ACTO PRIMERO
Salón elegantemente amueblado en casa BANTI. Puerta principal al fondo y laterales a derecha e izquierda.
ESCENA PRIMERA
La SEÑORA NELLI, la SEÑORA FRANCESCA y GIULIETTA.
(Al levantarse el telón, la SEÑORA NELLI, que ha venido de visita, espera, hojeando de pie, junto a una pequeña mesa, una revista ilustrada. Entran poco después, por la puerta de la izquierda, la señora FRANCESCA y GIULIETTA. Vienen, como la señora NELLI, de sombrero.)
FRANCESCA. —(Vieja provinciana enriquecida, embutida en un traje muy ceñido y demasiado elegante, que contrasta con su aspecto un poco vulgar y su manera de hablar. No es tonta; más bien un poco pesada.) ¡Mi querida señora!
SEÑORA NELLI. —(Elegante, pero ya ajada, con ciertas veleidades de mantenerse en un mundo que no es ya el suyo.) ¡Oh, la señora Francesca! ¡Y Giulietta! (Intercambio de saludos.)
FRANCESCA. —¿Lo ve? Aquí nos tiene también, esperando.
SEÑORA NELLI. —Ya, lo he sabido…
FRANCESCA. —Hará una hora. ¡Más, más, qué digo! ¡Lo menos hace dos horas!
GIULIETTA. —(Muy fina, actitud fatigada; afecta cierta superioridad.) Es verdaderamente extraño, créame. Estoy preocupada.
SEÑORA NELLI. —¿Por qué? ¿Está fuera desde hace mucho tiempo?
GIULIETTA. —¡Oh, sí, desde esta mañana a las seis, figúrese…!
SEÑORA NELLI. —¡Oh! ¿Desde las seis? ¿Laura ha salido de casa a las seis?
FRANCESCA. —(A GIULIETTA, resentida.) Si lo dices así, «a las seis», Dios sabe lo que puedes hacer creer… Hay que decir que ha salido con…, con la cosa.
GIULIETTA. —(En voz baja, fastidiada.) Con la caja.
FRANCESCA. —¡Eso es, sí! De colores…
SEÑORA NELLI. —¡Ah, bravo! ¿Ha vuelto a la pintura?
FRANCESCA. —Sí, señora. Hace tres días. Va al campo…; bueno, no sé… A un bosque.
GIULIETTA. —¿A un bosque, mamá? ¡Si va a Villa Julia!
FRANCESCA. —Yo he vivido siempre en Nápoles, señora. Estas ciudades de por aquí me desorientan.
GIULIETTA. —Bien, pero ayer y anteayer, a las once, como máximo, estaba de regreso, ¿comprende? Y ahora pronto será de noche y…
SEÑORA NELLI. —Habrá querido terminar el cuadro.
FRANCESCA. —¡Claro que sí! (A GIULIETTA.) ¿Lo ves? Es lo mismo que yo he pensado.
SEÑORA NELLI. —Eso debe de ser. Si ha salido con la caja de pinturas, no hay por qué preocuparse. Se explica…
GIULIETTA. —No, perdone, esto no explica nada. Si desde hace tres días sale al amanecer, es de suponer que quiere pintar… No sé… Ciertos efectos de color a primera hora que después, al avanzar el día, desaparecen.
SEÑORA NELLI. —¡Ah! ¿Es usted pintora, Giulietta?
GIULIETTA. —¡Ah, no, señora, por favor…!
FRANCESCA. —No lo niegues; entiende también, ¿sabe usted? ¡Ah, señora me ha gustado siempre la instrucción! Yo no pude tenerla, pero mis hijas, gracias a Dios…, han tenido los mejores profesores. Francés, inglés, música… Y Laura, que tenía disposición para la pintura, tomó clases del profesor Dalbuono; ya sabe usted… ¡Es conocidísimo! Giulietta no quiso estudiar, pero…
SEÑORA NELLI. —(Completando la frase.) …estando al lado de su hermana…
FRANCESCA. —¡Eso es! (A GIULIETTA, que se aleja, encogiéndose de hombros.) ¿Qué te pasa?
SEÑORA NELLI. —(Fingiendo no comprender que la muchacha se siente mortificada por la vulgaridad de su madre.) ¡Vamos, Giulietta, no esté tan preocupada! Dice usted muy bien, pero ¿no puede habérsele ocurrido a Laura empezar algún otro cuadro en otro sitio?
GIULIETTA. —(Fríamente, accediendo, por cortesía.) Es probable, sí.
SEÑORA NELLI. —Si ha vuelto a pintar con el ardor de antes…
GIULIETTA. —¡No, qué va! ¡Laura ya no siente ningún entusiasmo por eso!
FRANCESCA. —¡Claro! Cuando una se casa… Éstas son cosas, ¿cómo se dice?, de adorno, eso es, de adorno, para las muchachas. ¿No le parece? Pero mi yerno lo quiere. ¡Hay que decir la verdad! ¡Es mi yerno quien la empuja!
SEÑORA NELLI. —¡Y hace bien! ¡Hace muy bien! Sería una verdadera lástima que Laura, después de haber dado tantas muestras de…
GIULIETTA. —Sí, pero mi cuñado no lo hace por esto. Quizá, si Laura viese en su marido cierta afición a su arte… Pero sabe que la empuja a volver a tomar la paleta como la empujaría a… ¿qué sé yo? A cualquier otra ocupación…
FRANCESCA. —¿Y te parece mal? Hay que tener una ocupación u otra… Sí, señora, cuando se ha crecido como han crecido mis hijas… ¿Sabe cuál es la verdadera lástima, aquí? ¡Que no hay hijos!
SEÑORA NELLI. —¡Oh, por favor, señora, no los nombre! ¡Si supiese cuánto envidio a Laura! Se casó dos años antes que yo, hace ya siete, ¿no es verdad? Y yo, en cinco años que llevo de matrimonio, tengo ya tres…
FRANCESCA. —¡Sí, pero es que usted, hablemos claro, se lanzó con todo su ímpetu…!
SEÑORA NELLI. —(Riendo, con fingido horror.) ¡Oh, no! ¿Qué está diciendo? ¡Pobre de mí…! Han venido porque tenían que venir…
FRANCESCA. —Yo digo que en una casa ha de haber, al menos, uno…
SEÑORA NELLI. —Me parece que Laura y su marido viven tan unidos…
FRANCESCA. —¡Ah, sí, en cuanto a esto…! (Se inclina hacia la señora NELLI y le confía, al oído:) ¡Demasiado, señora! ¡Demasiado! ¡Demasiado!
SEÑORA NELLI. —(Bajo, sonriendo ligeramente.) ¿Cómo, demasiado?
FRANCESCA. —Sí, porque… ¿sabe lo que ocurre? En los primeros tiempos, cuando marido y mujer son jóvenes y se quieren, si piensan que pueden tener hijos, el marido, particularmente, se…, se… (Hace un gesto expresivo con la mano, contrayendo los dedos delante del pecho y echándose atrás, como para indicar: «Se asusta».) ¿Me explico? Porque teme que su mujercita no esté del todo para él.
SEÑORA NELLI. —¡Ah, bastante lo sé…! Después pasa un año, pasan dos…, tres… ¿Desea ahora un hijo el señor Banti?
FRANCESCA. —¡No! ¡Lo desea Laura! ¡Y si supiese cuánto! Giorgio dice que él lo desea solamente para ella.
GIULIETTA. —Y, naturalmente, Laura lo desea también para ella.
FRANCESCA. —Pero ¿qué dices? ¿Por qué hablas así? ¿Quieres hacer creer a la señora que Laura no está contenta con su marido?
GIULIETTA. —¡No, no, mamá! Yo no he dicho esto. Cuando pasan, no dos, ni cinco, sino siete años…
FRANCESCA. —¡Tú no entiendes nada de esto! La mujer, señora mía, después de tantos años, si no tiene hijos, ¿qué hace? Se estropea. ¡Se lo digo yo! ¡E incluso el hombre se estropea! ¡Se estropean los dos, a la fuerza! (Señalando a GIULIETTA.) No puedo hablar. Pero es todo lo contrario de lo que imagina esta muchacha. Porque el hombre pierde la idea de ver mañana en su mujer a la madre de sus hijos y… y… ¿me he explicado, verdad?
SEÑORA NELLI. —Sí, comprendo… comprendo…
FRANCESCA. —¡Estas benditas muchachas! ¡Sabe Dios qué sueños se forjan!
GIULIETTA. —¡Dios mío, mamá! ¡Sabes muy bien que yo no vivo soñando!
FRANCESCA. —¡Ah, sí, ella no sueña! ¿Y crees que es muy bonito no soñar? No puedo sufrir, señora, a estas muchachas de hoy día, con ese aire tan… tan…
SEÑORA NELLI. —(Apuntando, con una sonrisa.) Fané.
FRANCESCA. —¿Como ha dicho?
SEÑORA NELLI. —Fané.
FRANCESCA. —¡Exacto!
GIULIETTA. —(Con desdén.) Es la moda.
FRANCESCA. —Yo no sé el francés, pero sé que esta moda no me gusta en absoluto.
ESCENA II
DICHOS y CAMARERA.
LA CAMARERA. —(Llega corriendo, con gran agitación, por la puerta del fondo.) ¡Señora! ¡Señora!
FRANCESCA. —¿Qué ocurre?
LA CAMARERA. —¡Oh, Dios mío! ¡La señorita Laura! ¡Venga! ¡Venga!
FRANCESCA. —¿Mi hija? (Se pone en pie.)
SEÑORA NELLI. —(Levantándose al mismo tiempo:) ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha sido?
LA CAMARERA. —¡La traen herida!
FRANCESCA. —¿Herida? ¡Cómo! ¿A Laura?
GIULIETTA. —(En un grito, corriendo hacia la puerta del fondo.) ¡Ya lo decía yo!
FRANCESCA. —(Corriendo también hacia allá:) ¡Hija mía! ¡Hija mía!
ESCENA III
DICHOS, LAURA, el COMISARIO, un CRIADO, el PORTERO, dos GUARDIAS.
(LAURA, sostenida por el COMISARIO y un CRIADO, aparece en el umbral, casi desfalleciente, con el traje y los cabellos en desorden. Su rostro tiene palidez cadavérica y le sangra un labio. La piel de su cuello está hecha jirones sanguinolentos. El PORTERO lleva en la mano el sombrero de LAURA y la caja de colores. Los dos GUARDIAS quedan en pie junto a la puerta.)
FRANCESCA. —(Que ha corrido hacia allí junto con los demás, retrocede, aterrada, ante la aparición de su hija en aquel estado; después, con un grito, corre hacia ella.) ¡Laura! ¡Dios mío! ¿Qué te han hecho? ¡Laura mía!
LAURA. —(Arrojándose al cuello de su madre, convulsa, con espanto y desesperación:) ¡Madre! ¡Madre…! ¡Madre!
FRANCESCA. —¿Estás herida? ¿Dónde? ¿Dónde?
GIULIETTA. —(Tratando de abrazar también a su hermana.) ¡Laura! ¡Mi Laura! ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
SEÑORA NELLI. —Pero ¿cómo ha sido? ¿Qué ha sido?
FRANCESCA. —¿Quién te ha herido? ¡Hija! ¡Hija mía! ¿Dónde estás herida?
GIULIETTA. —(Acercando una silla y gritando.) ¡Aquí, mamá!
FRANCESCA. —¿Dónde? ¿Dónde?
GIULIETTA. —¡Hazla sentar, mamá, que no se sostiene en pie! ¿No lo ves?
FRANCESCA. —¡Ah, sí, sí, siéntate, hija mía…! Pero ¿quién ha sido el asesino? ¿Quién? (No puede seguir hablando porque LAURA, desplomándose sobre la silla sin soltar su cuello, la obliga a inclinarse.)
GIULIETTA. —¿Quién ha sido? (Al COMISARIO, fuerte:) ¡Dígalo usted! ¿Quién ha sido?
COMISARIO. —(Apurado, mirando a la SEÑORA NELLI, como para hacerse comprender.) La señorita ha sido víctima de una… de una agresión.
SEÑORA NELLI. —(Con un grito ahogado.) ¡Ah!
GIULIETTA. —(Arrodillándose y haciendo gesto de rodear con sus brazos a su hermana.) ¡Oh, Laura, di…! ¿Qué ha pasado?
LAURA. —(Soltando los brazos del cuello de su madre y rechazando por impulso instintivo, pero con angustioso afecto, a su hermana.) ¡No… tú, no, Giulietta…! ¡Vete… vete… vete!
GIULIETTA. —(Poniéndose en cuclillas y echándose hacia atrás, perpleja.) ¿Por qué?
FRANCESCA. —(Intuyendo lo que ocurre, levantando las manos y cerrando los ojos.) ¡Ah, Dios mío…! (A la SEÑORA NELLI, haciéndole signos de llevarse a GIULIETTA.) Señora… (Después, inclinándose sobre LAURA:) ¿Pero, cómo…? ¡Hija mía! (De nuevo a la SEÑORA NELLI.) Señora, por favor…
SEÑORA NELLI. —(A GIULIETTA.) Venga…, venga, querida. Vámonos de aquí…
GIULIETTA. —Pero ¿por qué…? (Después mira al COMISARIO; comprende que debe marcharse; irrumpe en sollozos sobre el hombro de la SEÑORA NELLI, que se la lleva por la puerta del fondo.)
LAURA. —(Mostrando el cuello a su madre.) Mira… mira…
FRANCESCA. —Pero ¿quién ha sido? ¿Quién?
LAURA. —(No puede hablar; su estado convulso ha llegado al punto álgido; por tres veces, entre el espantoso temblor de todo su cuerpo, retorciéndose las manos de vergüenza, de asco, grita, a empellones:) ¡Un bruto…! ¡Un bruto…! ¡Un bruto…! (Y prorrumpe en un llanto que parece un relincho, brotando de sus vísceras agitadas.)
FRANCESCA. —¡Hija mía! (Se precipita hacia ella y, sintiéndola desfallecer, la sostiene can la ayuda de la CAMARERA.) Llevémosla allá… (La llevan hacia la puerta de la izquierda.) ¡Un médico, pronto! ¡El doctor Romeri!
CRIADO. —Ya ha sido avisado, señora.
PORTERO. —Le he llamado por teléfono…
(FRANCESCA, LAURA y la CAMARERA salen por la puerta de la izquierda.)
ESCENA IV
DICHOS, el doctor ROMERI, después GIORGIO BANTI, ARTURO NELLI, la SEÑORA NELLI.
EL CRIADO. —(Al COMISARIO.) ¿Le han cogido?
(EL COMISARIO no responde; abre los brazos.)
EL PORTERO. —Pero ¿cómo ha sido?
(Entra apresuradamente por la puerta del fondo el doctor ROMERI.)
EL CRIADO. —¡Ah, aquí está el doctor!
ROMERI. —¿Dónde está? ¿Dónde está?
EL CRIADO. —Por aquí, doctor. Venga… (Le señala la puerta de la izquierda. Se oyen, mientras tanto, dentro las voces de GIORGIO BANTI y de ARTURO NELLI que llaman:) ¡Doctor! ¡Doctor…! (El doctor ROMERI se detiene, se vuelve. Aparece GIORGIO, pálido, descompuesto; el abogado NELLI, la SEÑORA NELLI.)
GIORGIO. —¿Está herida? ¿Está herida?
ROMERI. —No sé, acabo de llegar…
GIORGIO. —¡Venga! ¡Venga! (Se precipita hacia la puerta de la izquierda, seguido por el doctor.)
ESCENA V
DICHOS, menos GIORGIO y ROMERI.
SEÑORA NELLI. —(Al COMISARIO.) Pero ¿cómo ha sido?
NELLI. —(Al CRIADO y al PORTERO.) ¡Idos, idos, vosotros! Señor Comisario, estos guardias…
EL COMISARIO. —(A los guardias.) Podéis retiraros… (Los guardias saludan y salen con el CRIADO y el PORTERO.)
ESCENA VI
NELLI, la SEÑORA NELLI, el COMISARIO.
NELLI. —¿Una agresión?
EL COMISARIO. —Sí, parece ser que en Villa Julia.
SEÑORA NELLI. —Había ido a pintar.
EL COMISARIO. —No lo sé muy bien todavía. He sido encargado de las primeras investigaciones.
SEÑORA NELLI. —Iba allí desde hace tres días.
NELLI. —¿Siempre al mismo sitio?
SEÑORA NELLI. —Creo que sí. Lo ha dicho Giulietta. Cada mañana, a las seis.
NELLI. —¿Pero, cómo…? ¿Sola?
EL COMISARIO. —Un guarda de Villa Julia la encontró por el suelo…
SEÑORA NELLI. —¿Desmayada?
EL COMISARIO. —Dice que no daba señales de vida. Parece ser que ha oído primero los gritos de la señora.
SEÑORA NELLI. —¿Cómo? ¿Y no ha acudido…?
EL COMISARIO. —Dice que estaba demasiado lejos. La villa está siempre desierta.
NELLI. —Pero ¡qué locura! ¡Ir sola de esta manera!
SEÑORA NELLI. —Aquí está la caja de los colores… (Los otros dos se vuelven para mirar la caja, impresionados, como se suele estar ante un objeto que ha sido testigo de un drama reciente.)
EL COMISARIO. —Sí, y el sombrero. (Pausa.) Fueron encontrados por el guarda a mucha distancia del sitio donde yacía la señora.
NELLI. —¡Ah…! ¿Pero, entonces…?
EL COMISARIO. —Seguramente la señora trató de huir.
SEÑORA NELLI. —¿Y fue perseguida?
EL COMISARIO. —No lo sé. Es algo increíble. Fue encontrada echada sobre un seto de espinos.
SEÑORA NELLI. —(Estremeciéndose, horrorizada.) ¡Ah! Quizá lo quiso saltar.
EL COMISARIO. —Y fue alcanzada allí. Es posible.
SEÑORA NELLI. —Lleva arañazos por todas partes. En el cuello, en la boca… ¡Da lástima de ver!
NELLI —(Moviendo la cabeza, con amarga irrisión.) Entre los espinos…
EL COMISARIO. —Un granuja… Parece ser que el guarda le ha visto.
NELLI. —(Con ansia.) ¿Ah, sí?
EL COMISARIO. —Sí, señor. Cuando saltaba por encima de las malezas de espino. Un granuja, un jovenzuelo. Pero en vez de perseguirle, como hubiera debido, pensó en auxiliar a la señora y… (Se interrumpe, volviéndose hacia la puerta de la izquierda, por la que llegan voces apagadas.)
ESCENA VII
DICHOS; GIORGIO, el doctor ROMERI, FRANCESCA, después, GIULIETTA.
ROMERI. —(Desde dentro.) ¡Y yo le digo que no! ¡Perdone! Le ruego que…
FRANCESCA. —(Desde dentro.) ¡Por favor, Giorgio! ¡Por favor!
GIORGIO. —(Saliendo por la puerta de la izquierda, descompuesto, gritando entre sollozos:) ¡Pero yo tengo el derecho de saber! ¡Debo, quiero saber!
ROMERI. —(Gritando también.) ¡Ya lo sabrá, pero a su hora!
GIORGIO. —¡No! ¡Ahora! ¡Ahora mismo!
ROMERI. —Le digo que por ahora no solamente no debe hacerla hablar, sino que no debe ni siquiera dejarse ver. (A los demás.) ¡Reténganle aquí! (Vuelve a salir por la puerta de la izquierda.)
NELLI. —Ven, Giorgio… (Y como quiera que GIORGIO, convulso, le apoya la cabeza y las manos sobre el pecho, echándose a llorar, NELLI añade:) ¡Pobre amigo mío! ¡Pobre amigo mío!
FRANCESCA. —(A la SEÑORA NELLI.) Le ruego, señora, que acompañe a mi casa a Giulietta.
SEÑORA NELLI. —Sí, señora. ¿Quiere que la acompañe ahora mismo?
FRANCESCA. —Sí, por favor. Dígale que yo me quedo todavía… mientras pueda… ¡Dios mío! Es ya de noche y tiene que ocuparse de mi pobre marido… Ya sabe usted en qué estado está…
SEÑORA NELLI. —¡Lo sé, lo sé…! Si yo pudiese…
FRANCESCA. —No, muchas gracias. No se deja tocar por nadie… ¡Ah, aquí está Giulietta! (GIULIETTA aparece llorosa por la puerta del fondo. FRANCESCO, con la mano, le hace signo de acercarse.) Tú te irás con la señora. Yo iré en cuanto pueda.
GIULIETTA. —Pero ¿y Laura?
FRANCESCA. —Laura está aquí al lado.
GIULIETTA. —¿Y no puedo ni siquiera verla?
FRANCESCA. —¿Para qué la quieres ver? Tiene que estar tranquila, por ahora. Ve, ve a ocuparte del pobrecito de tu padre. ¡Y no digas nada, sobre todo!
GIULIETTA. —Pero… ¿de qué se trata? ¿Qué pasa?
FRANCESCA. —¡Nada! ¡Nada! ¡Llévesela, señora!
SEÑORA NELLI. —Sí. ¡Vámonos, Giulietta!
GIULIETTA. —(Resuelta, acercándose a su cuñado.) Giorgio…, ¿tú también me dices que no es nada?
GIORGIO. —¿Yo?
GIULIETTA. —Lo quiero saber de ti.
GIORGIO. —Pero… ¿qué quieres que te diga yo? Si no lo sé… No sé…
FRANCESCA. —¡Pero vete de una vez, hija mía! Me haces estar aquí… ¡Ve, ve con la señora! (Sale por la puerta de la izquierda.)
SEÑORA NELLI. —(Llevándose a GIULIETTA.) Vamos, vamos, querida… (Salen por la puerta del fondo.)
ESCENA VIII
NELLI, GIORGIO, el COMISARIO.
GIORGIO. —(Agresivo, al COMISARIO.) ¿Qué sabe usted? ¡Diga lo que sabe! ¡Tiene usted que decirme ahora mismo todo lo que sabe! Porque, por un delito como éste, si le cogen… (A NELLI.) Dilo tú… ¿Cuánto? Dos, tres años de cárcel, ¿no es verdad? (Al COMISARIO.) ¡Mientras que yo tengo el derecho de matarlo! ¿Lo sabe usted?
EL COMISARIO. —Yo no sé nada, señor. Estoy aquí para las debidas indagaciones.
NELLI. —¡Pero si no hay nada que saber!
GIORGIO. —¿Cómo que no hay nada que saber?
NELLI. —¡Nada! Nada que saber, nada que indagar. ¡Basta ya, por Dios!
GIORGIO. —¿Basta?
NELLI. —¡Sí! ¡Te digo que basta! Laura ha sido víctima de una agresión en una villa; el ladrón…
GIORGIO. —¿El ladrón?
NELLI. —Sí, sí, el ladrón… Un miserable cualquiera… No se ha hallado el rastro… ¡Así es que basta! ¡Aquí termina todo! ¿Para qué hablar más del asunto?
GIORGIO. —¡Ah, no, amigo mío, te equivocas!
EL COMISARIO. —Yo he recibido instrucciones. El delito es de orden público.
NELLI. —Lo cual quiere decir que pasaré por la Jefatura y hablaré con el Comisario. Usted puede marcharse; ¡hágame caso!
GIORGIO. —¡No! ¡No! ¿Y yo? ¡Para los demás, termina todo aquí…! Pero… ¿y yo?
NELLI. —¿Tú? ¿Qué quieres hacer? ¿Te imaginas que aunque lo pesquen te lo pondrán en las manos para que lo mates? ¡Vamos! ¿Entonces? Tú mismo lo has dicho. Sí, por un delito que tú, el ofendido, podrías castigar con la muerte y no tendrías ni un día de castigo, la ley no le impone más allá de dos o tres años de cárcel. ¿Es esto lo que quieres? ¿El escándalo de un proceso? ¿La publicación de la sentencia en los periódicos? ¡Vamos, vamos! (Al COMISARIO.) ¡Váyase, váyase, señor comisario…!
EL COMISARIO. —En vista de que el médico dice que por ahora no hay que hacer hablar a la señorita, creo que puedo retirarme.
NELLI. —Sí, sí, desde luego. Y ya pasaré a ver al Comisario general.
EL COMISARIO. —Les saludo… (Se inclina y sale por el fondo.)
ESCENA IX
GIORGIO y NELLI.
NELLI. —¡No falla! En caso de necesidad, esta gente no interviene nunca. En cambio, se obstinan en meterse entre pies cuando para nada se les necesita, cuando lo único que hacen es estorbar.
GIORGIO. —¡Pero, qué me importan a mí los demás! ¿Qué quieres que me importen?
NELLI. —Hoy no te importan; pero ya verás como te importarán mañana.
GIORGIO. —En primer lugar, es inútil, porque ahora ya lo sabe todo el mundo: aquí, y donde la han visto y recogido… Pero, aunque nadie lo supiese, si lo sé yo…, ¿no comprendes que para mí todo ha terminado?
NELLI. —Comprendo, Giorgio, todo el horror que debes experimentar en este momento. Pero es necesario que lo venzas con la compasión que debe inspirarte tu pobre mujer.
GIORGIO. —¿Es a mí a quien hablas de compasión?
NELLI. —¿No quisieras tenerla?
GIORGIO. —¡Yo soy el marido! Podéis sentirla vosotros, la compasión, y quien haya pasado por esta tortura. ¡Pero soy yo, yo solo, quien se encuentra realmente en presencia del horror de este tormento, de esta ofensa que no ha sido hecha a ella sola, sino también a mí! ¡Y nadie sino yo puede sentir con mayor intensidad ese horror! ¡Nadie, ni siquiera ella!
NELLI. —¡Te comprendo, Giorgio, te comprendo…! Es cruel, sí. Pero ¿qué quieres hacer?
GIORGIO. —No lo sé…, no lo sé… Me vuelvo loco… ¿Compasión, dices? ¿Sabes cuál sería la verdadera compasión, en este momento, para mí? Acercarme a su lecho, y allí mismo, por este mismo amor, matarla mientras aún fuera inocente.
NELLI. —¡Esto es una locura! ¡No razonas!
GIORGIO. —¿Y quieres que razone?
NELLI. —¡Debes razonar!
GIORGIO. —No me extraña que me hables así. Es lógico… Pero, si el caso te hubiese ocurrido a ti, ¿razonarías?
NELLI. —¡Claro que sí! ¡No es culpa suya!
GIORGIO. —Esto es precisamente lo que me parece cruel. ¡Que exista la ofensa más brutal, sin haber culpa! Para mí, es peor…, mucho peor. Si hubiese culpa, estaría ofendido el honor; podría vengarme. Pero está ofendido, en cambio, el amor. ¿Y no comprendes que nada es más cruel para mi amor, que esta obligación que le impongo, de sentir compasión?
NELLI. —¡Pero el mismo amor que sientes por ella debería moverte a compasión!
GIORGIO. —¡Imposible! ¡El amor, no!
NELLI. —Eso sería aún más cruel…
GIORGIO. —(Interrumpiendo.) ¡Más cruel, sí!
NELLI. —(Prosiguiendo.) …que lo que la pobre ha padecido…
GIORGIO. —¡Sí, sí! ¡Es así mismo! No tener compasión sería cruel para ella; pero tenerla es cruel para mí. Y cuanto más reflexiono y más reconozco la justeza de tus razones, más crece la crueldad en mí. Debo reflexionar, claro… Reconocer que no hay culpa; que ella ha sido más ofendida que yo, en su cuerpo, y que sufre ahora su vergüenza, sufre por el escarnio que se ha hecho de ella… Y yo, ¿qué quiero? ¿Qué pretendo? ¿Aumentar la dosis de crueldad que recae sobre ella? ¿Dejarla pasar sola esta vergüenza? ¿Despreciarla?
NELLI. —¡Sería falta de generosidad!
GIORGIO. —¡Sería vil!
NELLI. —¿Lo ves? Tú mismo lo reconoces.
GIORGIO. —¡Vil, sí, vil! Pero si el amor se revela igualmente vil cuando se encuentra, como me encuentro yo ahora, en el límite de sus celos más vivos, ¿qué puedo hacer yo? ¿Que puedo hacer? (Prorrumpe en sollozos desesperados.)
NELLI. —¡Vamos, vamos, Giorgio! ¡Te atormentas inútilmente! ¡Es el primer momento, te lo aseguro…!
GIORGIO. —¡No! ¡Es como en la selva, en la selva primitiva! Pero antes, por lo menos, había el horror sagrado hacia aquella monstruosidad primitiva, en la naturaleza, en el bruto… Ahora, estamos en una villa, con sus senderos, sus setos y sus bancos… Una señora, con sombrero, está pintando, sentada en su banquillo. ¡Y viene el bruto! ¡Pero va vestido, oh, sí, vestido decentemente! ¡Me parece que lo estoy viendo! Quién sabe si no llevaba guantes… ¡Aunque no, la ha arañado! ¿No sientes que es mucho más obsceno? ¿Mucho más vil? ¿Y yo tengo que mostrarme generoso, mientras todos mis sentimientos rugen como fieras en mi pecho…? ¡Generoso! (Súbitamente, dejando el tono irónico.) ¡No, no! ¡Veo que no puedo! ¡No puedo! Tengo que marcharme. Me voy… Me voy…
NELLI. —¿Pero, cómo? ¿Y dónde? ¿Serías en serio capaz de dejarla así?
GIORGIO. —Sería más cruel quedándome.
NELLI. —Pero ¿qué quieres hacer? ¿Dónde quieres ir?
GIORGIO. —Necesito destruir, huyendo como un loco, lo que ahora siento ante esta ignominia.
ESCENA X
DICHOS, la señora FRANCESCA, el doctor ROMERI.
FRANCESCA. —(Entrando, ansiosa, seguida del doctor ROMERI, por la puerta de la izquierda.) Giorgio… Giorgio… (Conteniéndose en el acto a la vista de la sobreexcitación de su yerno.) ¿Qué ocurre…? ¡Ah, hijo mío, pobre hijo mío…!
GIORGIO. —¡Por caridad, no se me acerque, no me diga nada!
ROMERI. —Señora, hágame caso… ¿Lo ve usted?
GIORGIO. —¿Usted comprende, doctor?
ROMERI. —Sí, sí; comprendo que usted, en estos momentos…
FRANCESCA. —¡Pero si ella le llama! ¡Si no hace más que preguntar por él!
GIORGIO. —(Con horror, retrocediendo.) ¡No puedo! ¡Ah, no puedo, no puedo, no puedo…!
ROMERI. —¿Lo ve? Le haría más daño, señora, créame a mí… También él necesita esperar un poco…
GIORGIO. —¿Qué quiere que espere yo?
ROMERI. —Pues… algún tiempo.
GIORGIO. —(Con ironía.) Y resignación, ¿no?
FRANCESCA. —¿Por qué resignación? Entonces, ¿es que tú…?
NELLI. —¡Déjelo, señora, hay que tenerle consideración también a él…!
FRANCESCA. —¡Sí, hijo mío, te tengo consideración… y cuánta! Pero el único remedio a lo que sufres…
GIORGIO. —… es la compasión, ¿no? ¡También usted! ¡Todos lo mismo! ¡La compasión!
FRANCESCA. —Uno de otro, sí, desde luego. ¡Así lo entiendo yo, que soy una pobre ignorante! ¡Compasión, no resignación a un mal que no existe!
GIORGIO. —¿Cómo que no existe?
FRANCESCA. —¡No existe! ¡No existe! ¡Vuestro mismo amor ha de decir que no existe! ¡Si quieres de veras a mi hija…! Si no, ¿qué amor es el tuyo? ¿No es verdad? ¡Dígalo usted, doctor! ¡Dígalo, señor Nelli!
GIORGIO. —(Prorrumpiendo de nuevo en llanto, doblándose hacia adelante y ocultando el rostro en sus manos.) ¡Yo la quería…, la quería mucho…! Pero precisamente porque la quería tanto… ¡Ustedes no comprenden! ¡La compasión puede ser para aquella a quien yo quería! Pero, ahora, ya no…
FRANCESCA. —¿No la quieres ya, pues? ¿Y por qué?
GIORGIO. —¡Si queréis que tenga compasión de ella! ¿Qué compasión? ¿La vuestra, la mía, pueden acaso ayudarme? ¡Necesito ser cruel! ¿Usted cree que porque no quiero a su hija? ¡No! ¡Precisamente porque la quiero!
FRANCESCA. —¡No es verdad! ¡No es verdad! ¡No la quieres, si obras así!
GIORGIO. —¿Quiere acaso que mi amor sea como el suyo? ¿Le parece que el caso es el mismo para usted que para mí? ¡Lo que siento yo, no puede sentirlo usted!
FRANCESCA. —Está bien, pero… ¿cómo, de qué manera quieres ser cruel?
GIORGIO. —¿Cómo? ¡Ya he dicho cómo! ¡Y si ella siente lo que siento yo, debería alegrarse por ello!
GIORGIO. —¡Pero ella te llama! ¿Qué piensas hacer?
GIORGIO. —¡No pienso nada! ¡Pero tengo que marcharme…, que marcharme!
FRANCESCA. —¿Y quieres abandonarla de ese modo?
ROMERI. —¡Sí, sí, es mejor, señora! ¡Déjelo estar!
FRANCESCA. —Pero ¿cómo va a quedarse sola?
ROMERI. —Quédese usted con ella…
NELLI. —Eso es… Sería muy oportuno…
FRANCESCA. —¿Y quién le dirá que te has ido? ¡Tú, que tienes el valor de hacerlo, tendrías que tener también el de decírselo!
GIORGIO. —(Resueltamente.) ¿Quiere que se lo diga yo?
ROMERI. —¡No, por caridad, señora!
FRANCESCA. —Entonces, ¿comprende usted que mi hija podría morir al verse abandonada de esta manera, en este momento, por aquel que debería estar más a su lado, si tuviese un poco de corazón?
ROMERI. —¡No, no es esto, señora!
GIORGIO. —¡Todo ha terminado! Siento que para mí todo ha terminado. Puedo sentir compasión y quedarme, pero ¿cómo me quedo? ¿No lo comprenden? Por los demás, ¿verdad? Pues bien, me quedo. Pero será peor.
NELLI. —¡No, no…! Ya verás, Giorgio…
GIORGIO. —¿Qué quieres que vea?
NELLI. —Ya verás… No quiero decirte nada, porque comprendo que en este momento cada palabra te produce una herida. Escuche, señora: usted tiene que ocuparse de su marido, ¿verdad? Pues váyase…
FRANCESCA. —Pero sola… se volverá loca…
NELLI. —Váyase, ¡hágame caso!, y esté tranquila. Giorgio se queda.
GIORGIO. —¡Por los demás! ¡Por los demás!
NELLI. —¡Está bien, sí, por los demás! (A la señora FRANCESCA, haciéndole un signo y dirigiéndole una mirada significativa para darle a entender que es mejor que marido y mujer se queden solos.) Ahora irá a cambiarse y pasará la noche conmigo.
FRANCESCA. —¿Y Laura?
ROMERI. —La señora necesita que la dejen tranquila. Vaya usted a decirle que yo he obligado al señor Banti a alejarse.
FRANCESCA. —Pero sola… se volverá loca…
ROMERI. —No, señora. Ya verá como con la medicina que le he dado para calmar su agitación, descansará. Quizá a esta hora ya descansa. Vaya, vaya a verlo.
FRANCESCA. —Bien, yo… (Sale por la puerta de la izquierda.)
ESCENA XI
DICHOS, menos FRANCESCA.
ROMERI. —Voy yo también… (Acercándose y estrechando las manos a GIORGIO.) Le hago una recomendación: hay que ser siempre más fuertes que la desgracia que nos aflige.
GIORGIO. —Ésta es para mí peor que la muerte. ¿Se la imagina usted, doctor, a ella, mañana, delante de mí… todavía viva?
ESCENA XII
DICHOS y FRANCESCA.
FRANCESCA. —(Saliendo animadamente por la puerta de la izquierda, de nuevo con el sombrero puesto.) Sí, descansa, es verdad…
ROMERI. —¿No se lo he dicho yo?
FRANCESCA. —Y ahora me voy, ya que no puedo hacer otra cosa. Estaré aquí mañana por la mañana (Se acerca a GIORGIO.) Adiós, Giorgio. Y… no te digo, no te digo nada, hijo mío…
GIORGIO. —Buenas noches.
NELLI. —Me voy también con usted, señora. (A GIORGIO.) ¿Quieres que pase a buscarte?
GIORGIO. —No, no. Pasaré yo, si acaso, a buscarte a ti.
NELLI. —Cuando quieras. Estaré en casa. Hasta la vista. (A la señora FRANCESCA y al DOCTOR.) ¡Vamos, vamos! (Sale con ellos por la puerta del fondo.)
ESCENA XIII
GIORGIO solo, después el CRIADO, finalmente, LAURA.
GIORGIO. —(Permanece algún tiempo absorto, hundido en su dolor, mostrando en las contracciones de su rostro los sentimientos que le agitan. Después se pone en pie, se pasa las manos por la frente, se vuelve hacia la puerta de la izquierda y repite:) ¡No puedo…! No puedo… (Toca el timbre y aparece el CRIADO.) Di a Antonio que prepare el coche. Voy a salir.
EL CRIADO. —¿El señor… solo?
GIORGIO. —Solo, sí, y pronto. Tú prepárame entretanto la maleta.
(Sale el criado. GIORGIO está a punto de salir de la estancia cuando aparece LAURA por la puerta de la izquierda; está muy pálida; lleva una bata de color violeta y un velo negro alrededor del cuello. GIORGIO, apenas la ve, levanta las manos como para detener la compasión que le inspira y ahoga en su garganta un lamento que es como un breve y profundo rugido, de exasperación. LAURA le mira y se acerca a él, lentamente, sin decir nada, expresando en su rostro la necesidad que siente de él; y en su actitud hay la certeza de que él no huirá. GIORGIO, al verla cerca de él, prorrumpe en llanto convulsivo, y ciegamente, en medio de sus lágrimas, la abraza. Ella no hace un solo movimiento; permanece quieta allí, entregada. Sólo levanta el rostro como en un ansia de trágica expectación deseando que él haga desaparecer como pueda, con la muerte o con él amor, la vergüenza que la mata. Y como él, presa ya de la embriaguez de su persona, y siempre sollozando, busca con sus labios las heridas del cuello, ella reclina apasionadamente su mejilla sobre la cabeza de GIORGIO, con los ojos cerrados.)
TELÓN