Capítulo 19
El reencuentro
Las rodillas me flaquearon, la boca se me secó y el estómago me dio un vuelco.
Era él, con algún matiz diferente, pero él, en toda su esencia. Lo primero que sentí fue una mirada verde musgo clavada en mí. Sus ojos eran rasgados y profundos casi exactos a como los recordaba; la nariz era algo diferente, recta y más corta; la boca, amplia y delgada. Pómulos altos, mandíbula cuadrada y firme, barbilla redonda con hoyuelo. Era tan guapo que cortaba el aliento, con facciones más suaves y refinadas, menos hosco. Deslicé la mirada hacia su pecho, pectorales amplios y marcados, de piel levemente dorada por el sol. Su vientre marcaba, en infinidad de cuadraditos, su duro abdomen. A los costados, los oblicuos se perdían en la cinturilla de sus pantalones, demasiado bajos de cadera, para que cualquier mujer pudiera mantener la compostura debidamente y no mirara el imán que ejercía su cremallera.
Cuando levanté la mirada, encontré un semblante expectante. Aguardaba sin aliento mi juicio. Sonreí entre lágrimas.
—¿Debo preocuparme?
Aquella voz grave y susurrada.
—¡Eras tú!
Entonces Gunnar sonrió y avanzó despacio hacia mí.
—Sí —admitió y frunció el ceño simulando irritación—. Te he seguido todo el viaje. No quería que te perdieras, te vigilaba de lejos. En la estación de tren, tuve que aguantar a esos dos babosos sonriéndote embobados; en el avión, más de lo mismo; para cuando llegó mi compatriota en la estación de Oslo ya había perdido completamente la paciencia. Sigues irresistible y no tienes ni idea de cuánto autocontrol he necesitado para mantenerme a distancia.
—Gunnar —musité ya envuelta en llanto.
En dos zancadas llegó hasta mí; me abrazó con fuerza.
—¡Amor mío! —exclamó emocionado—. He aguardado este momento toda mi vida.
Entonces me besó, y el mundo dejó de girar.
Sus labios imprimieron en los míos toda el hambre encerrada, toda la angustia, toda la ansiedad, pero sobre todo un amor tan profundo y añejo como el tiempo. Abrí la boca. Con las lenguas entrelazadas, los recuerdos me impactaron con dureza. Por mi mente pasaron las escenas a una velocidad vertiginosa, desde el primer día que lo vi, hasta el último. Me agarré a sus poderosos hombros para no desfallecer. Cuando nos separamos nos miramos trémulos.
—Sigue tan fuerte como siempre: no pudieron romper nuestro vínculo.
Asentí. Apoyé mi rostro en su pecho, olía a almizcle, a hierba, a humo y vagamente a alguna esencia masculina y fresca.
Escuchaba su corazón atronando con fuerza.
—Quiero saber tantas cosas —confesé.
Gunnar me tomó por la barbilla para obligarme a mirarlo.
—Después. —La intensidad de su mirada me quemó—. Ahora solo puedo pensar en tenerte.
No dijo nada más. Me tomó en brazos y me llevó al interior de la cabaña. Ni un solo instante dejó de besarme. Cuando entramos en el salón, me depositó en una mullida alfombra circular frente a la chimenea. Apenas se separó para desprenderse de los apretados vaqueros. Sonreí al ver la ropa interior, unos ceñidos bóxers blancos; su deseo los abultaba de manera contundente. Acto seguido se tumbó junto a mí.
—Mi Freya, mi hermosa Freya, por fin junto a mí.
Me besó con ardor al tiempo que desabotonaba mi blusa. Me encogí de placer, cuando sentí la punta de sus dedos rozando mis pezones. Retiró mi sostén y hundió su cabeza en mis pechos. Dejé escapar un gemido cuando su lengua humedeció mis rosados y endurecidos botones.
—¡Oh, eres tan dulce como recordaba! —susurró enfebrecido.
Su otra mano exploró bajo mi corta falda. Me arqueé contra él buscándolo. Encontró el elástico de mis braguitas y de un enérgico tirón las rasgó. Ahogué un gemido cuando sentí su mano contra mi sexo. Acarició cada pliegue, cada ondulación arrancando jadeos de mi garganta, nublando mi mente y elevándome al clímax más increíble. Frotaba con dulzura, el floreciente capullo que clamaba enhiesto su agonía: enloquecía mis sentidos. Tomó mi boca de nuevo para ahogar mis gemidos.
—Te amo, te amo, te amo —repetía sin cesar.
Estallé en un orgasmo violento. Me convulsioné contra la palma de su mano; me perdí en sus ojos.
—Oh, Gunnar, Gunnar, mi amor —musité extasiada.
Se colocó entre mis piernas y, sin más dilación, me penetró. Su generosa firmeza me llenó colmándome de dicha. Miré su apuesto rostro de expresión contenida y sufriente; el amor invadió cada rincón de mi ser. Con cada embestida, el deseo crecía y crecía hasta hacerse casi insoportable. Arañé su espalda, presioné sus nalgas, mordí su oreja y su cuello con fuerza. Él se perdió dentro de mí con un grito agónico.
—Mi loba, mi loba negra con oro en los ojos.
Pegó su frente a la mía. Nuestros ojos hablaron de sentimientos.
—Nadie nunca va a separarte de mi lado —pronunció con dureza.
Enlacé mis brazos en torno a su cuello y lo apreté con fuerza. Sepultada por su cuerpo me sentí protegida, segura y amada.
—Esta vez nos sonríen los astros —aseguré plena de dicha.
Satisfechos y sonrientes, nos sentamos en uno de los sofás del porche. Gunnar se negaba a dejarme, así que sobre su regazo escuché su relato.
—¿Cuál es tu verdadero nombre?
—Gunnar, Gunnar Jensen —contestó divertido por mi asombro.
—¿Bromeas?
Negó con la cabeza. Sus ojos chispearon.
—Nací con el nombre de Oleg Jensen, pero, cuando cumplí la mayoría de edad, lo cambié.
Abrí los ojos estupefacta.
—¿Desde cuándo sabes quién eres realmente?
Su mirada se perdió en los recuerdos. Endureció el gesto.
—Desde muy pequeño. Tendría unos nueve años cuando empezaron las pesadillas.
Ahogué una exclamación.
—Una mañana estaba pescando salmones en un riachuelo cerca de casa con mi padre; se nos hizo de noche, y él me mandó por una linterna al auto. Entonces lo vi. Cada milímetro de mi piel se erizó. Era un lobo negro, inmóvil, justo a la entrada del bosque. Me convertí en una estatua, el pánico me invadió y ni siquiera fui capaz de gritar. Pero, cuando giré la cabeza para buscar con la mirada a mi padre, el lobo desapareció. Esa noche empezó todo. Pesadillas tan vívidas que mis padres temieron que terminara perdiendo el juicio. Con cada pesadilla, mi mente se abría, para descubrirme quién era realmente y para qué había venido a este mundo: porque tú estabas en él.
Lo abracé largamente, las caricias sobre mi espalda, tenerlo junto a mí, escuchar sus latidos era cuanto necesitaba. Tras una pausa reanudó su relato.
—Encontrarte fue mi única obsesión; esa y convertirme en el hombre que recordabas. No quería que tuvieras ninguna duda.
Sonrió, su hoyuelo se distendió, aquella sonrisa podría derretir los polos. Delineé el pronunciado contorno de su mentón. Deseé besarlo, pero le dejé continuar.
—Trabajé duro en el campo y con los animales. Levantaba troncos, incluso aprendí de nuevo a usar la espada. Quería que mi cuerpo fuera lo más parecido posible al original. Y por la noche, por la noche soñaba contigo, te amaba en silencio y le pedía a la luna que me llevara hasta ti.
—¿Y las cicatrices? ¿Te las hiciste tú? —inquirí espantada.
Asintió, me besó con dulzura para aligerar mi asombro.
—Quería ser exactamente como era cuando te marchaste. Aproveché un día de extrema frustración para flagelarme. Me desesperaba no saber nada de ti. Había aprendido castellano y ya llevaba tres viajes a España: primero fui a Sevilla; las otras dos, a Toledo. ¿Sabes lo que es pasear entre la gente buscando un rostro sin saber si realmente será así? ¿No saber tu nombre, ni tu paradero, pero tener la absoluta certeza de que estabas cerca? Aquello me desgarraba. Luego regresé y construí el skáli para ti. De esa forma, liberé algo de angustia. Decidí esperar una señal, algo que me llevara junto a ti, y de pronto en el último viaje a Toledo te vi salir de la catedral.
Apretó mi mano entre las suyas y bajó la cabeza.
—Casi me caigo al suelo. Un tipo alto y delgado te llevaba de la mano. Mi primera reacción fue la misma que sentí en el siglo IX: arrancarte de los brazos de ese hombre, echarte sobre mi hombro y correr. Por desgracia, no habría llegado muy lejos.
Levantó la mirada y vi el sufrimiento en su semblante.
—Te seguí durante un tiempo. Para mi completa decepción, comprendí que no te acordabas de nada. No brillaba la misma chispa en tus ojos. Tu expresión era más bien de indiferencia, no estabas alerta, no observabas a tu alrededor; en definitiva, no buscabas nada. Así que, metí esto en tu buzón y recé; no es el original, lo encargué al mejor orfebre de Oslo.
Tomó el anillo de serpientes de mi dedo y lo giró ensimismado.
—Funcionó. Día a día veía tu cambio, cómo mi Freya volvía, y el corazón se me hinchaba de gozo. Necesité buenas dosis de paciencia para contener las ganas de asaltarte por la calle. Un día me puse tras de ti, tan cerca que incluso me incliné a oler tu cabello. Tuve que apretar los puños para no abrazarte.
—Cuando saliste de aquella consulta, pude ver la chispa en tus ojos. Entonces, organicé todo para el viaje.
—¿Por qué no me buscaste entonces? Podríamos haber viajado juntos.
Retiró mi mano y me abrazó nuevamente. Sostuvo mi cabeza entre sus callosas manazas de leñador y me contempló con fervor.
—Quería que esta vez fueras tú la que me buscases a mí. Quería que me encontrases aquí en mi entorno, que recorrieras el paisaje de nuestra antigua Skiringssal. Podrías haber tomado un tren desde Oslo hasta aquí, pero te habría faltado, entonces, el entorno que rodeó nuestros días. Quería, en definitiva, que durante tu viaje acumularas deseo.
—Lo has conseguido —confesé y me lancé sobre él.
Atrapó mi boca con voracidad y, antes de que pudiera darme cuenta, cabalgaba desnuda sobre él.
Fue intenso, desgarrador e inolvidable, pero sobre todo exiguo. Parecía que nunca nos satisfacíamos, porque, a pesar de llegar al clímax repetidas veces, nuestro espíritu continuaba hambriento y exigente.
—A este paso probaremos cada rincón de la casa antes de que anochezca —repuse.
—No lo dudes. Porque no bien acabo de poseerte, te deseo de nuevo y con más fuerza. Me temo que pasará algún tiempo hasta que quedemos saciados por completo. Hemos esperado demasiado, ¿no crees?
Asentí. Él me tomó en brazos y con semblante enamorado me introdujo en la casa.
—Será mejor que comamos algo.
Reí feliz. Me soltó y se vistió. Cuando me dispuse a hacer lo mismo, él se detuvo a contemplarme. El fuego comenzó a arder en sus ojos. Reí y me escondí tras un sillón de respaldo alto.
—No te acerques o mañana no podré dar un paso. —Aquel alegato trajo un doloroso recuerdo a mi cabeza—. Preparemos algo y charlemos —añadí abrochándome el sostén.
—Sus deseos son órdenes para mí, mi señora.
La cena era salmón apenas cocinado con cebolla y un redondo de reno ya cocinado que calentamos y servimos con mermelada de arándanos. Habría comido ramas y hojas a gusto con él a mi lado.
—¿Qué sucedió cuando morí?
Su rostro se oscureció como si una tormenta se hubiera cernido sobre él. La tempestad de dolor asomó a sus ojos como una ráfaga de granizo helado.
—Aullé, aullé como una manada de lobos desquiciados. Eyra lloraba a mi lado en silencio. No sé cuánto tiempo pasamos así, solo sé que amaneció. Después, Eyra logró que te soltara. Me abrazó y me susurró al oído. Luego le confesé que me sentía muerto, que quería seguirte y, para mi sorpresa, ella asintió. Preparó el brebaje y me lo dio. Eso fue todo. Expiré abrazado a ti susurrándote que me esperaras.
La expresión de Gunnar me conmovió. Su semblante compungido irradiaba un dolor inhumano ante el recuerdo. Dejé el tenedor sobre la mesa, me levanté y me senté en su regazo. Besé sus labios con dulzura en un intento por evaporar esos recuerdos.
—Quiero saber quién nos traicionó. Fue Sigrid, ¿verdad?
Me envaré súbitamente. El rostro malévolo de Ada pareció surgir ante mí.
—Fue Ada, aunque Sigrid también tuvo su papel. Rashid se alió con Ada durante la contienda en el barco. Cuando me rescataste, ellos lo urdieron todo. Ada me llevó hacia la cala oculta donde aguardaba Rashid para llevarme de vuelta, pero me defendí. El lobo estuvo a punto de acabar con ellos.
Esta vez fue Gunnar quien se tensó.
—¡Rashid! Solo pronunciar su nombre me revuelve las tripas. Espero que siga ardiendo en el infierno.
—Eso ya no importa, solo importa el presente. Ahora tenemos todo el tiempo del mundo para resarcirnos —repuse acariciando su espesa melena.
—Tu pelo es un tono más claro —observé.
—Tu piel también.
—Pero me gusta —añadí.
—A mí también.
Sonreí seductora.
Gunnar besaba mi cuello palmo a palmo.
—¿En qué trabajas?
Apenas me miró para seguir su particular sendero de besos por mi mandíbula.
—Soy granjero y me va muy bien. Proveo a todo el municipio.
—¿De veras? —musité, estaba perdiendo el hilo de mis pensamientos. Recordé que ese siempre había sido su sueño.
—Gunnar —insistí—. Yo soy restauradora de antigüedades.
—Lo sé —musitó distraído—. Lo sé todo de ti.
—Y ¿hay algo antiguo por aquí que pueda restaurar?
Levantó el rostro y me sonrió.
—Sí, hay algo muy, muy antiguo. Mi corazón.
Me besó intensamente y con minuciosidad. Una vez más, sumergidos por el deseo, nos perdimos. Nuestros cuerpos se unieron con afán, con una dicha infinita, nuestras almas se fusionaron en una sola. Ahora, por fin, compartíamos el mismo destino.
Anocheció. Abrazados al pie del acantilado contemplamos el fiordo.
El cielo, añil oscuro teñido de moribundos esquejes dorados, se perdía en el horizonte, tan solo unido al lago por una línea recta y difusa.
Gunnar, tras de mí, rodeó con los brazos mi cintura, cantó en mi oído fábulas de trolls y elfos, de hadas y ninfas, que asomaban sus caritas entre grietas de roca y en las oquedades de los troncos cuando el sol se escondía.
Cantó cómo iluminaban la noche con sus travesuras, cómo conversaban y bailaban convertidos sus cantos en tenues susurros de hojas o en los silbidos del viento. Yo creí cada palabra, porque, si nosotros habíamos vuelto a nacer para reencontrarnos, ¿cuántas cosas extraordinarias no ocurrirían a nuestro alrededor?
El mundo está lleno de enigmas, ¿por qué entonces no creer en ellos en vez de esperar a verlos?