ACTO SEGUNDO
En casa de LEÓN GALA. Un extraño comedor-despacho. Mesa puesta, y buró con paquetes y libros. Estanterías con libros y vitrinas con ricos utensilios de comedor. Puerta al fondo, que conduce al dormitorio de LEÓN. Puerta lateral izquierda, que da a la cocina. Puerta común a la derecha.
Al levantarse el telón, LEÓN GALA, con gorro de cocinero y delantal, está batiendo un huevo en una cacerola, con un cucharón de madera. FILIPPO está batiendo otro, vestido él también de cocinero. GUIDO VENANCI escucha, sentado.
LEÓN. —(A GUIDO, aludiendo a FILIPPO.) Pues, sí: éste, hasta podría ser mi demonio…
FILIPPO. —(Brusco, fastidiado.) ¡Que el diablo se lo lleve a él!
LEÓN. —Se enfada. Ya no puedo seguir…
FILIPPO. —¿Pero qué iba usted a decir? ¡Estése callado!
GUIDO. —Que en lugar de ser su demonio, es usted Sócrates.
FILIPPO. —(A LEÓN.) ¡Déjeme ya en paz con este Sócrates, que yo no sé quién es!
LEÓN. —¡Cómo! ¿No lo conoces?
FILIPPO. —No, señor. ¡Ni quiero cuentas con él! ¡Atienda usted al huevo!
LEÓN. —Ya atiendo, ya atiendo…
FILIPPO. —¿Cómo lo maneja?
LEÓN. —¿El qué?
FILIPPO. —¡El cucharón, el cucharón!
LEÓN. —¡Como se debe, no lo dudes!
FILIPPO. —Si sigue usted charlando, le digo yo a usted que el desayuno envenenará a este señor.
GUIDO. —¡Ni mucho menos! ¡Si estoy divirtiéndome mucho!
LEÓN. —Le estoy haciendo un poco de vacío para abrirle el apetito.
FILIPPO. —¡Sí, pero a mí me estorba!
LEÓN. —¡Ah, eso es otra cosa: haber empezado por ahí!
FILIPPO. —Sí, señor… Sí, señor ¿Y ahora, qué hace usted?
LEÓN. —¿Que qué hago?
FILIPPO. —¡Pero siga batiendo, caramba! ¡No se puede dejar un momento!
LEÓN. —Bien, bien. (Sigue batiendo.)
FILIPPO. —¿Cómo voy a poder yo tener los ojos pendientes de lo que hace, los oídos pendientes de lo que dice, y la cabeza que se me va de oírle todas las tonterías que se le escapan por la boca? ¡Me voy a la cocina!
LEÓN. —¡No, hombre, no! ¡No te vayas! ¡Me estaré callado! (En voz baja, a VENANZI, pero de modo que FILIPPO lo oiga.) ¡Bergson lo ha echado a perder!
FILIPPO. —¡Ahora saca a relucir a Bergson!
LEÓN. —¡Claro, hombre! (A VENANZI.) Desde que le he expuesto la teoría de la intuición, es otro. ¡Antes era un razonador formidable…!
FILIPPO. —¡Yo no he razonado nunca, para su gobierno! ¡Y si sigue usted así, le doy en seguida la prueba! ¡Se lo dejo aquí todo y lo dejo plantado de una vez para siempre!
LEÓN. —¿Te das cuenta? ¡Y luego no quiere que diga que Bergson me lo ha echado a perder! ¡Pero si yo puedo estar de acuerdo contigo en la crítica que Bergson hace de la razón…!
FILIPPO. —¡Bueno, déjeme ya, y siga batiendo!
LEÓN. —¡Si estoy batiendo…! ¡Pero escúchame! Lo que hay en realidad de fluido, de vivo, de móvil, de oscuro…, sí, señor, escapa a la razón… (A VENANZI, como entre paréntesis.) No sé cómo se las arreglará para escapar, ¡aunque lo diga Bergson! ¿Y cómo se las arregla él para decirlo? ¿Quién se lo hace decir, sino la razón? Luego no se le escapa, me parece a mí, ¿no?
FILIPPO. —(Gritando desesperado.) ¡Siga batiendo!
LEÓN. —¡Pero si estoy batiendo!, ¿no lo ves? Escucha, Venanzi: ¡es una broma estupenda la que le da la razón al señor Bergson, haciéndole creer que está destronada y envilecida por él, con infinito regocijo de todas las irrazonables damas de París! Escucha. Según él, la razón sólo puede considerar los lados y caracteres idénticos y constantes de la materia; tiene costumbres geométricas, mecánicas; la realidad es un flujo ininterrumpido de perpetua novedad, y él la desmenuza en tantas partículas estables y homogéneas…
FILIPPO. —(Que no lo pierde un momento de vista, mientras sigue batiendo en su cacerola, poquito a poco, encorvado, se le acerca; aprovecha un momento en que LEÓN, enardecido en su discurso, ha dejado de batir, y le grita:) ¿Y ahora, qué hace usted?
LEÓN. —(Con un sobresalto, poniéndose rápidamente a batir.) Tienes razón…, sí… ¿ves? ¡Ya estoy batiendo!
FILIPPO. —¿Pero no ve usted que con tanto hablar de la razón, no hace usted más que perder la cabeza?
LEÓN. —¡Pues mira: si la cabeza que pierdo no ha de servirme más que para batir un huevo, hijo mío! ¡Ten paciencia! Es necesario, sí, lo reconozco, batir los huevos; y soy obediente, ¿ves?, a esta necesidad que tú me enseñas…
GUIDO. —(Interrumpiendo.) ¡Verdaderamente, sois divinos los dos!
LEÓN. —¡Nada de eso! ¡Soy divino yo sólo! Éste, de algún tiempo a esta parte, está corrompido por Bergson…
FILIPPO. —¡Haga el favor de creer que a mí no me ha corrompido nadie!
LEÓN. —¡Claro que sí, amigo mío: te has vuelto tan deplorablemente humano que ya no te conozco! ¡Déjame razonar un poco, caramba! ¡Un poco de vacío, mientras que a fuerza de batir, he hecho el lleno en esta cacerola! (Se oye un fuerte timbrazo a la puerta. FILIPPO, dejando la cacerola, se acerca a la puerta de la derecha para ir a abrir.)
LEÓN. —(Soltando la cacerola.) Espera…, espera…, ven aquí: desátame primero este delantal. (FILIPPO lo hace.) Y llévate también esto a la cocina. (Se quita el gorro y se lo da.)
FILIPPO. —¡Le ha hecho usted honor, se lo digo yo! (Sale por la izquierda, deja en la cocina el gorro y el delantal de LEÓN, y vuelve a poco —durante la escena siguiente, que se desarrolla rapidísimamente entre LEÓN y GUIDO— para coger y llevarse a la cocina también las dos cacerolas con los huevos batidos, y se le olvida ir a abrir.)
GUIDO. —(Que se ha puesto de pie, muy turbado, en un apuro, perplejo al oír el timbrazo.) ¿Han… han tocado el timbre?
LEÓN. —(Mirando y notando su turbación.) Sí. ¿Qué pasa?
GUIDO. —¡Dios mío…, León…, será ella!
LEÓN. —¿Silia? ¿Aquí?
GUIDO. —Sí…, escucha, por favor. Vine con tiempo para… para prevenirte…
LEÓN. —¿De qué?
GUIDO. —De una cosa que ocurrió anoche…
LEÓN. —… ¿a Silia?
GUIDO. —¡Pero no fue nada!, ¿sabes? Una tontería…, una verdadera tontería… Tanto es así que no te he dicho nada, esperando que… después de haberlo consultado con la almohada… se le hubiera pasado… (Nuevo timbrazo, más fuerte, en la puerta.)
GUIDO. —¡Pero ahí la tienes…, seguro que es ella!
LEÓN. —(Plácido, dirigiéndose a la puerta de la izquierda.) ¡Sócrates! ¿Qué demonios haces? ¡Anda a abrir!
FILIPPO. —¡Se me había olvidado!
GUIDO. —¡Espere! (A LEÓN.) Te prevengo, León, que tu mujer quiere hacer una locura.
LEÓN. —Eso no es ninguna novedad.
GUIDO. —¡Y hacértela hacer a ti!
LEÓN. —¿A mí? ¡Oh! (A FILIPPO.) ¡Anda a abrir, anda a abrir! Por eso, querido Guido, las visitas de mi mujer me son siempre gratísimas. (FILIPPO, más irritado que nunca, va a abrir.)
GUIDO. —¡Pero si tú no sabes ni siquiera de qué se trata!
LEÓN. —De cualquier cosa que se trate. Déjame, verás. (Repitiendo los gestos del huevo fresco del primer acto.) Lo cojo…, le hago un agujero… y me lo bebo.
SILIA. —(Entrando como un huracán, y viendo a GUIDO VENANZI.) ¡Ah, está usted aquí! ¿Ha venido a prevenirlo?
GUIDO. —¡No, señora, se lo juro: no he hablado!
SILIA. —(Escudriñando a su marido.) ¡Veo que él lo sabe!
LEÓN. —¡No, querida, nada! (Luego con un tono casi nuevo, alegre, ajeno:) ¡Buenos días!
SILIA. —(Encogiéndose de hombros, agitada.) ¡Qué, buenos días! (A VENANZI, temblorosa.) ¡Si ha hecho usted eso…!
LEÓN. —No, no. Habla, segura de todo el efecto de sorpresa que te prometías. No me ha dicho nada. Incluso, si quieres volver a salir y repetir la entrada para embestirme de improviso…
SILIA. —¡Te advierto, León, que no he venido en plan de broma! (A VENANZI.) Entonces, ¿por qué está usted aquí?
GUIDO. —Pues…, vine…
LEÓN. —Dile la verdad. Para prevenirme, es cierto, de no sé qué locura tuya…
SILIA. —(Saltando.) ¡Ah! ¿Una locura mía?
GUIDO. —Sí, señora; por mi parte, yo no puedo juzgarla de otro modo.
LEÓN. —¡Pero no me ha dicho cuál! ¡No lo sé!
GUIDO. —Esperando que usted no vendría…
LEÓN. —… no me había dicho todavía nada, ¿comprendes?
SILIA. —¿Y entonces cómo sabes que es «una locura mía»?
LEÓN. —¡Porque eso ya me lo supongo yo, sin que la digan! Pero, verdaderamente…
GUIDO. —… ¡sí, eso se lo he dicho yo, que es una locura, y lo confirmo!
SILIA. —(A voces, en el colmo de la desesperación.) ¡Cállese usted! ¡Nadie le autoriza a juzgar mi susceptibilidad! (Pausa; luego, a su marido, como disparándole al pecho:) ¡Tú estás desafiado!
LEÓN. —¿Cómo? ¿Yo, desafiado?
GUIDO. —¡Qué, desafiado! ¡No!
SILIA. —¡Desafiado! ¡Desafiado!
LEÓN. —¿Y quién me ha desafiado?
LEÓN. —Calma…, calma…
GUIDO. —¡No, no…!
SILIA. —¡Claro que sí, desafiado! No sé muy bien si te ha desafiado él a ti o si tú debes desafiarlo a él; no entiendo de esas cosas; sé que tengo la tarjeta de aquel miserable… (La saca del bolso.) ¡Mírala! (Se la da a LEÓN.) Ve a vestirte inmediatamente, y sal corriendo en busca de las dos personas que tienen que representarte.
LEÓN. —Calma…, calma…
SILIA. —¡No: ahora mismo! ¡Debes hacerlo ahora mismo! ¡Sin hacer caso a este caballero, que quiere hacerte creer que es una locura mía, porque a él le conviene así!
LEÓN. —¡Ah!, ¿le conviene?
GUIDO. —(Indignado, trémulo.) ¿El qué me conviene? Perdone, ¿qué quiere usted que me convenga?
SILIA. —¡Le conviene! ¡Le conviene! De milagro no lo disculpó usted allí mismo… a aquel sinvergüenza…
LEÓN. —(Mirando la tarjeta.) ¿Pero quién es?
GUIDO. —El marqués Aldo de Miglioriti.
LEÓN. —¿Tú lo conoces?
GUIDO. —¡Lo conozco muy bien! ¡Uno de los que mejor manejan el sable en nuestra ciudad…!, ¿comprendes?
SILIA. —¡Ah…!, entonces, ¿por eso?
GUIDO. —(Pálido, vibrante.) ¿Por qué? ¿Qué quiere usted decir?
SILIA. —(Como para sí, con escarnio y desdén.) Por eso…, por eso…
LEÓN. —Bueno, pero ¿puedo saber qué es lo que ha ocurrido? ¿Por qué tienen que desafiarme? ¿Por qué tengo yo que desafiar?
SILIA. —(Estallando.) ¡Porque he sido insultada, ultrajada, bellacamente, de un modo sangriento!, ¿comprendes? ¡En mi casa, por culpa tuya…, porque estoy sola, sin defensa…, insultada, ultrajada…, me han puesto las manos encima…, aquí…, en el pecho…, porque me tomaron por…!, ¡ah! (Se cubre el rostro con las manos y rompe en ruidoso llanto, sollozando, de vergüenza, de rabia.)
LEÓN. —Pero ¿cómo…? ¿Ese marqués?
SILIA. —¡Eran cuatro…, tú los viste!
LEÓN. —¡Ah! ¿Aquellos cuatro señores que estaban junto a la puerta?
SILIA. —¡Aquéllos, aquéllos, sí; subieron, forzaron la puerta…!
GUIDO. —¡Pero si estaban mareados! ¡Si no se enteraban de lo que hacían!
LEÓN. —¡Ah…, cómo! ¿Pero tú estabas allí? (A esta pregunta, hecha con gravedad y fingido estupor, sucede una pausa de desaliento en SILIA y en GUIDO.)
GUIDO. —Sí…, pero… no…
SILIA. —(Franqueándose de pronto, agresiva.) ¿Y qué querías? ¿Que me defendiera él? ¿Tenía él que defenderme? Cuando mi marido acaba de darse media vuelta, dejándome allí expuesta a la agresión de cuatro jovenzuelos, que, si él se hubiera presentado…
GUIDO. —(Interrumpiendo.) …yo estaba allí…, ¿comprendes?
SILIA. —(Precisando.) …en el comedor…
LEÓN. —(Tranquilísimo.) …¿bebiendo alguna otra copita?
SILIA. —(Estallando, furiosa.) ¡Pero si me lo dijeron, si me lo dijeron!: «Si hay ahí algún señor, por nosotros no lo desatienda, ¿sabe?». ¡Sólo hubiera faltado, para acabar de comprometerme, que él se hubiera presentado! ¡Pobre de él, si se le llega a ocurrir! ¡Afortunadamente, lo comprendió!
LEÓN. —He comprendido…, he comprendido… Pero yo estoy maravillado, Silia…, no…, ¡qué digo, maravillado!, ¡estupefacto de que en tu cabecita haya podido entrar ese discernimiento, querida!
SILIA. —(Desconcertada, no comprendiendo.) ¿Qué discernimiento?
LEÓN. —¡Cuál va ser! Que me tocaba a mí defenderte, porque el marido soy yo, y tú la mujer, y éste… uno que…, ¡sí, claro! Dios nos libre, si llega a entrar en aquel momento, entre aquellos cuatro «curdas»…; y más, que él también debía estar un poquito «alegre»…
GUIDO. —¡Cómo, alegre! ¡Te aseguro que yo no aparecí por prudencia!
LEÓN. —¡E hiciste muy bien, querido! El milagro está aquí, aquí, en esta cabecita que pudo comprender esa tu prudencia…, que tú la habrías comprometido si te hubieras dejado ver…, y no te pidió auxilio cuando se vio agredida por aquellos cuatro…
SILIA. —(Rápida, casi infantilmente.)… que se me habían echado encima, ¿sabes?, ¡todos…!, ¡ocho manos que intentaban romperme la blusa!
LEÓN. —(A GUIDO.) …¿comprendes? ¡Y se acordó de mí! ¡Que me correspondía a mí! ¡Es tal el milagro, que ahora mismo, sí, ahora mismo estoy aquí dispuestísimo a hacer todo lo que me corresponda!
SILIA. —(Atontada, palidísima, sin poder casi dar crédito a sus oídos.) ¡Ah, muy bien!
GUIDO. —(Rápido.) ¡Cómo! ¿Tú aceptas?
LEÓN. —(Tranquilo, sonriendo.) ¡Claro que acepto! Dispensa. Por fuerza. ¡No eres coherente!
GUIDO. —(Con estupor.) ¿Yo?
LEÓN. —¡Claro, tú, tú! Porque el que yo acepte es una consecuencia directa y precisa de tu prudencia.
SILIA. —(Triunfante.) ¿Verdad? ¡Ya lo creo! (Aplaude.)
GUIDO. —(Asombrado.) ¿Cómo…, dispensa…, cómo, de mi prudencia?
LEÓN. —(Grave.) Reflexiona un poco. Si ella ha sido ultrajada de ese modo, y tú has hecho bien en ser prudente, es una consecuencia perfectamente lógica que debo yo ser el que desafíe.
GUIDO. —¡Ni mucho menos! ¡No! ¡Ni mucho menos! Porque mi prudencia ha sido…, porque…, porque comprendí que me hubiera visto delante de cuatro inconscientes…
SILIA. —(Saltando de nuevo.) …¡no es verdad!
GUIDO. —(A LEÓN.) Comprenderás que…, como estaban bebidos, se confundieron de puerta; ¡pidieron perdón! ¡Presentaron excusas…!
SILA. —¡Y yo no las acepté! ¡Es muy cómodo eso de presentar excusas, después del ultraje! ¡Yo no podía aceptarlas! ¡Mira: como si se las hubieran presentado a él! ¡Como si lo hubieran insultado y ultrajado a él, cuando estaba allí escondido por prudencia!
LEÓN. —(A GUIDO.) ¿Ves? ¡Tú lo echas a perder todo, amigo mío!
SILIA. —¡El ultraje me lo hicieron a mí!
LEÓN. —(A GUIDO.) ¡La ultrajaron a ella! (A SILIA.) ¡Y tú, en seguida, ¿verdad?, te acordaste de tu marido! (A GUIDO.) Amigo mío, me perdonarás, pero veo que tú no llegas a reflexionar bien.
GUIDO. —(Exasperado, notando la perfidia de SILIA.) ¡Pero déjame en paz! ¿Qué quieres que reflexione?
LEÓN. —(Concediendo, siempre con aspecto grave.) Tienes razón, sí; tienes razón al decir que tú la habrías comprometido, pero no porque estuvieran borrachos, ¿comprendes? Ésa, si acaso, hubiera sido una excusa para mí, para no desafiarlos, para no pedirles cuentas del ultraje que le hicieron a ella…
SILIA. —(Desilusionada.) ¿Cómo?
LEÓN. —(Rápido.) ¡Digo «si acaso»; tranquilízate! (A GUIDO.) Pero no puede ser una excusa para tu prudencia, que, al contrario…, si estaban borrachos, podías muy bien haber sido menos prudente.
SILIA. —¡Ah, claro! Naturalmente… Tratándose de unos borrachos… Un señor que estaba allí de visita… ¡Todavía no eran las doce!
GUIDO. —(Sublevándose.) ¡No! ¡Cómo! Si usted…
LEÓN. —(Precipitándose, vuelto a SILIA.) ¡No, no, no, no, dispensa! ¡Hizo muy bien, tú misma lo has dicho! Como tú hiciste muy bien al acordarte de mí. ¡Los dos hicisteis muy bien!
GUIDO. —(Entre dos fuegos.) No, no…, pero si yo…
LEÓN. —¡Calla, espera! ¡Estoy tan contento de que ella haya visto por primera vez un gozne: el que me tiene sujeto en mi papel de marido! ¡Fíjate si voy a querer rompérselo! ¡Sí, querida, sí, tu marido, y tú eres mi mujer, y él…, y él, naturalmente será el padrino!
GUIDO. —(Saltando.) ¡Ah, no! ¡Lo que es eso, que se te quite de la cabeza!
LEÓN. —¿Por qué?
GUIDO. —¡Porque yo no acepto!
LEÓN. —¿No aceptas?
GUIDO. —¡No!
LEÓN. —¡Pero si no tienes más remedio que aceptar!
GUIDO. —¡Te digo que se te quite de la cabeza! ¡Yo no acepto!
SILIA. —(Mordaz.) Será por la misma prudencia…
GUIDO. —(Exasperado.) ¡Pero, señora!
LEÓN. —(Conciliador.) Perdonad…, perdonad, amiguitos… Razonemos. (A GUIDO.) Mira: ¿vas a negarme que tú prestas a todos en la ciudad tus servicios caballerescos? ¡Todos recurren a ti! ¡Pero si no pasa un mes sin que seas padrino de un duelo! ¡Si eres padrino de profesión! ¡Sería de risa! ¿Qué diría la gente, que sabe que eres tan amigo mío y tan entendido en esas cosas, si yo, precisamente yo, me dirigiera a otros?
GUIDO. —¡Puedes dirigirte a otros, porque yo no acepto!
LEÓN. —(Mirándolo firmemente a los ojos.) En ese caso, tendrías que decirme la razón. ¡Y no puedes! (Cambiando de tono.) Digo…, no puedes tenerla, ni ante mí, ni ante los demás.
GUIDO. —¿Cómo que no la tengo? Si para mí en este caso no hay motivo para un duelo…
LEÓN. —¡Eso no debes decirlo tú!
SILIA. —¡Yo he obligado a aquel caballero a dejarme su tarjeta de visita; he gritado delante de todo el mundo…!
LEÓN. —¡Ah!, pero ¿acudió gente?
SILIA. —¡Sí, a mis gritos! ¡Y todo el mundo estaba de acuerdo en que había que darles una buena lección!
LEÓN. —¿Ves? ¡Escándalo público! (A SILIA.) ¡Tú tienes razón! {A GUIDO.) ¡Nada, nada, es inútil discutir, amigo mío!
GUIDO. —(Cambiando, para congraciarse nuevamente con SILIA.) ¡Ah, por mí, si quieres, te llevo al matadero!
SILIA. —(Con sobresalto, empezando a arrepentirse, viendo que se queda sola.) ¡Bueno, no vayamos a exagerar ahora!
GUIDO. —¡Al matadero, al matadero, señora! ¡Usted se empeña…! ¡Lo llevaré al matadero!
LEÓN. —No… verdaderamente… yo no tengo nada que ver… sois vosotros los que…
SILIA. —¡Pero no creo que sea necesario hacer un duelo a muerte!
GUIDO. —¡Ah, no, señora, usted perdone: hay un dilema: o se hace, o no se hace! ¡Pero, si se hace, tiene que ser forzosamente gravísimo!
LEÓN. —¡Sin duda, sin duda!
SILIA. —¿Por qué?
GUIDO. —Pues, porque si voy a presentar el reto, ese solo hecho demuestra que no los considero como borrachos…
LEÓN. —… ¡exactísimo…!
GUIDO. —… y el ultraje que le hicieron a usted, adquiere caracteres de extrema gravedad…!
LEÓN. —… ¡perfectamente!
SILIA. —Pero en usted está el mitigar…
GUIDO. —¡No puedo! ¿Cómo voy a poder?
LEÓN. —¡Tiene razón! (A SILIA.) ¡No puede!
GUIDO. —Porque, además, si Miglioriti ve que se le niega toda consideración del estado en que se encontraba, de las excusas que presentó por la equivocación…
LEÓN. —… ¡Claro, claro…!
GUIDO. —… se picará, ¿comprendes…?
LEÓN. —… ¡naturalísimo!
GUIDO. —¡Y querrá las condiciones más graves!
LEÓN. —Le parecerá una provocación… ¡que soy un matón!
GUIDO. —¡Piénsalo bien! ¡Es uno de los que mejor manejan el sable en la ciudad, te lo he dicho! ¡Y tú en tu vida has visto un sable de cerca!
LEÓN. —¡Ah, no, eso es verdad! ¡Pero de eso te encargarás tú! ¿Cómo quieres que me meta yo en esas cosas?
GUIDO. —¿Cómo, que me encargue yo?
LEÓN. —¡Pues lo que es yo, no pienso preocuparme!
GUIDO. —¿Pero tú te das cuenta de mi responsabilidad?
LEÓN. —¡Sí, sí…, gravísima…, ya lo sé! ¡Te compadezco! Pero tú tienes que hacer tu papel, como yo el mío ¡Ése es el juego! ¡Hasta ella lo ha comprendido! Cada uno su papel, hasta el final; y puedes estar seguro de que yo no me moveré de mi gozne, ocurra lo que ocurra. Me veo, y me veo representando mi papel… y me divierto. Basta. (Suena de nuevo el timbre de la calle. FILIPPO atraviesa la escena, turbio, casi furibundo, para ir a abrir.)
LEÓN. —(Siguiendo.) Lo único que me interesa es actuar rápidamente. Anda, anda, encárgate tú de todo… ¡Ah!, ¿necesitas dinero?
GUIDO. —¡No, qué dinero, ahora!
LEÓN. —¡Porque me han dicho que se necesita mucho!
GUIDO. —Bien: luego… después…
LEÓN. —Luego haremos cuentas.
GUIDO. —¿Qué te parece Barelli como testigo?
LEÓN. —Muy bien: Barelli, o quien sea… (Viendo entrar al DOCTOR SPIGA.) Pasa, pasa, Spiga, adelante. (A GUIDO, que se ha acercado a SILIA, pálido, descompuesto.) ¡A propósito, Guido…, tenemos aquí al doctor también!
GUIDO. —¡Ah… buenos días, doctor!
LEÓN. —Si te merece confianza…
GUIDO. —Pues, verdaderamente…
LEÓN. —Es muy entendido, ¿sabes? ¡Un cirujano eminente! Pero estoy pensando que, para no molestarlo demasiado… (volviéndose hacia GUIDO, que habla con SILIA) ¡escúchame, tú! Nosotros somos aquí como dos eremitas en un desierto. Aquí abajo están los huertos. Se podría celebrar aquí mismo, en seguida, en seguida, mañana por la mañana.
GUIDO. —¡Sí, sí, muy bien, ahora, déjame; no me trastornes! (Saluda a SILIA.) Caro doctor… (A LEÓN.) Hasta pronto. Mejor dicho, espera. Tendré tantas cosas que hacer… Te mandaré a Barelli. Yo vendré esta noche. Hasta la vista. (Sale por la puerta común.)
SPIGA. —¡Pero, por favor!, ¿de qué se trata?
LEÓN. —Ven, ven… Primero voy a presentarte a mi señora…
SPIGA. —¡Ah… pero… cómo!
LEÓN. —(A SILIA.) ¡El doctor Spiga, un buen amigo mío, coinquilino e impertérrito contradictor!
SPIGA. —Encantado, señora… De modo que se trata de… (Sobreentiende: de una reconciliación.) ¡Ah, pues me alegro muchísimo, a pesar de que eso me supondrá la pérdida de una agradable compañía, a la que ya me había habituado!
LEÓN. —¡No! Pero ¿qué has comprendido?
SPIGA. —Que te reconcilias con tu mujer.
LEÓN. —¡No, hombre, no! Pero si ni siquiera estamos separados. Vivimos en perfecto acuerdo, divididos. No necesitamos reconciliarnos.
SPIGA. —¡Ah…, entonces, perdona…! ¡Ya…! ¡Así me decía yo, que qué tendría que ver mi cirugía con la reconciliación! (En este momento avanza FILIPPO, llamado Sócrates, que ya no puede contener su furiosa indignación contra su señor.)
FILIPPO. —¡Tiene mucho que ver, señor doctor! ¡Y su cirugía no es nada! ¡Todo lo más absurdo, las cosas más descabelladas, tiene que ver aquí! ¡Ah, pero yo me voy! ¡Me voy! ¡Le dejo plantado! (Se dirige a la cocina con gesto furioso.)
LEÓN. —(A SPIGA.) ¡Mira a ver si me lo aplacas tú! ¡Bergson, Bergson, amigo mío! ¡Qué efecto más desastroso!
SPIGA. —(Se ríe; luego, empujado por LEÓN hacia la puerta de la izquierda, se vuelve.) Con su permiso, señora. (Hecho un lío.) Pero, perdona, no veo todavía qué relación puede tener mi cirugía.
LEÓN. —Ve, ve, él te lo explicará.
SPIGA. —¡Uhm! (Sale.)
LEÓN. —(Va detrás de la silla en que SILIA está sentada y absorta; se inclina a mirarla y le dice con dulzura.) ¿Qué…? Te has quedado ahí… ¿No dices nada?
SILIA. —(Hablando con dificultad.) No… no me imaginaba que… que tú…
LEÓN. —… ¿que yo…?
SILIA. —… fueras a decir que sí.
LEÓN. —Ya sabes que yo siempre te he dicho a todo que sí.
SILIA. —(Levantándose, convulsa, presa de los más encontrados sentimientos, irritada por esa plácida, exasperante docilidad de su marido, de remordimiento por lo que ha hecho, de despecho hacia el amante que antes ha querido sustraerse a toda responsabilidad, y además, creyendo secundarla, por no perderla, ha sobrepasado toda medida.) ¡No puedo soportarlo! ¡No puedo soportarlo! (Está a punto de llorar.)
LEÓN. —(Fingiendo no comprender.) ¡Cómo! ¿El que yo te haya dicho que sí?
SILIA. —¡También! Pero todo… todo esto… y que él… (Por VENANZI) por culpa tuya, se tenga que aprovechar.
LEÓN. —¿Por culpa mía?
SILIA. —¡Sí, sí, por culpa tuya! ¡Por tu imperdonable, incalificable indiferencia!
LEÓN. —(La mira.) ¿Hablas de este momento… o en general… hacia ti?
SILIA. —¡De siempre! ¡Sí, de siempre! ¡Pero especialmente de este momento!
LEÓN. —¿Crees tú que se ha aprovechado?
SILIA. —Pero ¿no has visto, al final? ¡Parecía como si no quisiera saber nada del asunto; y luego, viéndote a ti así, sumiso, sabe Dios qué condiciones habrá ido a poner!
LEÓN. —Quizá seas un poco injusta con él.
SILIA. —Pero si se lo he dicho: que intentara mitigar, que no exagerara ahora…
LEÓN. —Ya, pero antes lo habías azuzado.
SILIA. —¡Porque negaba!
LEÓN. —Ya. Es verdad. Porque le parecía que no tenías razón.
SILIA. —¿Y tú?
LEÓN. —¿Yo, qué?
SILIA. —¿Qué crees tú?
LEÓN. —¡Cómo! ¿No has visto? He dicho que sí.
SILIA. —¡Pero a lo mejor crees que yo también he exagerado!
LEÓN. —Tú le has dicho a él, y creo que muy bien dicho, que era cuestión de susceptibilidad.
SILIA. —¡Quizá yo haya exagerado un poco, pero por causa suya!
LEÓN. —Sí, claro: porque negaba.
SILIA. —¡Y precisamente por eso, no debía encontrar en mi exageración un pretexto para exagerar él también!
LEÓN. —¡Pero es que tú lo has picado un poco…! ¡También él es susceptible! Los dos habéis exagerado un poco. Eso es.
SILIA. —(Después de una pausa, lo mira estupefacta.) ¿Y tú, indiferente?
LEÓN. —Permitirás que yo me defienda como sé y como puedo.
SILIA. —¿Crees que esa indiferencia puede servirte para algo?
LEÓN. —¡Claro!
SILIA. —¡Si es tan buen espadachín!
LEÓN. —¡Para él, para el señor don Guido Venanzi! Para mí, ¿qué quieres que sea?
SILIA. —¡Ni siquiera sabes coger el sable…!
LEÓN. —Ni lo necesito. Me bastará, puedes estar segura, esta indiferencia, para tener valor, no ya ante un hombre, que no es nada; sino delante de todo el mundo, siempre. Vivo en tal clima, querida, que puedo despreocuparme de todo. De la muerte, como de la vida. ¡Pues imagínate lo que puede importarme de lo ridículo de la Humanidad y sus mezquinos juicios! No temas. He comprendido el juego. (En este momento llega de la cocina la voz de SÓCRATES.)
LA VOZ DE SÓCRATES. —¡Pues vaya usted desnudo!
SPIGA. —(Por la puerta de la izquierda.) ¡Cómo, desnudo! ¡Ése es un energúmeno! Perdonen… dispense, señora…
LEÓN. —(Riendo.) ¿Qué pasa?
SPIGA. —¡Pero, cómo! ¿Un duelo? ¿En serio? ¿Tú?
LEÓN. —¿No te parece verosímil?
SPIGA. —(Mira a SILIA, un poco apurado.) No, no… digo… perdone, señora… Es que yo… no sé qué diablos me ha dicho ése… ¿Tú has enviado los padrinos?
LEÓN. —Sí, sí.
SPIGA. —Porque has reconocido…
LEÓN. —… que me correspondía a mí, sin duda. Han insultado a mi mujer.
SPIGA. —¡Ah!, dispense, señora…, no quiero entrometerme. (A LEÓN.) Pero es que yo… ¿comprendes?, yo… yo no he presenciado nunca un duelo…
LEÓN. —¡Va, ni yo tampoco! Estamos igual. Así verás una cosa nueva.
SPIGA. —Ya, pero… lo digo por las formalidades, ¿comprendes? ¿Cómo… cómo tendría que vestirme, por ejemplo?
LEÓN. —(Riendo.) ¡Ah, ahora comprendo! ¿Se lo preguntabas a Sócrates?
SPIGA. —Me ha dicho que desnudo. No quisiera hacer el ridículo…
LEÓN. —¡Pobre amigo mío! ¡Pero si yo tampoco sé cómo se visten los médicos que asisten a los duelos! Se lo preguntaremos a Venanzi, no te preocupes.
SPIGA. —Y… tengo que llevar las armas…, ¿verdad? (Vuelve a escena FILIPPO.)
LEÓN. —Cierto.
SPIGA. —Es una… una condición importante, me ha dicho.
LEÓN. —Eso parece.
SPIGA. —¿Espadas?
LEÓN. —Eso parece.
SPIGA. —¿Bastará llevar el maletín?
LEÓN. —Escucha: se celebrará ahí abajo, donde están los huertos. Te será fácil transportar todo lo que necesites.
SPIGA. —¡Ah, bien! ¡Muy bien! Si va a ser ahí abajo… (Se oye el timbre de la puerta. FILIPPO va a abrir.)
SILIA. —¿Será él? ¿Es posible, tan pronto?
SPIGA. —¿Él? ¿Venanzi? ¡Ah, muy bien! ¡Así podré preguntarle…! (FILIPPO vuelve y cruza la escena para irse a la cocina.)
LEÓN. —(A FILIPPO.) ¿Quién era?
FILIPPO. —(Fuerte, secamente, descortés.) ¡No lo sé! Un señor con los sables. ¡Ahí viene! (Vuelve a la cocina.)
(Por la derecha, entra BARELLI con dos espadas envueltas en la funda verde bajo el brazo, y una caja que contiene dos pistolas.)
BARELLI. —¿Se puede?
LEÓN. —(Acercándose hasta la puerta.) ¡Adelante, adelante, Barelli! ¡Oh!, ¿con todo ese armamento?
BARELLI. —(Sin aliento.) ¡Ay, amigo mío! ¡Eso es una locura…! ¡Una idiotez! (A una señal de LEÓN alusiva a su mujer:) ¿Qué pasa?
LEÓN. —Te presento a mi señora. (A SILIA) Barelli, formidable tirador.
BARELLI. —(Se inclina.)
LEÓN. —El doctor Spiga.
SPIGA. —¡Mucho gusto! (Le estrecha la mano; luego, sin soltársela, a LEÓN:) ¿Puedo…?
LEÓN. —(Interrumpiéndolo.) ¡Espera! Luego, luego…
BARELLI. —¡Yo no he visto nunca una cosa semejante! Perdóneme, señora; pero es que, si no lo digo, me cojo una enfermedad. Eso es. Pero ¡cómo! ¿Es un mandato tajante?
LEÓN. —¿Qué quieres decir?
BARELLI. —¡Cómo! ¿Lo has dado tú, y no lo sabes?
LEÓN. —Pero ¿qué quieres que sepa yo de esas cosas?
SILIA. —¿Un mandato… cómo?
SPIGA. —¡Tajante! ¡Hum!
BARELLI. —Quiere decir que no admite discusión. Sin intentar antes ver si resulta cómodo concertar el desafío… ¡que está fuera de toda ley, de toda regla, severísimamente prohibido! ¡Por ahí están ya, señores míos, casi en pie, preparados los otros dos, y de milagro no se llega al cañón en menos que canta un gallo!
SPIGA. —¿Al cañón?
SILIA. —¿Qué quiere decir?
BARELLI. —¡Claro! ¡Cosas de locos! Primero, con pistola…
SILIA. —¿Con pistola?
LEÓN. —(A SILIA.) Pero quizá sea para evitar la espada, ¿comprendes? Porque Miglioriti, seguramente, con pistola…
BARELLI. —¡Qué dices! ¿Ése? ¡Pero si ése, a veinte pasos, te agujerea una moneda de cinco céntimos incrustada en un árbol!
SILIA. —¿Y ha sido Venanzi el que ha propuesto la pistola?
BARELLI. —¡Él! ¡Él! Pero ¿es que se ha vuelto loco?
SILIA. —¡Lo he dicho yo!
SPIGA. —Pero… ¿qué tiene que ver una perra chica…?
BARELLI. —¿Qué perra chica?
LEÓN. —(A SPIGA.) Calla, calla, amigo mío: esas cosas no son para nosotros…
BARELLI. —Primero, cambio de dos balas, con pistola, luego, la espada ¡y en qué condiciones!
SILIA. —¡Ah! ¿Oyes? ¿Oyes? ¡Luego, la espada también! ¡No le basta la pistola! ¿También la espada?
BARELLI. —¡No, señora, no! La espada fue elegida de común acuerdo. La pistola ha sido un «además»; así, como una competición… ¡para jugar materialmente con fuego!
SILIA. —¡Pero eso es un asesinato!
BARELLI. —Sí, señora. ¡Eso me parece a mí también! Y usted me perdonará, pero ¡usted es la que debía haberlo impedido!
SILIA. —¡Cómo! ¿Yo? ¡Pero si… aquí está él, que lo diga! (Por LEÓN.)
LEÓN. —Sí, sí.
SILIA. —¡Pero si yo no he querido siquiera que se llegara a una cosa tan grave!
LEÓN. —(Fuerte, imperioso, a BARELLI.) ¡Bueno, basta! ¡Me parece inútil que tú te pongas a discutir con ella!
BARELLI. —No…, pero porque… tú sabes… Está llena toda la ciudad: no se habla de otra cosa…
SILIA. —¿Y dicen que yo…?
BARELLI. —… ¡no usted! ¡Él, Guido Venanzi, señora! (A LEÓN.) Comprenderás… no es contra ti… ¡tú no tienes nada que ver! El odio, la rabia de Miglioriti es contra él, contra Venanzi. Porque se ha sabido —y aquí la señora puede decirlo, aunque él mismo me lo ha confesado—, se ha sabido, ¿comprendes?, que él estaba allí… allí… de visita… ¡Y no hizo nada por impedir el incidente! Quizá por… no sé, por rivalidades de la sala de armas con Miglioriti. Señores míos, se escondió, no intentó siquiera impedir… ni evitar el escándalo —porque, verdaderamente, estaban borrachos—; y, por si fuera poco, ahora va allí a desafiar… ¡Algo… algo increíble! ¡Yo… yo, por mi parte, ya no sé ni dónde estoy!
SPIGA. —(A LEÓN.) Oye, León… podrías…
LEÓN. —(Rápido.) ¡Calma, calma, amigo mío!
SPIGA. —No… si digo que… puesto que se va a celebrar aquí al lado…
BARELLI. —Ahí abajo, sí, mañana por la mañana, a las siete. Mira: he traído aquí dos espadas…
LEÓN. —(Rápido, fingiendo no comprender.) ¿Tengo que pagártelas?
BARELLI. —¡No, qué, pagármelas! Son las mías… Quiero enseñarte un poco… que intentes…
LEÓN. —(Tranquilo.) ¿A mí?
BARELLI. —¿A quién va a ser? ¿A mí?
LEÓN. —(Riendo.) No, no, no, no, gracias. ¡No hace falta!
BARELLI. —¿Cómo que no hace falta? (Coge una de las espadas.) Apuesto a que tú no has visto una espada en tu vida… cómo se empuña…
SILIA. —(Temblando a la vista del arma empuñada.) ¡Por caridad… por caridad!
LEÓN. —(Fuerte.) Basta, Barelli. Me parece que ahora eres tú el que tiene ganas de broma.
BARELLI. —¡Pero si no es broma! ¡Tienes que aprender a manejarla…!
LEÓN. —¡Y yo te digo que basta! (Decidido.) ¡Basta! Te lo digo a ti y a todos. Dejadme tranquilo.
BARELLI. —Sí, sí, conviene… conviene, sobre todo, que estés tranquilo.
LEÓN. —No dudes que lo estaré. Pero todo esto está durando ya demasiado. Necesito respirar un poco. Si quieres tú divertirte con esos chismes a la noche, cuando venga Venanzi, podéis jugar los dos un rato, vosotros dos que sois tan valientes. Yo estaré viéndoos. ¿Te parece? Entretanto, déjalas ahí, y tú… no lo tomes a mal, pero vete, por favor.
BARELLI. —¡Ah, por mí… como quieras…!
LEÓN. —Y tú también, doctor, y perdona…
SPIGA. —¡No faltaría más!
LEÓN. —Puedes preguntarle a él todos los detalles que necesites.
BARELLI. —(A SILIA, inclinándose.) Señora… (SILIA inclina apenas la cabeza.)
SPIGA. —Señora… (Le estrecha la mano. A LEÓN.) Entonces, hasta la vista, ¿eh? Tranquilo… tranquilo…
LEÓN. —¡Claro que sí! Adiós.
BARELLI. —Hasta la noche, pues.
LEÓN. —Hasta la vista. (Salen BARELLI y SPIGA.) ¡Ah, Dios mío, basta, basta! ¡Yo ya no puedo más!
SILIA. —Me voy yo también…
LEÓN. —No, tú quédate, si quieres, con tal de que no me hables más de este asunto.
SILIA. —No sería posible. Y además… no estaría segura de mí misma, si él se presentara aquí, como puede ocurrir, de un momento a otro.
LEÓN. —(Ríe fuerte, largo rato.)
SILIA. —(Fieramente irritada por la risa de su marido.) ¡No te rías! ¡No te rías!
LEÓN. —Pero si me río sinceramente, ¿sabes? Porque no puedes figurarte lo que gozo viéndote cambiar así.
SILIA. —(A punto de llorar.) ¿No te parece natural?
LEÓN. —Sí, y precisamente por eso gozo: porque estás tan natural.
SILIA. —(Rápida, rabiosa.) ¡En cambio, tú, no!
LEÓN. —¡Ah, eso es indudable! ¡Pero, ay, si lo estuviera!
SILIA. —No te comprendo… no te comprendo… no te comprendo… (Dice esto primero con angustia casi rabiosa; luego, con admiración; luego, en tono casi suplicante.)
LEÓN. —(Acariciador, acercándose.) No puedes, querida. Pero es mejor así, créeme. (Pausa, luego, en voz baja:) Yo sí comprendo.
SILIA. —(Levantando apenas sobre él la mirada, casi con terror.) ¿Qué comprendes?
LEÓN. —(Tranquilo.) Lo que tú quieres.
SILIA. —(Como antes.) ¿Qué quiero?
LEÓN. —Tú lo sabes… o quizá ni tú misma sepas lo que quieres.
SILIA. —(Como antes, casi mendigando una disculpa.) ¡Ay, Dios mío, León, yo creo que me he vuelto loca!
LEÓN. —¡No, no…! ¡Qué loca!
SILIA. —Sí, sí… temo haber cometido una verdadera locura…
LEÓN. —No tengas miedo. Estoy yo aquí.
SILIA. —¿Qué harás?
LEÓN. —Lo que he hecho siempre, cuando tú me has hecho ver la necesidad…
SILIA. —¿Yo?
LEÓN. —Tú.
SILIA. —¿Necesidad de qué?
LEÓN. —(Pausa; luego, en voz baja.) De matarte. (Pausa.) ¿No crees que me has dado motivos más de una vez? ¡Sí, ya lo creo! Pero eran motivos que partían armados de un sentimiento; primero, de amor; luego, de rencor. Era necesario desarmar a esos dos sentimientos. Vaciarse de ellos. Y yo me he vaciado, para hacer caer aquellos motivos, y dejarte vivir, no como quieras, porque tú misma no lo sabes; como puedas, como debas, puesto que no te es posible hacer lo que yo.
SILIA. —(Suplicando.) Pero ¿cómo haces tú?
LEÓN. —(Después de una pausa, con gesto vago y triste.) Me abstraigo. (Pausa.) ¿Crees que en mí no surgen también ímpetus de sentimientos? Pero yo no los dejo desencadenarse, los sujeto, los domo, los clavo. ¿Has visto a las fieras y al domador en la casa de fieras? Pero no creas: yo, que sin embargo, soy el domador, me río de mí mismo porque me veo como tal en este papel que me he impuesto para con mis sentimientos; y te juro que algunas veces me dan ganas de dejarme despedazar por alguna de esas fieras… incluso por ti, ahora que me miras tan mansita y arrepentida… ¡Pero no! Porque, créeme, todo es un juego. Y éste sería el último y me privaría para siempre del placer de todos los demás. No, no… Vete, vete…
SILIA. —(Vacilante, casi ofreciéndose.) ¿Quieres que me quede? (Tiembla.)
LEÓN. —¿Tú?
SILIA. —¿O quieres que vuelva esta noche, cuando se hayan marchado todos?
LEÓN. —¡Ah, no… querida! Toda mi fuerza, entonces…
SILIA. —¡No…!, ¡si digo, para estar a tu lado… para cuidarte…!
LEÓN. —Dormiré, querida. Puedes estar segura de que yo dormiré. Y dormiré como acostumbro, ¿sabes?, sin soñar.
SILIA. —(Con profunda pena.) ¿Ves? ¡Por eso no es posible! ¡Tú no lo creerás; pero en el lecho, mi verdadero amor es el sueño, que me hace soñar en seguida!
LEÓN. —¡Ah, lo creo, lo creo…!
SILIA. —¡Pero nunca puedo dormirme! ¡Y esta noche, imagínate! (De pronto.) Basta, estaré aquí mañana por la mañana.
LEÓN. —¡Ah, no, no! ¡No quiero, ¿sabes?, no quiero!
SILIA. —¿Serías capaz de impedírmelo? ¡Hablas en broma!
LEÓN. —¡Te lo impido! ¡Te digo que no quiero!
SILIA. —¡Es inútil! ¿Te enteras? ¡Vendré!
LEÓN. —Haz lo que quieras… (En este momento entra FILIPPO por la izquierda con la bandeja del desayuno.)
FILIPPO. —(Con voz tenebrosa, descortés, imperioso.) ¡Que ya es hora!
SILIA. —(Saludando con pasión.) Hasta mañana por la mañana.
LEÓN. —(Sumiso.) Hasta mañana…
(Sale SILIA. LEÓN queda un momento absorto, pensando; luego, se vuelve y se dirige a la mesa para sentarse a desayunar.)
TELÓN