ACTO SEGUNDO
Despacho en casa del Consejero AGAZZI. Cuadros y muebles antiguos. Puerta al fondo con cortina y otra a la izquierda, que da al salón, también con cortinas. A la derecha, chimenea en cuya tabla se apoya un gran espejo. Sobre la mesa, un teléfono. Diván, sillones, sillas, etcétera.
ESCENA PRIMERA
AGAZZI, LAUDISI y SIRELLI
AGAZZI. —(Está de pie junto a la mesa. Habla por teléfono. LAUDISI y SIRELLI, sentados, lo miran en actitud de espera.) ¡Pronto…! Sí. ¿Hablo con Centuri? ¿Qué hay…? Sí. Bravo. (Escucha.) Pero… ¡Cómo! ¿Es posible? (Pausa.) Lo comprendo. Pero poniendo interés… (Escucha un momento.) Pero es extraño que no se pueda… (Pausa.) Sí, claro. Lo comprendo. (Pausa.) Bueno, mire a ver si puede verla otra vez. (Cuelga el auricular.)
SIRELLI. —(Ansioso.) ¿Qué?
AGAZZI. —Nada.
SIRELLI. —¿No han encontrado nada?
AGAZZI. —Todo destruido: el municipio, los archivos, el registro civil…
SIRELLI. —Pero… el testimonio de algún súper viviente…
AGAZZI. —No se tienen noticias de ninguno, y será dificilísimo averiguar…
SIRELLI. —Así es que no queda más remedio que creer lo que diga el uno o lo que cuente la otra, sin ninguna prueba.
AGAZZI. —¡Qué remedio!
LAUDISI. —(Levantándose.) ¿Queréis seguir mi consejo? Creed lo que dicen los dos.
AGAZZI. —No veo cómo…
SIRELLI. —… si ella dice blanco y él dice negro.
LAUDISI. —Entonces, no creáis a ninguno de los dos.
SIRELLI. —No digas chistes. Faltan las pruebas, los detalles del caso. Pero la verdad tiene que estar en lo que dice él o en lo que dice ella.
LAUDISI. —Los detalles del caso. ¡Ya! ¿Qué vais a deducir de eso?
AGAZZI. —Pues, muy sencillo. Si la loca es la señora Frola, el acta de defunción de la hija… (que por cierto no la encuentran, porque han desaparecido todos los documentos…) Pero puede ser que la encuentren mañana, y en ese caso… Una vez encontrada el acta, queda demostrado que tiene razón el yerno.
SIRELLI. —¿Podrías negarlo, si mañana te presentáramos el acta?
LAUDISI. —¿Yo? Pero si yo no niego nada. Me guardaré muy bien. Vosotros, no yo, sois lo que necesitáis datos y pruebas para afirmar o negar. Yo no sabría qué hacer con esas pruebas; porque, para mí, la realidad no está en ellas, sino en el ánimo de ellos dos, en el que yo no puedo penetrar, ni saber más que lo que ellos quieran decirme.
SIRELLI. —Muy bien. ¿Y no dicen, precisamente, que uno de los dos está loco? O el loco es él, o la loca es ella. De eso no cabe la menor duda. Pero ¿cuál de los dos?
AGAZZI. —Ésa es la cuestión.
LAUDISI. —Ante todo, no es cierto que lo digan los dos. Lo dice él, el señor Ponza, de su suegra. Pero la señora Frola lo niega, no sólo de sí misma, sino de él. Reconoce que en una ocasión estuvo un poco trastornado por la obsesión amorosa; pero afirma que ahora está completamente curado.
SIRELLI. —¡Ah! Luego usted se inclina a creer, como yo, lo que dice la suegra…
AGAZZI. —Es cierto que, según lo que ella dice, puede uno explicárselo todo perfectamente.
LAUDISI. —Pero también puede uno explicárselo según lo que dice el yerno.
SIRELLI. —Y en ese caso… ninguno de los dos está loco. ¡Pues uno de los dos tiene que estarlo!
LAUDISI. —Sí. Pero ¿cuál de los dos? No podéis asegurarlo vosotros, ni puede afirmarlo nadie. Y no sólo porque esos datos del hecho que andáis averiguando hayan sido anulados, destruidos o desaparecidos en un accidente cualquiera, incendio o terremoto, no. Sino porque los han anulado ellos en su ánimo. ¿Queréis comprenderlo de una vez? Creándole él a ella y ella a él una fantasía que tiene la misma consistencia que la realidad, y en la cual viven, en lo sucesivo, en perfecta armonía, pacíficamente. Y esa realidad suya… no podrá ser destruida por ningún documento, puesto que ellos la respiran, la ven, la sienten y la palpan. Ese documento serviría, a lo sumo, para satisfacer vuestra insípida curiosidad. Pero no lo encontráis… Y así, estáis condenados al maravilloso suplicio de tener, a vuestro lado, ante vuestros ojos, la fantasía y la realidad, sin poder distinguir la una de la otra.
AGAZZI. —Todo eso es filosofía, amigo mío. Y lo veremos, lo veremos ahora. A ver si es posible o no.
SIRELLI. —Hemos oído primero al uno y después a la otra. Y… enfrentándolos a los dos… ¿creéis que no descubriremos cuál de ellos fantasea y cuál dice la verdad?
LAUDISI. —Bueno. Y a mí, al final, me permitiréis que me carcajee.
AGAZZI. —Sí, hombre, sí. Ya veremos quién se ríe último. No perdamos tiempo. (Se dirige a la puerta de la izquierda y llama:) ¡Amalia! ¡Señoras! Vengan ustedes.
ESCENA II
DICHOS, AMALIA, SEÑORA SIRELLI y DINA
SRA. SIRELLI. —(A LAUDISI, amenazándole con el dedo.) ¿Todavía? ¿Todavía usted?
SIRELLI. —Es incorregible.
SRA. SIRELLI. —Pero ¿cómo es posible que resista usted a la tentación de penetrar en este misterio que acabará por volvernos locos a todos? Yo no he podido dormir esta noche.
AGAZZI. —Déjelo, señora. No le haga caso.
LAUDISI. —Dele usted las gracias a mi cuñado, que le está preparando a usted el sueño para esta noche.
AGAZZI. —Bueno, vamos a ver. Quedamos en que vosotras vais a visitar a la señora Frola…
AMALIA. —¿Y nos recibirá?
AGAZZI. —No faltaría más.
DINA. —Tenemos el deber de devolverle la visita.
AMALIA. —Pero… si el yerno no le consiente hacer visitas ni recibirlas…
SIRELLI. —Antes, no. Porque nadie sabía nada todavía. Pero ahora que la señora, obligada, ha hablado explicando a su modo los motivos de su retraimiento…
SRA. SIRELLI. —Y quizá hasta le guste que le hablen de su hija.
DINA. —Es tan afable… ¡Ah! Y a mí no me cabe la menor duda: el loco es él.
AGAZZI. —No nos precipitemos en hacer juicios temerarios. Bueno. Oídme. (Mira el reloj.) No os entretengáis mucho. Un cuarto de hora a lo sumo.
SIRELLI. —(A su mujer.) Procura escuchar.
SRA. SIRELLI. —(Furiosa.) ¿Por qué me dices eso?
SIRELLI. —Porque sé que cuando coges tú la palabra…
DINA. —(Para evitar la discusión.) Un cuarto de hora, un cuarto de hora. Yo escucharé.
AGAZZI. —Yo voy a la Prefectura y estaré de vuelta a las once: antes de veinte minutos.
SIRELLI. —(Desesperado.) ¿Y yo?
AGAZZI. —Espera. (A las señoras.) Ustedes, con un pretexto cualquiera, a ver si consiguen hacer venir aquí a la señora Frola.
AMALIA. —¿Y qué pretexto buscaremos?
AGAZZI. —Uno cualquiera. Ya encontraréis uno durante la conversación. Para eso sois mujeres. La lleváis, por supuesto, al salón. (Abre la puerta de la izquierda y corre las cortinas.) Esta puerta tiene que quedar así, bien abierta, para que oigamos desde aquí. Yo dejo encima del escritorio estos papeles, que tenía que llevar a la oficina. Finjo que me los he dejado olvidados, y envío al señor Ponza a buscarlos aquí. Luego…
SIRELLI. —(Como antes.) Bueno. Y yo, ¿cuándo tengo que venir?
AGAZZI. —Unos minutos después de las once. Cuando ya estén las señoras en el salón, y yo con el señor Ponza aquí. Tú vienes a recoger a tu mujer, yo entro contigo en el salón y les ruego a todas que pasen aquí…
LAUDISI. —(Rápido.) …y la verdad será descubierta en el acto.
DINA. —Ya lo verás, tiíto. Cuando estén los dos frente a frente…
AGAZZI. —Déjalo, no le hagas caso. No hay tiempo que perder.
SRA. SIRELLI. —Eso es. Vamos, vamos. Yo ni siquiera pierdo tiempo en saludarla.
LAUDISI. —¡Bravo! ¡Dele recuerdos de mi parte! (Se estrecha una mano con otra.) ¡Buena suerte! (Salen AMALIA, DINA y la SEÑORA SIRELLI.)
AGAZZI. —(A SIRELLI.) Vamos nosotros, ¿no?
SIRELLI. —Sí, vamos. Adiós, Lamberto.
LAUDISI. —(Con cierta guasa.) Adiós, hombre, adiós. (Salen AGAZZI y SIRELLI.)
ESCENA III
LAUDISI. Luego, el CRIADO
LAUDISI. —(Se pasea un momento sonriendo y moviendo la cabeza; luego, se detiene delante del espejo, contempla su imagen y habla con ella.) ¡Hola, muy buenas! (La saluda con dos dedos, guiña un ojo con picardía, ríe maliciosamente.) ¿Qué hay, amigo? ¿Cuál es el loco de nosotros dos? (Apunta con el dedo a su imagen, que, naturalmente le devuelve el gesto. Ríe nuevamente.) Ya lo sabía. Yo digo que tú, y tú me señalas a mí con el dedo. ¡Cómo nos conocemos tú y yo! ¡Lástima que los demás no te vean como yo te veo! Pues, ¿en qué te transformas, amigo mío? Aquí, frente a ti, me veo y me toco, y me pregunto: «¿Cómo eres para los demás?». Un fantasma, amigo mío, un fantasma. Y, sin embargo, ¿ves esos locos? Sin fijarse en el fantasma que cada uno lleva dentro de sí mismo, corren llenos de curiosidad detrás del fantasma de los demás, y creen que es otra cosa distinta.
CRIADO. —(Entra y se queda asombrado al oír las últimas palabras que LAUDISI le dirige al espejo.) Señor…
LAUDISI. —¿Eh?
CRIADO. —Ahí hay dos señoras: la señora Cini y otra.
LAUDISI. —¿Preguntan por mí?
CRIADO. —Han preguntado por la señora. Les dije que estaba de visita aquí, al lado, en casa de la señora Frola, y…
LAUDISI. —¿Y qué?
CRIADO. —Se miraron una a otra. Luego, jugueteando con los guantes en la mano: (Imita.) «¿Ah, sí? ¿Ah, sí?» Y después de vacilar un poco, me preguntaron si no había nadie en la casa.
LAUDISI. —Les dirías que no estaba nadie.
CRIADO. —Les dije que estaba usted, señor.
LAUDISI. —¿Yo? Yo no estoy. El que está es el que ve usted.
CRIADO. —(Cada vez más asombrado.) ¿Cómo dice el señor?
LAUDISI. —¿No te parece?
CRIADO. —(Como antes, tratando de sonreír.) No comprendo.
LAUDISI. —¿Con quién estás hablando tú ahora?
CRIADO. —(Casi desmayado.) ¡Cómo! ¿Que con quién estoy…? Con usted, señor.
LAUDISI. —¿Y estás seguro de que yo soy el mismo que buscan esas señoras?
CRIADO. —Pues… no lo sé, señor. Ellas han dicho «el hermano de la señora».
LAUDISI. —¡Ah! Entonces, soy yo. Que pasen, que pasen. (Sale el CRIADO, volviéndose varias veces para convencerse de que no está soñando.)
ESCENA IV
DICHOS, la SEÑORA CINI y la SEÑORA NENNI
SRA. CINI. —¿Se puede?
LAUDISI. —Adelante, adelante, señora.
SRA. CINI. —Me han dicho que no estaba la señora. Había traído a esta amiga mía (presentándola; es una vieja más cotilla y pueblerina que ella misma, llena de curiosidad, pero precavida y asustadiza) que tenía tantos deseos de conocer a la señora…
LAUDISI. —(Rápido.) Frola.
SRA. CINI. —No, no. A su señora hermana de usted.
LAUDISI. —¡Ah, ya! Pues no tardará en venir. Y también vendrá la señora Frola. Pero siéntense. (Les indica el diván y va a sentarse entre ambas.) ¿Me permiten? Aquí cabemos los tres. Y también estará aquí la señora de Sirelli.
SRA. CINI. —Ya. Nos lo ha dicho el criado.
LAUDISI. —Todo ha sido convenido, ¿sabe? ¡Ah! Va a ser una escena interesantísima. Dentro de poco… a las once…, ¡aquí!
SRA. CINI. —(Asombrada.) Convenido… Pero ¿el qué?
LAUDISI. —(Con mucho misterio, gesticulando primero con el dedo índice; luego, hablando.) El encuentro. (Gesto de admiración.) ¡Una idea genial!
SRA. CINI. —Pero ¿qué encuentro?
LAUDISI. —¡El de los dos…! Primero, vendrá él aquí…
SRA. CINI. —¿El señor Ponza?
LAUDISI. —… y ella será conducida ahí. (Indica el salón.)
SRA. CINI. —¿La señora Frola?
LAUDISI. —La misma. (Como antes: primero con el gesto y luego hablando.) Pero, luego… ¡los dos… aquí! Frente a frente. Y nosotros alrededor, viendo y oyendo. ¡Una idea genial!
SRA. CINI. —¿Para enterarnos…?
LAUDISI. —De la verdad. Por más que… la verdad ya se sabe. Sólo se trata de desenmascararla.
SRA. CINI. —(Sorprendida y con gran curiosidad.) ¡Ah! ¿Pero ya se sabe? ¿Y cuál es? ¿Cuál de los dos? ¿Cuál?
LAUDISI. —Vamos a ver: adivine. ¿Cuál cree usted que es?
SRA. CINI. —(Contentísima, vacilando.) Pues… yo creo… ¡Sí, eso es!
LAUDISI. —¿Él o ella? A ver. Adivine. ¡Ánimo!
SRA. CINI. —Pues… yo digo que es él.
LAUDISI. —(La mira un momento.) Él es.
SRA. CINI. —(Contentísima.) ¿De veras? ¡Ah, claro! ¡Claro! Si tenía que ser él. ¡Claro!
SRA. NENNI. —(Lo mismo.) ¿Él? ¡Ya decíamos nosotras! Sí; todas decíamos que tenía que ser él.
SRA. CINI. —¿Y cómo se llegó a saber? Se han tenido noticias de fuera, ¿verdad? Unas actas…
SRA. NENNI. —Por medio de la policía, ¿no? Ya decíamos nosotras. Si tenía que descubrirse, con la autoridad del Prefecto…
LAUDISI. —(Les hace signo para que se acerquen a él; luego, muy bajito, con mucho misterio.) El acta del segundo matrimonio.
SRA. CINI. —(La noticia cae como una bomba.) ¿Del segundo?
SRA. NENNI. —(Hecha un lío.) ¡Cómo, cómo! ¿Del segundo matrimonio?
SRA. CINI. —(Repuesta de la sorpresa y decepcionada.) Pero, entonces… Entonces ¡tenía razón él!
LAUDISI. —¡Ah, señora…! Yo me lavo las manos. Los datos del hecho, señora mía. El acta del segundo matrimonio, que, al parecer, lo dice bien claro.
SRA. NENNI. —(Casi llorando.) Pero, entonces…, la loca es ella.
LAUDISI. —Eso parece.
SRA. CINI. —Pero… ¡cómo…! ¿No decía usted que era él? Y ahora resulta que es ella.
LAUDISI. —Sí, porque el acta, señora mía, esa acta del segundo matrimonio, puede muy bien ser, como asegura la señora Frola, un acta simulada. ¿Me explico? Fingida. Un acta levantada en combinación con unos amigos, para seguirle la manía a él, de que aquélla no era su mujer, sino otra.
SRA. CINI. —¡Oh! Pero, entonces… Un acta así…, sin valor…
LAUDISI. —Eso es, señora mía. Sin más valor que el que cada cual quiera darle. ¿No están ahí también las cartitas que la señora Frola dice que recibe todos los días de su hija, por medio de la cesta y la cuerda, en el patio? Ahí están esas cartas. ¿No es cierto?
SRA. CINI. —¿Y qué?
LAUDISI. —Pues… nada. Que son también documentos. Documentos, señora. Pero… con el valor que usted quiera darles. Viene el señor Ponza, y nos dice que esas cartas son fingidas para seguirle la locura a la señora Frola.
SRA. CINI. —¡Oh! Pero entonces, ¿no se sabe nada en concreto?
LAUDISI. —¿Cómo, nada? No exageremos. Vamos a ver. ¿Cuántos días tiene la semana?
SRA. CINI. —Siete.
LAUDISI. —Lunes, martes, miércoles…
SRA. CINI. —(Invitada a seguir.) …jueves, viernes, sábado…
LAUDISI. —… y domingo. (A la otra.) ¿Y los meses del año…?
SRA. NENNI. —Doce.
LAUDISI. —Enero, febrero, marzo…
SRA. CINI. —¡Eeeh! ¡Vaya! Usted quiere tomarnos el pelo.
ESCENA V
DICHOS y DINA
DINA. —(Corriendo, por el fondo.) ¡Tiíto! Por favor… (Se detiene al ver a la SEÑORA CINI.) ¡Oh, señora! ¿Usted aquí?
SRA. CINI. —Sí. Vine con la señora Nenni…
LAUDISI. —… que tenía tantas ganas de conocer a la señora Frola.
SRA. NENNI. —¡Oh! Diga que no.
SRA. CINI. —¡Qué tremendo! ¡Ah, señorita! Nos ha tomado el pelo. Nos ha vuelto locas. Después de habernos hecho creer…
DINA. —Es malísimo. A nosotras nos hace lo mismo. Paciencia. No necesito nada más: voy a decirle a mamá que están ustedes aquí. Eso bastará. ¡Ay, tío! Si la oyeras… ¡Qué tesoro de viejecita! ¡Cómo habla! ¡Y qué casita tan linda y tan bien arregladita! Cada cosa en su sitio, su pañitos blancos encima de los muebles… ¡Nos ha enseñado las cartas de su hija!
SRA. CINI. —Sí. Pero, según nos decía el señor Laudisi…
DINA. —¿Y él qué sabe, si no las ha leído?
SRA. NENNI. —Y… ¿no pueden ser fingidas?
DINA. —¡Qué van a ser…! No le hagan caso. ¿Creen ustedes que el corazón de una madre puede equivocarse? En la última cartita, en la de ayer… (Se interrumpe al oír rumor de voces en el salón.) ¡Ah, ahí vienen! ¡Ya están aquí, como si nada! (Vase a la puerta del salón para mirar.)
SRA. CINI. —(Detrás de DINA.) ¿Con ella? ¿Con la señora Frola?
DINA. —Sí. Vamos, vamos. Tenemos que estar todas en el salón. ¿Son ya las once, tío?
ESCENA VI
DICHOS y AMALIA
AMALIA. —(Por la puerta del salón, excitada.) ¡Si no podía ser de otro modo! Ya no hacen falta pruebas.
DINA. —Claro. Eso digo yo. Ya no es necesario…
AMALIA. —(Saludando de prisa, con pena y ansiedad, a la SEÑORA CINI.) ¿Cómo sigue usted?
SRA. CINI. —(Presentando.) La señora Nenni, que ha venido conmigo para…
AMALIA. —(Como antes.) Tanto gusto, señora. (Después:) No puede caber duda; el loco es él.
SRA. CINI. —¿Es él de verdad? ¿Es él?
DINA. —Si pudiéramos avisar a papá para evitar este engaño a la pobre señora…
AMALIA. —Claro. La hemos hecho venir… ¡Pobrecita! Tengo la impresión de que la estamos traicionando.
LAUDISI. —(Muy serio, como el que no sabe lo que es la guasa.) Naturalmente. Y es indigno. Tienes mucha razón. Tanto más… que empieza a parecerme evidente que la loca es ella. Seguro que es ella.
AMALIA. —¡Cómo! ¿Ella? ¿Qué estás diciendo?
LAUDISI. —Ella. Ella.
AMALIA. —¡Qué tontería!
DINA. —¡Pues nosotros estamos tan seguras de todo lo contrario!
SRA. CINI y SRA. NENNI. —(Saltando de alegría.) Sí. ¿Verdad?
LAUDISI. —¿Y por qué estáis tan seguras?
DINA. —Bueno… ¡Dejadlo! ¡Si lo hace a propósito!
AMALIA. —Vamos, vamos. (A la puerta del salón.) Pasen, hagan el favor. (Salen AMALIA, la SRA. CINI y la SRA. NENNI; DINA va a salir, cuando la llama LAUDISI.)
LAUDISI. —¡Dina!
DINA. —No quiero escucharte, tío. ¡No, no!
LAUDISI. —Deja esa puerta cerrada, puesto que para ti la prueba es innecesaria.
DINA. —Para mí, sí. Pero… ¿y papá? Debe estar al llegar con el otro. Y él dijo que esa puerta quedara abierta. Si la encuentra cerrada… ¡Ya lo conoces!
LAUDISI. —Pero vosotras, especialmente tú, lo convenceréis de que ya no era necesario dejar abierto. ¿Tú no estás convencida?
DINA. —¿Yo? ¡Convencidísima!
LAUDISI. —(Sonríe malicioso.) Entonces… ¿por qué no la cierras?
DINA. —Tú quieres darte el gustazo de hacerme dudar ahora. No la cierro, pero es por papá.
LAUDISI. —(Como antes.) ¿Quieres que la cierre yo?
DINA. —Bajo tu responsabilidad.
LAUDISI. —Pero yo no estoy tan seguro como tú de que el loco sea él.
DINA. —Vente al salón. Oyes hablar a la señora, como la hemos oído nosotras, y verás cómo a ti tampoco te cabrá la duda. ¿Vienes?
LAUDISI. —Sí, voy. Y puedo cerrar, ¿sabes? Bajo mi responsabilidad. (Va resuelto hacia la puerta.) ¿Cierro?
DINA. —¡Ah, mira! ¡Aún antes de oírla hablar!
LAUDISI. —No, querida. Pues estoy seguro de que tu padre, en estos momentos, piensa también, como vosotros, que esta prueba es inútil.
DINA. —¿Estás seguro?
LAUDISI. —¡Claro que sí! ¡Está hablando con él! Habrá adquirido, sin duda, la certeza de que la loca es ella… (Se acercará a la puerta resueltamente.)
DINA. —(Rápida, deteniéndole.) ¡No! (Conteniéndose.) Oye… Si tú también crees… dejemos abierto.
LAUDISI. —(Ríe para sus adentros.) ¡Ah, ah…!
DINA. —Lo digo por… papá.
LAUDISI. —Y papá dirá que por vosotras. Bueno, dejemos abierto. (Se oye en el salón un piano. Es una vieja melodía llena de dulce grado; un trozo de «Nina pazza per amore», del Paisiello.)
DINA. —¡Ah! Es ella. ¿Oyes? Es ella la que toca.
LAUDISI. —¿La viejecita?
DINA. —Sí. Nos ha dicho que su hija, antes, tocaba siempre esta vieja melodía. ¿Oyes con qué dulzura la toca? ¡Vamos, vamos! (Salen ambos por la puerta de la izquierda.)
ESCENA VII
AGAZZI, PONZA; luego, SIRELLI
(La escena está sola unos momentos. Sigue oyéndose el piano. PONZA, al entrar con AGAZZI, oye la música y se altera profundamente. Su turbación irá en aumento durante la escena.)
AGAZZI. —(Ante la puerta del fondo.) Pase, pase, tenga la bondad. (Hace entrar al señor PONZA; después entra él y se dirige hacia el escritorio para buscar los documentos que habrá preparado de antemano.) Debo haberlo dejado aquí. Siéntese, haga el favor. (PONZA sigue de pie, mirando con agitación hacia el salón, de donde llega el sonido del piano.) En efecto, aquí está. (Coge los documentos y se dirige a PONZA, hojeándolas.) Es un pleito, como le decía, que dura desde hace ya años. (Se vuelve él también hacia el salón, atraído por el sonido del piano.) Pero esa música… ¡Y precisamente ahora! (Gesto despectivo.) ¿Quién toca? (Se asoma al salón.) ¡Oh, mire!
PONZA. —¡En el nombre del padre! ¿Es ella? ¿Es ella la que está tocando?
AGAZZI. —Sí; su señora suegra. ¡Y qué bien toca!
PONZA. —Pero… ¡Cómo! ¿La han traído aquí otra vez? ¿Y la hacen tocar?
AGAZZI. —No veo nada malo en ello.
PONZA. —¡Oh, no! Por caridad. ¡Esa música, no! Es la que tocaba su hija.
AGAZZI. —¡Ah! ¿Tal vez le causa dolor el oírla…?
PONZA. —A mí, no. Pero a ella… le causa un daño horrible. Ya le dije a usted, señor Consejero, y a las señoras, el estado de esa pobre desgraciada…
AGAZZI. —(Procurando calmarlo.) Sí, sí… Pero… Mire usted…
PONZA. —(Muy agitado.) …a la que deben dejar en paz. ¡Que no puede recibir visitas, ni visitar a nadie! Solamente yo puedo tratar con ella. ¡Oh! Ésta será su ruina total. Acabarán con ella.
AGAZZI. —No… ¿Por qué? Mi mujer sabrá tratarla… (Cesa la música y se oye un murmullo de admiración.) Eso es. Mire… Escuche…
DINA. —(Dentro.) ¡Pero si toca usted todavía muy bien, señora!
SRA. FROLA. —(Ídem.) ¿Yo? ¡Oh, no! ¡Qué amable! ¡Ay, si oyeran ustedes tocar a Lina, mi hija…! ¡Cómo toca!
PONZA. —(Estremeciéndose, nervioso.) ¡Lina! ¿Oye usted? ¡Ha dicho Lina!
AGAZZI. —Claro… Su hija.
PONZA. —Pero dice «que toca». «¡Que toca!»
SRA. FROLA. —(Dentro.) Pero ya no puede. No puede tocar desde entonces. Y quizá sea éste su mayor dolor. ¡Pobre hija mía!
AGAZZI. —Es natural. La cree todavía viva.
PONZA. —Lo cree. Pero no se le puede consentir que lo diga. No debe… No debe decirlo. ¿Ha oído usted? «Desde entonces.» Ha dicho «desde entonces». Se refiere al piano, claro. Al piano de la pobre muerta. (Aparece SIRELLI, que al oír las palabras de PONZA, y viendo su agitación, queda atónito. AGAZZI, también asustado, le indica con el gesto que se acerque.)
AGAZZI. —Ten la bondad: ruega a las señoras que pasen aquí.
PONZA. —¿Aquí? ¿Las señoras? ¡No, no! Primero…
ESCENA VIII
DICHOS, SEÑORA FROLA, AMALIA, SEÑORA SIRELLI, DINA, SEÑORA CINI, SEÑORA NENNI y LAUDISI
(A una seña de SIRELLI, entran las señoras, asustadas. La SEÑORA FROLA, al ver a su yerno tan excitado, queda horrorizada. Atacada por él durante la escena, hará de vez en cuando, gestos de inteligencia a las demás señoras. La escena será rápida y acalorada.)
PONZA. —¡Usted, aquí! ¿Aquí, otra vez? ¿A qué ha venido usted aquí? ¿A qué ha venido?
SRA. FROLA. —He venido… ¡Oh, cálmate…!
PONZA. —Ha venido a decir otra vez… ¿Qué ha dicho? ¿Qué les ha dicho usted a estas señoras?
SRA. FROLA. —No les he dicho nada, te lo juro. ¡Nada!
PONZA. —Nada…, ¿eh? ¡Con que… nada! ¡Lo he oído yo! Y este señor (por AGAZZI) también lo ha oído. Les ha dicho usted que «ella toca». ¿Quién toca? ¿Es Lina la que toca? Usted sabe muy bien que su hija murió hace cuatro años.
SRA. FROLA. —Sí, sí, claro. ¡Cálmate, por favor!
PONZA. —«No puede tocar desde entonces.» ¡Claro que no puede tocar! ¿Cómo va a poder tocar, si está muerta?
SRA. FROLA. —Eso es. Claro. Y… ¿No les he dicho yo eso, señoras? Les he dicho que no puede tocar desde entonces. ¡Si está muerta!
PONZA. —Y entonces… ¿Por qué se acuerda usted todavía de aquel piano?
SRA. FROLA. —¿Yo? No… ¡Si ya no me acuerdo! ¡Ya no me acuerdo!
PONZA. —Lo hice yo astillas, usted lo sabe, cuando murió su hija, para que no pudiera tocarlo la otra, que, además, no sabe tocar. Usted lo sabe, que esta otra no sabe tocar.
SRA. FROLA. —¡Claro! ¡Si no sabe tocar! Cierto.
PONZA. —¿Y cómo se llamaba? Se llamaba Lina, ¿no es eso? Ahora, diga usted cómo se llama mi segunda esposa. Dígaselo a todos, que usted lo sabe muy bien. ¿Cómo se llama?
SRA. FROLA. —¡Julia! Julia se llama. Sí, sí, señores. Es verdad. Se llama Julia.
PONZA. —¡Pues, si es Julia, no es Lina! Y no les haga señas a esos señores al decir que se llama Julia.
SRA. FROLA. —¿Yo? No. Si no les he hecho señas.
PONZA. —¡Que me he dado cuenta! Estaba usted haciéndoles señas. Lo he visto muy bien. Quiere usted arruinarme. Quiere hacer creer a estos señores que yo quiero tener a su hija para mí solo. ¡Como si no hubiera muerto! (Rompe a sollozar.) ¡Como si no hubiera muerto!
SRA. FROLA. —(Rápida, con infinita ternura y humildad, acercándose a él.) ¿Yo? ¡Oh, no, hijo mío! Cálmate, por caridad. Yo nunca he dicho eso… ¿Verdad? ¿No es verdad, señores?
AMALIA, la SEÑORA SIRELLI y DINA. —Sí, sí, claro. Ella no ha dicho eso. Siempre ha dicho que ha muerto.
SRA. FROLA. —¿Verdad? Que murió: eso les he dicho. Pues ¿qué iba a decirles? Y que tú eres tan bueno conmigo… ¿Verdad, señores? ¿Verdad? ¡Yo, arruinarte! ¡Yo, comprometerte!
PONZA. —(Terrible.) Pero… entretanto, va usted a casa de los demás buscando un piano para tocar la sonatina de su hija. Y va diciendo que Lina la toca todavía mejor.
SRA. FROLA. —No… He estado… Lo he hecho… sólo por probar.
PONZA. —¡Usted no puede! ¡Usted no debe! ¿Cómo se le ocurre volver a tocar lo que tocaba su hija muerta?
SRA. FROLA. —Tienes razón, sí. ¡Oh, pobrecito! ¡Pobrecito! (Llora.) No volveré a hacerlo. No lo haré más.
PONZA. —(Amenazador.) ¡Váyase! ¡Váyase de aquí! ¡Váyase ahora mismo!
SRA. FROLA. —Sí, sí, ya me voy. Ya me voy. ¡Dios mío! (Hace señas a todos para que cuiden a su yerno, y se va llorando.)
ESCENA IX
DICHOS, menos la SEÑORA FROLA
(Quedan todos llenos de compasión, de terror, mirando a PONZA. Éste, de repente, apenas desaparecida su suegra, recobra su aspecto normal y dice con toda naturalidad:)
PONZA. —Ruego a ustedes me perdonen por este lamentable espectáculo que acabo de darles. Pero tenía que reparar el daño que, sin saberlo, están haciendo a esa pobre desgraciada.
AGAZZI. —(Atónito, cómo los demás.) Pero… ¡cómo! ¿Ha estado usted fingiendo…?
PONZA. —A la fuerza, señores. ¿No ven ustedes que ese es el único medio de mantenerle la ilusión…? Gritarle así, diciéndole la verdad…, como si fuera una locura mía. Dispénseme… y permitan que me retire. Es imprescindible que vaya inmediatamente a acompañarla. (Vase rápido, por el fondo. Todos quedan nuevamente estupefactos, mirándose unos a otros, en silencio.)
LAUDISI. —(En medio de todos.) Señores, ¡ya saben ustedes la verdad! (Ríe a carcajadas.)
TELÓN