Capítulo 16
Vientos de tormenta
Cuando busqué a Gunnar, lo encontré amonestando severamente a Hiram sobre lo primordial que era averiguar a quién se quería seducir antes de hacerlo.
Reprimí una sonrisa; esperé a que el sermón llegara a su fin. Cuando los hombres repararon en mí y vi sus rostros, no pude dejar de esbozarla.
El increpado demostró su inconsciencia sonriéndome abiertamente. Gunnar frunció el ceño y resopló con resignación.
—¡Largo o conseguirás que olvide a tu familia! —exclamó amenazante.
El apuesto Hiram asintió sin dejar de mirarme embobado.
—¿Estás sordo o has perdido el juicio? No, mejor no me contestes —gruñó malhumorado—. Aparta tus ojos de ella —insistió.
—Ya te he jurado que no me acercaría a tu esposa, no estoy tan loco —concedió—. Pero no he dicho nada acerca de mirarla, sería como prohibirme que contemple un amanecer en las montañas, pocos pueden resistirse a disfrutarlo.
El bufido de Gunnar fue el impulso que necesitaba el guerrero para alejarse. Sacudió la cabeza y se acercó reprobador.
—No eres muy oportuna. Su disculpa parecía impecable hasta que apareciste.
—Aunque te esfuerzas, no te ves muy ultrajado; me agrada saber que he suavizado tu carácter.
Su mirada esmeralda brilló con picardía.
—¿Eso crees? Pensé que anoche te había demostrado lo duro que puedo llegar a ser. Me asombra que todavía puedas caminar —se jactó.
—Y a mí, que tengas ganas de sermonear; si mal no recuerdo esta mañana saliste con una sonrisa de oreja a oreja.
—Ese idiota no puede arruinarme el humor. Además, para ser justos, no puedo castigar a alguien por intentar hacer lo que yo mismo hice.
Le sonreí y le planté las palmas de las manos en su fornido pecho.
—Estás resultando un hombre muy justo, Gunnar el Temible.
—Sí, y por tu culpa voy a perder mi apodo.
Me estrechó contra él y apresó mi boca.
—¡Hersir!
Gunnar se despegó a regañadientes de mi boca y miró por encima de mi cabeza.
Olaf segundo, hijo del fallecido Olaf el Sabio, se acercó a nosotros evidentemente alterado y molesto. Problemas, sospeché, y empecé a comprender el verdadero alcance de la responsabilidad de un hersir. Todos le cargaban sus problemas y cómodamente aguardaban su decisión para alegrarse o quejarse según considerasen. Lo compadecí y, al mismo tiempo, lo admiré; una punzada orgullosa me atravesó.
—Veo que comienzas a entender la acritud de mi carácter.
—Te amo con acritud incluida.
Los dejé para encontrarme con Jimena, Blanca e Inga, que plantaban remolacha en el huerto principal. Al percatarse de mi presencia, sonrieron; sin embargo, noté un atisbo de incomodidad en sus rostros. Aquello me desconcertó. Imaginé que mi actual posición les provocaba algo de confusión y que tal vez consideraban que debían ofrecerme el respeto adecuado a mi cargo. Así que, para convencerlas de que nada había cambiado, me remangué, tomé algunos brotes y me dejé caer de rodillas junto a ellas.
—Será mejor que dejes eso para nosotras si no quieres que los demás comiencen a criticar que no estás echa para el cargo —aconsejó Inga.
—Tú no eres una esclava y trabajas como la que más —argüí.
—Pero tampoco soy la esposa del hersir —rebatió.
Asentí y me detuve a contemplarlas.
—Puedo ser muchas cosas, pero sobre todo soy una amiga, y eso no va a cambiar. Soy una igual; me gustaría ser tratada como tal.
Las tres rieron más aliviadas, pero sentí que algo iba mal. Se comportaban algo rígidas, como midiendo sus palabras, e intercambiaban miradas cómplices y gestos casi imperceptibles. Me huían la mirada con demasiada frecuencia y contestaban mis preguntas de manera mecánica, sin entrar en detalles. Incluso llegué a sorprender una mirada compasiva que me lanzó Jimena. ¿Qué estaba ocurriendo?
A pesar de mi jovialidad no conseguí bajarles la guardia. Frustrada terminé mi surco y con una excusa me levanté para buscar a Eyra; ella me pondría al corriente.
Sin embargo, no bien hube recorrido la mitad del trayecto hacia el prado donde imaginaba que Eyra estaría ordeñando, una turbadora escena me detuvo en seco.
Gunnar sacudía fuera de sí los hombros de Sigrid. La mujer lo miraba igual de furiosa con los ojos arrasados en llanto. Su dorada melena se agitaba con el viento y los gritos llegaban hasta mí desvaídos, envueltos en el silbido de una ráfaga. No pude descifrar la conversación, pero una inquietud punzante me atenazó el pecho. Sin pensarlo, me escondí tras el árbol más próximo y atisbé curiosa.
Oteé subrepticiamente con el alma en vilo. La furia de Gunnar iba en aumento, al mismo ritmo que el tono de su voz. Los lamentos de la mujer, por el contrario, bajaban de intensidad hasta que la vi caer de rodillas con la cabeza gacha y los hombros temblorosos. No pude aguantar más. Salí de mi escondite y caminé hacia ellos. Fuera lo que fuera tenía derecho a enterarme.
No me oyeron acercarme.
—Juro por los dioses que es tuyo —sollozó la muchacha en forma entrecortada.
Gunnar también tenía la cabeza baja y la sacudía al parecer vencido.
—Solo Loki es capaz de jugarme esta mala pasada. No, no puede ser —musitaba casi con desesperación.
—¿Qué no puede ser? —inquirí con el corazón en un puño.
Pocas veces había visto a Gunnar tan afectado por algo ajeno a mí. A decir verdad, la inquietud comenzó a ahondar en mi pecho de manera alarmante. Ambos me miraron con la sorpresa reflejada en el rostro. A Gunnar lo asaltó el miedo y la ansiedad; a Sigrid, una vil satisfacción, que supo ocultar con premura. La joven miró a Gunnar con fingida humildad y bajó la cabeza en espera de la aclaración que yo exigía. Me pareció imaginarla sonriendo tras su dorada cortina de pelo que le ocultaba convenientemente el rostro.
—Sigrid, vuelve a tus obligaciones —ordenó con firmeza.
La muchacha, obediente, se puso en pie y se alejó a toda prisa. Fijé la mirada en su rostro torvo y ceñudo y me puse frente a él.
—¿Qué diablos está pasando?
Gunnar sostuvo mi mirada. Parecía intentar calibrar mi reacción y, para asegurarse de que lo escucharía atentamente, me tomó por los hombros.
—Primero quiero que sepas que esto no cambia nada en lo que respecta a nosotros.
—Me estas asustando —confesé.
—Te amo —agregó—; tú y nuestro hijo siempre serán lo primero en mi vida.
—Pero… —repliqué alterada. Notaba el pulso en la sien martilleando incesante.
Gunnar llenó su pecho de aire y me miró con decisión; el verde profundo de sus ojos se oscureció.
—Sigrid acaba de informarme que espera un hijo mío.
Sentí como si el mundo hubiera desaparecido bajo mis pies. El vacío amenazó con arrastrarme, negué con la cabeza. Aquello no podía estar pasando.
—No es posible; solo fue una vez, no podemos tener tanta mala suerte. —De pronto, otra posibilidad me secó la garganta—. Dime que solo fue aquella única vez —le rogué con voz estrangulada.
Intenté zafarme de él, pero sus fuertes manos se cerraron en mis brazos.
—Te juro por todo cuanto soy que solo estuve con ella aquella noche. Ahora dime que me crees. ¡Dímelo!
Vi temor en sus ojos, pero también la verdad. Algo más sosegada asentí y él aflojó la presión, aunque no me soltó.
—Puede ser de otro, ¿lo has pensado?
—Más que pensarlo, rezo para que aparezca el verdadero padre. Sin embargo, solo nos queda esperar. —Hizo una pausa y agregó—. Aunque el niño no se parezca a mí, no puedo tener la certeza de que no sea mío, de modo que…
Aquella declaración dividió mis sentimientos. Por un lado, me enorgulleció su sentido del deber, su responsabilidad, su nobleza. Por otro, saber que estaría unido a esa alimaña despreciable me revolvía el estómago y me oprimía el pecho. Suspiré y bajé la mirada, me sentía iracunda e impotente.
Alzó mi barbilla; la súplica que vi en su rostro me conmovió.
—No pienso consentir que me abandones.
Su voz estaba tan tensa como la cuerda de un arco. Me asombró aquella inseguridad y me enfureció más, si cabía, que imaginara aquella posibilidad.
—¿Crees que lo haría?
—Es todo cuanto temo en este mundo. Creo que no lo harías en tu estado natural, pero ahora estás furiosa y eres impulsiva. Quizás estés pensando en castigarme, aunque la culpa de todo la tienes tú.
Sentí la sangre hirviendo en mis venas como lava volcánica. Sí, aquel maldito y estúpido baile que lo llevó a la locura. Entonces debí haber arrancado a Sigrid de sus brazos para ocupar su lugar. La odié con toda mi alma.
—Pudiste haberte controlado —le recriminé airada.
—Quería olvidarte, borrarte de mi alma; estaba desesperado y te odiaba por jugar con mis sentimientos, pero fui yo el estúpido.
—De nada sirven los reproches. No podemos volver atrás; sin embargo, tengo ganas de matar a alguien.
Gunnar sonrió, liberó el aire contenido y me abrazó con fuerza.
—Creo que ese hijo no es tuyo —repuse contra su pecho.
—También tengo esa sospecha; ella siempre quiso atraparme. Sin embargo, ha llegado tarde, no esperaba que regresara casado. Olaf me contó que, poco después de marcharme, ella les contó a todos que esperaba un hijo mío y que me casaría con ella. Ya se daba aires de mujer del hersir y andaba pavoneándose junto a su madre. No esperaba que regresara contigo. Se derrumbó cuando lo supo, por eso no acudió anoche a la fiesta. Dicen que ha pasado la noche llorando su desdicha.
—No ha llorado suficiente —repliqué indignada—. Esto no es más que una treta, puede que incluso ni esté preñada.
—No creo que una cosa así pueda simularse mucho tiempo. Además, si ella es estúpida, te aseguro que su madre no lo es. Ella no da un paso sin el beneplácito de Ingunn.
Aquello encendió una chispa en mi cabeza.
—Entonces, sin duda, ella es la artífice de todo. Tal vez, si pudiéramos presionarla, podríamos conseguir que nos revelara el nombre del verdadero padre de su nieto.
Gunnar negó con la cabeza, aunque su expresión meditabunda barruntaba sobre el asunto.
—Tengo muchas formas de amenazarlas sin tocarles un solo pelo de la cabeza, pero conozco la pérfida astucia de Ingunn; nunca revelará la verdad. En realidad, puedo asegurarte que seré yo el amenazado. Creo que lo mejor será aceptar su palabra por el momento, pero te aseguro que no darán un paso sin que yo lo sepa.
Bajé la mirada asolada por la frustración. Gunnar deslizó un dedo bajo mi barbilla obligándome a mirarlo de nuevo.
—Confía en mí, amor mío; vamos a desenmascararlas.
Me abracé a él. El calor que manaba de su pecho era el bálsamo que necesitaba. La dulce caricia de sus manos sobre mi espalda, la poderosa fuerza de sus brazos rodeándome como el aura protectora de un ángel guardián. El aroma almizclado y viril que manaba de él como un hechizo subyugante despertaba mis instintos y calmaba mis temores. Protegida y segura, amada y venerada, así me sentía; entonces pensé que la podredumbre que destilaban la envidia y la codicia no sería capaz de carcomer aquel vínculo que unía nuestras almas. No. Incluso si ese niño era de él, no podría separarnos. Sigrid obtendría la tutela de un padre, pero jamás al hombre.
—Voy a doblar la guardia —comentó contra mi pelo.
Alcé la mirada y vi una honda preocupación que le consumía el semblante.
—A este paso vas a ir a la guerra tú solo —rezongué irónica.
—No podré marcharme sin estar seguro de que estás completamente a salvo.
—Ulf ya estará con las tropas del jarl y Amina estará con él.
—No podemos estar seguros de eso, pero ahora existe una nueva amenaza con la que no contaba.
Sacudí la mano quitándole importancia y me forcé a sonreír.
—Sigrid no se atrevería a atacarme; sabe que ahora está en la mira.
Gunnar apretó la mandíbula y me miró con gravedad.
—Para Sigrid y su madre, el único obstáculo que se interpone en sus aspiraciones eres tú. Ahora, que dice llevar un hijo mío, cree estar más cerca de conseguir su propósito. Querrán que ese niño sea mi único descendiente.
Aquellas palabras me helaron la sangre. No iba a pasar de nuevo aquel infierno. Esta vez estaría más que alerta, lo que no evitó que se me formase un nudo en la garganta. Un velo oscuro y frío contrajo las facciones de Gunnar y caí en la cuenta de que eso era precisamente lo que temía. Tragó saliva con dificultad y a sus ojos asomó una firme determinación.
—No tengo otra elección —murmuró—; hasta que regrese, voy a desterrarlas a la aldea más recóndita que exista.
Aquello trajo a Eyra a mi cabeza. La similitud entre las dos historias resultaba escalofriante. No podía permitir que se repitiera.
—No; creo que es más sensato tenerlas cerca y bien vigiladas. Después de todo, puede que lleve a tu hijo en su seno.
Gunnar frunció el ceño, pero asintió; de repente, me abrazó con más fuerza, como queriéndome fundir dentro de sí mismo.
—Los dioses no nos lo están poniendo fácil, pero, si ese el precio por tenerte, Freya, lo pagaré con gusto; nada es demasiado si la recompensa eres tú.
Apresó mis labios y lo sentí temblar. Un viento inesperado se arremolinó a nuestro alrededor agitando y entremezclando nuestros cabellos con briznas arrancadas y hojas secas, sacudiendo con vigor nuestras ropas.
—Hasta el viento nos une —musitó Gunnar.
—¿Y quién puede contra el viento y el destino? —inquirí.
—Nadie —contestó.
Sin embargo, subestimé el poder del mal.
A última hora de la tarde, con un sol huidizo de color cobre que pincelaba los campos con bermellón y oro, la telaraña que había empezado a formarse, se cerró para atraparnos en sus viles hilos plateados. La araña, con rostro angelical y hermosos ojos celestes, me interceptó cuando regresaba a la cabaña. Su madre la acompañaba.
—Queremos hablar contigo —comenzó Ingunn con mirada aviesa y sonrisa soterrada.
Con las manos firmemente apoyadas en las caderas me enfrente a ellas.
—Si la idea es comunicarme la noticia del embarazo, lo siento. Gunnar ya me ha puesto al corriente y aceptaré de buen gusto lo que disponga; si es otra cosa, no siento el menor interés.
Intenté franquearlas, pero me cerraron el paso. La sonrisa de Sigrid me puso alerta.
—Puedo asegurarte que esto sí va a interesarte —auguró con malévola expresión. Aquella sempiterna sonrisa estaba acabando con mis nervios. Decidí mostrarme calmada e indiferente.
—Lo dudo —repliqué, con un leve matiz de aburrimiento impreso en mi voz—. Estas artimañas ya no surten ningún efecto: soy la esposa de Gunnar, le pese a quien le pese.
—Una esposa que se verá obligada a abandonarlo —espetó Ingunn imitando la pérfida sonrisa de su hija.
Las miré alternativamente; pensaba que habían perdido el juicio. Les dediqué una sonrisa deslumbrante.
—¡Vaya! Cuánta imaginación. —Chasqueé la lengua y miré tras ellas con impaciencia—. Tengo mejores cosas que hacer que escuchar los delirios de dos serpientes. Fuera de mi camino.
Hice ademán de alejarme cuando Ingunn me agarró del brazo con una fuerza inesperada.
—Ni se te ocurra moverte si no quieres que corra a decirle a Gunnar quién es su verdadera madre —siseó triunfal.
Contuve la respiración como si me hubieran golpeado. Retrocedí aturdida y cerré los ojos maldiciendo al destino. Las arpías me observaban. Parecían disfrutar de cada reacción. Recompuse cuanto pude mi expresión y me zafé de Ingunn con notable desprecio.
—¿De dónde has sacado ese embuste? —gruñí.
—De ti —confesó—. Estaba en el establo cuando hablabas con Eyra. Había pasado la noche allí lamentando mi suerte, cuando entraste para cambiármela. Gracias, sucia bastarda, nunca te estaré suficientemente agradecida.
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. De pronto tuve la sensación de que el mundo se ralentizaba. Fui dolorosamente consciente de cada latido, de la repentina sequedad de mi garganta, de la pesadez de mi estómago y, sobre todo, de la expresión victoriosa de mis oponentes. Cada sensación se entremezcló en un revoltijo de emociones que disparó mis manos hacia el cuello de Sigrid.
—Si te atreves a decir una sola palabra, acabaré contigo.
Ingunn agarró mi melena por detrás y estiró hasta lograr separarme de mi presa. Chillé y me revolví contra ella dominada por la furia.
—De ti depende que guardemos silencio —musitó entre dientes—. Tan solo debes cumplir una condición.
—Si tanto quieres a Gunnar, no podrás negarte —intervino Sigrid a mi espalda—. Deberás marcharte de aquí para siempre; para cuando él regrese deberás estar muy lejos.
—No pienso abandonarlo, jamás —les grité y lentamente fui retrocediendo; necesitaba ganar tiempo.
El pulso me bombeaba alocado en la sien y sentí cómo la cabeza me daba vueltas. Ni loca me marcharía, pero tampoco iba a permitir que alguna de ellas le lanzara la noticia sin piedad. No obstante, sabía que si accedía demasiado deprisa, sospecharían inmediatamente, así que mantuve mi indignación.
La maliciosa sonrisa de Ingunn, y la perfidia oscura y escalofriante que destellaba la mirada de la hija, me convencieron de estar frente a dos almas viles, dos demonios escapados del averno. Sus rostros de belleza casi angelical, sin duda, eran una máscara mordaz que ocultaba la fealdad de sus almas. No obstante, ahora veía con total claridad la monstruosidad en su interior.
Me estremecí e involuntariamente retrocedí. Ellas, como aves de presa, se cernieron sobre mí con el triunfo reflejado en el semblante.
—No tienes alternativa, estúpida —escupió Sigrid rebosante de odio.
—Si me voy, ¿cómo sabré que se cumplirá la promesa? —repliqué.
—Nunca lo sabrás —adujo Ingunn—. Pero te aseguro que ninguna querrá atraer la cólera de Gunnar; bien al contrario, ya que pronto tendrá que desposar a mi hija.
Solté una carcajada que borró de un golpe las sonrisas de mis oponentes. Era mi turno y no pensaba dejar escapar esta oportunidad. Solté al lobo.
—¿Desposar dices? ¡Nunca imaginé mentes tan obtusas! ¡Nunca! —grité con toda la ferocidad que pude reunir—. ¡Jamás se casará contigo, pobre criatura miserable y ruin! Aunque yo muera, aunque tú seas la última mujer sobre la faz de la Tierra, nunca se casaría contigo porque te detesta, porque no dejará de amarme mientras viva, porque mi recuerdo permanecerá inalterable en su corazón.
Compuse un mohín de desprecio y la observé detenidamente, de arriba abajo, con evidente repulsa.
—Te tomó borracho, furioso conmigo, lleno de rencor y amargura. ¿Enarbolas eso como un triunfo? Resultas patética. Déjame decirte una última cosa: sé que ese hijo no es suyo y tengo pruebas. Así que, si tienes algo de inteligencia, ambas mantendremos la boca cerrada.
Mantuve la decisión en mi mirada y, asombrada, descubrí como el color abandonaba el rostro de Sigrid. El labio inferior comenzó a temblarle. Una ira cegadora oscureció sus ojos. Había tirado la piedra al aire completamente a ciegas y había dado en el blanco.
La mano de su madre se alzó con rapidez estampándola contra mi mejilla. Un calor palpitante se extendió por mi rostro y, antes de que pudiera pensarlo siquiera, mi propia mano devolvió el agravio.
—¡Maldita! —aulló rabiosa Ingunn con los ojos lacrimosos—. ¿Cómo te atreves?
—¿A defenderme? —inquirí feroz.
—Juro que me las pagarás —amenazó—, pero ahora quiero que me demuestres lo que acabas de decir o que tomes tus cosas y te largues de una vez y para siempre.
—Veo que no lo niegas —repuse dirigiéndome a Sigrid, que permanecía lívida—. ¿Acaso no es eso una prueba en sí misma?
—Lo niego —estalló por fin, aunque algo tarde.
Negué con la cabeza; forcé una sonrisa compasiva.
—No resultas muy creíble, querida —espeté—; me temo que no aguantarías un interrogatorio de Gunnar si él llegara a sospecharlo siquiera. Tienes suerte porque ha decidido creerte. Tu hijo tendrá un padre, porque yo querré que lo tenga, por supuesto, siempre que cuente con tu discreción.
Las mujeres se miraron atrapadas, incrédulas ante el giro que había tomado su maravilloso plan, pero aún furiosas e incapaces de asumir la derrota.
—No pienso transigir sin tener evidencias de lo que dices. ¿Quién es el padre, según tú? —insistió Ingunn.
Necesitaban la última estocada. Recé para mis adentros en no equivocar mi suposición, porque, si así era, estaba perdida. Tomé aliento y finalmente dije:
—Ulf. —Hice una pausa para observar sus reacciones y agregué—: no diré quién la vio con él, pero no dudaré en llamar a esa persona como testigo ante Gunnar si fuera necesario. Además son amantes desde antes de que yo llegara —aventuré.
Sigrid tragó saliva con evidente nerviosismo. Sus dedos crispados estrujaron el frente de su túnica. Ingunn, por el contrario, mantuvo la expresión inalterable, aunque sombría. Supe entonces que mi intuición no había sido errada.
—Lo negaremos. Diremos que es la trama de una bruja. Todos nos creerán, ya que solo has traído desgracias a este pueblo desde el mismo día que llegaste. Gunnar perderá el favor de su gente.
—Adelante entonces —musité simulando una seguridad que no sentía—. Pero no tendré reparo alguno en confrontar a quien se atreva a molestarme. Ni evitar mencionar que una persona astuta sabe convertir migajas en raciones. Por el contrario, una avara, convierte raciones en migajas que luego el viento esparce dejando la nada donde antes había algo.
Con paso decidido y airoso, me alejé de ellas; el corazón me atronaba en el pecho. Conforme me alejaba, la opresión que sentía iba en aumento. Una sombría inquietud alertaba mis sentidos. Algo me obligó a girar antes de doblar un recodo del camino y, cuando las vi allí, inmóviles y pálidas con los ojos fijos en mí, supe de algún modo que nada las detendría. Iban a ser unas enemigas feroces, y el peligro surgió ante mí como un halo negro y brumoso que me envolvió en jirones, estremeciéndome con abruptos escalofríos.
Me detuve al llegar al embarcadero y respiré profundamente para llenar mis pulmones de brisa marina, en un intento por paliar el malestar que sentía. Era una premonición aguda y sobrecogedora. Sin pensarlo, me abracé y froté mis brazos para alejar aquel frío que me angustiaba. Había empezado una guerra, y estaría sola para enfrentarla. Plena y dolorosamente consciente de lo que arriesgaba, lo había visto con claridad en la mirada de mis oponentes. Reclamaban mi vida y no descansarían hasta conseguirla.
—¿Ulf? —inquirió Gunnar frunciendo el ceño.
Asentí mientras llenaba un cuenco de estofado.
—¿Estás segura?
Asentí de nuevo. Me acerqué a la mesa depositando la escudilla humeante frente a él.
—Lo vi en sus ojos —contesté.
Frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Jamás reconocerá al niño; de todas las posibilidades, esa es la peor.
Me acerqué a él. Me tomó de la cintura para sentarme en su regazo. Hundí mis dedos en su melena.
—¿Peor que si el niño fuese tuyo?
—Nada puede ser peor que eso.
Acercó su boca a la mía y sonrió.
—Aunque, ahora que lo pienso, sí hay algo que puede ser infinitamente peor —susurró risueño.
—¿De veras?
Asintió y rozó levemente sus labios contra los míos.
—Que no me permitas besarte.
Deslicé mis dedos por su mejilla, le sonreí coqueta.
—Solo hay un modo de saberlo —musité en voz queda.
Gunnar se abalanzó sobre mi boca como un depredador famélico. Apenas entreabrí mis labios, sentí su lengua suave y cálida buscando ansiosa la mía, recorriendo cada rincón, saboreándome con deleite, sin encontrar solaz.
Desató en mí una pasión anhelante, mi osada respuesta lo enardeció hasta el punto de sentir sus manos rasgando mi túnica. Despegó su boca de la mía emitiendo un gruñido sordo para alcanzarme el cuello en un suave mordisco. Lenta y sugerentemente, fue creando un reguero de besos húmedos hasta mis pechos. Tomó uno de mis pezones entre sus dientes y lo succionó con frenesí, lo que arrancó gemidos de mi garganta. Arqueé la espalda envuelta en una bruma de placer inconmensurable.
De alguna forma, me encontré semidesnuda sentada a horcajadas sobre él con la falda arremolinada en torno a mis caderas, y sus grandes y curtidas manos masajeando mis nalgas mientras su boca tomaba mis senos alternativamente. Sentí lava recorriendo mis venas y, cuando sus dedos encontraron el camino hacia mi pubis y se frotaron contra el húmedo botón de mi excitación, gemí enloquecida. Ansiosa moví las caderas sintiendo en mi entrepierna la acerada inflamación de la suya.
Cuando la pasión explotó en mi interior, Gunnar no pudo esperar más. Me alzó y me embistió con brusquedad. Grité, y él me besó enloquecido para recibir mis jadeos en su boca.
—Sí; sí —gimió descontrolado—. Sí, mi amor, cabálgame, llévame a la locura.
Aceleré el trote, y Gunnar se tensó próximo al clímax. Introduje mi lengua en su boca con violencia, agarré con fuerza su melena y tiré hacia atrás tensando su cuello. Abandoné entonces su boca y, como poseída por un incontrolable impulso animal, mordí su cuello con fuerza.
Gunnar emitió un sonido sordo, mitad gruñido mitad gemido. Casi al instante soltó un grito de éxtasis, de liberación, en el que bailaron las notas del placer satisfecho, del fin de la agonía.
Lo miré a los ojos y me perdí en las profundidades verdes de su alma. Su mirada, brillante y conmovida, con un dejo de asombro se enlazó con la mía y así, sin palabras, nos transmitimos cuanto sentíamos.
—Nunca me había devorado un lobo —musitó.
Observé su cuello: me asombré de la marca amoratada de mis dientes sobre su piel. En algunas partes, incluso, podía verse la sombra rojiza de la sangre.
—¡Lo siento! Creo que perdí los estribos —me disculpé.
Gunnar retiró un mechón rebelde de mi frente y sonrió con una expresión extraña.
—Ha sido increíble —confesó—. Me sentí dominado, devorado, el placer mezclado con el dolor, zarandeado por una maraña de emociones extremas, de sensaciones enloquecedoras. Podrías despedazarme vivo y engullirme y disfrutaría con ello. —Hizo una pausa, su mirada se oscureció—. A veces yo también deseo devorarte para que formes parte de mí, para tenerte en mi interior y protegerte de todo, para sentirte más cerca, para que seamos uno. Yo… —balbuceó afectado—; yo sé que lo que sentimos no es corriente, no es el sentimiento de amor que sienten los demás por sus parejas; es diferente, más fuerte, más caótico, más intenso; casi sobrenatural.
Contorneó mi rostro con sus dedos en un movimiento perezoso y dulce que dejó un sendero cálido y hormigueante.
—Cuando me miras se me encoge el estómago, cuando me tocas siento explotar algo dentro de mí; cuando me besas, es como si flotara hacia las estrellas, pero cuando estoy dentro de ti… Por Odín y todas las divinidades del Valhalla siento que muero un poco. Ni siquiera sé expresar esa sensación, es como si me dejara arrastrar a un pozo oscuro, como si me arrancaras el alma para luego recuperarla más brillante y vibrante que nunca. Estamos unidos, amor mío, por toda la eternidad, de eso estoy seguro. Porque, de alguna forma, sé que, si uno de nosotros muriera, el otro lo buscaría hasta dar con él. Ninguna ninfa del Asgard podría convencerme de quedarme allí.
—Ni a mi ningún ángel del paraíso —musité subyugada por lo que tronaba en mi pecho—. Ahora prepárate porque voy a subirte a las estrellas de nuevo.
Lo besé con ahínco y desesperación a sabiendas de que nunca quedaría suficientemente satisfecha, de que el hambre que provocaba en mí era interminable, insaciable, de que moría con él y renacía de nuevo, de que en verdad éramos dos almas desesperadas por fusionarse en una.
Al día siguiente, se iría y el hambre se volvería insoportable, pero la noche era larga. Exhibía un banquete irresistible de tentaciones inagotables. De repente, sentí un mordisco en mi cuello, gemí y clavé mis uñas en su espalda.
—Tu turno —susurró él—. Por lo que me has dicho, los leones también devoran a sus presas.
Y el lobo se convirtió en gacela.