los críticos son, en ese sentido, señores; pero yo los he llamado así, por una especie de afectación polémica que, sin ánimo de ofender, creo que puede ser permitida en este caso. Un hombre, decía, que los señores poetas tienen la poca habilidad de no saber saciar. Para esta máquina del teatro, como para otras máquinas enormes y admirablemente multiplicadas y desarrolladas, es deplorable que la fantasía de… los poetas, atrasada, no consiga ya encontrar un alimento adecuado y suficiente. No quieren entender que el teatro es, ante todo, espectáculo. Arte, sí, pero también vida. Creación, sí, pero no durable: momentánea. Un prodigio: ¡la forma que se mueve! Y el prodigio, señores, no puede ser más que momentáneo. En un momento, ante los ojos de ustedes, crear una escena; y dentro de ésta, otra, y otra más. Un momento de oscuridad; una rápida maniobra; un sugestivo juego de luces. Así, verán ustedes. (Da una palmada y ordena:) ¡Oscuro!

(Se hace el oscuro, el telón se cierra silenciosamente a la espalda del DOCTOR HINKFUSS. Se enciende la luz de la sala mientras los timbres llaman a los espectadores porque ha terminado el entreacto.

En el caso de que todos los espectadores hubieran salido al vestíbulo, y que el DOCTOR HINKFUSShabiendo faltado la simultaneidad de la doble representación, la del vestíbulo y la del escenario— se viera obligado a esperar a la maniobra de la primera escena en el campo de aviación y a la charla sucesiva, se entiende que el telón no bajaría, y que, una vez ordenado el oscuro, él, delante de todo el público presente en la sala, seguiría dando las demás órdenes para la continuación del espectáculo.

Aquí se previene el caso de la simultaneidad, como sería de desear que se produjera, y se procurará que se produzca. Cerrando entonces el telón y dada la luz de la sala, el DOCTOR HINKFUSS seguirá diciendo:)

DOCTOR HINKFUSS. —Esperaremos hasta que haya entrado todo el público. Tenemos que dar tiempo a que Doña Ignacia y las señoritas La Croce entren en casa, después del teatro, acompañadas por sus jóvenes amigos oficiales. (Dirigiéndose al SEÑOR DE LAS BUTACAS, que entra ahora en la sala:) Y si mientras tanto, usted, caballero, mi impertérrito interruptor, quisiera informar al público que se quedó aquí en la sala, de si ha ocurrido algo nuevo en el vestíbulo…

EL SEÑOR DE LAS BUTACAS. —¿Me dice a mí?

DOCTOR HINKFUSS. —A usted, sí. Si quisiera usted ser tan amable…

EL SEÑOR DE LAS BUTACAS. —No, nada nuevo. Un gracioso entretenimiento. Han charlado. Solamente se ha sabido que ese payaso de don Palmiro, «Zampoña», está enamorado de la chanteuse del Cabaret.

DOCTOR HINKFUSS. —¡Ah, sí! Pero eso ya habían podido comprenderlo. Por lo demás, tiene poca importancia.

EL JOVEN ESPECTADOR DE LA PLATEA. —No, dispense, también se ha comprendido que el oficial Rico Verri…

EL PRIMER ACTOR. —(Asomando la cabeza por el telón, a la espalda del DOCTOR HINKFUSS.) ¡Basta, basta ya de ese oficial! ¡Dentro de poco me libero de este uniforme!

DOCTOR HINKFUSS. —(Volviéndose al PRIMER ACTOR, que ya ha retirado la cabeza.) Pero, usted, ¿por qué interviene? Y perdone.

EL PRIMER ACTOR. —(Asomando nuevamente la cabeza.) Porque me irrita ese calificativo, y por poner las cosas en su punto: yo no soy oficial de carrera. (Retira nuevamente la cabeza.)

DOCTOR HINKFUSS. —Lo hice constar desde el principio. Basta. (Al JOVEN ESPECTADOR:) ¡Usted dispense! ¿Decía usted, señor…?

EL JOVEN ESPECTADOR. —(Intimado y azarado.) Pues… nada… Decía que… que también allí, en el vestíbulo, ese señor Verri ha demostrado su mal humor y que… y que parece que empieza a estar bastante harto del escándalo que dan esas señoritas y su… señora madre…

DOCTOR HINKFUSS. —Sí, sí, está bien; pero también eso ha podido verse desde el principio. Gracias, de todos modos. (Se oye, detrás del telón, el piano que toca el aria de Siebel del Fausto de Gounod:

«Le parlate d’amoro cari fior…»)

Bien: el piano: todo está listo. (Retira un poco el telón y da orden hacia dentro.) ¡Gong! (Al golpe de gong, vuelve a bajar a su butaca de primera fila, y se abre el telón.)

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