Capítulo 14

Una puerta cerrada

Sentí el pulso que me latía desbocado en la sien. El corazón atronaba descontrolado dentro de mi pecho y los nervios encogieron mi estómago, acuciando las náuseas. La mirada alocada de Rashid me cortaba el aliento.

—Tendrá que matarme para que te suelte.

Me debatí ansiosa entre sus brazos. No podía permitir que se librara ninguna batalla. Estaba segura de que Gunnar cumpliría con su palabra, sobre todo, si tenía en cuenta la belicosidad que anidaba en Rashid.

—¡Suéltame, déjame que salve tu vida, aunque no lo merezcas!

Con la rapidez de un rayo, flexioné la rodilla y se la hinqué con todas mis fuerzas en su entrepierna, cayó entre maldiciones y gemidos.

Corrí hacia la puerta, pero no llegué a abrirla. Una mano me agarró el tobillo, trastabillé y me golpeé contra el marco. Otro tirón. Caí de rodillas. Sacudí con fuerza las piernas y escuché un nuevo gemido. No miré para averiguar dónde lo había golpeado. Estiré cuanto pude el brazo y me aferré a la puerta, ya la abría, cuando me desplomé aprisionada por su cuerpo.

Se había abalanzado sobre mí y me aplastaba contra el suelo. Grité y forcejeé sin resultado alguno. Una de sus manos me giró la cabeza y cubrió mi boca. Acercó sus labios a mi oreja. Noté su cálido aliento en ella.

—No te librarás de mí —susurró sibilante—. No, ahora que vuelvo a probar el dulce néctar de tus labios.

Su lengua se deslizó por el lóbulo, mordisqueándolo.

Había perdido el juicio, era incapaz de razonar con lógica. Horrorizada ante lo que se avecinaba, supe que debía mostrarme sumisa.

—Está bien, de acuerdo, haré lo que me digas.

—Así me gusta. Ahora quiero que salgas y le grites que vuelves conmigo, que te deje en paz.

Sus dedos acariciaban mi barbilla y mi cuello. Asentí nerviosa, y él como recompensa besó mi mejilla.

—Bien Shahlaa, espero que seas lo suficientemente convincente, porque no me gustaría matarlo; al fin y al cabo le debo una vida.

Había perdido la cordura. Si hubiera pensado con lucidez, habría sabido que Gunnar jamás me abandonaría y menos llevando un hijo suyo en mis entrañas.

Rashid se incorporó y me ayudó a levantarme. La capa yacía arrugada en el suelo. Fijó la mirada en la túnica rasgada y arrugó el ceño pensativo.

—Será mejor que te cambies. Anoche traje algunos de tus vestidos.

¡Oh, por supuesto!, pensé. Si Gunnar veía el desgarro en mis ropas, adivinaría con total facilidad que me había forzado; eso sí que sería su perdición. Para algunas cosas parecía estar bastante cuerdo.

Fuera, gritos y pasos apresurados se entremezclaban formando un caos que aceleraba mis latidos. Me pregunté dónde se encontraba Rodrigo y qué estaría haciendo ahora que su plan no tenía cabida. Entretanto, Rashid, que simulaba calma, rebuscaba en un arcón envejecido.

—Aquí está.

Ante mí extendió un hermoso vestido azul noche y plata que me resultaba incómodamente familiar.

—¿Lo recuerdas?

Asentí. Era el vestido que llevaba la primera vez que lo había visto cuando vino con su padre a anticipar la boda. Si pensaba que la prenda me traería recuerdos románticos, se equivocaba, pues lo único que sentí fue una amarga melancolía por el recuerdo de mi madre, junto a mí, frente al espejo de mi cuarto. Su sonrisa y el brillo de sus hermosos ojos claros, tan reales que me dejaban sin aliento, clavaban en mi alma un dardo envenenado.

—Póntelo, amor mío.

Se lo arrebaté de las manos con cierta brusquedad y lo miré indignada.

—Vete, creo que tus hombres te necesitan; por si lo has olvidado, están a punto de abordarnos.

Rashid sacudió la cabeza indiferente, como alejando la realidad, en favor de aquella absurda fantasía que se había empeñado en tejer.

—Ni hablar, quiero contemplarte mientras te cambias. Además, tu tío sabrá manejar la situación mejor que yo; no es la primera vez que se enfrenta a unos piratas.

Resoplé harta de aquella farsa.

Con los nervios despuntados y la paciencia moribunda, me desnudé ante él, aunque sin ningún asomo de sensualidad, más bien todo lo contrario, con movimientos rápidos y toscos. Libre de ropa, me atreví a mirarlo y, por su expresión, adiviné que debía acelerar el proceso si quería evitar un nuevo ataque. Por fortuna se mantuvo inmóvil; al parecer, disfrutaba del espectáculo.

—Sigues siendo la mujer más bella que he conocido, mi dulce Shahlaa.

—En cambio a ti no te conozco nada —rezongué con desdén.

Para mi asombro, Rashid no pareció molesto. Sus ojos brillaban divertidos, incluso sonrió burlón.

—Cuando regresemos y pueda respirar tranquilo, te prometo que volveré a ser el que era, amor mío, pero convendrás que las circunstancias —me dedicó una mirada acusadora— han forzado el cambio. Debiste mostrarte más razonable desde el principio.

Bufé airada y lo encaré.

—Creo que eres tú el que no parece obrar con sensatez. Te niegas a la realidad, pero ya no me importa.

Pero sí me importaba. En aquellas condiciones, abogar por su vida cuando Gunnar se le echara encima iba a resultar inútil. Y, sin embargo, no podía permitir que lo matara, aunque yo misma sentía ese impulso.

Fuera, unos aterradores silbidos impactaban contra el casco del barco. Rashid pareció salir de aquella nube ilusoria que flotaba a su alrededor. Preocupado, corrió a la puerta, la abrió y asomó la cabeza.

—¡Demonios!

En mitad de su estupor no me detuvo cuando yo también eché un vistazo.

Un knörr navegaba prácticamente junto a nuestro bajel. Los asaltantes nos habían atrapado, literalmente, clavando largas lanzas en el costado de nuestra nave que estaban atadas a unas gruesas sogas que en ese preciso momento arriaban con fuerza unos feroces guerreros.

El corazón me saltó en el pecho, cuando divisé a Gunnar en la proa. Su rostro era una máscara feroz. No tuve tiempo de más. Rashid me agarró de nuevo y me arrastró al interior.

—Tendrás que perdonarme, querida, pero tu gigante me obliga a utilizar algunas tretas que no son de mi agrado.

Sin previo, aviso sacó del cinto una daga curva de doble filo y, poniéndose a mi espalda, me apuntó al cuello con ella.

—Estás cavando tu tumba —mascullé alterada.

—No temas, no voy a hacerte daño, solo voy a amenazar con ello. Si tanto te ama dará la vuelta.

Sus curiosos razonamientos me pasmaban, a pesar de que a esas alturas no entendía cómo todavía me sorprendía.

—¡Suéltame de inmediato, estúpido! —exigí casi a gritos.

Rashid no replicó; me empujó hacia la entrada y salimos al exterior.

Justo en ese momento, los guerreros, ataviados con pieles, escudos y yelmos, abordaban la cubierta esgrimiendo espadas, hachas y mazas. Ante nuestros ojos, el combate tomó forma. Los chirridos del acero competían en intensidad con alaridos de dolor y gritos de guerra. El caos se desató a nuestro alrededor con un solo color predominante: el rojo.

Cerré los ojos con fuerza y grité hasta que sentí quebrarse mi garganta.

Entre el clamor de la batalla, solo un hombre distinguió mi angustia.

Gunnar corrió hacia mí, espada en mano, con la tormenta en el rostro y relámpagos en los ojos.

Rashid clavó amenazante la punta de su daga en mi cuello, me encogí ante el contacto.

—Dile que no dé un paso más —murmuró.

No hizo falta, Gunnar retrocedió con la alarma reflejada en el rostro.

—Ha enloquecido —dije—, pero no va a hacerme daño.

Agradecí al cielo que no hablaran el mismo idioma.

—No puedo arriesgarme —repuso.

Temblaba, no supe si de rabia o de miedo, ambas cosas bailaban en su rostro enrojeciéndolo y oscureciendo su mirada.

—Veo a Loki en sus ojos —añadió.

Sin duda, el dios del engaño, maléfico e imprevisible, gobernaba la razón de Rashid.

—Adelante, dile que vendrás conmigo —me instó frenético.

—Gunnar, será mejor que te marches con tus hombres.

La mirada de asombro fue tan aguda como la determinación de ignorar mis palabras. Apretó con fuerza los puños, su enorme espada refulgía con la luz de la mañana.

—Mi tío está de mi parte, me ayudará a escapar en un bote. Justo en este momento planeaba hacerlo. Tan solo has de esperarme en la orilla.

Gunnar me recorrió con la mirada. Se detuvo en mi nuevo atavío, lo que acentuó su ceño. Después, fijó sus claros ojos en Rashid evaluando las posibilidades de derribarlo.

—Si crees que voy a abandonar este maldito barco sin ti, es que también tú has perdido el juicio. Además, ¿cómo pensabas distraerlo?

Sacudió la cabeza en su dirección, con un gesto de desprecio.

Negó con la cabeza para detener mi explicación. Su furia crecía.

—No, no me lo digas. Al ver lo que llevas puesto, puedo imaginarlo.

Su voz, grave y profunda, retumbó con la fuerza de un trueno, afilada y mordaz.

No pude sostener el hielo de su mirada. Sentí que se me secaba la garganta y mi rostro ardía.

—¿Qué demonios le estas diciendo? —inquirió Rashid, preocupado.

—Estoy intentado convencerlo —respondí en un susurro.

—Voy a matarlo, lo sabes, ¿no? —musitó Gunnar mientras escrutaba mi rostro.

—No tiene por qué morir más gente si te marchas ahora. Confía en mí —le supliqué.

Pero mis palabras no lograron aplacarlo; surtieron el efecto contrario. Gunnar apretaba la mandíbula en un intento de mantener el poco control que le quedaba. Se asemejaba a un enorme depredador a punto de abalanzarse sobre su presa, con los ojos entrecerrados, la cabeza algo adelantada, ese enorme pecho subiendo y bajando al ritmo de su pulso, incluso las aletas de su nariz parecían dilatadas; era como un toro dispuesto a embestir con toda su fuerza.

—A una señal mía, clávale el codo en el estómago y agáchate, lo demás corre por mi cuenta.

El pánico me invadió.

Si hacía lo que me pedía, Rashid moriría allí mismo. Si ignoraba la orden, su destino sería el mismo. Pero en mi interior palpitaba la imperiosa necesidad de salvarlo. No merecía pagar tan caro la desesperación que lo había llevado a cometer actos infames, pues en mi fuero interno todavía sentía la culpa tirando implacable de mí. Sí, estaba enajenado, no era el hombre que conocía. Yo tampoco era la misma mujer. Estaba plenamente consciente de los desatinos que el sufrimiento provocaba. Tenía que intervenir, me preguntaba cómo.

Solo se me ocurrió una cosa.

Alcé el brazo y empuñé la daga que sostenía Rashid. Apreté con fuerza mi mano sobre la suya, de esa forma, acerqué la punta a mi garganta. Acto seguido, expresé mi amenaza en las dos lenguas.

En lengua árabe espeté:

—Si osas apartarla, me tiraré encima de ella y mi muerte caerá sobre tu conciencia.

En lengua nórdica proferí con voz serena:

—Si lo matas, moriré con él.

Los ojos se Gunnar, mostraban la angustia que lo embargaba.

—Quiero que cada uno se aleje lo suficiente y se dé vuelta.

Esto último lo repetí en ambas lenguas.

Me encomendé a todos los santos, cerré por un fugaz instante los ojos y recé con fervor por que ninguno actuara impulsivamente.

Rashid soltó la daga que yo empuñé con decisión y se alejó con lentitud; Gunnar lo imitó. A unos escasos pasos de distancia se dieron vuelta. Entonces no lo dudé.

Me dirigí rápida hacia la borda y desaté una cabilla en la que se enrollaba un cabo, lo solté y, empuñando la gruesa pieza de madera, me volví hacia Rashid. Apreté los dientes y, con toda la fuerza que pude reunir, golpeé la cabeza de Rashid.

Cayó sobre la cubierta, por fortuna inconsciente, de no haber sido así, mi plan habría ido al garete.

Gunnar abrió la boca con el rostro demudado por la impresión. Liberada del miedo y la angustia, avancé hacia él para enfrentarlo.

—No puedes matar a alguien que ya está muerto.

Gunnar se acercó al hombre que yacía desplomado en el suelo y se agachó para observarlo más de cerca.

—Todavía respira; solo está inconsciente.

—No me refería a su cuerpo. Su alma estará muerta cuando despierte; eso me dijo. Pero sé que resucitará.

O al menos en eso confiaba. Ahora me esperaba la furia del Gunnar que, imaginaba, brotaría como la lava de un volcán.

—Te has expuesto por salvarlo.

El tono lastimero de sus palabras me sobrecogió. Aquello no lo esperaba.

—No irás a creer…

—Te has enfrentado a mí por él —me interrumpió conmocionado.

Me acerqué y, para mi sorpresa, retrocedió. Sacudió la cabeza entre aturdido y herido.

—Gunnar…

—No, ahora no.

El tono gélido de su voz me estremeció.

En ese momento, apareció mi tío acompañado de Erik.

Rodrigo miró espantado el cuerpo inerte de Rashid y se arrodilló junto a él. Cuando le tomó el pulso, respiró aliviado.

—Creí que lo habías matado —musitó con marcado reproche—. Salíamos de la bodega justo cuando lo golpeaste.

—Tardaste demasiado, tuve que ingeniármelas.

Mi tío se retiró un mechón de pelo ensangrentado de la frente y lanzó una mirada reprobatoria hacia Erik.

—Este patán a punto estuvo de dejarme sin tripulación. —Dirigió una mirada espantada hacia los cuerpos caídos sobre la cubierta y agregó—: por no hablar de tu patán.

Algunos grupos aislados de hombres todavía combatían, aunque la mayoría de los marinos se había rendido sin oponer resistencia en favor de sus vidas. Resultaba más que obvio que la tripulación había sido mermada, más por heridos que por muertes.

Apenas lo atendía, no podía apartar la mirada del ceño de Gunnar.

—Será mejor que partamos de inmediato —sugerí inquieta.

Él se dio vuelta y ordenó a sus hombres la retirada. Eran apenas una docena, pero de aspecto terrorífico. Los guerreros habían maniatado a los vencidos y se dispusieron a llevárselos como botín.

—Si se los llevan, no podremos regresar; este bajel es demasiado grande para maniobrarlo entre dos —manifestó Rodrigo profundamente indignado—. ¿O acaso piensan vendernos también a nosotros?

Me dirigí a Gunnar y lo encaré.

Molesto por mi presencia, no se dignó a mirarme.

—Si permites que se los lleven, no podrán regresar —increpé.

Su semblante permanecía pétreo, impasible.

—¿Quién ha dicho que van a regresar?

—Yo lo digo —lo reté.

Esta vez sí me miró y, al punto, me arrepentí. El claro verdor de sus ojos me taladró con un dejo de decepción impreso en ellos que me provocó temblores. Necesitaba hablar con él, hacerle entender, pero ahora no era el momento como bien me había indicado tan mordientemente.

—Pues te equivocas; les prometí a estos hombres una buena captura, y la tendrán.

—Que se lleven entonces la mercancía, hay toneles de vino y sedas de damasco. Podrán venderlos por una fortuna.

—Quieren esclavos —replicó.

—¡No! —insistí.

Lo miré provista de una determinación implacable.

Gunnar me agarró del brazo y me acercó a él.

Con la furia desfigurando su rostro, tomó mis hombros y me clavó su flamígera mirada. Gunnar me soltó y se dirigió a sus hombres. Permanecí ahí, con el corazón que todavía me golpeaba el pecho, con latidos irregulares y abruptos, nunca había sentido la cólera de él de aquella manera tan abrumadora.

Al cabo, y tras una dura negociación, los prisioneros fueron liberados. Cuando regresó por mí, rubicundo y agitado, habló sin mirarme.

—Despídete, porque si ese miserable despierta, no respondo.

Mi tío, que permanecía junto a mí y que en ese momento me sostenía, pues sentía las piernas como si fueran de mantequilla, intuyó el mensaje y me abrazó con fuerza.

—Cuídate, muchacha, y no olvides que tienes una familia al otro lado del océano.

Ahogué un sollozo y me apoyé en su hombro.

—Jamás lo olvidaré. Entrégale la carta y dile que no ha habido una madre mejor, como tampoco pude tener un tío mejor. Siempre fuiste un padre para mí.

Rodrigo acarició mi cabello con dulzura y sonrió entre lágrimas.

—¿Y qué le digo a Rashid?

—Dile que rezaré por él y por que algún día encuentre el perdón en su corazón. Dile que me olvide y… que se merecía que lo golpeara por insensato.

Rodrigo me estrechó entre sus brazos de nuevo. Esta vez por última vez; cuando me soltó, espetó con voz estrangulada.

—Cada primavera, siempre que mis rentas me lo permitan, enviaré un barco mercante a Haithabu para comerciar; me ha sorprendido el floreciente mercado de esa pequeña ciudad, así que he entablado algunas conexiones. Quiero decirte con esto, que si te quedas sola, si decides que tu aventura aquí ha llegado a su fin, pregunta por mí, di tu nombre completo y te traerán de vuelta.

Asentí, aunque esperaba no tener que hacer uso de ese salvoconducto.

Gunnar me agarró de la muñeca y nos separó.

—Adiós, pequeña Leonora, suerte con tu gigante. Veo que te ama con locura.

En ese preciso momento, no había mucho amor en sus ojos, aunque sí locura.

Con ademanes bruscos, Gunnar me tomó en brazos y me condujo al knörr. Miré por última vez el cuerpo de Rashid. En ese momento, lo alzaban dos marineros y lo cargaban hacia un camarote. Sentí cerrar la primera puerta. Acababa de romper definitivamente aquel lazo y ahora quedaba otra puerta, mucho más peligrosa y cercana.

Gunnar captó mi mirada, y la oscuridad que ya nublaba su talante se acrecentó.

—Tenemos que hablar —musité, ansiosa por encontrar su calor.

Lo había tomado del brazo cuando ya se marchaba.

—Ahora no —repitió con sequedad—. Tengo que devolver este barco.

Antes de darme tiempo a replicar, se alejó hacia el timón.

Su frialdad me oprimió el corazón. Sentí ganas de abofetearlo, de gritarle a pleno pulmón. Sin embargo, otra urgencia se impuso. Una violenta arcada me convulsionó, me sentí débil y recordé que no había probado bocado.

Bajé a la bodega y busqué algo comestible. En un rincón descubrí algunas vituallas, me lancé voraz sobre una hogaza de pan negro y, mientras masticaba, sentí cómo mi cuerpo volvía a la normalidad. También volvía el cansancio. Libre de la ansiedad y la tensión, me arrebujé en un agradable sopor.

Me dormí a mitad de un bocado.

Cuando desperté, descubrí que no estaba en el suelo, sino en un camastro. Una cálida y suave piel de marta me cubría hasta la barbilla. Sonreí. A pesar de su enfado, cuidaba tan gentilmente de mí como siempre.

Miré en derredor, pero no vi más que toneles y baúles, aparejos y trozos de paño. El rumor de las olas había cambiado, apenas era un tenue susurro; además escuché un barullo de conversaciones distantes y lo que me pareció el inconfundible sonido de las gaviotas.

Aquel último descubrimiento me incorporó de golpe. Sin duda, habíamos arribado a un puerto.

Salí del lecho, me cubrí con la piel y ascendí a cubierta.

La brisa fresca terminó de despertarme. El aroma a salitre, pescado fresco, salazón y vinagre arrancó de mi ser unas náuseas sofocantes. Me incliné sobre la borda y vomité, esta vez, vaciando todo el contenido de mi estómago.

Cuando me recuperé, comprobé disgustada que el barco estaba anclado a un quejumbroso embarcadero del que asomaba un pueblecito salpicado de pintorescas cabañas con efigies de dragones y serpientes y que, por ende, yo era la única tripulante.

A lo lejos vi un grupo de hombres en torno a una hoguera de la que pendía un caldero que humeaba. Una de esas inmensas siluetas estaba de pie con una mano sobre la frente para evitar el sol y poder divisar algún movimiento en el barco. Con una mano hizo un gesto para que me acercara.

¡Vaya, el muy mentecato no pensaba ayudarme a desembarcar! Pues que así sea, pensé, quiere guerra, la va a tener.

Bajé del barco no sin esfuerzo, pues por un instante vi dos pasarelas. Un grupo de niños jugaba en la orilla. Al otro lado, unas mujeres conversaban animadas al tiempo que molían grano. Decidí ignorar a Gunnar; me dediqué a observar a aquellas rubias y lozanas damas.

Me senté en una piedra y me envolví un poco más bajo mi capa. No tardé en escuchar unos pasos sobre los guijarros de la playa. Sabía quién era, así que no me molesté en mirar.

—¿Te encuentras bien? Te he visto vomitar.

Aunque sus palabras denotaban preocupación, el tono de voz conservaba la frialdad.

—Sí, estoy bine, gracias —respondí simulando indiferencia.

Permaneció de pie a mi lado en completo silencio. Todavía distante, aunque ahora parecía confundido.

—Están preparando un guiso de ciervo, te traeré un plato.

No contesté, pero me moría de hambre, y el olor del caldero exaltaba mi maltrecho estómago con promesas de calor y placer.

Gunnar se alejaba cuando una de aquellas mujeres se acercó a mí.

—¿Es tuyo? —preguntó en referencia a Gunnar.

Asentí. La mujer observaba la espalda de mi esposo con expresión envidiosa.

—Ten cuidado, esa gacela lo está acechando.

Seguí la dirección de su dedo índice y me sorprendió descubrir que apuntaba a Ada. Se hallaba entre el grupo de guerreros pegada a Ragnar.

La mujer suspiró y añadió:

—Aunque no es para menos, ese hombre deja sin respiración, ya quisiera yo un macho así en mi cama. Grande, fuerte y apuesto: eres afortunada.

—Gracias, creo. Pero te equivocas respecto a la gacela —contesté bastante molesta por el interés de aquellas mujeres en Gunnar.

Porque no solo ella lo miraba, todas las demás suspiraban y cuchicheaban entre risas traviesas.

—Si tú lo dices, pero yo andaría con ojo. He visto cómo lo mira, y esa pequeña mariposa revolotea coqueta a su alrededor.

—Quieres decir cómo lo miras tú ahora —repliqué incisiva.

La mujer dejó escapar una sonora carcajada y, para mi sorpresa, me palmeó la espalda.

—No, pequeña. Yo lo miro con simple admiración, reconociendo un buen ejemplar; ella en cambio lo mira de otra manera, con un anhelo oscuro. Hazme caso y mantente alerta. No suelo equivocarme.

Me sonrió abiertamente como si se compadeciera y se alejó.

No pude resistir la tentación de echar otra ojeada a la hoguera y, para mi consternación, descubrí a Ada, que apoyaba una mano en el hombro de Gunnar, instándolo a inclinarse para escucharla; ella acercó su boca al oído de él y rio ante el comentario. La mano de ella se demoró en su brazo más tiempo del necesario mientras le sonreía. Pero no, no podía ser. No era coquetería lo que veía en sus enormes ojos castaños, era ¿agradecimiento?, ¿simpatía? Tenía que serlo. Decidí no preocuparme. Por culpa de aquella mujer empezaba a ver fantasmas donde no los había. No obstante, paladeé un regusto amargo en la boca.

Me levanté e, impulsada por el hambre o eso me obligué a creer, caminé hasta la hoguera. Gunnar, al percatarse de mi presencia, se envaró de nuevo; adoptó esa actitud distante que había decidido tener como pago de mi actitud en el rescate y de su desconfianza respecto de lo sucedido con Rashid. Y eso que desconocía la verdad.

Un hombre de barba hirsuta llenó un cuenco y me lo ofreció. Comí en silencio observando a Ada, que se cuidaba muy bien de mostrarse tan atrevida.

Me sentí furiosa.

Necesitaba el cariño y la comprensión de Gunnar, aunque no pensaba mendigarlos. Y ahí estaba la pequeña Ada robando, eso sí, de manera muy sutil, la atención de mi esposo. Ni siquiera fui consciente de la huraña expresión que aquellos pensamientos plasmaron en mi rostro.

—¡Eh, muchacha, parece que te estás comiendo una escudilla repleta de grillos! —exclamó Erik con una sonrisa aviesa.

—No, más bien un cuenco de las gachas que preparas —se burló Ragnar, a lo que Erik contestó con un bufido y un codazo.

Las bromas de los hombres no hicieron mella en mí. Terminé mi ración y me alejé de nuevo. Deseaba pasear por la orilla para aspirar el aroma del mar, dejándome acariciar por la brisa, deseando que se llevara con ella mis funestos pensamientos. Cerré con fuerza los ojos y me abracé. Esta vez no lo oí llegar hasta mí.

—Creo que teníamos una conversación pendiente —empezó con voz pausada.

Lo miré enojada y asentí.

—Sí, y estoy esperando.

—Creo que soy yo el que quiere escuchar una explicación.

—¿Me acusas de algo?

Me volví hacia él y le sostuve la mirada. Lo que había tras sus ojos me disgustó tanto que a punto estuve de abofetearlo.

—Parece ser que sí, ¿no es así? Adelante, vomita tú ahora. Sí, vomita todo tu rencor, tu desconfianza y deja que yo lo limpie, que aclare tus dudas y reafirme lo que siento. Deberías confiar plenamente en mí, y estar abrazándome y dándome consuelo.

El tono de mi voz ascendía paulatinamente del mismo modo que la ira que me sacudía.

—¡Maldita sea, haces que me arrepienta!

Lamenté aquellas palabras en cuanto salieron de mi boca. Gunnar reaccionó como si lo hubiera golpeado. Anonadada por mi desatino, no supe qué decir.

—¿Te arrepientes? —me gritó—. ¡Adelante, yo mismo te conseguiré un barco para que les des alcance!

Estaba fuera de sí.

Comenzó a pasearse a mi alrededor al tiempo que se pasaba las manos por la cabeza, contrariado y nervioso.

—No debí decir eso.

—De modo que se te ha escapado, ¿no? Porque es evidente que lo piensas. ¡Salvaste su vida porque todavía sientes algo por él! ¡Maldición!

Colérico, dio una patada a los guijarros, que salieron disparados en todas direcciones. Acto seguido, se plantó frente a mí y me espetó:

—¡Dime que ocurrió en ese barco! ¿Te sedujo? ¿Te hizo ver lo mucho que te amaba y tú recordaste? —Me agarró hoscamente por los brazos y me estrechó contra su pecho—. ¡Contéstame!

Gritaba desaforado al tiempo que me sacudía. No pude soportarlo más y lo abofeteé.

—Si crees eso, maldito bárbaro del demonio, ¿por qué estoy aquí junto a un hombre despiadado y cruel? Pude haberte golpeado a ti.

Con los ojos inyectados en sangre y el rictus trémulo, bajó la cabeza hacia mí; demostraba un exagerado interés.

—Dímelo tú.

Respiraba agitada, recibía reproches y gritos en lugar de caricias y mimos, era más de lo que podía esperar. Por un breve instante, decidí confesarle la verdad. Gritarle a la cara que me habían violado una vez más; por fortuna, todavía me quedaba un delgado hilo de cordura al que agarrarme.

—Si no lo sabes, es que además de necio estás ciego.

Me contempló compungido, todavía con vetas iracundas en los ojos. Por alguna razón, fijé mi vista en la firme y cuadrada línea de su mandíbula para ascender hacia su boca, llena y tentadora. Él vio mi anhelo, que debió de ser desgarrador, pues a pesar de todo, deseaba el olvido de un beso.

Esperé alguna reacción por su parte y, al ver su impasibilidad, cerré los ojos aplacando las ganas de llorar. Fue entonces cuando llegó.

Fue como la primera lluvia tras la sequía, que penetra en la tierra quebradiza colmando de vida cada grieta y quebranto, llenando con frescura las oquedades, llamando a la vida, instando a los incipientes y adormecidos brotes a resurgir vigorosos.

Me besó con ímpetu, con hambre, pero también imprimió en él la angustia y la furia.

No me importó.

Me aferraba a su abrazo y abría invitadora la boca para dejar que la sedosa suavidad de su lengua enlazara la mía; saboreé aquella dulzura que restaba fuerza a mis piernas: me elevaba, me hacía gozar de la sensación de miles de mariposas que aleteaban inquietas en mi pecho.

El beso, largo, intenso y deliciosamente minucioso, encendía hogueras por doquier, alimentaba un fuego que crecía sin control. Lo deseaba dentro de mí como nunca antes.

Gunnar emitía roncos gemidos salidos del interior de su garganta. Sujetaba mi cabeza con ambas manos de modo que me inmovilizaba. Yo, en cambio, lo acariciaba con pasión. Recorría su espalda, le clavaba las uñas, me pegaba insinuante a su cuerpo. Supe que me deseaba tanto como yo a él.

Me soltó abruptamente y a punto estuve de perder el equilibrio.

No habló, tan solo me contempló con la mirada nublada por el deseo. Miró a ambos lados y localizó una pequeña cabaña bastante destartalada. Me arrastró apremiante hacia ella. Casi corría tras él.

De una patada abrió la puerta y nos adentramos en ella. No había nada, tan solo un suelo cubierto por cañizo y junquillos. Me quitó la capa y la extendió sobre la cubierta vegetal. Me tumbó encima y cayó sobre mí poseído por la lujuria. Se detuvo un instante a contemplar mi vestido y el ceño regresó a su rostro. Inmediatamente lo besé disipando el enojo.

Y él ya no vio nada más.

Ciego de deseo, me desnudó: besaba y lamía cada protuberancia, cada llanura y cada pliegue; palmo a palmo me llevó al delirio. Creí morir de placer. Abrí las piernas. Se coló entre ellas colmándome de dicha. Estaba tan excitado que no tardó en culminar. Alcanzamos juntos el clímax en un gemido compartido.

Puntitos de luz flotaban a mi alrededor, como pequeñas estrellas suspendidas en la noche; mi cuerpo ya colmado se relajó laxo. Gunnar se echó a un costado y me abrazó con ternura, con su rostro apoyado en mi pecho. Permanecimos en silencio, asimilando lo que sentíamos y acompasando el ritmo de nuestra respiración.

—Los celos me nublaron la razón —confesó en un susurro.

Acaricié su cabello y le besé la frente.

—Parecías tan decepcionado de mí, que por un momento temí que dejaras de quererme.

Alzó la cabeza y me observó con asombro.

—¿Dejar de quererte? Si cuando el barco zarpó sin mí, creí que me faltaba el aire; nunca en toda mi vida pasé tanto miedo, tanta angustia. Y, cuando te encontré junto a él, defendiéndolo, yo… perdí la cabeza. Todavía tiemblo de rabia de solo pensarlo, de imaginar las cosas que intentaría hacer para reconquistarte. Ese vestido…

Clavó los ojos en la prenda que ahora descansaba arrugada en un rincón.

—Ese vestido es solo eso, un vestido.

—No soy estúpido. Sé que es importante para él por el motivo que sea.

—Lo llevaba puesto el día que vino a casa a anunciar la fecha de nuestra boda.

—Quería que recordaras —musitó apesadumbrado.

—Yo solo me acuerdo de ti. Solo te veo a ti, solo te deseo a ti. —Hice una pausa para mirarlo a los ojos y añadí—: solo te amo a ti.

Gunnar tomó de nuevo mi boca. Volcó esa vez el alivio y el sosiego que ahora corrían libres por sus venas alejando las dudas, imprimiendo en el beso la suave súplica del perdón, remarcando la intensidad de su amor por mí. Cuando se separó, llevó una mano hacia mi vientre todavía liso y sonrió con ternura.

—¿Podrás perdonarme?

—Sí, pero tendrás que resarcirme por desconfiar de mis sentimientos. Tú mejor que nadie sabes a lo que he renunciado por ti.

—Nunca he dudado de tu amor, es solo que saberte en brazos de otro hombre… —Su mirada de nuevo se oscureció—. ¡Por los dioses, he estado a punto de perderte!

Se aferró con fuerza a mí para ahuyentar el pánico que lo había embargado.

—Corrimos como locos hasta dar con esta aldea —explicó con la mirada perdida—. Durante el trayecto solo podía pensar en que moriría si te perdía, si los perdía —corrigió—. Odín estaba de mi parte, un knörr salía de puerto en ese instante. Negocié con ellos y logré que me acompañaran. Contuve el aliento hasta que divisé aquel maldito barco. A partir de entonces, el miedo se trocó en la furia más endiablada que he sentido nunca.

Hizo una pausa y me miró con intensidad como si indagara en mis ojos.

—¿Qué ocurrió en mi ausencia?

Pude ver cómo enrojecía súbitamente su rostro, devorado una vez más por los celos.

—Intentó convencerme de regresar a su lado.

—¿Solo con palabras?

—No me entregue a él.

Era lo único que sabía que lo apaciguaría sin faltar a la verdad. Solo que no contaba con su peculiar astucia.

—No pensé que lo hubieras hecho. Mis sospechas recaen sobre él, no sobre ti. Dijiste que había enloquecido, por lo que deduzco que intentó algo inaudito, algo que no esperabas de él. Y ese algo es lo que me desquicia. Ahora, dime, ¿qué fue lo que te hizo? ¿O lo que intentó?

Esta vez no me quedo otro remedio que mentir.

—Rodrigo llegó a tiempo.

Gunnar apretó los dientes, su poderosa mandíbula se tensó. Una vena palpitó en su sien. Los ojos refulgieron chisporroteando fuego verde.

—Debiste dejar que lo matara: intentó forzarte.

De pronto sus ojos se abrieron como iluminados por una revelación que se abrió ante él con pasmosa claridad.

—¡Por Fenrir, por eso te puso ese vestido! ¡Maldito bastardo, miserable y cobarde! Rompió la túnica que llevabas cuando te atacó. Si llego a verte con la túnica rasgada, ni su maldito dios habría podido salvarlo.

En ese momento, pareció caer en la cuenta de mi situación, me imaginó atacada y sola, a expensas de un loco. Se avergonzó de sí mismo.

El cambio en su expresión fue tan radical, parecía tan desolado que lo abracé con fuerza.

—¡Soy una bestia sin corazón, un patán sin compasión! ¡Que la furia de Thor recaiga sobre mí! En lugar de abrirte mis brazos, yo, el ser más mezquino y egoísta que campa sobre la tierra, derramo mi rabia sobre ti. No, no me perdones, no lo merezco.

No pude evitar sonreír por la exageración inherente en el carácter de aquellas gentes, y eso que Gunnar era el sujeto más comedido que me había encontrado. No obstante, el semblante mortificado que mostraba me obligó a adoptar la seriedad correspondiente.

—Puedo asegurarte que si Thor decide procurarte algún mal, tendrá que vérselas conmigo. Te diré que ni su gran martillo, ni su sobrenatural trueno podrán competir con mi genio.

Gunnar me contempló confundido y no pude reprimir la risa.

—¿Estás riéndote de mí? —inquirió abochornado.

Asentí y mis carcajadas lo contagiaron.

—Gunnar, no creo que tu comportamiento sea merecedor de todos esos reproches. Además debiste verte la cara.

Reímos juntos hasta que me dolieron las costillas. Más calmados, me besó la punta de la nariz y se levantó. Se acomodó la ropa; luego, fue hasta el rincón donde había lanzado mi vestido.

—No funcionó, ¿sabes?

Gunnar se acercó a mí y me lo entregó. Me observó expectante.

—Fue a mi madre a quien recordé. Ella lo encargó para mí; y ese día me sentí más unida a ella que nunca.

Me contempló mientras me vestía; reparaba en cada detalle de la prenda. Terciopelo azul que se pegaba a mi cuerpo como una caricia, escote cuadrado ribeteado con un exquisito brocado de plata intercalado con gemas amarillas y blancas; ceñido, remarcaba la opulencia de mis senos; luego venían unas mangas amplias, algo abullonadas. En el bajo de la falda se repetía el diseño del escote, de clara influencia bizantina.

—Es muy hermoso, pero no puede competir contigo.

Le dediqué una mirada seductora y le sonreí.

—Se trata de realzar a la que lo porta, no de rivalizar con ella.

Fijó sus ojos en el escote; los demoró allí.

—Sin duda realza, pero tú no lo necesitas: estarías hermosa con cualquier harapo.

—Eso no es verdad, pero me inclinaré a creerte por esta vez.

Gunnar rio; me estrechó entre sus brazos.

—Te deseo de nuevo —admitió.

—Pero si ni siquiera he terminado de vestirme.

—Ni vas a terminar, si puedo evitarlo. Además, creo que dijiste que debía resarcirte.

Me dedicó una media sonrisa que me desarmó.

—Pero no dije cómo —musité.

—¿Y bien? —inquirió—. ¿Cuál es mi castigo?

—Bésame; después se me ocurrirá algo.

Regresábamos a Skiringssal.

Era nuestra quinta jornada de viaje a través de bosques cerrados, praderas interminables y sombríos desfiladeros entre montañas imponentes. Aquella mañana contemplaba absorta la belleza del paraje.

La superficie espejada de un lago rielaba bajo los rayos del sol, las laderas colindantes, como mullidas mantas verdes, se extendían en la lontananza cubriendo el páramo. Más allá, se divisaba algo desdibujada una sierra de altas cumbres, que la distancia teñía de un desvaído tono violáceo.

Montada sobre el negro alazán de Gunnar con él tras de mí, me sentía más plena que nunca. Detrás nuestro, marchaban Ragnar con Ada, Erik y, cerrando filas, el gran Thorffin con su cabello rojo que ondeaba como una llama descontrolada.

La primavera asomaba tímida, perfumando la brisa con el húmedo y terroso perfume de brotes jóvenes. La alegre cháchara de los pájaros, el rumor del agua y el eco de los cascos de nuestras monturas conferían tal serenidad a mi espíritu que me descubría dormitando a cada rato.

En una de esas ocasiones, el caballo de Ragnar se colocó a nuestro lado y fingí dormir mientras los escuchaba conversar. Ada participaba en la conversación casi monopolizándola, cosa que no dejaba de sorprenderme, pues a mí apenas me hablaba, como si me tuviera rencor por haberla comprado. También me asombraba el tono jovial y dulce que usaba cuando se dirigía a Gunnar.

Desde que aquella mujer me había advertido sobre ella, la observé con más detenimiento; incluso la atrapé en un par de ocasiones espiándonos.

Su actitud me perturbaba más de lo que me atrevía a confesar. Sin embargo, no podía hacer nada, excepto estar alerta. Pero alerta ¿de qué? Tal vez coqueteaba con Gunnar, pero yo estaba demasiado segura de él para preocuparme por eso.

Me sentía como si hubiera metido en mi casa a una comadreja que tarde o temprano mordería mi mano. Lo peor de todo era que no se trataba de la primera vez que me sentía así. Y aquella primera vez, la comadreja en cuestión había resultado ser una serpiente de veneno mortífero.

Tal vez, el haber vivido aquella experiencia me había vuelto desconfiada en extremo y veía fantasmas donde no los había. O tal vez mi intuición me avisaba de algo. No obstante, solo me quedaba esperar. Pero, para no cometer errores, decidí informar a Gunnar en cuanto tuviera la oportunidad.

Abrí los ojos y descubrí a Ada a mitad de una sensual sonrisa dirigida a Gunnar que pareció languidecer al sentirse sorprendida por mí. La alarma creció. De repente tomé la determinación de dejarla en el primer pueblo que encontráramos.

El primer pueblo apenas era un villorrio. Las pocas cabañas que se apiñaban en torno a un pozo parecían destartaladas. Algunas cabras y gallinas deambulaban en busca de comida. El ladrido de unos perros de pelo largo y enmarañado anunció nuestra llegada.

Casi de inmediato, unos hombres algo andrajosos emergieron de sus hogares con semblante huraño. Sin embargo, cuando vieron el porte y las armas que lucían los guerreros, su expresión se suavizó.

—Necesitamos cobijo. Llevamos varias noches a la intemperie y nuestras espaldas se resienten —adujo Gunnar.

El mayor dio un paso al frente y sonrió: mostró una boca carente de dientes.

—Bienvenidos; no podremos ofrecerles grandes manjares, pues como pueden comprobar subsistimos con lo mínimo desde que el jarl pasó hace unos meses y se llevó cuanto teníamos de valor; por fortuna, las mujeres pudieron esconderse a tiempo.

La sola mención a aquel ser abyecto me revolvió el estómago.

—No le hagan caso a mi padre, a veces desvaría —señaló otro hombre que se adelantó con preocupación reflejada en el rostro.

—El jarl es bienvenido aquí y cuanto poseemos lo entregamos de buen gusto.

Con inteligencia, intentó reparar la ofensa de su progenitor, tal vez pensaba que los guerreros servían al jarl. No se equivocaba, salvo por el hecho de que lo despreciaban tanto como ellos.

—No se preocupe, su padre no puede ofender cuando dice la verdad —apuntó Gunnar—. También yo he sufrido su mezquindad y le aseguro que va a pagar todas sus miserias.

La sonrisa de los aldeanos resplandeció. Tras un silbido agudo, un grupo de mujeres y niños aparecieron de la nada.

—Desde aquel día, nos turnamos para vigilar desde ese cerro. Los vimos llegar y decidimos tomar precauciones.

Obviamente lo que sucedió aquel día debió de ser horrible para que aquella pobre gente viviera constantemente amenazada por el miedo. Y nadie mejor que yo sabía de su crueldad.

Desmontamos; entramos en la cabaña más grande. Allí, un hogar prendía acogedor, las ondulantes llamas lamían un gran caldero que colgaba de una cadena sujeta a una de las vigas del tejado. Olía a madera recién cortada y a leche agria. Por encima de esos aromas, se sentía el del guiso que borboteaba alegre en el perol, lo que provocó un aguijonazo en mi estómago.

Gunnar, puesto sobre aviso de la atención que mi persona generaba, me sujetó por la cintura amorosamente, lo que permitió mostrar con ese gesto mi condición. La gente que me había estado observando, extrañada y curiosa, suavizó su actitud fingiendo desinterés.

Nos invitaron a sentarnos a una larga mesa, pertrechada con bancos de la misma longitud. Una vez acomodados, nos agasajaron con unas escudillas rebosantes de estofado y unas buenas rebanadas de pan negro.

Comí en silencio; escuché las conversaciones de los hombres, sin dejar de aprovechar la oportunidad para observar el comportamiento de Ada, que, frente a nosotros, engullía con entusiasmo su ración. Sabedora de mi vigilancia, apartaba prudentemente su mirada de Gunnar y le dedicaba todo su encanto a Ragnar. Él, hechizado por la bella joven, la miraba embobado.

Lamentablemente, ya resultaba claro para mí que, tras el aspecto inocente y dulce que lucía, se escondía una manipuladora fría y astuta.

Otra más, pensé apesadumbrada. Además me intrigaban sus motivos; no sabía si en verdad estaba interesada en Gunnar o si, por el contrario, era el medio que usaba para herirme, pero ¿por qué perjudicar a alguien que le había procurado el bien?

Inmersa en mis cavilaciones, vi la ocasión de intervenir en la conversación. En ese momento, el anciano que se reveló como líder del poblado demandaba gente joven para trabajar los campos, ya que las cosechas se perdían por falta de jornaleros. Un halo de esperanza alumbró mi ser y abrió mi boca.

—¡Qué casualidad! Justamente buscábamos un lugar para nuestra Ada.

Le dediqué una sonrisa a la interfecta; a cambio, recibí una mirada afilada. No obstante, añadí:

—Esta aldea es perfecta rodeada de paisajes de ensueño y una gran familia que la acogerá con los brazos abiertos —asentí satisfecha—. Sí, sin duda este es el lugar para tu nueva vida, una vida libre y feliz como te mereces.

Gunnar me contemplaba interrogante. El resto se mostraba indiferente, a excepción de Ragnar, que parecía echar chispas por los ojos. Maldije para mis adentros; el muy estúpido ya había caído en sus redes. Para terminar de mandar al traste mis planes, se levantó del banco y plantó sus grandes manazas sobre la mesa acercando su rostro al mío.

—Ada viene con nosotros —informó ceñudo.

No deseaba un enfrentamiento abierto, así que fingí asombro y pregunté con candidez:

—¿No te parece un buen lugar?

—No; quiero decir sí —corrigió al ver el entrecejo de nuestros anfitriones—. Es solo que… bueno… yo deseo quedármela —confesó ruborizado.

Aquello no estaba saliendo tan mal después de todo. Si Ragnar se la quedaba, le sería mucho más difícil coquetear con Gunnar.

Se rascó la pelada cabeza incapaz de sostener la mirada de la joven. Asumí que no haya visto la expresión de horror que mostraba.

—No deseo volver a ser esclava de nadie. —Clavó en mí una mirada reprobatoria—. Además, creo que dijiste que solo querías lo mejor para mí, y yo quiero ser una mujer libre; tengo veinte años y sé valerme por mí misma.

La miramos boquiabiertos.

¿Veinte años? No aparentaba ni catorce. Aunque su cuerpo, que se reponía del maltrato, ganara vigor y sus curvas se rellenaran, seguía pareciéndome aniñado al igual que su rostro, bello y angelical, pero de formas redondas características de la infancia.

—Es lo que te ofrezco —insistí—, quédate aquí como una mujer libre.

Negó con la cabeza. Ragnar intervino con la determinación plasmada en el rostro.

—Entonces sé mi esposa.

Todas las miradas se dirigieron a él. Resultaba amenazador y peligroso, una fachada muy conveniente para un guerrero, que además ocultaba un corazón bondadoso junto a un talante divertido.

—Que así sea —decidí satisfecha.

Ada no parecía nada complacida con la idea.

—No puedes decidir por mí —me espetó alterada.

—Me parece que sí; olvidas que te compré.

Ada entonces miró a mi esposo.

—No fuiste tú; fue él.

Gunnar se agitó en su asiento incómodo por tener que intervenir.

—Fue ella quien me lo pidió, y lo sabes —repuso.

Ada lo miró con desesperación.

—¿Y tú qué piensas?

Aquello confirmaba todas mis sospechas.

—Pienso que deberías aceptar la oferta de Ragnar, a pesar de su terrible aspecto. —Le dedicó al mencionado una mirada socarrona—. No hallarás mejor hombre que él. Sabrá cuidarte, y no dudo de que serás feliz a su lado.

Ada hundió los hombros, completamente desolada; a sus ojos se asomaba un llanto incipiente.

De repente estalló en cólera y se levantó para enfrentarse a mí.

—Lo tenías todo planeado, ¿no? Eres como todos los demás, me compraste para hacerme sufrir. Te odio, te odio.

Aquello me dolió. Compararme con su anterior dueño después de haber comprobado su crueldad era desproporcionado. Quería alejarla de mí, la sabía peligrosa, pero nunca permitiría que la dañaran. La había rescatado de una bestia. No entendía cómo, después de haber vivido tantos tormentos, las opciones que le ofrecía la irritaban tanto.

Ragnar parecía herido por el desprecio sufrido, por lo que me pareció encomiable que intentara consolar a su ofensora. Ella lo rechazó con brusquedad y salió de la cabaña envuelta en llanto.

Gunnar ya se levantaba, cuando lo detuve tomándolo por el codo.

—Ni se te ocurra —siseé enfatizando las palabras con una mirada fulminante.

—Es obvio que me he perdido algo.

—Ya te explicaré —murmuré para zanjar de momento el tema—. Necesita estar sola. De ese modo recapacitará.

La conversación siguió por otros derroteros hasta que el murmullo apacible de las voces comenzó a acunarme. No sé en qué momento justo me dormí, pero, cuando desperté, me hallaba acurrucada junto a Gunnar agradablemente cubierta por un cálido manto y recibiendo castos besos en la frente y en las mejillas. Sonreí.

—¿Estoy en el paraíso? —musité amodorrada.

—No sé dónde está eso —contestó.

—Creo que debe de ser algo parecido a tu Valhalla.

—Entonces sí, estás en el paraíso, porque tú siempre estarás donde yo esté.

Gunnar me observó.

—Quiero saber por qué has acorralado a Ada.

—He estado observándola.

—¿Y?

Gunnar tomó mi barbilla obligándome a mirarlo.

—Coquetea contigo.

Esta vez abrió los ojos con desmesura.

—¿Hablas en serio?

—Sí, por desgracia.

Frunció el entrecejo mientras intentó asimilar aquello.

—¿Por eso lo has hecho? ¿Porque estás celosa?

Vacilé.

—No, sí, quiero decir… Me molesta la forma en que te mira, pero hay algo oscuro en ella. Mi intuición hace días que me grita que la aleje de mí y, bueno, es lo que intento hacer. Recuerda que ya viví algo parecido.

—Pero si es solo una niña.

—No, no lo es.

—Yo la veo así.

—Por fortuna para mí.

Gunnar negaba con la cabeza al tiempo que me sonreía seductor.

—Aunque la viera como a una mujer, incluso como a una mujer hermosa, nunca repararía en ella si te tengo a ti.

—Harás bien si en algo aprecias tu vida —bromeé.

—Ahora la aprecio más que nunca —musitó—. Sin embargo, a pesar de tus reservas, creo que no deberías imponerle un marido solo porque me preste demasiada atención.

—Le estoy haciendo un favor —repliqué—. Necesita alguien que cuide de ella; si la declaro libre, no podrá mantenerse sola. Además, ella se lo ha buscado: también ha coqueteado con Ragnar.

—Entonces está claro que no sabe lo que quiere, pero lo que más me sorprende es que yo no me haya enterado de nada.

Decidí, por el momento, dejar pasar el tema. Sin embargo, estaría muy atenta.

A la mañana siguiente, partimos rumbo a casa.

Apenas amanecía, y el gélido viento nos azotó en el rostro con el impacto de una bofetada. Me encogí bajo mi capa. No sin esfuerzo, logré alzar el rostro para localizar el caballo de Gunnar. Abrí los ojos estupefacta por lo que vi.

Ada montaba el enorme alazán bayo de Ragnar y sujetaba con fuerzas las riendas para controlarlo. El animal, agitado por las maneras bruscas a las que era sometido, cabritaba peligrosamente.

Ragnar intentaba acercarse de a poco, susurrando palabras almibaradas para sosegar el ánimo de su montura. De repente, el caballo se alzó sobre las patas traseras lo que produjo que Ada saliera por los aires. Ragnar se abalanzó como un rayo. Atrapó las riendas, las sacudió con energía para recuperar el control. Gunnar y yo corrimos junto al cuerpo inerte de Ada con el corazón en un puño.

—¡Ada! ¡Abre los ojos!

Gunnar le tomó el pulso y soltó el aliento aliviado.

—Vive, pero el golpe ha sido muy fuerte.

Se inclinó hacia ella. La tomó en brazos. En ese momento, pareció salir de la inconsciencia. Giró la cabeza todavía con los ojos cerrados y gimió dolorida.

De golpe abrió los ojos y se encontró con mi mirada.

—¡Aléjate de mí! —gritó e inmediatamente se cobijó en el pecho de Gunnar.

Me detuve sofocada al contemplar cómo sus manos se aferraban a los hombros de él. Pude imaginar perfectamente su expresión: aunque no le veía el rostro, sería de complacencia.

Apreté los dientes y los seguí al interior de la cabaña. Ragnar me alcanzó en la puerta.

—A mí me gritó lo mismo —confesó.

No supe si por aliviar mi irritación o por liberar la suya. Entramos en el momento en que era depositada encima de la mesa. Ella aprovechó la cercanía para susurrarle algo a Gunnar en el oído; pude ver cómo Ragnar se tensaba. Veía lo mismo que yo. Lo tomé por el codo y, antes de acercarnos, le susurré:

—¿Estás seguro de que la quieres por esposa?

Los azules ojos del guerrero me contestaron. Pero sus palabras lo confirmaron.

—Mi cabeza me grita que no, pero, por desgracia, mi corazón dice lo contrario. Aunque parezca increíble, casi siempre gana.

—Entonces, suerte.

Sonrió algo pesaroso.

—La voy a necesitar —musitó.

Se adelantó, deseoso de cuidar de ella, pero no se atrevió a tocarla temeroso de un nuevo rechazo. Me conmovió ver a un guerrero feroz convertido en un ser inseguro y titubeante por culpa de una muchacha que no abultaba ni la mitad que él. También lo compadecí: aquello iba a ser un camino de espinas.

—¿Qué pretendías? ¡Podías haberte matado! —la increpé.

Los grandes ojos castaños de la muchacha se entrecerraron y sus labios se fruncieron con evidente desagrado.

—Pretendía huir de tu maldad. Si me hubiera pasado algo habría sido por tu culpa.

Aquello era demasiado. Un ramalazo de cólera me sacudió.

—¡Basta! ¿Me oyes? Se acabó.

Estampé mi puño en la mesa y la fulminé con la mirada.

—No pienso tolerar ni un agravio más. ¿Me odias porque intenté liberarte de esa bestia? ¿Porque quise ayudarte? Dime, maldita seas, ¿por qué?

—Porque tú lo tienes todo; y yo, nada —me escupió con rabia.

Tenía el rostro desencajado, la mirada nublada y los puños apretados. La fuerza de su rencor me encogió.

—Ni tendrás nada si ansías lo que otros poseen —espeté—. Valórate, quiérete y busca tu camino. No voy a obligarte a que te cases con Ragnar; a partir de ahora eres libre. Ve y haz lo que quieras. Eso sí, con una condición, quiero que escuches lo que Ragnar tiene que decirte, después tú decidirás.

De esa manera, otorgaba al guerrero la oportunidad de convencerla y a ella la de que meditara sobre lo estúpido que sería campar sola por aquellas tierras. Además, estaba segura de que recapacitaría: necesitaba a alguien que la protegiera y solo había un candidato.

Los dejamos solos. Gunnar me abrazó enterrando su cabeza en mi hombro.

—Eres tan astuta como un zorro.

—Creí que era un lobo.

—Tienes lo mejor de ambos.

—Y tú eres mi león. Grande, poderoso e imponente. Noble y hermoso. Feroz y cariñoso. Y mío.

—De lo último, no tengas dudas, pero ¿qué es un león?

Reí mientras le rodeaba la cintura.

—Algún día te haré un dibujo.

Nos sentamos en uno de los bancos. Aguardamos.

La gente de la aldea comenzaba sus tareas matinales. Una niña nos miraba curiosa de entre las piernas de su madre. Sus enormes y curiosos ojos color índigo se clavaron en mí. No era la única; un grupo de niños de edades dispares comenzaba a arremolinarse a nuestro alrededor.

—¿Por qué despierto tanto interés?

Gunnar se giró hacia mí con una sonrisa orgullosa.

—Porque eres diferente a cuanto han visto antes. Esta aldea está perdida en un valle de difícil acceso. Está claro que no han salido de ella. Si te fijas a tu alrededor, comprobarás que casi todos sus habitantes tienen el pelo y los ojos claros, dudo que hayan visto a alguien tan oscuro como tú.

—¿Oscuro?

Gunnar asintió tomando entre sus dedos un largo mechón de mi cabello.

—Tu cabello es como una noche sin luna; tu piel es dorada como tus ojos: pareces una criatura de otro mundo, una diosa mística. A mí también me impresionaste la primera vez que te vi.

—Creí que solo te habías fijado en mí porque te recordaba al lobo de tus sueños.

—Fue tu belleza lo que me paralizó. Cuando me detuve a observarte, el sueño resurgió. De inmediato, recordé lo que habían profetizado las runas de Eyra. Aunque debo confesar que no necesitaba ninguna excusa para llevarte conmigo: te vi, te deseé y te tomé.

Eyra.

Ardía en deseos de verla, de abrazarla. Sabía que lloraría de dicha cuando supiera mi decisión de quedarme y más cuando supiera que era la esposa de su hijo. Su hijo. Suspiré y lo miré. Debía tomar una decisión, aunque para eso tuviera que enfrentarme a ella. Si bien en el fondo de mi corazón sabía que, si no lograba convencerla de confesar la verdad, nunca podría hacerlo sin su consentimiento.

—¿En qué estás pensando?

—En ti.

Me contempló de forma extraña. Acarició mi rostro con una mirada autocomplaciente; a continuación sonrió vanidoso.

—Todavía no creo que seas mía, pero te gané —musitó jactancioso.

Me incliné hacia él; lo besé con dulzura.

—¿Dónde la ganaste? —inquirió un niño que nos observaba interesado—. ¿En una apuesta? Dime dónde; mi tío quiere una igual.

—Conque tu tío, ¿eh? —Gunnar le sonrió y le alborotó el cabello—. Dile que tendrá que viajar muy lejos para conseguir algo parecido, pero jamás igual.

El muchacho arrugó el ceño y se rascó la barbilla, pensativo.

—No creo que pueda viajar, creo que será mejor que se la regales cuando te canses de ella; sí, eso es.

Gunnar prorrumpió en una carcajada. Los chiquillos esbozaron risillas divertidas.

—No, no creo que me canse. Aunque te prometo que, si ocurre, vendré yo mismo a traérsela.

Le di un ligero codazo en las costillas, y él emitió un quejido fingido: los niños rieron de nuevo. En ese momento, se abrió la puerta de la cabaña principal.

Una cabizbaja Ada salió con los hombros hundidos y paso desganado. Se apercibió de nuestra presencia y giró la cabeza para mascullar:

—Tú ganas.

Se dirigió al caballo de Ragnar. Esperó sumisa con los brazos cruzados sobre el pecho. En seguida la siguió; el hombre mostraba una sonrisa radiante.

—No sé si felicitarte o darte mis condolencias —bromeó Gunnar.

Ragnar le dedicó un gruñido que no mermó la sonrisa que bailaba en su boca.

—Solo pide a los dioses por mí.