La escena representa el modestísimo despacho de LEOPOLDO PARONI, director de la Atalaya Republicana, de Costanova. La redacción del periódico está en la misma casa de Paroni, jefe del Partido Republicano, y como Paroni vive solo y desprecia todas las comodidades e incluso (al parecer) la limpieza, el desorden y la suciedad reinan sobre todos los muebles viejos y maltrechos, así como por el suelo. Se verá la mesa llena de papeles amontonados; las sillas, esparcidas aquí y allá, llenas también de libros y papeles; hay periódicos por todas partes; en la estantería los libros están en desorden y amontonados; hay un pequeño diván de cuero, con una almohada, sucia, desgarrada, cuya borra escapa por las desgarraduras. La entrada está a la izquierda del actor. En el fondo, hay una puerta de cristales que da a la sala de redacción del periódico. Otra puerta, a la derecha, da a las habitaciones de PARONI.

Es por la tarde; al levantarse el telón, el despacho está casi a oscuras, apenas iluminado por la luz de la sala del fondo que se filtra a través de los cristales opacos de la puerta.

Sentado, con las piernas estiradas sobre el diván, la espalda apoyada sobre la almohada y sobre los hombros un chal de lana gris, está LUCA FAZIO, inmóvil; lleva una gorra de viaje, con la ancha visera hundida hasta la nariz. En una de las manos, casi esqueléticas y ocultas bajo el chal, tiene un pañuelo apretujado y arrugado. Tiene 26 años. Cuando se dará la luz en la habitación se verá su rostro demacrado, amarillo, cadavérico, en el cual ha crecido, a trechos, una barba rala de enfermo bajo los rubios bigotes escuálidos y lacios. De vez en cuando, tapándose la boca con el pañuelo, lucha con una tos profunda que le desgarra el pecho. Detrás de la puerta de cristales se oirán durante algunos minutos las voces descompuestas de PARONI y de los redactores de la Atalaya.

PARONI. —(Desde dentro.) ¡Os digo que hay que atacarlo a fondo!

VOCES CONFUSAS. —¡Sí, sí, bravo! —¡Atacarlo! —¡Magnífico! —¡A fondo! —¡No, no! —¡Nada de esto!

PRIMER REDACTOR. —(Gritando más que los otros.) ¡Así haréis el juego de Cappadona!

VOCES CONFUSAS. —¡Es verdad! ¡Es verdad! —¡De los monárquicos! —Pero ¿quién lo dice? —¡No…, no!

PARONI. —(Tronando:) ¡Nadie podrá creerlo! ¡Nosotros seguimos nuestra línea de conducta! ¡Lo atacamos en nombre de nuestros principios! ¡Y basta ya! ¡Dejadme escribir!

(Silencio. LUCA FAZIO no se ha movido. La puerta de la izquierda se entreabre un poco y una voz pregunta: «¿Se puede pasar?». LUCA FAZIO no responde. Poco después la voz vuelve a preguntar: «¿Se puede pasar?», y entra, perplejo, el VIAJANTE DE COMERCIO; tiene unos 40 años, y es piamontés.)

VIAJANTE DE COMERCIO. —¿No hay nadie?

LUCA. —(Sin moverse, con voz cavernosa.) Estoy aquí.

VIAJANTE DE COMERCIO. —(Sobresaltándose al oír la voz.) ¡Ah…! Perdone. ¿Es usted el señor Paroni?

LUCA. —(Como antes.) Por allá… Por allá… (Le indica la puerta de cristales.)

VIAJANTE DE COMERCIO. —¿Puedo pasar?

LUCA. —(Fastidiado.) ¿Me lo pregunta a mí? Entre, si quiere. (El VIAJANTE DE COMERCIO se dirige hacia la puerta del fondo, pero antes de llegar a ella estalla un nuevo tumulto de voces en la sala de redacción, al cual hace eco otro tumulto lejano de una manifestación popular que se supone atraviesa corriendo la plaza vecina. El VIAJANTE DE COMERCIO se detiene, aturdido.)

VOCES CONFUSAS. —(En la sala de redacción.) ¡Allí, allí! ¿Lo oís? —¡La manifestación! —¡La manifestación! —¡Miserables! —¡Los cappadonianos!

PRIMER REDACTOR. —Gritan: «¡Viva Cappadona!». ¿No os lo decía yo?

PARONI. —(Dando un fuerte puñetazo sobre la mesa, gritando.) ¡Y yo te digo que hay que matar a Guido Mazzarini! ¿Qué me importa a mí Cappadona? (El tumulto de la plaza cubre por un momento los gritos de la sala de redacción. Se oye pasar a los manifestantes, corriendo y gritando: «¡Viva Cappadona! ¡Abajo el comisario real!». Apenas se aleja el tumulto, se oyen de nuevo los gritos de la sala de redacción. «¡Perros! —¡Perros! —¡Enemigos del país! —¡Cappadona les paga!», y, de improviso, dos redactores, furiosos, con el sombrero puesto y armados de bastones, abren la puerta de cristales y se precipitan hacia la otra para correr a sumarse a la manifestación.)

SEGUNDO REDACTOR. —(Corriendo, tembloroso.) ¡Miserables! ¡Miserables! (Sale.)

TERCER REDACTOR. —(Al encontrarse delante del VIAJANTE DE COMERCIO le grita a la cara:) ¡Se atreven a gritar «¡Viva Cappadona!»!. (Sale.)

LA VOZ DE PARONI. —¡Id! ¡Idos todos! ¡Yo me quedo aquí a escribir!

(Otros tres redactores salen por la puerta de cristales con el sombrero puesto, gritando confusamente: «¡Bellacos! —¡Perros! —¡Están vendidos!», y uno de ellos, repite, de cara al viajante de comercio: «¡Viva Cappadona! ¿Ha comprendido?». Salen todos.)

VIAJANTE DE COMERCIO. —Yo no entiendo nada. (A LUCA FAZIO) Perdone, ¿qué es esto?

(LUCA tiene un fuerte ataque de tos y se tapa la boca. El VIAJANTE DE COMERCIO se inclina hacia él mirándole tristemente, mortificado, con repulsión que no consigue disimular.)

LUCA. —Apestan a pipa…, ¡malditos! ¡Apártese…! ¡Aire! ¡Déjeme respirar! (Un poco más calmado.) ¿Usted no es de Costanova?

VIAJANTE DE COMERCIO. —No, estoy de paso.

LUCA. —Todos estamos de paso, mi querido amigo.

VIAJANTE DE COMERCIO. —Soy un viajante de las fábricas de papel de Sangone. Quería hablar con el señor Paroni para el suministro del periódico.

LUCA. —No creo que sea el momento más oportuno.

VIAJANTE DE COMERCIO. —Sí, ya lo he oído… Una manifestación.

LUCA. —(Con ironía profunda.) Están todavía furiosos ahora, ocho meses después de las elecciones, contra el diputado Guido Mazzarini.

VIAJANTE DE COMERCIO. —¿Socialista?

LUCA. —No sé. Me parece que sí. Aquí, en Costanova, todos estaban contra él, pero ha conseguido vencer gracias a los sufragios de las otras secciones electorales del colegio. (Frota el índice con el pulgar para demostrar que tiene dinero, y añade:) Es un gran hombre. Y la furia, como puede ver, no se ha evaporado del todo, porque Mazzarini, para vengarse, ha hecho mandar al municipio de Costanova —(aléjese, aléjese un poco, por caridad, me falta aire)— un comisario real… Gracias. ¡Es algo importante: un comisario real!

VIAJANTE DE COMERCIO. —Pero gritaban «¡abajo!».

LUCA. —Sí. No lo quieren. Costanova es una gran población, mi querido señor. Hágase cargo de que todo el universo, tal como es, gravita en torno a ella. Asómese a la ventana y mire al cielo. ¿Sabe por qué están allí las estrellas? Para contemplar Costanova. Hay quien dice que se ríen de ella; no lo creo; suspiran todas con el deseo de poseer cada una de ellas una ciudad como Costanova. ¿Y sabe usted de qué depende el destino del Universo? Del Consejo Comunal de Costanova. El Consejo Comunal ha sido disuelto, y, por consiguiente, el Universo entero anda desconcertado. Puede verlo en el rostro de Paroni. ¡Mírelo, mírelo! ¡Allá; detrás de los cristales de aquella puerta!

VIAJANTE DE COMERCIO. —(Va a acercarse a la puerta y se detiene.) ¡Pero si son opacos!

LUCA. —¡Ah, sí, no había pensado en ello!

VIAJANTE DE COMERCIO. —¿Usted no forma parte de la redacción del periódico?

LUCA. —No. Sólo simpatizo con él. O, mejor dicho, simpatizaba. Estoy a punto de marcharme, para siempre, querido amigo. Y somos muchos los que estamos enfermos así en Costanova. Dos hermanos míos, antes de que tuvieran que marcharse, también formaban parte de la redacción. Yo he sido hasta hace unos días estudiante de Medicina. He regresado esta mañana para morir en mi casa. ¿Usted vende papel de periódico?

VIAJANTE DE COMERCIO. —Sí. También de periódico. A precio de competencia.

LUCA. —¿Para que se publique mayor número de periódicos?

VIAJANTE DE COMERCIO. —Crea que la cuestión del precio del papel en las actuales condiciones del mercado…

LUCA. —(Interrumpiéndole.) Estoy convencido de ello. ¡Y si supiese qué consuelo es para mí pensar que seguirá usted viajando, quién sabe durante cuántos años todavía, de población en población, ofreciendo a precio de competencia el papel de su fábrica a los periodiquillos semanales de provincia! Volverá usted a pasar por aquí, dentro de diez años, quizás, por la noche, como ahora, y volverá a ver este diván, pero sin mí, y la ciudad de Costanova, quizás pacificada… (Entran por la puerta de la izquierda tres de los redactores que salieron poco antes corriendo para unirse a la manifestación popular; entran gritando:)

PRIMER REDACTOR. —¡Paroni! ¡Paroni!

SEGUNDO REDACTOR. —¡La ira de Dios se ha desencadenado en la plaza!

TERCER REDACTOR. —¡Ven, ven, Leopoldo! (Sale por la puerta de cristales LEOPOLDO PARONI, el feroz republicano, llevando una sucia lámpara de petróleo en la mano. Está en la cincuentena. Melena leonina, una gran nariz, bigotes erguidos, perilla mefistofélica y corbata roja.)

PARONI. —¿Qué hay? ¿Palos? (Va a colocar la lámpara sobre la mesa, haciéndole sitio entre los papeles.)

SEGUNDO REDACTOR. —¡A montones!

PRIMER REDACTOR. —Son hordas socialistas venidas de la provincia.

PARONI. —(Rápido.) ¿Contra los cappadonianos?

TERCER REDACTOR. —No, contra nosotros.

PRIMER REDACTOR. —¡Ven! ¡Corramos! ¡Tenemos necesidad de ti!

PARONI. —(Zafándose.) ¡Esperad! ¡Por Dios! ¿Qué hace, entonces, la policía?

PRIMER REDACTOR. —¿La policía? ¡Pero si el comisario real quedará satisfechísimo si somos nosotros los apaleados! ¡Ven! ¡Ven!

PARONI. —Vamos, sí, vamos… (Al TERCER REDACTOR, que sale en el acto.) Ve a buscarme el sombrero y el bastón. Conti y Fabrizi, ¿dónde están?

SEGUNDO REDACTOR. —¡Están allá! ¡Aguantan como pueden!

PRIMER REDACTOR. —¡Se defienden!

PARONI. —Pero me parece que podían reclamarlos los cappadonianos, los guardias.

PRIMER REDACTOR. —¡Se han zafado todos!

PARONI. —Y vosotros, en lugar de venir los tres a llamarme, podíais quedaros dos allí y venir uno solo.

TERCER REDACTOR. —(Volviendo de la sala.) No encuentro el bastón.

PARONI. —Está en el rincón, junto al perchero.

PRIMER REDACTOR. —¡Vamos, vamos, ya te daré el mío!

PARONI. —¿Y tú cómo te las arreglarás? ¿Entre bastonazos y sin bastón? (En aquel momento, llega asustada, jadeante, la señorita ROSA LAVECCHIA; cuenta unos 50 años, tiene el cabello rojo, es flaca, usa lentes y viste casi masculinamente.)

ROSA. —(Muerta de cansancio, casi sin aliento.) ¡Oh Dios…! ¡Dios mío!

PARONI Y LOS DEMÁS. —(Con ansia, consternadísimos.) ¿Qué hay? ¿Qué hay? ¿Qué ha ocurrido?

ROSA. —¿No sabéis nada?

PARONI. —¿Han matado a alguien?

ROSA. —(Mirándolo, como ignorante de todo.) No. ¿Dónde?

PRIMER REDACTOR. —¡Cómo! ¿No sabes que hay una manifestación?

ROSA. —¿Una manifestación? No, no sé nada… Vengo de casa del pobre Pulino.

SEGUNDO REDACTOR. —¿Y qué?

ROSA. —Se ha matado.

PRIMER REDACTOR. —¿Se ha matado?

PARONI. —¿Pulino?

TERCER REDACTOR. —¿Lulú Pulino se ha matado?

ROSA. —Hace dos horas. Lo han encontrado en casa, colgado de la anilla de la lámpara, en la cocina.

PRIMER REDACTOR. —¿Ahorcado?

ROSA. —¡Qué espectáculo! He ido a verlo… Estaba negro, con los ojos fuera de las órbitas, la lengua colgando, los dedos crispados… Largo, tan largo como es…, balanceándose en medio de la habitación…

SEGUNDO REDACTOR. —¡Pobre Pulino…!

PRIMER REDACTOR. —El pobre estaba ya desahuciado por los médicos; en el último extremo…

TERCER REDACTOR. —Pero un final así…

SEGUNDO REDACTOR. —Ha cesado de sufrir, al fin y al cabo.

TERCER REDACTOR. —No se sostenía siquiera sobre las piernas…

PARONI. —Perdonad; pero yo digo una cosa, y es que cuando uno está cansado de la vida hay que ser imbécil para…

PRIMER REDACTOR. —¿Para qué?

SEGUNDO REDACTOR. —¿Para matarse?

TERCER REDACTOR. —¿Y por qué hay que ser imbécil…?

PRIMER REDACTOR. —¡Si tenía ya los días contados…!

SEGUNDO REDACTOR. —¿Qué vida era la suya?

PARONI. —¡Precisamente! ¡Precisamente por eso! ¡Yo le hubiera pagado el viaje!

TERCER REDACTOR. —¿Qué viaje?

PRIMER REDACTOR. —Pero… ¿qué dices?

SEGUNDO REDACTOR. —¿El viaje para el otro mundo?

PARONI. —No, el viaje a Roma; os aseguro que se lo hubiera pagado yo. Cuando uno está cansado de la vida y ha decidido quitársela, antes de hacerlo…, ¡pardiez…! ¡Ah, qué placer hubiera yo experimentado, os lo digo sinceramente, si mi muerte hubiera servido para algo! Escuchad; suponed que estoy enfermo, y que voy a morir pronto, como él; hay un hombre que deshonra mi país, un hombre que representa para todos nosotros una vergüenza execrable, Guido Mazzarini; pues bien, lo mato y después me suicido… ¡Así es cómo se hace…! ¡Y el que no lo hace así es un imbécil!

TERCER REDACTOR. —¡No se le habrá ocurrido al pobrecito!

PARONI. —¿Y cómo es posible que no se le ocurriese, viviendo como vivía hasta hace dos horas, bajo el peso de esta vergüenza que nos aplasta a todos, que lacera el honor de todo un país y apesta incluso el aire que respiramos? ¡Yo mismo le hubiera puesto en la mano el revólver! ¡Mátalo y después mátate, imbécil!

(En aquel momento entran, radiantes, por la puerta de la izquierda, los otros dos redactores que habían salido antes.)

CUARTO REDACTOR. —¡Todo ha terminado! ¡Todo ha terminado!

QUINTO REDACTOR. —¡Los hemos puesto en fuga, como un rebaño de corderos, a bastonazos!

PRIMER REDACTOR. —(Con frialdad.) ¿Han intervenido los guardias?

CUARTO REDACTOR. —Sí, pero al final.

QUINTO REDACTOR. —Cuando ya los nuestros… ¡Han estado magníficos! ¡Había que verlos… parecían leones atacando!

CUARTO REDACTOR. —¡A palos hasta erizar el cabello! (Viendo que nadie responde a su entusiasmo y al de su compañero, añade:) Pero… ¿qué tenéis?

ROSA. —El pobre Pulino…

QUINTO REDACTOR. —¿A qué viene ahora Pulino?

PRIMER REDACTOR. —Se ha ahorcado hace dos horas.

CUARTO REDACTOR. —¿Sí? ¿Lulú Pulino? ¿Se ha ahorcado?

QUINTO REDACTOR. —¡Pobre Lulú! Sí, ya me dijo que quería acabar de sufrir… Se ha ahorrado la agonía, ha hecho bien.

PARONI. —¡Debía hacer algo mejor! Ahora lo estábamos diciendo. Puesto que tenía que matarse para bien de sí mismo, podía hacer primero un bien a los demás, a su país, yendo a Roma a matar al enemigo de todos, a Guido Mazzarini. No le hubiera costado nada, ni tan sólo el viaje; yo se lo hubiera pagado, palabra de honor… Así ha muerto como un imbécil.

PRIMER REDACTOR. —Bueno, basta, es tarde ya…

SEGUNDO REDACTOR. —Sí, sí. La crónica de la tarde la haremos mañana.

TERCER REDACTOR. —De todos modos, tenemos tiempo hasta el domingo…

SEGUNDO REDACTOR. —(Con un suspiro de conmiseración.) Y hablaremos también del pobre Pulino.

ROSA. —(A PARONI.) Si quieres, Paroni, podría hablar yo, que lo he visto.

CUARTO REDACTOR. —¡Oh, podemos ir a verlo nosotros también, al pasar!

ROSA. —Quizá lo encontraréis todavía colgado. Para tocar el cadáver se espera al juez, que, creo, tiene que regresar todavía de Borgo.

PARONI. —¡Qué lástima! ¡Pensar que el número del domingo hubiese podido dedicarse enteramente a él, si se hubiese constituido en vengador de su país!

PRIMER REDACTOR. —(Dándose por fin cuenta de la presencia de LUCA FAZIO sobre el diván.) ¡Oh, mirad! ¡Aquí está Luca Fazio! (Se vuelven todos a mirarle.)

PARONI. —¡Hola, Luca!

SEGUNDO REDACTOR. —¡Cómo! ¿Estabas ahí sin decir nada?

TERCER REDACTOR. —¿Cuándo has llegado?

LUCA. —(Sin moverse, con sequedad.) Esta mañana.

CUARTO REDACTOR. —¿Te encuentras mal?

LUCA. —(Tarda en contestar; hace luego un gesto con la mano, y dice:) Como Pulino.

PARONI. —(Viendo al VIAJANTE DE COMERCIO) Perdone, ¿y usted, quién es?

VIAJANTE DE COMERCIO. —He venido, señor Paroni, para el suministro de papel…

PARONI. —¡Ah!, ¿usted es el representante de las fábricas de papel Sangone? Vuelva mañana, por favor, ahora es tarde.

VIAJANTE DE COMERCIO. —Por la mañana, sí, señor. Porque quisiera volver a marcharme por la tarde…

PRIMER REDACTOR. —Bueno, vámonos. Buenas noches, Leopoldo. (Los demás saludan también a PARONI, que les devuelve el saludo.)

CUARTO REDACTOR. —(A LUCA FAZIO) ¿Tú no vienes?

LUCA. —(Con voz cavernosa.) No. Tengo que decirle una cosa a Paroni.

PARONI. —(Con cierto temor.) ¿A mí?

LUCA. —(Como antes.) Serán dos minutos. (Todos lo miran consternados porque, después de lo oído en la escena anterior, entrevén súbitamente la relación que existe entre su estado desesperado y el acto de Pulino, «que se ha suicidado como un imbécil».)

PARONI. —¿Y no podrías decirlo ahora, delante de todos?

LUCA. —No. A ti solo.

PARONI. —(A los otros.) Bien, marchaos, entonces. Buenas noches, amigos míos. (Vuelven a saludarse.)

VIAJANTE DE COMERCIO. —Vendré sobre las diez.

PARONI. —Aunque sea antes, aunque sea antes, si quiere. Hasta mañana. (Salen todos menos PARONI y LUCA FAZIO, que baja las piernas del diván y permanece sentado, inclinado hacia delante, mirando al suelo.)

PARONI. —(Acercándosele apresuradamente y haciendo el ademán de ponerle una mano en el hombro.) Querido Luca…, amigo mío…

LUCA. —(Levantándose y alzando un brazo.) ¡No me toques, aléjate!

PARONI. —¿Por qué?

LUCA. —Me haces toser.

PARONI. —Estás verdaderamente mal, ¿verdad? Sí, salta a la vista…

LUCA. —(Hace un signo afirmativo con la cabeza, después dice:) Estoy precisamente en el punto que necesitas. Cierra bien aquella puerta. (Señala con la cabeza la de salida.)

PARONI. —(Obedeciendo.) ¡Ah, sí, en seguida!

LUCA. —Corre el pestillo.

PARONI. —(Obedeciendo, sin poder evitar reír.) Es inútil; no vendrá ya nadie. Puedes hablar libremente. Quedará todo entre tú y yo.

LUCA. —Cierra también aquella puerta. (Señala la de cristales.)

PARONI. —(Como antes.) ¿Para qué? Sabes que vivo solo. Allí no hay nadie. Incluso voy a apagar la luz. (Se dirige a hacerlo.)

LUCA. —Vuelve a cerrar luego. Viene peste a tabaco de pipa. (PARONI entra en la sala de redacción, apaga la luz que había quedado encendida y regresa cerrando la puerta. Entretanto, LUCA FAZIO se habrá puesto en pie.)

PARONI. —Ya está. Bien, ¿qué quieres decirme?

LUCA. —¡Apártate! ¡Apártate!

PARONI. —Perdona, ¿y por qué? ¿Lo dices por mí o por ti?

LUCA. —Incluso por ti.

PARONI. —¡A mí no me da miedo eso!

LUCA. —No lo digas tan pronto.

PARONI. —En fin, ¿de qué se trata? ¡Siéntate!

LUCA. —No, me quedo de pie.

PARONI. —¿Vienes de Roma?

LUCA. —De Roma. En el estado a que me ves reducido, tenía algunos miles de liras; las he gastado todas. Conservé sólo lo necesario para comprar… (mete una mano en el bolsillo de la chaqueta y saca un grueso revólver) este revólver.

PARONI. —(A la vista del arma en la mano de aquel hombre, y dado el estado en que éste se encuentra, se pone palidísimo y levanta instintivamente las manos.) ¡Oh…! ¿Está cargado? (Observando que LUCA examina el arma.) ¡Eh, Luca…!, ¿está cargado?

LUCA. —(Fríamente.) Cargado. (Después, mirándole:) Has dicho que no tenías miedo.

PARONI. —No, pero, si Dios quiere… (Hace el ademán de acercarse para quitarle el arma.)

LUCA. —Apártate y déjame decir. Me había encerrado en mi habitación, en Roma, para terminar de una vez…

PARONI. —¡Pero qué locura!

LUCA. —Locura, sí; estaba verdaderamente a punto de cometerla. ¡Y como un imbécil, tenías razón!

PARONI. —(Le mira, con los ojos brillantes de alegría y de emoción.) ¡Ah…! ¿Querrías acaso…? ¿Querrías verdaderamente…?

LUCA. —(Rápido.) Espera, verás lo que quiero.

PARONI. —¿Has oído lo que he dicho de Pulino?

LUCA. —Sí, y por esto estoy aquí.

PARONI. —Tú…, ¿lo harías?

LUCA. —Ahora mismo.

PARONI. —(Radiante.) ¡Magnífico!

LUCA. —Escúchame. Estaba ya con el revólver apoyado en la sien cuando he aquí que oigo llamar a la puerta…

PARONI. —¿Tú, en Roma?

LUCA. —En Roma. Abro. ¿Sabes a quién veo delante de mí? A Guido Mazzarini.

PARONI. —¿Él? ¿En tu casa?

LUCA. —Me vio con el revólver en la mano y de repente, incluso por mi expresión, comprendió lo que iba a hacer; corrió hacia mí, me agarró por el brazo, me sacudió, me gritó: «¿Cómo? ¿Así te matas? ¡Oh, Luca, no te creía verdaderamente tan imbécil! ¡Vamos…! Si quieres hacer esto…, yo te pago el viaje…, corre a Costanova y mata primero a Leopoldo Paroni».

PARONI. —(Atentísimo hasta ahora al extraño discurso de LUCA, con el ánimo acongojado ante la tremenda expectativa de alguna atroz violencia, le tiemblan de pronto las carnes, y su boca se abre en una mueca que quiere ser una sonrisa.) ¿Bromeas?

LUCA. —(Retrocede un paso; siente como una tirantez convulsiva en una mejilla, cerca de la nariz, y con la boca torcida, dice:) No, no bromeo. Me ha pagado el viaje Mazzarini.

PARONI. —¿A ti? ¿Qué dices?

LUCA. —Aquí me tienes. Y ahora, primero te mato a ti y después me mato yo. (Levanta el brazo con el arma y apunta.)

PARONI. —(Aterrado, con las manos delante del rostro, trata de huir del arma, gritando.) ¿Estás loco? ¡No, Luca…! ¡No bromeemos…! ¿Estás loco?

LUCA. —(Intimándole, terrible.) ¡No te muevas! O disparo de veras, ¿sabes?

PARONI. —(Como petrificado.) Bueno…, bueno…

LUCA. —¿Loco, eh? ¿Te parezco loco? Y tú, que acabas de llamarme loco, ¿no has calificado de imbécil hace un momento al pobre Pulino, porque antes de ahorcarse no ha ido a Roma a matar a Mazzarini?

PARONI. —(Tratando de rebelarse.) ¡Ah, pero es que hay una gran diferencia, pardiez! ¡Una gran diferencia! Porque yo no soy Mazzarini…

LUCA. —¿Diferencia? ¿Qué diferencia quieres que haya entre Mazzarini y tú, para un hombre como Pulino o como yo, a quienes no importan un comino vuestras vidas y vuestras payasadas? Matarte a ti o a otro, al primero que pasa por la calle, da lo mismo.

PARONI. —¡Ah, no, perdona! ¡Qué va a ser lo mismo! ¡En este caso sería el más inútil y estúpido de los delitos!

LUCA. —¿Entonces quisieras que nosotros, cuando llegamos al final, cuando todo ha terminado ya para nosotros, nos convirtiésemos en instrumento de vuestros odios, de vuestras rivalidades de bufón?, y, si no, nos llamáis imbéciles. Pues bien, yo no quiero ser llamado imbécil como Pulino, y te mato a ti. (Levanta de nuevo el arma y apunta.)

PARONI. —(Suplicante, retorciéndose, queriendo huir del cañón del revólver.) ¡Por caridad! ¿Qué haces, Luca? ¡No! Pero…, ¿por qué? He sido siempre amigo tuyo… ¡Por favor!

LUCA. —(Mientras brilla en sus ojos la loca tentación de apretar el gatillo.) ¡Espera! ¡Arrodíllate!

PARONI. —(Cayendo de rodillas.) ¡Ya está…! ¡Por caridad! ¡No hagas esto!

LUCA. —(Mofándose.) ¿Eh…? Cuando se está cansado de la vida… ¿no es esto lo que decías? ¡Bufón! ¡Tranquilízate, que no te mato! Levántate, pero mantente lejos de mí.

PARONI. —(Levantándose.) Es una broma pesada, ¿sabes? Te la he permitido porque estás armado.

LUCA. —Es verdad. Y tú tienes miedo porque sabes que no me costaría nada hacerlo. Como buen republicano eres librepensador… ¡Ateo! Ciertamente. Si no, no hubieses podido llamar imbécil a Pulino.

PARONI. —Pero yo lo he dicho… porque… porque ya sabes cuánto me escuece la vergüenza de mi país…

LUCA. —Bravo, muy bien. Pero librepensador, sí, lo eres, no puedes negarlo; haces alarde de ello en tu periódico…

PARONI. —(Masticando algo.) Librepensador…, supongo que tampoco tú esperas recompensas o castigos en un mundo de más allá…

LUCA. —¡Ah, no! Lo más atroz para mí sería creer que tendría que llevarme a otra parte el peso de la experiencia que me ha tocado adquirir durante estos veintiséis años de vida.

PARONI. —Por lo tanto, ya ves que…

LUCA. —(Rápido.) …que podría también hacerlo; matarte como si nada, puesto que estas ideas no me detienen. Pero no te mato. Ni creo ser un imbécil al no matarte. Tengo piedad de ti, de tu carácter de bufón. ¡Te veo ya, si lo supieses…, desde tan lejos! Y me pareces pequeño y lindo además; sí, un pobre hombrecillo rojo, con esta corbata que llevas… ¡Ah…!, pero ¿sabes una cosa? Quiero hacer patente tu carácter de bufón.

PARONI. —(Sin oír bien, aturdido.) ¿Cómo dices?

LUCA. —Hacerlo patente, hacerlo patente. Tengo el derecho; un derecho sacrosanto, habiendo llegado, como he llegado, al confín de la vida y de la muerte. Y no te puedes rebelar. Siéntate, siéntate ahí, y escribe. (Le indica la mesa con el revólver.)

PARONI. —¿Escribir? ¿Qué quieres que escriba? ¿Lo dices en serio?

LUCA. —En serio, en serio. Vas a sentarte ahí y a escribir.

PARONI. —¿Pero qué quieres que escriba?

LUCA. —(Apuntándole de nuevo el arma al pecho.) Levántate y ve a sentarte allí, te digo.

PARONI. —(Dirigiéndose a la mesa bajo la amenaza, del arma.) ¡Otra vez!

LUCA. —Siéntate y coge la pluma. Pronto…, la pluma.

PARONI. —(Obedeciendo.) ¿Qué debo escribir?

LUCA. —Lo que yo te dictaré. Ahora estás muy sumiso, pero te conozco; mañana, cuando sepas que yo, como Pulino, me he matado también, alzarás de nuevo la cresta y cacarearás durante tres horas, aquí, en el café, por todas partes, que he sido un imbécil yo también.

PARONI. —¡Oh, no! ¡No creas eso! ¡Son chiquilladas!

LUCA. —Te conozco. Quiero vengar a Pulino. No lo hago por mí. ¡Escribe!

PARONI. —(Mirando la mesa.) Pero ¿cómo quieres que escriba, aquí?

LUCA. —Sí, sí, aquí. Puedes escribir sobre este cartapacio.

PARONI. —¿Pero, qué?

LUCA. —Una pequeña declaración.

PARONI. —¿Una declaración a quién?

LUCA. —A nadie. ¡Venga, escribe! A esta única condición te respeto la vida. O escribes o te mato.

PARONI. —Bien, bien…, escribo. Dicta.

LUCA. —(Dictando.) «Yo, el abajo firmante, me duelo y me arrepiento…»

PARONI. —(Rebelándose.) ¡Vamos, vamos! ¿De qué quieres que me arrepienta?

LUCA. —(Con una sonrisa, apuntándole casi por juego el arma a la sien.) ¡Ah, no querrías siquiera arrepentirte!

PARONI. —(Vuelve un poco la cabeza para mirar el arma; después, dice:) Veamos de qué debo arrepentirme…

LUCA. —(Volviendo a dictar.) «… me arrepiento de haber llamado imbécil a Pulino…»

PARONI. —Ah, ¿de esto?

LUCA. —De esto; escribe: «… En presencia de mis amigos y compañeros, porque Pulino, antes de matarse, no fue a Roma a matar a Mazzarini». Ésta es la pura verdad. Y omito que incluso le hubieras pagado el viaje. ¿Lo has escrito?

PARONI. —(Con resignación.) Lo he escrito. Sigue.

LUCA. —(Sigue dictando.) «Luca Fazio, antes de matarse…»

PARONI. —Pero ¿de veras quieres matarte?

LUCA. —Esto es asunto mío. Escribe: «… antes de matarse, ha venido a mi encuentro…» ¿quieres añadir «armado de un revólver»?

PARONI. —(No pudiendo más.) ¡Ah, sí, esto sí, si me lo permites!

LUCA. —Ponlo, pues, «armado de un revólver». De todos modos, no podrán castigarme por mi tenencia ilícita de armas… ¿Lo has escrito? Sigue: «Armado de un revólver y me ha dicho que, por consiguiente, él para no ser calificado de imbécil por Mazzarini o por cualquier otro, hubiera debido matarme como a un perro». (Espera que PARONI acabe de escribir y pregunta:) ¿Has escrito «como a un perro»? Bien. Sigue: «Podía hacerlo y no lo ha hecho. No lo ha hecho porque le ha dado asco». (PARONI levanta la cabeza y LUCA añade:) Espera, escribe «asco» y añade «piedad»… eso es… «le ha dado asco y piedad mi villanía.»

PARONI. —Esto me parece…

LUCA. —Es la verdad… Porque estoy armado, se entiende…

PARONI. —No, querido, yo estoy aquí para complacerte…

LUCA. —Está bien, sigue complaciéndome. ¿Lo has escrito?

PARONI. —¡Sí, lo he escrito…! ¡Y ya basta!

LUCA. —No, espera, terminemos. Sólo dos palabritas más, para concluir.

PARONI. —Pero ¿qué quieres concluir? ¿Más aún?

LUCA. —Escribe: «A Luca Fazio le ha bastado que le declarase que el verdadero imbécil soy yo».

PARONI. —(Rechazando el papel.) ¡Vaya, esto es ya demasiado!

LUCA. —(Perentoriamente, recalcando cada sílaba.) «… que el verdadero imbécil soy yo.» Tu dignidad queda más a salvo mirando el papel en que escribes que esta arma que tienes delante. Te he dicho que quiero vengar a Pulino. Ahora, firma.

PARONI. —Aquí está la firma. ¿Quieres algo más?

LUCA. —Dame esto.

PARONI. —(Tendiéndole el papel.) Pero ¿qué harás con él? Si quieres realmente quitarle de en medio…

LUCA. —(No responde; termina de leer lo que ha escrito PARONI; después, dice:) Está bien. ¿Que qué haré con esto? Nada. Me lo encontrarán encima, mañana. (Lo dobla y se lo mete en el bolsillo.) Consuélate, Leopoldo, con la idea de que yo voy a hacer ahora una cosa bastante más difícil que la que has hecho tú. Ábreme la puerta. (PARONI obedece.) Buenas noches.

TELÓN

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